Pequeña - Holly Goldberg Sloan - E-Book

Pequeña E-Book

Holly Goldberg Sloan

0,0

Beschreibung

Todo comienza cuando su madre la anima a participar en el musical de El mago de Oz. A medida que Julia se hace amiga de Olive, una de las adultas con enanismo que forman parte del variopinto equipo de la obra, y de su anciana pero artística vecina, la señora Chang, crece el entusiasmo de Julia por la apasionante aventura que vive sobre el escenario. ¡Y lo mejor de todo es que su director tiene planes más "grandes" para Julia! Rebosante de humor y ternura, ésta es una historia irresistible de descubrimiento personal y de los modelos que nos ayudan a cambiar y crecer para siempre.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 338

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Para Harold Arlen, E. Y. Harburg y L. Frank Baum Y para todos los que formaron parte del grupo Carnival Theatre de la Universidad de Oregon.

UNO

Paso un montón de tiempo mirando hacia arriba.

Mis padres no son bajitos. Mi madre incluso podría considerarse alta. Pero mi abuela Guantecitos (así le decimos, de verdad) es muy pequeña. No me va bien en ciencias, pero sé que a veces los genes de una generación se entrometen y alteran a otra más adelante. Debe ser para ayudarnos a sentir cercanía con los viejos de la familia.

Una noche, cuando estaba en tercero de primaria, sentí que la garganta me ardía. Bajé las escaleras para pedir una aspirina, o al menos agua con sal para hacer gárgaras. Y pensé que si llegaba a encontrar una galleta de crema de cacahuate que hubiera sobrado del postre también me serviría. Mis papás estaban en la sala y oí que mi padre decía: “Pues tenemos suerte de que Julia sea niña. ¿Qué tal que fuera niño, con lo bajita que es?”.

Quedé paralizada. Estaban hablando de mí.

Confié en que mi mamá diría: “¡Por favor, Glen, no es para tanto!”, pero no lo hizo. En lugar de eso, respondió: “¡Cierto! Pues será culpa de mi mamá. Guantecitos se lo provocó”, y ambos soltaron la carcajada.

Yo era víctima de algo.

Como si fuera un crimen.

Era culpa de alguien.

Sé que me adoran con locura, pero soy bajita y ellos no. Hasta ese momento, jamás me había dado cuenta de que mi tamaño fuera un problema para ellos. Sus palabras me pesaban en los hombros, aunque no tenía encima más que la pijama, ni siquiera mi bata de baño. Era como tener arena entre los zapatos mojados, o un nudo en el pelo que no puede deshacerse porque un trozo de goma de mascar lo mantiene empegotado. Además, parte de lo que habían dicho era sexista, y eso no está nada bien.

Volví a mi cuarto sin pedir siquiera algo para el dolor. Me metí entre las cobijas junto a mi perro, Ramón, que estaba dormido con la cabeza en mi almohada. Cuando lo acabábamos de adoptar, no le permitíamos subirse a las camas. Pero las reglas no funcionan igual con los perros y con las personas. Le dije en secreto al oído: “Jamás volveré a decir que nadie es bajito ni que nada es pequeño”.

No sabía lo difícil que sería cumplir mi propósito. Esas palabras se cuelan por todas partes.

El hecho es que en la escuela siempre me sitúan en primera fila para las fotos de grupo. Y ninguno de mis compañeros, ni siquiera mis mejores amigas, me escogen para su equipo si se va a jugar un partido de basquetbol. Mis tiros son buenos, pero resulta demasiado fácil bloquearlos.

Además, cuando salimos de viaje en la camioneta, yo voy en la tercera fila, en ese asientito que está al fondo. Para mí es más fácil acurrucarme junto a las maletas, y no me incomoda ir mirando hacia atrás.

También, necesito un banquito para alcanzar los vasos en la cocina, y sigo teniendo el tamaño perfecto para entrar a la casa por la puertecita para perros cuando se nos quedan las llaves adentro, cosa que sucede más a menudo de lo que uno pensaría.

La abuela Guantecitos dice que soy el terrier de la familia. Agrega que los perros de raza terrier no son grandes, pero aguantan mucho. No sé si eso será bueno o malo, porque el único terrier que he visto se llamaba Remolino, y solía morder a la gente.

Hasta hace siete semanas tuvimos a Ramón.

No era un perro terrier.

Tenía manchas blancas y negras, y era criollo. Otra manera de describirlo sería diciendo que era un perro de la calle. Pero no me gusta esa frase porque “tiene connotaciones despectivas”, lo cual quiere decir que atraen ideas negativas. Muchos creían que Ramón era en parte pitbull por la cabezota que tenía, con forma similar a la de esos perros. Pero no quiero ponerle ninguna etiqueta a mi perro.

Habíamos adoptado a Ramón a través de un grupo de rescate de animales que se reunía los domingos en el estacionamiento, cerca del mercado de los granjeros. Era prácticamente el mejor perro del mundo. Nos acompañó durante más de cinco años, y luego, hace apenas mes y medio, se trepó al sillón de mi papá (aunque no sé por qué lo llamamos así, porque todos nos sentamos en él, incluido el perro cuando nadie lo ve). Como fuera, Ramón se subió al sillón, que era el único lugar en el que tenía prohibido echarse. Podía hacerlo en el sofá, porque habíamos puesto una cobija allí, que podía lavarse. Pero el sillón de papá estaba forrado en piel.

Entré y le dije: “Abajo, Ramón”.

Reconocía palabras como “premio” y “sentado”, y “vamos”, y “ardilla”, y “abajo”, pero ese día hizo como si jamás en su vida hubiera oído ningún sonido. Siguió con la mirada al frente, y de repente todo su cuerpo pareció derrumbarse. Como si le hubieran dado un choque eléctrico.

Luego nos enteramos de que tenía problemas del corazón, que lo que le sucedió en el sillón fue debido a eso.

Ramón murió esa noche en la veterinaria, envuelto en mi edredón verde preferido.

En realidad, no sabemos qué edad tenía porque era adoptado. Lo que sí sabemos es que lo quisimos con todas nuestras fuerzas.

Algo que todavía me pasa es que busco a Ramón todo el tiempo. Entro a la sala y espero verlo en el sofá. O tal vez en la cocina, donde lo que más le gustaba era echarse en el tapetito azul que hay junto al refrigerador. Su especialidad era encontrar la manera de meterse bajo los pies de todos, pero en realidad encontraba los lugares más adecuados.

A mi abuela Guantecitos le encantan los obituarios, que son nada más y nada menos que las noticias de los muertos. Cuando viene a visitarnos, me los lee en voz alta. Me encantaría que tuvieran una sección de mascotas, donde habría historias como:

GATO DE LA LOCALIDAD MUERE EN CHOQUE AUTOMOVILÍSTICO

O:

ESTA PERRITA FUE LA BELLEZA DE SU ÉPOCA

O tal vez:

HAMSTER PIONERO DE TEORÍA SOBRE EL EJERCICIO

O quizá:

RECONOCIDO PEZ DORADO MUERE EN CIRCUNSTANCIAS EXTRAÑAS

La abuela me leyó ese titular cuando yo era más niña y nunca lo he podido olvidar. Sólo que no hablaba de un pez dorado sino de un cabecilla militar en algún lugar de Sudamérica. No recuerdo su nombre porque no soy muy buena para recordar datos históricos.

Una de las cosas que he descubierto es que la vida no es más que una gran lucha en busca de aplausos.

Incluso tras morir, las personas esperan que alguien escriba una lista de sus logros.

A las mascotas también les gustan los aplausos y los elogios.

Bueno, puede ser que a los gatos no tanto, pero sé que siempre que le decía a Ramón “¡Bien hecho!”, se llenaba de felicidad.

El obituario de Ramón hubiera podido titularse así:

EL MEJOR PERRO DEL MUNDO DEJA CORAZONES ROTOS Y UN VACÍO EN LA FAMILIA

Desde la noche del ataque al corazón en el sillón de cuero, he estado tratando de superar la pérdida de Ramón. Mis papás me dicen: “El tiempo todo lo cura”. Pero en realidad eso no es cierto, porque hay muchísimas cosas que el tiempo no puede curar. Un ejemplo sería si uno se parte la columna en dos. No habrá manera de que, con el tiempo, pueda volver a caminar.

Así que creo que lo que quieren decir es que un día el vacío no va a ser tan grande y doloroso.

Una mejor forma de decirlo sería “el tiempo se las arregla para que las tristezas duelan menos”.

Así quedaría más preciso el dicho, pero corregir ese tipo de cosas no me corresponde.

Salí de vacaciones hace diez días, después de terminar el año escolar. No sé por qué el año escolar y el año normal no comienzan al mismo tiempo. Eso de que el nuevo año empiece el 1 de enero me parece un error. Si dependiera de mí, cosa que no sucede, haría que el año empezara el 15 de junio, y permitiría que ese día los niños salieran dos meses de vacaciones, para celebrar la llegada del nuevo año.

Ahora que terminaron las clases, espero poder sacudirme de encima la tristeza de la muerte de Ramón, porque puede ser que me tenga atada al pasado.

Pero no voy a olvidar a Ramón.

Jamás de los jamases.

Pedí el collar de Ramón, y a mis papás no les gustó mucho mi idea de ponerlo alrededor de la base de la lámpara, junto a mi cama. Si uno lo mira con atención, podrá encontrar pelos suyos aún prendidos a la parte interior del collar. Además, huele a mi perro.

No es un olor exquisito, pero es de él, y eso es lo que importa. Trato de que la plaquita metálica con su nombre siempre quede frente a mi almohada, de manera que lo primero que veo al despertarme es “RAMÓN”. Me parece importante comenzar mis días recordándolo.

Estoy convencida de que Ramón siempre empezaba su día pensando en su plato de comida. Le encantaba comer.

Yo era la encargada de alimentarlo.

No digo que por eso yo fuera su preferida, pero probablemente sí ayudaba a que lo fuera.

Además del collar también tengo una pequeña figura de madera que me hizo el tío Jake. Es idéntica a Ramón.

El tío Jake era un vendedor de seguros común y corriente de Arizona, donde vivía con la tía Megan. Un día tuvieron un accidente automovilístico. El tío Jake se lastimó la espalda y tuvo que pasar mucho tiempo en cama, sin levantarse. A la tía Megan le preocupaba que se volviera loco porque era una persona que no podía estarse quieta. Así que fue a una tienda de artículos para hobbies y pasatiempos y le compró un juego de herramientas para tallar figuras de madera.

Lo primero que hizo fue una cosa llamada “El viejo capitán”. Con el juego de talla venía un bloque de madera del tamaño de una mano, que ya trae la forma adecuada para esa figura. Y uno puede tomar la herramienta y tallar, porque viene con indicaciones en un papel de dónde colocar la navajita. No es trampa. Así se aprende.

El tío Jake pasó del viejo capitán a todo tipo de cosas que supongo eran más complicadas, y luego se dedicó a hacer pájaros. Hay personas que lo hacen y llegan a concursar por premios. El tío Jake se convirtió en uno de esos. Ahora es un campeón tallador del mundo, especializado en aves acuáticas.

Entonces, su talento oculto es saber cómo mover y deslizar con cuidado un cuchillo afilado.

Todo esto sucedió antes de que yo naciera, y ahora el tío Jake se gana la vida haciendo esculturas en lugar de vender seguros.

Hace dos años y medio me hizo un Ramón de madera. Me encantó en ese momento, y ahora adoro esa figurita.

DOS

Mis planes para el verano, si los tuviera, serían dejar de preocuparme por mi estatura y también encontrar nuevas maneras de ser feliz, ahora que ya no tengo a Ramón.

Pero no soy muy buena para hacer planes. Casi siempre dejo que sean mis dos mejores amigas las que se encarguen de eso.

Llevo más de la mitad de mi vida de conocer a Kaylee y Piper. Nos gusta ir a jugar al boliche, cuando logramos juntar el dinero necesario. Los fines de semana, cuando estamos en temporada escolar, nos vamos las tres al centro en autobús, para sacar libros prestados de la biblioteca. Yo no llego a terminar todos los libros que pido prestados, pero Kaylee sí. Ella es un ratón de biblioteca, lo cual es una forma nada bonita de decir que le encanta leer (¿a quién le gustaría tener apariencia de ratón, de tanto leer?).

Una de las cosas que más nos gusta es comer helado, y en la farmacia venden nuestros sabores favoritos, y no cuestan caros. El verano pasado compramos una tortuga, en lugar de un cono de helado. Las tortuguitas estaban de oferta en un acuario grande, junto a las cajas.

Íbamos a repartirnos la tortuga entre las tres, o sea, pasaría diez días al mes en la casa de cada una. Pero a nuestros papás no les gustó nada la idea y tuvimos que devolver a Petula a la tienda. Y no nos dieron nuestro dinero, cosa que no fue nada justa.

Nos gusta decir que la echamos de menos, aunque no es cierto, porque sólo la tuvimos un par de horas.

Según dijo la mamá de Kaylee, que es enfermera, corrimos el riesgo de contagiarnos de salmonelosis ese día.

Este año, a Piper la enviaron al campamento de verano. Se fue hace dos días. Su mamá fue al mismo lugar cuando era niña, y se supone que es tradición hacerlo así. Piper no parecía muy entusiasmada con la idea. Le dije que le escribiría todos los días, pero no lo he hecho hasta ahora. No tienen nada de tecnología en el campamento, así que no puedo mandarle ningún otro tipo de mensaje.

Kaylee no iba a ir a ningún campamento, pero se fue con su familia a un tour por estadios de beisbol. Y no estoy inventando nada. Van en un coche por ahí, deteniéndose a mirar los estadios. Ella no es muy deportista, así que me imagino que todo eso le resulta muy extraño.

Desde que se fueron, he pasado largos ratos sin hacer nada, pero no tengo ningún problema con eso. No es que me la pase triste y llorando, dando vueltas por la casa. Sigo buscando a Ramón, pero eso pasa en mi interior, así que nadie se da cuenta.

Aunque tal vez sí, porque ayer mi mamá me dijo que quiere que vaya a una audición en la universidad para participar en alguna obra de teatro.

Le dije que no me interesaba hacerlo.

Me respondió que mi hermano menor, Randy, quería presentarse a la audición y que yo debería pensarlo mejor (lo cual quiere decir que me obligará a ir).

Tengo un hermano mayor, Tim, y a él lo dejan hacer lo que se le antoje durante el verano porque ya va a cumplir quince años. Sé que no me gustará participar en una obra de teatro, pero soy la encargada de cuidar a Randy porque mi mamá trabaja, y además me paga por eso. Así que creo que pretende ahorrarse el dinero al meternos a los dos a una actividad organizada.

Y luego me veo formada en una larga fila de niños, a la espera de mi turno para cantar en el escenario de un teatro oscuro en una universidad. Pongo atención a la conversación de los adultos mientras espero y esto es lo que oigo: “¡Algunos de los miembros del reparto son actores profesionales!”.

—¿De verdad?

—Eso me dijo la señora de la oficina. Les van a pagar. Uno de ellos viaja desde la Costa Este.

—¿Es alguien conocido?

—Me imagino que nos enteraremos cuando lo anuncien con bombo y platillo.

—El director es de Florida, y se supone que ha trabajado en montajes en Broadway.

Me alegra que mi mamá no esté hablando con esas señoras, por estar respondiendo su correo desde el teléfono mientras hacemos la fila. Randy tiene una liga elástica en la boca. Mamá no lo sabe. Es demasiado mayor para andar mascando algo que no sea goma dulce, pero le gusta hacer cosas así, y no pienso decirle a Mamá porque a lo mejor está nervioso a la espera de cantar. Sé que yo sí lo estoy.

Espero que Randy se saque la liga de la boca cuando empiece su audición, porque podría asfixiarse si se la traga. Eso haría que Mamá se sintiera muy mal por haber sugerido el plan.

Randy tiene bonita voz y siempre está cantando. Con sólo oír una canción un par de veces en el radio, ya se le graba en la memoria, de buena manera.

Yo no tengo aptitud musical.

Hace más de dos años, mis papás les compraron un piano a unas personas que se iban a vivir a otra parte. Nos lo regalaron de Navidad a mis hermanos y a mí. Fingí que estaba muy feliz porque era un regalo enorme, pero lo odié casi desde el momento en que lo llevaron al vestíbulo de arriba, junto a mi cuarto. El piano me miraba fijamente. Era como un pájaro prisionero en una jaula. Quería que lo liberaran. Pero yo no tenía el talento.

Durante casi un año, todas las semanas, tuve que ir, tras salir de la escuela, a la casa de una señora mayor que vivía en la calle Horizonte para mi clase de piano. La tortura se prolongaba por cuarenta y cinco minutos. Aprendí las escalas, porque cualquiera puede hacerlo con apenas una clase, pero no avancé mucho más.

La señora Sookram tenía otros alumnos, y casi todos eran niños de mi edad, pero tuve la suerte de que ninguno iba a la misma escuela que yo. Nunca quise que la niña que iba a la clase después de la mía me oyera tocar. Se enteraría de lo mal que lo hacía y de que no progresaba nada.

Y parte de las razones por las cuales no progresaba era porque no ensayaba. Mis dedos no se acomodaban a las teclas. A lo mejor eran demasiado chicos, o no se deslizaban ni sabían moverse solos sobre el teclado, cosa que se suponía que debía suceder.

Era una lucha. Con mi hermano mayor, Tim, la cosa era diferente. Él toca guitarra y pide todo tipo de accesorios, desde amplificadores hasta correas para colgarse la guitarra. Ensaya y practica durante horas y horas en su cuarto, con la puerta cerrada, y se oye hasta el jardín, cosa que puede ser terrible para los vecinos porque toca la misma canción una y otra vez.

No todos los niños son iguales, y además él fue el primero, así que mis papás tenían “expectativas desmedidas” con él. Eso fue lo que una vez oí que Papá le decía a Mamá. Las púas de guitarra de Tim aparecen por todas partes de la casa. Es como si fueran excremento de algún animal extraño.

Pero sí aprendí algo en el año de clases con la señora Sookram. Descubrí la forma de establecer conversación con un adulto y descarrilarlo de sus propósitos. La clave de todo el asunto es una pregunta inicial muy profunda, seguida luego de otras menos importantes que demuestran que uno sigue atento.

Mi gran pregunta para la señora Sookram era siempre sobre la vida cuando ella era niña. ¿Dónde se había criado? ¿Cómo supo que la música le gustaba tanto? Si funcionaba, cosa que no era difícil, ella regresaba mentalmente hasta un pueblo en Idaho y seguía así hasta el final de la clase. Me contó de su niñez, cosa por cosa, semana a semana. Sé más de la historia de esa señora que de mis propios padres. Lo principal era que había crecido en una granja dedicada al cultivo de papa y que la música le fascinaba tanto que era capaz de caminar seis kilómetros para ver a una mujer tocar el arpa en la recepción de un hotel.

Creo que el arpa debe ser el instrumento menos adecuado para entusiasmarse con él, porque es difícil llevarlo de un lado a otro y uno no puede llegar a la casa de cualquiera, para encontrar una, como sí sucede con el piano. Nadie va a señalar a un rincón de su sala y decir: “¿Nos tocas una pieza?”.

Una vez que descubrí que la señora Sookram prefería hablar de música que oírme tocar desafinadamente, tuve las clases bajo control.

Hasta que un día me dijo: “Julia, voy a llamar a tu mamá esta tarde. No me parece bien seguir aceptando el dinero que me paga”.

No supe qué decir, pero me las arreglé para responder: “A ella no le importa”.

La señora Sookram me miró con tristeza. “No creo que el piano sea el instrumento para ti”, dijo.

Asentí de una manera que podía significar tanto “sí” como “no”. Y luego la oí decir: “Voy a extrañarte, Julia”.

La señora Sookram me tomó de la mano. La mía estaba mucho más fría que la suya. En ese momento me di cuenta de que ella decía la verdad porque se le aguaron los ojos y le goteó algo de la nariz, y tuve la seguridad de que estaba llorando. Si no, lo que tenía era un acceso de alergia.

Tuve que responder que yo también la iba a extrañar. Quise decirlo, pero era una mentira demasiado grande. Así que la rodeé por la cintura con mis brazos y le di un buen estrujón. Era una señora gorda, así que había mucho de donde agarrar.

A los pocos minutos, me sentía más ligera que el aire al salir de su casa. Era el tipo de sensación que quizás uno debe sentir cuando al fin sale de la cárcel o le retiran un yeso que le cubrió la mayor parte del cuerpo. No me di cuenta sino hasta que estuve en la calle de lo mucho que detestaba el piano, y de lo mucho que había aprendido sobre el cultivo de papa.

Creo que desde ese día casi no volví a pensar en la música, y ahora estoy aquí, a punto de cantar “Más allá del arcoíris” con otro montón de muchachitos en una audición grandiosa, para actuar en El mago de Oz, a la cual se apareció media ciudad.

No tuve mucho tiempo para decidir qué ponerme para esta sesión de tortura, así que terminé con mis sandalias de cuero y una camisa blanca que llaman “blusa campesina”. Es mi camisa preferida. Tiene mangas abombadas y cuello redondo, y es de tela delgada de algodón. Yo no me atrevería a llamarla “blusa campesina” porque sería como decir “camisa de pobre”, pero así se supone que se llama.

No hay campesinos en nuestra región. Hay unas cuantas granjas en las afueras de la ciudad, y me imagino que contratan a trabajadores que no se hacen ricos con su labor, pero no creo que ellos se pongan blusas bordadas para desyerbar los campos.

En todo caso, creo que tengo puestos mis mejores prendas, y eso es importante porque una de las cosas que he aprendido es que uno tiene que sentirse cómodo con lo que tiene encima cuando se enfrenta a una situación nueva y desconocida.

Lo último que uno querría tener puesto si está nervioso es algo de lana.

Mi hermanito está vestido con una camiseta de rayas y shorts cafés con un elástico en la cintura, que me parecen muy a la moda. Y además tiene una liga en la boca.

Todos tomamos nuestras pequeñas decisiones, menos en las cosas grandes, claro. Esas son decisiones que alguien más toma por nosotros, y es por eso que estoy aquí, en esta fila.

Después de toda una eternidad, llega mi turno de subir al escenario.

Casi todos los niños que pasaron antes que yo cantaron “Más allá del arcoíris”. Pero vi que una niña fue a preguntarle al señor del piano si podría tocar otra canción, y el señor lo hizo sin ningún inconveniente. Era una canción triste y me costó oírla porque me hizo pensar en Ramón, así que me tapé los oídos con las manos. Tengo el pelo largo, así que parecía que me estaba sosteniendo la cabeza con las manos.

Cuando voy hacia el piano, de repente se me ocurre un plan. Le pregunto si me puede acompañar con “This Land is Your Land”, una canción patriótica tradicional.

El señor me guiña un ojo. Eso me cae bien porque me hace pensar que él sabe algo que yo no sé… como por qué estoy cantando frente a doscientos perfectos desconocidos.

Empiezo a cantar y miro directamente al público, más allá de la mujer que está filmando todo en video.

Preferiría no estar aquí, pero la abuela Guantecitos dice que soy como un terrier, y que esos perros pueden ladrar muy fuerte. Así que canto con todo lo que tengo y me cuido de no apretar las manos. Vi a muchos de los que pasaron antes que yo, y parecía que estuvieran listos para pegar un buen puñetazo.

Cuando termino mi canción miro al pianista y le doy las gracias. Me guiña el ojo de nuevo. No puedo contener una risita. Y luego hago una pequeña reverencia mirando al piano. No tengo la menor idea de por qué lo hago.

Supongo que Mamá sabe que éste fue un día difícil para mí porque a la salida de la audición nos vamos derecho a la pastelería y cada uno sale con un helado de chocolate. Nos comemos el helado en el coche, camino a casa, aunque apenas falta media hora para que sea la hora de cenar. Mientras conduce, Mamá dice: “Esa reverencia estuvo muy bien, Julia. Se vio muy teatral. A la gente le gustó”.

No respondo porque yo no trataba de verme teatral. ¡Ni siquiera sé bien qué quiere decir eso! Pero me da gusto que ella piense que hice algo bien.

Sé que no soy nada especial cantando. Cuando mi hermanito cantó, se podía oír su voz como miel. Algo dulce. Mi voz se hace oír, pero no es dulce porque no la sé manejar.

Randy tiene lo que mi profesora preferida en la escuela, la señora Vancil, llama “verdadero potencial”.

Mi potencial como cantante no es muy grande, y nada tiene que ver con mi tamaño.

TRES

En estos cuatro días no he vuelto a pensar en la audición. Lo hecho, hecho está.

Estoy en el jardín, tendida bocarriba en la hierba y mirando al cielo mientras pienso en Ramón, y decido cerrar los ojos porque así puedo fingir que está junto a mí. A todos los perros les gusta dormir, y Ramón adoraba una buena siesta. Hasta podía quedarse dormido sentado. No planeaba dormirme, pero sucedió. Y como no me puse bloqueador solar, cuando me despierto siento que me arde la cara por el sol.

Espero que mamá no se dé cuenta, pues ponerse bloqueador es una de sus reglas fundamentales.

Cuando entro de nuevo en la casa, ella está en la cocina. Quiere tenernos a la vista, por eso, durante el verano, trabaja más desde casa. No dice nada cuando abro la puerta, pero me muestra una enorme sonrisa. Tal vez no me quemé tanto con el sol.

Y entonces mi hermano grita: “¡Julia, somos munchkins, esas personitas diminutas que viven en el país de El mago de Oz!”, está en uno de los taburetes altos de la cocina y me doy cuenta de que me esperaba.

Por unos momentos creo que quiere decir que soy bajita, cosa que yo ya sé. Pero mi mamá agrega: “Llamaron de la audición. ¡Ambos resultaron seleccionados para la obra!”.

Siento una mezcla de emociones mientras los miro.

Sonríen como el gato de Alicia en el país de las maravillas, diría la abuela Guantecitos. Quiere decir que tienen unas sonrisotas resplandecientes, eso es lo que veo en la cara de ambos. Les parece que nos anotamos un tanto.

Respondo a sus sonrisas con otra, pero la mía es forzada.

¿Qué va a pasar con mis vacaciones de verano? ¿Con mis planes de pensar en Ramón cuando quiera y con escribir cartas a Kaylee y a Piper? Hasta ahora no les he escrito ni una letra, pero empecé un dibujo y, si me sale bien, se los iba a mandar. Mis dos mejores amigas me dejaron a cargo de contarles lo que sucede por aquí. Soy como el pegamento que nos mantiene unidas. Además, soy un terrier. No puedo ser también un munchkin.

Paso horas armando mi plan y, al día siguiente, cuando tenemos el primer ensayo, finjo que me resbalo al bajar las escaleras y me tiro al piso gritando que me torcí un tobillo. Mamá ni siquiera se preocupa por mirarme la pierna (lo cierto es que me duele más el codo tras la caída). Y me muevo por la casa cojeando.

Mi plan no funciona porque Mamá ni siquiera me pone hielo. Así que dejo de hacer payasadas y me pongo mi blusa campesina y los shorts. Cuando voy a calzarme las sandalias, Mamá nos dice a ambos que tenemos que ir con zapatos deportivos.

¿Zapatos deportivos? No van bien con mi blusa campesina, pero ya no hay tiempo de escoger otra ropa. Hay más cosas detrás de lo poco que nos dicen, obvio.

Cuando llegamos con mi mamá frente al teatro, hay otros niños entrando. No conozco a ninguno y eso me causa mucho alivio.

¿Qué tal que Stephen Boyd acabara siendo un munchkin?

Era mi vecino de pupitre en el salón de la señora Vancil, y es mejor que cualquiera en matemáticas (menos Elaenee Allen). Y también es un experto con la pelota. ¡Y en ortografía! Todo este año, cuando no había nada qué hacer, me quedaba contemplando a Stephen Boyd, y no creo que yo pudiera alcanzar todo mi potencial si él estuviera en la obra con nosotros. Es una distracción para mí, con ese pelo oscuro y lleno de rizos.

El pelo de Ramón era como el de una brocha gorda. Así de grueso.

Veo que la mayoría de los otros munchkins vienen con sus papás, que han ido a estacionar los carros. Mamá debe suponer que Randy y yo podemos arreglárnoslas por nuestra cuenta, así que nos deja en la acera, frente al teatro. Además, ella tiene que irse a trabajar. No hay ningún problema por mi parte, y menos cuando una mujer con una tabla de esas que tienen un clip portapapeles les dice a los demás padres que no pueden quedarse a ver el ensayo. Vamos a tener “ensayos a puerta cerrada”.

Los papás parecen tristes al enterarse.

No tengo la menor idea de por qué les puede interesar ver cómo nos convertimos en munchkins, cosa que tomará cuatro semanas completas.

La mujer de la tabla portapapeles prácticamente obliga a los papás a ir hacia la taquilla, al frente del teatro. En agosto habrá veintidós funciones, y ella está segura de que los papás querrán comprar boletos para cada una de esas presentaciones y llevar a todos sus amigos.

Yo no puedo pensar más que en esas cuatro semanas de ensayos más las tres semanas de funciones, y después se habrá terminado el verano.

¡Puf! Como por arte de magia.

Habrá pasado todo.

Estoy a punto de ponerme a llorar, pero logro contenerme y mis ojos se ven muy brillantes.

Una vez que nos deshacemos de los decepcionados padres, nos llevan a través del vestíbulo hacia la platea. Somos bastantes. Oigo a la mujer del portapapeles contándonos, y cuando llega a treinta y cinco ya no le presto más atención.

Está muy oscuro adentro, pero estoy entre los primeros y veo que tres niños ya están en el escenario, y hay una puerta abierta hacia el exterior.

Uno de los niños está apoyado en el marco de la puerta, y siento una especie de sacudida cuando me doy cuenta de que está fumando.

No lo puedo creer. ¿Quién le permite fumar a un niño?

Ya entiendo por qué les dijeron a los papás que debían irse.

No veo la hora de contarles a mis papás. A mi mamá no le gusta para nada el cigarrillo y creo que esto puede cambiar por completo los planes.

El niño fumador se da vuelta y entra de nuevo, y consigo verle la cara.

Y ahí me doy cuenta de que no es niño, ¡porque tiene barba!

Entonces, es un adulto en miniatura. Es el munchkin perfecto. Los demás no somos más que una farsa porque, al acercarnos, veo que esos tres son como deben ser los munchkins.

Son exactamente como los de la película El mago de Oz.

Me parece lógico que, como en la ciudad no hay suficientes adultos en miniatura para hacer de munchkins, nos buscaron a nosotros, los niños, para hacer multitud. Eso es lo que sucede.

No lo puedo evitar y los miro fijamente a los tres.

Ya sé que no es de buena educación, pero no lo puedo evitar. Además, aquí está bastante oscuro así que tal vez no nos ven bien.

Hay dos hombres y una mujer. Uno de ellos es negro, el que fuma. El otro tiene el pelo del mismo color que la mermelada de naranja que comemos en la casa. Creo que sería el actor perfecto para hacer de uno de esos duendes irlandeses codiciosos y cascarrabias, y no sólo porque tenga una camisa verde (esos duendes siempre visten de verde) sino porque tiene unos descuidados bigotes anaranjados como si hubiera dejado de afeitarse hace varios días, y tiene la punta de la nariz roja. A lo mejor está resfriado.

La mujer es un poquito más alta que los otros dos. Tiene el pelo recogido en una trenza larga y oscura, y lleva puestos grandes pendientes de plata y una gargantilla de turquesas, con pulseras a juego. A pesar de que es pleno verano, tiene puestas botas de cuero con tacón. No me parecen zapatillas deportivas, pero como es la primera vez que participo en un montaje de teatro semiprofesional, no tengo idea de qué es lo que funciona bien en escena.

Admito que me encanta cómo se ve esta mujer.

Voy a tratar de conocerla para así enterarme de dónde consiguió las botas de tacón. Tiene pies pequeños, como los míos, y supongo que debe habérselas mandado a hacer sobre medida.

Poco después las luces se encienden. Estoy junto a mi hermano, con el resto del grupo, cuando la mujer diminuta se acerca y me tiende la mano: “Me llamo Olive. Es un placer conocerte”, dice.

Va con cada uno de los niños y les dice lo mismo, y rompe el hielo. Y así los dos hombres también se animan.

El que estaba fumando se llama Quincy. El que parece un duende irlandés es Larry.

Quincy no se tarda mucho en explicarnos que es un profesional de los escenarios. Ha trabajado más que nada con circos, pero también ha sido payaso de rodeo, con el encargo de distraer a los caballos encabritados. Todo lo que cuenta es interesante. También ha domado elefantes, y es capaz de montar en monociclo, y de hacer un impecable salto mortal hacia atrás.

Luego de que Quincy nos muestra unas cuantas acrobacias, Larry pierde la timidez. Sabe hablar con voces chistosas y puede imitar acentos increíbles y hacer ruidos de animal.

Cuando estamos divirtiéndonos como locos se abre la puerta trasera del teatro y entra un hombre. Lleva un enorme cuaderno en la mano. No se mueve de prisa, pero tampoco con lentitud. Camina como si fuera el que manda.

Oímos que nos dicen: “Siéntense, por favor”.

La mujer del portapapeles sale de inmediato de la parte de atrás del escenario y dice: “Shawn Barr ha llegado”.

Eso ya lo sabemos, nada más nos faltaba que nos dijera su nombre.

Shawn Barr lleva puesto eso que llaman un “overol”, o sea un traje entero en el que la parte de arriba está conectada con la de abajo, como los que usan los mecánicos en un taller. Pero el overol de Shawn Barr no es azul marino ni le queda holgado. Tiene el color anaranjado suave de un melón por dentro y tiene un cinturón falso que se cierra al frente con una hebilla dorada.

Shawn Barr no está disfrazado. Ésa es su ropa normal. Y lo sé porque en el bolsillo trasero alcanzo a ver su billetera, y allí la tela se ve desgastada, lo cual quiere decir que ese overol lo usa mucho. Trato de imaginarme a mi papá con la pinta anaranjada de Shawn Barr y me parece una locura. Pero, por alguna razón, Shawn Barr no se ve raro con esa facha, porque parece sentirse muy cómodo con lo que tiene puesto.

Shawn Barr no es alto. Yo diría que es bajito, pero no en voz alta porque hace tiempo decidí que no iba a usar esa palabra. No podría hacer el papel de un munchkin, pero no nos supera por mucha altura hasta que abre la boca.

Algunos niños siguen susurrando, como abejas. Yo estoy muy callada. Shawn Barr choca sus palmas unas cuantas veces y luego dice: “Artistas, cuando hablo necesito que se haga absoluto silencio”.

Los zumbidos se acaban.

—Me llamo Shawn Barr. Muchos de ustedes habrán oído hablar de mí.

Miro a mi alrededor moviendo sólo los ojos (pero no la cabeza) para ver las reacciones de los demás niños. No noto ninguna señal de que hayan oído hablar de él.

—He dirigido espectáculos en Broadway. También he trabajado en el West End de Londres.

Vuelvo a mirar a mi alrededor y veo que Olive, Larry y Quincy asienten.

A pesar de que acabo de conocerlos, me agradan mucho, así que hago lo mismo que ellos.

Y como lo hago, Randy también asiente. Tener un hermano menor es un poco como tener un empleado, que entiende que su labor es apoyarme siempre.

Trato de calcular qué edad tiene Shawn Barr y es imposible. Tiene canas, pero su pelo es abundante. Se mueve con ademanes que no son los de un anciano. Tiene toda clase de arrugas en la cara, pero no lleva bastón ni ninguna ayuda para caminar. Por supuesto que es mayor que mis papás, que son viejos, porque tienen cuarenta y dos, y cuarenta y cuatro.

Puede ser que sea súper, súper, superviejo.

¿Tendrá cincuenta y cinco?

No tengo idea.

Las personas más viejas que conozco, como la abuela Guantecitos que cumplirá sesenta y nueve el 4 de julio, forman parte de mi familia, y por eso sé su edad. Decido averiguar más adelante cuántos años tendrá Shawn Barr, porque quizá sea bueno saber más de él ya que es famoso, cosa que nos está dejando muy clara al hablar:

—He trabajado con muchos de los grandes del teatro. Y todos, con unas pocas excepciones que yo llamaría aberraciones, tienen una cosa en común: entienden lo que significa el compromiso.

He oído la palabra “aberraciones” antes, pero no sé bien qué significa. Sé que “compromiso” significa ir a una reunión o clase o algo así, porque el año pasado llené los formularios para ser parte de las niñas exploradoras, pero más adelante mi líder exploradora le dijo a mi mamá que yo no mostraba suficiente compromiso porque había faltado a muchas de las reuniones.

Creo que me gustaba la idea de las niñas exploradoras, pero no tanto convertirme en una de ellas.

Shawn Barr sigue hablando: “Nuestro compromiso se ve en nuestra relación con la obra y con el resto del reparto. Vamos a trabajar muy muy duro. Necesito que todos den lo mejor de sí mismos. Aprenderemos a cantar y a bailar como profesionales. Vamos a formar un equipo que tenga el siguiente objetivo: ¡poner en escena un espectáculo fabuloso!”.

Al oírlo, me emociono un poco.

Shawn Barr mueve los brazos al hablar. Su voz es profunda, y se oye llena de energía y de eso que yo llamaría “entusiasmo”. Todo lo que dice suena audaz, y nunca he pensado mucho en esa palabra.

Pero es un hecho: este señor es audaz.

Después su voz cambia y lo oigo decir algo que me forma un nudo en el estómago.

—No pude estar en las audiciones porque llegué apenas ayer. Estaba terminando la temporada en Pigeon Forge. Estoy seguro de que todos ustedes están hechos a la medida para interpretar a un munchkin, y por eso los escogí de las grabaciones de la audición. No estoy diciendo que tengan que ganarse el papel; ¡pero sí me reservo el derecho de retirar a cualquiera que no crea que es capaz de cumplir con su parte!

De nuevo, mantengo la cabeza quieta pero muevo los ojos. La mayoría de los niños se ve como si no hubiera dicho nada especial, pero me doy cuenta de que hay algunos munchkins nerviosos.

Olive, Quincy y Larry no parecen asustados, porque ellos ya tienen asegurados sus papeles.

Afortunadamente, Shawn deja de hablar de retirarnos por no ser capaces de hacer nuestra parte. Y ahí es cuando me doy cuenta de que al menos un poco de mí, o mucho en mi interior, quiere estar aquí porque en este preciso momento la idea de no participar en la obra de teatro me parece terrible.

¡Y pensar que hace tres horas me habría tirado al suelo para ver si me torcía un tobillo!

Pero lo hice antes de conocer a Shawn Barr y de enterarme de que Olive, Quincy y Larry existían en este mundo.

Shawn ha estado hablando y yo dejé de prestar atención. Creo que estaba recitando unas líneas de Shakespeare que no entendí. Ya terminó y ahora se aclara la garganta y levanta las manos en el aire antes de decir: —¡Artistas, necesito que saquen su luz más resplandeciente! ¡Todos van a brillar! ¡Todos ustedes son mis estrellas!

Miro a mi alrededor y veo a Olive que parece llorar.