Pequeñas biografías por encargo - Javier Morales Ortiz - E-Book

Pequeñas biografías por encargo E-Book

Javier Morales Ortiz

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En esta novela disfrazada de colección de cuentos de largo aliento asistimos a tres momentos de la vida de su protagonista, Samuel. Asistiremos a su origen en una historia rural de miserias del campo, su despertar a la vida y su crecimiento como periodista en ciernes y el relato detectivesco de un encargo tras los pasos de un misterioso ciudadano británico refugiado en un pueblo de Extremadura. Con una prosa ágil y un sentido narrativo elegantísimo, el autor despliega ante nosotros un auténtico arsenal literario difícil de superar.

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Javier Morales Ortiz

Pequeñas biografías por encargo

 

Saga

Pequeñas biografías por encargo

 

Copyright © 2013, 2022 Javier Morales Ortiz and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728396001

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Supongo que es mucho más fácil crear personajes malos, personajes despreciables, que buenos

John Coetzee (Verano)

PRIMER MOMENTO

Primavera de 1999

vivimos/ como seres humanos al borde de un abismo/

y nuestra dignidad es atrevernos/ a mirar hacia abajo/

sin enamorarnos/ de lo que ahí nos llama

Jorge Riechmann

EL ENCARGO I

—¿Pequeñas Biografías por Encargo , dígame? Al otro lado, una voz dulce y amable se identifica como la secretaria de Adrian Harris, de Harris&Harris, un conocido despacho de abogados de Madrid. Quieren hacerme un encargo y me piden que me pase por la oficina en cuanto mi agenda me lo permita. Como mi agenda está vacía, anuncio que puedo pasarme esta misma mañana.

El cielo está cubierto de pequeñas nubes, agazapadas, guijarros a punto de chocarse unos con otros y descargar una buena tromba de agua. Atravieso las callejuelas de Chueca hasta Almagro. La boca de metro escupe oficinistas sin cesar. No les envidio. Si algo valoro de mi profesión actual es que no tengo jefes y puedo organizar mi tiempo como me dé la gana, sin dar cuentas a nadie.

La firma de abogados Harris&Harris se ubica en un edificio de estilo neoclásico, blanco y con balcones un tanto grandilocuentes. Subo las escaleras de madera hasta la primera planta. El piso es amplio, con varios despachos, techos altos y suelo de parqué. Una joven con gafas de monturas azules, a juego con los ojos, me ruega que pase al despacho de Adrian Harris.

Esbelto, pelo castaño y ojos verdes, Adrian desprende una cierta informalidad a pesar de su impecable traje gris. Parece sacado de una adaptación cinematográfica de una novela de Forster. El despacho es funcional y lo preside una reproducción de La Tempestad, de Turner.

Adrian no se anda por las ramas, lo que siempre es de agradecer. Me abruman los clientes que se enrollan durante horas en los prolegómenos.

—Uno de nuestros mejores clientes quiere saber qué ha sido de un hombre al que perdió la pista hace mucho tiempo, en 1973. La persona en cuestión se llama David Blount, es inglés y desde entonces vive en Ojalvo, un pueblecito de La Comarca, muy cerca de la frontera portuguesa.

—Tal vez, más que un biógrafo necesiten un detective privado —sugiero, aunque mi propuesta vaya en contra de mi negocio.

—Un detective privado se limitaría a relatar los hechos —aclara en un tono correcto, pero áspero—, reduciría la vida de Blount a un listín telefónico. A mi cliente le gustaría saber quién es hoy David Blount. A través del consulado británico hemos averiguado que no está casado, tampoco tiene hijos. ¿Pero es feliz? ¿A qué dedica su tiempo? ¿Qué piensan de él sus amigos y conocidos? Eso solo puede descubrirlo un biógrafo profesional. Sobra decir que tampoco queremos una tesis doctoral, nos basta con unas pinceladas que describan al Blount de hoy.

Asiento con la cabeza y antes de que abra la boca, Adrian da por zanjado nuestro breve encuentro.

—No quiero entretenerle más. Todos estamos muy ocupados, ¿verdad? El tiempo nos come. El dinero no va a ser un problema. Rosa ha preparado un contrato. Puede firmarlo a la salida. Por favor, dígale si necesita un pequeño adelanto.

—Suelo cobrar un veinte por ciento antes de entrar en faena, para los gastos —digo con el pomo de la puerta en la mano.

—Fije usted el precio, nos parecerá bien siempre que sea razonable. Y ahora, si me disculpa, tengo una mañana de locos —remata, con las manos en la cabeza.

II

Lo de hacerme biógrafo profesional fue una casualidad. Estudié Periodismo sin demasiada convicción y cuando terminé la carrera me matriculé en el doctorado, con la vana esperanza de hacerme un hueco en el mundillo académico. Mientras tanto, me ganaba la vida como colaborador de prensa. Escribía artículos de consumo para revistas de supermercado, qué derechos tienen los compradores, cómo elegir el producto más barato, el que tiene menos conservantes y otras recomendaciones por el estilo. Dado que no tenía muy claro sobre qué quería escribir la tesis doctoral, una de mis profesoras me sugirió que investigara la vida de Francisco Lambroise, un periodista afrancesado que tuvo que exiliarse en Inglaterra tras la llegada de Fernando VII al poder. La misma profesora, doña Elena Rupérez, preocupada por mis penurias económicas, me llamó un día para proponerme un trabajo, escribir la biografía de un empresario catalán que acababa de fallecer. No querían nada sesudo, solo un relato que ensalzase la figura del difunto. Disfruté escribiéndolo y a los clientes les encantó. Es como si le hubiera devuelto a la vida, me dijeron.

A este encargo le siguieron otros y cuando me quise dar cuenta podía mantenerme gracias a mis perfiles biográficos. Con cada uno de estos encargos ganaba más que en un año de colaboraciones. El principal motivo de mi “éxito” es que apenas hay negocios similares. Abandoné el periodismo y nunca terminé la tesis. Francisco Lambroise permanece en el olvido, como tantos otros. ¿Pero qué decisión carece de daño colateral?

III

La noche previa al viaje duermo mal. Los vecinos del edificio de enfrente han montado una fiesta y los altavoces truenan debajo de mi almohada. Salgo a la ventana para llamarles la atención —es el único gesto a mi alcance para salvar mi pobre dignidad— y me saludan con un chulesco corte de mangas. Por rutina, llamo a la policía.

—Iremos en cuanto podamos —responde una voz plana y aburrida.

—Llevan así toda la noche y mañana tengo que madrugar. Yo trabajo, ¿sabe?, —le grito.

—Nosotros también, ¿qué se ha creído? Si le molesta el ruido, no haberse ido a vivir al centro —contesta el agente, sin perder la compostura, y cuelga.

Estoy tan acostumbrado a que todo el mundo ignore mis incomprendidos lamentos contra el ruido que me lo tomo con resignación. Los momentos de mayor inquietud surgen en los viajes, por el miedo a lo inesperado y la escasa intimidad que ofrecen las menguantes paredes de los hoteles. La amenaza puede ser previa al sueño: unos vecinos que hablan sin discreción, el zumbido de una carretera próxima o una fiesta estridente. O puede manifestarse cuando ya estoy dormido: el aullido de una pareja que copula a deshoras, el taconeo monótono de trasnochadores o el corrosivo lamento del camión de la basura.

Duermo hasta el alba, momento en el que una taladradora trepana mi cerebro. Una empresa ha decidido abrir unas zanjas, justo una semana después de que otra hubiera hecho lo propio para instalar unos cables que ya existían o que no existían, pero que al parecer son imprescindibles.

Vivo aquí desde que Sonia se marchó a Perú, hace dos años. Como en otras misiones, ella dio por supuesto que iba a quedarme en su apartamento de Lavapiés, pero me armé de valor y le dije que necesitaba un cambio, disponer de un espacio propio. Y no solo porque era beneficioso para el negocio, sino también para nuestra relación, por entonces muy deteriorada, por no decir moribunda.

La exposición al ruido es uno de los pocos defectos del piso. La propietaria es arquitecta y lo ha rehabilitado con un gusto exquisito. Ha restaurado la chimenea francesa y conserva las mansardas y las columnas de madera de roble a la vista. El suelo del salón y el del dormitorio también son de madera de roble y grandes cristaleras recorren las paredes. Casi se puede tocar el legendario azul del cielo de Madrid que, por una ilusión óptica, a corta distancia no parece que haya sido aplastado aún por la bota de humo de la contaminación. Suelo mantener las ventanas cerradas para que no entren los gatos callejeros. Pasean a su antojo el hambre y la sarna por el alféizar y más de una vez se han atrevido a invadir el apartamento en busca de comida. Tumbado en la cama del dormitorio he pasado horas y horas contemplando atardeceres espectaculares entre azoteas que engullen los últimos rayos de sol y dejan en la estancia los restos de una efímera calidez.

IV

Al salir a la calle , me encuentro con los operarios sentados en la acera. La taladradora yace con su pesado brazo en medio del asfalto, dispuesta a seguir mordiendo la calle en cuanto los obreros se terminen el bocadillo.

Después de varias semanas de lluvia, por fin reina el sol. Me anima ver los jirones de nubes solitarias en el inmenso y deslumbrante cielo azul. Apenas tengo problemas para salir del centro. El tráfico es fluido y la gente conduce con más calma de lo habitual, como si a la ciudad le hubieran inyectado un ansiolítico. Hasta que me traga un túnel. Una hora en la penumbra y consigo atisbar la luz en la M-40 y enlazar con la autovía del Oeste, donde las grúas y excavadoras campan a sus anchas. El ladrillo de Madrid se ha comido ya parte de la estepa castellana, convertida ahora en un arrabal maltrecho y soñoliento. A pesar de la docilidad de las lluvias caídas, el campo parece agostado, con un color parecido al membrillo, al óxido de algunos de los polígonos que pautan la carretera. Cuando alcanzo la mitad de la distancia a Ojalvo, paro en uno esos bares de carretera llenos de humo y olor a fritanga que engullen y escupen gente sin piedad.

Regreso a mi auto y cien kilómetros más adelante tomo el desvío a La Comarca. La pequeña carretera transcurre paralela a un río, como una cremallera que abriese las montañas. Polanco me ha reservado una habitación en el único hotel de Ojalvo, una población de apenas dos mil habitantes.

El acceso al hotel se halla encajonado en uno de los soportales de la plaza. Me recibe el propietario, Francisco, de treinta y tantos años, alto y rubio, con una incipiente calvicie que ha empezado a ganarle la partida al pelo. De labios desdeñosos y mirada triste y desconfiada, Francisco me enseña orgulloso la estancia y aguanto con paciencia su charla. La habitación es confortable, con una cama, una silla, una mesa de madera de cerezo y un pequeño televisor incrustado entre dos vigas, también de cerezo. La ventana da a la plaza del pueblo. Le pregunto si es un lugar tranquilo y se ríe.

—Salvo los chiquillos que juegan a la pelota a media tarde —asegura con afectación— no oirá nada.

Le creo. Me levanto de la siesta, me ducho, me visto con lo primero que pillo de la maleta y bajo a cenar. En el restaurante solo hay una pareja ataviada con el uniforme de turista rural —pantalones desmontables, forro polar y botas de trecking—. Nos saludamos con amabilidad ecuménica y ocupo una de las mesas que dan a la calle.

Francisco se acerca, sonriente, con un balanceo que casi le hace trastabillar y me ofrece la carta, bien sujeta en una de las axilas.

—En realidad no la necesitas.

Hinchado como un ruiseñor, Francisco hilvana una canción gastronómica, música y letra de la casa. Divertido, le pido que me recomiende algo.

—La trucha comarqueña, sin duda —contesta con su voz cantarina—. Las pescamos aquí mismo, río arriba, en la piscifactoría.

No me gustan las truchas, pero para qué contrariarle. Después de la cena, decido dar un pequeño paseo por el pueblo, ambientarme en el mundo de David Blount. Me impresionan las estrellas, amarradas a la oscuridad. La plaza está vacía. Tomo una calle al azar y enseguida traspaso la zona habitada, hasta llegar al campo. A lo lejos, la silueta de la montaña se yergue amenazante. Me produce el mismo efecto que la visión nocturna del mar, como si esa desconcertante masa fuera a engullirme de un momento a otro. Retorno por calles estrechas, de casas desiguales, unas antiguas, de adobe y balcones de madera, y otras modernas, con vocación de mansiones, fachada de piedra de imitación, columnas, cariátides y balconadas de yeso. El sentimiento de soledad y melancolía que provocan los coches aparcados, semiocultos por la tenue luz de las farolas, me hace añorar Madrid. Detesto el campo y el mundo rural me hace sentir frágil y vulnerable. Es otra de las cosas que me separan de Sonia. Prefiero el asfalto, el anonimato y la seguridad de encontrar gente y locales abiertos a todas horas, como si la ciudad me acogiera en sus brazos. La vida en un pueblo no deja de ser un edificio de oficinas vacío. Tanta soledad me intranquiliza. Vuelvo al hotel un poco deprimido, recurro a mi fiel pastilla y caigo redondo.

V

Después de tres o cuatro horas de profundo sueño, me despiertan las campanas de la iglesia. Miro el reloj. Son las tres de la madrugada. Intento dormir, pero a los pocos minutos las campanas repican de nuevo con fervor rural. Al doblete de las horas le siguen los cuartos y las medias, con un tañido persistente. Solo a última hora de la mañana, agotado, consigo conciliar el sueño. El placer no dura. Polanco, mi ayudante, me llama al móvil. Quiere saber qué tal va todo.

—Mal. Y peor desde que has llamado —respondo, con un bostezo—. ¿Qué hora es?

—Las ocho. ¿Cuánto tiempo vas a necesitar para investigar sobre la vida de las cabras? Sigo sin tener nada claro este viaje tuyo.

—No estoy investigando la vida de las cabras, pero ahora que lo dices tengo la sensación de haber dormido con una esta noche.

Polanco me da el parte de los asuntos pendientes y me conmina a regresar cuanto antes.

—Parece que seamos amantes. ¿Tanto me echas de menos? ¿O es que no tienes nada que hacer?

—Llevo semanas con los brazos cruzados, ya lo sabes, pero tú pagas. Por cierto, Sonia ha llamado.

—¿Sonia? ¿Por qué no me llama al móvil? ¿Sigue en Perú, no?

—Eso parece. Quiere hablar contigo. Parecía triste. Creo que se vuelve a España. Le he dicho que estabas fuera.

—¿No te contó nada más?

—Pregúntaselo a ella, que para eso es tu novia.

—No es mi novia.

Me siento incapaz de mantener una conversación con Sonia en la que tratemos su regreso. Miro el reloj y calculo qué hora es en este momento en Perú. Me armo de valor y la llamo. Polanco lleva razón. Parece abatida. Se muestra muy cariñosa conmigo, como siempre que le van mal las cosas y busca refugio en mí. Me pregunta si estoy con alguien. Le digo la verdad, que no.

—Te echo de menos —la voz suena lejana, como si me estuviera hablando el pasado.

—Yo también —respondo, movido por la inercia.

Puedo y deseo vivir lejos de ella, sin tensiones ni encuentros fracasados y tortuosos, pero al mismo tiempo necesito saber que no la he perdido del todo, que siempre estará ahí, como una posibilidad. Nos unen lazos de una juventud que no quiero dejar, un lazo cada vez más deshilachado y que me resisto a romper del todo. Si lo corto, una parte de mí se desgarrará también, como si al corazón le cercenasen un ventrículo, a sabiendas de que más que un lazo lo que me une a Sonia es una hoz que ha segado la hierba a mí alrededor.

VI

La conversación con sonia me deja inquieto. Desde su marcha, he tenido algunas aventuras esporádicas, agradables, que no me quitan el sueño. He alcanzado una incipiente tranquilidad emocional. Me siento más libre y temo que su regreso trastorne mi frágil equilibrio.

Bajo a desayunar. Como un buen animal de costumbres, ocupo la misma mesa que la noche anterior, igual que la pareja vestida de uniforme rural. Nos saludamos como viejos conocidos. Francisco, sonriente, me pregunta si he dormido bien. Le digo que sí. Al momento llega Elisa, su mujer, con una bandeja con café, zumo, jamón de la tierra y tostadas. Deja el condumio y se retira enseguida. Justo cuando me dispongo a disfrutar de mi tostada, llama Tomas L. Vidal, el contacto que me han pasado desde Harris&Harris.

—Bienvenido a La Comarca. ¿Has dormido bien? —pregunta una voz grave y pedagógica.

Vidal es gerente de la Fundación La Comarca y hace tiempo trabajó para una consultora británica de desarrollo rural ubicada en Madrid. El despacho de Harris les asesoraba en los temas jurídicos.

—Sí, hasta que me di cuenta de que mi cabeza parecía el badajo de una campana. Son un poco insistentes, ¿no?

—Ya te acostumbrarás.

—¿Es así todas las noches?

—Me temo que sí. ¿Puedes pasarte por aquí esta mañana?

La Fundación ocupa un viejo caserón desvencijado, con una pesada puerta de roble que debe tener más de cien años. Subo por unas maltrechas escaleras de madera hasta la primera y única planta, donde se esparcen los despachos. Una joven bajita y amable me invita a pasar a la sala de espera. Ocupo un sillón hundido y tomo al azar una de las revistas apiladas en una mesa de cristal. Está tan sobada y undosa como las demás, con los bordes erosionados. Al poco rato entra Vidal, un hombre alto, corpulento aunque algo fondón, de ojos grandes y marrones, de aspecto jovial si no fuera por el pliegue en la barbilla, que le da un aire reconcentrado y serio. Vidal me da un fuerte apretón de manos y toma asiento en el sillón de enfrente.

—Tal y como me pediste he hablado con Blount sobre la entrevista. Me ha costado convencerle. No acaba de gustarle que escriban sobre él. Es alérgico a los periódicos y a la notoriedad.

Vidal se ríe como un perro acatarrado. Para justificar la investigación le he contado que soy periodista, que una revista me ha encargado un reportaje sobre gente que un día dejó la ciudad para ir a vivir al campo.

—¿Cuándo podré visitar a Blount?

—Esta tarde. Vive en una casa situada a diez o doce kilómetros de Ojalvo. Toma este pequeño mapa que te he preparado para llegar hasta allí. Blount es un tipo muy especial, ya lo verás, muy buena gente, pero muy especial. Si preguntas en el pueblo, te dirán que es un hombre extraño y raro. Y es cierto. La mayoría lo achaca a su condición de inglés expatriado. Por mucho que haya vivido aquí, y creo que ya son más años que los que tú tienes, nunca dejará de ser un extranjero. Yo mismo lo soy y nací a doscientos kilómetros de Ojalvo —se lamenta, con una mirada huidiza y melancólica.

Vidal me cuenta que está casado y que tiene una hija adolescente. Autodidacta, curtido en una fábrica como tornero, militó en una organización de extrema izquierda durante la Transición hasta que, desencantado de la política, dejó Madrid en busca de un lugar donde realizar sus sueños. Creyó encontrar su arcadia en La Comarca, con su peculiar movimiento de cooperativismo agrario.

Guarda silencio durante unos segundos, entiendo que para proseguir su relato. Sin embargo, se levanta como un resorte.

—Joder, se me había olvidado. Tengo una cita a la que no puedo faltar. Mi hija actúa en el conservatorio de la ciudad y he prometido que iría a verla. Ya me contarás qué tal te ha ido con David.

VII

La tarde es soleada y los cerezos y olivos que escoltan mi paso entre bancales hacen que el trayecto sea un paseo casi primaveral, como si condujera sin un destino concreto, tan solo por el placer de contemplar el paisaje. Es fácil encontrar el lugar. Una zona de curvas y después una encina centenaria. Tomo el camino de tierra y un par de kilómetros más adelante llego a una casa de dos plantas y paredes encaladas. Una vieja bicicleta reposa cerca de la entrada. Casi con aprensión, golpeo la puerta con la aldaba. Nadie responde. Tomo el picaporte y con mucha cautela abro la puerta. Le llamo a voces. Me adentro en el angosto vestíbulo, casi a oscuras. No puedo evitar sentirme como un extraño al hacerlo, estoy violando la intimidad de un hombre a quien no conozco. A través de un ventanuco, una luz renqueante por el movimiento de la persiana deja ver una mesa camilla cubierta por un mantel floreado, una par de sillas de enea y un banco de madera. Parece una casa de otra época. Al fondo, una pequeña cocina. Subo las escaleras. La ventana del dormitorio, amueblado con sobriedad, mira a una terraza. Justo encima del tejadillo sobresale un alero de parras. Apenas hay libros, ni televisión, ni fotos, ni objetos que den a la casa una identidad, su identidad es precisamente la falta de objetos, una constatación que encaja bien con la imagen que me han trasmitido de Blount. El pudor me impide abrir los armarios. Salgo a la terraza. En lontananza se ve una llanura coronada por una colina. Deshago mis pasos, salgo de la casa y camino en dirección al collado. Al otro lado el paisaje es monótono, surcos de tierra, como largas columnas tumbadas al sol, moteadas del verde de las plantas de tabaco, aún pequeñas y frágiles. Llamo a Blount a gritos y mi voz rompe la extraña quietud del lugar. A menos de un kilómetro, el camino muere en un secadero de tabaco abandonado, con el esqueleto a punto de romperse. Un perro de raza incierta sale a mi encuentro. Rodeo el secadero. La hierba roe los ladrillos, pronto se convertirán en polvo. Al llegar a la cancela, observo que está abierta. Entro. El olor a excremento de cabra —ahora el secadero debe de servir como redil— ha sustituido al acre de las plantas de tabaco. El perro, que me ha seguido todo el tiempo, comienza a ladrar con angustia, como si quisiera mostrarme algo. Del techo sale una cuerda desde la que cuelga el cuerpo de un hombre, asaeteado por los haces de luz que se filtran por los huecos. Un sombrero yace en el suelo, junto a una escalera que ha debido utilizar para ahorcarse. Nunca he visto su cara, pero estoy seguro de que el hombre es David Blount.

CUADERNO DE TRABAJO

TENIENTE QUIJADA. LA COMARCA

El cuartelillo de la Guardia Civil es un edificio ocre de los años sesenta nacido de la carretera, como casi todo el pueblo. El teniente Quijada no tarda en llegar a la sala. Achaparrado, de nariz aguileña, Quijada no puede ocultar su profesión. Me hace las preguntas rutinarias y le detallo cómo encontré el cuerpo de Blount.

Antes de prestar declaración, una médica se ha acercado al cuartelillo para evaluar mi estado. Me siento tranquilo, como si encontrar un cadáver fuese algo que hiciese todos los días. Después del susto inicial, al observar el rostro de Blount con más detenimiento, percibí que no mostraba signos de dolor, incluso podía distinguirse en él cierta placidez. Vencí mi aprensión y le toqué una pierna para comprobar si aún seguía con vida. Estaba tieso.

—No soy lo que se dice un periodista. Soy biógrafo profesional —le explico a Quijada—. Escribo sobre la vida de la gente y he venido hasta aquí para entrevistar a Blount, pero veo que tendré que esperar.

Quijada achica los ojos y me evalúa.