Pequeños secretos, grandes mentiras - Anna Snoekstra - E-Book

Pequeños secretos, grandes mentiras E-Book

Anna Snoekstra

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Beschreibung

¿Qué ocurre cuando la ambición triunfa sobre la verdad? Un pueblo sacudido por la tragedia Un pirómano está suelto en Colmstock, Australia: su última fechoría ha sido quemar hasta los cimientos el ayuntamiento asesinando a un chico que se quedó atrapado dentro. Una aspirante a periodista desesperada por una buena historia Rose Blakey está desesperada. Solo acumula rechazos y más rechazos de todos los periódicos y su trabajo sirviendo cervezas a los policías en la taberna local casi no llega para cubrir el alquiler. Rose necesita una historia, una grande. Muñecas llenas de secretos En las semanas posteriores al incendio del ayuntamiento empiezan a aparecer pequeñas y precisas réplicas en porcelana de la hijas de Colmstock en las puertas de las casas, aterrorizando a los padres y poniendo a prueba los limites ya sobrepasados de la policía local. Puede que Rose haya encontrado su historia, pero mientras sus artículos son cada vez más leídos la comunidad de Colmstock se vuelve más y más paranoica. Pronto nadie está a salvo de sospecha y, cuando la atención de Rose se fija en un misterioso extranjero que vive detrás de la taberna, los vecinos se volverán unos contra otros y el lado más oscuro de la autopreservación saldrá a la luz. «Un thriller psicológico inteligente y original, con una protagonista que engancha y que finalmente sorprende. No pude dejar de leerlo». Graeme Simsion autora de El proyecto esposa. «Pequeños secretos, grandes mentiras es un libro imprescindible para todos los fans de Lisa Gardner y estoy segura de que lo disfrutarán todos los lectores de novelas de misterio». Bookpage «Anna Snoekstra hace un gran trabajo para crear atmósferas en esta novela y consiguiendo que el lector se sumerja en las vidas de un puñado de personas que pueden representar el final de la inocencia para su pequeño pueblo». Bookreporter

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Pequeños secretos, grandes mentiras

Título original: Little Secrets

© 2017 by Anna Elizabeth Snoekstra

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

© De la traducción del inglés, Jesús García

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Mario Arturo

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-568-3

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Primera parte

1

2

3

4

5

6

7

Segunda parte

8

9

10

11

12

13

14

15

Tercera parte

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

Cuarta parte

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Para mi hermana

 

Prólogo

 

 

 

 

 

Cuando los primeros hilillos de humo se elevaron en la oscuridad de la noche, el pirómano ya había emprendido la fuga. Las calles estaban desiertas. El juzgado resplandecía con un color naranja apagado y un brillo incapaz aún de rivalizar con el de la luna o los rótulos de neón que anunciaban marcas de cerveza en el bar de enfrente.

El humo no tardó en espesarse. Formaba nubes densas y amenazadoras que se alzaban en columnas, y, aun así, un coche que pasó por allí no se detuvo, sino que aceleró.

Poco después, las llamas anaranjadas se propagaron por el tejado desbancando al humo. El fuego refulgía con tal intensidad que ni siquiera con las pupilas contraídas podía distinguirse la oscuridad grisácea del humo del color negro de la noche. La gente salió a tiempo para presenciar la explosión de las ventanas, una tras otra, en una serie de estallidos secos. El fuego sacaba sus brazos por cada una de ellas y saludaba desquiciado a la muchedumbre que se congregaba.

Las sirenas sonaban, pero nadie era consciente de oírlas. El crepitar del fuego lo inundaba todo, con un gruñido suave y tenue como el ronroneo que emiten los gatos desde el fondo de la garganta. Dos chicas salieron del bar y se incorporaron tarde a la multitud. Una corrió hacia el incendio preguntando si había alguien dentro, si alguien había visto algo. La otra se quedó paralizada, con los hombros encogidos y la mano en la boca.

A la llegada de los bomberos, la calle brillaba como si fuera pleno día. La muchedumbre había retrocedido y los que más se habían acercado estaban empapados en sudor. Todo el mundo tenía los ojos llorosos. Quizá por las cenizas que flotaban en el aire; quizá porque ya había corrido la noticia.

Sí, había alguien dentro.

PRIMERA PARTE

 

 

 

Esta lección a la letra sigue: persevera y persevera.

Si a la primera no lo consigues, persevera y persevera.

—Proverbio

 

1

 

 

 

 

 

Con la mochila rebotándole en la espalda, Laura se apresuró para alcanzar a Scott y Sophie.

—¡Esperadme! —gritó, pero no lo hicieron.

Había titubeado delante del altar espontáneo que había ante los restos ennegrecidos del juzgado: una fotografía enorme de Ben rodeada de numerosas flores y juguetes. Las flores estaban todas secas y marchitas, pero había un gatito de peluche que le hubiera cabido a la perfección en la palma de la mano. Ben no lo necesitaba; estaba muerto. Pero cuando Laura había ido a por él, había levantado la vista hacia la fotografía. Los ojos marrones y acusadores de Ben la miraban directamente. Así que había dejado el juguete y, como los mellizos no la habían esperado, había tenido que correr lo más rápido posible para asegurarse de que no la dejaban atrás.

El sol, reflejándose en el cabello rubio de los mellizos, la deslumbraba. Jugaban a peleas de espadas con unos palos. Corrían por la calle dándose espadazos y dejaban siempre el mismo tiempo entre cada grito de «¡En guardia!». Llevaban el mismo uniforme que Laura, blanco y verde, solo que el de ella ya no era blanco. Tiraba más bien al amarillo pálido porque había pasado por la lavadora, como poco, cientos de veces. Lo había heredado de Sophie, y ella, de su hermana mayor, Rose, al igual que los pantalones cortos.

Pese a que todo lo que tenía era de segunda mano, Laura era única. Se sabía la niña más guapa de la clase de infantil. Su flequillo recto realzaba sus ojos, grandes y de pestañas oscuras. Su nariz era un botón y su boca, un tulipancito rosa. Le encantaban los arrullos y las caricias en la cabeza.

—¡Corre, Laura! —gritó Scott.

—¡No tengo las piernas tan largas como tú! —contestó mientras corría y los zapatitos negros del colegio repiqueteaban sobre la acera.

Entonces la vio.

Una abeja.

Trastabilló al pararse. Tenía forma de gominola y las rayas negras y amarillas le daban un aspecto malvado. La abeja zumbaba delante de ella y le cortaba el paso revoloteando alrededor de un arbusto de flores moradas y hojas puntiagudas. Laura se moría por tocarla. Era esponjosa, estaba casi segura. Quería estrujarla con el pulgar y el índice para ver si reventaba. A ella nunca le había picado una abeja, pero a Casey sí, una vez en el colegio, y había llorado delante de todo el mundo. Debía de doler mucho.

Muy despacio, la esquivó, desplazándose con lentitud, como un cangrejo por el borde de la acera, hasta que estuvo a más de dos metros de ella.

Cuando se dio la vuelta, la calle estaba desierta. Sophie y Scott habían girado en alguna esquina y ya no los veía. Si se hubiese parado a pensarlo, seguramente habría sabido por cuál, pero era incapaz de hacerlo. Aquella calle de las afueras parecía hacerse más y más grande y ella se sentía más y más pequeña. El llanto comenzó a subirle lento y pesado por la garganta. Quería gritar y llamar a su madre.

—¡En guardia!

Laura lo oyó alto y claro a su izquierda. Y corrió, tan rápido como pudo, hacia allí.

 

* * *

Sophie y Scott se pusieron unas camisetas y prosiguieron con las peleas de espadas en el patio trasero de casa. A Laura no la dejaron participar. No les gustaban los «juegos de bebés», pese a que Laura les había dicho que ya iba al colegio y que, por eso, oficialmente ya no era un bebé. Se sentó en la encimera de la cocina, oyendo los gritos y las risas del exterior mientras miraba los tres platos de galletas saladas que Rose había dejado para la merienda.

Scott gritaba tan alto que lo oía a través de la ventana cerrada.

—¡Muerta!

Vio a Sophie fingir una muerte dramática y violenta. El juego era una tontería; no hubiera querido participar de todas formas. Mientras estaban a lo suyo, Laura alargó rápido un brazo, cogió dos galletas de cada plato y se las metió enteras en la boca.

Las masticó contenta, moviendo las piernas y dándoles patadas a los armarios. El sonido del golpeteo se extendió por la casa. Sabía que se estaba portando mal. De estar su madre, se hubiera metido en un buen lío. Pero siguió con los golpes, intentando dejar manchas oscuras para echarles la culpa a Sophie o a Scott. Aún no tenía claro a quién.

La puerta del dormitorio de Rose se abrió y Laura detuvo las patadas. Los pasos de su hermana mayor retumbaban en el pasillo. A veces, Rose quería hacerle trenzas en el pelo o maquillarla y decirle lo guapa que estaba. «Eres una muñeca», decía. Laura tenía la esperanza de que aquella fuese una de esas veces, pero el enfado con el que Rose caminaba dando pisotones indicaba lo contrario.

—¿Qué tal el cole? —Rose abrió el frigorífico y metió la cabeza dentro, como tratando de absorber el frío.

—Bien. Nina dijo que era capaz de subirse al árbol grande, pero no pudo y se cayó; se dio un buen culetazo.

Rose sacó la cabeza con una lata de Coca-Cola en la mano y miró a Laura. Hizo un gesto con los labios como si fuera a echarse a reír.

—¿En serio?

—¡Chi! —Laura soltó una risita y entonces Rose se rio también.

A Laura le gustaba hacer reír a Rose. Era la chica más guapa que conocía, incluso con el ceño fruncido, como estaba casi siempre. Cuando se reía, parecía una princesa.

—¡Pobre! —exclamó.

Rose dejó de reírse y se llevó la Coca-Cola a la frente.

Laura no contestó. En realidad, Nina no se había caído del árbol. Había logrado subir hasta arriba del todo y después se había pasado toda la tarde alardeando de ello.

—¿Qué era el golpeteo de antes?

—No shé. ¿Me haces trenzas, Flor?

—Sabes que no me gusta que me llames así.

—Lo chiento.

A veces, si fingía seguir siendo un bebé, Rose le prestaba más atención, pero esa vez ni siquiera la miró. Abrió la lata y le dio un trago. Laura miró los dibujos del brazo de Rose. Le cubrían desde el codo hasta el hombro y parecían pintados a bolígrafo, aunque eran para siempre. A Laura le parecían bonitos. Rose miró la hora y refunfuñó.

—Voy a llegar tarde. Joder. —De un golpetazo, soltó en la encimera la lata, que salpicó unas gotitas oscuras.

Laura ahogó un grito. No sabía el significado exacto de esa palabra, pero sí que era una de las peores.

—¡Me voy a chivar!

A Rose le dio exactamente igual; salió de la cocina y volvió a su habitación para arreglarse. Estaba claro que no iba a hacerle trenzas.

Laura saltó de la encimera.

—Me voy de casa. ¡Y no puedes impedirlo!

Se dirigió corriendo a la puerta principal, la abrió y la cerró de un portazo. A continuación, se alejó de puntillas y en silencio para que Rose pensase que se había ido.

Decidió esconderse debajo de su cama. Se arrastró por el suelo y tiró de la caja de la ropa de invierno hasta quedar oculta detrás. Si se quedaba allí el tiempo necesario, se darían cuenta de que no estaba. La buscarían, y no la encontrarían. Era lo bueno de ser pequeña: poder esconderse con facilidad.

Transcurrido un rato, empezó a aburrirse. Allí debajo olía raro, como a los calcetines de deporte que se ponía toda la semana para las clases de Educación Física. Volvió a salir. Ya se había hartado del juego. Sentada con las piernas cruzadas en el centro de su habitación, mientras decidía si le tocaba jugar con la tortuga de peluche o el perro peludo, advirtió una sombra por la ventana. Alguien se dirigía a la puerta principal de la casa. ¡A lo mejor su madre llegaba temprano!

Salió a todo correr hacia el vestíbulo y abrió la puerta, pero no había nadie. La decepción fue tremenda. Entonces bajó la vista. ¡Le habían dejado un regalo! Se arrodilló para mirarlo, preguntándose si sería un obsequio del espíritu de Ben, como muestra de agradecimiento por no haberse llevado su gatito.

 

2

 

 

 

 

 

Los vaqueros cortos y la camiseta sin mangas que Rose llevaba al trabajo estaban hechos un gurruño en un rincón de su dormitorio. Necesitaban un lavado, pero no se había molestado en dárselo aquel día. Cuando se los puso y los estiró, distinguió en el tejido olor a sudor y cerveza. Al final del turno, apestarían.

Rose se metió el móvil en el bolsillo trasero. Tenerlo lejos le provocaba una comezón en los dedos. Se había pasado todo el día actualizando el correo electrónico, una y otra vez. Le costaba tener paciencia.

Sacó las zapatillas de debajo de la cama. Eran nuevas; las suelas de las viejas se habían despegado de la lona. Unos hilos las habían mantenido en su sitio, pero al tropezar con un barril de cerveza se habían rajado y abierto como una boca donde la parte central del pie izquierdo parecía la lengua. En ese momento tenía unas zapatillas blancas y baratas que ya parecían sucias. La noche anterior le habían hecho rozaduras. Hizo un pequeño gesto de dolor cuando se las puso. Con suerte, dentro de poco, o darían de sí, o se le acostumbrarían los pies.

Rose se hizo una coleta por el pasillo con movimientos de muñeca rápidos y expertos. Al principio, no vio a Laura, que estaba sentada en el suelo dándole la espalda. No era normal en ella estar quieta. Solo lo estaba cuando se escondía debajo de la cama.

Sabía que llegaría tarde, pero aun así se paró. Laura parecía muy pequeña cuando estaba quieta. Sus hombros parecían muy chicos cuando se encorvaba con las piernas cruzadas. Al acercarse, se dio cuenta de que hablaba muy muy bajito con un tono agudo y extraño.

—No, quiero chocolate, por favor. Gracias. ¡Mmm!

—¿Qué haces?

Laura la miró.

—¡Nada que te interese!

Rose se puso de cuclillas a su lado para ver qué tenía en las manos. Era una muñeca antigua, con rostro y manos de porcelana y cuerpo de trapo. No tenía nada que ver con el resto de sus juguetes. Extrañamente, se parecía a Laura: ojos grandes y marrones, y cabello castaño a media melena, cortado recto a la altura de la barbilla.

—¿Por qué le has cortado el pelo? Te la has cargado.

—No se lo he cortado.

—Sí que lo has hecho.

—¡Que no!

—Que sí. Se lo has cortado para que se parezca a ti.

—¡Que no! Estaba así. La dejaron fuera, en la puerta. Me la han regalado.

Rose le puso la mano a Laura bajo la suave piel de la barbilla para que levantase la mirada.

—¿Es una mentirijilla? No me voy a enfadar.

Laura alzó la muñeca delante de ella y volvió a poner un tono agudo.

—Flor está celosa. ¡Eres mía y de nadie más!

A Rose la embargó una sensación rara, la sensación de que algo no iba bien. Pensó en llevarse la muñeca, pero Laura parecía muy contenta con su gemela en miniatura. Se dijo que se estaba comportando como una tonta; claro que no se la habían dejado allí. Debía de habérsela cogido a alguna niña del colegio.

Dejó a Laura jugando y se marchó. Al salir, cerró la puerta mosquitera y metió un dedo por la parte rota de la malla para correr el pestillo. Aunque hacerlo no tenía sentido. Recordaba cuando la había instalado con su madre, hacía años, por seguridad. En esos momentos, ¿cómo iba a protegerlos de los intrusos si apenas lo hacía de los moscardones?

La puerta era como el resto de las cosas de su vida, de aquel pueblo. Cuando la fábrica de coches echó el cierre, Colmstock no tardó en perder fuelle. Antes había sido un pueblo agradable, el más grande de la zona, y, al estar junto a la autovía de Melton, era considerado un buen sitio para hacer noche de camino a la ciudad. Era lo bastante pequeño como para que se forjaran lazos entre sus vecinos, pero lo bastante grande como para no conocer a todo el que pasase por la calle.

En esos momentos, Colmstock era un pueblo arruinado y feo. Sus habitantes habían dejado de ser agradables. Muchos de ellos habían cambiado el salir a tomar algo y hacer vida social por la metanfetamina. La delincuencia había aumentado, se habían perdido empleos y, aun así, la gente seguía como si nada. Parecía como si todo el mundo le guardase una especie de lealtad al pueblo, cosa que Rose no hacía en absoluto. Iba a marcharse de allí. La sola idea la hacía sonreír: dejar de vivir allí, poder aspirar a una vida totalmente distinta. Cuando se dio cuenta de que estaba aflojando el paso, se obligó a dejar de soñar. Dentro de poco empezaría una nueva vida, pero, de momento, llegaba tarde al trabajo.

Se dirigió hacia la calle Union, espantando las moscas de delante de la cara con la mano. Pese a ser pleno día, no se sentía segura yendo sola. Había un camino mucho más rápido, pero implicaba pasar junto a los buscadores de piedras preciosas. Eso jamás lo haría, independientemente de la hora, así que tenía que dar un buen rodeo. Sacó el móvil del bolsillo y volvió a actualizar el correo electrónico. Nada. Su ánimo flaqueó. Le habían dicho que se pondrían en contacto con ella ese día. Era incapaz de seguir esperando. Estaba más que preparada.

Desde niña, siempre había querido ser periodista. Había sufrido muchos reveses; el peor de ellos, el cierre del diario local, The Colmstock Echo. Después había recibido un correo donde la informaban de que la habían preseleccionado para unas prácticas en el Sage Review, un periódico nacional. Una semana más tarde, le comunicaron que había pasado a la siguiente fase. Aun así, había evitado entusiasmarse mucho. Era demasiado bonito, demasiado bueno para que le pasase a ella. Luego, hacía ocho días, ya solo quedaban ella y otro candidato. Ese día, solo ella y el otro aspirante estaban pendientes del correo.

Su amiga Mia estaba convencida de que le darían las prácticas. Rose se había reído y había bromeado sobre si lo había visto en su bola de cristal, pero, en realidad, la había creído. En el fondo, sabía que iban a concedérselas por el simple hecho de que nadie podía quererlas tanto como ella. Era imposible.

Se apresuró a su paso por el lago, rodeado de hierba seca que llegaba a la altura de las rodillas e infestado de serpientes y mosquitos. Apestaba a agua estancada. Al lado, el armazón vacío de un columpio era devorado por la maleza, que crecía con insistencia. Alguien había quitado los asientos hacía unos años y el esqueleto de metal se encontraba abandonado. Rose se preguntaba si los estarían reutilizando en el patio de alguna de las casas cercanas o si los habrían destrozado por placer unos niños.

Rose apartó la vista del lago y apretó el paso, con las suelas de goma de las zapatillas nuevas golpeando contra el asfalto pegajoso. Intentaba no recordar cómo, en otros tiempos, cuando el agua era azul, había estado allí de pícnic con su madre. Su madre, que no había abierto la boca cuando su nuevo marido, Rob James, le dijo que había llegado el momento de que se marchara. Lo aceptó sin más, porque las prácticas eran en la ciudad y, por contrato, viviría a pensión completa, aunque aun así le había dolido.

Cruzó hacia la calle Union procurando no pisar el sapo aplastado en el asfalto. La gente del pueblo invadía el carril contrario con tal de atropellar uno. Y ahí se quedaban, prensados como tortitas, cubiertos de hormigas, hasta que se ponían tiesos y duros como cuero seco, tostados por el sol.

La calle principal de Colmstock tenía tres manzanas. Había un solo semáforo y, más adelante, un paso de peatones frente a la achaparrada iglesia de ladrillo rojo. No muy lejos de donde se hallaba Rose, había un bar. Alcanzaba a ver las carreras de perros en las pantallas a través de la mugre de una de las ventanas, que a la hora de cerrar solían estar salpicadas de sangre a causa de las peleas. También había un antro de comida china para llevar con un cartel iluminado en rojo chillón, resguardado entre el restaurante indio y la tienda de antigüedades, ambos cerrados desde hacía años.

Más adelante se hallaban el colegio de primaria y el ayuntamiento de Colmstock. Desde su posición, a la espera de que las luces del semáforo le permitieran cruzar, Rose casi podía ver los restos ennegrecidos del juzgado. Se encontraba entre la biblioteca, que se había librado de las llamas, y la tienda de alimentación, que no había corrido la misma suerte. Delante de las escaleras del juzgado estaba el altar en recuerdo del niño fallecido, Ben Riley. Su fotografía iba perdiendo color por culpa del sol constante. El edificio estaba acordonado con cinta de plástico. También deberían haber colocado algunas vallas, pero aún no lo habían hecho.

Rose se quedó mirando los restos calcinados. Con todos los archivos del juzgado reducidos a cenizas y los ordenadores hechos un amasijo de plástico y cables, ¿se celebrarían los juicios programados? ¿Los delincuentes dejarían de serlo? ¿La justicia quedaría en suspenso hasta que reconstruyeran el edificio? Incluso desde donde estaba, notaba el olor a madera quemada, a ladrillos y plástico abrasados por el sol. Habían transcurrido tres semanas y no se había disipado. Tal vez, Colmstock olería así a partir de aquel momento.

Sintió una vibración en el bolsillo. Obligándose a mantener la mano firme, sacó el teléfono. Hasta cierto punto, esperaba que fuese un mensaje cualquiera de Mia o un correo basura. Pero no. Abrió el correo del Sage Review, con la boca lista para sonreír, lista para reprimir un grito de emoción.

 

Estimada Srta. Blakey:

Gracias por haber solicitado el acceso al Programa de Prácticas de Sage Review. Lamentamos…

 

Rose dejó de leer. No tuvo fuerzas para seguir.

Su boca siguió paralizada en una mueca, esbozando una sonrisa vacía y extraña mientras cruzaba la calle hacia el bar del hostal Eamon’s Tavern.

 

3

 

 

 

 

 

Al igual que muchos negocios de la calle Union, el hostal Eamon’s Tavern había sido en otros tiempos una de las casas de categoría de Colmstock. Era de mayor tamaño que el resto y más imponente, con una escalera de entrada amplia y ventanas dobles. Sin embargo, hacía tiempo que había perdido la opulencia de la que en otra época había hecho gala. Necesitaba una mano de pintura desde hacía veinte años. La fachada tenía desconchones y estaba sucia. Sus ventanas mostraban letreros de neón con marcas de cerveza: Foster’s, VB, XXXX Gold.

Dentro, sonaba Bruce Springsteen a todas horas. Olía a rancio: a aire estancado y cerveza. La iluminación siempre era tenue, probablemente para tratar de disimular el deterioro del local. Aun así, no existía oscuridad capaz de ocultar que todo estaba un poco pegajoso. Era el típico establecimiento con habitaciones en la parte trasera en las que nadie que no llevase una buena tranca querría dormir.

El bar estaba medio lleno de trabajadores y policías que se bebían el sueldo y se repantigaban en oscuras sillas de madera. Era de los sitios favoritos de las fuerzas del orden. La comisaría, situada a pocos metros, se encargaba de Colmstock y los pueblos más pequeños de la zona, aunque a los miembros del cuerpo les gustaba tener la bebida a la mano. Viendo lo que podían llegar a ver, incluso dar diez pasos para llegar al Eamon’s se les antojaban demasiados para una cerveza. Al otro bar de la calle iba quien quería dejar claro que no disfrutaba de la compañía de la policía. Con todo, quienquiera que todavía saliera a tomar una copa en vez de quedarse en casa con una bolsita de cristal y una pipa de vidrio ya era considerado una persona de provecho, independientemente de dónde eligiese hacerlo.

Debajo de un desvaído retrato en blanco y negro de la familia Eamon, los antiguos dueños de la casa, había una barra en forma de L, donde Rose charlaba con Mia. Llevaban años trabajando allí juntas y habían pasado infinidad de horas haciendo exactamente lo mismo que en ese momento: apoyarse en la barra, beber Coca-Cola y decir tonterías.

Laura no era la única que pensaba que Rose parecía una princesa. En concreto, el sargento de policía Frank Ghirardello la observaba con el rabillo del ojo mientras tomaba una cerveza. A pesar de ese tatuaje que le llegaba hasta el tríceps, parecía tan pura y perfecta como una estrella de cine. Aquel primer trago de ámbar frío que le sirvió Rose era lo más cercano a la felicidad que había conocido. Frank se había entusiasmado con ella desde que empezó a trabajar en el bar, cuando le puso una cerveza con quince centímetros de espuma. Por la forma en que lo miró, supo al instante que era la mujer de su vida. Así pues, cogió aquello, le dio propina y trató de bebérselo pese a llenarse de espuma la cara con cada sorbo. Frank nunca había sido muy dado al alcohol, pero en los últimos años bebía más de lo habitual solo por estar cerca de Rose.

En torno a él, su brigada exponía teorías sobre el último caso; ya se habían olvidado del de Ben Riley. Al contrario que Frank. Aquel puto pirómano llevaba todo el año armando revuelo. Al principio, habían sido incendios pequeños, un arbusto o un buzón quemado y humeando. Habían preferido pensar que se trataba de adolescentes aburridos, aunque nunca había sido muy probable. El instituto había cerrado ese año por falta de alumnos; el tamaño de las clases había disminuido hasta ser menos de una cuarta parte de lo que solía ser. La mayoría de los adolescentes, o trabajaban en la granja avícola, o se habían entregado por completo a la pipa. Los que le daban a la meta cometían delitos, agresiones y robos, sobre todo, pero ninguno parecía tener la paciencia necesaria para provocar un incendio solo por el placer de ver las llamas.

Entonces, el mes anterior, la situación se recrudeció en un abrir y cerrar de ojos. Aquel psicópata había sacado el mechero a la primera de cambio y había calcinado media manzana de la calle Union. Ben solo tenía trece años y era, como solía decirse, «especial». La expresión correcta era que tenía daños cerebrales. El muchacho se comportaba más como un niño que como un adolescente, pero era el ojito derecho de todo Colmstock. Tenía una sonrisa para todo el mundo. Sus padres eran los propietarios de la tienda de alimentación, y a veces jugaba en el cobertizo de detrás del juzgado, el edificio contiguo. Lo había transformado en su guarida. El pobre no tenía ni idea de que cuando se veía humo había que salir corriendo.

Al principio, Frank había estado seguro de que el culpable era el señor Riley, el padre de Ben. El tipo había conseguido una fortuna gracias al seguro y Frank sospechaba que era capaz de quemar a su propio hijo con tal de recibir esa suma de dinero. Pero contaba con una coartada perfecta. Frank lo había comprobado y era imposible que fuera falsa.

En torno a él, el resto de los hombres estaba bromeando. Frank ya estaba harto. No era momento para risas. Interrumpió la conversación.

—¿Algún avance? —Miraba a Steve Cunningham, el concejal.

Sabía la respuesta, pero de todas formas le preguntaba siempre que lo veía. Necesitaba que echaran abajo los restos del juzgado; había transcurrido casi un mes. Todos callaron y miraron a Steve.

—Todavía no —contestó y, pese a la penumbra, Frank pudo ver enrojecer su brillante calva—. Seguimos intentando recaudar los fondos. Pero lo lograremos.

—De acuerdo.

—Voy a por la siguiente ronda. —Steve se puso de pie—. ¿Frank?

—No, gracias.

Sabía que no era culpa de Steve, pero le gustaba poder responsabilizar a alguien. Para él, aquel amasijo negro era algo personal. Una señal que anunciaba a voz en grito su fracaso ante todo el pueblo.

Frank había presenciado cantidad de desgracias. Desde luego. Pero ver a la señora Riley, informarla de la voracidad implacable del fuego, de la imposibilidad de entrar y de rescatar a su hijo… La expresión de su rostro cuando la obligaron a apartarse y a dejar que su hijo se quemara. Eso nunca lo olvidaría.

Dejó de prestar atención a sus amigos y observó a Rose, que, tras ponerle otra ronda a Steve, siguió hojeando el periódico. Cuchicheaba con Mia Rezek, cuyo padre, Elias, también había sido policía hasta que cinco años atrás sufrió un derrame cerebral. Las dos se comportaban como si estuvieran en casa en vez de en el trabajo. Rose se pasó una mano por el pelo. Fue un movimiento muy sencillo y trivial, pero a Frank se le hizo un nudo en la garganta. Dios, cuánto la deseaba. Apenas podía soportarlo.

Se reclinó en la silla. En el bar reinaba una calma suficiente como para escuchar a Rose.

—«Con Saturno en Acuario, no hay nada prohibido» —leyó Rose—. «Hoy te sorprenderá algo inesperado». —Se rio dando un bufido—. Cuidado, solteras.

—No dice eso —oyó decir a Mia. Entonces bajaron la voz.

Frank levantó la cabeza y vio que miraban hacia su mesa. Apuró deprisa la cerveza y se acercó a ellas.

—Señoritas, ¿por qué se nos han quedado mirando? ¿Han visto algo de su interés?

Exhibió bíceps delante de Rose, pero ella ni siquiera le prestaba atención. Ya estaba poniéndole otra cerveza. Mia sí que se había dado cuenta y sonrió. Frank advirtió compasión en su mirada y lo inundó el odio.

—No malgastes saliva, Frankie —le dijo apoyando los codos en la barra—. Rose se las pira.

—Todavía me quedan algunas semanas, ¿no?

Tenía la esperanza de que una de las dos lo pusiera al tanto sobre el programa de prácticas al que aspiraba Rose. Habían hablado de ello como si fuera cosa hecha, pero Frank no lo creía. O, al menos, vivía con esa esperanza. Su vida se quedaría muy vacía sin Rose.

Al mirarla, notó que le temblaba un poco el pulso y vio que le caía una gotita de cerveza en la muñeca. Rose se la restregó contra la parte trasera de los pantalones cortos y le dio la cerveza.

—Más o menos —dijo.

Frank estaba a punto de seguir indagando, de sondearla como lo haría con un delincuente en la sala de interrogatorios, cuando Mia intervino.

—Vamos a ver. —Cogió el vaso vacío de Frank de la barra y examinó los restos de espuma con atención.

—¿Dice algo de mi vida amorosa? —preguntó él fijándose de nuevo en Rose.

Ella le devolvió una sonrisa apagada. Frank debía parar, y lo sabía. Debía invitarla a salir de verdad en vez de seguir lanzando indirectas estúpidas y obvias. Sobrepasaba los treinta años, y se comportaba como un adolescente salido. Daba vergüenza.

—Bueno. —Mia giraba el vaso—. Veo mucho optimismo. Dice que no hay nada prohibido. Que se avecinan cosas inesperadas. Cosas que te sorprenderán.

Ellas se miraron, sin adivinar que él les seguiría el juego. Lo mismo daba; Frank aprovechó la ocasión.

—¿Eso es una invitación a una cita doble? Porque creo que podría convencer a Bazza.

El compañero de Frank, Bazza, era un chaval guapo que acababa de llegar a cabo. Alto y musculoso, había sido uno de los mejores jugando al fútbol australiano, al igual que Frank unos años antes que él. Para Frank era como un hermano, pero hasta él veía que Bazza se comportaba más como un perro que como una persona. Los ojos se le iluminaban de puro gozo cada vez que Frank mencionaba el almuerzo, lanzaba miradas sospechosas a los desconocidos y todo lo que tenía de leal lo tenía de lerdo. Frank estaba casi seguro de que, si le decía que se sentara, lo haría sin pensárselo.

Se dieron la vuelta para mirarlo justo cuando Bazza eructaba y ahogaba una risita.

—Ya te diremos algo —dijo Rose, y Frank, sonriendo como si solo estuviera de broma, se dio la vuelta antes de que se le reflejase el dolor en la cara. Tenía que echarle un par e invitarla a salir en condiciones. Si no, ella se marcharía y ya no tendría remedio.

A su espalda, oyó decir a Mia:

—La verdad es que Baz está bastante bueno.

Se le tensaron los hombros; esperaba, deseaba, que Rose opinara lo contrario.

Por suerte, oyó:

—Es un imbécil.

—Sí, totalmente.

Se rieron por lo bajo y Frank regresó a su mesa. Aliviado por que las mofas no fuesen contra él, le dio un trago a la cerveza. Ya se lo imaginaba: Mia con Bazza y él con Rose, de barbacoa en los días libres; Bazza en la barbacoa; Mia removiendo la ensalada, y Rose llevándole una cerveza y sentándose en sus rodillas mientras él se la bebía.

 

4

 

 

 

 

 

Rose logró tumbar el barril. Pesaba tanto que le tensaba los músculos del cuello y le tiraba de las axilas. A apenas unos centímetros del suelo, lo dejó caer solo por oír la violencia del golpe contra el cemento. El almacén era una sala pequeña situada en la parte trasera del bar, ciega y con olor a humedad, donde se apiñaban barriles de cerveza, un gran congelador repleto de carne y patatas congeladas y unas cuantas cajas de vasos de cerveza polvorientos.

Inclinada hacia delante, con el culo en alto, empujó poco a poco el barril desde aquel rincón estrecho hacia el pasillo trasero. Estaba ridícula. Si Frank la viese, dejaría de mirarla como lo mejor del mundo. O quizá incluso le pusiese. De solo pensarlo, se enderezó como un resorte. Odiaba que los hombres no le quitasen ojo. Hacían que se sintiera como si su cuerpo no fuera suyo, como si les perteneciera a ellos cuando le pasaban revista de arriba abajo. De no ser por el coñazo de la humedad, llevaría pantalones largos y cuello alto, y no se depilaría las piernas nunca.

Le estaban saliendo ampollas. A cada paso, el roce de los talones contra el tejido áspero de las zapatillas le levantaba otro pedazo de piel. Mientras empujaba con los pies el barril a lo largo del pasillo, comenzó a estremecerse de dolor. Pasó junto a la mancha de pota de cerveza que Mark Jones había dejado en la moqueta y la grieta de la pared, que parecía crecer con lentitud día a día. Trató de convencerse de que no siempre odiaba su trabajo con toda su alma; había noches tranquilas en las que llegaba a pasárselo bien haciendo el tonto con Mia. Pero justo en ese momento quería tirarse de los pelos. Todas las noches la misma mierda, año tras año, turno tras turno. Lo único que cambiaba era la edad de los parroquianos.

Si antes se había sentido embotada, la sensación había desaparecido para dejar paso a la vergüenza y la decepción por la respuesta del Sage Review. Tenía un nudo en el estómago. Aún no se lo había dicho a Mia; era incapaz. Verbalizarlo implicaba asumir la realidad. Mia le preguntaría qué haría, dónde viviría, y no sabría contestarle. Prefería centrarse en seguir moviéndose y en tratar de respirar. Había escrito sobre todo lo que se le había pasado por la cabeza: la crisis económica y su repercusión en el pueblo; la búsqueda del incendiario que había matado al pobre Ben Riley y había reducido a cenizas el juzgado. Había escrito críticas de cine, artículos del corazón y, lo peor de todo, se había atrevido con una serie de vídeos bochornosos en YouTube.

Independientemente del tema, siempre recibía el mismo «no» por respuesta. Solían empezar con un «Gracias por su propuesta…» y el resto ya lo conocía. La gente siempre decía que solo uno mismo se interponía en el camino del éxito, y Rose se sabía la lección. Y al dedillo. Solo necesitaba una noticia en condiciones, algo excepcional. Si tuviera esa noticia singular, no podrían rechazársela.

Las prácticas estaban hechas a su medida; cumplía todos y cada uno de los requisitos. Había sido tan perfecto, tan idóneo…

El borde del barril golpeó la pared y un cuadro cayó al suelo.

—Mierda.

No había estado prestando la atención necesaria. Era demasiado pedir en esos instantes. Como consecuencia de la caída, una buena grieta cruzaba el cristal sobre la fotografía de la familia Eamon: el marido con sus condecoraciones de guerra, la esposa con una sonrisa torcida, la hija pequeña con el cabello rizado y una muñeca de cabello rizado, y el niño con una camisa con volantes. Volvió a colgar el cuadro.

La sensación que notaba en el estómago comenzó a convertirse en dolor y le costaba soportarla. Era como si tuviera acidez: le brotaba desde las entrañas como un torrente venenoso y le subía hacia la garganta.

Se asomó a la cocina.

—¿Puedo hacer el descanso ya?

—Sí, claro —le contestó Jean, su jefa, sin darse la vuelta mientras troceaba un montón de tomates con poco color.

A veces, hacía el descanso en la barra mientras intentaba comer algo que le hubiera preparado Jean y charlaba con Mia y quien anduviese por allí. Pero si tenía que aguantar el tirón, necesitaba estar unos minutos a solas. Cogió el botiquín de la repisa y regresó al pasillo. Empujó la puerta de una de las habitaciones y se sentó a los pies de la cama. Con cuidado, se quitó una zapatilla y se examinó el talón. Tenía la piel muy enrojecida. Le estaba saliendo una ampolla, un cojín blanco y suave que le protegería la herida. Se pasó el dedo con cuidado y se estremeció ante la delicadeza de la nueva piel.

Levantó el cierre del botiquín y rebuscó entre los antisépticos caducados y las vendas cerradas hasta encontrar la caja de tiritas al fondo. Sacó una, se pegó uno de los extremos en la piel, la estiró sobre la ampolla y terminó de pegarla. El proceso de colocar la tirita le hizo recordar su infancia: el sentirse cuidada, el saber que siempre habría alguien ahí para solucionar los problemas. Se le hizo un nudo en la garganta y no pudo aguantar más. Llevándose una mano a la cara para amortiguar el sonido, estalló en lágrimas. Desde lo más hondo de su ser, surgían gemidos de tristeza y dolor.

Cerró los ojos con fuerza para obligarse a parar, pero no lo consiguió. Estaba muy cansada, agotada. Sentía los ojos ardiendo, las lágrimas desbordadas y las mejillas incandescentes. Era más fácil llorar que no hacerlo.

Se levantó con la intención de cerrar la puerta para evitar que la pudieran oír desde la barra. Con la vista empañada, vio a alguien. Un hombre en el pasillo, mirándola. Trató de recomponerse pasándose las manos por las mejillas.

—Perdón —dijo el hombre, que, extrañamente, también parecía estar a punto de echarse a llorar.

Con la mano en el pomo, se quedó mirándolo sin saber qué decir, consciente de que tenía la frente arrugada, de que una lágrima le resbalaba con lentitud por la mejilla húmeda. Él desvió rápido la mirada y Rose sintió que se moría de vergüenza.

Cerró la puerta y volvió a sentarse en la cama. Empezó a respirar hondo mientras miraba la entrada de la habitación. Se había sobresaltado al ver al hombre y, aunque al menos había dejado de llorar, el corazón le martilleaba en el pecho. Restregándose la cara con las manos, se preguntó quién sería. No lo había visto nunca. Eso no era lo normal en Colmstock. Y más con ese aspecto. No se parecía al resto de los hombres del pueblo. Su rostro era tan distinto que no estaba segura de cuál sería su etnia, y llevaba una camiseta de un grupo de música y unos vaqueros estrechos azules que parecían recién estrenados. En definitiva, no vestía como los hombres de la zona. Rose volvió a la puerta sin hacer ruido y la entreabrió un centímetro para mirar, segura de que seguiría allí, pero se había marchado. Vio un cartel de No molestar colgado del pomo de otra habitación. No había caído en que hubiese alguien alojado.

Cerró la puerta y se dirigió al cuarto de baño para echarse agua fría en la cara. Ese no era su primer «no»; a esas alturas, debería saber afrontarlo. Tenía que aguantar las horas que le quedaban; seguro que al día siguiente encontraría la solución. En ese instante, solo tenía que centrarse en eso, en acabar el turno. Se quedó quieta, pensando únicamente en la sensación de la moqueta bajo los pies descalzos. Entonces, con mano veloz y experta, se colocó otra tirita en el otro talón y, apretando los dientes, se volvió a calzar las zapatillas.

Jean estaba en la cocina, dándole la vuelta a una hamburguesa en la plancha, que chisporroteaba y humeaba. El punzante olor a quemado hizo que a Rose le picara la nariz, pero no protestó. Jamás se le pasaría por la cabeza decirle nada a Jean sobre sus habilidades como cocinera, y no solo porque fuera su jefa. A Jean nadie le ponía peros, aunque la carne estuviese negra y correosa como la suela de un zapato, lo que era habitual. Pese a que estaba a punto de cumplir los sesenta, nadie quería cabrearla. Cuando alguien le caía mal, lo dejaba bien claro.

Rose aún recordaba la única ocasión en la que alguien se atrevió a insultar las artes culinarias de Jean. Un capullo, que resultó ser amigo de Steve Cunningham, exigió que le devolvieran el dinero; le dijo a Jean que, si quería cocinar como una aborigen, se volviera a la cueva. No solo no le devolvieron el dinero, sino que le prohibieron entrar al Eamon’s de por vida. De haber tenido la oportunidad, la propia Rose hubiera velado por que se cumpliera la orden, pero Jean se bastaba por sí sola. A Rose todavía le hervía la sangre cuando se acordaba de aquel imbécil. Steve tuvo suerte; se había disculpado con Jean en repetidas ocasiones y Rose sabía que lo había hecho de corazón, así que al final le levantaron el veto.

—¿Hay alguien alojado? —preguntó Rose mientras se agachaba para colocar el barril que había llevado antes.

—Sí. William Rai. —La voz ronca de Jean evidenciaba la cajetilla de tabaco que se fumaba al día.

—¿Cómo es? —preguntó Mia desde detrás de la barra.

—Callado.

Rose se secó las manos en los pantalones cortos y se dirigió a la barra. Colocó una jarra bajo el grifo de cerveza y empezó a vaciar la espuma, contenta por alejarse del pestazo a carne chamuscada.

—¿Ya lo has visto? —preguntó Mia en voz baja.

—Sí —contestó Rose. Le había parecido que al hombre le brillaban los ojos, pero seguramente habría sido la luz.

—¿Y?

—¿Qué? ¿Qué piensas, que podría ser tu media naranja? —bromeó Rose.

Mia se encogió de hombros.

—Nunca se sabe.

Rose sonrió y se reclinó para observar cómo la espuma, blanca y cremosa, rebosaba de la jarra y se transformaba poco a poco en cerveza.

—Bueno, aún no te han dicho nada del Sage, ¿no? —dijo Mia mirándola con cautela.

Rose cerró el grifo de cerveza.

—No.

—No le des más vueltas. Por un día más, no pasa nada.

Rose miró a Mia y esbozó una sonrisa apagada. Quería decírselo, de verdad que quería, pero tenía miedo de echarse a llorar delante de los clientes. Justo cuando estaba abriendo la boca para decirle que después le contaría, el silencio se apoderó del bar. Un silencio repentino, clamoroso y totalmente antinatural. Mia y Rose miraron a su alrededor.

Era el huésped, Will. Se había detenido en la entrada y todo el bar lo miraba fijamente. Rose había acertado: no era de Colmstock. El huésped asimiló las miradas, sin aparentar inseguridad o incomodidad, y se sentó en una mesa apartada. Los policías volvieron a sus cervezas y las conversaciones se reanudaron.

—No está nada mal —susurró Mia.

—Todo tuyo —respondió Rose, de nuevo muerta de vergüenza.

Debía de haberle parecido un bicho raro, sentada en la cama de la habitación, llorando con la puerta abierta. Con suerte, no se quedaría mucho tiempo.

Rose vio a Mia sacar una carta de plástico del montón, salir flechada hacia su mesa y dejarle la carta delante. A continuación, se llevó la mano a la cadera y, pese a no verle la cara, Rose supo que estaba tonteando: Mia no se cortaba un pelo. Rose vio que Will le sonreía por educación y señalaba algo en la carta. Todavía no sabía que no debía comer nada que hubiese cocinado Jean. Entonces Will apartó la vista de Mia y la dirigió directamente a Rose, y a ella el corazón le dio un pequeño vuelco. Se dio la vuelta y se puso a fregar vasos.

Para cuando la comida estuvo lista, Mia estaba de descanso. Estaba sentada junto a la barra con la espalda recta, cenando lo de siempre: pan de hamburguesa pringado de tomate frito, sin nada más.

—Comanda lista —gritó Jean.

Mia se encogió de hombros y le dijo a Rose con la boca llena:

—No creo que yo le gufte.

Rose miró a su alrededor, tratando de buscar la manera de evitar al extraño. Tal vez podría pedirle a Jean que lo atendiese ella… Pero sabía que entonces Jean le pediría una explicación y dársela sería aún peor.

Con el plato cogido con el pulgar encima y el resto de los dedos debajo, se acercó a la mesa a zancadas. Al mirar el plato, vio que parecía haber pedido una hamburguesa sin carne, tan solo con lechuga mustia, tomate paliducho y lonchas de queso entre las rebanadas de pan blanco. Estaba reclinado en la silla, leyendo un libro, pero Rose no alcanzó a ver el título. Cuando se paró delante de la luz, él la miró.

—Aquí tienes.

El hombre se inclinó.

—Gracias. —Vaciló—. Oye, quería preguntarte… ¿Estás bien? Antes…

—Estoy bien —soltó ella—. ¿Por qué no iba a estarlo?

Lo miró directamente a los ojos, advirtiéndole que no se atreviera a hacer ningún comentario sobre lo que había pasado. No lo hizo.

—Solo preguntaba —contestó esbozando media sonrisa, que reveló unas pequeñas arrugas en torno a sus ojos oscuros.

 

 

A la hora de cerrar, ya con todos los taburetes sobre las mesas, el suelo recién fregado, y Springsteen cantando sobre sueños, secretos y oscuridad en el extrarradio, Mia y Rose estaban sentadas en la barra con unas cervezas. ¡Qué descanso alejar los pies doloridos de la dureza del cemento! Jean estaba detrás de ellas, haciendo el cierre de la caja.

—¿Cuánto se va a quedar el huésped? —preguntó Rose como quien no quería la cosa.

—Ha reservado una semana —murmuró Jean apuntando cantidades en un talonario.

—¿Te mola? —preguntó Mia.

—Qué va, al contrario. Parece un imbécil; muy condescendiente.

Las interrumpió un repiqueteo en la ventana. Era Frank golpeando con los nudillos. Se despidió dándoles las buenas noches con la mano. Sus ojos marrones brillaban con tanta esperanza que parecía más un chucho callejero, pequeño y descuidado, mendigando sobras que un policía de treinta y tantos. Le devolvieron el saludo.

—Tendría que aflojar un poco —afirmó Jean, con cierto desagrado.

Rose no contestó.

—Es buena gente —replicó Mia, con énfasis.

—No es eso —dijo Rose—. Es que no tiene ningún sentido. No pienso terminar aquí. —Echó un trago. Mia la observaba con cautela.

—Sí que te han respondido del Sage, ¿no?

Rose no la miró; no tenía fuerzas.

—Estaba tan segura de que esta vez sí… —dijo Mia.

Rose sintió calor en la mano y bajó la mirada. Jean, con su mano áspera, la consolaba.

—Eres una luchadora… Lo conseguirás, ya verás. Puede que todavía tardes, pero lo conseguirás.

Por primera vez aquella noche, a Rose se le aflojó el nudo de la garganta.

Jean retiró la mano y dejó dos sobres encima de la barra, entre ambas.

—Condescendiente o no, el huésped deja buenas propinas.

 

 

Refrescaba cuando Mia y Rose salieron del porche del establecimiento. Las chicharras chirriaban con fuerza. A pesar de todo, Rose tenía una sensación de triunfo. Lo había logrado. Había sobrevivido al turno y podía irse con su dolor a su casa, mientras la tuviera. Volvió la vista hacia el bar mientras se dirigían al coche de Mia, pensando en Will. Seguramente tendría familia allí y habría acudido a alguna ocasión especial. No se le ocurría otra razón para que alguien se quedase en el pueblo toda una semana.

—Buf. —Mia se detuvo a su lado.

—¿Qué?

Mia salió corriendo hacia su Auster, viejo y destartalado, y retiró una multa de aparcamiento del parabrisas. Miró la hora.

—¡Solo me he pasado tres minutos!

—Seguro que han estado esperando hasta que se cumpliese la hora.

Miraron a su alrededor. La calle estaba desierta. Al montarse en el coche, Mia acercó el tique de la multa a la luz.

—Es más de lo que he ganado hoy.

Rose sacó su sobre del bolso y lo dejó en el salpicadero.

—No es necesario —afirmó Mia, pero Rose se dio cuenta de su tono de alivio.

—Lo sé.

No hablaron durante el trayecto. En la radio sonaba una canción de new pop horrible que Rose ya había oído mil veces, pero sabía que era mejor oírla de nuevo que cambiar de emisora. Se quedó mirando por la ventanilla, deseando poder acostarse y dormir para olvidar. Se sacó las zapatillas por los talones. Decidió que el día siguiente se lo pasaría descalza. El bar cerraba los martes, así que a lo mejor hasta se pasaba el día en la cama.

El coche pasó junto al campamento de los buscadores de piedras preciosas. Al principio, solo eran unas cuantas tiendas entre las ruinas de una casa de campo que llevaba allí toda la vida. Después se convirtió en todo un poblado. La gente vivía en coches; se levantaron chabolas. Y había quienes dormían al raso. La temperatura lo permitía. Se mantenían aislados, por lo que la policía no les prestaba atención, pese a que a todos les faltaban dientes y estaban enganchados a la meta. Hasta hacía dos años, Rose no había descubierto que los llamaban «buscadores de piedras preciosas» porque buscaban ópalos para traficar en el mercado negro. Y sobrevivían con eso. Asustada, sintió una punzada en el estómago y se miró las manos. No pensaba terminar así.

—Ay, pues hoy me he enterado de un pedazo de cotilleo. —Mia era incapaz de quedarse un rato callada. Daba igual lo triste que estuviera: hablar siempre parecía sentarle bien—. A lo mejor te da material para tu próximo artículo. Trabajar en el bar de la poli tiene que valer para algo.

A diferencia de Mia, Rose necesitaba estar a solas de vez en cuando. De todos modos, no le hizo falta responder: por lo general, Mia se contentaba tan solo con oír su propia voz.