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Se suponía que aquella aburrida ciudad del desierto californiano sería el refugio perfecto para que la detective Bree Fitzpatrick huyera de los crímenes de la gran ciudad, a causa de los cuales se había convertido en una mujer viuda y con tres hijos a los que sacar adelante. Pero en Warm Springs había un problema, un terrible problema. Nada habría conseguido que nadie, ni siquiera una mujer tan dura como la detective Fitzpatrick, estuviera preparado para enfrentarse al oscuro misterio de aquella ciudad..., un misterio que ya le había costado la vida a demasiadas personas. Y nada podría haberla preparado para enfrentarse a Cole Becker, el guapísimo reportero que estaba empeñado en ayudarla a resolver el misterio... y en enseñarle que siempre había una segunda oportunidad para el amor...
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Seitenzahl: 294
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2002 Words By Wisdom © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pequeños secretos, n.º 209 - agosto 2018 Título original: Small-Town Secrets Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-883-3
LOS GRITOS resonaban por encima de todas las gradas y más allá.
—Somos los Wildcats, los poderosos Wildcats.
Scott Fitzpatrick pasó un brazo a su esposa por la cintura.
—Ha sido un gran partido —le mordisqueó el cuello—. Eh, sexy, ¿quieres revivir tus años de adolescente y darte el lote conmigo detrás de las gradas?
Bree soltó una carcajada. Lo empujó, pero la sonrisa de sus labios prometía que no habría empujones más tarde.
—¿Y que nos atrapen como la última vez? ¿Recuerdas cómo se puso Sara cuando se enteró? Nos preguntó cómo se nos ocurría a los viejos hacer esas cosas en público. Además, no querrás perderte a tu hijo en el tanto final, ¿verdad?
—Claro que no —sonrió Fitz.
Bree le dio un empujoncito con la cadera. Viéndolo con los tejanos desgastados y la sudadera, nadie adivinaría que era un agente especial del FBI muy respetado. Dado que ella trabajaba de inspectora de homicidios en el Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles, más de uno sostenía que eran una de esas raras parejas que conseguían compenetrarse en más de un terreno.
A Bree le gustaba mucho bromear sobre que seguramente eran el único caso en que la policía local y los federales trabajaban bien juntos.
Después de ocho años de matrimonio, aquel hombre conseguía que todavía le diera un vuelco el corazón como la primera vez que lo vio. Él se quejaba de que su pelo encanecía con más rapidez de la deseada, pero ella siempre le recordaba que el fuego en la caldera ardía con pasión por mucha nieve que hubiera en el tejado.
Con el hijo e hija de él de un matrimonio anterior, y el que ambos tenían en común, formaban una familia bastante unida. Bree celebraba haber cerrado un caso difícil y estaba deseando ver a su hijastro en el campeonato de liga. Se volvió para decirle algo a Fitz y se dio cuenta de que este miraba un rincón. La maldición que salió de sus labios le habría costado una multa de cinco dólares en la jarra de groserías de la familia.
—¿Qué?
—Parece que están vendiendo droga —murmuró él.
Bree siguió sonriendo, pero su expresión se había puesto alerta.
—¿Alguien que conocemos?
—Ese chico que te dije que parecía tonto. El que estaba con Sara.
—A ti todos los que hablan con Sara te parecen tontos —Bree miró hacia el rincón. No había duda de que el chico pasaba unas bolsas de plástico con pastillas a otro, que le dio varios billetes.
—¿Quieres apoyarme? —preguntó su marido.
—Puesto que esto es mi jurisdicción y no la tuya, es más probable que sea al revés —pensó en la pistola que llevaba en la parte baja de la espalda. Había ido directamente desde el trabajo y no había querido dejar el arma en el coche, aunque estuviera cerrado.
—Es mío —Fitz avanzó—. Lo siento, chicos, quedáis detenidos. FBI —gritó al llegar a su lado—. No hagáis tonterías y no nos pasará nada a ninguno.
Bree vio el brillo del metal antes que Fitz. Buscó instintivamente la pistola.
—¡Tiene un arma! —gritó, sacando la suya—. ¡Sheriff de Los Ángeles! ¡Suéltala! ¡Suéltala ya! —gritó con autoridad.
El chico se dio la vuelta, la vio y una expresión de pánico cubrió su rostro. Miró a Fitz y disparó. Bree disparó su pistola al tiempo que el chico le disparaba también a ella.
Sintió el fuego entrar en su pecho en el mismo momento en que veía a Fitz caer de rodillas. La mirada atónita del rostro de este indicaba que no se había dado plena cuenta de lo que acababa de ocurrir.
Pero ella sí. Salía demasiada sangre de Fitz. La bala debía de haber acertado una arteria, porque cada vez brotaba más sangre. Intentó llegar hasta él, pero le falló el cuerpo. Solo pudo tocarlo con la yema del dedo.
Cuando el mundo se oscurecía a su alrededor, oyó el rugido de la multitud.
—¡Touchdown!
HABÍA demasiada sangre para una persona. Cubría sus manos y su ropa. Nadie podía perder tanta sangre y sobrevivir. Ella miraba al hombre que yacía sin vida en sus brazos.
—¡Fitz! —se sentó en la cama, segura de que sus gritos resonaban en las paredes.
No hubo golpes en la puerta ni apareció nadie preguntando si se encontraba bien. Parecía que esa vez solo había gritado en su cabeza.
Se apartó el pelo de la cara con mano temblorosa y pensó en el sueño que acababa de tener. Ya era bastante malo soñar con la muerte de Fitz, pero que los detalles fueran cada vez distintos lo empeoraba aún más. En la realidad no había tenido en brazos su cuerpo moribundo. Su sangre no le manchó las manos. En la realidad solo pudo tocarlo con las yemas de los dedos antes de perder el conocimiento.
El sueño era su castigo por no haber podido salvarlo. Y así lo consideró desde la primera vez que lo tuvo.
Fitz muriendo en sus brazos. Fitz sin tener ocasión de despedirse. Sin que ella pudiera decirle que lo quería.
Se abrazó a la almohada. No hizo caso a las voces que gritaban en el interior de su cabeza, cosa que empezaba a resultar más fácil con el tiempo.
—Maldita sea, Fitz, no debías morir aquella noche —susurró, sintiendo la rabia que siempre acompañaba a su dolor—. Tenías que estar aquí cuando David se graduara en el instituto. Necesito tu ayuda para espantar a los pretendientes de Sara y ver... —parpadeó con rapidez para reprimir las lágrimas— y para ver crecer a Cody.
Sabía que faltaban tres horas hasta el momento de levantarse, pero no se molestó en intentar dormirse de nuevo. La experiencia le había enseñado que solo conseguiría regresar a la pesadilla. Se quedó quieta, abrazada a la almohada. Pero era un sustituto muy pobre.
—Sabía que no debíamos mudarnos aquí. Esos ruidos horribles no me han dejado dormir en toda la noche —anunció Sara Fitzpatrick en el tono dramático que solo puede salir de boca de una quinceañera—. O hay fantasmas en la casa o hay ratas en las paredes.
—¿Ratas? —preguntó horrorizado Cody, de seis años. Se volvió hacia su madre—. ¿Ratas grandes como en aquella película?
Bree lanzó una advertencia muda a su hijastra.
—Según el inspector que revisó la casa antes de que nos mudáramos, no hay ratas —dijo—. No debéis olvidar que es una casa vieja. Y las casas viejas tienen ruidos.
—Claro —musitó David, untando su tostada de mermelada de moras—. A la familia Adams le encantaría este antro.
—¡Ya basta! —exclamó Bree con firmeza. Cortó la tortilla que había hecho y le pasó la mitad a Sara.
La joven se encogió como si le hubiera puesto una víbora delante.
—Eso está lleno de colesterol y grasa —empujó el plato ofensivo hacia David. Este se encogió de hombros y levantó el tenedor.
Si hubiera dispuesto de más tiempo, Bree habría sermoneado a su hija sobre sus hábitos alimenticios. Sabía que tendría que hablar largo y tendido con ella por la noche, pero era más acuciante sacarlos a todos de casa a tiempo para ir al colegio. Y ella no podía permitirse llegar tarde en su primer día de trabajo.
Todavía se sentía molesta con sus superiores por haberle dado a elegir entre aceptar un trabajo de oficina y buscar un puesto en un lugar más pequeño. Sabía que el teniente pensaba en lo mejor para ella, se lo había dicho muchas veces. Bree había luchado mientras podía contra la angustia que se apoderaba de ella siempre que se acercaba al lugar de un crimen violento.
Pensaba que, de no ser por el último, habría podido superarlo. Había entrado en una sala de estar que habría sido cálida y hogareña de no ser por la sangre que manchaba las paredes y muebles. Un hombre asesinado brutalmente por un antiguo socio de negocios y una esposa sentada en la cocina, en silencio debido al shock de llegar a casa y encontrar al marido muerto.
Los recuerdos habían anegado la mente de Bree con tal rapidez que casi dejó de funcionar con normalidad. El teniente Carlson le había echado un vistazo a su regreso a la oficina y había adivinado lo ocurrido. Veinticuatro horas después le daba a elegir entre un trabajo de oficina y un lugar donde no tuviera tantas presiones.
Bree lo odiaba por haberle dejado la decisión a ella. Él sabía que no le gustaría sentirse encadenada a una mesa. La conocía tan bien que ya había pedido favores y le había buscado un puesto en Warm Springs, un pueblo al noreste de San Diego. Su razón para elegir aquel lugar era que contaba con el índice de criminalidad más bajo de la zona. Le dijo que San Diego estaba a una hora en coche para cuando la familia necesitara distracciones más sofisticadas, y que su esposa y él irían allí unos años más tarde, cuando se jubilara.
Estaba molesta con el teniente Carlson porque casi había aceptado el puesto en su nombre.
Y los chicos estaban molestos con ella por haberlo aceptado.
Desde el día en que salieran de su casa en Woodland Hills, se habían esmerado en que supiera sin lugar a dudas que no estaban contentos con su decisión.
Bree terminó el desayuno y dejó el plato en el lavavajillas.
—¿Crees que tendrás algún problema para encontrar el instituto? —preguntó a David—. ¿O la escuela de Cody cuando vayas a buscarlo?
—Uy, sí —repuso el chico de mal humor—. Será un grave problema encontrar dos escuelas que están a dos manzanas de distancia en un pueblo que consta de tres manzanas en total —llevó sus platos al lavavajillas. Tal vez estuviera enfadado con su madrastra por la mudanza, pero era lo bastante responsable para no desatender sus tareas.
Bree miraba a su hijastro y veía en él rasgos de su marido. Todos llevaban meses lidiando con la rabia por la muerte de Fitz. Y además se habían ido de una ciudad donde habían pasado toda su vida. Abandonado amigos, lugares familiares. Se repitió por enésima vez el viejo tópico de que el tiempo curaba todas las heridas. Estaba aprendiendo a ser paciente.
Aunque David no había dicho nada al respecto, sabía que debía estar furioso por haber tenido que dejar su equipo de fútbol americano en aquel año tan importante. Y se había matriculado en la escuela actual demasiado tarde para intentar entrar en el equipo de allí. Había manifestado interés por entrar en el de baloncesto y Bree confiaba en que así lo hiciera.
Le tendió la mochila a Cody, comprobó que los tres llevaban dinero para comer y entró en el Expedition con Cody y Jinx, el pastor alemán, que se acomodó en el asiento de atrás.
—Si me hubiera quedado en la escuela vieja, ahora tendría de profesora a la señora Alen —suspiró el niño—. Te deja hacer cosas estupendas. Y en su clase hay un hámster.
Bree sufría porque sabía que Cody estaba angustiado. Era consciente de que el más afectado por la mudanza era el pequeño, que empezaba el primer curso. Había confiado en que hacer el traslado con dos semanas de antelación supusiera una ayuda, pero se había encontrado batallando con tres niños que se quejaban continuamente de que la casa nueva no era como la vieja y no tenían con quién salir. Y como los mayores no querían hacer nada con el pequeño, Cody pasaba mucho tiempo solo y era el que más sufría.
A Bree no la preocupaban Sara y David. Siempre les había resultado fácil hacer amigos. Se quejaban de la zona, pero sabía que encajarían bien en un grupo. Le preocupaba más Cody, que era callado y tímido. Y desde la muerte de su padre, más aún.
—Tengo entendido que la señorita Lancaster, tu profesora de aquí, es muy simpática —dijo—. También he oído que en su clase hacen muchas excursiones. Y a lo mejor también ella tiene un hámster.
—No será como Harry —susurró el niño; le temblaba el labio inferior.
Seguía sin parecer convencido cuando Bree detuvo el vehículo delante del edificio donde estaba la escuela primaria.
—¿Recuerdas dónde está tu clase? ¿Quieres que entre contigo? —preguntó ella.
Cody miró a los otros niños por la ventanilla. Miró a su madre con determinación.
—No soy tan pequeño —repuso con dignidad—. Tengo que buscar el aula ciento ocho.
Bree no se atrevió a llorar, como había hecho el primer día que lo había dejado en la guardería. Sabía que lo mortificaría demasiado si lo hacía.
—No olvides que David te recogerá después de la escuela —le recordó.
—No hables con desconocidos. Si alguien intenta hablar conmigo, se lo digo a un profesor —recitó el niño—. O grito muy alto. Y hasta que no vea a David no me alejo de la puerta de la escuela.
Bree tragó el nudo que tenía en la garganta y reprimió la necesidad de abrazarlo con fuerza.
—Sé bueno —dijo.
El niño tardó bastante en abrir la puerta y salir del coche. Ya en la acera, se volvió a sonreír con valentía y la despidió agitando la mano.
Bree esperó a que estuviera a salvo dentro del edificio. Entonces le tocó a ella dirigirse al Departamento del Sheriff de Warm Springs.
—Espero que estés listo, amiguito —le dijo a su compañero perruno cuando entró en el aparcamiento. Antes de salir, le puso el collar, que incluía una placa de agente.
Como los inspectores no tenían la obligación de llevar uniforme, había optado por unos pantalones color café con chaleco a juego y una blusa beige de manga corta. Llevaba la placa de policía en el cinturón y la pistola en una funda en la parte baja de la espalda, oculta por la chaqueta de lino también color café. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba cortado a capas y recogido detrás de las orejas. Jinx andaba a su lado con marcialidad.
—Buenos días, inspectora Fitzpatrick —la saludó la recepcionista con una sonrisa. La placa que esta llevaba en el pecho indicaba que se llamaba Irene. Al igual que los agentes, llevaba una camisa azul marino y pantalones caqui—. Le diré al sheriff Holloway que ha llegado —miró a Jinx con nerviosismo, como si no supiera si debía fiarse de él—. Nunca hemos tenido un perro aquí.
—Jinx es un agente por derecho propio —le dijo Bree.
—¿Inspectora Fitzpatrick?
La mujer se volvió hacia su superior. Este también vestía camisa polo azul marino y pantalones caqui. Sus botas marrón oscuro se veían brillantes y Bree imaginó que se podía usar su superficie como un espejo. Supuso que Roy Holloway era un hombre que valoraba su imagen. Habría dicho incluso que era guapo, de sonrisa amplia y ojos azules con un toque de humor, pero dudaba que fuera influenciable. Parecía muy capaz de controlar a bastantes personas. Le tendió la mano.
—Sheriff Holloway —Bree se la estrechó—. Siento que no nos conociéramos la última vez que estuve aquí. Tengo entendido que su familia y usted estaban de vacaciones.
—Relajándome en mi lugar de pesca predilecto —admitió él. Bajó la vista hacia el perro, sentado al lado de ella, y sonrió—. No estoy habituado a ver a un agente de cuatro patas.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Si hubiera podido enseñarle a conducir, sería perfecto.
Roy soltó una risita.
—Venga a mi despacho y hablaremos —señaló la parte de atrás del edificio con la cabeza.
Bree le dio una orden a Jinx, que avanzó a su lado. Por el camino notó que los hombres sentados a sus mesas la observaban sin disimular su interés.
—Siéntese —la invitó Roy; él se instaló detrás de su mesa.
Bree se sentó enfrente, con Jinx a su lado.
—Voy a ser franco con usted —dijo el jefe, con aire profesional—. No creía necesitar otro inspector ahora. Este condado está creciendo, pero no había pensado en ampliar el cuerpo todavía.
—¿El «toque mujer»? —preguntó ella.
—Seguramente. Se ha vuelto políticamente correcto contar con alguna mujer en todas las dependencias —admitió él—. Seré sincero con usted, Fitzpatrick. No me gustan las sorpresas. Me gusta saber lo que ocurre en mi departamento y me gusta ser el que contrata a mis hombres…
—No tenía ni idea de que no hubiera sido así —comentó Bree con sinceridad.
—… pero tiene usted algunos pesos pesados de su parte —miró la carpeta abierta sobre su mesa—. Hemos instalado una perrera cerca del aparcamiento —la miró—. Le corresponde a usted conservarla limpia.
—Por supuesto —asintió ella, sin vacilar.
El teniente Carlson le había dicho que estaría mejor en un pueblo, donde no tendría que enfrentarse a la misma violencia que en Los Ángeles. No le había comentado que su nuevo jefe no estuviera contento con su llegada. A pesar de ello, se mostraba más amistoso de lo que lo hubieran hecho muchos en su situación.
—Como está plenamente entrenada, empezará directamente a trabajar —le dijo—. ¿Le parece bien?
—Es lo mejor —repuso ella.
Roy asintió.
—Pero le advierto que si mete la pata, seré duro con usted. Y me importa un comino si tiene un perro que puede convertirme en su desayuno —miró de soslayo al pastor alemán.
—Jinx no ha mordido a un policía en... un mes por lo menos —repuso ella con desenfado.
El sheriff sonrió.
—Y van juntos en el lote —dijo.
—Sucede a menudo. Cuando trabajas con un perro de compañero, desarrollas una relación con él igual que haces con un humano. En ocasiones, más íntima.
Roy la observó con atención.
—Entonces entenderá que aquí somos un grupo muy unido, inspectora. Todos llevamos mucho tiempo trabajando juntos.
—Y los nuevos tienen que probar su valía antes de sentirse aceptados —terminó ella por él—. Lo comprendo. No se preocupe.
—Bien —se puso en pie—. Le mostraré su mesa.
Bree no dijo nada cuando la acompañó hasta una mesa vieja situada en un rincón. Al pasar por las otras, su jefe le fue diciendo el nombre de sus ocupantes respectivos. Ella los saludó a todos con una sonrisa. Recibió a cambio miradas de curiosidad.
¡Menos mal que no había esperado ser recibida con los brazos abiertos!
Jinx se instaló al lado de su mesa y apoyó la barbilla en las patas. Bree le rascó la cabeza.
—Solo es el primer día —murmuró.
—Dime, ¿piensas hacer algo útil hoy o vas a seguir aquí sentado haciéndote el guapo?
Cole Becker, que estaba sentado en su silla con los pies sobre la mesa, levantó la vista hacia su secretaria. Aquella era su postura favorita para leer las pruebas de los anuncios de la semana.
Al heredar el periódico, a la muerte de su tío, había decidido seguir con él. Se había convertido no solo en el dueño del Warm Springs Bulletin, sino también en reportero y fotógrafo. Hacía muchas cosas diversas en la oficina.
—Hago algo útil —señaló con un gesto el montón de papeles que sostenía en una mano—. Tengo que asegurarme de que el nombre de Whitman está bien escrito. No creo que se mostrara muy amable si volviera a ocurrir.
Mamie Eichorn soltó una risita.
—No lo sé. Podría negarse a pagar. Y ya le cuesta bastante hacerlo.
—Me han dicho que hay una policía nueva —comentó Cole—. Un artículo sobre ella sería un buen tema de interés humano. No hay nada como una madre con hijos. Y creo que hay hasta un perro. Hace que uno sienta calor por dentro, ¿verdad?
—Creo que el perro es su compañero —dijo Mamie.
—Mejor aún para el ángulo del interés humano —Cole tomó un trozo de papel de su mesa. Le gustaba hacer sus deberes con tiempo. Un par de contactos en Los Ángeles le habían dado mucha información sobre Bree Fitzpatrick. Incluso le habían enviado una foto de la viuda en el funeral del marido.
El periodista, por su parte, era bastante contradictorio. Parecía uno de esos hombres que no mueven un músculo a menos que sea absolutamente necesario. Solo los que lo conocían bien entendían que su cuerpo y su mente se podían mover con mucha rapidez cuando era necesario.
—He llamado a la oficina del sheriff, pero la nueva inspectora está reunida con Roy —hablaba con un murmullo ronco que se penetraba como un perfume en la piel de las mujeres—. ¿Crees que puedes averiguarme su número de teléfono?
Ni siquiera Mamie, que llevaba cincuenta y seis años felizmente casada, era inmune al encanto de Cole.
—¿La mujer no ha terminado de instalarse y ya quieres pedirle una cita? Tiene hijos, Cole. Pensaba que no te gustaban las mujeres con familia.
—Y así es. Demasiadas molestias. Esto es trabajo, Mamie.
—No me lo creo —replicó ella—. Ya no vas para joven, Cole. Conocer a alguien que ya tiene familia es razonable. Te ahorra mucho tiempo.
—Hablas como si mi esperma estuviera ya en una residencia de ancianos. Herb Dickinson fue padre el año pasado y tiene casi ochenta años —se defendió Cole.
Mamie movió la cabeza.
—Herb necesita gafas nuevas. Ese niño se parece más al hombre que les cuida la piscina que a él, aunque esté tan calvo como su supuesto papaíto.
—Ahí tienes —sonrió él—. A Herb le da igual a quien se parezca. Solo quiere que la gente lo considere un buen semental.
—¡Menudo semental! —dijo ella con desdén—. Tiene una cadera artificial, un ojo de cristal e hipertensión.
—Y una esposa de veintiocho años. Yo diría que algo habrá hecho bien.
Mamie insistió.
—Si no haces algo con respecto a tu vida social, acabarás peor que él.
—Mi vida social la busco fuera del pueblo.
La mujer movió la cabeza.
—¿Qué es lo siguiente en tu agenda?
Cole sonrió con calidez.
—Supongo que tendré que llamar de nuevo a la oficina del sheriff. Intentar fijar una entrevista con la nueva inspectora.
La secretaria lo miró con aire de entendida.
—Y dices que es solo trabajo.
—Por supuesto.
Mamie empezó a salir de la estancia. Se detuvo y lo miró un momento.
—¿Qué pasa aquí, Cole?
Él le devolvió la mirada.
—Estoy trabajando en el número de la semana que viene.
La mujer movió la cabeza.
—No sé qué pasa por esa mente retorcida que tienes, pero presiento que no puede ser nada bueno.
Cole le lanzó una sonrisa que habría calentado muchos corazones femeninos.
—Solo hago mi trabajo.
Pero Mamie no se dejó engañar.
Bree odiaba los primeros días. El primer día del primer curso de Cody; el primer día del segundo curso de instituto de Sara. El primer día del último curso de David. Su primer día en el nuevo Departamento.
Aunque el sheriff Roy Holloway se mostraba amable; sus compañeros, no tanto. No le creaban dificultades, pero tampoco le facilitaban la vida.
Cuando llegó a casa, Cody estaba casi llorando. La miró y declaró que odiaba la escuela.
—Solo tenemos un periquito aburrido —se quejó.
—Me han dicho que hay periquitos muy listos —declaró ella.
—Este no —la miró suplicante—. Quiero volver a la antigua escuela, mamá.
—Tesoro, solo es el primer día —murmuró Bree—. Tienes que darle tiempo.
El niño movió la cabeza.
Bree miró a sus hijastros. Tampoco parecían muy contentos.
—No me digáis que en vuestras clases también hay solo periquitos —dijo.
Nadie rio la broma.
David no dijo nada en absoluto. Sara anunció que se retiraba a su habitación.
—¿Y qué tal día has tenido tú, Bree? —se preguntó ella a sí misma mientras revisaba la fuente que había metido en el horno en cuanto había llegado a casa—. Muy bien, gracias. El sheriff no está mal, pero no puedo decir lo mismo de los demás. Los agentes me tratan como si tuviera la lepra y la chica de recepción me ha informado de que tiene alergia a los perros.
Sacó tomates para una ensalada y empezó a cortar hojas de lechuga.
—Y ahora descubro que Cody está convencido de que todos lo odian. David odia su escuela y Sara está segura de que no volverá a hacer amigos. ¿Cómo sé que es eso lo que piensan si no me han dicho ni una palabra? Muy fácil. Soy policía. Leo el pensamiento.
Sonó el teléfono y levantó el auricular antes de que terminara el primer timbrazo.
—Fitzpatrick.
—¿Inspectora Fitzpatrick? Soy Cole Becker, del Warm Springs Bulletin —dijo una voz de hombre—. Bienvenida a nuestro pueblo.
Bree sintió un cosquilleo que empezaba muy dentro de su cuerpo y avanzaba hacia arriba. No sabía si hacía calor en la cocina o era ella. Temía que fuera solo ella.
—Gracias —dijo con nerviosismo.
—Me preguntaba si hay alguna posibilidad de que podamos vernos.
—¿Por qué?
—Me gustaría entrevistarla para el periódico. Ver lo que siente la primera inspectora de Warm Springs. Artículo de interés humano —le explicó él.
—Lo siento, señor Becker, pero en este momento estoy preparando la cena.
—¿Y si nos vemos mañana para desayunar?
—Me gusta desayunar con mis hijos.
—¿Comer? Entonces estarán en la escuela, ¿verdad?
—No es un buen momento, señor Becker. Aún no he terminado de instalarme.
No pensaba decirle que odiaba las entrevistas. O escribían mal su nombre o la hacían parecer un ángel vengador.
—No tengo tiempo libre —añadió.
—Estoy seguro de que está ocupada. ¿Pero no quiere que conozcan a la mujer que hay detrás de la placa? ¿Demostrarles que aunque lleve un arma sigue siendo una madre y un ser humano?
—No es mi estilo.
—¿Y entonces por qué no hablamos de algo que sea su estilo? —sugirió él—. Algo que creo que le gustaría saber.
Bree sintió un cosquilleo familiar en la base el cuello. Nunca había desatendido una señal de advertencia, y alguna vez eso le había salvado la vida.
¿Cómo podía ocurrir algo en aquel pueblo y antes de que terminara de instalarse? Sentía que se le tensaba la mandíbula. No sabía lo que ocurría, pero tenía el presentimiento de que aquello era algo más que una petición de entrevista.
—Mañana a la una en punto —repuso—. Le dejo a usted elegir el restaurante. Todavía no he descubierto cuáles son los mejores.
—Entonces se lo pondré fácil. Dos edificios más allá del suyo está el Eatery. Nos vemos allí.
Colgó el auricular y Bree hizo lo mismo.
—Ni que te fueras a casar con él… Considéralo una comida gratis —murmuró. Se volvió hacia el honro—. ¡La cena! —gritó.
En lugar de las carreras que solía haber otros días, los tres chicos entraron en la cocina despacio. Sara se dirigió al frigorífico y sacó varios frascos de aliños de ensalada. Cody llenó los vasos con té frío y leche, y David llevó la fuente a la mesa.
Bree sonrió al sentarse.
—Bien, contadme cómo os ha ido hoy.
Los tres la miraron como si hubiera perdido el juicio.
—¿Cole Becker la va a entrevistar hoy? —Roy sonrió al ver la sorpresa de ella—. En el pueblo no hay secretos, Fitzpatrick. Alguien me lo ha dicho cuando he ido a desayunar. Tendrá que acostumbrarse a que todo el mundo sepa lo que hace.
—Debería haberlo consultado antes con usted —repuso ella, incómoda—. Me dijo que era una historia de interés humano sobre mi llegada al pueblo.
—No se preocupe por eso. Becker es como uno de esos perros que se niegan a soltar la presa. Créame, si no le hubiera concedido la entrevista, no la habría dejado en paz. Puede ser muy insistente.
—No tiene que preocuparse por que diga algo que no deba. He lidiado con la prensa otras veces sin consecuencias nefastas —le aseguró ella. Sentía mariposas en el estómago solo de pensar en comer con un hombre que hablaba como la encarnación del diablo—. O le digo que no puedo ir.
Roy movió la cabeza.
—Se nota que no lo conoce. No se preocupe. Aproveche su invitación a comer y sonríale. Dígale que ha venido aquí para que sus hijos crezcan respirando aire limpio.
Bree sonrió.
—Prefiero no hablar de mis hijos a la prensa —le dijo—. Supongo que entenderá por qué.
Su superior asintió con aire comprensivo. Como policías, los dos sabían bien lo vulnerables que eran los chicos a esa edad.
—Si te parece bien, estaría más cómodo si nos tuteáramos. Bree, ahora vives en un pueblo. A los diez minutos de tu llegada, todo el mundo sabía todo lo que hay que saber sobre ti. Seré el primero en decirte que tus hijos estarán más seguros aquí que en Los Ángeles. No digo que no tengamos problemas de drogas, pero hemos conseguido que no haya bandas, y cualquier chico al que pillamos con drogas se entera de lo estúpido que es. Cole busca material de interés humano para sus lectores. Dale lo que quiera y se irá. Créeme.
—Si de mí dependiera, prefería arrancarme una muela sin anestesia —murmuró ella. Se puso en pie.
Roy soltó una carcajada.
—Sí, pero por eso no te dan una comida gratis.
—Pues quizá deberías ir a la entrevista —musitó ella antes de salir del despacho.
La primera señal de que algo iba mal, fue el modo en que estaba Jinx al lado de su mesa. Su cuerpo entero vibraba de deseo de entrar en acción.
—¿Qué te han hecho, eh? —le susurró ella al sentarse. No tenía que mirar a su alrededor para saber que la atención de todos estaba fija en ella, aunque nadie mirara en aquella dirección—. Vamos a averiguarlo, ¿de acuerdo?
No se le escapó el sonido de la risita maliciosa de Frank Robert al otro lado de la estancia.
Revisó con rapidez las novatadas que conocía de compañeros. La bomba de flúor en el cajón de la mesa. Su foto pegada en la página central de Playboy. Vómito falso colocado debajo de su silla. Todas esas las había visto hacer o las había hecho a su vez.
Encontró lo que buscaba en el segundo cajón. En cuanto lo abrió, una cabeza triangular salió disparada y de ella surgió una lengua bífida que probaba el aire. Bree se echó hacia atrás en la silla y una columna larga y sinuosa se deslizó hacia ella, buscando el calor de su cuerpo.
—Vaya, eres una belleza —musitó la mujer; tocó la serpiente, que se enroscó de inmediato en torno a su brazo—. ¿Y por qué te han detenido? —miró a Jinx, que gruñó molesto porque una criatura así invadiera el espacio privado de su compañera. Bree sabía que todos los ojos estaban fijos en ella—. Es una boa rosada, ¿verdad? Mi hijo mayor tiene una —dijo a nadie en particular.
Keith, uno de los agentes, se puso en pie. Se acercó vacilante.
—Así que se ha metido ahí —soltó una risita forzada—. Mabel es de mi hijo —explicó, acercándose con la mano tendida.
—Mabel —murmuró Bree, examinando al reptil—. Un nombre interesante. La nuestra se llama Boa David —sonrió.
Esa vez la risita del agente resultó más natural. Al volverse, vio la expresión sombría de Frank y se puso serio.
—Keith, ¿tienes un lugar para Mabel o debo volver a meterla en mi cajón? —preguntó Bree—. Parecía estar muy cómoda.
El agente se sonrojó.
—Ah. Tengo una caja en mi taquilla.
—Puede quedarse aquí hasta que vuelvas —metió el animal en el cajón.
Notó que los hombres parecían incómodos, aunque unos cuantos seguían siendo hostiles. Le ido la impresión de que aquello era solo el comienzo de las bromas destinadas a probar a un compañero nuevo.
Pero ella no se dejaría intimidar fácilmente.
Cuando se acercaba la hora de la comida, llevó a Jinx fuera, hasta el lugar cerrado preparado para él. Antes de cerrar la puerta se aseguró de que tuviera agua de sobra.
—¿Puedes creer que pensaran que podían asustarme con una serpiente? —le dijo a su compañero canino—. Por Dios, pero si yo tengo adolescentes en casa.
Fue al lavabo para retocar el pintalabios y la colonia. Sabía que su atuendo resultaba profesional con un toque femenino: un cuadrado de encaje asomando por el bolsillo de su chaleco azul marino a juego con los pantalones. Comprobó que llevaba el busca encendido y se marchó.
Tenía ganas de ver si el aspecto de aquel hombre era tan bueno como su voz.
Su aspecto era aún mejor que su voz.
Bree no había visto nunca a Cole Becker, pero cuando entró en el restaurante, no le costó ningún esfuerzo adivinar quién era.
Estaba sentado en la última mesa, con la espalda contra la pared. Sus largas piernas cubiertas por los vaqueros se hallaban extendidas. Un pelo negro mezclado con algunas canas plateadas enmarcaba un rostro muy viril y atractivo. Su camisa gris desgastada hacía juego con los tejanos, igual de desgastados. Parecía un hombre que tuviera todo el tiempo del mundo. Un hombre cuya única preocupación fuera lo que iba a pedir para comer.
Bree no se dejó engañar. Había algo en aquella mirada engañosamente vaga que indicaba que seguramente lo sabía todo sobre ella, hasta la talla de los pantalones.
Una canción de los Beatles sonaba en la máquina de discos del rincón. Lo primero que notaba la gente al entrar en el restaurante era la decoración en tonos negro y rosa fuerte. En la barra se alternaban taburetes rosas y negros. La mayoría estaban ocupados. Las conversaciones se detuvieron un instante mientras la gente miraba e identificaba a la recién llegada.
La mirada de ella volvió al cliente sentado en la última mesa.
Y pensó que nadie tenía derecho a resultar tan guapo.
Se acercó a él con resolución. Aquel hombre no tenía que preocuparse de que el sol y el tiempo hubieran llenado de pequeñas arrugas el contorno de sus ojos y de su labio superior... porque eso solo servía para acentuar su atractivo. La observaba con una expresión que traicionaba una pizca de regocijo, como si adivinara sus pensamientos.
Unos ojos grises, a juego con la camisa, seguían sus movimientos. Se puso en pie y le tendió la mano.
Debía medir un metro noventa por lo menos. Bree, que medía un metro setenta y ocho, no estaba acostumbrada a que los hombres le sacaran la cabeza, y hacía mucho que nadie la miraba como Cole Becker. Como si ella fuera el plato especial del día.
—Inspectora Fitzpatrick, soy Cole Becker. Siéntese, por favor —señaló el banco enfrente de él—. ¿Ha dejado a su compañero en la oficina?
—Sus modales en la mesa no son muy de fiar —repuso ella mientras se sentaba en el asiento de vinilo rosa.
—Es una lástima. Me habría gustado conocerlo —Cole se sentó a su vez—. Puedo garantizarle que todo lo que sirven aquí es fantástico —señaló la carta—. Y yo invito.
Bree enarcó las cejas.
—Algunos podrían considerar eso como un intento de soborno a un policía.
—No creo que Holloway considere un soborno una hamburguesa de seis dólares —murmuró Cole, divertido—. Pero si pide el sándwich de bistec, quizá tenga que corresponder con algo.
—Hola —una camarera se detuvo en la mesa. Miró con curiosidad a Bree.
—Annie, te presento a la nueva inspectora, Bree Fitzpatrick —dijo el periodista—. Esta es Annie, el amor de mi vida que me mantiene bien alimentado.
—Encantada de conocerla —dijo Annie con calor—. ¿Qué quiere beber?
Bree le sonrió.
—Té frío, por favor.
La mujer asintió y empezó a alejarse.
—Eh, Annie, ¿a mí no me preguntas? —preguntó Cole.
La camarera se echó a reír.
—Mira, el día que tú no pidas café solo, el cielo dejará de ser azul —movió sus amplias caderas enfundadas en pantalones vaqueros—. Traeré las bebidas mientras la inspectora piensa lo que va a pedir para comer —apuntó a Cole con un dedo—. Lo tuyo ya me lo sé.
—Come aquí a menudo, ¿eh? —preguntó Bree.