3,99 €
¿Qué otro sentido puede tener el perseguir lo inalcanzable más que la locura? Esa es la pregunta que Ana siempre tuvo miedo de hacerse. En su caso, era la belleza. Una inmensa mancha de nacimiento cubre la mitad de su rostro, imposibilitándole parecerse a las modelos que salen en la televisión. Cosa que la gente siempre le hizo sentir. Excepto en Salinas, su lugar en el mundo. Si bien ya habían pasado más de diez años en que su padre, en circunstancias más que extrañas, la había arrancado de allí, su amor por esa ciudad costera no menguaba. Por esto es que, cuando le surge la posibilidad de volver, no lo duda ni un segundo. En un principio se siente dichosa de revisitar ese lugar donde había sido tan feliz y reunirse con personas que tanto aprecia, como su tía Mercedes. Sin embargo, allí debe enfrentar una dolorosa situación al enterarse de que su ex novio Elián falleció en un sospechoso accidente. Cuando regresa a su casa, Ana descubre una inscripción ominosa en una foto que le regaló su tía: "Elián no está muerto". A partir de ahí, todo cambia. Una misteriosa mujer la acosa y Ana debe volver a Salinas a desentrañar una compleja red de engaños y mentiras, lo cual la coloca en medio de una intriga que podría costarle no solo la cordura, sino la vida.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 398
Veröffentlichungsjahr: 2023
NAHUEL I. COBIAN
Cobian, Nahuel I. Perfecta / Nahuel I. Cobian. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3643-3
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Traición de sangre
Volver a casa
El reencuentro
El disfraz
La rival
El accidente
Venganza
La mujer lobo
El horizonte y las huellas
Ella era perfecta. Su piel casi pálida, como la cal, hacía resaltar su cabello color oro, el cual caía hacia sus hombros como un fino río de arena. Su rostro tenía forma adiamantada y sus facciones eran delicadas y suaves. Sus grandes ojos verdes lucían como dos esmeraldas que fulguraban tan fuerte que casi encandilaban. Como una delicada montaña, del medio de sus cuencas nacía su nariz fina y puntiaguda, bañada en una lluvia de pecas. Sonreía ostentando sus perfectos dientes, parecían perlas de lo blancos que eran. Sus gruesos labios, que habían sido pintados de rojo carmesí, destilaban sensualidad.
No sabía por qué, pero cuando pasó al lado de ese cartel que publicitaba labiales, tuvo que detener su marcha. De alguna manera, la perfección que derrochaba la cara de la modelo en la publicidad le causaba una fuerte atracción. La naturaleza de esta no era sexual, no, era mucho más complicado que eso.
Esta se fundaba en su posición en el ranking de perfección contrastada con su competidora plastificada. Es que, en la escala impuesta por las prestigiosísimas agencias de modelaje (pensando en las homogéneas tendencias de consumo de carne de sus glotones espectadores) su lugar no distaba mucho del profundo abismo del final. Por lo que, al ver una competidora cerca de las primeras posiciones, lo único que podía hacer era dedicarle una genuflexión.
Lo sentía como una especie de castigo retorcido por no ser linda. Estaba obligada a rendirle culto a esa belleza despampanante, la cual se transformaba en su mortificadora. Como un sacerdote fanático, recibía sin oposición cada latigazo que se hundía en su carne y llegaba a herir hasta la fibra más sensible de su interior. Era como una forma de expiar sus pecados. El problema era que debía volver a nacer para poder purgar el pecado de no ser perfecta. “Es todo tu culpa” le reprochó al lado oscuro de su rostro, ese que estaba marcado con el cáncer que infectaba los ojos que la veían de asco.
Casi todas las personas de este mundo tienen en alguna parte de su cuerpo una que otra mancha de nacimiento. En general, estas se distinguen como pequeñas e inocentes salpicaduras color café, que hasta en algunos casos llegan a ser estéticas. Pero dentro de este montón de gente, existe un pequeño grupo el cual su belleza se ve mancillada por lo manchado de su carne. Ella formaba parte de este último.
La suya iniciaba en su frente y caía como un alud de brea hasta su pera, tomando casi todo su cachete izquierdo, el contorno de su ojo, una pequeña parte de su nariz y su oreja. No solo era la extensión lo que hacía desagradable a la vista, sino también la textura. Esta parecía una especie de cuerina negra con relieve desigual cubierta con pequeños cabellos.
“Es todo tu culpa, si no fuera por vos sería como ella” pensó con la palma de su mano dispuesta sobre la causante de su dolor. En ese momento recordó todo lo que esta le había quitado durante su vida. Se sentía furibunda, estaba harta de cargar con ese peso. Sin darse cuenta, sus uñas se iban enterrando más y más en su carne. En ese mismo instante, sintió como una mano aterrizó dulcemente sobre su hombro, robando su atención de sus fantasmas internos.
—¿Estás bien? –le preguntó Ricardo, su compañero de trabajo.
—Sí, me colgué, nada más –desestimó lo que le había sucedido a lo que por fin pudo retirar sus ojos del cartel.
—¿Segura? –insistió.
—Ya te dije que sí, no me rompas las pelotas –odiaba esa forma condescendiente en que todos la trataban.
—Disculpe entonces patrona –se mostraba arrepentido.
—No me pidas disculpas no hiciste nada malo –prorrumpió con cierto hartazgo– ¿Llevaste lo que faltaba a la casa?
—Sí, ya está todo.
—Perfecto, entonces arrancamos –sin más, sus piernas motorizaron la marcha hacia su transporte, el muchacho de enjuta figura la seguía de cerca.
—¿Te pidió que subieras el armario por la escalera?
—Sí señora.
—Te dije mil veces, no me digas señora, no soy tu jefa.
—Perdone, es que a veces no lo puedo evitar –externalizó algo apocado.
—Ya te dije no tenés que... bueno no importa, la cuestión era para saber si la mina te dio propina o no.
—No, no me dio ni un vaso de agua.
—¿Cómo qué no? Si le subiste un mueble al segundo piso, qué vieja conchuda –exclamó indignada–. Cuando es así me tenés que decir a mí que voy y le digo a esa argolluda que lo suba ella a ver si es tan fácil.
—Es que usted estaba con el cobro y todo eso y no la quería molestar…– Ana reprimió las ganas que tenía de golpearlo. “Despabílate pibe, en este mundo si te dormís te cagan” le hubiera gustado transmitirle esa perogrullada que había aprendido a los golpes, pero decidió contenerse.
—Mírame Ricardo –le ordenó luego de detenerse abruptamente, el joven la contempló aterrado– …la próxima vez que te pase algo de ese estilo avísame, no te quedes callado. Yo estoy acá para ayudarte, ¿me entendés?
—Sí... sí señ... sí Ana –Siguieron caminando hasta chocarse con su vehículo, un camión Iveco del año 2004 bastante desgastado producto de incontables viajes. Ambos subieron.
A esa altura de la jornada laboral, su cuerpo le pasaba factura. Sentía un agudo cansancio, como si hubiera corrido un maratón. No veía la hora de llegar a su casa, darse una ducha bien fría para contrarrestar el agobiante calor del verano, e irse directo a la cama. Era el plan perfecto. Desgraciadamente, todavía le faltaba otra media hora de viaje con el callado y aburrido Ricardo.
Y es que el silencio es un loable don, pero lo que necesitaba en ese momento era una entretenida charla que la distendiera. Pero, sabía que no podía exigirle eso a su acompañante. La experiencia empírica de meses de trabajo le daba la certeza. Lo único que podía hacer era acomodarse e intentar dormir, con suerte, se despertaría ya en su destino.
Se equivocó. Los quejidos del camión sumado a la adocenada música que pasaban en la estación de radio que Ricardo escuchaba obturaron su llegada al reino onírico. Sin embargo, evadir los estímulos al tener los ojos cerrados generó que se calmara el caos dentro de su cerebelo, propiciándole las últimas fuerzas que necesitaba para encarar el final de una jornada laboral que parecía interminable.
Ricardo giró hábilmente la “O” negra que controlaba los movimientos de ese cocodrilo de metal para guiarlo dentro del estacionamiento de la fábrica. Se detuvo al lado de su mellizo. El tembleque producto del motor se acalló.
—Y, ¿cómo fue todo? –preguntó Eduardo, el cual estaba fumándose un cigarrillo apoyado en el camión consiguiente al suyo. Este era el otro chofer de la empresa y tío de Ricardo.
—Estuvimos a las corridas, como siempre, pero pudimos entregar todo. ¿Ustedes? – exclamó, luego de saludarlo.
—Igual –limpió con su mano derecha la transpiración de su frente–. Encima con este calor no se puede hace un carajo sin chorrear la gota gorda.
—Ni me digas, está insoportable. Estoy toda chivada, lo único que quiero es llegar a mi casa y bañarme –exclamó fastidiada. A la par suya pasó Ricardo, quien fue directo al sanitario.
—¿Cómo estuvo el mongo? –le preguntó una vez que su sobrino ya se había alejado.
—Bien, es re laburador el pibe. Es medio autista, pero bueno, qué le vamos a hacer.
—Sí ya lo sé, es lo mismo que hablar con la pared. Ya le dije al padre que lo llevara a un médico, no tiene todos los patitos en fila el pibe este –Era cosa cotidiana escucharlo vociferar fútiles afirmaciones acerca de las supuestas discapacidades mentales que Ricardo tenía. Intuía que este oprobio que sentía estaba fundado en que Eduardo le había insistido al dueño de la empresa, y padre de Ana, que contratara a su sobrino. Sospechaba que se sentía responsable de hacerse cargo de todo lo que este hiciera.
Era como una especie de tutela parental, donde el hombre se atribuía la “crianza” de su sobrino en el ambiente laboral. Esto suponía que si Ricardo se alejaba de su manto tutelar de enseñanza, o, en otras palabras, si se comportaba diferente a él, era un fracasado. Teniendo en cuenta que tío y sobrino eran agua y aceite (Ricardo era apocado, mientras que Eduardo era sociable y charlatán) era entendible que tuvieran una tensa relación.
—Despreocúpate, el Richard anda bien en el laburo, que es lo que necesitamos, lo demás no importa –El hombre asintió disconforme.
—Bueno Anita, voy partiendo que mañana hay un viaje largo y quiero descansar bien – exclamó al observar a su sobrino acercarse a su posición.
—¿Ah sí? No me dijeron nada –expresó confundida.
—Tu viejo me dijo hoy a la tarde.
—¿A dónde es el viaje? –curioseó.
—A una ciudad de la costa, cerca de Mar del Plata, Salinas se llama –al escuchar ese nombre, Ana abrió sus ojos de par en par.
—¡¿Salinas?! –Eduardo dio un respingo.
—¿Pasa algo?
—Pasa que tengo que hablar con el jefe –aseveró y, sin darle tiempo a que reaccionara, fijo rumbo a la tesorería.
La puerta ladeó libremente hasta que su trayectoria fue detenida bruscamente por la pared, ocasionando un ruido sordo que externalizó el enojo que sentía.
—Uh hija, casi me matás del susto –exclamó atónito su padre. Se llamaba Francisco, tenía cincuenta y ocho años, pero parecía mucho más joven. Una persona que no lo conociera no podría más que sentirse intimidado por su contextura física imponente y su cara de tipo malo, pero nada más lejos de la realidad. Contrastando su temible aspecto, era una persona muy pacífica y afable, quien tenía como filosofía de vida seguir la palabra de la biblia a rajatabla.
—¿Cómo que mañana hay que llevar un pedido a Salinas y no me avisaste? –notó en ese instante que había entendido por donde iba su enojo. Se sacó los anteojos, su mano le hizo sombra a su frente.
—Hija...–exclamó suspirando.
—Vos sabés cuántas ganas tengo de volver allá –lo interrumpió– ¿Por qué no me dijiste?
—Es que es un viaje demasiado largo para las dos boludeces que hay que llevar –intentó calmarla mientras acariciaba su barba entrecana.
—¡No me vengas con ese cuento! Yo sé por qué lo hiciste: no querés que vuelva.
—No hija, lo estas entendiendo mal. Le mandé ese viaje a Eduardo porque es un viaje aburrido y pesado. Vos sabés que siempre trato de encargarte los mejores a vos, solo por eso no te avisé –su tonó pacifico contrastaba violentamente con el mohín de ira impreso en los labios de Ana.
—Bueno, entonces yo, tu hijita preciosa, te digo que quiero el viaje, así que supongo que lo vas a llamar a Eduardo y le vas a decir que mañana voy yo, ¿no? –La ironía se podía palpar a kilómetros.
—Es que ya está todo arreglado para que vaya él –chasqueó con la lengua– Mirá hija te prometo que el próximo viaje que salga para allá te lo encargo, pero ahora ya está –“Siempre hay una excusa” pensó decepcionada pero no sorprendida.
—No te entiendo, me decís que tengo que ser responsable, que tengo que sentar cabeza, pero siempre me terminás tratando como una nena…
—No es así Ana, lo que pasa...
—¡Veintinueve años tengo, veintinueve! Ya no soy una nena papá. Espero que lo entiendas algún día.
—Pero Anita, escúchame, no me meto en tu vida porque soy un mal tipo, me meto en tu vida porque sos mi única hija, la bendición más grande que Dios me pudo haber dado, y solo trato de cuidarte– se levantó de la silla y se acercó hacía ella–. Tratá de ponerte, aunque sea un minuto, en mi lugar. Está muy difícil la calle, ahora por robarte un celular te matan, ya no es como antes. Lo único que quiero es que estés bien. Sos lo más importante para mí y tu madre.
—No necesito que me cuides... yo me sé cuidar sola –sentenció y luego se retiró del lugar dejando las palabras de su padre como una estela.
Ya estaba harta de que sus progenitores se metieran en su vida. Si salía de su casa tenía que mandarles un mensaje cada dos horas, si se iba a juntar con alguien les tenía que avisar quien era y donde iban a estar, entre otras cosas que causaban una titánica irritación dentro de ella. Y si bien ahora que vivía sola no podían controlarla tanto como antes, de igual manera no perdían ocasión para infantilizarla.
“Cuando me vaya y nunca más vuelva, se va a arrepentir de tratarme como una nena” el resentimiento brotó como un fungo dentro suyo. Tantas veces lo había pensado, tantas veces había fantaseado con escapar y comenzar de cero en otro lado. Es que se sentía atada a una vida que más que vida era como una lenta carrera hacia el inevitable destino de descansar por la eternidad tres metros bajo tierra. Y si bien la vorágine de la rutina podía amansar estos sentimientos, de vez en cuando lograban escapar, obligándola a repensar su existencia, lo que la incomodaba.
—Hasta la calle Cachimayo casi llegando a Valle por favor –le indicó al chofer del taxi que había parado, este asintió y se puso en marcha.
Ya habían pasado unas cuadras cuando sintió que su celular tembló. No tuvo ni que sacarlo de su cartera para saber quién era. Sonrió.
—¡Gracias a Dios, me estaba por agarrar un ataque! –exclamó el hombre en un tono preocupado– ¿Dónde estás?
—Ya me tomé un taxi.
—Me tenés que avisar hija, ¿cómo... cómo me vas a hacer una cosa así? me volví loco preguntándole a todo el mundo y nadie sabía dónde estabas.
—Vos no me avisaste de Salinas yo no te avisé que me iba en taxi, estamos a mano –exclamó fríamente, saboreando la dulce venganza.
—¿Otra vez con lo mismo? Hija ya te dije... aparte no se compara, no me podés hacer esto... yo... yo me preocupo mucho.
—Si te preocuparas tanto por mí sabrías que lo que más quiero en el mundo es volver a Salinas, mi casa. No te bastó con arrastrarme de allá, sino que también me sacás la posibilidad de volver ¿Qué tan miserable querés que sea? –exclamó con acritud.
—Ya te lo expliqué mil veces Ana, yo no las arrastré, dejá de decir eso porque es mentira, además...– sentía su cerebro como un acerico, las excusas de su padre eran agujas que se clavaban hasta lo más profundo, lo único que quería era que se detuvieran, ya no podía soportarlo.
—¿Sabes qué? Tenés razón, vos sos un santo que siempre haces todo bien –le dijo en un tono irónico–. Mañana nos vemos en el trabajo, jefe –exclamó y cortó, ya no quería saber más de él.
Una vez que llegó a su casa, lo primero que hizo fue quitarse la ropa e irse a bañar, estaba demasiada acalorada. Ya dentro del baño, se colocó en frente del espejo, su mano trazó una trayectoria hacia su rostro, tapando la mancha de nacimiento. Sonrió, se sintió hermosa. Y es que amaba su cabello negro azabache que caía en forma de tirabuzón hasta sus hombros, adoraba sus ojos color avellana, sus pómulos bien marcados, su larga pero fina nariz con punta chata, su boca pequeña con labios carnosos y arco de cupido pronunciado, hasta incluso aceptaba a regañadientes su torcida, pero blanca, dentadura, a su manera encajaba en la totalidad de su rostro.
Algo parecido sucedía con su cuerpo. Si bien no lo consideraba el de una modelo, se había encariñado. Sus hombros eran delgados y caídos, sus brazos, aterciopelados, se afinaban hasta llegar a sus pequeñas manos con sus largas uñas pintadas de negro. Su torso era ancho en la parte superior de la espalda y luego se afinaba en la parte inferior para volver a ensancharse a la altura de caderas, curvas dignas de una montaña rusa. Sus pechos yacían como yertas rocas en la parte superior de su torso, estos no eran ni muy grandes ni muy pequeños. Sus piernas eran largas y anchas, su piel parecida haber sido bombardeadas por pequeños asteroides que le dejaron marcas alrededor de ambos fémures. Una tobillera color rojo contra la envidia protegía su tobillo izquierdo, los dedos de sus pies eran pequeños y ásperos, coronados con pálidas uñas mal cortadas.
Como hermosas pinturas rupestres, su cuerpo estaba cubierto de tatuajes. Tenía uno en la parte de atrás de su cuello “My skinny sister” se podía leer, referenciando a su película favorita. En su muñeca tenía dibujada una pequeña llave negra, a la mitad de su antebrazo izquierdo tenía tatuado un ojo y en su hombro derecho una rosa negra. Si bien todos le gustaban, su favorito se ubicaba en su espalda. A la altura de su omóplato derecho tenía tatuado un lobo vestido de oveja, ese era su tatuaje preferido. El más representativo de las personas que había conocido.
Cuando retiró la mano de su cara, toda belleza se desvaneció, como eclipsada por una oscura luna. De inmediato le dio la espalda al espejo, henchida de vergüenza. Acto seguido entró a la ducha, con suerte agua barrería algo más que la suciedad de su cuerpo. Salió del baño con la cabeza y el torso protegidos con unas toallas blancas y una sensación de frescura que invadía su epidermis. El ventilador dio vueltas torpemente cuando giró la perilla al tope de la derecha, parecía un horno su habitación. Se acostó así como estaba en la cama, mientras se distraía chusmeando sus redes sociales.
Cuando su estómago se quejó, se vistió con una gastada bombacha color crema y una remera roja que le quedaba grande y partió hacia la cocina. En el instante que notó la efervescencia producto de lo tórrido del agua, lanzó una lluvia de escarbadientes largos a la pileta que se había convertido la olla. Minutos después, levantó la corcova de la tapa, la cuchara se sumergió y arrebujó el agua. Cuando los duros bastones se habían transformado en algas blanquecinas, los sacó del fuego. Coló y sirvió. Para finalizar, le puso una capa gruesa de caspa de queso sobre los fideos.
Llevó el plato al pequeño living de su casa y prendió la tele, sintonizando el canal veintidós donde pasaban su programa favorito: “Playa caliente”. El formato reality era tan solo una adocenada excusa para mostrar cuerpos musculosos, caras operadas y muy poca ropa. A pesar de lo prosaico que era todo, disfrutaba verlo por las relaciones amorosas que se daban entre los participantes. Si bien estas estaban claramente guionadas, la carcomía la intriga de no saber con quién se iba a quedar Stephanie, o si Mark iba a poder conquistar a Olivia, vivía cada drama amoroso con efervescencia.
Cerró los ojos, transportándose a aquel hermoso lugar. Podía sentir la arena entre los dedos de sus pies, el sol en la cara y el viento tremolándole el pelo a su merced. Caminó unos metros y se encontró con el grupo de hombres que protagonizaba el programa. En sus pupilas vio el reflejo de una mujer hermosa, una mujer deseada, de esas que nada está por fuera de los límites a la hora de demostrar ser dignos de su favor. Todos estaban a sus pies, peleándose para llevar su cartera. Se sintió especial, tan especial como nunca lo había sido y sospechaba que nunca lo iba a ser.
De repente salió de la pantalla. El pequeño comedor estaba enterrado en la penumbra, el último vestigio de luz que todavía daba pelea venía de la televisión. Caminó el frío suelo hasta el aparato y lo apagó. Se volvió ciega durante unos segundos hasta que manoteó torpemente la tecla del lado derecho de la pared. Se lavó los dientes y embadurnó el lado izquierdo de su rostro con una supuesta crema milagrosa que iba a dejar su cara simétrica, o al menos eso decía el comercial. La experiencia le indicaba que la habían timado: hacía meses que usaba esa densa baba de caracol y no notaba ningún cambio.
Camino directo a su habitación y se acostó en su cama. Parecía inmensa, sin principio ni sin fin. Estiró ambas manos, pero no tocó nada, ni siquiera la sombra de otro ser humano. Su mirada se perdió en el danzante ventilador. Cerró sus ojos, acaso porque estaba muy cansada, acaso porque no quería pensar.
Cuando las ataduras al mundo lógico se estaban resquebrajando, el último vestigio de conciencia de responsabilidad activó una alarma en su cabeza haciéndola pegar un salto en la cama: había olvidado tomar el medicamento. Esa droga que se presentaba en pequeñas canicas color blanco eran un escudo efectivo en contra de las dolorosas pesadillas que sufría hacía años. No tomarla representaría transformar el único momento de descanso y relajación del día en un tortuoso infierno de dolor y sufrimiento. La pastilla se ubicó en la parada del transporte, su lengua, y, cuando el colectivo transparente apareció, se subió. Bajó en la última parada, el estómago. Volvió a su letargo.
Una perversa sinfonía de ruidos y vibraciones la despertó a las seis de la mañana. Su rostro parecía una máscara tensa. Escupió una ringlera de maledicencias a la rutina. Frotó despacio sus ojos con el objetivo de despabilarse y luego se dirigió hacia el baño. Allí evacuó los desechos que su cuerpo había destilado y luego se preparó el desayuno. Una taza de café bien negro y unas galletitas de agua terminaron de despertarla. Se puso su uniforme (una remera gris con el logo de la empresa a la altura del corazón y de la espalda) y se sentó a esperar a su padre, como todas las mañanas.
Si bien seguía enojada con el hombre, no tenía ganas de acarrear un gasto sin sentido llamando a un taxi, esta vez la economía prevaleció ante el orgullo. Puntual como siempre, a las siete menos veinte de la mañana escuchó la bocina que anunciaba que su transporte había arribado. Bajó las escaleras del PH donde vivía y, ya en planta baja, destrabó la puerta con la llave y se subió al auto.
—Buen día –exclamó el hombre en un tono tranquilo.
—Hola –respondió, casi sin mirarlo.
—¿Descansaste hijita? –Si había algo que odiaba era cuando la gente, posterior a una pelea, hacía la que nada había pasado. Si en el medio de la calle hay un bache enorme lo único que se puede hacer es intentar arreglarlo, no pasar todos los días por arriba del pozo porque se va a terminar rompiendo el auto. Algo muy parecido sucedía en las relaciones. Saludó al poco buen humor que la abandonaba.
—Dormí bien...–contestó con acritud.
—Veo que no estás de humor –“Serías buen detective” pensó irónicamente– ...Quiero hablar de algo con vos– le confesó cuando estaban por la mitad del camino, lo que despertó su curiosidad–. Ayer estuve hablando con tu madre de lo que pasó y me di cuenta de que tenías razón, te traté como a una nena. Siempre te digo que tenés que madurar, que tenés que buscar un esposo, casarte, tener hijos, pero nunca vas a lograr eso si yo sigo tratándote así. Sé que me cuesta verte crecer, ver que ya sos toda una mujer...–hizo una pausa– por eso decidí que a partir de hoy voy a tratar de meterme menos en tus cosas, voy a respetar las decisiones que tomás como la adulta que ya sos, más allá de que crea que es correcto o no– el monólogo que pretendía ser movilizante lo sintió más como un déjà vu que como el resultado de un proceso de reflexión e introspección de su padre. Había perdido la cuenta de las veces que le había prometido lo mismo y sus frágiles palabras habían caído pesadas al piso, rompiéndose. De igual forma, sabía que podría utilizar esto en su propio provecho por lo que decidió seguirle el juego.
—Ya sé que te cuesta pa, y te entiendo, pero vos también tenés que entenderme a mí, ya soy grande. Puedo cuidarme sola. Puedo tomar mis propias decisiones –intentó sonar lo más comprensiva posible.
—Tenés toda la razón hija, acá el que se equivocó fui yo y quiero pedirte disculpas porque sé que a veces soy un poco hinchabolas, pero también quiero que entiendas lo importante que sos para mí… me cuesta ver que ya creciste, que ya no sos una nena.
—Está bien, pa, no pasa nada. Créeme que te entiendo, sé lo que me querés, sé que te preocupás mucho porque querés lo mejor para mí –expresó y asintió con una mueca parecida a una sonrisa. A veces, la ingenuidad de su padre se convertía en una inesperada virtud.
El hombre le dio dos palmadas en la pierna en señal de cariño, luego el silencio atiborró el auto. “Todavía no se lo digas, espera un poco más” intentó disminuir la ansiedad de comenzaba a crecer dentro suyo. Sabía que su pregunta era como tener el ancho de espada, debía jugarlo en el momento preciso, sino sus chances de ganar se desvanecerían.
En línea con su plan, durante el viaje, fue lo más encantadora que pudo. Que “sí pa, tenés razón”, que “ay, qué buena canción pusiste”, que “el finde hacemos un asado” poco a poco, cada pieza del dominó iba tomando su lugar, de la más chica a la más grande, a la espera del pequeño sacudón que las hiciera caer hacia adelante, quebrando con el golpe las últimas resistencias de su padre.
El auto se detuvo dentro de las líneas paralelas color amarillo que delimitaban la parcela de espacio en el que se podía estacionar. Supo que el momento había llegado. El terreno ya había sido labrado, era hora de cosechar los frutos de su estrategia.
—Pa, antes de que te bajes te tengo que decir algo.
—Te escucho.
—Ya que me dijiste que estabas intentando tomar más en cuenta mi opinión y mis decisiones, quería saber si podría ir con Ricardo a hacer el viaje a Salinas. Es que para mí es muy importante y...
—Basta –la interrumpió–. No necesitás explicarme nada, si es lo que vos querés sos libre de ir…– lo dijo de tal forma que parecía que le estaban robando las palabras a punta de pistola.
—¿En serio? Muchas gracias pa –esbozó una sonrisa interior de satisfacción por cumplir su objetivo.
—Sí, pero avísame cuando llegás allá.
—Sí pa, obvio, también te aviso cuando hago el pedido y cuando estamos volviendo– le tocaba jugar el papel de chica buena, ya había conseguido lo que quería.
—Por favor, así me quedo tranquilo –por la mueca de su rostro parecía que había masticado hiel.
—Entonces le aviso a Richard que ya arrancamos para allá –el hombre asintió–. ¡Nos vemos a la noche pa! –exclamó y le dio un beso, luego bajó del auto.
Le parecía tan irreal todo, casi como una fantasía. Un sueño perfecto de esos que te levantas con los labios corcovado en una sonrisa y con el corazón endulzado. Después de casi diez años iba a volver a Salinas, iba a volver a ver esas hermosas playas, iba a poder volver a caminar por esos rústicos bosques, iba a volver a pasear por esa pequeña ciudad que parecía resistir el paso del tiempo, iba a reencontrarse con esa gente tan cálida como gentil. En fin, iba a volver a ser feliz.
Se sentía henchida de entusiasmo, como nunca se había sentido, tanto que casi olvidó informarle el cambio de planes a Eduardo. Este no se lo tomó muy bien, pero que de todas formas aceptó. Acto seguido, habló con Ricardo. Ambos se pusieron manos a la obra para preparar todo para la entrega. Con el camión listo, su compañero cargó agua caliente en un deteriorado termo color gris metálico y el juego de mate, mientras ella buscaba en la oficina de su padre el presupuesto y una riñonera con billetes chicos. Se escuchó un portazo, luego otro y el motor con modorra despertó de su letargo, las ruedas giraron y las luces se prendieron, tenían un largo camino por delante.
Hay personas que disfrutan despertarse temprano. Fanáticas del desayuno y los amaneceres, este raro espécimen se caracteriza porque el prólogo del día los encuentra con una sonrisa inmarcesible tatuada en sus labios. Ella, claramente, no formaba parte de este selecto grupo. Despegar la cabeza de la almohada le causaba más que una inefable irritación, tenga una razón explicita o no.
Pero esa mañana, estaba invadida de un efluvio de buen humor. Era como una aureola de positividad que se desprendía de su cuerpo contagiando con su tenue luz a las personas que la rodeaban. Hacía demasiado que no sentía así de radiante.
Estaba tan alborozada que se encontró tarareando esa adocenada canción que pasaban hasta el hartazgo en la radio que Ricardo escuchaba. Esa canción que ella tanto odiaba. “Y es que yo quiero que mi nena tenga cara bonita, ojos bonitos, nariz bonita. No quiero de esas chicas que son feítas, que cuando la mire piense ¡Qué Pokémon! Y es que yo quiero que mi nena sea flaquita, bien flaquita. No quiero una gordita, aunque tenga buen corazón ¡Qué lechón! Yo quiero que mi nena sea perfecta” decía el estribillo de “Mi nena perfecta” del mundialmente famoso cantante Superfi$$ial en colaboración con Narzizo y Heggemonik–0.
Si bien detestaba en general el género reggaetón, odiaba esa canción en particular. No sabía porque, pero cada vez que la escuchaba se sentía asqueada. Encima, el tema era la gran sensación del momento, en ningún lado estaba a salvo de cruzarse con esa vacua letra que penetraba sus oídos de manera engallada y hacía de su cabeza un refugio. Le daban ganas de meterse una pinza dentro de su cerebro y extraer a la fuerza ese estribillo. Aunque en ese momento mostró un ápice de disfrute, una sensación que si bien era tímida, estaba ahí. “Pensándolo mejor, tal vez no es tan mala la canción” se dijo y sonrió.
Le hubiera gustado pensar que ese estado de júbilo que la embriagaba la hubiera poseído hasta que llegaran a la ciudad, pero, como un hombre infiel, a la primera que pudo se fue con otra. Ya sola, era una presa fácil para sus demonios internos que le dieron un golpe de realismo, sacándola de la nube multicolor de la idealización, golpeando contra un duro suelo gris.
Ahí cayó en cuenta que sus recuerdos no eran todos de color rosa. Había cometido el pecado de ser nefelibata al creer que volvería a aquel cuento de hadas. La vida, como la decoración de una casa, depende de cómo se acomodan las cosas. Si a uno no le gusta cómo quedó un ambiente, no importa cuánto se aleje, siempre que vuelva se va a encontrar el impacto de sus decisiones inmerso en el entorno. Con Salinas pasaba lo mismo.
Una desafortunada escena de su pasado apareció de pronto en frente suyo, como si fuera un proyector con una cinta vieja. “No te vayas” el eco del grito de Marcela, su mejor amiga en aquel entonces, seguía vivo en ese anciano recuerdo. Esa triste melodía tenía el melancólico sabor de la culpa. Se sintió compungida.
Sin embargo, no iba a dejarse desmotivar tan fácil. En su repentino ataque de positividad, vio que el arrepentimiento tenía otra cara, una luminiscente: la cuenta pendiente. Lo que estaba escrito era inmutable, pero el porvenir era una hoja en blanco. No era tarde para mostrarle su arrepentimiento por la felonía que le había hecho. Nunca es tarde para pedir perdón. Aferrándose a ese mantra que transitó los últimos kilómetros de aquel viaje, abrazándolo fuerte para no perderlo.
Su corazón comenzó a estremecerse violentamente cuando, luego de casi cuatro horas y media de viaje, y más de mil mates compartidos, un cartel que decía “Salinas a 3 KM” apareció del lado derecho de la desolada ruta. El ruido de la luz de giro aviso que el enorme camión iba a aterrizar en ese lastimoso camino que funcionaba de entrada a la ciudad.
Como dos perros arredrados por una reja, los colores de los trabajados campos a los costados del camino se batían en duelo para mostrar su supremacía sobre el otro. A la izquierda, unos choclos, lejos de su época de cosecha, le daban un tono verde pacífico, mientras que, a la derecha, un intenso amarillo producto de una plantación de girasoles transmitía alegría y jovialidad. Para ella era una clara victoria del segundo equipo.
“Mirá hija, nosotros no somos muy diferentes a esta flor. Ellas cambian de posición buscando el sol, igual que nosotros mudándonos acá. Ya vas a ver que lo vamos a encontrar” le había dicho su padre a la desconfiada niña que era, en ese mismo lugar, pero años atrás. Incluso se detuvo a tomar un girasol y se lo regaló, como si fuera una especie de GPS para nunca perder el camino. Sintió una mezcla entre nostalgia y felicidad que la conmovió.
Ya habiendo dejado atrás los campos, notó como ambos lados del camino estaban tachonados por escarbadientes gigantes. Recordó como solía divertirse con sus amigos entre esas retorcidas ramas y hojas con forma de gota de agua. Desde pequeños, habían convertido a ese aterrador bosque en un patio de juegos, y, ya de más grandes, era su guarida privada para emborracharse, escuchar música y bailar. Era un regalo de la naturaleza.
Más allá de todos los momentos memorables que había vivido allí, aquel bosque guardaba un lugar especial en su corazón: allí había perdido su virginidad. Revisitó el archivo de recuerdos dentro de su mente, pero el papel estaba en blanco, lo que le pareció extraño. Siguió indagando, pero cada escrito que podía recuperar en esa locación describía que el viento y la madera eran sus únicos acompañantes. Era como si, luego de escalar una montaña, mirase atrás y no hubiera nada. Como si esos sentimientos cosechados por el camino le fueran arrebatados.
La frustración por no poder recordar crecía y crecía dentro de ella, para empeorar las cosas, la música que estaba escuchando Ricardo en la radio no la dejaba pensar, lo que terminó por saturarle la paciencia.
—¡¿Podés bajarle un poco?! –exclamó en un tono irritado que tomó por sorpresa al hombre.
—Sí... perdón –dijo y con su mano derecha giró la perilla que manejaba el volumen de la radio.
—Gracias –expresó, más aliviada. Cerró los ojos y de a poco pudo recuperar como se sentían las suaves manos de su gentil amante, el sabor dulce de su boca por haber estado tomando vodka con jugo de naranja, el calor de su pecho por la mezcla entre morbo y miedo por la posibilidad de que fueran encontrados. Supo que los recuerdos estaban allí, aunque teorizaba que la droga que tomaba todas las noches era la que se entrometía mezclándole los papeles. Por lo que le habían explicado, su uso adormecía su cerebro, lo que era un arma de doble filo: no le permitía tener pesadillas, pero le dificultaba recuperar recuerdos longevos. “El precio por no soñar”.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró con que el bosque que recordaba que era interminable, había sido talado y no quedaban más que pequeños tocones que parecían pies de gigantes. Al ver esto, no pudo evitar sentir ese sabor amargo de ser testigo de cómo la marcha perenne del tiempo se llevó uno de sus lugares favoritos de su niñez. Esperó, con todas sus fuerzas, que la cuidad no hubiera cambiado nada. Apenas vio el cartel que decía “Bienvenidos a Salinas” emperifollado con luces de neón de colores, se dio cuenta que el bosque no era un caso aparte.
La arteria que era el maltrecho camino de tierra, desembocó en la vena aorta de la ciudad, la avenida Lewis. Siempre le había parecido estúpido ponerle el nombre de un tipo que cruzó el Atlántico para hollar sin piedad la tierra hasta dejarla seca a la avenida más importante de la ciudad. Se suponía que era un ciudadano ilustre por ser fundar Salinas y darle trabajo a la gente de la zona, aunque la realidad era que más que empleados eran esclavos. Pero ojo, con las lágrimas de sus peones más el cemento había pavimentado las calles y armado las primeras viviendas. Pensándolo mejor, que la avenida tenga su apellido se queda corto como homenaje, se merecía una estatua enorme en la plaza defecando arriba de la bandera argentina.
Treparon por la enorme calle hacia el oeste, donde radicaba su destino. A sus costados, notó un encono entre las construcciones inopias y los descampados por el monopolio del paisaje urbano, conflicto que duró hasta que llegaron al centro de la cuidad.
Como quien abusa de las cirugías plásticas, Salinas estaba irreconocible. Era como si le hubieran empalmado una ciudad arriba de la que ya estaba. Pasado y presente luchaban en cada esquina, en cada rincón, por prevalecer. El partido iba empatado, obligándolos a una incómoda convivencia. Vio viejas merecerías zafias al lado de imponentes edificios de más de diez pisos; vio un hombre a caballo esperar el semáforo a la par de un Mercedes Benz cero kilómetros; vio un gaucho tomando mates en la plaza al lado de un hombre de traje que usaba su laptop mientras tomaba un café Starbucks que llevaba su nombre.
Al escanear con sus retinas el panorama, concluyó que el tiempo no se llevaba todo, un rescoldo siempre quedaba. No importaba cuánto haya cambiado, las huellas del pasado seguirían allí, firmes, resistiendo ante la erosión del incesante oleaje del futuro.
El camión dobló a la izquierda en la calle Perón, como les indicó el GPS, treinta metros después, sobre la calle Kirchner, una mueblería enorme apareció a su derecha. Bajó del camión y se dirigió hacia la puerta del lugar de paredes vidriadas, mientras Ricardo se preparaba para descargar la mercadería.
—Hola, somos de la fábrica de muebles. Tenemos un pedido.
—Buen día, dale, aguantame un cachito que voy a buscar al dueño– la forastera se deleitó instantáneamente al escuchar el acento característico salinense de esa joven vestida de forma elegante y maquillada en exceso. Era la forma como pronunciaba las palabras lo que le daba mucho sosiego. ¿Había algo que no hubiera extrañado de ese maravilloso lugar? No lo creía.
La joven volvió acompañada de un hombre canoso y petizo, que vestía un pantalón de vestir color crema, una camisa celeste metida dentro del pantalón y unos zapatos marrones oscuros bien lustrados. Toda su vestimenta parecía cara, como si hubiera migrado de una prestigiosa tienda del sur de Europa.
—Bu... –al hombre lo tomó de sorpresa la mancha de nacimiento de Ana– Buenos días, señorita –saludó disimulando que nada había pasado. Eso era lo que más odiaba. Prefería mil veces que le dijeran “Uh perdón me sorprendí de esa mancha asquerosa que tenés en la cara” antes que invisibilizaran su reacción. La hacía sentir un monstruo. Como un hombre sin extremidades sentado en una plaza que nadie se digna a mirar porque supuestamente no se lo quiere hacer sentir incómodo, cuando el efecto es inverso. A las personas normales se las mira sin tapujos, a los raros ni a eso tienen derecho.
—Buenos días, tenemos su pedido– anunció con acritud.
—Regio, el depósito lo tenemos acá al lado– empezó a caminar, Ana lo siguió hacia afuera del lugar– ¿Cómo anda el señor Francisco?
—Bien, anda bien.
—Me alegro. Sabe usted que él vivió unos años acá...– “Este tipo no sabe que soy la hija” sospechó.
—¿Ah sí?
—Sí, de ahí es que lo conozco. Tipo macanudo, laburador. Vivía a unas cuadras de por acá, cerca de la calle Cherro, casi llegando a Palermo.
—Ah, mire usted –ambos salieron de la mueblería y doblaron hacia la izquierda, a unos pasos, dos puertas gigantes de color hojalata los esperaban. El hombre sacó una llave de su bolsillo y abrió el macizo candado que se abrazaba como un niño pequeño a sus padres de chapa. Abrió la abertura de par en par.
—Lo raro fue que de un día para el otro se fue, sin avisarle a nadie.
—¿Y usted sabe por qué se fue? – ¿podría ser que le cayera del cielo esa respuesta que tanto estaba buscando? Lo iba a averiguar.
—No señorita, no sé...– profirió mientras se acomodaba la camisa–... aunque las malas lenguas dicen que se fue porque su hija no tenía todos los patitos en fila– se decepcionó, el regalo divino volvía a ser una caja llena de humo.
—Ah mire usted, no sabía –manifestó con cierto ironía.
—Es lo que se dice señora. Vio que a pesar de ser una ciudad, este no deja de ser un pueblo chico –en ese momento, Ricardo comenzó a descargar, así que el hombre se acercó a él y comenzó a explicarle la disposición en que tenía que acomodar los muebles para que entraran bien en el espacio del depósito, dejándola sola con un intenso malestar. Es que los dichos infundados la exasperaban. A propósito de estos, se preguntó de donde habían salido. Había dos respuestas: una evidente y una no tanto.
La primera estaba anclada en la naturaleza metomentodo de sus exvecinas. Ancianas cuyas vidas carecían de sentido, vacuas, y que lo único que les hacía creer que su existencia tenía un poco de peso en el cosmos era traficando rumores. Vanagloriándose de tener información que los demás desposeen.
La segunda, un poco más compleja, sostenía que quien empezó el cuento fundado en premisas irreales había sido su padre. Sonaba una locura, pero la impunidad que el enunciado le daba le permitía escapar sin que le hicieran muchas preguntas. Esta casi fantástica teoría estaba viciada por la sed de respuestas que tenía.
Es que no había día en que no pensara en eso, en el verdadero porque de la huida de su padre (y por consiguiente de ella y su madre) del lugar. Insistía que en Capital Federal tenía mejores posibilidades para desarrollar su negocio, pero ella no terminaba por creerle. O por perdonarlo. Es que todo había sido tan sospechosamente repentino e injusto.
Siempre quiso creer que había algo detrás de esa banal excusa, así era más fácil de digerir. Era la única forma en la que podía mirar a los ojos a su progenitor, teorizando que había una razón que subyacía lo evidente, como que tuviera deudas pecuniarias o una amante, cualquier cosa era mejor que la burda realidad. Necesitaba un chivo expiatorio que sirviera como foco de la ira que sentía, para que su padre quedara incólume.
Al cabo de unos minutos, intentó desdeñar estos sentimientos, no quería que esa herida del pasado arruinara la vuelta a su hogar. Respiró hondo, con parsimonia su mente se fue serenando hasta recobrar el equilibrio.
De a poco, el vacío lugar se fue atiborrando de muebles, todo esto ante la anonadad mirada del dueño del negocio: parecía no poder creer como su compañero podía manejar una carga tan pesada con tanta facilidad. Ella estaba curtida, lo había visto transportar cosas que duplicaban su tamaño sin transpirar una sola gota. Lo que no tenía de charlatán lo tenía de hercúlea fuerza.
—Acá te dejo la factura –informó Ana luego de que los muebles habían cambiado de mano.
—Perfecto señorita, espéreme acá que ya le pagó –el hombre se alejó dejándola sola en el local, donde se exhibían desde desgarbadas sillas de madera pálida a enormes y delicados armarios de roble que parecía centinelas colorados que custodiaban la tienda.
Mientras curioseaba, sus ojos se encontraron ocasionalmente con un mapa de la ciudad desplegado en la pared. Contempló como una urdimbre de líneas con pequeños nombres tejían a su querida Salinas. Reconoció calles, plazas, restaurantes, bares, boliches, museos, entre otros lugares los cuales la experiencia había sedimentado en su mente. Pensar que hubo un momento en el que le fueron tan familiares como su reflejo en el espejo.
Escaneando el mapa, se encontró con la intersección entre la calle Gardel y la calle Rodrigo, se detuvo de inmediato. Ese lugar era uno de los más especiales de toda la ciudad para ella, ahí se encontraba la cafetería de su tía Mercedes. En realidad, no era su tía de sangre, pero ella la sentía como familia, más incluso que parientes directos que tenía. Y cómo no si Mercedes siempre había estado allí, con una tierna sonrisa, interesada en escuchar lo que le había pasado, ya sea bueno o malo y aconsejándole con una sabiduría digna de un monje tibetano. Como la extrañaba.
—¿Busca algo en específico? –la interrumpió el hombre al verla compenetrada mirando el mapa.
—No, solo estaba mirando de chusma.
—Si necesita indicaciones de cómo volver o un lugar bueno para comer no dude en preguntarme– se ofreció mientras le entregaba el cheque.
—Lo voy a tener en cuenta, gracias– con el papel en la mano, se acercó a un pequeño escritorio ubicado casi en frente de la puerta de entrada. Con la puntillosidad de un detective, corroboró que cada palabra y cada cifra de ese cheque se condijeran con la realidad. Con una firma selló el pacto.
—¿Lo revisó bien?
—Está todo perfecto.
—Regio, por favor mándele saludos a Francisco –el pidió el hombre mientras estrechaba su mano con la de Ana.
—Dale, le mando a saludos a mi papá –en ese momento la cara del hombre se transformó totalmente.
—¿Usted es la hija de Francisco?
—Así es... –respondió sintiendo una fuerte satisfacción.
—Lo... lo que dije antes de que...
—Está bien, no pasa nada –lo interrumpió.
—Pero igual, quiero pedirle mis más sinceras disculpas –se mostraba arrepentido.
—Pero hombre no se haga drama. El que sí se va a tener que hacer problema va a ser el amigo...–señaló en dirección de Ricardo, quien seguía en el camión– que te guie una loca de mierda por tantos caminos y rutas peligrosas donde podés chocar y morirte es, hasta cierto punto, suicida –en sus labios se dibujó una sonrisa–. Que tenga un buen día señor –se despidió ante el desconcertado hombre. “Así se te van a ir las ganas de decir pelotudeces” pensó, extasiada por el goce que le provocó haberse vengado.
—¿De qué me perdí? –preguntó su compañero, confundido por la cara del dueño de la mueblería.
—Nada, el boludo este habla sin saber, eso pasa –cerró la puerta del camión detrás suyo.
—¿Querés que le diga algo?
—No papu, yo sé defenderme sola –le sonrió–. Ya sabes cómo es mi filosofía de vida: nunca pierdas la oportunidad de mandar a la mierda a un pelotudo– ambos rieron. Ricardo prendió el motor del vehículo.
—Sigo por esta que sale a la avenida principal, ¿no?
—¿Por qué tan apurado Ricardito? Si recién llegamos –le lanzó una mueca que leyó como confusión–. Tardamos cuatro horas, mínimo disfrutemos un poco el día.
—Pero Ana vos sabés que la cosa es ir y volver rápido, siempre hacemos así– su disconformidad era notoria.
—No va a pasar nada con que lleguemos una hora más tarde, y si pasa yo lo arreglo con mi viejo, no hay problema –“Las ventajas de ser la hija del jefe”.
—Pero ya es la una, si salimos ahora vamos a llegar bien. Pero si tardamos más, entre que llegamos a la General Paz, nos va a agarrar la hora pico.
—No hay problema con eso, llegamos antes de las seis, seguro. Mira Richard, este lugar es muy especial para mí, hace años que quiero volver, tampoco me parece que me hagas tanto problema por una hora que te estoy pidiendo...– atrás había quedado su intento de obtener consenso, ahora se lo estaba demandando. Era la primogénita del dueño y no iba a permitir perderse una oportunidad tan valiosa por lo que ella consideraba un empleaducho, iba a hacer valer la autoridad que su posición conllevaba
—Es que no sé, después es un quilombo la ruta...–se lo notaba un poco menos convencido de su decisión.