PLATERO Y YO - Juan Ramón Jiménez - E-Book

PLATERO Y YO E-Book

Juan Ramón Jiménez

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Edición íntegra, ilustrada por Rocío Parra, y en tapa dura, de este clásico de la literatura española, escrito por el nobel Juan Ramón Jiménez, en el cual reconstruye, en un tono bucólico, sus andanzas con su borrico Platero por las tierras de Andalucía, a la vez que canta a los paisajes, las gentes, los animales y las costumbres, mediante un yo casi lírico.

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Seitenzahl: 167

Veröffentlichungsjahr: 2021

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PLATERO Y YO

Juan Ramón Jiménez

Segunda edición, septiembre de 2021

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., febrero de 2000

© Derechos reservados: Herederos de Juan Ramón Jiménez

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Julian Acosta Riveros

Ilustraciones

Rocío Parra Parra

Diseño y diagramación

Manuela Correa Upegui

ISBN 978-958-30-6438-8

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e impresos S.A

Calle 65 No. 95-28, Tels.:(57 1) 4302120 – 4300355

Fax: (57 1) 2763008

Bogotá D.C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Índice

Platero español en Francia

I Platero

II Mariposas blancas

III Juegos del anochecer

IV El eclipse

V Escalofrío

VI La miga

VII El loco

VIII Judas

IX Las brevas

X ¡Ángelus!

XI El moridero

XII La púa

XIII Golondrinas

XIV La cuadra

XV El potro castrado

XVI La casa de enfrente

XVII El niño tonto

XVIII La fantasma

XIX Paisaje grana

XX El loro

XXI La azotea

XXII Retorno

XXIII La verja cerrada

XXIV Don José, el cura

XXV La primavera

XXVI El aljibe

XXVII El perro sarnoso

XXVIII Remanso

XXIX Idilio de abril

XXX El canario vuela

XXXI El demonio

XXXII Libertad

XXXIII Los húngaros

XXXIV La novia

XXXV La sanguijuela

XXXVI Las tres viejas

XXXVII La carretilla

XXXVIII El pan

XXXIX Aglae

XL El pino de la Corona

XLI Darbón

XLII El niño y el agua

XLIII Amistad

XLIV La arrulladora

XLV El árbol del corral

XLVI La tísica

XLVII El rocío

XLVIII Ronsard

XLIX El tío de las vistas

L La flor del camino

LI Lord

LII El pozo

LIII Albérchigos

LIV La coz

LV Asnografía

LVI Corpus

LVII Paseo

LVIII Los gallos

LIX Anochecer

LX El sello

LXI La perra parida

LXII Ella y nosotros

LXIII Gorriones

LXIV Frasco Vélez

LXV El verano

LXVI Fuego en los montes

LXVII El arroyo

LXVIII Domingo

LXIX El canto del grillo

LXX Los toros

LXXI Tormenta

LXXII Vendimia

LXXIII Nocturno

LXXIV Sarito

LXXV Última siesta

LXXVI Los fuegos

LXXVII El vergel

LXXVIII La luna

LXXIX Alegría

LXXX Pasan los patos

LXXXI La niña chica

LXXXII El pastor

LXXXIII El canario se muere

LXXXIV La colina

LXXXV El otoño

LXXXVI El perro atado

LXXXVII La tortuga griega

LXXXVIII Tarde de octubre

LXXXIX Antonia

XC El racimo olvidado

XCI Almirante

XCII Viñeta

XCIII La escama

XCIV Pinito

XCV El río

XCVI La granada

XCVII El cementerio viejo

XCVIII Lipiani

XCIX El castillo

C La plaza vieja de toros

CI El eco

CII Susto

CIII La fuente vieja

CIV Camino

CV Piñones

CVI El toro huido

CVII Idilio de noviembre

CVIII La yegua blanca

CIX Cencerrada

CX Los gitanos

CXI La llama

CXII Convalecencia

CXIII

CXIV

CXV Florecillas

CXVI Navidad

CXVII La calle de la ribera

CXVIII El invierno

CXIX Leche de burra

CXX Noche pura

CXXI La corona de perejil

CXXII Los reyes magos

CXXIIIMons-Urium

CXXIV El vino

CXXV La fábula

CXXVI Carnaval

CXXVII León

CXXVIII El molino de viento

CXXIX La torre

CXXX Los burros del arenero

CXXXI Madrigal

CXXXII La muerte

CXXXIII Nostalgia

CXXXIV El borriquete

CXXXV Melancolía

CXXXVI A Platero, en el cielo de Moguer

CXXXVII Platero de cartón

CXXXVIII A Platero, en su tierra

CXXXIX La muy ilustre ciudad de Platero

Biografía (1881-1958)

Platero español en Francia1

Platero y yo vamos a salir la vez primera sin traducir, por Francia, en la edición menor para muchachos. El librillo se está imprimiendo con la sencillez que a mí me gusta y con amoroso cuidado, por la Librairie des Éditions Espagnoles de París, que dirije2 el señor Soriano. Lleva unos encantadores dibujos de Baltasar Lobo.

Y hoy mismo, cuando me disponía a escribir este prologuillo, recibí un ejemplar de este mismo Platero menor de la edición popular que la Editorial Losada publica en Buenos Aires y que se ha reimpreso ya doce veces, aparte de las ediciones completas. La edición de 1952 que tengo a la vista es de 35 000 ejemplares. Voy a entretenerme en escribir un recuento de las ediciones de Platero. Claro es que me será difícil detallarlas todas, ya que hay muchas de editores indignos que, aparte de robarlas, las hacen feas, lo que les perdono menos que el robo vil.

La primera vez que se publicó esta edición menor fue en la serie Juventud de La Lectura de Madrid, y no era sino una selección hecha por los editores (y que luego ha servido de modelo para las ediciones menores) del libro completo, ya escrito casi todo en esa fecha, 1912. En 1916 vino la primera edición completa de la Casa Calleja, y de esta casa pasó años después a Espasa-Calpe, luego a la Residencia de Estudiantes, y en 1936, año de la guerra en España, a la editorial Signo,casas todas estas madrileñas. En 1937, Espasa-Calpereimprimió en Buenos Aires las dos ediciones: la completa y la menor, que aún circulan. La Editorial Losada dio luego tres ediciones simultáneas, de las cuales no se volvió a reimprimir la segunda, que era la mejor presentada. Gustavo Gili, de Barcelona, hizo una hermosa edición para bibliófilos, riquísimamente ilustrada por José Mompou, y Saturnino Calleja acaba de reimprimir la suya de 1916, aunque bastamente presentada, tan bella que fue la primera, en Madrid. Repito que no puedo hablar de las ediciones piratas españolas ni hispanoamericanas de algunas de las cuales he comprobado en estas Américas que se venden copiosamente por sus precios económicos. Esto quiere decir que muchos muchachos y muchas personas mayores pueden leer este libro completo o fragmentado en buena parte del mundo. Me complazco ahora en escribir (porque decirlo lo he dicho infinidad de veces) que el impulso inicial del éxito se lo dio a Platero don Francisco Giner cuando el librillo salió en la colección Juventud.

Dos años después, 1915, el buen don Francisco se echó en su catre para no levantarse ya. Una mañana helada, Manuel Bartolomé Cossío, el crítico de el Greco, que era como un hijo de don Francisco, me llamó para que yo fuese a darle y a recibirle el último adiós a mi grande y jeneroso amigo que tanto me quería a pesar de la diferencia de 45 años que había entre nosotros. Entrando yo en su celdita encalada, que él amuebló con sencillos muebles populares españoles, su catre modesto de estudiante y el sillón de enea con respaldo alto de tablas de pino que fue de su madre, vi que tenía encima de su cómoda un montón de ejemplares de Platero. Al verme entrar, se sonrió triste, con aquella sonrisa de su boca grande y fina que le abría toda la cara azul ya de cianosis; y mirándome con sus ojillos grandes también y entornados de tanta luz propia, y mirando al montón de los sonrosados libros, me dijo: «Sí, ya he regalado muchos ejemplares desde Nochebuena. Este año mi regalo ha sido Platero». Nuestra entrevista no debía durar más que unos minutos, ya que él estaba tan débil, y otros aguardaban para entrar, uno a uno, en la biblioteca inmediata al dormitorio. Nunca olvidaré que antes de separamos para siempre, cojidas nuestras cuatro manos, don Francisco separó su derecha suavemente para no prolongar la pena, aunque dejó quedada la izquierda un poco más entre las mías. Tomó un ejemplar que tenía cerca, lo abrió cuidadosamente con aquel tacto delicado con que él trataba los libros y todo lo tratable y lo intratable, y me lo dio abierto por la página de la muerte de Platero: «Es perfecto», me dijo lento. «Con esta sencillez debía usted escribir siempre». Volvió a tenderme de pronto su mano también morada como su cara, dejando el libro sobre la colcha; sonrió forzado y añadiendo: «Pero no se envanezca».

Días después de enterrar a don Francisco, a Francisco Giner de los Ríos, como dice su losa, yo publiqué una elejía a su memoria en la revista España, de José Ortega y Gasset; años más tarde, di una serie algo variada en mi colección de cuadernos que titulé Presente, y ahora voy a acabar la serie completa, más larga, de mis recuerdos de don Francisco en el primer libro de Destino, que quiero publicar en este 1953. Es curioso que las muchas elejías que he escrito en la muerte de personas y animales queridos, las relacione siempre, como con un dechado, con la pájina de la muerte de Platero. Sin duda, por su sencillez señalada por Francisco Giner agonizante, uniéndola, como anuncio no dicho de la suya, a todas las muertes que yo había de recojer. Esta sencillez es sin duda la que ha hecho tan señalada esa pájina por muchos lectores de Platero.

San Juan de Puerto Rico, diciembre 24 de 1952

PLATEROYYOElegía andaluza

Ala memoria deAGUEDILLALa pobre loca de la calle del solque me mandaba moras y claveles

Advertencia a los hombresque lean este libro para niños

Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para... ¡qué sé yo para quién!... para quien escribimos los poetas líricos... Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien!

«Dondequiera que haya niños —dice Novalis— existe una edad de oro.» Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca.

¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!

EL POETAMadrid, 1914

I Platero

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.

Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:

—Tien’ asero...

Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

II Mariposas blancas

La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de campanillas, de fragancia de yerba, de canciones, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombre oscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.

—¿Ba argo?3

—Vea usted... Mariposas blancas...

El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y no lo evito. Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo a los Consumos...

III Juegos del anochecer

Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la oscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo...

Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:

—Mi pare tié un reló e plata.

—Y er mío, un cabayo.

—Y er mío, una ejcopeta.

Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la miseria...

El corro, luego. Entre tanta negrura una niña forastera, que habla de otro modo, la sobrina del Pájaro Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:

Yo soy laaa viudita

Del Condeee de Oréé...

... ¡Sí, sí! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.

—Vamos, Platero...

IV El eclipse

Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las gallinas se fueron recogiendo en su escalera amparada, una a una. Alrededor, el campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se vio, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban trocando blancura por blancura las azoteas! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas de ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del eclipse.

Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la cancela del patio, por sus cristales granas y azules...

Al ocultarse el sol que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes!

Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y recortado; otro burro...

V Escalofrío

La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamoras... Alguien se esconde, tácito, a nuestro pasar... Sobre el vallado, un almendro inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta la copa con una nube blanca, cobija el camino asaeteado de estrellas de marzo... Un olor penetrante a naranjas..., humedad y silencio... La cañada de las Brujas...

—¡Platero, qué... frío!

Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal se enredara, queriendo retenerlo, a su trote...

Y trota Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguien le fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que nunca llega, del pueblo que se acerca...

VI La miga

Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera —el amigo dela Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento—; más que el médico y el cura de Palos, Platero.

Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?

No. Doña Domitila —de hábito de Padre Jesús de Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero— te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover...

No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.

VII El loco

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.

Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente:

—¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!

... Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos —¡tan lejos de mis oídos!— se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sin fin del horizonte...

Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos:

—¡El lo… co! ¡El lo... co!

VIII Judas

¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos, quietecito... Es que están matando a Judas, tonto.

Sí, están matando a Judas. Tenían puesto uno en el Monturrio, otro en la calle de Enmedio, otro, ahí, en el Pozo del Concejo. Yo los vi anoche, fijos como por una fuerza sobrenatural en el aire, invisible en la oscuridad la cuerda que, de doblado a balcón, los sostenía. ¡Qué grotescas mescolanzas de viejos sombreros de copa y mangas de mujer, de caretas de ministros y miriñaques, bajo las estrellas serenas! Los perros les ladraban sin irse del todo, y los caballos, recelosos, no querían pasar bajo ellos...

Ahora las campanas dicen, Platero, que el velo del altar mayor se ha roto. No creo que haya quedado escopeta en el pueblo sin disparar a Judas. Hasta aquí llega el olor de la pólvora. ¡Otro tiro! ¡Otro!

... Solo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra, o el forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño esta mañana del Sábado Santo, contra el que tiene su odio, en una superposición de vagos y absurdos simulacros primaverales.

IX Las brevas

Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica. Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas —que se pusieron Adán y Eva— atesoraban un fino tejido de perlillas de rocío que empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los velos incoloros del oriente.

... Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada higuera. Rociillo cogió conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y palpitaciones. «Toca aquí». Y me ponía mi mano, con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda ola prisionera. Adela apenas sabía correr, gordinflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera.

El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la frente. Seguimos Rociillo y yo y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un griterío agudo y sin tregua, que caía, con las brevas desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le dio a Platero, y ya fue él blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida.

Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento.

X ¡Ángelus!

Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas, blancas, sin color... Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos... ¿Qué haré yo con tantas rosas?

¿Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste —más rosas, más rosas—, como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria de rodillas?