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Aquí todos mienten, pero solo uno es el asesino… Bienvenido al Albergue McAlpine: un refugio remoto en la montaña, un oasis de paz y tranquilidad. Excepto que aquí todos mienten. Mienten sobre su pasado. Mienten a su familia. Se mienten a sí mismos. Una noche, Mercy McAlpine —hasta entonces la buena hija— amenaza con revelar los secretos y miserias de todos. Apenas unas horas después, Mercy está muerta. En una zona tan apartada, es fácil cometer un asesinato sin que nadie se dé cuenta, pero Will Trent y Sara Linton están aquí de luna de miel. Ahora, con el asesino dispuesto a atacar de nuevo, las vacaciones se convierten en una carrera contrarreloj... «La seguiría a cualquier parte». Gillian Flynn «Pasión, intensidad y humanidad». Lee Child «Lectura compulsiva». Clare Mackintosh «Totalmente absorbente». Adele Parks «Una gran escritora en la cima de su carrera». Peter James «Una joya oscura y sofisticada». Janice Hallett «Sus heroínas son creíbles, imperfectas y valientes». Oyinkan Braithwaite
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Seitenzahl: 815
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
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Por eso mentimos
Título original: This is why we lied
© Karin Slaughter 2024
Will Trent es una marca comercial de Karin Slaughter Publishing LLC.
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Diseño de cubierta: Claire Ward/HarperCollinsPublishers Ltd
Imágenes de cubierta: © Ute Klaphake/Trevillion Images (reflejo de figuras) y © Jarno Saren/Arcangel Images (ondas de agua)
Mapa del interior: © Karin Slaughter 2024
ISBN: 9788410643093
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Mapa
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Carta
Capítulo 9
Capítulo 10
Carta
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Carta
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Treinta y siete minutos antes del asesinato
Un mes después del asesinato
Agradecimientos
A David, por su paciencia y bondad infinitas
Will Trent se sentó a la orilla del lago para quitarse las botas de montaña. Los números de su reloj brillaban en la oscuridad. Faltaba una hora para la medianoche. A lo lejos se oía un búho. Una brisa suave susurraba entre los árboles. La luz de la luna —un círculo perfecto en el cielo nocturno— se reflejaba en la figura metida en el agua. Sara Linton nadaba hacia el pantalán flotante. Una fría luz azul le bañaba el cuerpo mientras hendía el tenue oleaje. Luego, se dio la vuelta y siguió nadando perezosamente de espaldas, sonriendo a Will.
—¿Vas a meterte?
Él no pudo responder. Sabía que Sara estaba acostumbrada a sus silencios incómodos, aunque esta vez no se trataba de eso. Se quedaba mudo al mirarla y solo acertaba a pensar lo mismo que pensaban los demás al verlos juntos: ¿qué demonios hacía con él? Era tan inteligente, tan divertida y guapa… Y Will ni siquiera podía desatarse los cordones en la oscuridad.
Se sacó la bota a la fuerza mientras Sara se acercaba nadando. El largo pelo rojizo se le pegaba al cráneo. Sus hombros desnudos asomaban entre la negrura del agua. Se había quitado la ropa antes de zambullirse y se había echado a reír cuando él comentó que le parecía mala idea lanzarse a algo que no veías en plena noche y sin que nadie supiera dónde estabas.
Sin embargo, peor idea parecía no obedecer los deseos de una mujer desnuda que te llamaba a su lado.
Will se quitó los calcetines y se levantó para desabrocharse los pantalones. Sara soltó un suave silbido de admiración cuando empezó a desvestirse.
—Guau —dijo—. Un poco más despacio, por favor.
Él se rio, aunque no sabía qué hacer con la sensación de levedad que notaba dentro del pecho. Nunca había experimentado una dicha así, tan prolongada. Había conocido arrebatos de felicidad, eso sí: el primer beso, el primer encuentro sexual, el primer encuentro sexual que duró más de tres segundos, su graduación en la universidad, cobrar un verdadero sueldo, el día en que por fin consiguió divorciarse de su odiosa exmujer.
Pero esto era distinto.
Hacía dos días de su boda y la euforia que había sentido durante la ceremonia no había remitido aún. Si acaso, se intensificaba con el paso de las horas. Sara le sonreía o se reía de alguno de sus chistes absurdos, y era como si su corazón se convirtiera en mariposa. Pensarlo no resultaba muy varonil, Will era consciente de ello; aunque había cosas que se pensaban y cosas que se decían en voz alta, y por eso, entre otras muchas razones, prefería los silencios incómodos.
Sara lo vitoreó cuando se quitó teatralmente la camiseta y se metió en el lago. Como no estaba acostumbrado a andar por ahí desnudo, y menos aún a la intemperie, se zambulló con más brusquedad de la que debía. El agua estaba fría, pese a ser pleno verano. Se le erizó la piel. Le desagradó sentir que sus pies se hundían en el fango. Entonces, Sara se abrazó a él y ya no tuvo ninguna queja.
—Hola —dijo.
—Hola. —Ella le acarició el pelo—. ¿Te habías bañado alguna vez en un lago?
—Por voluntad propia, no —reconoció—. ¿Seguro que no es peligroso?
Sara se lo pensó un momento.
—Las cabezas de cobre suelen estar más activas al anochecer. Y seguramente estamos demasiado al norte para que haya mocasines de agua.
Will no había pensado en las serpientes. Se había criado en el centro de Atlanta, rodeado de cemento sucio y jeringuillas usadas. Sara, en cambio, había crecido en una ciudad universitaria del sur de Georgia, rodeada de naturaleza.
Y de serpientes, al parecer.
—Tengo que confesarte una cosa —le pidió ella—. Le he dicho a Mercy que habíamos mentido.
—Ya me lo imaginaba —contestó Will. Esa noche, Mercy y su familia habían tenido una bronca monumental—. ¿Crees que estará bien?
—Seguramente. Jon parece buen chico. —Sara meneó la cabeza, pensaba en la futilidad de todo aquello—. Qué duro es ser adolescente.
Will trató de quitarle hierro al asunto:
—Lo de crecer en un orfanato tiene sus ventajas.
Ella le puso un dedo sobre los labios. Will supuso que era su forma de decirle que no tenía gracia.
—Mira arriba.
Él levantó la vista. Después, dejó caer la cabeza hacia atrás, embargado por el asombro. Nunca había visto estrellas de verdad en el cielo. Al menos, no como aquellas. Brillantes puntitos individuales en el manto aterciopelado y negro de la noche. No eclipsados por la contaminación lumínica ni deslustrados por el humo o la bruma. Respiró hondo. Sintió que el corazón empezaba a latirle más despacio. Solo se oía el canto de los grillos. La única luz artificial era un destello lejano, procedente del porche de la casa grande.
La verdad es que le encantaba estar allí.
Habían caminado ocho kilómetros por terreno rocoso para llegar al albergue McAlpine. El lugar existía desde hacía tanto tiempo que Will ya había oído hablar de él cuando era niño. Soñaba entonces con ir algún día. Canoas, paddle boarding, bicis de montaña, senderismo, comer malvaviscos junto a una hoguera. Haber hecho aquel viaje con Sara, felizmente casado y en su luna de miel, le parecía aún más maravilloso que todas las estrellas del firmamento.
—En sitios como este —comentó Sara—, en cuanto rascas un poco bajo la superficie, salen a relucir toda clase de cosas feas.
Will sabía que seguía pensando en Mercy. En la brutal discusión con su hijo. En la frialdad con la que habían reaccionado sus padres. En ese pobre diablo de su hermano. En el gilipollas de su exmarido. En su excéntrica tía. Estaban, además, los otros huéspedes, cada cual con sus problemas, amplificados por la ingente cantidad de alcohol consumida durante la cena en el comedor común. Lo que le recordó de nuevo que, cuando de niño soñaba con aquel lugar, no imaginaba que habría también otras personas. Y menos aún que estaría allí cierto tipejo.
—Sé lo que vas a decir —le comentó Sara—. Que por eso mentimos.
No era exactamente lo que iba a decir, pero casi.
Will era agente especial del GBI, la Oficina de Investigación de Georgia, y Sara, aunque se había formado como pediatra, trabajaba también en el GBI como patóloga forense. Su trabajo solía depararles largas conversaciones con desconocidos, no todas ellas gratas; algunas, decididamente desagradables. Ocultar a qué se dedicaban les había parecido lo más conveniente para poder disfrutar de su luna de miel.
Claro que decir que eras una cosa no te impedía ser otra. Ambos eran personas que se preocupan por los demás. Y ahora les preocupaba sobre todo Mercy, quien parecía tener a todo el mundo en contra. Will sabía cuánta fortaleza se necesitaba para seguir adelante con la cabeza erguida cuando a tu alrededor todos intentaban hundirte.
—Oye. —Sara se apretó contra él, rodeándole la cintura con las piernas—. Tengo que confesarte otra cosa.
Will sonrió porque ella sonreía. La mariposa de su pecho empezó a revolotear. Luego, otras cosas se agitaron también al sentir el calor de Sara apretándose contra su cuerpo.
—¿Qué tienes que confesarme? —preguntó.
—Que no me canso de ti. —Ella comenzó a besarle el cuello, mordisqueándole para hacerle reaccionar.
Él volvió a estremecerse. Al notar su aliento en el oído, una oleada de deseo le inundó el cerebro. Despacio, deslizó la mano hacia abajo. Contuvo la respiración al tocar su sexo. Sintió el suave vaivén de sus pechos contra su torso desnudo.
Entonces, un grito agudo hirió el aire nocturno.
—¡Will! —El cuerpo de Sara se tensó—. ¿Qué ha sido eso?
Él no tenía ni idea. No sabía si era humano o animal. Había sido un grito afilado, espeluznante. No era una palabra ni una petición de auxilio, sino un alarido de terror desenfrenado. Uno de esos ruidos que activaban el impulso de luchar o huir en la parte más primitiva del cerebro.
Will no era de los que huían.
Cogió a Sara de la mano mientras avanzaban rápido hacia la orilla. Recogió su ropa y le dio sus cosas a Sara. Miró hacia el agua al tiempo que se ponía la camiseta. Sabía por el plano que el lago se extendía como un muñeco de nieve tumbado. La zona de baño era la cabeza. La orilla desaparecía en la oscuridad, más o menos en la curva de la barriga. Era difícil precisar de dónde venía aquel sonido. Lo lógico era que procediera de donde estaba la gente. Había otras cuatro parejas y un hombre solo alojados en el albergue. La familia McAlpine ocupaba la casa grande. Sin contar a Will y Sara, los huéspedes se alojaban en cinco de las diez cabañas que, espaciadas entre sí, se extendían desde comedor. Había, en total, veintidós personas en el recinto.
Cualquiera de ellas podía haber gritado.
—La pareja que se peleó en la cena. —Sara se estaba abrochando los botones del vestido—. La dentista estaba borracha. Y el informático…
—¿Y el tipo que está solo? —Will se subió los pantalones por las piernas mojadas y resbaladizas—. ¿El que no paraba de incordiar a Mercy?
—Marti —dijo Sara—. El abogado era odioso. ¿Y cómo ha conseguido la contraseña de la wifi?
—Su mujer, esa obsesa de los caballos, estaba fastidiándonos a todos. —Will metió los pies descalzos en las botas y se guardó los calcetines en el bolsillo—. Y los otros dos, los desarrolladores de aplicaciones, han mentido. Seguro que se traen algo entre manos.
—¿Y qué me dices del Chacal?
Will, que se estaba atando los cordones, levantó la vista.
—Cariño… —Sara se acercó las sandalias con el pie para ponérselas—. ¿Estás…?
Will se dejó los cordones sin atar. No quería hablar del Chacal.
—¿Lista?
Echaron a andar por el camino. Will, que sentía la necesidad imperiosa de avanzar, apretó el paso hasta que Sara empezó a quedarse atrás. Era increíblemente atlética, pero llevaba calzado para caminar, no para correr.
Will se detuvo y se volvió hacia ella:
—¿Te importa que…?
—Ve —contestó—. Te alcanzo enseguida.
Will se apartó del camino y echó a correr por el bosque en línea recta. Guiándose por la luz del porche, avanzó apartando las ramas y las zarzas que se le enganchaban en las mangas. Los pies mojados le resbalaban dentro de las botas. Había sido un error dejarse sin atar los cordones. Pensó en pararse, pero entonces el viento cambió de dirección y le llevó un olor como a monedas de cobre. No sabía si de verdad olía a sangre o si en su cerebro de policía empezaban a agitarse recuerdos sensoriales de escenas de crímenes pasados.
El grito podía ser de un animal.
Ni siquiera Sara estaba segura. En todo caso, estaba claro que aquel sonido procedía de un ser que temía por su vida. Un coyote. Un gato montés. Un oso. Había muchas criaturas en el bosque que podían provocar ese sentimiento en otras.
¿Su reacción estaba siendo exagerada?
Dejó de abrirse paso entre la maleza y se dio la vuelta para localizar el camino. Sabía dónde estaba Sara no por la vista, sino por el ruido que hacían sus zapatos sobre la grava. Estaba a medio camino entre la casa grande y el lago. Su cabaña quedaba al otro lado del recinto. Seguramente Sara estaría intentando idear un plan. ¿Había luces encendidas en las otras cabañas? ¿Debía ponerse a llamar a las puertas? ¿O pensaba lo mismo que él: que estaban sacando las cosas de quicio debido a su trabajo y que esto iba a quedarse en una historia divertida que contarle a su hermana, en una anécdota acerca de cómo salieron corriendo a investigar al oír un animal dar un alarido de muerte, en vez de quedarse follando como locos en el lago?
Will era incapaz de apreciar lo cómico de la situación en ese momento. El sudor le había pegado el pelo a la cabeza. Tenía una ampolla en el talón. Le goteaba sangre de la frente, una zarza le había arañado la piel. Escuchó al silencio del bosque. Ya ni siquiera cantaban los grillos. Se dio un manotazo en el cuello al sentir que le picaba un insecto. Algo se escabulló entre los árboles, allá arriba.
Quizá no le gustara tanto este lugar, a fin de cuentas.
Y lo que era peor aún, muy en el fondo culpaba al Chacal de su malestar. Cuando aquel gilipollas andaba cerca, todo se torcía, desde que eran niños. Aquel capullo, aquel sádico, siempre había sido como un amuleto andante que atraía la mala suerte.
Se frotó la cara con las manos como si de ese modo pudiera borrar de su cerebro el recuerdo del Chacal. Ya no eran niños. Él era un hombre adulto y estaba en su luna de miel.
Volvió de nuevo hacia Sara. O, al menos, hacia donde calculaba que estaría. Había perdido la noción del tiempo y se había desorientado en la oscuridad. No sabía cuánto tiempo había estado por el bosque como si fuera un concursante de Ninja Warrior en plena carrera. Le costaba mucho más abrirse paso entre la maleza, ahora que la adrenalina ya no lo impulsaba a lanzarse de cara entre las enredaderas colgantes. Trazó en silencio un plan. Cuando llegara al camino, se pondría los calcetines y se ataría los cordones de las botas para no pasarse el resto de la semana cojeando. Luego, localizaría a su bella esposa. La llevaría de vuelta a la cabaña y allí continuarían a lo suyo, donde lo habían dejado.
—¡Socorro!
Will se quedó paralizado.
Esta vez no había duda. El grito sonó tan nítido que comprendió que solo podía haber salido de la boca de una mujer.
—¡Por favor! —gritó ella de nuevo.
Will echó a correr hacia el lago, dando la espalda al camino. Los gritos procedían del lado opuesto de la zona de baño, hacia la parte de abajo del muñeco de nieve. Manteniendo la cabeza agachada, movió las piernas a toda velocidad. Oía el bombeo de la sangre en sus oídos, junto al eco de los gritos. El bosque se convirtió rápidamente en una densa selva. Las ramas bajas le laceraban los brazos. Los mosquitos se arremolinaban en torno a su cara. El terreno descendió de forma brusca. Cayó de lado, apoyándose en un pie. Se torció el tobillo.
Ignoró el dolor punzante y se obligó a seguir. Intentaba mantener la adrenalina bajo control. Tenía que aflojar el paso. El complejo estaba más alto que el lago. Había una bajada muy abrupta cerca del comedor. Encontró el final del Sendero del Lazo y siguió otro camino que descendía en zigzag. Su corazón continuaba bombeando. En su cerebro resonaban aún las recriminaciones. Debería haber hecho caso a su instinto desde el principio. Debería haber averiguado qué estaba ocurriendo. Le ponía enfermo imaginarse lo que iba a encontrar, porque aquella mujer parecía en peligro de muerte y no había depredador más despiadado que el ser humano.
Tosió cuando el aire se espesó, cargado de humo. La luz de la luna penetró entre los árboles justo a tiempo para que viera que el suelo descendía en bancales. Salió tropezando a un claro. Había latas de cerveza vacías y colillas tiradas por el suelo, además de herramientas por todas partes. Volvió la cabeza a un lado y a otro mientras pasaba corriendo entre borriquetas y alargadores y junto a un generador volcado. Había tres cabañas más, todas ellas en construcción. Una tenía el tejado cubierto con una lona. La siguiente tenía las ventanas tapadas con tablones. La última estaba ardiendo. Salían llamas entre los troncos de las paredes. La puerta se hallaba entornada. De una ventana lateral rota salía un penacho de humo. El techo no aguantaría mucho más.
Los gritos de auxilio. El incendio.
Tenía que haber alguien dentro.
Will cogió aire antes de subir corriendo los escalones del porche. Abrió la puerta de una patada. Una ráfaga de calor secó de golpe la humedad de sus ojos. Todas las ventanas, menos una, estaban condenadas. La única luz procedía del fuego. Se agachó y empezó a atravesar el cuarto de estar procurando mantenerse por debajo del humo. Se asomó a la pequeña cocina. Al cuarto de baño, con espacio para una bañera. Al pequeño armario ropero. Empezaban a dolerle los pulmones. Se estaba quedando sin aire. Inhaló una bocanada de humo negro mientras se dirigía al dormitorio. No había puerta. Ni lámparas. Ni armario. El recubrimiento de la pared trasera de la cabaña estaba desmantelado, los montantes estaban al descubierto.
Pero eran demasiado estrechos para que pasara entre ellos.
Oyó un fuerte crujido por encima del rugido del fuego. Volvió corriendo al cuarto de estar. El techo estaba completamente envuelto en llamas. El fuego devoraba las vigas. El tejado iba a derrumbarse. Llovían trozos de madera en llamas. El humo casi le impedía ver.
La puerta de la cabaña estaba demasiado lejos. Corrió hacia la ventana rota y en el último instante dio un salto, lanzándose entre los escombros que caían del techo. Rodó por el suelo. La tos le sacudió el cuerpo. Tenía la piel tirante, como si estuviera a punto de hervir por el calor. Trató de levantarse, pero solo consiguió ponerse a gatas. Después, empezó a toser, escupiendo hollín negro. Le goteaba la nariz. El sudor le corría por la cara. Siguió tosiendo. Le parecía tener cristales rotos en los pulmones. Apoyó la frente en el suelo. El barro se le pegó a las cejas chamuscadas. Respiró hondo por la nariz.
Cobre.
Se incorporó.
Entre los policías, existía la creencia de que se notaba el olor del hierro de la sangre cuando este entraba en contacto con el oxígeno. Pero no era cierto. Para activar el olor hacía falta una reacción química y, en la escena de un crimen, solían ser los compuestos grasos de la piel los que la propiciaban. El olor se amplificaba en presencia de agua.
Will miró hacia el lago. Tenía la vista nublada. Se limpió el barro y el sudor. Ahogó la tos que pugnaba por salir.
A lo lejos, distinguió las suelas de unas Nike.
Unos vaqueros manchados de sangre, bajados hasta las rodillas.
Unos brazos flotando a los lados.
El cuerpo estaba bocarriba, medio dentro del agua, medio fuera.
Aquella imagen lo dejó momentáneamente paralizado, quizá porque la luna teñía la piel de un color azul pálido y ceroso. Tal vez se había acordado al bromear sobre el hecho de haberse criado en un orfanato, o quizá acusaba aún la ausencia de familiares en su lado del pasillo, durante la boda. Fuera como fuese, se descubrió pensando en su madre.
Que él supiera, solo había dos fotografías que documentaran los diecisiete años de vida de su madre. Una era una fotografía policial tomada tras una detención, un año antes de que él naciera. La otra se la había hecho el forense que le practicó la autopsia. Una Polaroid descolorida. El azul ceroso de la piel de su madre era el mismo que el de la mujer que yacía, muerta, a unos seis metros de distancia.
Se levantó y se acercó cojeando al cadáver.
No se hacía ilusiones de ver el rostro de su madre. Sabía instintivamente a quién iba a encontrar. Aun así, al hallarse de pie junto al cuerpo y comprobar que estaba en lo cierto, otra cicatriz se grabó en lo más recóndito de su corazón.
Otra mujer perdida. Otro hijo que crecería sin madre.
Mercy McAlpine yacía en el agua poco profunda. Entre la suave ondulación del agua, parecía que se encogía de hombros levemente. Su cabeza descansaba sobre un amontonamiento de piedras que mantenían su nariz y su boca fuera del agua. Los mechones flotantes de su pelo rubio le daban una apariencia etérea, como de ángel caído o estrella que se desvanece.
La causa de la muerte no era ningún misterio. Will vio que la habían apuñalado repetidas veces. La camisa blanca que llevaba en la cena casi había desaparecido entre la pulpa sanguinolenta del pecho. El agua había limpiado algunas heridas. Alcanzó a ver los horribles tajos del hombro, donde el agresor había girado el cuchillo. Unos cuadrados de color rojo oscuro evidenciaban que lo único que había impedido que la hoja se hundiera más aún era el mango.
A lo largo de su carrera, Will había visto crímenes más horrendos que aquel, pero hacía menos de una hora aquella mujer estaba viva, se paseaba por allí y bromeaba, coqueteaba, discutía con su hijo malhumorado y guerreaba con su tóxica familia. Ahora estaba muerta. Ya nunca podría hacer las paces con su hijo. No lo vería enamorarse. No se sentaría en primera fila para verlo casarse con el amor de su vida. No habría más vacaciones, ni cumpleaños, ni graduaciones, ni momentos de paz juntos.
Y a Jon solo le quedaría el dolor de su ausencia.
Will se permitió unos segundos de tristeza antes de poner en juego sus conocimientos. Escudriñó el bosque por si el asesino seguía por allí. Buscó armas por el suelo. El agresor se había llevado el cuchillo. Observó de nuevo el bosque. Aguzó el oído por si distinguía algún sonido extraño. Se tragó el hollín y la bilis que notaba en la garganta. Se arrodilló junto a Mercy. Le presionó el cuello con los dedos para comprobar si había pulso.
Sintió la rápida sacudida de sus latidos.
Estaba viva.
—Mercy… —Le hizo volver la cabeza con delicadeza. Tenía los ojos abiertos, el blanco le brillaba con el lustre de las canicas. Will habló con voz firme—: ¿Quién te ha hecho esto?
Oyó un silbido, pero no procedía de la nariz o la boca. Sus pulmones intentaban aspirar aire a través de las heridas abiertas en el pecho.
—Mercy. —Le agarró la cara con las manos y repitió con firmeza—: Mercy McAlpine, me llamo Will Trent, soy agente de la Oficina de Investigación de Georgia. Necesito que me mires.
Sus párpados empezaron a aletear.
—Mírame, Mercy —ordenó—. Mírame.
El blanco apareció un instante. Sus pupilas se voltearon. Pasaron unos segundos, puede que un minuto, antes de que lograra enfocar el rostro de Will. Hubo una breve chispa de reconocimiento; después, una ráfaga de temor. Había vuelto a su cuerpo y estaba llena de pánico y de dolor.
—Vas a ponerte bien. —Will hizo amago de levantarse—. Voy a buscar ayuda.
Mercy lo agarró del cuello de la camiseta y tiró de él. Lo miró; lo miró de verdad. Ambos sabían que no iba a ponerse bien. En vez de dejarse arrastrar por el pánico, en vez de soltar a Will, lo mantuvo bien agarrado. Su vida volvía a dibujarse con nitidez. Las últimas palabras que le había dicho a su familia, la pelea con su hijo.
—J-Jon… Dile… Dile que tiene que… que tiene que alejarse de… de…
Will vio que sus párpados volvían a agitarse. No pensaba decirle nada a Jon. Mercy le diría sus últimas palabras a su hijo a la cara. Alzó la voz, gritando:
—¡Sara! ¡Trae a Jon! ¡Deprisa!
—N-no… —Mercy se puso a temblar. Estaba empezando a convulsionar—. J-Jon no puede… Él n-no puede… quedarse… Que se aleje de… de…
—Escúchame, dale a tu hijo la oportunidad de despedirse.
—L-lo quiero… Lo quiero… m-muchísimo.
Will oyó su propia angustia en la voz de Mercy.
—Mercy, por favor, quédate conmigo solo un rato más. Sara va a traer a Jon. Tiene que verte antes de que…
—L-lo siento…
—No lo sientas. Tú quédate conmigo, nada más. Por favor. Piensa en lo último que te dijo Jon. Eso no puede ser el final. Tú sabes que no te odia. No quiere que te mueras. No le dejes así. Por favor.
—Di-dile que… que está p-perdonado… —Tosió, escupiendo sangre—. Perdonado…
—Díselo tú. Jon necesita que se lo digas tú.
Ella le retorció la camiseta, tirando de él.
—Perdonado…
—Mercy, por favor, no… —Se le quebró la voz.
Ella se estaba apagando muy deprisa. De pronto, Will se dio cuenta de lo que vería Jon si Sara lo llevaba allí. No sería una despedida tierna. Ningún hijo debía presenciar la muerte violenta de su madre, tener que vivir con esa imagen grabada en la memoria.
Intentó tragarse su propia pena.
—De acuerdo. Se lo diré a Jon. Te lo prometo.
Mercy se tomó su promesa como un permiso.
Su cuerpo se aflojó. Le soltó el cuello de la camiseta. Will vio descender su mano, vio las ondas que levantó al caer al agua. El temblor había cesado. Tenía la boca abierta. Un suspiro lento y penoso salió de su cuerpo. Will esperó a que tomara aire de nuevo, ásperamente, pero su pecho permaneció inmóvil.
Sintió pánico en medio del silencio. No podía dejarla marchar. Sara era médica. Podía salvarla. Traería a Jon y el chico tendría oportunidad de despedirse.
—¡Sara! —Su voz retumbó en el lago.
Se arrancó la camiseta, cubrió sus heridas. Jon no debía verlas. Vería solo el rostro de su madre. Sabría que ella lo quería. No tendría que vivir el resto de sus días preguntándose cómo habrían sido las cosas si…
—¿Mercy? —Will la sacudió tan fuerte que su cabeza se inclinó hacia un lado—. ¿Mercy?
Le dio un cachete en la cara. Tenía la piel helada. No le quedaba ya ningún color. La sangre había dejado de fluir. No respiraba. Will no le encontró el pulso. Tenía que empezar la maniobra de reanimación. Juntó las manos, las apoyó sobre su pecho, bloqueó los codos, cuadró los hombros y empujó hacia abajo con todo su peso.
Un relámpago de dolor le atravesó la mano. Intentó retirarla, pero la tenía atrapada.
—¡Para! —Sara apareció de pronto a su lado. Lo agarró de las manos y se las sujetó contra el pecho de Mercy—. No te muevas o te cortarás los nervios.
Él tardó un momento en comprender que no era Mercy quien le preocupaba, sino él.
Miró hacia abajo. Su cerebro no encontraba explicación a lo que estaba viendo. Poco a poco, fue entendiendo. Estaba viendo el arma homicida. La agresión había sido frenética, violenta, rabiosa. El asesino no solo había apuñalado a Mercy en el pecho. También la había atacado por la espalda, clavándole el cuchillo con tanta fuerza que el mango se había partido y la hoja seguía incrustada en el pecho.
Había clavado la mano en el cuchillo roto.
Mercy McAlpine miraba el techo pensando en la semana que tenía por delante. Las diez parejas se habían marchado del albergue esa mañana. Hoy llegaban otras cinco. El jueves lo harían cinco más, así que tendrían otra vez el albergue lleno para el fin de semana. Tenía que llevar las maletas a las cabañas correspondientes. El transportista había dejado las últimas en el aparcamiento a primera hora. Tenía que pensar qué iba a hacer con el idiota de Marti, el amigo de su hermano, que seguía rondando por allí como un perro callejero. Había que avisar al personal de cocina de que había vuelto, porque era alérgico a los cacahuetes. O a lo mejor no los avisaba y así se quitaba de encima un marrón.
Aunque, para marrón, el que tenía de verdad encima en ese momento. Dave resoplaba como un tren de vapor que no llegaba nunca al final del túnel. Se le salían los ojos de las órbitas. Tenía las mejillas coloradas. Mercy había tenido un orgasmo, en silencio, hacía cinco minutos. Seguramente debería habérselo dicho, pero odiaba darle esa satisfacción.
Volvió la cabeza, intentando ver el reloj que había junto a la cama. Estaban en el suelo de la cabaña cinco, porque no valía la pena cambiar las sábanas por Dave. Debía de ser casi mediodía. Mercy no podía llegar tarde a la reunión familiar. Los huéspedes empezarían a llegar sobre las dos. Había que hacer varias llamadas. Dos parejas habían pedido masajes. Otra se había apuntado a rafting en el último momento. Tenía que confirmar el horario del centro hípico para el día siguiente y volver a mirar el tiempo, por si la tormenta seguía avanzando hacia allí. El proveedor les había llevado nectarinas en vez de melocotones. ¿De verdad creía que no notaba la diferencia?
—Merce… —Dave seguía resoplando, pero Mercy le notó en la voz que se daba por vencido—. Creo que tengo que dejarlo.
Le dio dos palmaditas en el hombro para que se apartara. Su polla cansada le rozó la pierna cuando se dejó caer de espaldas y se quedó mirando el techo. Ella lo miró con atención. Dave acababa de cumplir treinta y cinco años y aparentaba casi ochenta. Tenía los ojos legañosos. La nariz surcada de capilares rotos. Emitía una especie de silbido al respirar. Había empezado a fumar otra vez, porque por lo visto el alcohol y las pastillas no lo estaban matando con bastante rapidez.
—Lo siento —dijo.
No hizo falta que Mercy respondiera: la escena se había repetido tantas veces que sus palabras eran como un eco perpetuo. «A lo mejor si no estuvieras colocado… Si no estuvieras borracho… Si no fueras un puto inútil… Y si tú no fueras una imbécil y no estuvieras tan sola y no siguieras follándote al mierda de tu exmarido en el suelo…».
—¿Quieres que te…? —Dave señaló hacia abajo.
—No, estoy bien.
Dave se rio.
—Eres la única mujer que conozco que finge que no tiene orgasmos.
A Mercy no le apetecía bromear con él. Le reprochaba continuamente a Dave que tomara siempre tan malas decisiones, como si ella fuera mejor, y luego seguía acostándose con él. Se puso los vaqueros. Había engordado unos kilos y le apretaba el botón. No se había quitado nada más, solo el calzado. Las Nike de color lavanda estaban al lado de la caja de herramientas de Dave, lo que le recordó…
—Tienes que arreglar el váter de la tres antes de que lleguen los huéspedes.
—A sus órdenes, jefa. —Dave se puso de lado, preparándose para levantarse. Nunca tenía prisa—. ¿Puedes dejarme algo de dinero?
—Descuéntalo de la pensión del niño.
Él hizo una mueca. Llevaba dieciséis años de retraso en la pensión.
—¿Y lo que te pagó papá por arreglar las cabañas individuales?
—Eso era un adelanto para comprar materiales. —Le chasqueó la rodilla al levantarse.
Mercy dio por sentado que la mayoría de los «materiales» procedían de su camello o su corredor de apuestas.
—Una lona y un generador de segunda mano no cuestan mil pavos.
—Venga ya, Mercy Mac.
Mercy soltó un sonoro suspiro mientras se miraba al espejo. La cicatriz que le cruzaba la cara de arriba abajo se había puesto de un rojo encendido que contrastaba con su piel pálida. Seguía llevando el pelo recogido en una coleta bien tensa. Ni siquiera se le había arrugado la camisa. Tenía cara de haber tenido el orgasmo menos satisfactorio con el hombre más decepcionante del mundo.
—¿Qué te parece ese asunto de los inversores? —preguntó Dave.
—Me parece que papá va a hacer lo que le dé la gana.
—No se lo estoy preguntando a él.
Miró a Dave en el espejo. Su padre les había soltado la noticia de que venían unos inversores ricos mientras estaban desayunando. A ella no se lo había consultado, así que suponía que era su forma de recordarle que allí seguía mandando él. El albergue llevaba siete generaciones en manos de la familia McAlpine. Antes habían recibido pequeños préstamos, casi siempre de huéspedes de toda la vida que querían que el albergue siguiera abierto. Gracias a ello habían podido reparar los tejados o comprar calentadores de agua nuevos, y hasta cambiar el tendido eléctrico desde la carretera. Pero esto parecía mucho más gordo. Papá les había dicho que con el dinero de los inversores tendrían suficiente para construir un anexo al recinto principal.
—Yo creo que es buena idea —dijo Mercy—. Esa parte del antiguo campamento está en la mejor zona de la finca. Podemos construir cabañas más grandes y a lo mejor empezar a publicitarnos para bodas y reuniones familiares.
—¿Sigues queriendo llamarlo Campamento Pedófilo?
Mercy no quería reírse, pero se rio. El Campamento Awinita era una zona de acampada de cuarenta hectáreas con acceso al lago, un riachuelo lleno de truchas y magníficas vistas a las montañas. Había sido, además, su gallina de los huevos de oro hasta hacía quince años, cuando empezaron a surgir escándalos de pederastia en todas las organizaciones que lo alquilaban, desde los boy scouts a los baptistas sureños. A saber cuántos niños habrían sufrido abusos allí… No habían tenido más remedio que cerrarlo antes de que el estigma se extendiera también al albergue.
—No sé —dijo Dave—. Casi todos esos terrenos están protegidos. No se puede construir más allá de donde el río desemboca en el lago. Además, no me imagino a papá dejando que nadie le diga cómo tiene que gastarse el dinero.
—«Solo hay un apellido en el cartel de la carretera» —dijo Mercy citando a su padre.
—Pero también es el tuyo. Estás llevando muy bien este sitio. Tenías razón con lo de renovar los baños. Fue un fastidio traer todo ese mármol, pero la verdad es que ha quedado impresionante. Los grifos y las bañeras son como de revista. Los huéspedes se gastan más en extras. Y repiten. Si no fuera por lo que has hecho tú, esos inversores no estarían ofreciendo dinero.
Mercy resistió el impulso de jactarse. Su familia no se prodigaba en cumplidos. No le habían dicho ni una palabra sobre las paredes decorativas de las cabañas, las nuevas barras de café y las jardineras rebosantes de flores de las ventanas para que los huéspedes se sintieran como si entraran en un cuento de hadas.
Ella dijo:
—Si invertimos bien ese dinero, la gente pagará el doble o puede que hasta el triple de lo que paga ahora. Sobre todo, si ofrecemos acceso por carretera, en vez de hacerles subir hasta aquí andando. Hasta podríamos comprar unos vehículos UTV para bajar al lago. Esa parte es preciosa.
—Sí que lo es, tienes razón. —Dave se pasaba la mayor parte del día allí, haciendo como que reformaba las tres cabañas antiguas—. ¿Y Pizca? ¿Qué opina de lo del dinero?
Su madre siempre se ponía de parte de su padre, pero aun así Mercy contestó:
—Si no te lo ha dicho a ti, a mí menos.
—Pues no me ha dicho ni pío. —Dave se encogió de hombros. Pizca acabaría por contárselo. Quería a Dave más que a sus propios hijos—. Yo pienso que ampliar no siempre es bueno.
Ampliar era justo lo que quería Mercy. Cuando se le había pasado el susto, después de enterarse de la noticia, había empezado a hacerse a la idea. La entrada de dinero podía animar un poco las cosas. Estaba harta de sentirse estancada, como si intentara avanzar por arenas movedizas.
—Es mucho cambio —comentó Dave.
Ella apoyó la espalda contra la cómoda, mirándolo.
—¿Y tan malo sería que cambiaran las cosas?
Los ojos de ambos se cruzaron. La pregunta tenía mucho peso. Mercy miró más allá de los ojos legañosos y la nariz roja, y vio al chico de dieciocho años que había prometido llevársela lejos de allí. Luego, vio el accidente de coche que le había rajado la cara. La desintoxicación. La desintoxicación, otra vez. La batalla por la custodia de Jon. El peligro de quedarse en la cuneta. Y la decepción, siempre la decepción, constante e implacable.
Su teléfono tintineó en la mesilla de noche. Dave miró la notificación.
—Hay alguien a la entrada del camino.
Mercy desbloqueó la pantalla. La cámara estaba en el aparcamiento, de modo que quedaban unas dos horas para que los primeros huéspedes completaran la subida de ocho kilómetros a pie hasta el albergue. Menos, quizá. A aquellos no parecía que la senda fuera a suponerles mucho esfuerzo. El hombre era alto, larguirucho, con pinta de corredor. La mujer tenía el pelo largo, rizado y rojo y llevaba una mochila que parecía muy usada.
Se besaron apasionadamente antes de emprender el camino. Mercy sintió una punzada de envidia al verlos cogidos de la mano. El hombre no apartaba la mirada de la mujer, ni ella de él. Después se rieron, como si se dieran cuenta de lo ridículo que era que se comportaran como tortolitos.
—El tío parece encoñado —comentó Dave.
Los celos de Mercy se intensificaron.
—Pues anda que ella.
—Un BMW —observó Dave—. ¿Son los inversores?
—La gente rica no es tan feliz. Tienen que ser los recién casados, Will y Sara.
Dave escrutó con más atención, aunque la pareja estaba ahora de espaldas a la cámara.
—¿Sabes a qué se dedican?
—Él es mecánico. Y ella, profesora de química.
—¿De dónde son?
—De Atlanta.
—¿De Atlanta Atlanta o de los alrededores?
—No lo sé, Dave. De Atlanta Atlanta.
Él se acercó a la ventana. Mercy notó que miraba hacia la casa, al otro lado del complejo. Sabía que algo le había molestado, pero no tenía ganas de preguntarle qué. Había invertido mucho tiempo en Dave. Había intentado ayudarlo, curarlo. Había procurado quererlo lo suficiente. Ser suficiente. Había intentado una y otra vez no ahogarse en las arenas movedizas de su penosa necesidad.
La gente pensaba que era un tipo campechano y relajado, el alma de la fiesta, en cambio ella sabía que llevaba dentro del pecho una gigantesca bola de angustia. Dave no era drogadicto porque estuviera en paz. Había pasado los primeros once años de su vida en hogares de acogida. Cuando se escapó, nadie se molestó en buscarlo. Estuvo merodeando por el campamento hasta que el padre de Mercy lo encontró durmiendo en una de las cabañas individuales. Su madre le hizo la cena y, desde entonces, Dave empezó a presentarse todas las noches. Luego, se instaló en la casa y los McAlpine lo adoptaron, lo que dio pie a un montón de habladurías cuando Mercy se quedó embarazada de Jon. Tampoco ayudó que en aquel momento él tuviera dieciocho años y ella quince recién cumplidos.
Nunca se habían considerado hermanos. Eran más bien como dos idiotas que se cruzaban de noche. Él la había odiado hasta que la amó. Y ella lo había amado hasta que lo odió.
—Atención. —Dave se apartó de la ventana—. Aquí viene Christopez.
Mercy se estaba guardando el teléfono en el bolsillo de atrás cuando su hermano abrió la puerta. Llevaba a uno de los gatos, una especie de pelele gordinflón que se retorcía entre sus brazos. Christopher vestía como siempre: chaleco de pescar, sombrero de lona adornado con moscas de pesca, pantalones cortos con un montón de bolsillos y chanclas para poder ponerse las botas de goma en cualquier momento y pasarse el día tirando el sedal en medio del río. De ahí el apodo.
—¿Cómo tú por estas aguas, Christopez? —preguntó Dave.
—No sé. —Pez levantó las cejas—. He olfateado un cebo.
Mercy sabía que podían tirarse así horas.
—Pez, ¿le dijiste a Jon que limpiara las canoas?
—Sí, y me mandó a la mierda.
—Ay, Dios. —Mercy le lanzó una mirada a Dave, como si fuera el único responsable del comportamiento de Jon—. ¿Dónde está?
Pez dejó el gato en el porche, al lado del otro.
—Lo he mandado al pueblo a por melocotones.
—¿Por qué? —Ella volvió a mirar el reloj—. Faltan cinco minutos para la reunión. No le pago para que se pase el verano dando tumbos por el pueblo. Tiene que respetar el horario.
—Tenía que irse. —Pez cruzó los brazos como hacía siempre que pensaba que tenía algo importante que decir—. Ha venido Delilah.
Mercy se habría asustado menos si su hermano le hubiera dicho que Lucifer estaba bailando una giga en el porche. Sin pensarlo, agarró a Dave del brazo. El corazón le golpeaba la caja torácica como un gong. Hacía doce años que se había enfrentado a su tía en un juzgado atestado de gente. Delilah había intentado conseguir la custodia permanente de Jon. Mercy aún sentía las profundas heridas que le había dejado su lucha por recuperarlo.
—¿Qué hace aquí esa puta loca? —preguntó Dave—. ¿Qué quiere?
—No lo sé —contestó Pez—. Me adelantó por el camino y luego entró en casa con papá y Pizca. Yo me fui a buscar a Jon y le dije que se fuera antes de que la viera. De nada, por cierto.
Mercy no pudo darle las gracias. Había empezado a sudar. Delilah vivía a una hora de distancia, en su pequeña burbuja. Si sus padres la habían hecho venir, era porque tramaban algo.
—¿Papá y Pizca estaban en el porche, esperándola?
—Siempre están en el porche por la mañana. ¿Cómo voy a saber si estaban esperándola?
—¡Pez! —Mercy dio un pisotón. Su hermano era capaz de distinguir una lubina de boca pequeña de una de ojos rojos a veinte metros de distancia, pero no tenía ni idea de cómo interpretar los gestos de las personas—. ¿Qué cara han puesto cuando ha llegado Delilah? ¿Se han sorprendido? ¿Han dicho algo?
—Creo que no. Delilah salió del coche. Llevaba el bolso así. —Mercy vio que juntaba las manos delante de la tripa—. Luego, subió los escalones y entraron.
—¿Sigue vistiendo como Pippi Calzaslargas? —preguntó Dave.
—¿Quién es Pippi Calzaslargas?
—Callaos —siseó Mercy—. ¿Delilah no ha dicho nada al ver a papá en silla de ruedas?
—No. Ninguno ha dicho nada, ahora que lo pienso. Qué raro, estaban muy callados. —Pez levantó el dedo para indicar que se acordaba de otro detalle—. Pizca se puso a empujar la silla de papá para llevarlo dentro, pero Delilah la hizo quitarse.
—Típico de ella —masculló Dave.
Mercy sintió que apretaba los dientes. Si Delilah no se había sorprendido al ver a su hermano en silla de ruedas, era porque ya sabía lo del accidente. O sea que habían hablado por teléfono. La pregunta era: ¿quién había llamado? ¿La habían invitado a venir o se había presentado por su cuenta?
En ese momento, como a propósito, empezó a sonar su teléfono. Mercy se lo sacó del bolsillo. Miró el identificador de llamadas.
—Pizca.
—Pon el altavoz —dijo Dave.
Mercy tocó la pantalla. Su madre empezaba todas las llamadas de la misma manera, tanto si llamaba ella como si la llamaban.
—Soy Pizca.
—Sí, madre —contestó Mercy.
—¿Venís a la reunión, niños?
Mercy miró el reloj. Llegaban dos minutos tarde.
—He mandado a Jon al pueblo. Pez y yo vamos para allá.
—Trae a Dave.
La mano de Mercy quedó suspendida sobre el teléfono cuando estaba a punto de colgar. De pronto le temblaban los dedos.
—¿Por qué quieres que vaya Dave?
Se oyó unclic cuando su madre colgó.
Mercy miró a Dave, después a Pez. Sintió que una gota de sudor le bajaba por la espalda.
—Delilah va a intentar recuperar a Jon.
—No, qué va. Jon acaba de cumplir años. Ya es prácticamente un adulto. —Por una vez, era Dave quien recurría a la lógica—. Delilah no puede quitártelo. Aunque lo intentara, el juicio no sería hasta dentro de un par de años, por lo menos. Para entonces ya tendría dieciocho.
Mercy se llevó la mano al corazón. Dave tenía razón. Aunque Jon a veces se comportara como un bebé, tenía dieciséis años. Y ella ya no era una piltrafa, una fracasada a la que habían detenido dos veces por conducir bebida, ni intentaba dejar la heroína a base de ansiolíticos. Era una ciudadana responsable. Llevaba el negocio familiar y hacía trece años que no se drogaba.
—Chicos —dijo Pez—, ¿se supone que sabemos que ha venido Delilah o no?
—¿No te ha visto en el camino? —preguntó Dave.
—¿Puede ser? —preguntó Pez, en vez de afirmarlo—. Yo estaba apilando leña junto a la caseta y ella iba muy deprisa. Ya sabéis cómo es. Como si siempre tuviera que cumplir una misión.
A Mercy se le ocurrió una explicación tan espantosa que casi no se atrevió a decirla en voz alta.
—Puede que haya vuelto el cáncer.
Pez se quedó de piedra. Dave se alejó unos pasos y les dio la espalda. A Pizca le habían diagnosticado un melanoma metastásico hacía cuatro años. El cáncer había remitido gracias a un tratamiento muy agresivo, pero que hubiera remitido no significaba que estuviera curada. El oncólogo le había aconsejado que procurara tener sus asuntos en orden.
—Dave, ¿tú has notado algo? —le preguntó Mercy—. ¿La ves distinta?
Lo vio menear la cabeza y limpiarse los ojos con el puño. Siempre había sido el ojito derecho de mamá, y Pizca seguía mimándolo como a un bebé. Pero Mercy no estaba resentida con él por esas muestras de afecto. A fin de cuentas, su madre biológica lo había abandonado en una caja de cartón, delante de un parque de bomberos.
Dave carraspeó varias veces para poder hablar.
—Si el… Si el cáncer hubiera vuelto, me pillaría a solas para decírmelo. No me lo soltaría así, en una reunión familiar.
Mercy sabía que tenía razón. Dave era, de hecho, la primera persona a la que Pizca se lo había contado la vez anterior. Siempre había tenido un vínculo especial con su madre. Era él quien la había apodado Mamá Pizca por lo pequeñita que era. Cuando luchaba contra el cáncer, era Dave quien la llevaba al médico y a las operaciones, y a los tratamientos. También quien le cambiaba los vendajes y quien controlaba su régimen de pastillas, hasta quien le lavaba el pelo.
Papá estaba muy atareado llevando el albergue.
—Estamos pasando por alto lo más obvio —dijo Pez.
Dave se dio la vuelta, limpiándose la nariz con el bajo de la camiseta.
—¿El qué?
—Que papá quiere que hablemos de los inversores.
Mercy se sintió como un idiota por no haberlo pensado antes.
—¿Hay que convocar una reunión de la junta para votar si aceptamos el dinero o no?
—No. —Dave conocía mejor que nadie las cláusulas del fideicomiso de la familia McAlpine. Delilah había intentado echarle porque era adoptado—. Papá es el administrador, así que esas decisiones las toma él. Además, para ganar una votación solo se necesita que haya cuórum. Mercy, tú eres la representante de Jon, así que solo os necesita a ti, a Pez y a Pizca. Yo no tendría por qué estar. Ni Delilah tampoco.
Pez miró la hora con nerviosismo.
—Deberíamos irnos, ¿no? Papá está esperando.
—Sí, para tendernos una emboscada —comentó Dave.
Mercy intuía que eso era lo que se proponía su padre. No se hacía ilusiones de que fueran a compartir un grato momento familiar.
—Vamos allá —dijo.
Se adelantó a ellos mientras cruzaban el recinto. Los dos gatos trotaban a su lado. Luchaba por refrenar su ansiedad natural. Jon estaba a salvo. Ella no estaba indefensa. Era demasiado mayor para que le dieran unos azotes y su padre ya no corría más que ella.
El calor se le agolpó en la cara. Era muy mala hija por pensar eso. Hacía año y medio, su padre iba guiando a un grupo por la ruta de bici de montaña cuando cayó de cara pasando por encima del manillar y se precipitó por un barranco. Una ambulancia aérea lo sacó en camilla mientras los huéspedes observaban la escena horrorizados. Tenía un traumatismo craneal, dos vértebras cervicales fracturadas y la columna rota. No había duda de que acabaría en una silla de ruedas. Tenía dañados los nervios del brazo derecho. Con suerte, podría controlar hasta cierto punto la mano izquierda. Respiraba por sí solo, pero aquellos primeros días los cirujanos hablaban de él como si ya estuviera muerto.
Mercy no había tenido tiempo de llorar. Aún tenían huéspedes en el albergue. Y llegarían aún más durante las semanas siguientes. Había que hacer los horarios, asignar guías, pedir provisiones. Pagar facturas.
Pez era el mayor, pero nunca le había interesado dirigir el negocio. A él lo que le apasionaba era llevar a los huéspedes a pescar. Jon era demasiado joven y, además, odiaba aquello. Dave, no se podía confiar en que apareciera. Delilah estaba descartada. Y Pizca, lógicamente, no quería moverse del lado de papá. La tarea había recaído por defecto en Mercy. Que se le diera bien tendría que haber sido motivo de orgullo para la familia. Y que los cambios que había introducido les hubieran reportado grandes beneficios el primer año —y que ahora fueran camino de duplicar esos beneficios— debería haber sido motivo de celebración.
En cambio, su padre se había mostrado rabioso desde el momento en que salió de la clínica de rehabilitación. Y no por el accidente ni por haber perdido su capacidad atlética. Ni siquiera por haber perdido libertad. Por alguna razón insondable, toda su rabia, toda su hostilidad iban dirigidas contra Mercy.
Cada día, Pizca paseaba a papá por el recinto principal en la silla de ruedas. Y cada día, él encontraba cosas que criticar en todo lo que hacía Mercy. Las camas no estaban bien hechas. Las toallas estaban mal dobladas. Los huéspedes no estaban bien atendidos. Las comidas no se servían correctamente. Y, claro está, la manera correcta de hacer las cosas era siempre la suya.
Al principio, Mercy se esforzaba por complacerlo, por satisfacer su ego, por fingir que no podía hacer nada sin él, por pedirle consejo y aprobación. Pero no sirvió de nada. Su ira se enconó aún más. Si ella hubiera cagado lingotes de oro, él les habría encontrado algún defecto. Mercy sabía que su padre podía ser exigente y mandón. Lo que no sabía es que, además, fuera tan mezquino como cruel.
—Esperad —dijo Pez en voz baja, como si fueran niños escabulléndose para ir al lago—. ¿Cómo vamos a afrontar esto, chicos?
—Pues como siempre —respondió Dave—. Tú vas a quedarte mirando el suelo sin abrir la boca. Yo voy a cabrear a todo el mundo. Y Mercy va a atrincherarse y a luchar.
Eso al menos le valió una sonrisa. Mercy le apretó el brazo antes de abrir la puerta de la casa.
Como de costumbre, la recibió la oscuridad. Paredes oscuras y desgastadas por el paso del tiempo. Dos ventanas pequeñas y estrechas. Nada de luz natural. El vestíbulo había servido de dormitorio común cuando se abrió el albergue, después de la guerra civil. Entonces, era poco más que una barraca de pescadores. Aún se veían las marcas del hacha en las paredes de madera, hechas con listones sacados de árboles de la propia finca.
Por suerte y por necesidad, la casa se había ido agrandando con el paso de los años. Se añadió otra entrada a un lado del porche para que los excursionistas se encontrasen con un panorama más acogedor al salir del sendero. Se construyeron habitaciones privadas para los huéspedes más adinerados, lo que hizo necesario levantar una escalera para subir al piso de arriba. Se añadieron un salón y un comedor para los émulos de Teddy Roosevelt que iban a explorar el nuevo parque nacional. Se comunicó la cocina con la casa cuando dejaron de usarse fogones de leña. El porche envolvente había sido una concesión al calor aplastante del verano. En un momento dado, había doce hermanos McAlpine hacinados en literas en la planta de arriba. Y como una mitad odiaba a la otra, no quedó más remedio que construir las tres cabañas individuales cerca del lago.
La mayoría se dispersaron al llegar la Gran Depresión y allí quedó un único McAlpine, solitario y resentido, que sobrevivía a duras penas y que había ido guardando las cenizas de los otros en una estantería del sótano a medida que volvían a la finca. Ese bisabuelo de Mercy y Pez era quien había creado el riguroso fideicomiso familiar, cuyos párrafos reflejaban punto por punto el rencor que sentía hacia sus hermanos. Era también el único motivo de que la finca no se hubiera vendido por lotes hacía años. Casi toda la zona de acampada se hallaba sometida a servidumbre de conservación, por lo que no podía edificarse en ella, y la parte restante estaba sujeta a cláusulas que limitaban el uso que podía hacerse de las tierras.
Según los términos del fideicomiso, debía haber consenso para acometer cualquier reforma importante, pero, a lo largo de los años, los McAlpine habían sido una panda de gilipollas que se enfrentaban unos a otros y que, aunque fuera solo por fastidiar, procuraban que nunca se llegara a un acuerdo. El hecho de que su padre fuera el mayor gilipollas de esa larga lista no tendría que haberles sorprendido.
Y, sin embargo, allí estaban.
Mercy enderezó los hombros mientras avanzaba por el largo pasillo hacia el fondo de la casa. Le lagrimearon los ojos cuando le dio la luz del sol que entraba por las ventanas batientes, luego por las ventanas palladianas y, finalmente, por las elegantes puertas plegables que daban a la parte de atrás del porche. Las sucesivas habitaciones eran como los anillos de un árbol. Podía contarse el paso de los años por el enlucido de crin de caballo de las paredes, por los techos de gotelé y los electrodomésticos de color verde aguacate que servían de contrapunto a la cocina Wolf de seis fuegos recién estrenada.
Era allí donde esperaban sus padres. La silla de ruedas de papá estaba arrimada a la mesa redonda de pie central que había construido Dave después del accidente. Pizca estaba sentada a su lado, con la espalda recta, los labios fruncidos y la mano apoyada sobre un montón de horarios. Había algo de intemporal en su aspecto. Apenas tenía arrugas. Siempre había parecido la hermana mayor de Mercy, más que su madre. Excepto por su aire de desaprobación. Como de costumbre, no sonrió hasta que vio a Dave. Entonces, se le iluminó la cara como si Elvis acabara de entrar por la puerta llevando a Jesucristo en brazos.
Mercy apenas se percató de ello. Delilah no estaba por ninguna parte, lo que hizo que su cerebro volviera a dar vueltas como un torbellino. ¿Dónde se había escondido? ¿Qué hacía allí? ¿Qué quería? ¿Se habría encontrado con Jon por la estrecha carretera?
—¿Tanto os cuesta llegar a tiempo? —Papá miró con énfasis el reloj de la cocina. Llevaba un reloj de pulsera, pero le costaba trabajo girar la muñeca izquierda—. Sentaos.
Dave desoyó la orden y se inclinó para besar a Pizca en la mejilla.
—¿Qué tal, Mamá Pizca?
—Bien, cariño. —Pizca levantó la mano y le dio unas palmaditas en la cara—. Anda, siéntate.
Su ligera caricia borró momentáneamente las arrugas de preocupación de la frente de Dave, que le guiñó un ojo a Mercy mientras apartaba una silla. El ojito derecho de mamá. Pez se sentó donde siempre, a la izquierda de Pizca, con los ojos fijos en el suelo y las manos en el regazo. Nada de sorpresas.
Mercy posó la mirada en su padre, cuyo rostro tenía ahora más cicatrices que el suyo. Profundas arrugas se abrían en abanico desde las comisuras de sus ojos y hendían como paréntesis opuestos sus mejillas hundidas. Había cumplido sesenta y ocho años, pero aparentaba noventa. Siempre le había gustado estar al aire libre. Antes del accidente de bici, Mercy solo lo había visto quedarse sentado el tiempo necesario para engullir la comida. Las montañas eran su hogar. Conocía cada palmo de aquellos caminos, el nombre de cada pájaro y cada flor. Los huéspedes lo adoraban. Los hombres querían vivir como él. Las mujeres envidiaban su ímpetu. Decían que era su guía favorito, su animal espiritual, su confidente.
No era su padre, claro.
—Muy bien, niños. —Pizca siempre empezaba las reuniones familiares con aquella coletilla, como si aún fueran niños pequeños. Se inclinó en la silla para repartirles los horarios. Era una mujer muy menuda, de apenas un metro cincuenta, con voz suave y rostro angelical—. Hoy tenemos cinco parejas. Cinco más el jueves.
—Lleno otra vez —comentó Dave—. Buen trabajo, Mercy Mac.
Los dedos de la mano izquierda de papá se crisparon sobre el brazo de la silla.
—Habrá que traer más guías para el fin de semana.
Mercy se tomó un momento para recomponerse. ¿De verdad iban a celebrar la reunión como si Delilah no estuviera acechando entre las sombras? Estaba claro que papá tramaba algo. Pero no había nada que hacer, salvo seguirle la corriente.
Le dijo:
—Ya he avisado a Xavier y Gil. Jedediah está de retén.
—¿De retén? —preguntó él con aspereza—. ¿Cómo que «de retén»?
Mercy se mordió la lengua para no contestarle que, si quería, podía buscarle la expresión en Google. Tenían normas estrictas respecto a la proporción de guías por número de huéspedes, no solo por motivos de seguridad, sino porque contar con guías experimentados se traducía en sustanciosos ingresos.
—Por si acaso algún huésped se apunta a la excursión en el último momento.
—Pues se les dice que es demasiado tarde y punto. Nosotros no dejamos a los guías esperando. Trabajan por dinero, no por promesas.
—A Jed no le importa, papá. Dijo que vendría si podía.
—¿Y si no está disponible?
Mercy sintió que empezaba a rechinar los dientes. Su padre tan pronto decía una cosa como la contraria.
—Pues acompañaré yo misma a los huéspedes.
—¿Y quién va a cuidar de esto mientras tú estás retozando por las montañas?
—Las mismas personas que lo cuidaban cuando lo hacías tú.
A él se le dilataron las aletas de la nariz de rabia. Pizca parecía profundamente decepcionada. Menos de un minuto de reunión y ya habían llegado a un punto muerto. Mercy nunca iba a ganar. Podía moverse más rápido o más lento, pero seguía intentando avanzar entre arenas movedizas.
—Muy bien —dijo papá—. De todos modos vas a hacer lo que quieras.
No estaba cediendo. Quería tener la última palabra y, al mismo tiempo, hacerle saber que estaba equivocada. Mercy se disponía a contestar cuando la pierna de Dave se apretó contra la suya debajo de la mesa, instándola a dejarlo pasar.
De todos modos, papá ya había cambiado de tema. Ahora tenía sus miras puestas en Pez.
—Christopher, tienes que esforzarte al máximo con los inversores. Se llaman Sydney y Max, una mujer y un hombre, pero la que lleva los pantalones es ella. Llévalos a las cataratas, seguro que allí pescarán algo bueno. Y no los aburras hablándoles de ecología.
—Claro. Entendido. —Pez había hecho un máster en Gestión de Recursos Naturales en la Universidad de Georgia, especializado en pesquerías y ciencias acuáticas. Su afición por la pesca cautivaba a la mayoría de los huéspedes—. Estaba pensando que les gustaría el…
—Dave, ¿qué pasa con las cabañas individuales? ¿Te estoy pagando para que no des ni clavo?
Dando muestras de una pasividad agresiva que sorprendió a todos los presentes, Dave no se dio prisa en contestar. Se llevó despacio la mano a la cara, se rascó distraídamente la barbilla y por fin dijo:
—He encontrado podredumbre en la tercera casita. He tenido que sanear la parte de atrás y empezar de cero. Puede que sean los cimientos. Quién sabe.
Las fosas nasales de papá volvieron a dilatarse. No tenía modo de comprobar lo que decía Dave. Ni siquiera atado a un quad podría bajar a esa zona de la finca.
—Quiero fotos —dijo—. Documenta los daños. Y acuérdate de guardar todos tus cacharros. Viene tormenta. No pienso pagar otro serrucho porque a ti se te olvide protegerlo de la lluvia.