Prefiero llamarlo magia - Eugenia Casanova - E-Book

Prefiero llamarlo magia E-Book

Eugenia Casanova

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Beschreibung

La capacidad para alcanzar la felicidad es la verdadera magia de la vida. Engaños, tristezas, alegrías, miedos, superaciones, encuentros, reconciliaciones e historias de amor son los ingredientes de esta novela, tal como en la vida misma. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Victoria Eugenia García Casáñez

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Prefiero llamarlo magia, n.º 231 - junio 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-903-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Me sentí perdida en aquellas tierras de Périgueux, en Aquitania. Debí quedarme en París, en mi pequeño apartamento desde el que miraba por la ventana como excluida de la vida; para mí todo se había terminado. Si hubiese sabido lo que aquella carta me traería no habría firmado el acuse de recibo, total después la dejaría olvidada; tampoco habría descolgado el teléfono, cansada de su insistencia. En la pantalla aparecía siempre lo mismo: 347… contacto desconocido. Recordé cuanto había sucedido desde que por fin contesté y una voz impersonal de mujer joven preguntó:

—¿Juliette Moreau?

—Sí.

—Le paso con el señor Duhamel, notario de Périgueux.

El corazón se me disparó, podía sentir sus latidos en las sienes, en el cuello y en las manos. La ansiedad me oprimía el pecho hasta casi impedirme respirar. “Dios mío”, pensé, “¿qué más puede suceder?”, porque aunque yo no tenía ninguna relación en esa población y ni siquiera sabía quién llamaba, estaba convencida de que aquello no podía ser nada bueno.

—¿Señorita Juliette Moreau? —preguntó una voz masculina suave y desconocida—. Soy Serge Duhamel. Disculpe, pero tras su silencio ante nuestra carta nos ponemos en contacto telefónico con usted para comunicarle la conveniencia de que se presente en la notaría de esta localidad para recibir una herencia.

—¿Una herencia? —pregunté sorprendida y añadí—: ¿Quién me puede dejar a mí una herencia? No conozco a nadie en Périgueux. No tengo parientes ricos y si voy a heredar deudas es preferible que le pegue usted fuego al testamento —concluí con amargura.

—Créame, señorita Moreau, le conviene venir. Es usted la bisnieta más joven de Jacques Bernard y por lo tanto heredera de su única hermana, Margueritte Bouvier-Bernard, según la propia voluntad de esta.

¿Cómo sabían quién era yo? Indudablemente habían hecho averiguaciones, pero, ¿hasta dónde?

—¿Mi bisabuelo tenía una hermana?

—Así es. Le reitero, pues, la necesidad de que se presente usted en esta notaría para los trámites legales pertinentes. Podríamos reservarle el próximo lunes por la mañana.

—Está bien —asentí.

Apenas corté la comunicación me arrepentí de haber aceptado. Dije “está bien” como pude haber dicho “no pienso ir”, que habría sido lo más honesto porque así lo pensaba.

Llamé a mi hermano August, que estaba en Islandia fotografiando glaciares, le puse al corriente de lo que me había transmitido el notario y él me aconsejó ir, salir de mi clausura, dijo que esta era la ocasión perfecta para hacerlo. Lamentó no poder acompañarme, estaba muy lejos y había empezado hace muy poco en su nuevo trabajo, así que debía comprenderlo; y lo comprendía, pero me sentía incapaz de dar un solo paso. No quise llamar a Roxanne, mi hermana mayor, que ya me mareaba bastante insistiendo en que debía dejar de mirar hacia atrás y mirar hacia adelante. Habían pasado más de dos años de aquello y seguir con mi actitud empezaba a ser patológico. ¡Como si fuera tan fácil!, a saber qué habría hecho ella en mi caso. Hablar era muy sencillo, pero ella no entendía cómo me sentía.

Apenas media hora después sonó el timbre de la puerta. Por la insistencia supe que era Roxanne, respiré hondo, me armé de valor y abrí. Mi hermana entró como un ciclón, era una persona arrolladora, con una energía inagotable, tenía diez años más que yo, pero en aquel entonces yo parecía su abuela.

—¡Cuéntame! —dijo al entrar. Ni un buenos días, ni un cómo estás—. August me ha llamado, me ha dicho algo de una herencia, pero no ha sido muy explícito, solo me ha dicho que eres la única heredera de la tía bisabuela Margueritte.

—¿Tú la conocías?

—Nadie la conocía, la abuela me habló de ella en una ocasión, aunque tampoco la conoció. Por lo visto se escapó de su casa cuando era muy joven, hubo un gran disgusto y aunque su padre quiso enterrar su recuerdo, el bisabuelo mantuvo algún contacto con ella. Tienes que ir, ¿cuándo te esperan?

—El lunes por la mañana, pero no pienso acudir.

—Por supuesto que irás. Hasta ahora es jueves y alcanzo a sacarte un billete de avión para el sábado, es más rápido y tendrás menos tiempo para darle vueltas en la cabeza. —El tono de mi hermana no admitía réplica—. Saldremos de compras ahora mismo. Es necesario que te quites esos guiñapos y te vistas de persona, ya está bien de parecer un personaje de Los miserables. Primero iremos a la peluquería, necesitas un tratamiento integral de estética; tu cabello es indescriptible y tienes pelos hasta en las orejas. Conseguiremos que parezcas un ser humano otra vez. Con ese aspecto jamás recuperarás tu autoestima.

—Roxanne, no tengo dinero —dije agobiada.

—No te he preguntado eso. He dicho que vamos a ir de compras y a la peluquería.

—Tengo miedo, Roxanne. —Reconocí que ese era el auténtico motivo.

—Lo sé, cariño. —Se dulcificó y me abrazó con ternura—. Sé que lo estás pasando muy mal, sé que lo que te ha pasado es terrible, sé que tu vida está rota; pero también sé que todo pasa, y que esta herencia es providencial porque te va a obligar a salir y, cariño, la vida está ahí afuera. No puedes seguir aquí metida; te espera una vida por vivir, aunque de momento no sepas cuál ni cómo hacerlo.

Me abracé a mi hermana y rompí a llorar. Me dolía mucho el pasado, pero, sobre todo, me asustaba muchísimo el futuro porque me sentía tan insegura y débil que me creía incapaz de valerme sola. Me duché llorando todavía y me puse lo más decente que tenía: un vaquero que se me había quedado muy grande y una camisa que me sobraba por todas partes. No me quise mirar al espejo, hacía tiempo que evitaba hacerlo, mi aspecto me deprimía, me veía vieja y cansada, y si intentaba arreglarme, aún más patética. Había perdido mi trabajo, solo tenía una prestación por desempleo que pronto terminaría al no poder demostrar que estaba buscando, porque en realidad no lo hacía. Eso me daba para el alquiler y los gastos del mes, y aunque mi familia me ayudaba y quería ser más generosa conmigo, yo no me permitía aceptar más que lo imprescindible; no quería ser una carga para ellos a pesar de que tenían una buena economía. Mis padres, ya jubilados, se habían ido a vivir a España, a Altea, a orillas del Mediterráneo; y Roxanne y su marido Pierre eran profesores, ella de historia y él de filosofía. No parecían plantearse tener hijos. Mi hermana ya había cumplido treinta y seis años y aún podrían pues actualmente las mujeres, en un porcentaje elevado, son madres rondando los cuarenta. Roxanne y Pierre vivían en el campo y parecía que sus perros colmaban su necesidad afectiva. Mi hermano August, seis años mayor que yo, era fotógrafo y había tenido un estudio en el piso que compartía con su novia, pero aprovechó la oportunidad de trabajar con la National Geographic y recorrer mundo. Él y su novia Odette llevaban una vida más bohemia, pero les iba muy bien. Yo, después del robo, me quedé sin trabajo.

La tarde fue agotadora. Estuvimos en la peluquería tres horas. El servicio fue completo: depilación integral, manicura, pedicura y después lavado, mascarilla hidratante y corte de pelo. No permití tintes ni reflejos. Aunque agradecí de verdad el resultado, estaba empezando a sentir ansiedad. No quedaba mucho tiempo para compras, pero mi hermana se obstinó en pasar por una boutique cercana solo para comprar unos pantalones de mi talla actual y una camisa decente. Me hizo salir con la ropa puesta y después me llevó a cenar.

—Vamos —dijo—, hace mucho que no sales a la calle y esto hay que celebrarlo.

Todo me resultaba nuevo, en ese momento me pareció increíble haber permanecido tanto tiempo enclaustrada. Pensé que era un verdadero desatino haberme perdido París durante todo ese tiempo. Al cruzar un semáforo pude ver nuestra imagen reflejada en el cristal de un establecimiento: mi hermana me llevaba cogida del brazo, contemplé dos mujeres jóvenes y guapas, una muy delgada. Me sentí muy bien. Hacía dos años que no me gustaba nada, pero la imagen que aquel cristal me devolvía era la de una mujer atractiva, aunque, eso sí, triste. Cuando mi hermana me dejó en casa, la abracé emocionada.

—Gracias, muchas gracias —le dije sin poder añadir nada más.

—No seas boba. Sabes que me gusta verte feliz y que te quiero mucho.

Hacía demasiado tiempo que nadie me decía “te quiero” y me puse a llorar.

—Mañana a las nueve pasaré a recogerte, tenemos muchas cosas que comprar —añadió a modo de despedida.

Si la tarde anterior me pareció agotadora, esa mañana me desbordó totalmente, estaba como idiotizada. Me aturdía el ajetreo de los viernes en los centros comerciales; ni siquiera antes me gustaban esos lugares los fines de semana, parecía que la gente iba exclusivamente a revolverlo todo y a hacer vida social. Para salir pronto de allí me habría quedado con lo primero que hubiera visto, pero Roxanne parecía disfrutar cargando con montones de ropa para que me la probase y eligiese lo que más me gustara, elección que tuvo que hacer ella porque yo era incapaz de decidir. Ni siquiera recordaba lo que me gustaba, ni lo que quería, ni lo que me favorecía. Mi hermana se volvió loca comprando y mi ansiedad crecía a medida que veía aparecer cifras en la caja. Llevábamos de todo: lencería, pijamas, camisas, zapatos, pantalones, una parka, un bolso…Yo estaba al borde de un síncope y mi hermana seguía comprando: una bolsa de viaje, útiles de aseo, perfumes, cosméticos… Hubo un momento en el que desconecté, solo cogía, como un autómata, bolsas y más bolsas que me daba la cajera.

El aire de la calle me refrescó, inspiré profundamente e hice un último intento, tan inútil como los demás, con mi hermana.

—Por favor, Roxanne, no necesito tantas cosas; con unas bragas, un pijama y lo puesto tengo más que suficiente.

—No, cariño. No tienes nada en condiciones y lo que puedas tener es de antes. Renovarlo todo te hará sentir mejor.

—Pero nunca podré devolverte todo el dinero que estás gastando.

—Tranquila, eres una heredera, vas a ser millonaria —bromeó—. Esto no es más que una inversión. Ya me la cobraré con creces.

—¿Y si la herencia son libros y objetos sin valor? —pregunté angustiada.

—Algún día empezarás a trabajar, ¿no? Vamos, no te preocupes. No se puede empezar una vida nueva con los retales de la vieja. La renovación ha de ser completa; además, ahora puedo permitírmelo, quizás en otro momento seas tú quien me tenga que ayudar.

—Cuenta con ello —dije agradecida.

Regresamos a mi casa después de comer en un restaurante. Esa comida y la cena del día anterior eran las únicas decentes que había hecho en los últimos meses, porque prefería no comer a tener que prepararme algo.

Parecía que no iba a caber en el apartamento todo lo que habíamos comprado. Mi hermana, siempre eficaz, sacó del armario y de los cajones de la cómoda todo lo que había y lo metió en bolsas de basura para llevárselo y evitarme la tentación de volvérmelo a poner.

Cuando Roxanne se marchó me di una ducha, estrené un pijama precioso con la bata a juego, unas zapatillas y me puse un poco de perfume; era el primer atisbo de coquetería que tenía en mucho tiempo. Estaba agotada, pero me sentía muy bien, incluso me miré varias veces en el espejo.

Al día siguiente preparé el equipaje justo para estar fuera un par de días, no necesitaba gran cosa. Pierre, mi cuñado, vino a recogerme a mediodía; iríamos primero a la finca. Siempre me pareció bastante seco, tenía ocho años más que mi hermana y era del tipo de personas de costumbres inveteradas que seguía su rutina en cualquier ocasión, sus hábitos eran sagrados.

La finca de ellos no era grande, aunque no importaba porque estaban en pleno campo. La casa constaba de dos plantas y sótano, en total unos trescientos metros cuadrados. Había un pequeño huerto que mi hermana cuidaba y al que le dedicaba casi todos los fines de semana; a ella le gustaba la tierra. Cuando llegamos, Roxanne había preparado la mesa en el jardín; lucía un sol espléndido, aunque los días eran todavía frescos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Las horas pasaron rápido y pronto estuvimos camino al aeropuerto. Insistí a Roxanne para que me acompañase a Périgueux, pero me dijo que le era del todo imposible, ella también tenía algo ineludible ese lunes. No me dijo nada más, solo que confiase en ella y que en unos días estaríamos juntas de nuevo. No tuve que facturar porque el poco equipaje lo llevaba en la mano. Ella y Pierre me acompañaron hasta la zona de embarque y ya dentro compré una botella de agua para tomarme un ansiolítico, porque ya sentía un peso en el pecho y me costaba respirar. Volar me ponía nerviosa (la última vez había sido en mi luna de miel para ir a Oslo), y enfrentarme a una situación desconocida aumentaba mi ansiedad. Me acomodé en mi asiento, me abroché el cinturón y cerré los ojos evitando así cualquier intención de entablar conversación que pudiera tener mi compañero de vuelo. La voz que nos anunciaba que íbamos a tomar tierra me rescató de mis recuerdos y me devolvió a la realidad.

El viaje no se me hizo demasiado largo, aunque cuando aterrizamos en Périgueux ya había anochecido. Al salir del aeropuerto tomé un taxi.

—Hotel Castel Peyssard, por favor.

No necesité dar la dirección, el taxista lo conocía sobradamente. Me puse los auriculares porque el chófer era de los simpáticos, de los que les gusta hablar; con ello le indiqué que no me apetecía ninguna conversación, por irrelevante que fuera. Una vez en el hotel me dirigí a recepción, me registré y subí a la habitación. No bajé a cenar, no sentía hambre, solo soledad y ganas de llorar. Recordé lo que hacía tiempo me había dicho la psicóloga y empecé a inspirar profundamente, manteniendo el aire unos segundos y espirando despacio. Miré alrededor tratando de apreciar cuanto de bueno, positivo y bello había allí. La habitación era lujosa y muy confortable; el aseo era tan grande como el salón de mi piso de París. “Vale”, pensé, “recorrido realizado”. Debía sentirme afortunada, pero no dejaba de decirme “¿qué hago aquí? Yo no quería venir, si lo he hecho es, como siempre, para que los demás se sientan bien. No quiero ir a la notaría, ¿es que nadie se da cuenta de que no puedo enfrentarme a algo que no sé qué es?”. Rompí a llorar, estaba fatal, así que me tomé una pastilla para dormir y me metí en la cama con el deseo de que el somnífero hiciera efecto pronto, pero pasé una noche muy inquieta con sueños raros que no recordaba al despertar.

Me levanté desorientada y me costó unos segundos recordar. “¡Ah, sí! Hoy es domingo y estoy en el Hotel Castel Peyssard de Périgueux”.

Me duché y bajé al comedor; entonces sí que sentía hambre. Luego fui al spa a tomar turno, ya que estaba allí me haría un tratamiento de masaje y relax. La espera la aproveché para dar un paseo y recorrer las instalaciones del hotel. Había valientes que ya nadaban en la piscina, pero para mí todavía hacía frío. Pedí en recepción un plano de la ciudad y localicé en él la notaría y el recorrido hasta ella; había apenas un kilómetro. Lo recorrí después de comer para controlar el tiempo que tardaría en llegar andando y así decidir a qué hora salir el lunes para llegar puntual a la notaría a las nueve y media.

El paseo fue entretenido y reconfortante. Plano en mano localicé la notaría, di un paseo junto al río Isle, me tomé un descafeinado en una terraza y antes de regresar al hotel entré a ver la catedral; como buena restauradora, me encantaba el arte antiguo, y aquella iglesia que mezclaba estilo románico y bizantino, era una auténtica maravilla. Declarada Monumento Histórico en 1840 y Patrimonio de la Humanidad en 1998, alberga la tumba de San Frontis, quien fue uno de sus impulsores en el siglo XI y, más tarde, primer obispo de Périgueux. La visita no fue muy larga porque estaban a punto de cerrar. El edificio era inmenso, no pude ver el claustro, apenas admiré de pasada el inmenso retablo y las extraordinarias vidrieras. Me prometí que, si algún día volvía a aquella ciudad, la visitaría con calma, recreándome en cada punto, aunque necesitara un día entero para verla.

Tomé un taxi para regresar al hotel porque andar de noche por un lugar poco conocido me daba miedo. El taxista era el mismo del día anterior y me mostré, de nuevo, poco comunicativa. Tras una rápida cena tomé un diazepam y me acosté. Estaba nerviosa y tenía ansiedad, así que a pesar de la pastilla tardé en conciliar el sueño y casi toda la noche permanecí en un estado de duermevela. Me levanté muy temprano y tras el desayuno volví a recorrer el camino hasta el centro de la ciudad, como el día anterior.

La notaría todavía estaba cerrada cuando llegué. Me senté en una terraza, tomé un té y esperé quince minutos que se me hicieron eternos, hasta las nueve y media. Vi entrar a varias personas, hombres y mujeres, traté de adivinar quiénes eran Serge Duhamel, el notario, y la señorita con quien había hablado por teléfono. Por el aspecto todos me parecieron iguales; entré en la notaría y me paré ante la joven del mostrador de información.

—Soy Juliette Moreau, tengo cita con el señor Duhamel.

—Buenos días, señorita Moreau. Un momento, por favor. —Comunicó con alguien por la línea interior del teléfono—. Está aquí la señorita Moreau de París… Conforme.

Luego dirigiéndose a mí, indicó un pasillo y dijo:

—Por favor pase a la puerta número cinco, le atenderá la señorita Blanchard.

Me sudaban las manos, sentía calor y ganas de salir corriendo. Tenía náuseas y tuve que respirar profundamente varias veces antes de entrar al despacho número cinco. Aquella señorita me miró someramente, me ofreció un sillón de los dos que estaban ante su escritorio, se puso frente al ordenador y comenzó su interrogatorio con la voz monótona e impersonal de quien lleva mucho tiempo haciendo lo mismo.

—Documento de Identidad, por favor.

Saqué de la cartera lo que me pedía y se lo di sin poder evitar cierto temblor en la mano.

—Necesito que me confirme sus datos —me pidió sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador—. ¿Nombre?

—Juliette Moreau.

—¿Fecha de nacimiento?

—Veinticinco de marzo de mil novecientos ochenta y nueve.

—¿Estado civil?

Me quedé bloqueada. Pensé decir “viuda”, pero recordé que, a pesar de que mi marido había fallecido, yo no era viuda porque mi marido, en realidad, ni siquiera había sido mi marido.

—Soltera —contesté; así constaba en mi documento de identidad.

—¿Domicilio? —siguió la señorita Blanchard inmisericorde, sin saber la tormenta que yo llevaba dentro.

—Calle Saint Michel diecisiete, en París.

—¿Profesión?

—Restauradora de arte, pero actualmente estoy sin trabajo.

—Bien, sígame por favor. —Se levantó y fui tras ella sin saber si ese “bien” era porque estaba sin trabajo o porque los datos eran correctos.

Me condujo a una pequeña sala en la que había una mesa ovalada pequeña, cuatro sillas, un pequeño aparador y, en la pared, una fotografía del Presidente de la República Francesa. Tras una breve espera la señorita Blanchard regresó acompañada de un hombre de alrededor de cincuenta años, de estatura media, con corbata y bien trajeado; llevaba una carpeta y una caja mediana, y entendí que era el notario.

—Buenos días, señorita Moreau. Soy Serge Duhamel. ¿No la acompaña nadie?

—No —contesté secamente, no sabía si debía decir “señor” o si había una fórmula de cortesía para estos casos. Eché de menos la presencia de mi hermana.

—Es que casi nadie viene solo a la notaría —aclaró el notario—. En ese caso, quédese Madeleine.

Tampoco sé por qué lo dijo y no lo pregunté. No sabía si hacía falta algún testigo o si era para que me sintiese más cómoda; si era por eso, intento fallido, cada vez estaba más nerviosa. Temí que el notario me sometiese a un nuevo interrogatorio, pero solo me preguntó mi nombre y número de identificación. Después se colocó las gafas que llevaba colgadas de un cordoncillo y empezó a leer el testamento. Permanecí callada todo el tiempo. Creí entender todo lo que el señor Duhamel leyó, pero no me fiaba mucho de mi capacidad comprensiva, así que le pedí que me hiciese un resumen en lenguaje menos legal para comprobar que realmente había entendido cuanto allí se acababa de leer.

En resumidas cuentas, Margueritte Bernard, Bouvier era el apellido de casada de mi testadora, nacida el 16 de abril de l898 en París, única hija de Jacques y Marie Bernard, única hermana de mi bisabuelo Jacques Bernard hijo (nacido en París el 15 de marzo de 1895), antes de morir en Périgueux el 22 de julio de 1990, depositó en la notaría de dicho pueblo su testamento. En este dejó todos sus bienes, a saber, la mansión Saint-Sybelie con todo su contenido, terrenos y viñas, un montante líquido depositado en el Banco de Francia y una caja con varios paquetes de cartas escritas de su puño y letra sujetos con un lazo rosa, que el notario me entregó en ese momento, a la descendiente más joven de su hermano Jacques, al no tener ella descendientes directos, con el ruego de que dicho testamento no fuese leído hasta el 16 de abril de 2015, es decir, justo ese día. Margueritte Bernard me legó una mansión del siglo XVIII con todo su contenido. Veinte hectáreas de viñas, casi cinco millones de euros y una caja con cartas dirigidas a su heredera, en caso de que la hubiese. En caso contrario, la mansión Saint-Sybelie pasaría a ser propiedad del Municipio; las viñas, de sus actuales trabajadores; el dinero se repartiría entre diversas ONG y las cartas serían destruidas.

Me quedé atónita, “¿era posible que aquello me estuviese pasando a mí?”, pensaba, “¿aún había esperanza?, ¿sería cierto que podían sucederme cosas buenas? o ¿sería mentira?, ¿se habría equivocado el notario?”. No, los notarios no solían equivocarse, así que aquello debía ser real. Era extraño, pero estaba más nerviosa entonces que antes de entrar a la notaría. Mi intención era regresar a París ese mismo día por la tarde, pero el notario me aconsejó que me quedara porque todavía faltaban algunos trámites hasta entrar en posesión de mi legado.

Abandoné la notaría temblando; no quería creer que la herencia fuese cierta, para no afrontar el desengaño de que fuera un error. Me volví a sentar en la terraza en la que había tomado té antes de entrar. Esta vez pedí una infusión relajante e inmediatamente llamé a mi hermana. Roxanne contestó al teléfono y, como era habitual en ella, sin preguntar cómo me encontraba fue directamente al grano.

—¿Qué? ¡Cuenta! ¿Eres millonaria? ¿Te han legado una silla de ruedas o un panteón? ¡Oh, por favor, dime algo!

—Pero si no me dejas hablar… Estoy muy nerviosa.

—Sí, sí, vale, pero… ¿Qué?

—¡Una fortuna, Roxanne! ¡Cinco millones de euros, la mansión Saint-Sybelie del siglo XVIII, que es casi un castillo, y no sé cuánto terreno de viñas! Roxanne, ven por favor, te necesito conmigo, no puedo volver a París hasta que se acaben todos los trámites y estoy bastante perdida. Ven conmigo, por favor, por favor. Ven hoy si puedes, mejor que mañana. Avisaré en el hotel, puedes alojarte en mi habitación que es enorme. Coge el vuelo de esta tarde, yo te espero en el aeropuerto —supliqué—. Por favor, Roxanne.

—Espérame esta noche. Si hay algún inconveniente, te llamo.

Cuando apagué el teléfono observé que las camareras y los clientes que había en la terraza me miraban curiosos. Con el dichoso móvil hemos perdido mucha intimidad; claro que la culpa no es del teléfono, nos hemos acostumbrado a hablar de cualquier cosa, sin el menor pudor, en cualquier lugar. La chica que me había atendido se acercó a recoger el servicio y me miró sonriendo. Me levanté para marcharme y comprobé que los clientes también me sonreían, alguno incluso me saludó cuando pasé junto a él, le devolví el saludo por educación y oí que comentaba que yo era la heredera del castillo de Cenicienta.

Paré un taxi y le pedí que me llevara a la mansión Saint-Sybelie. Era tan grande, tan antigua, me pareció inabarcable; y sin bajar del taxi rogué al conductor que me llevase al hotel, donde pude comprobar que el personal se mostraba conmigo más amable y sonriente de lo habitual. ¿Se habría corrido la voz de quién era yo?

Estaba muy nerviosa, salí a caminar para relajarme un poco. Llevaba en el bolso los tres paquetes de cartas que me había dado el notario y tuve la extraña sensación de que pesaban muchísimo, de que desprendían mucho calor o de que latían. Pensé que no en vano contenían el alma y la vida de una persona que sin conocerme me había legado sus bienes y cuya existencia yo ignoraba hasta hacía unos días, cuando oí por primera vez su nombre.

Llamé a Roxanne de nuevo, me confirmó que ya tenía el billete de avión y que llegaría esa noche sobre las nueve. Ya más tranquila tomé una comida frugal. Subí a mi habitación, saqué las cartas del bolso, los paquetes estaban numerados. Di por supuesto que las cartas estarían en el orden en que Margueritte las escribió, aunque así no estuvieran los paquetes, y pensé que sería mejor esperar a mi hermana y leerlas juntas. Me tumbé en la cama y respiré profundo hasta que me sentí más relajada. Luego bajé al spa y permanecí allí más de una hora. Estrené ropa y zapatos, me perfumé, me pinté los labios y pedí un taxi que me llevara al aeropuerto, aunque era muy temprano todavía, pero prefería esperar allá. ¿Dónde mejor cuando una se siente entre nubes?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Cuando vi a mi hermana corrí hacia ella, me pareció que estaba un poco triste, pero pensé que serían cosas mías. Nos abrazamos y le volví a contar, con más detalle, lo que ya le había dicho por teléfono. Tomamos un taxi y vi que el conductor era el mismo que me había recogido en el aeropuerto el sábado anterior. Roxanne y yo estuvimos hablando hasta que llegamos al hotel. Después de cenar subimos a la habitación, nos pusimos el pijama y, ya cómodas, nos preparamos para leer la primera carta. Miré a Roxanne y volví a ver en sus ojos una sombra de tristeza.

—Roxanne —dije con preocupación—, ¿te pasa algo?

—No, no. Son las emociones del día, me duele un poco la cabeza.

—¿De verdad, Roxanne? ¿No hay nada más? Te veo un poco triste.

—Algo hay, pero no es nada. No te preocupes, ya te contaré.

—Pues alégrate, hermana. Tenías razón. Voy a ser millonaria y podrás exprimirme todo lo que quieras —añadí tratando de animarla.

—¡Oh, venga! ¡Cállate ya y saca las cartas, me muero de curiosidad! —dijo impaciente.

Rasgué el primer sobre del primer paquete y extraje el folio. El papel era blanco con un estampado de florecitas en un rosa pastel muy suave, en el ángulo superior izquierdo su nombre impreso en dorado con letra inglesa.

 

Margueritte Bouvier-Bernard,

Mansión Saint-Sybelie

Périgueux (Aquitania)

 

Supuse que, en su momento, el papel también estaría perfumado, porque aún le quedaba un ligero aroma indefinido. Empecé a leer.

 

Querida sobrina:

 

No te conozco, no sé si tienes tres meses o cincuenta años, pero me gusta pensar que la persona que lee estas cartas, la depositaria de mi legado, es una mujer joven y emprendedora, a la que esta herencia le puede cambiar la vida. Tú tampoco me conoces. Es posible que hayas oído mencionar mi nombre, o tal vez ni siquiera eso, y que estés extrañada por esta excentricidad de última hora de una anciana.

Como sabrás por el notario, soy Margueritte Bernard, el apellido Bouvier del membrete es el de casada; no quise renunciar al Bernard, quizás en un intento de evitar el desarraigo completo de mi familia, o quizás como reivindicación de quien fui antes de casarme. Nací el 16 de abril de 1898 en París. Mi padre se llamaba Jacques, mi madre Marie y mi único hermano, tu bisabuelo, Jacques, como nuestro padre. Pertenecíamos a la alta burguesía. Mi familia tenía una empresa textil que fundó mi bisabuelo, que consolidó mi abuelo y que mi padre engrandeció y modernizó; eran especialistas en muselinas, entonces muy de moda y escasas. La emperatriz Eugenia, la reina Isabel II de España durante su destierro en París, y con ellas casi toda la nueva aristocracia francesa, fueron clientes de mi familia. En la entrada de la fábrica se exhibía, bien visible, un rótulo que decía “Proveedores de la Real Casa”. Mi hermano continuó con el negocio, aunque mi padre no le permitió que hiciera modificaciones.

Mi padre era un hombre enérgico y autoritario, considerado un caballero fuera de casa, pero un auténtico déspota con su familia. Había dos cosas que no soportaba: una, que le contradijeran, y la otra, que le desobedecieran. En mi casa no había más voluntad que la suya. Mi madre era una mujer de carácter apacible y muy sensible, y aunque el matrimonio fue concertado, como casi todos los de aquella sociedad burguesa, ella se casó muy enamorada, pero el carácter de mi padre pudo con ella y en unos años se convirtió en una mujer nerviosa y asustadiza que solo encontraba descanso en la soledad y en una copa, cada vez más frecuente, de champán o de coñac. Mi hermano Jacques, tres años mayor que yo, sudaba y temblaba cuando nuestro padre estaba cerca. Todos en casa, familia y sirvientes, respirábamos cuando se marchaba. Afortunadamente solía pasar todo el día en la fábrica y en las noches, casi siempre, salía después de cenar, pues como caballero de su época tenía una amante fija y varias esporádicas; aquello, entonces, se consideraba normal.

Yo recibí una educación muy esmerada, primero con las carmelitas y después en un internado suizo. Estudié filosofía, geografía, dibujo, música, labores, equitación, matemáticas y, lo que más me gustaba, idiomas; debía tener una facilidad innata para las lenguas porque no recuerdo que me costase ningún esfuerzo aprenderlas, a los dieciséis años además del francés hablaba inglés, bastante alemán, algo de ruso, español y conocía los clásicos: latín y griego. También aprendí protocolo y todo cuanto una gran dama debía saber sobre cómo gobernar una casa, desde dirigir la servidumbre a organizar grandes fiestas.

Un día, durante la cena, mi padre anunció que había concertado mi matrimonio. Yo tenía diecisiete años y estaba enamorada del amor, pero sabía que no tardaría mucho en buscarme un marido; entonces nos casábamos o nos casaban muy jóvenes.

Perdona, sobrina, pero estoy ya mayor y escribir me supone un gran esfuerzo. Mi vista ya no es lo que era y debo retirarme a descansar o el médico me quitará los útiles de escribir. Mañana continuaré. Hasta entonces recibe un beso de tu tía.

 

M. B.

 

Mi impulso fue coger la segunda carta, pero a Roxanne le dolía mucho la cabeza y decidimos dejarlo para el día siguiente, cuando también mi hermana quería ir a ver la casa. Me metí en la cama, apagué la luz y al cerrar los ojos volví a revivir, como en flashes, todos los acontecimientos de aquel día. Creía estar en un sueño. Esas cosas solo pasan en las novelas y en las películas de Navidad. Pero, aunque me costara creerlo, aquello era real y me estaba sucediendo a mí. Empecé a pensar en el dinero, en cuánto quedaría después de pagar los impuestos y los gastos de notaría y de patrimonio o como se llamasen, en cómo iba a repartir con mi familia. La casa sería mejor venderla, ¿para qué queríamos una casa tan grande? Tenía gracia que la gente pensase que allí había vivido Cenicienta; tendría que informarme sobre eso, aquello no podía ser otra cosa que una leyenda. ¿Y las viñas? ¿Qué hacemos con las viñas? El notario no me había dicho si estaban en producción o abandonadas, ¿qué sabía yo de viñas?, nada de nada. Suspiré y en ese momento fui consciente de que aquel día no había pensado ni una sola vez en el pasado. Me sorprendí y me sentí muy bien. Di media vuelta, me quedé profundamente dormida y, por primera vez en mucho tiempo, sin pastillas.

Al otro día me desperté al oír correr el agua de la ducha. Mi hermana estaba en el aseo, se había levantado primero, como siempre cuando vivíamos con nuestros padres. Bajamos al comedor y, como había sucedido el día anterior en la terraza de la cafetería, los empleados del hotel nos miraban y sonreían, aunque por educación y profesionalidad no decían nada. Périgueux es una ciudad pequeña y las noticias volaban, quizás las camareras de la cafetería conocían a alguien que trabajara en el hotel y habían hecho correr la noticia.

Fuimos a la notaría. Todos los documentos seguían sus trámites, pero tendríamos que esperar unos días antes de disponer de las llaves. Roxanne estaba impaciente por conocer la mansión así que cuando dejamos la notaría paramos un taxi para ir allá.

—¡Dios mío! —exclamé, y me pregunté si es que no había otro taxista en este pueblo, casi siempre aparecía el mismo.

En efecto nuestro taxista, y digo nuestro porque empezamos a llamarle así, nos condujo a la casa, como había hecho el día anterior conmigo sin ningún problema. El trayecto no era largo, la mansión estaba a unos cinco kilómetros de la ciudad, en dirección a Burdeos. La presencia de mi hermana debió animar al conductor, pues se mostró más comunicativo que lo habitual.

—¿Así que van ustedes a la casa de la Cenicienta? Aquí la llamamos así, es más familiar que mansión Saint-Sybelie. También hay unos viñedos y unas bodegas que pertenecen a la casa: Château Saint-Sybelie. Están a treinta kilómetros de aquí, son muy bonitos.

—¿Pero hay uvas y todo eso? —pregunté.

—Uvas no, señorita, que todavía no es la época, pero vides sí; en esta zona se hace el mejor vino de Burdeos del mundo. Las viñas no han dejado de existir nunca. Le explico: la tierra se deja por zonas en barbecho, para que se recupere y luego se vuelven a plantar. Yo me dediqué al taxi porque tengo mal la espalda, pero mi familia ha trabajado siempre en las viñas. Cuando murió la última dueña, y de esto hace veinticinco años, la gente que las trabajaba se hizo cargo de ellas, haciendo un documento ante notario en el que se comprometían a devolverlas si algún día tuvieran otro dueño.

Ni Roxanne ni yo comentamos nada. Descendimos del taxi y nos acercamos hasta la puerta de la verja que daba entrada a la mansión.

—¡Es preciosa! —exclamó Roxanne con entusiasmo.

—Es horrible —dije yo asustada.

—¿Qué le ves de horrible?

—Está toda llena de hierbajos y muy sucia.

—Juliette, ¡es una auténtica maravilla!

—Vámonos, Roxanne. Estoy empezando a encontrarme fatal. Esto me supera. Necesito irme de aquí.

—Es normal que después del subidón de ayer hoy tengas bajón. La casa es preciosa, Juliette. Es cierto que hay mucho que limpiar y arreglar, pero no tienes que hacerlo tú sola y, sobre todo, no tienes ninguna prisa. No te agobies, quizá sea mejor que leas antes las cartas de Margueritte, seguro que a través de ellas le tomarás cariño a la casa.

Regresamos al taxi. Pedimos volver a la ciudad, pero por su cuenta el taxista nos hizo un recorrido por aquella zona. Era realmente bonita, abundaban las choperas, también había prados y algunos viñedos. Mi hermana estaba encantada e intentaba despertar mi entusiasmo para que admirara con ella la geometría perfecta de los campos de cultivo; las dos éramos muy citadinas y tanta belleza no dejaba de sorprendernos. Había varios hoteles rurales preciosos, limpios, rodeados de flores y, según anunciaban, con todas las comodidades. Al regreso pudimos distinguir que a unos doscientos metros de la mansión había uno de aquellos establecimientos.

—Quizá te convendría trasladarte a uno de estos hoteles hasta que arregles la casa, si te decides a hacerlo —sugirió mi hermana.

—Roxanne, todavía no sé qué voy a hacer. Creo que venderé la casa. No me siento capaz de hacerme cargo de algo tan grande.

—Vale, pero recuerda: no estás sola y ahora puedes pagar jardineros, albañiles y todo lo que sea necesario.

—Restaurar esa casa debe costar millones —dije—. Solo de pensarlo me dan taquicardias. ¡Dios mío, me encuentro mal!

Saqué un ansiolítico y me lo tragué sin agua. Me apoyé en el respaldo del asiento y cerré los ojos deseando quedarme dormida con el movimiento del coche, como los niños.

—Si finalmente deciden quedarse por aquí y necesitan alojamiento, les recomiendo este pequeño hotel de la izquierda, es de mi hermana —nos informó el taxista—. Todo el que se aloja aquí acaba sintiéndose de la familia y siempre vuelve. Hay clientes fijos que vienen varias veces al año.

—Muchas gracias —dije de forma bastante desabrida—. Ahora, por favor, al Castel Peyssard.

—Como usted mande, señorita. Al Castel Peyssard, pues.

Así acabó la mañana. Cuando llegamos al hotel me metí en la cama y cerré los ojos; necesitaba tranquilidad y silencio. Mi hermana así lo entendió y bajó al jardín a tomar una copa hasta la hora de comer; se llevó el pequeño portátil y antes de salir me dio un beso en la frente. Un par de horas después, me despertó.

—Vamos, Juliette, despierta. Tengo hambre y he averiguado algo sobre tu casa. Te lo contaré mientras comemos.

Ya más relajada bajé al comedor con Roxanne; me informó de todo cuanto había averiguado, que no era mucho en verdad.

—La mansión Saint-Sybelie fue construida a finales del siglo XVII por Ferdinand August, conde de Saint-Sybelie, quien se trasladó a ella desde París, tras enviudar, con su única hija Leonor Marie. El edificio tiene una superficie total de novecientos cincuenta metros cuadrados, divididos en tres plantas, y unos dieciocho mil metros cuadrados de terreno. Durante la Revolución Francesa, la entonces condesa de Saint-Sybelie y su familia, partieron huyendo hacia Inglaterra, donde al parecer, nunca llegaron. El ciudadano Marcel Blisard, comisionado de Périgueux, tomó por entonces la posesión de la casa para la recién proclamada República Francesa y se instaló a vivir en ella con su familia. Pero por ningún lado se dice algo de la Cenicienta.

—Por supuesto. Eso son solo mitos populares, no creo que haya nada documentado —dije escéptica—. Ya nos enteraremos por la gente de aquí y seguro que cada uno nos contará una historia distinta.

—Juliette, no me puedo quedar mucho tiempo; mañana, o como mucho pasado, tengo que marcharme. Hay algo que debo terminar.

—Pero Roxanne, te necesito conmigo —dije alarmada.

—No, no me necesitas. Te asusta estar sola, pero eso es algo a lo que tendrás que enfrentarte; no puedes pasar el resto de tu vida buscando protección —dijo ella con determinación—. Tienes que volver a volar sola, recuperar tu independencia; te costará mucho más si lo vas retrasando. Yo volveré cuando termine y te llamaré todos los días para que me cuentes qué has hecho y me leas las cartas de Margueritte.

—¿Quieres que baje otra y la leemos en la terraza tomando café? —sugerí resignada.

—Sí, quiero —contestó ella ceremoniosamente.

La tarde era cálida, se estaba bien en el jardín. Había varias personas alrededor de la piscina charlando y riendo; parecían felices y, como diría mi hermana, esa es la mejor sinfonía de la vida.

—Lee tú hoy —le pedí—, me apetece más escuchar.

Roxanne rasgó el sobre, desplegó la carta y comenzó a leer.

 

Querida sobrina:

 

Te decía ayer que cuando tenía diecisiete años mi padre decidió casarme; yo entonces no estaba enamorada, pero ansiaba ardientemente estarlo. Como cualquier muchacha joven yo quería un amor lleno de pasión y aventura. Sabía que eso era más que imposible en un matrimonio concertado; sin embargo, por mi cabeza pasaron algunos de los jóvenes casaderos de nuestra clase y pensé en dos con quienes no me habría importado casarme. Eran guapísimos, decían cosas preciosas y miraban con esos ojos aterciopelados que a las jóvenes de entonces nos volvían locas. No tuve que preguntar a mi padre quién era el elegido porque él me lo dijo antes: Didier D’Orleac. Se me paró el corazón y la sangre se congeló en mis venas.

—No, por favor no, padre —supliqué—. Didier no. Cáseme usted con cualquier otro, pero con ese no.

—Te casarás con quien yo diga —respondió mi padre.

—No me casaré con ese hombre jamás —añadí con determinación—. Es un cerdo, viscoso y asqueroso.

—No tengo más que decir —concluyó mi padre—. El sábado próximo vendrán a pedirte.

—El sábado próximo no estaré aquí —añadí—, y mañana tampoco.

Salí del comedor dando un portazo. Mi padre siguió cenando impasible. Mi madre quiso salir tras de mí, pero mi padre se lo impidió.

—Siéntate, Marie. Te prohíbo que te levantes —le ordenó con firmeza.

A solas en mi habitación lloré de rabia, empecé a preparar algo de ropa porque estaba decidida a marcharme antes que casarme con eso que no merecía el nombre de hombre. Acudieron a mi mente todos aquellos recuerdos que no había conseguido olvidar en los últimos siete años. Didier era hijo de uno de los joyeros más importantes de París, nuestros padres hacían negocios juntos y eran amigos. Un día vinieron a tomar café. La señora D’Orleac y mi madre, en un extremo del salón, hablaban de sus cosas; en el otro extremo, mi padre y el señor D’Orleac hablaban de negocios; y mi hermano Jacques, aunque solo tenía trece años, y Didier que ya tenía veinte y acababa de regresar de estudiar en Inglaterra, participaban como oyentes en la conversación, pues ambos padres tenían mucho interés en que sus hijos fuesen aprendiendo el funcionamiento de los negocios; yo tenía solo diez años, así que no tenía que estar allí. Yo jugaba en el jardín con mis muñecas cuando vi que Didier estaba contemplándome por la ventana. Tuve miedo de la forma en que me miraba, así que recogí mis muñecas y me fui a jugar a la parte posterior de la casa que no era visible desde el salón. En realidad, aquel espacio era del servicio; allí tendían la ropa, estaba el cuarto de la jardinería y el de la leña, y un pequeño corral con faisanes que mi madre conseguía criar y que eran la admiración de los comensales cuando daban alguna cena. No le oí llegar ni sé por dónde vino, solo sentí cómo Didier me levantaba del suelo y me metía en el cuarto de la jardinería. Empecé a gritar, pero él me dio un bofetón que me tiró al suelo; empezó a besarme y a sobarme mientras me levantaba el vestido e intentaba quitarme la ropa interior. Te ahorro más detalles que no quiero recordar. Gracias a Dios, Emile, el jardinero, oyó mis gritos, apareció y me quitó de encima a ese energúmeno antes de que consiguiera lo que quería y lo lanzó contra la pared. Didier se levantó mientras Emile, con el puño dispuesto para golpearle, hizo un esfuerzo para reprimir su rabia. Didier no dijo nada, nos miró a mí y a Emile, sonrió con la expresión cínica del que se sabe impune y se marchó.

Ninette vino a nuestro encuentro desde la cocina, asustada también por mis gritos y mi llanto, me abrazó con lágrimas en los ojos, dio un abrazo agradecido a Emile y me llevó a casa. Me dio un baño para relajarme y, como yo no quería quedarme sola, estuvo conmigo hasta que oyó que mi madre la llamaba. Entonces tuvo que dejarme, aunque yo todavía estaba muy asustada. Al cabo de un rato mi madre subió a mi habitación, me abrazó y se quedó conmigo hasta que me dormí. Ninette se lo había contado todo.

No sé a qué hora me desperté, era noche cerrada todavía. Oí a mi padre y a mi madre discutir en su alcoba, luego un golpe seco y algo que caía al suelo. Al día siguiente mi madre tenía un ojo y un pómulo morados, y Emile había sido expulsado de la casa. No sé lo que Didier contaría, pero, desde luego, mi padre le creyó. Poco después fui enviada a un colegio en Suiza y allí permanecí los siguientes seis años. Al regresar, en mi fiesta de bienvenida estaba Didier, con su odiosa mirada. Terminada la cena, pretexté cansancio y me retiré. Cada vez que los D’Orleac venían a casa, yo procuraba cualquier excusa para no aparecer. Mi padre nunca me reprochó esas ausencias; por eso la noche en que me comunicó que Didier iba a ser mi marido, no me lo esperaba. Pero mi decisión era firme, prefería morir a casarme con ese degenerado, así que terminé de preparar lo indispensable y esperé a que todos estuviesen dormidos para escapar sin que me oyeran. A pesar de los nervios conseguí adormecerme de madrugada y desperté a las cinco y media. Un silencio absoluto reinaba en la casa. Pensé salir por la parte de atrás, puesto que el cuarto de mis padres daba a la fachada principal y así habría menos riesgo. Cuando llegué a la cocina Ninette me esperaba dormitando sobre la mesa junto a una vela, pero se espabiló cuando me oyó. Había un pequeño paquete y un sobre.

—Señorita…

—Ninette, ¿qué haces despierta?

—Estaba esperándola, señorita. Le he preparado algo para comer; además, tengo que darle este sobre de parte de su hermano.

—¿De mi hermano?

—Sí, señorita. Me ordenó poner en la cafetera polvos de los que toma la señora para dormir. Todos tomaron café como cada noche, pero yo debía permanecer despierta, me dijo él, para darle esto a usted cuando se marchara.

Me dio el sobre que contenía algo de dinero y una breve nota de mi hermano: “Espero que cuando te vayas estemos todos narcotizados todavía. Llévate este dinero, no es mucho, pero es todo lo que tengo. Eres muy valiente, te admiro. ¡Ojalá fuese capaz de irme yo también! Un beso y buena suerte”. Ninette me dio un segundo sobre, esta vez suyo, que contenía una estampa de Santa Bárbara, de quien ella era muy devota, un billete de cinco francos que eran parte de sus ahorros y que no consintió que le devolviera, y una dirección en Marsella con una nota.

—Tómela usted, señorita. Allí vive una tía mía. En esa nota le digo que es usted una amiga a quien quiero muchísimo para que la ayude como si fuera yo misma. De allí parten barcos para cualquier parte del mundo, por si decide usted salir de Francia.

Ninette me emocionó con su ternura y lealtad.

—Gracias, Ninette. —La abracé con los ojos llenos de lágrimas—. Prometo que te lo devolveré con creces.

—Sea usted feliz, señorita. Sea usted feliz.

Ninette me acompañó hasta la verja trasera, cerrando con cuidado para no hacer ningún ruido. Nos despedimos y, muerta de miedo, pero con decisión firme, me alejé de mi casa en dirección a la estación del ferrocarril. Quisiera seguir escribiendo, pero estoy muy cansada y he de regar mis plantas. Hasta muy pronto.

 

M. B.

 

No podíamos quedarnos sin conocer el resto de la historia, así que Roxanne trajo la siguiente carta mientras yo pedía un par de cafés. Pronto estuvimos de nuevo inmersas en el relato de Margueritte.

 

Querida sobrina:

 

 

Lamento haber tenido que interrumpir la narración de los acontecimientos de aquella noche, pero aquí estoy de nuevo, dispuesta a continuarla donde la dejé.

Aún no había amanecido y ya la estación estaba abarrotada de soldados que se incorporaban a sus filas y de otros que regresaban al frente tras una convalecencia más o menos larga; casi todos estaban acompañados de familiares que habían ido a despedirlos. Además, había muchos médicos y enfermeras que también marchaban a la contienda.

Por fin conseguí llegar a la taquilla, saqué un billete para Marsella, localicé el andén donde estaba el ferrocarril y me subí en él. No era muy probable, pero no quería encontrarme con ningún conocido que pudiera avisar a mi padre dónde me encontraba. Aunque menos probable aún era que un hombre tan orgulloso como él viniera a buscarme después de haberle desobedecido.

El tren se puso en marcha y poco a poco fue abandonando París. Pude ver la Torre Eiffel que, desde la exposición de 1889, se había convertido en todo un símbolo de la ciudad; me emocioné al pensar que no sabía cuándo volvería a contemplarla. París se fue quedando muy lejos, sentí un cansancio supremo y con el rítmico traqueteo del tren me quedé dormida.

—Billetes, por favor. Billetes, por favor.

Me despertó la voz del revisor. Saqué mi billete y se lo entregué cuando estuvo a mi lado.

—Este billete es para Marsella —dijo.

—Sí, así es —confirmé.

—Pero este tren va a Metz.

—¿Metz? ¿A Alsacia? Pero no es posible, tiene que haber un error. Yo tomé el tren de Marsella, en el andén cuatro.

—¿El andén cuatro? No contó usted bien, señorita. Subió usted al tren del andén cinco, este, y va a Metz.

Tras el susto inicial, miré por la ventanilla mientras mi cabeza cavilaba. Alsacia era una zona muy peligrosa, tanto los alemanes como los franceses la considerábamos parte de nuestro territorio nacional, pero, ¿qué territorio es seguro durante una guerra? Marsella o Metz, ¡qué más daba!, existía la posibilidad de morir en un bombardeo antes de que acabara el día.

—Bueno —dije decidida—, pues a Alsacia. ¿Tengo que pagar más?

El revisor me miró curioso, luego picó el billete y dijo:

—No, señorita. Así, está bien.

Cuando se marchó y dejó de taparme la visión, observé que el vagón estaba lleno de enfermeras con sus uniformes y cofia blancos, y con la capa azul. Sin pensarlo mucho me levanté, me dirigí a la que parecía mayor y le dije con decisión:

—Quiero ser enfermera.

—Eres muy joven —dijo aquella mujer mirándome con detenimiento, pues vestida y peinada con tanta sencillez aparentaba menos edad de la que tenía.

—Puedo morir hoy mismo —contesté—. Si tengo edad para morir, también la tengo para ser enfermera.

—¿Dónde está tu familia?

—Ya no tengo familia —contesté sin poder reprimir una lágrima.

—¿Sabes algo de enfermería?

—No, pero aprendo rápido.

—Esto es muy duro, ¿sabes? —me advirtió.

—No creo que sea peor que lo que dejo atrás.

—Vamos a ver a la enfermera jefe —dijo cogiéndome del brazo—, te dará un uniforme y te pondrá con las novatas.

Y sujetándonos para no caernos con los bandazos del tren, fuimos a ver a la enfermera jefe.

Permíteme dejarlo aquí por ahora; como ya te dije, me canso pronto, pero continuaré mañana. Hasta entonces, recibe un beso de tu tía.

 

M. B.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Roxanne y yo permanecimos unos instantes en silencio. Tras un suspiro, Roxanne dijo:

—Me parece que nuestra tía bisabuela Margueritte no tuvo una vida fácil ni convencional.

—Estoy de acuerdo —contesté.

—Aunque mirándolo bien, la vida es fácil y difícil. Hay épocas muy buenas y otras que pueden ser horribles, ¿verdad, Juliette?

—Sí. —Sabía que se refería a mí.

—Todos necesitamos un tiempo de duelo, pero para seguir adelante hay que dejar marchar el pasado y centrarse en el presente. El futuro ya llegará, cuando llegue será presente y eso es lo único que tenemos, lo único real. Juliette, por si no te has dado cuenta, la vida te está compensando. Ábrete a vivir, eres una mujer muy afortunada y esto no está pasando por casualidad.

No contesté. Mi presente hasta entonces había sido el vacío, la nada. Permanecí con la vista perdida en algún punto lejano de aquel jardín.

—Te mereces esta oportunidad —continuó mi hermana—, ¡aprovéchala!, no dejes que se te escape. Vive, disfruta y no te pierdas nada de lo que tienes ahora.

—Dudo que esto sea real.

—¿Por qué la mayoría de las personas somos capaces de vivir intensamente el dolor y la amargura, pero cuando se trata de la felicidad y de cosas buenas vamos con tantos escrúpulos?

Yo permanecí en mi mutismo mientras ella, más práctica, añadió:

—Vamos al spa y que nos den un buen masaje; y si el masajista es atractivo, mejor.

Me consideré afortunada por tener de hermana a Roxanne y me propuse seguir su consejo.

Poco después un mensaje de la notaría me citaba a las nueve de la mañana en el Banco de Francia para el tema del montante en metálico.

A las nueve, puntuales, mi hermana y yo estábamos en la puerta del banco. Nos esperaba un empleado de la notaría que era abogado. Nos explicó que Margueritte Bouvier-Bernard tenía depositado en aquel banco el dinero que me legaba y que debíamos abrir allí una cuenta nueva para traspasar el dinero de la cuenta de Margueritte o, si lo preferíamos, elegir otra entidad bancaria. El Banco de Francia me pareció bien, así que él se dirigió al empleado encargado de esos trámites y sacó de un portafolios todos los documentos requeridos. El trámite me pareció muy largo; quise que Roxanne y August constasen como autorizados en la cuenta y así se hizo. Tardamos casi dos horas en terminar a falta de la firma de mi hermano, que tendría que venir a Périgueux lo antes posible. A partir del día siguiente ya podría disponer de efectivo. Al salir del banco pregunté al abogado a cuánto ascendía lo que tenía que pagar en impuestos; cuando lo supe me quedé blanca pues el pago reduciría mi fortuna en un treinta por ciento. Mi hermana notó que me empezaba a faltar el aire y apresuró nuestra despedida del abogado. Luego fuimos caminando junto al río en un silencio que ella rompió cuando dijo:

—Parece que, en vez de haber recibir una herencia, te hubieran robado.

—Una vez que cumpla con la ley y os devuelva lo que os debo no me va a quedar dinero para arreglar la casa.

—Espero que no seas de las que no gastan para que no se acabe. ¿De verdad te has decidido a arreglar la casa?

—Sí, creo que debo quedarme aquí y empezar una vida nueva, como tú dices. Al fin y al cabo, en París ya no tengo trabajo ni amor. August no permanece allá y aquí tú puedes venir con frecuencia… Espero.

—No lo dudes. Creo que es la mejor decisión que puedes tomar; pero recuerda, sin prisa, tienes todo el tiempo del mundo.

Roxanne regresó a París ese mismo día. No sabía cuánto tardaría en volver a Périgueux, porque según me comentó, tenía asuntos por resolver, aunque no me dijo cuáles. Quedamos en llamarnos todas las noches a las ocho para leer las cartas. Cuando regresé al hotel, tuve una enorme sensación de desamparo, ella había sido siempre mi apoyo; desde que yo era pequeña, me ayudó en todo lo que me costaba, era decidida y fuerte, parecía que no le temía a nada. Cuando yo tenía seis años y ella dieciséis, mi hermana era la persona que yo más admiraba, la que yo quería llegar a ser.

Empecé a sentir una profunda tristeza y el dolor en el pecho que me producía la ansiedad, pero esta vez no me dejé arrastrar por ellas, supuse que iban a continuar conmigo mucho tiempo, así que sería mejor dejar de pelear. Como si de dos vecinas molestas se tratara, me propuse no prestarles atención. Desbloqueé el teléfono y busqué un número en los contactos, esperando que Odalys no lo hubiese cambiado.

—¡Juliette! —Su sorpresa fue mayúscula—. ¿cómo estás? Hace tanto que no sé de ti. Me alegra mucho que me llames.

Su voz sonaba conmovida, noté que estaba emocionada.

—Hola, Odalys, estoy bien. ¿Cómo estás tú? —Aunque no era nada original, ni era lo que me habría gustado decirle, añadí con un nudo en la garganta—: Me alegro mucho de oírte.

Sin más preámbulos ella abordó el tema que nos había alejado y que dejamos sin resolver dos años atrás.

—Me sentí muy mal después de todo aquello. Yo sabía que eras inocente y se lo dije a todo el mundo. Cuando te negaste a hablar conmigo se me partió el corazón.

—Lo sé —añadí apesadumbrada—. Por eso necesito pedirte perdón y que vuelvas a ser mi amiga. No fui muy justa contigo. Tú no tuviste culpa de nada. Perdóname.

—¡Oh! ¡Qué alegría Juliette! ¿Cuándo nos vemos?, ¿quieres que pase mañana por tu casa? Tenemos mucho que contarnos, podríamos comer juntas.

—Odalys —contesté—, estoy en Périgueux y de momento no puedo moverme de aquí.

—¿En Périgueux?, ¿y ahí qué se te ha perdido?

—No se me ha perdido nada. Más bien he encontrado algo, pero es un poco largo de contar. Solo quería saber si sigues queriendo ser mi amiga.

—Pues claro que sí, tonta —contestó Odalys, quien ahora volvía a ser la persona alegre y jovial que yo conocía—. ¿Cuándo podremos vernos?

—¿Cuándo libras?

—El próximo fin de semana.

—Pues si te apetece ven aquí y pasamos juntas un fin de semana tranquilo, aunque aún no sé muy bien dónde podríamos alojarnos.

—Mejor. ¡A la aventura! Las dos juntas, como en los viejos tiempos. Gracias por llamarme. Te he echado mucho de menos.

—Yo también, Odalys. Yo también.

Tras conversar con mi amiga me sentí más ligera, como si me hubiese quitado una carga y decidí hacer varias cosas al día siguiente. Amanecí descansada, metí todas mis cosas en la bolsa