Princesa temporal - Olivia Gates - E-Book
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Princesa temporal E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

¿Se entregaría a la pasión del príncipe de nuevo? Cuando el rey ordenó al príncipe Vincenzo D'Agostino que se casara, él supo que solo había una mujer posible: Glory Monaghan, la amante que lo había traicionado seis años antes. Así, complacería al regente y conseguiría a la mujer que no podía olvidar. La propuesta de Vincenzo era lo último que Glory esperaba, porque sentirse rechazada por él años antes casi la había destruido. Pero no tenía otra opción. Convertirse en la esposa de Vincenzo salvaría a su familia.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Olivia Gates

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Princesa temporal, n.º 2003 - octubre 2014

Título original: Temporarily His Princess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4881-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Seis años antes

Vincenzo se quedó paralizado al oír la puerta. Ella estaba allí. Los músculos se le tensaron. La puerta se cerró de golpe y se oyeron unos pasos rápidos.

Sus guardas no lo habían alertado. No había sonado ningún timbre. Ella era la única a quien había dado llaves y acceso ilimitado a su ático.

Le había dado más que acceso a su espacio personal, le había otorgado dominio sobre sus prioridades y pasiones. Era la única mujer en la que había confiado plenamente. La había amado.

Y todo había sido una mentira. Sintió un pinchazo acerado en el estómago. Ira. Sobre todo, ira contra sí mismo.

Incluso tras tener pruebas de su traición, se había aferrado a la idea de que ella podría darle explicaciones. Tal era el poder que tenía sobre él.

Eso debería haberlo alertado. Era desconfiado por naturaleza. Nunca había dejado que nadie se le acercara. Ya como príncipe de Castaldini, había sospechado de las intenciones de la gente. Tras convertirse en un investigador estrella en el campo de las energías alternativas, había perdido la esperanza de tener una relación genuina.

Hasta que había llegado ella. Glory.

En cuanto la vio, sintió una atracción irresistible. Desde su primera conversación se había sumergido en un pozo de afinidad, antes desconocida para él. La conexión había sido mágica. Ella había despertado todas sus emociones y satisfecho sus necesidades, físicas, intelectuales y espirituales.

Pero para ella él solo había sido un medio para un fin. Un fin que había conseguido.

Tras quedar casi devastado por el fuego de la agonía, la lógica había ganado la batalla. Buscar venganza solo habría acrecentado los daños, así que optó por dejar que el dolor lo consumiera. Se había ido sin decirle una palabra.

Pero ella no lo había dejado irse sin más. Sus constantes mensajes habían pasado de la preocupación al frenesí. Cada uno le rompía el corazón, primero por el deseo de tranquilizarla, después por la furia de haberse dejado engañar otra vez. Hasta que llegó ese último mensaje: desgarrador, digno de una mujer que estuviera loca de miedo por la seguridad de su amante.

Le había causado un dolor tan agudo que había comprendido que solo podía haber una razón tras tanta persistencia: el plan de Glory aún no había triunfado. Incluso si intuía que la evitaba porque sospechaba de ella, parecía dispuesta a arriesgarlo todo para volver a acercarse y concluir lo que había iniciado.

Por eso le había dejado descubrir que había vuelto, sabiendo que correría a arrinconarlo. Pero, a pesar de haberlo planeado, no estaba listo para verla ni para hacer lo que tenía que hacer.

No tendría que haberle dado la oportunidad de volver a invadir su vida. No estaba preparado.

–¡Vincenzo!

Una criatura pálida, que apenas se parecía al ser vibrante que había capturado su cuerpo y su corazón, irrumpió en la habitación.

Con los ojos turbios e hinchados por lo que parecían horas de llanto, lo miró desde el umbral del dormitorio en el que habían compartido placeres inimaginables durante seis meses. De repente, se lanzó hacia él y lo abrazó como si fuera su salvavidas en un naufragio.

Y él supo cuánto la había echado de menos. Anhelaría a esa mujer a la que había amado, pero que no existía, hasta el fin de sus días.

Su mente se deshizo con la necesidad de apretarla entre sus brazos, de inhalar su aroma. Se esforzó para no hundirle las manos en el pelo, atraer su rostro y besarla. Sus labios necesitaban sentir los de ella una última vez.

Como si percibiera que estaba a punto de rendirse, ella le depositó una lluvia de besos en el rostro. La tentación fue como un nudo corredizo alrededor de su cuello. Sus manos se movieron, como si tuvieran voluntad propia, pero las detuvo a tiempo.

–Mi amor, mi amor.

Controlando un rugido, la inmovilizó antes de que le robara la voluntad y la coherencia.

Ella permitió que la apartara y alzó el rostro hacia él. Sus ojos parecían anegados por esos sentimientos que tan bien sabía simular.

–Oh, cariño, estás bien –lo abrazó de nuevo–. Me volví loca cuando dejaste de contestar a mis llamadas. Pensé que había ocurrido algo horrible.

Él comprendió que su estrategia, por lo visto, iba a ser la de simular inocencia hasta el final.

–No ha ocurrido nada –su voz sonó ronca, fría.

–¿Hubo otro fallo de seguridad? ¿Te aislaron para descubrir al culpable de la filtración?

A él lo asombró su audacia. Tal vez se creía demasiado lista para ser descubierta. Si se sentía segura, no se le ocurriría otra razón para que él se mantuviera alejado mientras su equipo de seguridad descubría cómo seguían filtrándose al exterior los resultados de su investigación.

Era mejor así. Le daba la oportunidad perfecta para despistarla.

–No ha habido filtraciones –se esforzó por aparentar serenidad–. Nunca.

–Pero me dijiste… –el alivio inicial dio paso a la confusión. Calló, desconcertada.

Esa, por fin, era una reacción genuina. Él le había contado los incidentes y problemas que había tenido mientras le robaban sistemáticamente el trabajo de su vida. Y ella había simulado angustia e impotencia por sus pérdidas.

–Nada de lo que te dije era cierto. Permití que filtraran resultados falsos. Me complacía imaginar la reacción de los espías cuando se dieran cuenta y el castigo que recibirían por entregar información errónea. Los resultados reales están a salvo, a la espera de que yo esté listo para desvelarlos.

Era mentira, pero esperaba que ella transmitiera la información a quien la hubiera contratado, para que la desecharan sin probarla. La camaleónica mujer ocultó su sorpresa.

–Eso es fantástico pero, ¿por qué no me lo dijiste? –sonó entre insegura y dolida–. ¿Creías que te vigilaban? ¿Incluso aquí? –se encogió–. Una simple nota me habría evitado tanta angustia.

–Le di a todos la versión que necesitaba que creyeran, para convencer también a mis oponentes –apretó los dientes–. Solo las personas en las que más confío saben la verdad.

–¿Y yo no soy una de ellas? –preguntó ella, titubeante, procesando lo que había dicho.

–¿Cómo ibas a serlo? –por fin podía dar rienda suelta a su antipatía–. Se suponía que iba a ser una aventura breve, pero eres demasiado pegajosa; no quise molestarme en poner fin a la relación. Al menos, antes de encontrar a una buena sustituta.

–¿Sustituta? –parecía que acabara de recibir una puñalada en el corazón, pero él no la creyó.

–Con mi agenda, solo puedo permitirme parejas sexuales que hagan mi voluntad. Por eso me convenías, por tu complacencia. No es fácil encontrar esa clase de amantes. Dejo marchar a una cuando encuentro a otra. Como he hecho.

–Lo nuestro no era así –el dolor oscureció sus ojos color turquesa.

–¿Qué creías que era? ¿Un gran amor? ¿Qué te llevó a pensar eso?

–Tú… –sus labios temblaron– dijiste que me amabas.

–Me gustaba tu forma de actuar. Aprendiste a complacerme muy bien. Pero incluso una pareja sexual tan maleable como tú solo puede mantener mi interés un breve periodo de tiempo.

–¿Eso es todo lo que era para ti, una pareja sexual?

–No. Cierto –intentó que la estelar actuación de ella no lo rindiera–. Pareja implica un vínculo significativo. El nuestro no lo era. No me digas que no quedó claro desde el primer día.

Habría jurado que sus palabras la desgarraban como un cuchillo oxidado. Si no hubiera tenido pruebas de su perfidia, la agonía que simulaba habría dado al traste con sus defensas. Pero a esas alturas, solo le endurecía el corazón. Quería verla gritar y deshacerse en lágrimas falsas. Pero ella se limitaba a mirarlo con ojos húmedos.

–Si es una broma, por favor, déjalo… –musitó.

–Vaya. ¿En serio creías que eras algo más que un revolcón para mí?

Ella se estremeció como si la hubiera golpeado. A él le costó controlarse al verla así. Tenía que poner fin a la escena o se rendiría.

–Tendría que haber sabido que no captarías las pistas. Por cómo creías todo lo que decía, quedó claro que careces de astucia. Es obvio que no te convertí en mi directora ejecutiva de proyectos por méritos. Pero empieza a irritarme que actúes como si te debiera algo. Ya pagué por tu tiempo y tus servicios mucho más de lo que valían.

Por fin, las lágrimas se desbordaron, trazando surcos pálidos en sus mejillas.

–La próxima vez que un hombre se vaya, déjalo ir. A no ser que prefieras oír la verdad sobre lo poco que te valoraba…

–Calla… por favor –alzó las manos–. Lo que percibí de ti era real e intenso. Si ya no sientes eso, al menos déjame mis recuerdos.

–Pareces haber olvidado quién soy y el calibre de las mujeres a las que estoy acostumbrado. Tu sustituta llegará en unos minutos. ¿Te apetece quedarte?

Él, pensando que iba a dejar de actuar, le dio la espalda.

–Yo te amaba, Vincenzo –gimió ella, llorosa–. Creía en ti, pensaba que eras un ser excepcional. Pero resulta que usas a la gente. Y nadie lo sabe porque mientes de maravilla. Desearía no haberte conocido y espero que una de mis «sustitutas» te haga pagar por lo que has hecho.

–Si quieres ponerte a malas, que así sea –dijo él, perdiendo los nervios–. Vete o, además de no haberme conocido, desearás no haber nacido.

Sin inmutarse por la amenaza, ella se dio la vuelta y salió de la habitación.

Él esperó a oír el ruido de la puerta al cerrarse. Después, se rindió al dolor.

Capítulo Uno

En el presente

Vincenzo Arsenio D’Agostino miró al rey y llegó a la única conclusión lógica: el hombre había perdido la cabeza.

La presión de gobernar Castaldini al tiempo que dirigía su multimillonario imperio empresarial había podido con él. Porque además, era el marido y padre más atento y cariñoso del planeta. Ningún hombre podía campear todo eso y mantener intactas sus facultades mentales.

Esa tenía que ser la explicación de lo que acababa de decir.

Ferruccio Selvaggio-D’Agostino, hijo ilegítimo, y «rey bastardo» en boca de sus oponentes, torció la boca.

–Cierra la boca de una vez, Vincenzo. Y no, no estoy loco. Busca esposa. Ya.

–Deja de decir eso.

–El único culpable de las prisas eres tú –los ojos acerados de Ferruccio destellaron, burlones–. Hace años que te necesito en este puesto, pero cada vez que lo sugiero en el consejo, les da una apoplejía. Hasta Leandro y Durante hacen una mueca cuando oyen tu nombre. La imagen de playboy que has cultivado es tan notoria que hasta las columnas de cotilleo le quitan importancia. Y esa imagen no sirve en el entorno en el que necesito que actúes.

–Esa imagen nunca te perjudicó a ti. Mira dónde estás ahora. Eres rey de uno de los estados más conservadores del mundo, con la mujer más pura de la tierra como reina consorte.

–Solo me llamaban Salvaje Hombre de Hierro por mi apellido y por mi reputación en los negocios –dijo Ferruccio, divertido–. Mi supuesto peligro para las mujeres era una exageración. No tuve tiempo para ellas mientras me abría camino, y sabes que estuve enamorado de Clarissa seis años antes de hacerla mía. Tu fama de mujeriego no te ayudará como emisario de Castaldini en las Naciones Unidas. Necesitas rodearte de respetabilidad para borrar el hedor de los escándalos que te atribuyen.

–Si eso te quita el sueño, me moderaré –Vincenzo hizo una mueca–. Pero no buscaré esposa para apaciguar a los fósiles de tu consejo. Ni me uniré al trío de esposos dóciles que formáis Leandro, Durante y tú. En realidad, estáis celosos de mi estilo de vida.

Ferruccio le lanzó una de esas miradas que hacía que se sintiera vacío y deseara darle un puñetazo. La mirada de un hombre feliz a quien le parecía patético el estilo de vida de Vincenzo.

–Cuando representes a Castaldini quiero que la prensa se centre en tus logros para el reino, Vincenzo, no en tus conquistas ni en sus declaraciones cuando las cambias por otras. No quiero que el circo mediático que rodea tu estilo de vida enturbie tus negociaciones diplomáticas y financieras. Una esposa demostrará al mundo que has cambiado y apaciguará a la prensa.

–¿Cuándo te volviste tan aburrido, Ferruccio? –Vincenzo movió la cabeza, incrédulo.

–Si preguntas cuándo empecé a defender el matrimonio y la vida familiar, ¿dónde has estado estos últimos cuatro años? Apruebo las bondades de ambas cosas. Y ya es hora de que te haga el favor de empujarte hacia ese camino.

–¿Qué camino? ¿El de «felices para siempre»? ¿No sabes que es un espejismo que la mayoría de los hombres persiguen sin éxito? ¿No te das cuenta de que fue casi un milagro que encontraras a Clarissa? Solo un hombre entre un millón encuentra la felicidad que compartes con ella.

–Dudo de esa estadística, Vincenzo. Leandro encontró a Phoebe, y Durante a Gabrielle.

–Otros dos golpes de suerte. A todos os ocurrieron cosas terribles en vuestra infancia y adolescencia, así que ahora os ocurren cosas muy buenas en compensación. Como mi vida tuvo un inicio idílico, parezco destinado a no recibir nada más, para restablecer el equilibrio cósmico. Nunca encontraré un amor como el vuestro.

–Estás haciendo cuanto puedes para no encontrar el amor, o permitir que te encuentre…

–He aceptado mi destino –lo interrumpió Vincenzo–. El amor no cabe en él.

–Precisamente por eso deseo que busques esposa. No quiero que pases toda la vida sin la calidez, intimidad, lealtad y seguridad que solo proporciona un buen matrimonio.

–Gracias por el deseo. Pero no es para mí.

–¿Lo dices porque no has encontrado el amor? El amor es un plus, pero no es imprescindible. Tus padres empezaron siendo compatibles en teoría y acabaron siéndolo en la práctica. Elige esposa con el cerebro y las cualidades que te atrajeron tejerán un vínculo que se reforzará con el tiempo.

–¿Eso no es hacer las cosas al revés? Tú amabas a Clarissa antes de casarte.

–Eso creía. Pero lo que sentía por ella era una fracción de lo que siento ahora. Según mi experiencia, si tu esposa te gusta un poco al principio, tras un año de matrimonio estarás dispuesto a morir por ella.

–¿Por qué no reconoces que eres el tipo con más suerte del mundo, Ferruccio? Puede que seas mi rey y que te haya jurado lealtad, pero no te conviene restregarme tu felicidad. Ya te he dicho que es imposible que yo encuentre algo similar.

–Yo también creía que la felicidad no estaba a mi alcance, que siempre estaría vacío emocional y espiritualmente, sin acceso a la mujer a quien amaba e incapaz de conformarme con otra.

Vincenzo se preguntó si Ferruccio había sumado dos y dos y comprendido por qué él estaba tan seguro de que nunca encontraría el amor. Sintió una punzada de amargura y tristeza.

–Pronto cumplirás los cuarenta…

–¡Tengo treinta y ocho! –protestó Vincenzo.

–… y llevas solo desde que fallecieron tus padres, hace dos décadas –concluyó Ferruccio.

–No estoy solo. Tengo amigos.

–Para los que no tienes tiempo y que no tienen tiempo para ti –Ferruccio alzó la mano para silenciarlo–. Crea una familia, Vincenzo. Es lo mejor que puedes hacer, por ti y por el reino.

–Lo siguiente será que me elijas esposa.

–Si no lo haces tú cuanto antes, lo haré yo.

–¿Te aprieta demasiado esa corona que llevas hace cuatro años? –rezongó Vincenzo–. ¿O acaso la dicha doméstica te ha ablandado el cerebro?

Ferruccio se limitó a sonreír. Vincenzo supo que no tenía escapatoria. Era mejor rendirse.

–Si acepto el puesto… –suspiró.

–Si ese si implica una negociación, no la habrá.

–… será solo durante un año.

–Será hasta cuando yo diga.

–Un año. Innegociable. No habrá más escándalos en la prensa, así que lo de la esposa…

–También innegociable. «Busca esposa» no es una sugerencia o una petición. Es un edicto real –Ferruccio esbozó su sonrisa de «punto y final».

Ferruccio había aceptado que Vincenzo ocupara el cargo un año, siempre que adiestrara a un sustituto. Pero no había cedido respecto a la esposa. Vincenzo se había quedado atónito al leer el edicto real que exigía que eligiera y se casara con una mujer adecuada en dos meses.

Eso se merecía una carta oficial de su corporación diciéndole a Ferruccio que esperase sentado. De ningún modo iba a elegir «una mujer adecuada». Ni en dos meses ni en dos décadas. No la había. Igual que Ferruccio, era hombre de una sola mujer, y la había perdido.

De repente, la mente se le iluminó. Llevaba años siguiendo una táctica errónea. En vez de luchar contra lo que creía había sido el peor error de su vida, tendría que haber aceptado sus sentimientos y dejar que siguieran su curso, hasta purgarlos para siempre.

Había llegado el momento perfecto para ello. Dejaría que esos sentimientos trabajaran a su favor. Los labios se le curvaron en una sonrisa; volvía a sentir la emoción, energía y afán de lucha que no había sentido en los últimos seis años.

Solo necesitaba datos recientes sobre Glory para usarlos a su favor. Ya tenía suficientes para realizar una opa hostil, pero contar con más munición no le haría ningún daño.

A ella, bueno, esa era otra historia.

Glory Monaghan miraba asombrada la pantalla de su portátil. No podía estar viendo lo que veía. Un correo electrónico de él. Se estremeció.

«Tranquilízate. Piensa. Debe de ser antiguo».

Pero sabía que era nuevo. Había borrado los antiguos dos meses antes, por error.

Durante seis años, esos mensajes habían pasado de un ordenador a otro. No los había eliminado. Había conservado notas, mensajes de voz, regalos y cuanto él se había dejado en su casa para familiarizarse con cómo funcionaba la mente retorcida de un auténtico desalmado.

Había aprendido mucho gracias a ese análisis. No habían vuelto a engañarla. Nadie se había acercado a ella, punto. Nadie la había sorprendido o herido desde que él lo hiciera.

Cerró los ojos con la esperanza de que el correo desapareciera. Cuando los abrió, seguía allí. Un mensaje sin leer, más oscuro e intenso que los demás, como si pretendiera amenazarla.

El asunto era: «Una oferta que no podrás rechazar». La asaltó un tornado de incredulidad.

Fuera lo que fuera, el mensaje tenía que ir directo a la papelera. Una vocecita interior le advirtió: «Si haces eso, te volverás loca preguntándote qué decía». Pero si lo abría y leía algo desagradable, sería aún peor. En aras de su paz mental, debía borrarlo sin más dilación.

El bastardo había cruzado el tiempo y el espacio para manejarla como a una marioneta. Un simple mensaje con un título insidioso la había devuelto a la vorágine de aquella época, como si nunca hubiera salido de ella.

Tal vez no había salido, solo había simulado haber vuelto a la normalidad. Quizás necesitara un golpe para cambiar. Si era de él, le daría fuerzas para enterrar su recuerdo de una vez por todas.

Abrió el correo y miró la firma. Era de él. El corazón se le desbocó antes de leer las dos frases que lo componían.

Puedo enviar a tu familia a prisión de por vida, pero estoy dispuesto a negociar. Ven a mi ático a las cinco de la tarde, o entregaré la evidencia que tengo a las autoridades.

A las cinco menos diez, Glory subía al ático de Vincenzo, envuelta en recuerdos que la ahogaban.

Su mirada recorrió el ascensor que había usado a diario durante seis meses. Parecía que aquello lo hubiera vivido otra persona. En realidad, entonces había sido otra. Tras una vida entregada a los estudios, había alcanzado la edad de veintitrés años sin la menor destreza social y con la madurez emocional de alguien una década más joven. Había sido consciente de ello, pero no había tenido tiempo de dedicarse a nada que no fuera su crecimiento intelectual. Cualquier cosa para no seguir los pasos de su familia: una vida de malas apuestas y fallida búsqueda de oportunidades. Ella quería una vida estable.

Esa había sido su meta desde la adolescencia. Había creído alcanzarla al graduarse la primera de su clase y concluir un máster con matrícula de honor. Todo el mundo había vaticinado que llegaría a ser la mejor en su campo.