Profunda atracción - Nuestra noche de pasión - Catherine Mann - E-Book

Profunda atracción - Nuestra noche de pasión E-Book

Catherine Mann

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Beschreibung

Profunda atracción Catherine Mann Cuando la princesa Mariama invadió la habitación del hotel del doctor Rowan Boothe huyendo de la prensa, la paz y tranquilidad de aquellas festividades desaparecieron para él. Habían tenido algunos desacuerdos profesionales en el pasado, por eso Rowan no tenía intención de verse implicado en sus problemas… hasta que se toparon con un bebé abandonado. En ese momento se dio cuenta de que necesitaba la ayuda de Mariama y pronto descubrió que no era una princesa malcriada, sino una mujer muy deseable. Nuestra noche de pasión Catherine Mann Nadie conocía a Elliot Starc mejor que Lucy Ann Joyner. Sin embargo, después de una inconsciente noche de pasión, su amistad quedó completamente destrozada. Cuando Elliot se enteró de que Lucy había tenido un hijo suyo, decidió que quería una segunda oportunidad. Deseaba la posibilidad de convertirse en el padre que él nunca tuvo y de que la amistad llegara a ser algo más. Sin embargo, ¿podría Lucy perdonar los errores que él había cometido y creer que deseaba mucho más que un matrimonio por el bien de su hijo?

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Seitenzahl: 339

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 466 - febrero 2021

© 2013 Catherine Mann

Profunda atracción

Título original: Yuletide Baby Surprise

© 2013 Catherine Mann

Nuestra noche de pasión

Título original: For the Sake of Their Son

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014 y 2015

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1375-163-4

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Uno

La doctora Mariama Mandara nunca había tenido mucho éxito en las clases de gimnasia. Lo cierto era que el atletismo no era lo suyo. Sin embargo, cuando se trataba de deletrear palabras, exponer investigaciones y ganar competiciones de matemáticas, había sido la mejor.

Por desgracia, sus cualidades académicas no le servían de nada para correr más deprisa por el pasillo del lujoso hotel.

Necesitaba darse más prisa que nunca para escapar de los mirones que la acosaban en aquel complejo turístico en la costa de Cabo Verde. Ella se alojaba en Santiago, la mayor de las islas que formaban una especie de Hawái africano.

Pero, por mucho que intentara esconderse, sus acosadores estaban demasiado ansiosos por capturar una foto de la princesa. ¿Por qué no podían aceptar que su presencia allí no era para hacer relaciones públicas, sino para asistir a una conferencia de trabajo?

Jadeando, Mari tropezó con una palmera decorada con luces de Navidad. Dar esquinazo a voraces perseguidores no era tan fácil como parecía en las películas, sobre todo, si no se era experta en volar edificios por los aires ni en saltar por las ventanas. Las escaleras estaban bloqueadas por una pareja de turistas que leía un mapa de la ciudad. Un carrito de la limpieza tapaba la otra salida. Solo podía seguir hacia delante.

Recuperando el equilibrio, continuó caminando deprisa. Si corría, llamaría más la atención o acabaría de bruces en el suelo. Quería que aquel congreso médico terminara cuanto antes y regresar a su laboratorio de investigación, donde podía refugiarse de la locura de las Navidades, enfrascándose en sus estudios.

Para la mayoría de la gente, la Navidad significaba amor, paz y familia. Pero, para ella, esa fechas solo despertaban cruentas rencillas familiares, incluso veinte años después del divorcio de sus padres. Si su madre y su padre hubieran vivido cerca o, al menos, en el mismo continente, las vacaciones no habrían sido tan difíciles. Sin embargo, habían jugado al tira y afloja con sus hijos en una interminable batalla transcontinental durante décadas. De niña, se había pasado más tiempo en el aeropuerto y en los aviones que celebrando las fiestas junto a la chimenea. Incluso, en una ocasión, había tenido que celebrar la Nochebuena en un hotel, cuando su vuelo de conexión había sido cancelado por la nieve.

Por eso, desde que había llegado a la edad adulta y había tomado el control de su vida, Mari prefería que la Navidad fuera lo más sencilla posible.

Aunque la sencillez no estaba siempre al alcance de la mano de una princesa. Su madre se había derrumbado bajo la presión constante que suponía ser la esposa de un príncipe en el oeste africano y había regresado a su Atlanta natal. Mari, sin embargo, no podía divorciarse de sí misma.

Si, al menos, su padre y sus súbditos comprendieran que la mejor manera en que podía servir a su pequeña región era a través de su investigación científica y no sonriendo ante las cámaras y asistiendo a ceremonias de alto rango… Ella prefería las ropas cómodas y sin artificios, en vez de la sofisticada etiqueta real.

Al fin, vio una escalera de servicio despejada y comenzó a subir. Solo necesitaba llegar a la quinta planta, donde estaba su habitación y podía esconderse durante el resto del día antes de acudir a las demás conferencias del simposio. Agotada después de catorce horas de presentaciones de su investigación sobre medicamentos antivirales, estaba hecha un desastre y no tenía ni pizca de ganas de sonreír ni de ser tomada por sorpresa por las cámaras de los móviles de sus admiradoras adolescentes.

Agarrada a la barandilla, comenzó a subir a toda velocidad. Se detuvo solo un momento en el tercer piso, para tomar aliento. Nada más abrir la puerta que daba a la quinta planta, se topó con una mujer y su hija adolescente. Cuando la chica se giró para mirarla mejor, como si la hubiera reconocido, Mari le volvió la espalda y comenzó a caminar en sentido contrario.

Maldición, se dijo. No podía darse la vuelta para encaminarse a su habitación hasta que no estuviera segura de que el pasillo estaba despejado. Si, al menos, tuviera algún disfraz que pudiera hacerle pasar desapercibida…

Entonces, por el rabillo del ojo, vio que a su lado estaba la solución perfecta. Un carrito del servicio de habitaciones. Miró alrededor para ver si había alguien de uniforme, pero solo vio a una camarera retirándose.

Mordiéndose el labio un momento, levantó una esquina de la tapa de la bandeja y se le hizo la boca agua al ver un plato de cordero al azafrán y, de postre, tiramisú. Por un momento, estuvo tentada de esconderse con el carrito en un armario y devorarlo todo, pues estaba hambrienta después de un largo día dando conferencias. Cuanto antes pudiera llegar a su habitación, antes podría relajarse, darse una ducha caliente y pedir su propia cena, pensó.

Y llevar aquel carrito era el mejor disfraz que tenía a mano. Incluso había una chaqueta de camarera colgada en el manillar y una hoja de entrega, donde se explicitaba que la suite A5 era la destinataria de aquellos suculentos manjares.

El sonido de las puertas del ascensor abriéndose le hizo entrar en acción sin pensarlo más.

Mari se puso la enorme chaqueta color verde sobre su traje negro. Un gorro de Papá Noel rojo se cayó del bolsillo de la chaqueta y se lo colocó también, pensando que así se camuflaría todavía mejor. Acto seguido, comenzó a empujar el carrito por el pasillo.

–¿La veis? –preguntó una adolescente en portugués–. Dicen que la han visto subir al quinto piso.

–¿Estás segura de que no era el cuarto? –preguntó otra a su vez.

–Muy segura. Preparad el teléfono. Podemos vender estas fotos por una fortuna.

Mari empujó el carrito, bajando la cabeza. Su única oportunidad era entrar en la suite A5, que estaba a unos pasos de ella. Las adolescentes se acercaban.

–Igual podemos preguntar a esa mujer que lleva el carrito si la ha visto…

A Mari se le pusieron los pelos de punta. La cosa podía ser peor de lo que había pensado si la fotografiaban disfrazada.

Sin pensárselo más, llamó a la puerta.

–Servicio de habitaciones.

Nadie respondió. El riesgo de tener que ocultar su identidad ante una persona le parecía menos grave que quedarse allí en el pasillo y tener que enfrentarse a un implacable grupo de jovencitas.

Justo cuando iba a entrar en pánico, se abrió la puerta de la habitación. Sin levantar la cabeza, Mari entró, dejándose envolver por un aroma a jabón masculino.

Entró tan deprisa que se tropezó con el carrito. No era algo muy digno de una princesa, pero ella nunca había sido una chica glamurosa.

A pesar de la urgencia por escapar de sus perseguidoras, le picó el aguijón de la curiosidad. ¿Quién sería el hombre que ocupaba aquella suntuosa suite y olía tan bien?

Sin embargo, Mari no se atrevió a mirarlo. Con la cabeza gacha, echó un vistazo a su alrededor, para ver si había alguien más. Aunque la comida que había pedido era solo para uno. La habitación parecía vacía, con la iluminación baja. Las persianas de los enormes ventanales estaban levantadas y fuera brillaban la luz de la luna y las estrellas. En la costa, las palmeras se mecían con la suave brisa nocturna y algunos yates flotaban rozando el horizonte.

–Se lo prepararé en la mesa –indicó ella, tras aclararse la garganta.

–Gracias –repuso una voz familiar–. Pero puedes dejar el carrito ahí junto a la chimenea.

Mari necesitó menos de un segundo para identificar aquel profundo tono de voz y se quedó petrificada.

El destino debía de estar carcajeándose de ella. Acababa de escapar de una humillación segura para verse atrapada en otra mayor. De todas las habitaciones del hotel, tenía que haber elegido precisamente la del doctor Rowan Boothe, su mayor enemigo profesional.

Hacía pocas horas, ella había ridiculizado los inventos de aquel hombre en público.

¿Qué diablos estaba haciendo él allí? Mari había revisado la lista de participantes y no había visto su nombre.

Entonces, oyó sus pasos acercándose. Su aroma la envolvió. Ella mantuvo la mirada baja, rezando porque no la reconociera.

–Lo dejaré aquí entonces. Que tenga un buen día.

Pero el alto y musculoso cuerpo de él le bloqueó el camino. Le clavó los ojos en el pecho. Sonrojándose, recordó la última vez que lo había visto, en una conferencia en Londres hacía cinco meses. Pero no había podido olvidar su atractivo rostro bañado por el sol, su pelo color arena, ondulado y un poco largo, como el de un hombre demasiado sumergido en sus investigaciones como para molestarse en ir a la peluquería.

–Señorita, ¿hay algún problema? –preguntó él, inclinando la cabeza para poder verla.

Debía mantener la calma, se dijo Mari. Lo más probable era que no la reconociera.

–Feliz Navidad –dijo él, tendiéndole una propina en la mano.

Si no tomaba el dinero, resultaría sospechoso, pensó ella. Así que agarró los billetes doblados, con mucho cuidado de no rozarle.

–Gracias por su generosidad.

–De nada.

La suya era una voz demasiado aterciopelada y envolvente, sobre todo, cuando provenía de un cuerpo tan perfecto. Soltando aire, Mari se volvió hacia la puerta y agarró el picaporte para abrir y salir.

–Doctora Mandara, ¿te vas tan pronto? –preguntó él con sarcasmo, a pocos centímetros de ella.

Maldición, la había reconocido.

–Y yo que pensé que te habías tomado la molestia de entrar en mi habitación para seducirme… –añadió él, acariciándole la mejilla con su aliento.

El doctor Rowan Boothe esperó que sus palabras causaran el efecto esperado. Mariama Mandara lo excitaba sin remedio cada vez que la veía.

Sin embargo, ella siempre lo había tratado con desdén. Algo que, tal vez, formaba parte de su atractivo.

Cuando Rowan había rechazado su lucrativo puesto de trabajo como médico en Carolina del Norte para abrir una clínica en África, todo el mundo lo había considerado una especie de santo. Pero él tenía dinero de sobra, después de haber inventado un programa de diagnóstico médico por ordenador, un programa que, por cierto, Mari no dejaba de criticar. Por eso, fundar la clínica no le había supuesto ningún sacrificio y él mismo no se consideraba un filántropo. Al contrario, era un hombre acostumbrado a conseguir lo que quería.

Y, en ese momento, quería tener a Mari.

Aunque, por el gesto horrorizado de ella, su insinuación no había tenido mucho éxito.

Mari abrió y cerró la boca un par de veces, como si se hubiera quedado sin palabras. A él no le importaba. Le bastaba con poder disfrutar de contemplarla. Era una mujer esbelta y bien proporcionada, algo que podía adivinarse a pesar de las ropas demasiado grandes que se había puesto.

–Debes de estar de broma –repuso ella–. No creerás que iba a intentar algo contigo y, menos aun, algo tan burdo.

Maldición, la indignación le hacía estar todavía más atractiva, incluso con aquel gorro de Papá Noel, observó él, sin poder dejar de sonreír.

–No te atrevas a reírte –amenazó ella.

–Bonito gorro.

Con una mueca, Mari se quitó el gorro y la chaqueta de camarera de hotel.

–Te aseguro que, si hubiera sabido que estabas aquí, no me habría escondido en esta habitación.

–¿Esconderte?

Cuando vio cómo la blusa blanca se le pegaba a los pechos al quitarse la chaqueta, Rowan no pudo evitar excitarse un poco más. Llevaba más de dos años intentando no sentirse atraído por aquella mujer cada vez que la veía, pero no había podido lograrlo. Ni siquiera le había bajado la libido escuchar cómo ella vilipendiaba en sus conferencias el programa de ordenador que él había inventado. La sonrisa se le desvaneció al recordar cómo Mari lo había acusado de deshumanizar la medicina.

Sin embargo… ¡cómo deseaba hacer que ella perdiera su fría coraza y cerrara los ojos pletórica de placer, agotada de gozar bajo las sábanas!

Diablos. Si no controlaba sus pensamientos, le faltaba muy poco para tener una tremenda erección. Era mejor que se concentrara en la razón que la había llevado a su habitación, se dijo a sí mismo.

–¿Es una especie de espionaje profesional?

–¿De qué hablas? –replicó ella, estirándose la falda, que le llegaba por debajo de la rodilla.

De nuevo, Rowan fantaseó sin remedio con quitarle esa falda y llenarle de besos la sedosa cara interna de los muslos… Se aclaró la garganta.

–No te hagas la tonta. No te sienta bien –señaló él. Sabía que Mari tenía una inteligencia privilegiada–. ¿Esperabas obtener información de la última actualización de mi herramienta de diagnóstico?

–Nada de eso –aseguró ella, colocándose el pelo–. No imaginaba que fueras un paranoico, ya que eres un hombre de ciencia. Bueno, más o menos.

–Así que no has venido buscando información –concluyó él, arqueando una ceja–. ¿Entonces qué haces en mi habitación?

Suspirando, Mari se cruzó de brazos.

–Bien. Te lo diré. Pero debes prometerme que no te reirás.

–Palabra de scout –dijo él, llevándose la mano al pecho.

–¿Has sido boy scout?

Antes de eso, Rowan había ido a un reformatorio del ejército. Sin embargo, no quería recordar esos días en que había hecho cosas por las que nunca podría pagar. Ni aunque se pasara el resto de la vida abriendo una clínica al día. Aunque, al menos, intentaba lavar su conciencia salvando vidas.

–Ibas a contarme qué haces aquí.

Mari se sentó en el brazo del sofá.

–Una bandada de admiradoras reales y de paparazzi me han estado siguiendo para tomarme fotos. Un grupo de adolescentes me estaba esperando con las cámaras de sus móviles listas cuando terminé la última presentación.

–¿Tu padre no te pone guardaespaldas?

–Prefiero no llevarlos –repuso ella con la barbilla levantada, dejando claro por su tono de voz que no estaba dispuesta a discutir el tema–. Me vi acorralada en el pasillo. La camarera que llevaba este carrito se fue a atender una llamada. Me pareció una buena oportunidad para pasar de incógnito.

Su padre debería haberla obligado a llevar guardaespaldas, pensó él.

–Supongo que debería haber sonreído a las cámaras sin más, pero las fotos que me toman no son… profesionales. Tengo mucho trabajo que hacer y una reputación que mantener –afirmó ella, y apretó los labios frustrada–. No quiero participar en ese circo.

Al ver su expresión de agotamiento, Rowan tuvo deseos de darle un suave masaje relajante en los hombros. Aunque ella le respondiera dándole con la bandeja del carrito en la cabeza.

–Pobre princesita –comentó él, dando unos pasos hacia ella.

–No eres muy amable.

–Eres la única que piensa eso.

–Perdona por no pertenecer a tu club de fans –replicó ella, poniéndose en pie con mirada desafiante.

–¿De verdad no sabías que era mi habitación? –preguntó él de nuevo, parado a solo unos pocos centímetros de ella.

–No –negó ella con el pulso cada vez más acelerado–. El carrito tenía este número de habitación, no tu nombre.

–Si hubieras sabido que esta era mi suite… ¿habrías preferido rendirte ante la brigada de fotógrafas adolescentes antes que pedirme ayuda?

–Nunca lo sabremos, ¿verdad? –dijo ella, esbozando una suave sonrisa–. Que cenes bien.

Sin embargo, Rowan siguió bloqueándole el paso.

–Hay comida suficiente para los dos. Podrías acompañarme y esconderte un poco más de tiempo aquí.

–¿Me estás invitando a cenar? –preguntó ella con un brillo de humor en los ojos–. ¿O es que intentas envenenarme?

Rowan alargó la mano y le apartó un mechón de pelo negro de la cara.

–Mari, hay muchas cosas que me gustaría hacer contigo, pero te aseguro que envenenarte no es una de ellas.

Ella lo miró confusa. Al menos, no se rio ni salió corriendo. De hecho, él hubiera jurado que lo estaba mirando con cierto interés. Qué pasaría si…

De pronto, un gemido lo sacó de su fantasía.

El sonido no provenía de Mari.

Ella también miró hacia el carrito de la comida, mientras el quejido se transformaba en un instante en llanto a pleno pulmón.

–¿Qué diablos es eso? –inquirió él, mirando a Mari desconcertado.

–A mí no me mires –repuso ella, alzando las manos.

Con dos grandes zancadas, Rowan llegó hasta el carrito, levantó el mantel y, debajo, encontró un bebé.

Capítulo Dos

El eco de su llanto resonó en la habitación. Mari miró conmocionada al pequeño. Parecía tan indefenso… No debía de tener más de dos o tres meses. Llevaba un pañal, una camisetita blanca y una manta verde enrollada en las piernas.

–Oh, cielos. ¿Es un bebé? –dijo ella, tragando saliva, sin poder creerlo.

–No es un perrito, desde luego –repuso Rowan, y se agachó junto al carrito. Con la maestría de un médico experimentado, tomó al bebé en sus brazos.

El pequeño dejó de dar patadas y apoyó la cabeza con un suspiro en el pecho de Rowan.

–¿Qué hace aquí? –inquirió ella, echándose a un lado para dejar pasar a Rowan, rumbo al sofá.

–No soy yo quien ha traído el carrito –repuso él y le metió el dedo al bebé en la boca con suavidad, como si quisiera comprobar algo.

–Bueno, yo no lo puse ahí.

–¿Está bien? –preguntó ella tras unos segundos en que él seguía examinándolo–. ¿Es niña o niño?

–Niña –informó él, después de volver a colocarle el pañal–. Debe de tener unos tres meses, más o menos.

–Deberíamos llamar a las autoridades. ¿Y si quien lo ha abandonado sigue en el edificio? –señaló ella–. Antes vi a una mujer alejándose del carrito. Pensé que estaba contestando una llamada de teléfono, pero igual era la madre del bebé.

–Habrá que investigarlo. Espero que las cámaras de seguridad lo hayan grabado. Ahora repasa cada detalle de lo que vas a contarle a las autoridades, para que no se te olvide nada –sugirió él con tono profesional–. ¿Viste a alguien más cerca del carrito antes de llevártelo?

–¿No me estarás echando la culpa a mí?

–Claro que no.

Aun así, Mari no pudo evitar sentirse culpable.

–Igual metí la pata al llevarme el carrito. Tal vez no sea un bebé abandonado. ¿Y si su madre solo quería tener a su bebé con ella mientras trabajaba? Debe de estar buscándola como loca.

–O temiendo tener problemas –añadió él con tono seco.

–Tenemos que llamar a recepción ahora mismo –indicó ella.

–Antes de llamar, ¿puedes pasarme la bolsa que había junto a ella en el carrito? Igual tiene alguna pista de quién es. O, al menos, igual hay pañales para cambiarla.

–Claro. Espera.

Mari sacó una bolsa del carrito, dando gracias al cielo porque el bebé estuviera sano y salvo. Solo de pensar que alguien pudiera haberle hecho daño, apretó los dientes con frustración.

Después de entregársela a Rowan, descolgó el teléfono para llamar.

–Un momento, por favor –respondió una voz al otro lado del auricular y, acto seguido, comenzó a sonar un villancico por el hilo musical telefónico.

–Me han dejado la llamada en espera –informó a Rowan con un suspiro.

Él la miró con gesto de desesperación.

–Quien decidiera celebrar un congreso en esta época del año debe de estar mal de la cabeza. El hotel ya estaba lleno de turistas y ahora, encima, también de los asistentes a las conferencias.

–Por una vez, estamos de acuerdo –replicó ella, sin quitarle los ojos de encima al bebé y a Rowan. Con la pequeña en brazos, estaba todavía más atractivo, así que cambió la vista a la ventana, para pensar en otra cosa.

Los jardines del hotel estaban relucientes de decoración navideña. El país de su padre era una mezcla muy heterogénea de religiones y tenía una arraigada tradición cristiana, establecida por los portugueses.

Aunque Mari no solía celebrar en familia aquellas fiestas ni darles demasiada importancia, tampoco podía ignorar por completo el mensaje de paz y amor de la Navidad. Que un padre abandonara a su bebé en esa época del año le parecía especialmente dramático. Ansiando tomar a la niña en sus brazos para protegerla de todo mal, volvió a posar la vista en Rowan.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, al ver que él rebuscaba dentro de la bolsa con el ceño fruncido.

–Puedes dejar de preocuparte porque alguna madre hubiera traído a su hija al trabajo de incógnito –señaló él, mostrándole una hoja de papel–. He encontrado esta nota.

–¿Qué dice? –preguntó ella, corriendo hacia él.

–La madre pretendía dejar el carrito, con la niña, en mi habitación –afirmó él y le tendió la nota–. Lee esto.

Doctor Boothe, es usted famoso por su generosidad. Por favor, cuide de mi niña, Issa. Mi marido ha muerto en un enfrentamiento fronterizo y no puedo darle a Issa lo que necesita. Dígale que la quiero y que pensaré en ella todos los días.

Mari releyó la nota, atónita, sin poder creer que alguien fuera capaz de renunciar a su hijo con tanta ligereza.

–¿La gente suele dejar bebés en tu puerta de forma habitual?

–Ha pasado un par de veces en mi clínica, pero nunca me había pasado algo así –repuso él, y le tendió el bebé–. Toma a Issa mientras llamo por teléfono. Tengo algunos contactos que pueden ayudarnos.

Mari dio un paso atrás.

–No tengo mucha experiencia con bebés.

–¿Nunca trabajaste de niñera cuando ibas al instituto? –preguntó él y se sacó el móvil del bolsillo mientras sujetaba al bebé en el otro brazo–. ¿O las princesas no cuidan niños?

–No fui al instituto. Me llevaron directa a la universidad –contestó ella. Como consecuencia, sus habilidades sociales y su sentido de la moda eran un desastre. Sin embargo, nunca le había importado hasta ese momento, reconoció, alisándose la falda arrugada–. A mí me parece que sujetas a Issa muy bien con un solo brazo.

Y no solo eso. Con la niña en brazos, tenía un aspecto irresistible. No era de extrañar que las revistas del corazón lo hubieran declarado uno de los solteros más deseados.

Sin poder evitarlo, Mari notó que le subía la temperatura. De todos los hombres del mundo, tenía que sentirse atraída precisamente por Rowan.

Debía de ser una cuestión hormonal, se dijo ella. Cualquier hombre en la misma situación la habría hecho sentir así… ¿o no?

Al menos, eso esperaba Mari. Porque no podía haber otra razón para explicar sus sentimientos hacia un hombre tan poco adecuado para ella.

–¿Puedo ayudarle? –respondió al fin la telefonista de la recepción del hotel.

Sí, quiso gritar Mari. Necesitaba que Issa estuviera a salvo. Y poner distancia con ese hombre tan atractivo que tenía delante.

–Sí. Han abandonado a un bebé en la puerta de la suite A5, donde se aloja el doctor Boothe.

No había manera de resolver el misterio de la niña abandonada esa noche, se dijo Rowan. La persona que había dejado a Issa en las manos de un desconocido, amparándose solo en su reputación profesional, debía de andar muy lejos en esos momentos.

Mientras Mari leía los ingredientes de un bote de leche de fórmula, él paseaba con el bebé, después de haberle sacado los gases. También habían pedido más pañales y ropa limpia.

Las autoridades no tenían ninguna noticia de que hubiera desaparecido un bebé que encajara con la descripción de Issa. Tampoco las cámaras de seguridad del hotel habían captado más que la espalda de una mujer alejándose del carrito. Mari había llamado a la policía, aunque no se habían mostrado muy alarmados, teniendo en cuenta que no había ninguna vida en peligro. El que la resolución del caso se retrasara solo daba más oportunidades a la prensa de descubrir la información. Rowan necesitaba tener las cosas bajo control. Sus contactos podían ayudarle con eso, pero no podían solucionar todo el problema.

Antes o después, la policía se presentaría con alguien se los servicios sociales. Al pensar en que ese bebé podía perderse en los abarrotados orfanatos del país, se le encogía el corazón. Por otra parte, aunque que no podía salvar a todo el que se cruzara en su camino, tampoco podía mirar con impasibilidad a esa pequeña.

Issa eructó de nuevo. Por lo rápido que se había bebido el biberón, Rowan sospechó que tenía más hambre.

–Issa está lista para tomar un poco más, si puedes prepararlo –dijo él.

Mari sacudió el siguiente biberón, mezclando la leche en polvo y el agua mineral con gesto estresado.

–Creo que está ya. Pero igual es mejor que compruebes si lo he hecho bien.

–Estoy seguro de que eres capaz de mezclar leche en polvo con agua, Mari. Tómatelo como si fuera un experimento de laboratorio –afirmó él con una sonrisa.

Al momento, Mari se sonrojó. ¿Tendría idea de lo guapa que estaba?, se preguntó Rowan.

–Si he puesto mal la proporción… –comenzó a decir ella, pasándose la mano por la frente sudorosa.

–No lo has hecho, confía en mí.

Con reticencia, ella le tendió el biberón, mirando a la niña.

–Es que parece tan frágil…

–Pues a mí me parece sana, bien alimentada y limpia –señaló él. Sin duda, alguien se había ocupado de cuidar bien a Issa antes de abandonarla. ¿Estaría su madre arrepintiéndose ya de su decisión? Eso esperaba–. No hay ninguna señal de que haya sido maltratada.

–Es adorable –comentó ella con una sonrisa llena de ternura.

–¿Seguro que no quieres tenerla en brazos mientras hago una llamada?

Mari meneó la cabeza.

–¿Vas a llamar a tus contactos?

Rowan sonrió ante su intento de distraerlo y librarse de que le pasara al bebé. Por otra parte, no pensaba compartir con ella la información de sus nada ortodoxos amigos.

–Sería más fácil si no tuviera que darle el biberón mientras hablo por teléfono.

–De acuerdo, si crees que no se va a romper… Pero deja que me siente primero.

Ver a Mari tan insegura y con aspecto tan vulnerable era nuevo para Rowan. Ella siempre inundaba la sala de conferencias con su seguridad y su sabiduría, aunque él no estuviera siempre de acuerdo con sus conclusiones. Sin embargo, el aspecto de indefensión que tenía en ese momento la hacía todavía más encantadora.

–Solo debes sujetarle bien la cabeza y mantener el biberón vertical, para que no trague aire –aconsejó él, colocando a Issa en sus brazos.

Mari miró el biberón con escepticismo antes de metérselo a la niña en la boca.

–Deberían inventar algo más preciso.

Al inclinarse, le envolvió el suave aroma floral de ella. Vio cómo el pulso le latía acelerado en el cuello y tuvo ganas de besarla justo ahí para saborear e inhalar su olor.

Cuando sus miradas se entrelazaron, Rowan creyó percibir algo parecido al deseo en los ojos de ella.

–Rowan… haz esa llamada ya, por favor –pidió Mari en un susurro.

Sí. Era buena idea pensar cuanto antes qué iba a hacer con el bebé… y con ella, se dijo Rowan, y salió al balcón. El aire de la noche era cálido y agradable. Desde la barandilla, podía ver a Mari con la niña, aunque estaba seguro de que ella no podría oírlo. Mejor, pues no deseaba que nadie supiera nada de aquellos viejos contactos que tenía desde el instituto.

Después de que hubiera sufrido un accidente de coche por conducir borracho en la adolescencia, Rowan fue enviado a un reformatorio militar, donde se juntaban chicos rebeldes como él. Allí entabló amistad para toda la vida con un grupo que se hacía llamar la Hermandad Alfa. Años después de licenciarse en la universidad, a todos les sorprendió saber que el jefe de su grupo había alcanzado un puesto destacado en la Interpol. Incluso había reclutado a unos cuantos de sus viejos amigos como agentes colaboradores y tenían contactos importantes.

Rowan solo tenía que desempeñar alguna misión de vez en cuando y estaba orgulloso de hacerlo. Le gustaba sentir que hacía algo por luchar contra el crimen.

–Dime, Boothe –respondió una voz al otro lado del teléfono.

–Coronel, necesito su ayuda.

–Qué novedad –dijo el coronel, riendo–. ¿Otro de tus pacientes tiene problemas? O…

–Es un bebé, señor.

–¿Tienes un bebé? –preguntó el coronel.

–No es mío –aclaró Rowan. Él nunca había pensado tener niños. Su vida estaba dedicada al trabajo. No sería justo para su hijo tener que competir con las necesidades del Tercer Mundo para recibir su atención. Aun así, posó con añoranza los ojos en Mari, que acunaba a la niña en sus brazos–. Alguien ha abandonado a una niña en mi habitación con una nota en la que me pide que me ocupe de ella.

–Yo siempre he querido tener una hija –comentó con nostalgia el coronel Salvatore, mostrando su lado más tierno, el que apenas nadie conocía–. ¿Y qué dicen las autoridades?

–Nadie ha denunciado su desaparición. Las cámaras de vigilancia tampoco nos dan muchas pistas, excepto la de una mujer alejándose del carrito donde fue abandonada. La policía no parece muy preocupada por el caso y todavía no ha hecho acto de presencia. Por eso, necesito que me eches una mano.

–¿Cómo?

–Los dos sabemos que los servicios sociales de atención a la infancia en Cabo Verde son desastrosos –comenzó a explicar Rowan, mientras un plan iba tomando forma en su cabeza–. Quiero la custodia temporal del bebé mientras las autoridades buscan a su madre o le encuentran un hogar.

Quizá Rowan no era el mejor candidato para cuidar del bebe, pero con él estaría mucho mejor que en un orfanato. Y, si alguien lo ayudaba…

Su vista volvió a posarse en la mujer que sostenía a Issa en brazos en el salón. Mari encajaba a la perfección en su plan y, además, eso implicaría pasar más tiempo con ella.

Sin embargo, había demasiados inconvenientes. ¿Cómo iba a convencerla para que lo ayudara? Mari no parecía cómoda ni siquiera dándole el biberón a la pequeña.

–Disculpa por preguntarte algo tan obvio, pero ¿cómo diablos piensas jugar a ser papá y salvar el mundo al mismo tiempo?

–Será solo temporal –aseguró Rowan, pensando que ni Mari ni él podrían permitirse cuidar de un bebé a largo plazo. Estaban demasiado volcados en sus trabajos–. Y alguien va a… ayudarme.

–Ah. Entiendo.

–¿Lo entiendes? –preguntó Rowan, molesto por ser transparente.

–Después de que mi mujer me dejara, cuando me tocaba estar con nuestro hijo los fines de semana, siempre tenía problemas para encontrar los conjuntos adecuados para vestirlo. Por eso, ella me lo mandaba todo conjuntado –señaló Salvatore, e hizo una pausa–. Pero, una vez, mi hijo revolvió su maleta y lo mezcló todo. Yo hice todo lo que pude, aunque parece ser que unos pantalones verdes, una camisa naranja a rayas y botas de vaquero no combinan muy bien.

–No me digas –repuso Rowan, sonriendo al imaginarse a Salvatore, siempre tan compuesto y arreglado, paseando junto a un niño vestido de esa guisa.

–Claro que yo me daba cuenta de que no combinaba, pero no sabía cómo arreglarlo. Al final, aprendí una valiosa lección. Cuando estás en el supermercado con un niño vestido así, todas las mujeres disponibles comprenden al instante que eres un padre divorciado.

–¿Utilizabas a tu hijo para ligar?

–No a propósito. Pero eso era lo que pasaba. A mí me parece que piensas utilizar la misma estrategia con esa persona que va a ayudarte.

Lo había calado a la perfección, se dijo Rowan. Aun así, sintió la necesidad de defenderse.

–Pediría ayuda con el bebé aunque Mari no estuviera aquí.

–¿Mariama Mandara? ¿Te gusta la princesa de Cabo Verde?

Rowan, sin embargo, a menudo olvidaba que era princesa. Pensaba en ella como científica y colega profesional, aunque a veces fueran adversarios. Pero, sobre todo, la veía como una mujer muy deseable. De todos modos, no era algo de lo que le apeteciera hablar con Salvatore.

–¿Podemos centrarnos en el tema? ¿Va a poder ayudarme a encontrar a sus padres?

–Claro que sí –afirmó el coronel, usando de nuevo un tono serio y profesional.

–Gracias, señor. Se lo agradezco mucho.

–Mándame fotos, huellas digitales y toda la información que puedas reunir. Y buena suerte con la princesa –añadió Salvatore con una risita antes de colgar.

Rowan inspiró el aire salado del mar antes de regresar al salón. Odiaba estar encerrado en una habitación de hotel y estaba deseando volver a su clínica, rodeada de espacios abiertos y de gente a la que podía ayudar de forma práctica, en vez de perder el tiempo dando conferencias.

Lo malo era que, cuando regresara a su clínica, su tiempo con Mari acabaría.

Cuando entró en el salón, ella no levantó la vista del bebé. Lo estaba sosteniendo con ambos brazos, envolviéndolo en su regazo con gesto protector. Aunque ella pensara que no sabía nada de niños, su instinto maternal parecía funcionar a la perfección. Él había visto a suficientes madres en su trabajo como para distinguir a las que podían tener problemas de las que no tenían dificultad en detectar las necesidades de un niño.

–¿Qué tal está Issa?

–Se ha terminado el todo el biberón –respondió ella, levantando la cabeza.

–¿Cómo es que estás aquí todavía? Tus fans deben de haberse ido ya.

Al decir eso, Rowan se dio cuenta de que debía hablarle a Salvatore de esos fans que acosaban a Mari. Quizá el coronel podía ofrecerle protección.

–¿Mari? ¿No vuelves a tu habitación? –repitió él.

–Me siento responsable de ella –admitió Mari, acariciándole a la pequeña la mejilla–. Y la policía querrá interrogarme. Si estoy aquí, será más rápido.

–No hay muchas probabilidades de que encuentren a sus padres esta noche, ¿lo sabes?

–Sí, ya imagino –repuso ella y le limpió a la niña una gota de leche de la comisura de los labios–. Eso no significa que no tengamos pronto buenas noticias.

–Pareces en tu salsa con Issa. Antes dijiste que nunca habías cuidado a un bebé.

–Siempre he estado muy ocupada estudiando –afirmó ella, encogiéndose de hombros.

–¿No había niños en tu familia? –quiso saber él, sentándose a su lado y dejándose envolver de nuevo por su perfume. De pronto, tuvo una tremenda curiosidad por averiguar a qué flor olía.

–Como mis padres eran hijos únicos, nunca tuve primos. Tampoco tuve hermanos.

Aquello era lo más parecido a una conversación personal que Rowan había tenido nunca con ella. Además, Mari parecía relajada y había dejado su habitual actitud a la defensiva.

¿Y si alargaba el brazo y le rodeaba la espalda por el respaldo del sofá?, se dijo Rowan. Sin embargo, mientras ella lo miraba a los ojos, fue incapaz de hacer ningún movimiento, temiendo romper la conexión que acababa de establecerse entre los dos.

En teléfono sonó en ese mismo instante.

Mari se sobresaltó. El bebé lloró. Y Rowan sonrió. Estaba decidido a explorar el persistente deseo que lo había asediado desde la primera vez que había visto a aquella excitante mujer.

Capítulo Tres

Mari paseaba delante de la ventana del salón, mientras Rowan hablaba con la policía local.

Había demasiadas cosas que no encajaban. Habían abandonado a la niña, aunque olía a limpio y tenía las uñas de pies y manos bien cortadas. ¿Era posible que alguien la hubiera raptado como venganza? Cuando había sido pequeña, a Mari siempre le habían advertido del peligro de que alguien quisiera lastimarla para hacer daño a su padre. Al mismo tiempo, había tenido dificultades en confiar en la gente, pues muchos habían pretendido usarla para llegar hasta su padre también.

Sacándose de la cabeza aquellos pensamientos, se centró en el diminuto ser que respiraba en sus brazos y la miraba con total confianza. ¿Se parecería a su madre o a su padre? ¿La estarían echando de menos?

La acababa de conocer hacía apenas un par de horas… ¿cómo era posible que sintiera tanto cariño por ella?, se preguntó, sin poder contenerse de darle un beso en la frente.

Enseguida, comprobó que Rowan seguía hablando por teléfono, ajeno a su momento de debilidad.

Hasta con vaqueros, era el hombre más guapo que había visto jamás. Tenía anchos hombros, piernas fuertes y exudaba poder y riqueza sin proponérselo. ¿Cómo podía ser tan atractivo y molesto al mismo tiempo?

Rowan colgó, se volvió hacia ella y la sorprendió observándolo.

–¿Qué ha dicho la policía? –inquirió ella, sin apartar la mirada mientras mecía al bebé.

–Están llegando al hotel –informó él, acercándose–. Van a llevársela.

–¿Llevársela? –dijo ella, abrazando a Issa con más fuerza–. ¿Se la van a llevar dentro de unos minutos? ¿Han dicho adónde? Yo también tengo contactos. Igual pueden ayudar.

Él la miró con gesto compasivo.

–Ambos sabemos adónde van a llevarla. La enviarán a un orfanato local, mientras la policía utiliza sus limitados recursos para buscar a sus padres, junto a los de otros cientos de niños abandonados. Es duro, lo sé. Pero es así.

–Lo entiendo –afirmó ella, aunque lo que ansiaba era poder proteger siempre a ese bebé y a todos los que vivían en la pobreza.

–Sin embargo, podemos hacer algo para evitarlo –indicó él, tomando a Issa de sus brazos.

–¿Qué? –inquirió ella con un atisbo de esperanza.

–Solo tenemos unos minutos hasta que llegue la policía, así que tenemos que ser rápidos. Creo que deberíamos ofrecernos a cuidar de Issa.

Mari se quedó atónita.

–¿Cómo dices?

–Los dos somos adultos capaces y cualificados –continuó él–. Quedárnosla sería lo mejor para ella.

Con piernas temblorosas, Mari se dejó caer en el sofá. No era posible que hubiera escuchado bien.

–¿Qué has dicho?

Rowan se sentó a su lado, rozándola con sus fuertes muslos.

–Podemos tener la custodia temporal de Issa, solo durante un par de semanas, mientras averiguan si tiene parientes biológicos que puedan hacerse cargo de ella.

–¿Has perdido la cabeza? –replicó Mari. Aunque, tal vez, era ella quien había perdido la razón, porque se sentía muy tentada de secundar su plan.

–No creo.

Llevándose la mano a la frente, Mari pensó en cómo podría encajar aquello con su trabajo. También le preocupaba el circo que la prensa podía montar a su costa.

–Es una decisión muy importante que deberíamos pensar bien.

–En la práctica médica, me he acostumbrado a pensar rápido. No siempre tengo el lujo de hacer un concienzudo examen a mis pacientes antes de actuar –señaló él–. Por eso, he aprendido a confiar en mi intuición. Y mi instinto me dice que quedarnos con el bebé sería lo correcto por el momento.

Anonadada, Mari se quedó mirándolo. En el fondo, tenía que reconocer que prefería imaginar a Issa con él que en algún orfanato.

–¿Serías su tutor temporal?

–Tendremos más posibilidades si nos ofrecemos a cuidar del bebé como pareja. Los dos –indicó él con tono grave–. Piensa en la publicidad positiva que te daría. Los medios hablarían de tu gesto filantrópico y te dejarían en paz durante las vacaciones de Navidad.

–No es tan sencillo. La prensa puede tergiversar las cosas o inventar rumores sobre nosotros –protestó ella. ¿Y si pensaban que el bebé era suyo?, se dijo, cerrando los ojos–. Necesito más tiempo.

Cuando sonó el timbre de la puerta, a Mari le dio un brinco el corazón.

–Issa no tiene tiempo, Mari –le urgió él, acercándose a pocos centímetros–. Tienes que decidirlo ahora.

–Pero podrías ocuparte tú solo…