Promesa de seducción - Maisey Yates - E-Book
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Promesa de seducción E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Un regalo de Navidad para el hombre que lo tenía todo. El príncipe Andres de Petras podía borrar sus pasados, aunque placenteros, pecados con una alianza de oro. Pero su futura esposa era la indomable princesa Zara, a la que el príncipe mujeriego debería seducir y coronar para Navidad. La rebelde princesa de Tirimia había pasado años guardando intacto su corazón y su futuro marido de conveniencia parecía querer que siguiera siendo así. Sin embargo, sus caricias prometían un despertar sensual irresistible. Pero, una vez que Zara le había entregado su cuerpo, no tardaría mucho en entregarle también su corazón…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Maisey Yates

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Promesa de seducción, n.º 2501 - octubre 2016

Título original: A Christmas Vow of Seduction

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8770-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

EL DESFILE de ofrendas era interminable. Muestras de las riquezas de Tirimia presentadas ante el rey Kairos como si fuera un niño y aquella fuese la mañana de Navidad. Cestas llenas de las mejores frutas, cultivadas en los huertos del país vecino de Petras, obras de arte y joyas de los más celebrados artistas. Pero los embajadores de Tirimia habían reservado el regalo más espectacular para el final.

Kairos, sentado en el trono, miraba a los hombres que esperaban un gesto de admiración mientras presentaban el último regalo, al que llamaban «la joya de la colección».

–Esto le gustará, Majestad –estaba diciendo un hombre llamado Darius–. Una muestra de la belleza y gracia de Tirimia para que las relaciones entre Petras y Tirimia sigan siendo provechosas. La representación de lo lejos que hemos llegado desde la revolución. Fue sangrienta y no podemos borrar la historia, pero sí podemos demostrar que estamos dispuestos a pasar página.

Darius hablaba de la caída de la monarquía de Tirimia quince años atrás. Kairos no estaba entonces en el trono, pero su padre se había asegurado de que conociese bien la historia. Entonces los rebeldes de Tirimia habían sido una amenaza para las fronteras de Petras y recuperar la confianza entre las dos naciones estaba siendo un proceso lento; por eso les había concedido audiencia aquel día. Estaba recién instalado en el trono de Petras como rey y los dignatarios de Tirimia parecían dispuestos a impresionarlo.

Era una pena que Kairos no fuese fácilmente impresionable. Pero Tirimia poseía recursos naturales en los que sí estaba interesado y una guerra nunca era buena para ningún país, por eso observaba el desfile de ofrendas intentando disimular su impaciencia.

–Como prueba de la buena voluntad entre nuestros dos países –estaba diciendo Darius, con tono obsequioso–, le presento a la princesa Zara.

Las puertas del salón del trono se abrieron en ese momento y allí, en el centro del pasillo, flanqueada por dos hombres altísimos, Kairos vio a una mujer. Llevaba las manos delante del cuerpo, dos brillantes esposas de oro relucían en sus muñecas.

Por un momento se preguntó, alarmado, si estaba esposada. Luego ella empezó a caminar dejando caer las manos a los costados y Kairos disimuló un suspiro de alivio. Su pelo era muy largo, oscuro, sujeto en una trenza que se movía con cada paso. Su rostro estaba maquillado con puntitos dorados sobre las cejas y bajo los ojos. Poseía una exótica belleza que no encendía ningún fuego en él. No se parecía nada a su fría y rubia esposa, Tabitha, la única mujer a la que había deseado en toda su vida. La mujer que había decidido saltarse aquella importante audiencia.

Deseó que Tabitha estuviera allí para ver aquello, para ver que le regalaban una mujer. Se preguntó si sus ojos azules arderían de celos, si serían capaces de arder con alguna emoción.

Seguramente se quedaría inmóvil, pasiva. Incluso podría sugerir que aceptase el regalo. Tan poca era la estima que sentía por él en esos días.

Kairos ignoró una punzada de pesar.

–Debe de ser un error –dijo luego–. No pretenderán regalarme un ser humano.

Darius abrió los brazos.

–No necesitamos una princesa en Tirimia. Ya no.

–¿Y por eso pretenden regalármela a mí?

–Para que haga con ella lo que quiera, preferiblemente que la tome por esposa.

Otra esposa. No se le ocurría nada peor.

–Lamento decirle que ya tengo una esposa.

Aunque no lo lamentaba en absoluto.

–Si no quiere tener más que una esposa, también nos parecería aceptable que la aceptase como concubina.

–Tampoco tengo intención de tomar concubinas –replicó Kairos con sequedad.

–Si vamos a abrir nuestras fronteras con Petras, exigimos un lazo de sangre. Solo así estaremos seguros.

–Y yo pensando que Tirimia había entrado en la era moderna –murmuró Kairos, irónico, mirando a la mujer morena que irradiaba energía, pero se mantenía en silencio, con la cabeza baja–. A mí me parece una contradicción.

–Aunque nuestro país es viejo, nuestro sistema de gobierno es joven y el maridaje entre tradición y modernidad es, como mínimo, torpe. Debemos mantener contenta a la gente mientras nos movemos hacia el futuro. Me imagino que podrá entenderlo.

A Kairos se le ocurrió una idea: Andres.

Sería una ocupación perfecta para él. Y una pequeña venganza por la traición de su hermano. Y también sería bueno para el país.

–Como he dicho –siguió Kairos, mirando a los dignatarios–, ya tengo una esposa. Sin embargo, mi hermano necesita una urgentemente. Zara será perfecta para él.

Capítulo 1

VOLVER al palacio de Petras nunca había sido algo agradable para Andres. Él prefería sus diferentes áticos por todo el mundo: Londres, París, Nueva York. Y una hermosa mujer en cada uno. Era un cliché, pero se sentía cómodo siéndolo y le resultaba divertido.

Petras nunca era ni la mitad de divertido. Era allí donde su hermano, Kairos, usaba su puño de hierro, no contra la gente de Petras, sino contra él. Como si siguiera siendo un niño al que debía tomar de la mano y no un hombre de más de treinta años.

Habitualmente, su estancia en el palacio seguía una aburrida rutina: visitas a hospitales y apariciones públicas donde cada una de sus palabras era cuidadosamente elegida. Cenas con su hermano mayor y su esposa, tan tediosas como incómodas, y largas noches en su vasta cámara real… solo; porque Kairos no aprobaba que llevase a sus amantes a los sagrados pasillos de la familia Demetriou. Aunque eso tenía menos que ver con una cuestión de buenas formas y más con que Kairos quería castigarlo por pasados errores de un millón de formas diferentes hasta el día que muriese.

Y, por eso, lo que descubrió al entrar en su habitación, fue más sorprendente.

Entró quitándose la corbata, que lo ahogaba como todo allí, y cerró la puerta tras él. Y entonces se quedó helado porque allí, en medio de la cama, con las rodillas apoyadas en el pecho y el largo cabello negro cayéndole en cascada sobre los hombros, había una mujer. Se miraron durante unos segundos, en silencio. Luego ella se incorporó de un salto y apoyó la espalda contra el enorme cabecero labrado.

Aunque no había sido invitada, tampoco parecía muy entusiasmada por estar allí. Y esas dos cosas eran una anomalía.

–¿Quién eres? –le preguntó–. ¿Qué haces aquí?

Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante.

–Soy la princesa Zara Stoica de Tirimia.

Andres sabía que la familia real de Tirimia había sido expulsada del trono durante una sangrienta revolución cuando él era adolescente. No sabía que hubiese supervivientes y mucho menos una princesa que parecía más una criatura asilvestrada que una mujer.

Su piel bronceada estaba maquillada con polvo de oro, enmarcando sus ojos y sus cejas. Sus labios eran de un rosa profundo, diseñado para tentar, pero Andres intuía que dejarse tentar por ella podría ser un error. Parecía tener más intención de morderlo que de besarlo. El pelo caía despeinado por su espalda, como si se hubiera peleado con alguien o como si hubiera dado placer a un amante.

–Parece que está en el palacio equivocado, Alteza.

–No –respondió ella con sequedad–. Soy prisionera en mi propio país y me han traído aquí como regalo para el rey Kairos.

Andres enarcó las cejas, sorprendido.

–¿Estás diciendo que mi hermano te envía como regalo?

–Eso parece.

Evidentemente, ella no veía el humor de la situación. Claro que si él fuese de mano en mano como un objeto no deseado tampoco se lo vería.

–¿Te importaría esperar aquí un momento? –le preguntó.

Su expresión se volvió aún más tormentosa.

–No estaría aquí si pudiese elegir. No tengo nada que hacer más que esperar.

–Estupendo –Andres se volvió para salir de la habitación, en dirección al despacho de Kairos. Sin duda encontraría a su hermano estudiando algún documento importante, con aspecto grave y serio. Como si no acabase de regalarle una mujer a su hermano.

Abrió la puerta del despacho sin llamar y, como se había imaginado, Kairos estaba sentado tras su escritorio, trabajando.

–Tal vez te gustaría explicarme qué hace una mujer en mi cama.

Kairos no levantó la mirada.

–Si tuviera que explicar todas las mujeres que pasan por tu cama no podría hacer otra cosa.

–Tú sabes a qué me refiero. Hay una criatura arriba, en mis aposentos.

Kairos levantó la mirada entonces.

–Ah, sí, Zara.

–Sí, una princesa. Dice que está prisionera.

–Es más complicado que eso.

–Pues explícamelo.

Kairos esbozó una sonrisa, algo raro en él.

–Me la entregaron como regalo unos dignatarios de Tirimia. Como sabes, estoy intentando restablecer el comercio con ese país. Son nuestros vecinos y estar enemistados podría ser peligroso –la expresión de Kairos se volvió seria de nuevo–. Nuestro padre no quería tender puentes entre ambos países, pero yo quiero devolver a Petras su perdida gloria y esta podría ser una forma de hacerlo.

–¿Aceptando una mujer como regalo, como si fuera un reloj de oro?

–Así es. Feliz Navidad con unas semanas de antelación.

–¿Quieres que la meta en mi bolsillo y le pregunte la hora? –bromeó Andres.

–No digas tonterías. Vas a casarte con ella.

–Ah, ya entiendo. ¿Esta es tu venganza?

–Debo dirigir un país. No tengo tiempo para vengarme de nadie en detrimento de mi gente. Puede que disfrute un poco de tu indignación, pero debes casarte con ella.

–No tienes razones para seguir enfadado conmigo. Estás mejor con Tabitha que con Francesca.

–Eso es discutible –murmuró Kairos.

Andres sabía que su hermano y su mujer no estaban locamente enamorados, tal vez por las circunstancias que habían rodeado su matrimonio, pero era la primera vez que Kairos hablaba negativamente de la situación.

El hecho de que Tabitha, una vez la ayudante de su hermano, hubiera resultado ser una buena reina era una razón por la que Andres había podido absolverse a sí mismo por su indiscreción con la primera prometida de Kairos cinco años atrás, en la suite de un hotel en Montecarlo.

Estaba tan borracho que no recordaba lo que había pasado entre Francesca y él, pero las numerosas fotos y el vídeo que corría por Internet al día siguiente no dejaban lugar a dudas. Kairos se había visto obligado a cancelar la boda, humillado por su prometida y su propio hermano. No amaba a Francesca y no estaba furioso porque hubiera destrozado sus ilusiones, sino por tan pública y deshonrosa humillación.

Poco después, anunció su compromiso con Tabitha y la boda real tuvo lugar tal y como había sido planeada, pero con una novia diferente. Todo escondido bajo la alfombra, como si no hubiera pasado nada. Por eso había sido fácil para Andres olvidar el papel que él había hecho en aquella debacle.

Pero si las cosas con Tabitha no eran como parecían ser…

–¿Y qué tiene eso que ver conmigo? –le preguntó.

–Necesito tu ayuda para salvaguardar las relaciones entre Tirimia y Petras. La princesa Zara resuelve ambos problemas. Tienes que madurar de una vez y sentar la cabeza, Andres. He sido paciente contigo incluso después de lo que me hiciste. Mientras tú te dedicas a darte la gran vida por todo el mundo, yo me he hecho cargo de la responsabilidad de gobernar nuestro país.

–¿Y piensas cargarme con una mujer que parece estar aquí contra su voluntad?

–Tú sabes que tienes que casarte tarde o temprano. Eso no es una sorpresa para ti.

–Pero pensé que tendría algo que decir sobre la elección de la novia.

Kairos golpeó el escritorio con la palma de la mano.

–Los hombres como nosotros no pueden elegir. Tú le has dado la espalda a tus responsabilidades, pero yo no he podido contar con ese lujo. Uno debe casarse con la persona apropiada, no por amor. Sí, supongo que en realidad debería estarte agradecido. Me evitaste el escándalo de tener que divorciarme de Francesca, pero elegí a Tabitha a toda prisa y… es posible que tengamos entre manos algo más serio que un simple problema marital.

–¿No eres feliz?

–Nunca había esperado ser feliz. No necesito serlo –Kairos se pasó las manos por las sienes–. Lo que necesito es un heredero. Puede que no te hayas dado cuenta, pero no lo tengo. En cinco años nunca hemos intentado evitar el embarazo… en fin, seguramente esto no te interesa, pero ahora ya sabes cómo están las cosas.

–¿Qué quieres decirme? Tienes que hablar más claro.

–Puede que el próximo heredero al trono de Petras dependa de ti. Eso significa que debes casarte con una princesa.

–¿Esperas que abandone mi soltería y empiece a tener herederos a toda velocidad?

Kairos hizo un gesto con la mano.

–No te pongas dramático. Evidentemente, será un matrimonio de conveniencia, aunque tendrás que ser más discreto. Mientras la trates con respeto no tienes por qué prometerle fidelidad.

–No tengo práctica con la fidelidad. No apostaría mi vida en ello.

–Tú sabías que algún día tendrías que hacerte responsable de tu puesto y ese día ha llegado. Nuestro padre no esperaba nada de ti, pero yo espero que cumplas con tu obligación.

–No sabía que tuviese que cumplir con ninguna obligación… a menos que tú murieses.

–Desgraciadamente para ti, no es el caso. Te necesito por razones políticas y prácticas –insistió su hermano, enfadado.

–Si las cosas van tan mal con Tabitha, ¿por qué no te divorcias y buscas una mujer que pueda darte los hijos que necesitas?

Kairos se rio, fue un sonido hueco, amargo.

–No puedo deshacerme de mi mujer porque no me haya dado hijos. Sería crucificado por la prensa. Además, he hecho promesas matrimoniales y pienso cumplirlas. Lo siento, pero es hora de expiar tus pecados, hermanito.

Andres estaba muy satisfecho de sus pecados y no tenía intención de expiar ninguno. Salvo el de Francesca. Si pudiese dar marcha atrás en el tiempo…

–Olvidas algo muy importante.

–¿A qué te refieres?

–Ella no quiere casarse conmigo. Me ha quedado claro en cuanto la he visto en mi habitación. Estamos secuestrando a una mujer.

–Si volviese a Tirimia, su vida correría peligro –respondió Kairos–. Está más segura aquí.

–Es medio salvaje. ¿Qué esperas que haga con ella?

–Eres un famoso playboy, ¿no? No necesitas que te diga qué hacer con una mujer.

–No es una mujer, es una criatura salvaje.

Andres recordó ese cabello oscuro despeinado, los ojos brillantes de furia, el gesto de ira. ¿Ellos iban a ser una pareja real? Haría falta una mujer dócil como Tabitha para convencer al público de que había cambiado.

Kairos se rio, algo aún más raro en él que una sonrisa.

–Soy un hombre casado, pero hasta yo he podido ver que tiene suficientes encantos como para recomendarla. Es preciosa, aunque no muy sofisticada.

–Me quedé tan sorprendido al verla en mi habitación que no me fijé en si era o no guapa.

Mentira. No era ciego y había visto sus curvas, sus generosos labios, tan sensuales. Aunque parecía capaz de atacarlo si se acercaba, era una mujer muy bella.

–Mi palabra es la ley –anunció Kairos–. Y estás en deuda conmigo, hermano. Convéncela, dómala, sedúcela. Me da igual, pero te casarás con ella.

Andres apretó los dientes. Esa conversación le parecería irreal si no hubiera sospechado que algún día su hermano le diría cuál iba a ser su destino. Era un príncipe, el segundo hijo de un rey. Siempre había sabido que no podría escapar del matrimonio, de los hijos. Solo era una cuestión de tiempo. Y el tiempo se había terminado.

–¿Alguna cosa más, Majestad? –preguntó, con tono burlón.

–No tardes mucho.

Capítulo 2

LA PRINCESA Zara Stoica, heredera de ningún trono, estaba cansada de sufrir los caprichos de los hombres. Por culpa de los hombres había sido arrancada de palacio siendo una niña, enviada a vivir en un bosque con los nómadas, a salvo gracias a su secular tradición de honor y hospitalidad. Eran hombres los que la habían secuestrado quince años después, y utilizado como peón para una supuesta unión política entre dos países. Por supuesto, también había sido un hombre, sentado en el trono de Petras, quien había decidido que era aceptable entregársela a su hermano como si fuera un regalo.

No era una sorpresa que aquella habitación fuese la de otro hombre, que le había dado un susto de muerte entrando sin avisar.

Se le ocurrió entonces que la habían instalado en la habitación del príncipe Andres, el hombre con el que debía casarse. Esa idea hizo que un escalofrío la recorriese de arriba abajo.

Se sentía inquieta encerrada en aquella habitación. Desde la ventana podía ver la ciudad, pero eso no la consolaba. Casas pegadas unas a otras, rascacielos detrás, coches recorriendo las carreteras como una línea de hormigas mareadas buscando comida desesperadamente. Ella prefería el aire fresco y limpio de las montañas, el silencio que se colaba entre las ramas de los árboles. Era insufrible ver pasar el tiempo encerrada en una habitación.

Se echó hacia atrás en la cama, hundiéndose en el suave edredón, una comodidad a la que no estaba acostumbrada.

Vivir en caravanas no era incómodo, pero no se parecía nada a aquello. Y cuando los nuevos líderes de Tirimia la llevaron de vuelta al viejo palacio no la instalaron en una habitación tan lujosa.

Zara miró el techo con molduras doradas y la enorme lámpara de araña que colgaba en el centro. No recordaba haber visto una lámpara de araña en el palacio de Tirimia, un país mucho más modesto que Petras, incluso antes de la revolución.

Experimentó una sensación de angustia mientras saltaba de la cama. No quería que un hombre, ningún hombre, fuese o no el príncipe Andres, la encontrase en la cama de nuevo. Inquieta, paseó por la habitación antes de volver sobre sus pasos para detenerse frente a una puerta cerrada. Empujó el pomo y encontró un enorme cuarto de baño al otro lado.

Era mucho más moderno que el resto de la estancia y la reluciente bañera hizo que suspirase. Anhelaba tanto sumergirse en agua caliente como anhelaba el bosque. Era una tentación, pero si ser descubierta en una cama que no era la suya había sido humillante, que la encontrase en el baño sería aún peor.

Zara se acercó a un tocador en el que había varios frasquitos de cristal y se preguntó por qué tendría un hombre tantas cremas y perfumes. Quitó la tapa de uno de ellos y se lo llevó a la nariz. Era una colonia que olía a sándalo y otras especias. Intentó recordar si el hombre que había entrado en la habitación olía de ese modo, pero no lo recordaba.

Dejó el frasquito y tomó otro que contenía una crema perfumada. Dejándose llevar por la tentación, se echó un poco en el hueco de la mano y disfrutó de la agradable sensación. Su piel se había vuelto áspera después de tantos años viviendo al aire libre, aunque ella lo consideraba una señal de fuerza.

–¿Qué haces?

Zara se volvió bruscamente, apoyándose en el tocador y tirando unos frasquitos sin darse cuenta.

–Estaba aburrida –respondió. El hombre que había entrado antes estaba en la puerta, mirándola con expresión seria.

Ella estaba acostumbrada a los hombres formidables con los que se había criado. Algunos los llamaban «gitanos» por su estilo de vida nómada, pero en realidad eran parte de un grupo minoritario que se aferraba a sus antiguas costumbres. No era una cultura guerrera en el sentido tradicional, pero sí fieramente protectora del campamento y de su gente.

El rudo exterior de esos hombres no podía ser más diferente al aspecto sofisticado y elegante de aquel extraño. Debería parecerle mucho más civilizado y, sin embargo, era esa capa de distinción lo que le daba miedo. Porque intuía algo profundo bajo el traje, algo soterrado, escondido.

Y eso no le gustaba nada. En el campamento se sentía protegida, segura de su entorno. Su pequeño mundo contenía el bosque, su caravana, las hogueras y la gente a la que conocía desde niña.

Pero allí estaba, en un país extraño, frente a un moreno y alto desconocido cuyo elegante traje de chaqueta no podía ocultar un torso ancho y fuerte. Tenía el mentón cuadrado, las cejas oscuras, la boca ancha. Era bello como un predador. E igualmente letal, pero le resultaba imposible apartar la mirada. Nunca en toda su vida se había sentido tan cautivada por un hombre. Los que había conocido hasta ese momento podían dividirse en dos categorías: aquellos con los que había crecido y aquellos a los que consideraba sus enemigos.

Aquel hombre no entraba en ninguna de esas categorías y eso lo hacía único. Esperaría antes de juzgarlo. Podría ser peligroso, pero también un aliado. Dos meses antes, cuando la secuestraron del campamento, había entendido que tenía muy pocas opciones. Si intentaba escapar de sus captores y volver al clan, ellos serían castigados. Un pobre pago por haber recibido comida, ropa y refugio durante los últimos quince años. Escapar y quedarse en Petras tampoco era factible. No tenía dinero ni documentos que la identificasen. No conocía el país, no sabía conducir y no tenía amigos.

Tendría que hacer algún amigo, pensó.

Zara miró al hombre que estaba en el quicio de la puerta, preguntándose si podría ser su amigo.

No serviría de nada pelearse con él. Tendría que ser dócil… hasta cierto punto. Esperar hasta que llegase el momento de dar el paso. Fuera el que fuera.

–¿Estabas aburrida? –repitió él.

–No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero me ha parecido un siglo.

–Tal vez deberíamos empezar de nuevo. Soy el príncipe Andres y parece que vamos a casarnos.

Zara experimentó una inexplicable oleada de calor.

–¿Ah, sí?

Esas palabras confirmaban sus sospechas. Él era el propietario de aquella habitación y en esos momentos también era su propietario.

–Eso me han dicho –Andres arqueó una ceja–. Tal vez te gustaría seguir con esta conversación en un sitio más cómodo.

El estómago de Zara emitió un ruido de protesta, el sonido hizo eco en el cuarto de baño.

–Tengo hambre –explicó.

–Eso puede arreglarse.

Andres no tardó mucho en procurar la prometida comida: una bandeja con carnes, quesos y frutas que un criado llevó a la habitación. Zara se encontró sentada en la cama de nuevo, con las piernas cubiertas por una manta, dándose un banquete.

Notaba la mirada masculina clavada en ella mientras comía en silencio. Paseaba por la habitación mirándola de soslayo, como si fuese una criatura peligrosa, y parecía tan desconcertado y molesto por la situación como ella.

Y eso, unido a la sensación placentera de la comida, la hizo sentirse poderosa. Sus necesidades siempre habían sido sencillas. Al menos lo habían sido desde que la enviaron a vivir con los nómadas a los seis años. Habían sido sencillas por necesidad, pero últimamente se habían reducido aún más. Calor, comida, refugio. Teniendo esas tres cosas sabía que podría salir adelante.

Buena comida, sábanas de seda, cremas… todo eso era extravagante para ella. ¿Y un poco de poder? Una guinda en tan inesperado pastel.

–¿Cuándo comiste por última vez?

–Esta mañana.

–Estás demasiado delgada –comentó Andres.