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"La corrupción en la policía sigue siendo un tema tristemente de actualidad, y Queally nos presenta una historia valiente y real". ―Booklist. Todos los favores tienen un precio. El ex reportero Russell Avery sigue pagando por tener su licencia de investigador privado: debe encubrir a los policías corruptos de Newark frenando el trabajo del departamento de Asuntos Internos. Hasta que su amiga y activista social, Keyonna Jackson, le muestra un vídeo que no puede ignorar. Allí se ve la escena repetida una y otra vez: el uso de la fuerza policial, que ha incendiado las ciudades de Nueva York, Ferguson y Cleveland. El vídeo se viraliza y la gente sale a las calles. Las autoridades han perdido el control y crece la violencia de la policía y los disturbios raciales. El joven afroamericano que grabó este vídeo aparece muerto, y mientras más preguntas hace Russell, más provoca a sus amigos policías. Por primera vez en su vida, teme a quienes se encargan de servir y proteger. Una magnífica novela policíaca escrita por un especialista en periodismo de investigación.
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Seitenzahl: 454
Veröffentlichungsjahr: 2022
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PUNTO DE IMPACTO
James Queally
Traducción: Constanza Fantin Bellocq
“Punto de Impacto marca el comienzo de una gran carrera. El periodista James Queally aporta todo su conocimiento interno sobre los entresijos del crimen, la policía, la política y los medios de comunicación en una historia que avanza vertiginosamente hasta la última página. Se trata de una asombrosa primera novela”.
—Michael Connelly.
“Es una novela que saca a la luz los fracasos humanos, las amistades que se vuelven trágicamente amargas, y los peligros escondidos en las calles”.
—Publishers Weekly.
“La corrupción en la policía sigue siendo un tema tristemente de actualidad, y Queally nos presenta una historia valiente y real”.
—Booklist.
“Punto de Impacto es una novela espectacular. Inteligente, atrevida y tan necesaria como el periódico de cada mañana.”
—Riley Sager, autor best sellerde The New York Times.
“La experiencia de James Queally como periodista se observa en cada una de las páginas de su primera novela. Es atrapante, actual y por momentos violenta como la vida misma”.
—Lucila Quintana, editora.
Título original: Line of Sight
Edición original: Polis Books.
Derechos de traducción gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria, S.L.
© 2020 James Queally
© 2020 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2020 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-18711-24-4
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, sitios, sucesos e incidentes son producto de la imaginación del autor o están utilizados de manera completamente ficticia. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Para Jenny, por salvarme de pensarque no lograría hacer esto.
Para Newark, por enseñarme que la manera en quese ve el mundo depende de dónde se encuentre uno.
PRÓLOGO
SIEMPRE DECÍAN QUE NO HABÍA que correr. Ni resistirse.
Mientras corría a toda velocidad por la calle Once Sur, sintiendo que los pulmones le ardían por el aire frío y por demasiados “Solo fumaré dos cigarrillos al día”, Kevin Mathis deseó que pudieran haber visto de qué estaba escapando y por qué no siempre importa lo que uno haga o deje de hacer.
Avanzó resoplando, con los puños cerrados, balanceando los codos hacia las caderas con movimientos violentos. Pégale al enano, decía siempre el entrenador de atletismo, durante la semana entera en que él asistió a entrenamiento en el primer año del instituto.
En aquel entonces, a los catorce años, con menos kilometraje en las vías aéreas y menos comida basura de las dos de la mañana en el abdomen, tal vez hubiera logrado sacarle ventaja al que lo perseguía. Pero al oír cómo se acercaban los pasos, retumbando en los espacios que había entre los edificios de apartamentos y las casitas con forma de pajareras imposibles de diferenciar ni siquiera cuando el sol iluminaba la zona de West Ward de Newark, comprendió que no serían sus piernas las que lo mantendrían con vida.
Kevin giró bruscamente a la izquierda para alejarse de las pocas farolas callejeras que funcionaban y penetró en el aparcamiento vacío de un local de Family Dollar; se mantuvo pegado a la cerca de alambre que separaba los espacios para aparcar de las casas en hilera, buscando el hueco que había hecho hacía muchos años, el atajo que seguía utilizando de vez en cuando.
Los gritos llegaban en andanadas, palabrotas insertadas entre órdenes autoritarias. Lenguaje de policías, pero Kevin no estaba seguro de que aquel tipo fuera uno de ellos. La forma en que se había acercado al porche de su casa, sin uniforme, con mucha más seguridad que cualquiera de los que vagaban por el vecindario a la una de la mañana, le había hecho pensar que podía estar ocultando un arma o una placa de identificación.
Kevin ya había sido arrestado con anterioridad; conocía los pasos de ese baile. Además, con todo lo que estaba sucediendo, los policías que sabían dónde encontrarlo también sabían que era mejor no meterse con él. Por su propio bien.
Con todo, las únicas personas que se acercaban a su puerta a esa hora de la noche eran delincuentes o amigos. Este hombre no era ninguna de las dos cosas, lo que constituía un problema, cosa que a su vez significaba que debía escapar.
Pasó las manos por la cerca hasta que un extremo afilado le raspó uno de los dedos. El hueco era estrecho, con bordes puntiagudos. Habían hecho un pésimo trabajo con las pinzas cortadoras años atrás, en el instituto, cuando unos amigos y él abrieron esta vía de escape.
El metal le arañó el antebrazo y le dejó un rasguño de color tiza que no sangraba pero dolía como el demonio. Algo salió corriendo bajo su pie cuando se arrastró por el césped seco y los escombros. Un animal callejero al que había despertado de pronto y que huyó hacia la fría noche de noviembre en busca de otro escondite.
Tal vez ambos tuvieran suerte.
Kevin avanzó dando tumbos, con las manos delante del cuerpo, como si estuviera aprendiendo a caminar. Había otro agujero en la cerca al final de la manzana, cortado de la misma manera, que conducía al cementerio Woodland.
Oyó un chillido agudo detrás de sí. Su amigo no buscado había encontrado el hueco y la cerca no parecía tener interés en dejarlo pasar. El metal se sacudía como un llavero dentro de una secadora, y los chillidos furiosos fueron quedando atrás cuando Kevin cruzó por el hueco al final del callejón.
Salió en tromba a la calle y sintió una oleada de adrenalina en las piernas al imaginar a aquel hombre armado con una pistola luchando con el atajo. El cementerio Woodland estaba a la vista; una ráfaga de viento invernal sacudió los viejos robles, cuyas ramas frondosas se agitaron en un saludo.
Algunos pensaban que en Woodland era más fácil encontrar cadáveres con una linterna que con una pala. El cementerio no era el sitio ideal donde refugiarse si uno deseaba seguir respirando, pero, a menos que uno de los difuntos decidiera abrir sus puertas de par en par y ofrecerle un escondite con calefacción incluida, iba a tener que servirle. Aquel antiguo cementerio, con sus mausoleos decorados y sus criptas de granito a medio llenar, era un poco lujoso para los residentes del vecindario, que, por lo general, terminaban organizando funerales muchos años antes de que cualquier madre tuviera que pensar en algo así. La mayoría de los que habían sido sepultados en Woodland habían muerto en años recientes; sus vidas habían terminado en la cercana avenida Springfield, uno de los corredores de la droga más famosos de Newark.
Cualquiera que estuviera en el cementerio Woodland a esa hora de la noche corría el riesgo de convertirse en residente permanente. Había muchas posibilidades de que se lo llevaran en una ambulancia y dejaran a su afligida familia preguntándose cómo diablos iba a hacer para pagar el traslado de vuelta al mismo sitio dentro de un coche fúnebre.
Su madre no tendría que preocuparse por eso. Había soltado en el humo de las drogas que fumaba toda responsabilidad hacia él, vivo o muerto, antes de aquellas prácticas de atletismo en el primer año del instituto. Papá, por otra parte... Kevin no quería pensar en eso. Tenía que llegar vivo al menos hasta su cumpleaños número veintiuno para dejar que su padre viviera la fantasía de invitarlo a esa primera cerveza legal, a pesar de que ambos sabían que había comenzado a beberlas a escondidas hacía años.
Se ocultó detrás de una estructura de piedra que tenía un ángel pequeño sentado sobre la parte superior. Un bebé desnudo bailando una música que nadie oía. Kevin jamás había entendido por qué la gente ponía esos ángeles cerca de las lápidas. No eran más que niños muertos con alas.
Se inclinó hacia delante, flexionando las rodillas, para intentar apagar el fuego que sentía en el pecho. El ritmo de su corazón pasó de ser el de un martillo neumático al de un bombo; trató de deducir quién lo perseguía y por qué. Pensó en la última vez que había estado en el tribunal. En la última entrega que le había hecho Levon y en la anterior. En el policía de la cicatriz zigzagueante. En el vídeo que guardaba en su teléfono móvil.
Se apoyó contra la piedra, respirando normalmente; solo había oscuridad entre él y el lugar del que había huido.
Estuvo a salvo hasta que giró la cabeza hacia el otro lado y descubrió la sombra que asomaba desde el condominio de piedra situado a su derecha, lleno de gente muerta. Un brazo se elevó; allí donde debía estar la mano había una forma que conocía muy bien.
No corrió.
No se resistió.
No importó.
CAPÍTULO 1
—¿Y ESTÁS SEGURO DE QUE funcionará?
No.
—Claro que funcionará —dije mirando a través de las motas de polvo del parabrisas de mi Chevy Impala, nunca demasiado limpio, para luego recorrer con la vista la acera de la comisaría de policía del Tercer Distrito del Departamento de Policía de Newark, buscando al sujeto por el que el agente Anthony Scannell estaba tan preocupado.
—Es que me parece algo... extremo —dijo Scannell tamborileando con los dedos contra el tablero—. ¿Y si dice que no?
Pues entonces, agente Scannell, estarás bien jodido.
—No dirá que no —repuse, mientras observaba cómo una persona doblaba la esquina que llevaba a los escalones de granito de la comisaría de policía; estaba casi seguro de que no era el sujeto que buscábamos. Pero no podía saberlo con certeza, porque los balbuceos nerviosos de Scannell me distraían y me hacían desear no haber dejado de fumar.
—¿Cómo diablos puedes estar seguro? —preguntó.
No lo estaba.
—Lo estoy —respondí, con la lengua muy por delante del cerebro, como siempre.
—¡Maldita sea, es mi carrera la que está en juego! Estoy con el culo al aire —me informó Scannell, como si yo no lo supiera ya—. Podrías explicarme un poco.
Las quejas me estaban volviendo loco. Scannell era un tipo corpulento, de unos 115 kilos y más de un metro ochenta y cinco de altura. Lo había oído hablar antes, años atrás, cuando ambos estuvimos en la misma sala, pero él no lo sabía. Tenía una voz de barítono natural; era el típico individuo que usaba palabras soeces en lugar de inteligentes para que pareciera que tenía algo que decir. La voz de Scannell se impostaba como áspera hasta que sentía una bota cerca de la garganta, y entonces se convertía en una mezcla de helio y preocupación. Un niño pequeño con una cartilla de malas calificaciones.
Apreté los dientes, pensé en un cigarrillo y los apreté más todavía. Cuarenta y siete días sin fumar. En cuarenta y siete días había corrido por lo menos diez kilómetros, ahorrado casi quinientos dólares y logrado no parecer completamente espástico en un partido improvisado de baloncesto.
Scannell no iba a enviarme de nuevo a la casilla de salida. Pero yo necesitaba algo para reemplazar la nicotina.
Regañar a mi cliente me pareció la mejor opción.
—No estás en posición de hacer preguntas, precisamente —comenté.
—Te he contratado, ¿no?
—Sí, para que te mantenga el culo fuera de la hoguera, no para que te dé una palmadita en la cabeza y te diga que todo va a salir bien.
Scannell se irguió con un gesto levemente amenazante.
—¿Sabes qué sucede cuando alguien me habla de ese modo en el trabajo? —preguntó.
—Si tengo que adivinar, diría que le das una paliza en medio de una redada de narcóticos, te guardas unos seis mil dólares dentro del chaleco y luego presentas un caso de mierda que ni siquiera pasa el filtro de un gran jurado, sientes terror cuando el sospechoso pasa a recoger sus efectos personales y los nota livianos de contenido, y luego corres a buscar a alguien que te manda a buscarme a mí para que te ayude.
Su rostro se congeló en una expresión estúpida, con la mandíbula caída; Scannell volvió a encogerse en su lado del coche.
—Presuntamente —respondió.
Presuntamente. La palabra inútil que yo solía teclear en frases como “presuntamente disparó a seis personas” o “presuntamente violó a su hijastra”. Un término legal que estaba obligado a utilizar para proteger a esos monstruos, puesto que los juicios por difamación son más comunes que los tatuajes en la parte baja de la espalda.
Habiendo amedrentado a Scannell, volví a concentrarme en la acera, esperando divisar a Antonio Rice antes de que se acercara a la puerta principal de la comisaría de policía. Estaba ubicada en la calle Market, al norte de Ferry, cerca del barrio de Ironbound. Era un vecindario puramente hispano y portugués, pero estábamos aquí desde hacía casi una hora y yo todavía no había visto a un hombre negro por ningún lado. A menos que Rice hubiera pasado inadvertido mientras debatíamos las cosas de la vida con Scannell, ya debería haber llegado.
Me volví hacia el policía, que miraba por la ventanilla y tramaba cómo vengarse de mí.
—Una preguntita —aclaré—. ¿Cómo estás tan seguro de que Rice vendrá aquí a presentar una denuncia? Puede hacerla por teléfono.
—Ese idiota no lo sabe —respondió.
—¿Y estás seguro de que Rice no es más inteligente que el idiota promedio?
—No; de lo que estoy seguro es de que le he hecho un favor enorme al sargento del Tercer Distrito, y de que cuando alguien llamó para tratar de arrojarme a los leones, le dijo que no aceptaban denuncias por teléfono. Luego tuvo la cortesía de darme tiempo suficiente para buscarte a ti.
Dios bendiga la hermandad policial.
Como si fuera su turno para salir a escena, un hombre negro, delgado, vestido con una parka de camuflaje, dobló la esquina de la comisaría; caminaba con paso decidido y una leve cojera. Llevaba el cabello en rastas trenzadas, igual que en la fotografía de la ficha policial que yo había visto en el sitio web de la penitenciaría estatal.
—Ahí está, es él —masculló Scannell, muy erguido.
Aguardé unos segundos para permitir que Rice se acercara más a la comisaría y vi que Scannell perdía la calma. Una pequeña parte de mí deseaba permanecer en el coche y dejar que el universo sacara su basura. Pero necesitaba el dinero más de lo que el departamento de policía necesitaba deshacerse de un imbécil como Scannell, que sin duda alguna iba a espantarme clientes cuando inevitablemente se quejara, en todos los bares de policías de aquí hasta Montclair, de haberse quedado sin trabajo.
Noviembre me saludó con una ráfaga helada cuando descendí del coche, y me obligó a ceñirme la chaqueta alrededor del cuerpo mientras cruzaba la calle para interceptar a Rice.
—Disculpa —dije, casi trotando para ponerme a la par. Me ignoró.
—Eh, jefe —probé de nuevo, y obtuve un medio giro de cabeza, pero nada más.
—¡Eh, Tonio! —grité—. ¡No corras tanto, joder!
Se detuvo y se volvió.
El idioma vernáculo de Newark era abrasivo.
Antonio me miró de arriba abajo, tratando de deducir si me conocía. Si era policía o delincuente. Amigo o enemigo. Estaba a cincuenta metros de un comisaría y ni siquiera allí se sentía seguro. Era el tipo de escepticismo ensayado que impedía que los depredadores se convirtieran en presas en las zonas Oeste y Sur de Newark.
Al menos por un rato.
—No te conozco —declaró.
—No.
—Pero sabes mi nombre.
—Digamos que sí. Y también por qué estás aquí —dije.
Antonio dio un paso atrás y se llevó instintivamente la mano hacia la cintura.
—No vas armado, Antonio. Tú y yo sabemos que no vas a entrar en la comisaría a presentar una denuncia contra un agente llevando una pistola oculta —proseguí—. Además, solo quiero hablar.
—Habla, entonces. Comienza por decirme cómo diablos has sabido que iba a estar aquí y por qué. No, espera, primero dime quién coño eres.
—Me llamo Russell Avery —respondí—. Y creo que esto será mucho más fácil si no entras en ese edificio.
—¿Es una amenaza?
Me pasé una mano por el pelo y estiré el cuello. ¿Por qué diablos estaban todos tan a la defensiva, siempre?
—No, tío. Yo no lanzo amenazas. Creo en el beneficio mutuo. Mira, si entras en la comisaría, no vas a estar más cerca del dinero que te falta —dije—. Si no entras, las cosas podrían resolverse de otra manera.
—¿Y qué si no se trata de dinero, eh? —preguntó Antonio—. A lo mejor solo quiero que ese gordo hijo de puta pague por lo que ha hecho, quiero cumplir con mi deber cívico, ¿me captas?
—Siempre se trata de dinero, Antonio. Pero te seguiré la corriente, si quieres fingir que no es así —dije—. Bien, supongamos que entras en la comisaría, ¿de acuerdo? Presentas la denuncia. Te reúnes con un detective del tan mentado departamento de Asuntos Internos. Luego, el “gordo hijo de puta”, como tan bien lo describes, viene hasta aquí para defenderse de los cargos con un abogado del sindicato. Después llega el juicio administrativo. ¿Sabes con qué frecuencia eso termina con problemas para el policía? Coge el uno, transfórmalo en un cero y agrégale un nunca. Y no estoy exagerando, es matemática pura. El año pasado, este departamento tuvo algo así como doscientas denuncias de este tipo. A los policías los castigaron unas cinco veces. ¿Te gustan esas probabilidades?
—Hablas y hablas, tío —se quejó él.
—Y no he terminado. Así que él sale indemne, porque por supuesto que saldrá indemne, y tú te conviertes en el enemigo público número uno para él y para todos sus compañeritos de Delitos Graves. Lo que significa que la próxima vez que vayan a buscarte, no va a ser con un cuento de posesión de estupefacientes. Te prepararán una buena montaña de mierda. Y de paso te molerán a palos. O también, visto que habrás encabronado realmente a los muchachos por haberte metido con Asuntos Internos, es posible que decidan que te vieron intentando sacar un arma. Y decidieron que sus vidas corrían un peligro inminente.
Mantuvo la mirada fija, pero yo ya seguía con los ojos el sonido de su pie golpeando la acera en todas las direcciones. Hacía frío, pero no tanto.
—Por si te lo estás preguntando, esa ha sido la amenaza —dije.
Tenía serias dudas de que Scannell o sus amigos intentaran matar a este muchacho. O a cualquier otra persona, para el caso. Pero resultaba creíble. Para Antonio, y posiblemente para mucha gente de la ciudad. No sabía si eso hablaba más de ellos o del departamento en sí.
Antonio sacó el mentón levemente, se mordió el labio, y mantuvo su mirada de “no te metas conmigo”, como si eso fuera a cambiar algo.
—¿Y cuál vendría a ser la otra forma de resolver las cosas? —preguntó.
—Esta: yo te doy ocho mil. Tú finges que nunca me has visto.
—¿Ocho?
—Intereses, por las penalidades y el sufrimiento.
—¿Crees que puedes comprarme así, sin más?
Sentí deseos de sermonearlo sobre lo demencial que era que un traficante de drogas se pusiera a moralizar, pero recordé para quién trabajaba y qué estaba haciendo.
—Tengo el dinero en el bolsillo de la chaqueta, Antonio, por si te interesa.
Sus ojos bajaron hacia mis bolsillos. Nos quedamos así un minuto, sosteniendo la farsa de que necesitaba tiempo para pensarlo.
Pero ambos sabíamos cómo funcionaba el mundo.
Aguardé junto a mi coche una vez que terminamos, para asegurarme de que Antonio no fuera a arrepentirse y sufrir una crisis de conciencia. En un lapso de cinco minutos, yo había ayudado a que un policía corrupto conservara su empleo y tal vez financiado un mes de venta de cocaína de Antonio.
En ese momento, un poco de conciencia no me habría venido del todo mal.
***
Mi conciencia tenía los ojos enfocados en el periódico para el que yo ya no trabajaba, y utilizaba un codo para mantener la página pegada a la mesa mientras tomaba cucharadas de un bol de sopa con la mano libre. Estaba sentada al fondo de un local llamado Delicia Paradisíaca, un antiguo edificio de ladrillos que no tenía letrero en la fachada, por lo que se sabía que era bueno y barato. Hacían una excelente sopa de rabo de buey.
Estaba mascullando por lo bajo, leyendo el artículo en un susurro incoherente o comentándolo, cuando me senté frente a ella y me golpeé la rodilla contra la pata de la mesa.
Una ola de sopa rompió fuera del bol y convirtió un anuncio publicitario de coches usados en un charco pegajoso.
—Imbécil —dijo Key.
—Siento estropearte el periódico —repuse.
—No es por eso por lo que eres un imbécil.
—Bueno, hay una lista larga de razones...
—No empieces con las bromas —dijo Key levantando sus enormes ojos del periódico y posándolos en mí. Esta mujer tenía que pasarse al té, de veras. Tenía las pupilas de un tamaño a mitad de camino entre el túnel Lincoln y la luna.
—He hablado con Antonio —comentó—. Parece que está todo arreglado.
—¿Te sorprende? —pregunté.
—También me ha dicho que lo amenazaste.
—Es una interpretación muy estricta de esa palabra —repuse—. Simplemente le hice ver cómo podían ramificarse todas sus decisiones.
—Suena como una forma sofisticada de decir que lo amenazaste —me informó.
—Oye, teniendo en cuenta que, de los dos, el escritor soy yo...
Ladeó la cabeza y me interrumpió, y después golpeó el periódico con una de sus uñas, sin barniz ni manicura.
—Ah, ¿así que eres escritor? Qué curioso —me espetó—. Ya no veo tu nombre aquí.
—Eso ha sido un golpe bajo, Key.
—Igual que el que le diste tú al pobre Tonio —replicó.
—A Tonio le ahorré muchos más problemas de los que suele tener y le hice ganar suficiente dinero para que pueda delinquir a placer. “Pobre” no es la palabra indicada.
Ahora sonrió. Me encantaba hacerla sonreír. Era lo único que impedía que me abofeteara.
Durante todo el tiempo en que yo anduve rebotando de un lado a otro por la ciudad de Newark, Keyonna Jackson había sido mi consejera, guía, amiga, fuente y, cuando más lo necesitaba, el cable a tierra que me conectaba con la realidad.
Nos habíamos conocido cuando yo era reportero, o, como me gusta recordarlo, en aquella breve época en la cual yo tenía alguna relevancia.
Durante mi primer año, en la ciudad hubo un aumento demencial de homicidios. Diez días, diez cadáveres. Chicago o Baltimore podían tener esas cifras durante un fin de semana, pero Newark cabía doce veces en cualquiera de esas ciudades.
Cuando una ciudad es grande, pero no enorme, la gente tiende a conocer a los muertos y moribundos como algo más que nombres que figuran en los informes policiales. Son primos, vecinos, el muchacho que es dueño de la bodega de la avenida Elizabeth o el chico que no para de hablar en la clase de matemáticas de tu hijo.
Como muchos de sus conciudadanos, Key conocía al menos a uno de los que murieron aquella semana. A diferencia de la mayoría de sus conciudadanos, decidió hacer algo al respecto.
En un miércoles particularmente tórrido de agosto, Key y algunas otras personas bloquearon el tráfico cerca de la calle Meeker. Una semana después, ya eran treinta personas. Luego, cincuenta. Al mes siguiente se sumaron unas veinticinco más. El departamento comenzó a enviar policías para controlar las manifestaciones, y las cámaras de los informativos los siguieron, como hacen siempre.
No transcurrió demasiado tiempo hasta que las diatribas de Key, gritadas por el megáfono, terminaron en YouTube. Los vídeos de su desordenado cabello color carbón y sus enormes camisetas negras —por lo general confeccionadas esa misma semana en una imprenta cercana y grabadas con los nombres de los muertos más recientes de la ciudad— tenían muchas vistas. Cada tanto derrapaba y sugería que arrestaran al alcalde por negligencia, o algo por el estilo. A mí me parecía una locura, pero, claro, yo no vivía en la zona de South Ward. Si el llegar a mi casa sano y salvo todas las noches hubiera sido como arrojar una moneda al aire y ver qué sale, es posible que yo también hubiera estado allí con Key.
El total de homicidios de la ciudad bajó al año siguiente. Y al cabo de otro año volvió a bajar. La gente dejó de seguir a Key a las calles y mi tribu se distrajo con un senador que utilizó fondos de campaña para esconder el hecho de que se estaba encamando con alguien que no era su esposa.
Las protestas fueron muriendo, pero la gente también, justo a un ritmo que la ciudad podía hacer pasar por progreso. El tiempo no cura las heridas, pero ayuda a acostumbrarse a las cicatrices.
Key siguió enviando mensajes de texto todas las semanas, anunciando otra manifestación en algún cruce de calles. Miércoles a las 17 horas: un grupo de activistas recalcitrantes que se consideraban la Coalición Contra la Violencia de la ciudad. Hablaron por el megáfono, pero no asistió nadie de los que tenían que escuchar. La ciudad solamente brindaba su apoyo a las personas como Key cuando estaba enfadada, y en aquel momento Newark soportaba su estándar normal de situación de mierda, pero tolerable.
—¿Has venido hasta aquí solo para que te regañe? —preguntó Key con los ojos fijos de nuevo en el periódico.
—Quería saber si tenías alguna otra cosa para mí.
La mayor parte de mi trabajo provenía de policías; en gran medida, consistía en arreglarles la situación a agentes como Scannell que se habían metido en problemas. Técnicamente, yo era un investigador privado con licencia, pero no me dedicaba demasiado a la investigación. Más que nada resolvía problemas, arbitraba, hacía de mediador. Pónganle el rótulo laboral que deseen.
Era menos caro que un abogado y los policías que llamaban a mi puerta estaban más que dispuestos a pagar para que les evitara una investigación interna. Tenía suficientes contactos callejeros de mis días de periodista —gente como Key—, lo que me permitía, por lo general, antes de que algo quedara escrito en papel, poder negociar la paz con quienquiera que estuviera pensando en presentar una denuncia. Siempre y cuando uno de los dos pagara una comisión.
—No puedo creer que te esté faltando trabajo, Russ —dijo Key—. Viendo la manera en que les estás salvando el pellejo a los de Delitos Graves, terminarás por dejar en bancarrota al abogado del sindicato.
—Recuérdame por qué volverás a caerme bien.
—Porque puede que tenga algo para ti que no te provoque ganas de vomitar cuando lo termines —respondió.
—Ya me caes bien otra vez.
Key volvió la página que había estado leyendo y señaló con el dedo un ancho rectángulo gris, a dos columnas, repleto de texto que pasaba de letra en negrita a cursiva y a redonda.
Su uña afilada permanecía suspendida, en la sección de Ley y Orden, sobre un breve artículo que hablaba de un homicidio. Fijé la vista en el autor y vi un nombre que me provocó un dolor imaginario en el pecho.
El artículo hablaba de alguien llamado Kevin Mathis, que “fue abatido de un disparo en el cementerio Woodland aproximadamente a la una de la mañana del miércoles. No ha habido declaraciones por parte del portavoz de la policía en cuanto al motivo, y tampoco se ha identificado a un sospechoso”.
—¿Y? —pregunté.
—Ha muerto un chico —repuso Key.
—¿Ha muerto un chico en la zona oeste, nada menos que en Woodland, a esa hora? Sabes perfectamente de qué se trata.
Key hizo un vano intento de entornar sus enormes ojos de caricatura. Me di cuenta de cómo sonaban mis palabras. También me di cuenta de que era probable que yo tuviera razón.
—¿Supones, así como así, que se trata algo relacionado con bandas?
—No; supongo, así como así, que se trata de algo relacionado con drogas —respondí—. Aquí, las bandas son solo traficantes que se ponen nombres ridículos en clave, ya lo sabes.
—Pues el padre de este chico parece pensar de otro modo —objetó ella.
—No me jodas, Key. ¿Vas a dejar que un padre de buen corazón se crea sus propias patrañas? —exclamé—. Ya sabes cómo termina esto. Antes, yo recibía llamadas como esta una vez por semana. A nadie le gusta creer que su hijo ha muerto a causa de la mierda en que él mismo se ha metido.
—Ese padre dice que puede demostrarlo —repuso Key apoyándose contra el respaldo del asiento y cruzando los brazos. Me dirigió la mirada de madre decepcionada que yo había aprendido a detestar y temer en los seis años que hacía que nos conocíamos.
—¿Demostrarlo? —exclamé—. ¿Tiene una confesión firmada por el que disparó? “Estimado señor...” —Tuve que buscar en el periódico el apellido del chico muerto—. “Estimado señor Mathis” —continué—. “He liquidado a su hijo porque soy una porquería de ser humano. En realidad, él era un buen chico y no lo merecía.”
Me puse de pie.
—¿Qué más vas a decirme, Key? ¿Que ese chico iba a hacer un cambio para mejor en su vida? —ironicé—. ¿Que iba a conseguir un empleo en Home Depot? Hace demasiado que estamos en esto como para dejarnos engañar como principiantes.
Se puso de pie y me fulminó con la mirada.
—Acabas de arrojarme encima todos los prejuicios y estereotipos que existen —declaró.
Quise replicar, pero mi lengua se había quedado sin municiones. Key tenía razón y lo sabía. Y yo no pensaba pasar de Guatemala a Guatepeor siguiendo la discusión con ella.
—Habla con ese hombre. En privado. Investiga —me pidió—. Es tu trabajo, ¿no?
—No tengo tiempo para esto, Key, de verdad —repuse.
—En mi opinión, tienes todo el tiempo del mundo. Yo no tengo ningún otro trabajo para ti —dijo—. A menos, por supuesto, que quieras seguir haciendo lo que has estado haciendo todo el día.
Me quedé mirándola, pero en lugar de ver las arrugas de sus ojos vi el rostro gordo de Scannell, olí su aliento a café y oí su quejumbroso ruego de que lo salvara por incompetente y cuasi corrupto. Pensé en que él cobraría una pensión mientras que yo terminaría de pagar los préstamos de la universidad justo a tiempo para adquirir una hipoteca.
No quería hacer nada por los policías ni por este padre sufriente que se negaba a aceptar que su hijo traficante había muerto por motivos de hijo traficante.
Pero los policías nunca me miraban de la manera en que me miraba Key.
CAPÍTULO 2
HE PASADO MÁS TIEMPO DE lo que me gusta pensar con familiares de víctimas de homicidios ocurridos en Newark, y en cada una de esas conversaciones tristes y frustrantes siempre hay una cosa que se repite: cuando la entrevista llega a su final, tú podrías contarles más cosas sobre sus hijos o hijas de las que te cuentan ellos a ti.
No es que mientan. No había nada malintencionado en las respuestas erróneas que daban las viudas, las madres o los hermanos con los que hablé en el pasado. Simplemente no sabían. Tal vez no querían enterarse. No puedo reprocharles que no hicieran un esfuerzo para averiguar por qué Johnny estaba boca abajo en el pozo de unas escaleras de los edificios Meekers o por qué Denise podía haber sido una cara conocida en el Hotel Nilo, uno de los antros de drogadictos más antiguos de la ciudad.
Por lo que Key me contó de Austin Mathis, este parecía ser un hombre bueno, un conductor de autobús cuyas únicas interacciones con la justicia habían sido unas pocas multas de aparcamiento. Trabajaba sin cesar, pues se había quedado solo para criar a Kevin y a sus dos hermanas después de que la madre pasara a mejor vida gracias a una aguja, muchos años atrás. Era la clase de cliente que todavía hacía que este trabajo valiera la pena.
Lamentablemente, una mirada rápida a los antecedentes de su hijo también me hizo pensar que estaba en lo cierto cuando le dije a Key que esto sería una pérdida de tiempo. Con un padre fuera de casa trabajando sin cesar y la madre muerta por sobredosis, Kevin Mathis fue reclutado por la calle antes de tener edad suficiente para comprender lo que eso significaría. Que un año papá no esté en casa para ayudarte con los deberes del colegio lleva a que al año siguiente papá no esté para llevarte a casa a base de patadas en el culo cuando te metes en problemas.
Tenía detenciones previas por drogas, pero sus conocidos y socios no dispararon ninguna alarma en mi mente. No eran miembros de bandas que yo conociera, y el chico no había estado involucrado en nada violento.
Pero siempre había sido arrestado en lugares que estaban prácticamente uno junto al otro. Los puntos estaban lo suficientemente cercanos en el mapa para dejar una cosa bien clara: vendía drogas de manera habitual en esa zona.
Un muchacho que traficaba en su propio vecindario, abatido de un disparo por la noche en ese mismo vecindario, dentro de un cementerio en el que había tres niveles de tumbas de traficantes. Y Key quería que yo ayudara a demostrar que se trataba de otra cosa.
Pero llevaba razón. Yo no tenía nada mejor que hacer. Al menos podría convencerla de que estaba equivocada y dar por terminada mi sucesión de derrotas en nuestras discusiones interminables.
Me apeé del Impala en el aparcamiento del Family Dollar, cerca de la escena del crimen, y me ceñí el chaquetón alrededor del cuerpo. El aparcamiento estaba vacío salvo por unos pocos coches que ninguna grúa había querido llevarse, pero vi un grupo de lo que parecían ser adolescentes en un extremo, más allá de los separadores de cemento. Estaban apoyados contra una cerca verde y oxidada que bordeaba el cementerio Woodland, apiñados alrededor de varios globos de colores metalizados y cartulinas blancas llenas de mensajes de despedida escritos con rotuladores acrílicos. Un arcoíris de velas formaba un semicírculo en la base.
Un monumento conmemorativo junto a una tienda donde todo cuesta un dólar: la marca registrada de un homicidio. Cuando Newark hacía el duelo, lo hacía con un presupuesto acotado. No podía ser de otra manera.
Se me ocurrió que aquellos adolescentes podían ser traficantes, y ratifiqué dicha idea al captar un olor a marihuana rancia cuando me acerqué. Pero volví a sentir el espectro de Key mirándome la nuca. Aunque la mitad de las veces mis suposiciones eran correctas, era plenamente consciente de que no estaba bien pensar de ese modo.
Me acerqué al grupo acompañado por una corriente de hojas secas y colillas de cigarrillos levantados por el viento, que crujía como un paquete de patatas fritas cuando lo abollas. Me detuve al llegar al borde de la acera. En la época en que tenía un pase de prensa, este era el momento en que acostumbraba a encender un cigarrillo, fingía atender una llamada telefónica y dejaba que los vecinos del barrio me estudiaran. No se irrumpe en un grupo que está de duelo.
Pero ya no fumaba, así que sabía lo que me esperaba.
Los seis chicos dejaron de hablar cuando penetré en su semicírculo. Tres de ellos eran poco más que bebés, tendrían unos catorce años como mucho; sus miradas duras eran pura cara de póquer y no me preocuparon. El de sudadera negra con capucha que estaba apoyado contra la cerca era de mi estatura y tenía las manos hundidas en los bolsillos como si ese fuera su lugar natural. Había otros dos un poco más alejados, con anoraks de pluma, a medio crecer entre los adolescentes y el hombre que me había clavado la mirada cuando me acerqué.
—¿Te has perdido? —preguntó el Capucha.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Ya sabes por qué te lo pregunto —respondió.
No me gustaban sus miradas, pero eran merecidas. La gente de mi color de piel no venía hasta aquí a menos que quisiera algo.
—En primer lugar, mis condolencias —dije, unas palabras que me brotaron ensayadas debido a los cientos de veces que las había dicho antes.
—¿Condolencias? —me espetó el Capucha—. ¿Por qué, te parece que estamos tristes?
—Por vuestro amigo, Kevin.
—No conozco a nadie llamado Kevin —replicó asomando la cabeza fuera de la capucha y mirando a su público—. ¿Vosotros conocéis a algún Kevin?
Emitieron risitas. El numerito de chicos malos estaba tan ensayado como mi pena fingida.
—Eh, yo lo conozco —dijo uno de los chicos medianos señalándome a mí pero mirando al Capucha—. Lo he visto por aquí antes. Trabaja para el periódico, ¿no?
—No, tío, ayer conocimos a la chica del periódico —acotó uno de los de primer año de instituto—. La de falda negra. ¿Cómo se te puede haber olvidado? Yo he pasado toda la noche acordándome de ella.
Pensé en Dina, luego en ese chico de catorce años que estaba descubriendo la pubertad, y por último me vi haciendo rodar la cabeza del muchacho por el pavimento.
—Ah, es verdad —dijo el Capucha dirigiéndole una mirada de fastidio al chico, como si hubiera hablado fuera de turno—. Por lo menos a ella valía la pena mirarla.
—Disculpa, ya sé que tiene mejor culo que yo —repuse.
—Como si... —comenzó a decir el Capucha, pero cualquiera fuera el insulto que tenía preparado quedó sepultado bajo la voz de su compañero.
—Ni que se lo hubieras visto alguna vez —me espetó el niñato.
Los demás adolescentes con anoraks de pluma miraban la calle, sin interés por reír como el resto de las hienas. Seguí la dirección de sus miradas y, al ver la fuente de su preocupación, comprendí que podía arriesgarme con más tranquilidad.
Cuando me acerqué al de catorce años, estaba riendo a carcajadas, chocando los cinco con los demás. Por más duro que se creyera, cuando comprendió que acababa de insultar a alguien que le sacaba veinte centímetros y treinta kilos, cerró la boca de repente.
—Digamos que conozco a alguien que antes salía con ella —dije—. Y a ese tipo no le gusta que hablen así de su exnovia unos críos a los que apenas les funciona la polla.
El admirador no tan secreto de Dina no emitió sonido alguno. Los otros seguían riendo, ahora de él y no con él. Miré al Capucha, que esbozó una sonrisita mientras retiraba el talón de la cerca del cementerio.
—Has estado bien —dijo sacando una mano del bolsillo para mostrar que estaba vacía—. Pero no puedo permitir que les hables a mis amigos de ese modo.
Su mano izquierda salió del escondite del bolsillo, pero no venía con pistola. No la necesitaba. El Capucha hizo un ademán y el resto de la jauría formó un círculo cerrado a mi alrededor. Los mayores sonreían como si ya hubieran hecho esto antes, mientras que los otros copiaban lo que habían visto por televisión.
Tiempo atrás, cuando yo todavía pasaba la mayor parte del tiempo en barrios peligrosos después del anochecer, una de mis antiguas fuentes, un teniente de homicidios veterano de Newark, me enseñó unos movimientos de defensa personal. Yo siempre había tenido la esperanza de poder utilizarlos en una situación como esta, donde pudiera imponerme y derribar a algún cretino bocazas. Darle suficientes puñetazos como para ganarme una buena anécdota de guerra y —más importante aún— evitar ir al hospital.
Pero mi repertorio de aficionado no me mantendría consciente demasiado tiempo en una pelea de seis contra uno. Por fortuna, cuando me acerqué caminando había visto a varios testigos potenciales de la paliza que estaba a punto de recibir.
—Si queréis, nos vamos a las manos —dije—. Pero eso no va a hacer que nuestros amigos se retiren antes.
El Capucha se mostró visiblemente perplejo.
—El Crown Victoria que está séptimo u octavo en la fila, en el otro lado de la calle —comenté—. Dudo que atacar a un ciudadano en la escena de un crimen con los policías en primera fila sea tu mejor jugada. ¿Qué te parece si les dices a tus muchachos que se calmen y resolvemos la situación de forma menos estúpida?
El otro miró alrededor como si fuera a presentársele otra opción, y luego les hizo un gesto negativo con la cabeza a los demás.
—¿Qué cojones quieres de nosotros, tío? —preguntó el Capucha.
—Ya te lo he dicho. Quiero hablar de Kevin. Si me ayudáis un poco, me encargaré de que los policías se marchen.
El Capucha se pasó las manos por la ropa y volvió a apoyarse contra la cerca, como si no hubiera sucedido nada. Hasta apoyó otra vez el mismo talón contra el metal, como si eso fuera a volver atrás la escena y hacer que recuperara su aura de desafiante superioridad.
—Lo mataron. Una putada. Punto —dijo.
—¿Alguien en particular que pudiera querer verlo muerto?
—No que yo sepa.
—Bueno, pero traficaba, ¿no? —pregunté.
No habló ni se movió.
—Mira, tío, no trabajo para la poli ni para el periódico. Lo que puedas decir no saldrá de aquí —le aseguré—. Además, ni siquiera sé cómo te llamas. ¿De qué tienes miedo? ¿De que pueda contarle a alguien que un chico negro de la zona oeste me ha pasado información? Por si no te has dado cuenta, no eres tan famoso en este lugar.
—¿De verdad vas a hacer que esos polis se vayan? —quiso saber el Capucha.
Asentí. Se encogió de hombros; seguramente estaba pensando que la única forma de quitárselos de encima sería deshaciéndose de mí.
—Digamos que movía algo de droga. Pero oí decir que los peces gordos de la zona no tenían problemas con eso.
—¿De qué banda sois? —quise saber.
—Venga, tío. —Meneó la cabeza—. Si quieres saber quién manda aquí, no es difícil de deducir. Pero yo no voy a decírtelo. Lo que tienes que saber es que estaba todo bien entre ellos y Kev. No sé por qué lo han matado, pero no ha sido por un asunto de drogas.
—Comprendo, pero... ya has visto dónde murió y cómo murió. Entenderás por qué pienso otra cosa.
Se apartó de la verja y se echó la capucha hacia atrás dejando al descubierto un cabello muy corto y un rostro de más edad del que yo esperaba. Tenía una hendidura en la mejilla izquierda, tal vez una cicatriz, y en la parte superior del cuello, justo debajo de la oreja, llevaba tatuado 973 en números pequeños. El código postal de Newark.
—Tío, ¿por qué haces preguntas si te las vas a responder tú mismo? Si ya has decidido lo que sucedió, ¿por qué no dejas de fastidiar?
—Solo he querido decir...
—Solo has querido decir lo que dicen siempre: que el motivo por el que ha muerto Kev es que vivía como vivía —dijo, casi con un rugido—. Mira, voy a decirte algo más que he oído, y no porque quiera ayudarte, sino para que aprendas un poco. Algunos andan diciendo que unas personas interceptaron a Kev, no mucho antes de que muriera. Una o dos personas, según a quién le preguntes. Blancos. No hay demasiados traficantes blancos por aquí, ¿sabes?
Comprendí lo que insinuaba y asentí; supuse que ya habían dicho todo lo que iban a decir, y me fui.
Podía ser mucha información o podía no ser nada. De cualquier modo, ahora tenía que vérmelas con la policía. No porque sintiera la obligación de cumplir mi pacto con el Capucha, sino porque me resultaba muy extraño que un departamento de policía de presupuesto reducido tuviera agentes vigilando la escena del crimen de un homicidio relacionado con el tráfico de drogas tantas horas después de que hubiera aparecido el cadáver.
A menos, por supuesto, que no se tratara de un homicidio relacionado con el tráfico de drogas.
Junto al neumático del lado del conductor del Crown Victoria había dos vasos de plástico abollados y lo que parecía un envoltorio de sándwich, restos dejados al menos por dos policías que habían estado sentados en alguna parte durante demasiado tiempo. Sin duda iban a alegrarse mucho de que yo diera unos golpecitos en la ventanilla del coche.
El cristal se deslizó hacia abajo para dejar al descubierto la mitad de una barba corta, entrecana, que seguía la línea de la mandíbula de oreja a oreja, y unas patas de gallo profundas como surcos. El rostro giró despacio, trayendo al resto de las facciones consigo, ancladas alrededor de unos labios oscuros que siempre estaban fruncidos como un muelle tenso.
El teniente Bill Henniman levantó la cabeza, se encontró con mi mirada de sorpresa y separó levemente los labios dejando escapar un suspiro suave, como cuando se exhala humo.
—¿Te has perdido? —preguntó.
Henniman y el Capucha habrían tenido muchos temas en común.
—¿Yo? En absoluto. Estoy disfrutando del paisaje y los sonidos de West Ward. ¿Sabías que a pocas manzanas de aquí han abierto una crepería IHOP? —dije—. ¿No serás tú el que se ha perdido? Este parece un sitio extraño donde encontrar a un teniente de Delitos Graves en pleno día.
—Un homicidio es un delito grave, Avery —replicó él con ese graznido que era su voz—. Nos dedicamos a resolverlos.
—Sí, una denuncia a Asuntos Internos cada vez.
—Venga, Avery. Mira, cuando comenzaste con este trabajo nuevo, me convencí de que te despertarías y comprenderías quiénes son los buenos —dijo—. A propósito, me he enterado de esa payasada que montaste con Scannell.
Henniman cruzó las manos sobre el pecho y dejó escapar otro largo suspiro. El teniente era de esos tipos que parecen estar agotados por todo y por todos, casi demasiado exhaustos para alterarse. Era un perro viejo. De tanto en tanto le ladraba a un coche para mantener las apariencias, pero, si por él fuera, se quedaría observando el mundo desde su casa. De esa forma lo afectaba menos.
—¿Qué quieres de mí, Avery? —preguntó—. Scannell te ha pagado, ¿no es así?
—Sí, la tarifa estándar. No estoy aquí por dinero. No te buscaba a ti, y ciertamente no esperaba encontrarte por esta zona, cuando ya han pasado más de veinticuatro horas después de un típico homicidio relacionado con drogas —comenté—. Pero, mira tú, aquí estás. Tal vez preguntándote si aparecería alguien como yo, lo que hace que yo me cuestione si venir hasta aquí no ha sido una pérdida de tiempo, después de todo.
—Si querías escribir artículos, Avery, deberías haberte quedado en el períodico. El asunto es lo que parece: un joven tonto vende drogas y lo matan por eso. En ese grupito con el que conversabas de manera tan amena hay dos personas que ya hemos arrestado antes. Estábamos haciendo vigilancia, antes de que te acercaras tú y lo echaras todo a perder —repuso Henniman—. Te llamaré cuando volvamos a necesitar tus servicios. Hasta entonces, vete a la mierda.
Podría haberme ido, sencillamente. La presencia de Henniman y la diatriba del Capucha ya me habían hecho darme cuenta de que las sospechas de Key eran, como mínimo, no del todo demenciales. Pero un trato era un trato.
Me dejé caer contra el coche, con la suficiente fuerza como para fastidiar a Henniman, y saqué el teléfono; marqué una combinación de números cualquiera.
La ventanilla bajó detrás de mí.
—¿Qué haces, Avery? —gruñó el policía.
Me volví y meneé la cabeza fingiendo sorpresa.
—¿Sigues aquí? —pregunté.
—¿Qué estás haciendo?
—Una llamada. Hace bastante que no hablo con Dina; me he enterado de que también ella estuvo por aquí.
—¿Dina Colby? —quiso saber—. ¿La reportera?
—¿La conoces? Perfecto. Seguramente querrá entrevistarte en relación con este caso. Le diré que estás aquí —respondí—. Ya sabes cómo es esto, hay que sumar puntos con la ex cada vez que se puede.
Henniman me perforó con la mirada, buscó las llaves y puso el coche en marcha. El motor protestó y traqueteó durante un minuto, como todos los automóviles viejos del departamento, antes de rendirse y arrancar.
—No sé qué bicho se te ha metido hoy en el culo, Avery, pero pienso que deberías recordar quiénes son tus amigos —declaró—. Si no me equivoco, obtuviste esa licencia de investigador privado muy rápido y enseguida conseguiste clientes. Todo eso se construye sobre las relaciones. Como la nuestra.
Subió la ventanilla y se alejó dejándome envuelto en una nube de gases, de pie sobre un montón de nieve pisoteada y sucia. Me volví hacia el monumento recordatorio de Mathis y vi que el Capucha y sus muchachos se habían ido.
***
El teniente tenía razón.
Dejé que la radio del Impala sintonizara un grupo llamado Cloud Nothings, con la esperanza de que el rock crudo de aquella guitarra me despejara la cabeza o por lo menos creara suficiente espacio dentro de ella para permitirme hacer una lista de todas las complicaciones que podría causarme involucrar a Henniman.
El teniente era un policía de carrera sin un plan de salida. Después de venticinco años, la mayoría de los agentes hacían las paces con la policía de Newark, se jubilaban y se buscaban un trabajo en seguridad privada o un puesto de supervisor en las oficinas del fiscal de distrito o del sheriff. No así Henniman. Le gustaba el poder que había adquirido con los años y la influencia en la institución que venía con ese poder. Amaba su placa con la pasión que la mayoría de las personas reservan para su cónyuge. Henniman no había tenido pareja al menos en una década.
Había heredado la unidad de Frank Russomano, el teniente anterior, que se había jubilado dos años antes. Como Frank había sido una de mis fuentes, me legó el número de teléfono de Henniman de la misma manera. Pero mi relación con ambos hombres no podía ser más distinta.
Mientras que Frank era persona primero y policía después, la clase de hombre con quien podías beber y debatir los fallos del Departamento de Policía de Newark sin terminar a gritos, Henniman era lo que llamaban un fanático. De esos policías que piensan que la placa equivale a la capa de Superman y que criticar a la policía significa que la odias.
El salón donde se reunía la brigada era la iglesia de Henniman; los detectives que trabajaban por debajo de él y los aliados que se hacía a través del trabajo, sus apóstoles. Yo formé parte de esta segunda categoría durante la temporada en que tuve pase de prensa, aunque siempre trataba de recordarle a Henniman que se podía ser fuente de un artículo de prensa un día y el tema de otro al día siguiente. Nunca lo tomó en serio, y la distinción rara vez resultó relevante. Henniman no era corrupto, hasta donde yo había sabido o querido saber; tan solo era un tipo temperamental y variable. Estaba insensibilizado tras haber pasado varios años con las manos hundidas en los muertos de la ciudad, y no le importaba cómo trataba a los vivos que no formaban parte de su tribu.
En las ruedas de prensa, solía intimidar a gritos a los periodistas que no le caían bien, y hablar mal de ellos en la institución para que no pudieran conseguir información más allá de los escuetos comunicados que redactaba la oficina de información pública. Los policías que no se amoldaban a su unidad, o que —Dios no lo permitiera— cuestionaban las tácticas agresivas del teniente de Delitos Graves terminaban siendo transferidos al Quinto Distrito, la zona de Newark donde a mí no me gustaba ir cuando oscurecía a menos que supiera que la policía estaría desplegada al máximo en la escena de un crimen.
La amenaza de Henniman me retumbaba en la cabeza mientras conducía de vuelta a la parte central de la ciudad y cruzaba Broad Street para internarme en los alrededores de Ironbound, una zona algo más segura.
Nunca me había puesto a pensar realmente cómo sería la vida fuera del círculo de Henniman, y ahora comprendía por qué.
Sí, lo admito, yo había bromeado sobre que su unidad era una granja de clientes, pero todos los buenos chistes tienen algo de verdad. La mayoría de mis trabajos provenían de policías; ellos mismos me habían ayudado a establecerme por mi cuenta cuando un año atrás dejé el trabajo que amaba.
El periódico había mutado: de ser el lugar que me había criado, el lugar que exigía a la ciudad que fuera responsable de sus actos, se había convertido en un apéndice incómodo y tibio que contaba clics y utilizaba cálculos imposibles para determinar qué constituía una noticia.
Como sentí la necesidad de irme, me fui, pero lo cierto era que también tenía que trabajar.
Siempre había bromeado acerca de convertirme en investigador privado, pero en New Jersey es difícil conseguir una licencia a menos que seas expolicía o exsoldado. En caso contrario, tienes que pasar cinco años trabajando a las órdenes de un investigador licenciado, y no se gana demasiado dinero cuando se hacen trabajos de vigilancia y otras nimiedades a las órdenes de otra persona.
Pero si tienes policías amigos y ellos tienen amigos en la Policía Estatal, entonces es probable que alguno de ellos esté dispuesto a declarar que has pasado varios años formándote bajo la supervisión de un investigador privado de Red Bank llamado Mark Mueller.
Nunca he sabido quién era ese cabrón.
Por supuesto, nadie hace nada gratis. Los policías que estaban dispuestos a falsificar algunos formularios para conseguirme la licencia eran los mismos que podían beneficiarse por tener a un investigador privado de su lado. Así fue como comencé, después de todo. Representando a policías que no eran precisamente impolutos, pero tampoco corruptos del todo. Me refiero a suciedad como la que se junta debajo de las uñas: un segundo empleo que se superpone con el horario de trabajo, activos no declarados para evitar pagar pensiones alimenticias. Muchos detectives de la brigada antivicio que alegaban que sus esposas los estaban engañando y me pedían que las siguiera. La mayoría solamente quería que los mantuviera informados sobre los movimientos de sus cónyuges para poder escabullirse con sus propias amiguitas.
No era precisamente ocuparse de la obra del Señor, pero era aceptable. Lo fue hasta que mi reputación como investigador privado para policías se disparó por delante de la realidad y comenzaron a buscarme agentes con problemas reales, procesables. Sujetos como Scannell, que iban camino de colisionar de frente con un juicio final ante un jurado.
Me gustaría poder decir que cuando estos policías vinieron a mi oficina a pedirme ayuda, me negué, pero resulta ser que las personas con problemas de verdad tienen dinero de verdad.
Los muchachos de Henniman no dejaban de encontrar motivos para pagarme. Él atribuía el gran número de denuncias ante Asuntos Internos al hecho de que su brigada, por lo general, lidiaba con lo peor de Newark: traficantes pesados, tipos armados con escopetas o con armas más peligrosas, rufianes violadores, no con pandilleros de segunda que fingían pertenecer a las bandas mafiosas porque les gustaban los nombres que usaban.