Puntos de inflexión - Sofia Somoza - E-Book

Puntos de inflexión E-Book

Sofia Somoza

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Beschreibung

Puntos de inflexión es una antología compuesta por nueve historias de ciencia ficción y new weird que, si bien pueden clasificarse dentro de estos géneros, trascienden las etiquetas convencionales. En los relatos que conforman Puntos de inflexión, el lector es guiado a través de pasajes donde la extrañeza y la otredad se presentan como elementos recurrentes en las vidas de los protagonistas, quienes se enfrentan a la tensión entre lo normativo y lo desconcertante. El eje central de la selección elegida por Sofía Somoza explora distintos aspectos de la moral, que se revelan en la profundidad subjetiva y oscura de los personajes. Sus trayectorias están marcadas por un punto de no retorno, una sensación de imposibilidad de regresar atrás. La antología reúne textos que, con temáticas diversas, invitan a una reflexión significativa sobre lo que constituye una identidad extraordinaria. Cada relato surge como un constructo de la experiencia, en la que lo paranormal y lo racional se entrelazan, reflejando cómo la individualidad se enfrenta a lo inesperado y, a menudo, a lo desesperante.

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Seitenzahl: 110

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Somoza, Sofia

Puntos de inflexión / Sofia Somoza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6665-01-0

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A860

© 2025, Sofia Somoza

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-631-6665-01-0

1º edición: marzo de 2025

1º edición digital: febrero de 2025

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Puntos de inflexión es una antología compuesta por nueve historias de ciencia ficción y new weird que, si bien pueden clasificarse dentro de estos géneros, trascienden las etiquetas convencionales. En los relatos que conforman Puntos de inflexión, el lector es guiado a través de pasajes donde la extrañeza y la otredad se presentan como elementos recurrentes en las vidas de los protagonistas, quienes se enfrentan a la tensión entre lo normativo y lo desconcertante.

El eje central de la selección elegida por Sofía Somoza explora distintos aspectos de la moral, que se revelan en la profundidad subjetiva y oscura de los personajes. Sus trayectorias están marcadas por un punto de no retorno, una sensación de imposibilidad de regresar atrás. La antología reúne textos que, con temáticas diversas, invitan a una reflexión significativa sobre lo que constituye una identidad extraordinaria. Cada relato surge como un constructo de la experiencia, en la que lo paranormal y lo racional se entrelazan, reflejando cómo la individualidad se enfrenta a lo inesperado y, a menudo, a lo desesperante.

Sobre Sofia Somoza

Nació en 1991, en Quilmes, Buenos Aires. Es licenciada en Letras Modernas, Literaturas Extranjeras, por la Universidad de Buenos Aires. Además de escribir, dicta talleres de escritura creativa y literaria, es correctora ortotipográfica y de estilo y es especialista en Marketing Editorial.

Puntos de inflexión es su primera obra publicada.

IG: @sofisomoza

Índice

Cubierta

Portada

Créditos

Sobre este libro

Sobre Sofia Somoza

Epígrafe

Lavinium

El exilio

Sin pausa

El peso de una roca

La asistencia

El clasificado del 12 Bosco

Y era rojo

Hitos

Tabla de contenidos

“¿Qué factores diminutos, invisibles, en los rebordes de la personalidad y la circunstancia, contribuyen a que sean inevitables?”

JESSE BALL,TOQUE DE QUEDA

Lavinium

Revisa que el vestuario sea el adecuado para esa época del año, otoño, incluso cuando se trata de un ensayo. Lavinia sienta a sus muñecas en una hilera, acomoda sus zapatos y el resto de su ropa. Les propone trabajar la objetividad, porque piensa que es el único recurso que le queda para que ellas comprendan lo que le sucede. La obra “será en completa oscuridad”, les dice sin emoción alguna.

A Lavinia siempre le había gustado jugar con muñecas, pero sabía —con sus trece años— que no se trataba de juguetes. Su papá se las había traído de sus viajes, una a la vez, cada muñeca tenía un nombre y era una estrella de cine, como las humanas con las que trabajaba él en aquellos destinos remotos. Estas delicadas criaturas de articulaciones plásticas se convertían en objetos animados, sujetos, ante ojos fieles, creyentes, como los de Lavinia.

Cuando sólo estaban su mamá y ella, Lavinia le mostraba los manuscritos de sus obras. Era una dramaturga en desarrollo, “en potencia” decía su madre con orgullo en las reuniones de padres en el colegio. Lavinia había caído bajo el encanto de la lectura del teatro clásico, otra herencia paterna; cuando él estaba en la casa, ella apoyaba su cuerpito sobre las piernas del padre y ahí —acostados en el sillón— le pedía que recitara a Racine, Shakespeare, Goethe, De la Vega, que inventara las expresiones de cada personaje; padre e hija eran exigentes el uno con el otro, pero ese sillón al lado de la biblioteca era su refugio creativo.

La historia familiar de Lavinia implicaba una distancia particular: sus padres no estaban divorciados, estaban geográficamente separados por el trabajo de su papá. Ninguna de ellas estaba nunca segura sobre los momentos en los que él retornaría a casa, salvo ocasiones puntuales, las cuales eran festejadas.

Cuando su papá no estaba, Lavinia recurría a la escritura de lo que había aprendido junto a él, y a las palabras nuevas que esos antiguos escritores le habían regalado. Pasó meses anotando palabras en un cuaderno, como si de un diccionario sublime se tratara: formas complejas de expresar lo simple, adornar lo mundano. Gracias a él, había desarrollado un léxico exquisito sobre lo más recóndito de su pequeño teatro hogareño.

Leía sus obras a su mamá en la cocina. Cada uno tenía un lugar en la casa, una especialidad creativa. Él conocía al mundo y sus grandes obras, Lavinia era una dramaturga, y la madre le daba lo mejor de su herencia italiana: la comida. Su espacio, siempre aromático, repleto de ollas y vapor, le aportaba a Lavinia una cuestión indispensable para sus escritos: el espíritu. Entonces, luego de las lecturas y los almuerzos, Lavinia regresaba a su cuarto para trabajar con sus muñecas.

El problema era que cada una de las representaciones de sus actrices le resultaba decepcionante; sentía que sus muñecas todavía no captaban la esencia de lo impronunciable: “la transmisión que excede a cada acto, incapaces de representar lo que transgrede al diálogo”, la pequeña decía en un intento exagerado de otorgarles espíritu y con un léxico que sólo podría haber desarrollado gracias a su experiencia.

La niña no tenía amigas, nunca las había tenido, y la adolescencia parecía ser el momento ideal para desarrollar sus habilidades, mostrar ese mundo interior más adulto e interesarse en las relaciones interpersonales, pero hubo un punto de inflexión previo que anuló todo para ella: el accidente.

“Hacen mímesis de un sentimiento. ¡Sientan!” insistía la dramaturga, mientras se filtraba el sol por la ventana y ella intentaba captar esos rayos dorados con sus brazos y sentir el calor. La madre de Lavinia escuchaba las reflexiones de su hija con orgullo al pasar por su habitación, aunque las oía junto a una punzada en el estómago que le impedía abrir la puerta. Madre e hija escuchaban las palabras de la otra, también sus silencios: ambas habían agudizado su oído y su hogar se había tornado frágil; el rechazo, el fastidio, el deseo, el dolor. Qué difícil sería para ambas observar una obra teatral juntas: recurrirían a otros sentidos, siempre de gusto amargo, ya que su visión del mundo había cambiado en una mala racha del destino, una de esas de las que no hay vuelta atrás. El incidente, el fantasma masculino, el descontento eterno.

“Si tan sólo pudieran oír sus palabras, deambulando sin camino delimitado, no dudarían de mí”. La madre de Lavinia agarró su pecho, aun del otro lado de la habitación de su hija: escuchó en ella a su padre, cada palabra que de él había tomado y enaltecido, cada frase imponente del hombre que las había abandonado poco tiempo después de… eso.

El último viaje tuvo la válida excusa de la premiación del Cannes, pero esa premiación no duraba años; “para un guionista el tiempo es relativo”, le había contestado en su última llamada. “Me partiste el alma, pero a Lavinia le estás causando algo peor para lo que es muy joven todavía: amargura, no la ves desde su cumpleaños de diez años”, había replicado su esposa. “Para ella no hay nada que ver, y en su rostro no hay nada que yo tenga el coraje de ver”, él le contestó.

No existe teléfono más silencioso que el de esa casa, es un prop más que él había dejado sin importancia, como si todo lo que habitara entre esas paredes fueran objetos de una obra fuera de cartelera.

La exuberancia de su familia generaba dolor en el pecho de la mamá de Lavinia, y no sabía cómo minimizarlo. Confiaba en el tiempo, escuchaba las obras de su pequeña a escondidas, y cuando su mundo sucumbía, aprovechaba el secreto de su presencia para irse rápidamente y encerrarse en su cuarto. Solía agarrar la almohada y gritar. Más tranquila, luego, derramaba algunas lágrimas más, que ya estaban formando una cicatriz por su recorrido siempre igual; ella se acostaba del lado derecho del somier y miraba un retrato ubicado en su mesa de luz, donde madre e hija observaban felices a la cámara, con un gesto en sus manos para no cerrar los ojos ante la luz del sol. Un recuerdo agridulce.

Aquel día de noviembre ambas sabían que él estaría, nunca se perdía los cumpleaños de Lavinia. Estaban excitadas con la llegada del padre: la cena y la nueva obra teatral serían los regalos de bienvenida. La madre recordaba todo con exactitud: las vueltas de Lavinia por la cocina con su manuscrito en la mano, su propio desorden de cucharones y desparramo de harina en las paredes y en el piso, las expresiones de cada personaje que la niña cantaba y gesticulaba al girar, la olla con agua hirviendo esperando esos ñoquis del veintinueve, la puerta abierta con fuerza de par en par, el salto de Lavinia, el grito de su madre, el hospital.

Ella se acuesta siempre en esa posición, con las lágrimas siguiendo su curso, marcando su rostro.

Una tarde de abril, a Lavinia se le ocurre una idea: ella no se vería decepcionada si su obra de teatro contuviera meros diálogos. No, ni monólogos ni diálogos sin parar, sino convertir al diálogo en un objeto sin sujeto detrás, sin subjetividad, pura repetición de palabras. Lavinia les quita a sus muñecas toda espiritualidad y coloca sobre ellas las líneas que cada una representará en la nueva obra. Ni siquiera incluye acciones simultáneas a las conversaciones, ninguna gesticulación acompaña a los enunciados, la entonación también es eliminada, la expresión abolida, reflectores apagados, ahora para todas.

El espectador no vería a las muñecas, tal vez solamente Lavinia conocería que hay más de una en escena.

La obra es ensayada toda la noche anterior —aunque la distinción entre día y noche ha perdido su gracia— y a la mañana siguiente, la niña llama a su madre para disfrutar de la oscura representación.

Todas las madres asisten a las obras de sus hijos pequeños, hallan cierto encanto en esos primeros goces de la creatividad. Sin embargo, la mamá de Lavinia se encuentra algo cansada de las exigencias y grandilocuencias de su pequeña, que —pese a relucir un asomo de futuro talento, heredado de oído y de sangre— ya no es ni siquiera un goce de creatividad. Para la madre es una cicatriz que no termina de cerrar. Aun así, se sienta en la oscuridad del cuarto de Lavinia y espera.

Moviendo sus pequeños pies, la muñeca se acerca al proscenio de la caja de cartón, se da vuelta y dice a su antagónica compañera, con la clara voz de Lavinia: “Mi cuerpo es lo último que me queda, me quitaste todo, sin piedad”. Una segunda muñeca, con otro tono de la voz de Lavinia, algo más suave, contesta: “No, todavía conservás tu voz” —y la niña cruza los dedos, esperando que mantengan el diálogo sin notas de subjetividad—, la muñeca continua: “¿Qué vas a hacer cuando el aparato fonador te sea arrebatado también? Mi princesa romana, cada mañana la luz brilla sobre tu rostro de igual modo, y sé que no lo ignorás”, Lavinia nota el matiz en el tono de reproche de la muñeca y desea que se detenga, pero es tarde, y continúa con su idea: “Silenciada y a oscuras estarías muerta, te convertirías en el monumento que de nacimiento fuiste destinada a ser, ¿eso deseás con tu gracia?; todo porque no sos capaz de interpretar lo que yo sí puedo hacer con mi plástica materialidad”, y aunque nadie la ve —y a pesar de que el hecho de que Lavinia se tapara la cara es un sinsentido— sabe que la muñeca no le responde a la otra actriz, ni al público; su pequeña mano apunta a la directora.

La primera muñeca, tras un silencio considerable, retoma: “No, no puedo, del mismo modo en que no se pudo prevenir ese momento, no puedo observar mi futuro, tan sólo rememorar mi pasado”. La segunda muñeca, con la clara voz de la directora y su paradójico deseo de no revelar sensibilidad alguna, le dice con voz agraviada: “Entonces, la vida quedó en esa cocina, con la olla de agua hirviendo, tus ojos cerrándose y tu piel agrietada, sí. Sin embargo, la línea es posible continuar, en especial con estas creaciones desde la penumbra”.

La directora y guionista había olvidado su premisa inicial: la objetividad en estado puro.

La madre de Lavinia, no sólo turbada por el punto al que habían llegado las representaciones de su hija, sino exhausta por sus planteos existencialistas, siempre de tinte culposo, se levanta y abandona el teatro sin decir nada, como espectador descortés, ni siquiera se gasta en encender en la luz, y deja a Lavinia en su propia oscuridad.