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Puro cuento es una recopilación de historias que entrelazan recuerdos, experiencias y dramatizaciones de la vida misma. Desde el nacimiento narrado en primera persona hasta encuentros cargados de emociones y secretos en un café porteño, los relatos exploran la profundidad de las relaciones humanas y los giros inesperados que pueden cambiar el rumbo de una existencia. Cada cuento revela un fragmento de la cotidianidad con un toque de reflexión, humor y dramatismo, invitando al lector a ser testigo y partícipe de las emociones y dilemas de sus personajes.
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Seitenzahl: 236
Veröffentlichungsjahr: 2024
HERMANN BUXHOEVEDEN
de Buxhoeveden, Herman Magnus Baron Puro cuento / Herman Magnus Baron de Buxhoeveden. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5746-9
1. Cuentos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
NOTA DEL AUTOR
Agradecimientos
Renacimiento
Patria chica
Mano única
La sortija
Terapia de café
Asesino en el circo
El muerto
Amor prohibido
Aniversario
Cruce de caminos
¡Que arroje la primera piedra!
El poder de la mirada
Pierino
Atardecer
Donde hubo fuego…
Filósofo urbano
La tetera de Jerome
Nocaut en blanco y negro
La trampa
Justicia divina
Aventura de amor
Ratones
Cadena perpetua
¡Feliz Navidad!
Soberbia
La vuelta a la manzana
Jamones
La matanza
Terminal
Polos opuestos
Traicionera
El juicio final
Los cuentos narrados en este libro se basan en experiencias propias, anécdotas contadas por amigos y que mediante la imaginación volaron hacia situaciones que nunca sucedieron.
A veces, introduje refranes nacidos de la sabiduría popular, máximas de hombres notables y pensamientos míos aprendidos en el curso de la vida.
Todos los personajes son ficticios.
A María Silvia por ayudarme a encontrar una actividad creativa después de terminada mi actividad profesional.
A mis hijos por estar siempre presentes.
A José María Casabella, que en su taller literario me introdujera en el mundo de los cuentos.
A los amigos que después de leer algunas de estas historias imaginarias me alentaron publicar el libro.
A Autores de Argentina por la empatía y profesionalidad demostrada durante el proceso de edición.
¡Fue una experiencia fantástica! Era al mismo tiempo protagonista y espectador privilegiado de una obra extraordinaria. Sentado en el mismísimo centro del escenario, asistía a la transformación de mi cuerpo desde que el amor fusionara una célula XX con otra mayoritariamente XY. Era testigo de una fabulosa coreografía que, a cada instante, cambiaba la diminuta forma de mi futura casa.
Ese bosquejo o maqueta de arquitectura, crecía exponencialmente como si un artesano de aquellos que arman un barco dentro de una botella, guiado por la Inteligencia Divina, hiciera malabares encastrando moléculas de RNA y DRN. Como resultado, la hermética burbuja aumentaba su volumen al mismo ritmo que el cuerpecito que estaba en su seno.
Mi madre aún no sabía lo que estaba sucediendo, a pesar de que, mediante un tubo con materiales propios, alimentaba la obra que el Gran Arquitecto le había encomendado. Hubo un momento en que fui lo suficientemente grande como para poder vivir dentro de esta casa multiforme. Desde entonces, en lugar de ser el asombrado curioso ante la creación, sentí que era una parte más del todo que se estaba gestando.
Al tomar conciencia de mi capacidad para sentir, me pregunté: ¿cómo es posible?, aun siendo invisible, no tengo oídos, ojos, piel, nariz y tampoco lengua, ¿sin embargo poseo el don del sentimiento?
Por un instante quedé paralizado ante el dilema inexplicable. Sin embargo, pude seguir adelante al recordar que antes de partir de aquel lugar donde el tiempo no existía, los ángeles que me acondicionaban para el viaje, envolvieron mi ser en un halo virtual que servía para todo.
Algunos lo llamaban energía, otros, alma, también espíritu, pero decían que, en el idioma tecnológico, allá en el otro mundo, a algo similar lo llamaban “software” básico. Pero que superar el karma y vivir de acuerdo a los principios que me habían inculcado sería la mayor responsabilidad que debía cumplir para poder volver a la eternidad.
El espíritu con que había sido dotado, también funcionaba como batería para supervisar la construcción de la obra.
Al activar el “power”, como por arte de magia, el instinto o el “software”, supo dónde ubicar cada cosa a su tiempo y medida. Más tarde aprendí cómo interpretar el reloj y el calendario terrestre mientras tomaba conciencia de que habían pasado ya tres meses desde el primer encuentro entre aquellas células que habían decidido unirse.
Lo primero del mundo exterior que pude percibir fueron las caricias de mi madre cuando se tomaba la panza. Seguramente, el alma misteriosa habría conectado la red energética con las terminales nerviosas.
Curiosamente, el placer de asistir a ese espectáculo vino acompañado de la contracara de sentir cada vez que a mamá le dolía algo en su cuerpo o en el alma.
¿Otra vez digo sentir, pienso curioso? Esto me recuerda a aquel filósofo que en la eternidad repetía: ¡Pienso luego existo!, mientras yo agregaba con las dudas de un pecador cualquiera. ¿No será que siento y luego existo?
Poco después, los ruidos ajenos al entorno conocido perturbaron la paz y supe que ambos teníamos razón. Cualquiera aprende si sabe escuchar.
La meditación quedó interrumpida por sonidos graves hasta chillidos agudos, que no podía entender, por qué hasta entonces solo conocía el idioma del amor. Sin embargo, algo me decía que debía escuchar con atención para conocer el significado de la intensidad de cada calambre al que me sometía esta aventura.
Según el plan, aún faltaban cuatro meses para ver la luz. De modo que fui asociando las voces a los seres que rondaban a mi madre y percibir lo que sucedía en ese lugar que todos llamaban “casa” y yo aún no conocía.
Había una voz grave que, por su autoridad, se imponía por la noche y a la que llamaban papá. A veces, a la hora del silencio, ocupaba mucho lugar en la cama, incomodándola de manera contradictoria porque el quejido era suave y mimoso hasta que un movimiento parecido a un empujón, acoplaba los cuerpos al espacio disponible en el colchón de dos plazas donde dormíamos los tres.
Aprendí a acomodarme para achicar los dolores hasta que cuando se acercaba el final de obra ya no me sentí cómodo por falta de lugar y fui quien decidió que había llegado el momento de nacer.
Empecé a rebelarme a las patadas y tuvieron que llamar al médico porque le causaba demasiado dolor a mamá. Habían pasado ya dos horas desde que cantara el gallo cuando el teléfono comenzó a sonar. Pensé que algo raro sucedía, porque ¡el teléfono solo funcionaba en horario de trabajo!
Me desperecé estirando los brazos y solo una pierna por lo estrecho del espacio, hasta que de pronto escuché un quejido. Ya había aprendido cómo defenderme frente a una contracción, pero me sorprendió que fueran ¡tres seguidas!
Con toda la atención puesta en el dolor que me causaría la siguiente, había olvidado que pronto vendría una persona que llamaban “la partera” para ayudar en este trance.
Poco después, el “Toc, Toc, Toc,…” del llamador de bronce sonaba con fuerza e insistencia sin parar.
Mi madre se puso la bata con dificultad y sorprendida conmigo bamboleándome en su panza iba hasta la puerta peguntándose “¿quién será a esta hora?” aun sabiendo que hoy sería un día diferente.
Cuando abrió, allí estaba Toribia dispuesta a iniciar su trabajo. Regordeta, de brazos fuertes y bien plantada, con las piernas abiertas, el cabello negro recogido y delantal blanco de enfermera imponían respeto. En el pueblo era reconocida por su humildad criolla y por haber vivido ejercitando el don de dar alivio a la hora de parir.
Esa mañana, seria, muy seria, y con autoridad nos acompañó nuevamente a la cama. Luego se fue a la cocina para comprobar que las sábanas estuvieran limpias, las toallas de mano rociadas con alcanfor sobre una silla, y el fuentón con agua tibia sobre la económica a leña.
Era una tensa espera. Yo intentaba romper la delgada membrana a cabezazos, pero sin conseguir acelerar el parto. Entonces, doña Toribia desapareció tan rápido como vino en busca de auxilio y, en cuanto cerró la puerta, en todo el pueblo se supo que después de mediodía habría un nuevo nacimiento.
Ya me había acomodado para la salida cuando sentí que el colchón de lana se humedecía. Nos cambiaron de cuarto, que, por lo que parecía, ya estaba calculado, y no fue nada muy distinto, pero, ¡qué fría estaba la colcha de hule!
El Dr. Iván y doña Toribia vinieron enseguida. Decían que el ambiente era el adecuado. Limpio, agradable, y calentito. Después de escuchar el ruido de las manos al frotarse con alcohol, mi papá perdió su autoridad. Lo mandaron a fumar afuera, de manera que en el escenario éramos solo cuatro.
El médico tranquilizaba a mamá mientras le tomaba la mano con cariño. La partera atenta frente a la piesera de la cama baja, daba instrucciones como si fuera un arquero que acomoda la barrera antes del tiro libre. ¡Pero mama mía!, qué dolores sentía cada vez que pujaba a destiempo. Esto de nacer era como bailar con un puma, que soltaba un rugido cada vez que le pisaban una pata. A cada embestida una queja reprimida por la valentía, hasta que finalmente pude acoplar el esfuerzo y el ritmo a la orden de ¡Puje!, guiado por Toribia mientras se agrandaba el portal a la vida.
Mi manera de decir ¡Presente! fue un llanto prolongado que calmó a mamá, cuyo sufrimiento yo había ignorado. Fueron apenas minutos porque me arrancaron de sus brazos para acondicionar el cuerpito al estándar de limpieza y vestimenta que reinaba en esa casa.
Para mi sorpresa, sentí que una toalla me envolvía entero hasta sumergirme en agua tibia. Terminado el baño en la palangana, una faja interminablemente larga paralizaba mi libertad y fui acostado en una cuna para recibir asustado a toda la familia.
Consumada su función, Toribia, antes un sargento y ahora un angelito, fue la primera en irse, y a modo de despedida repetía el refrán tan arraigado en este pueblo:
“A la hora de parir, la madre sufre tanto como el hijo, el dolor opera como amnésico y es por eso que la memoria de un niño recién despierta a los cuatro años”.
Si mi pueblo natal es aún la “Patria Chica”, y la casa donde crecí la incubadora para madurar, concluyo que, cuando hubo apuro para que ingresara al mundo adulto, me arrancaron verde.
En ese lugar, el viento era dueño del caserío, un dictador que obligaba a los pocos árboles de la plaza a doblar la espalda y besar el suelo a su paso como señal de reverencia. Las banderas de la escuela, comisaría, banco y correo, flameaban con resistencia patriótica, enhiestas como una veleta desflecada, indicando que su majestad venía desde el oeste hasta que caía en la trampa del mar planchado y desaparecía en el horizonte Atlántico. El norte y el sur, subordinados al clima, azarosos pretendían ignorar la supremacía del más importante y sometidos, solo soplaban cuando la naturaleza convocaba a regular la temperatura.
Esa geografía era una foto que no cambiaba nunca. Las olas lamían la playa en su ida y vuelta de mareas obedientes al ir y venir en su coqueteo con el mar, ante quien cedían por la tenacidad y constancia de quien se sabe fuerte. En cambio, la vida de las personas era tan lenta y rutinaria como las de un hormiguero.
Al acercar la lupa a mi propia casa, recuerdo que era única en todo sentido. En la memoria, aún llevo sus paredes rojas de ladrillos sin revocar, como si las hubieran construido de esa manera para alegrar el gris paisaje en el cual estaba ubicada frente a un baldío en la calle principal y a cinco cuadras de la costa. Las puertas y ventanas verdes hacían juego con el alicaído pino que, semimarchito por la sequía, apenas sobresalía por encima de un techo galvanizado.
Tenía dos entradas. La principal era una puerta de madera tallada a recuadros, con un llamador de bronce y el buzón como detalle de importancia. Por la calle transversal, la otra, de alambre tejido cubierta por una madreselva seca que suplicaba agua, era la ventana por la que el manto negro alertaba acerca del paso de un carro, o el peligro de un perro ajeno recorriendo el barrio y que se animara a olfatear el territorio a su cargo.
Una vez abierta, dejaba ver el zaguán con un perchero tijera sobre la pared izquierda del cual colgaba la libreta del sifonero, en el piso los envases vacíos juntos a la heladera recubierta con madera e interior de chapa, alimentada por una barra de hielo. A la derecha, una silla Thonet, impecable, que quedaba bien, pero nadie usaba. El pasillo, de piso damero, terminaba en otra puerta que conducía a la sala comedor, iluminada por un ventanal de hierro con vidrio repartido que dejaba ver la conífera escuálida y más atrás una quinta rodeada de sufridas margaritas.
Desde la sala se accedía a la cocina con una puerta que daba al patio. Era funcional. La “económica” a leña, tenía horno y una tapa con sus hornallas de hierro fundido para cocinar sopa, guisos y calentar el agua para el café o los fuentones de cinc para el baño sabatino. Una mesa de campo que por la mañana hospedaba las vituallas del día, y, por la tarde, antes de la merienda, quedaba reservada para hacer los deberes de la escuela. Un almanaque de Alpargatas, el reloj esmaltado a cuerda y una alacena con puerta de alambre tejido y las paredes pintadas de color celeste oscurecidas por el humo, completaban la escena culinaria.
El living, ubicado en la ochava era el comando central respetado por la jerarquía patriarcal, separado de la cocina por una sólida pared que lo privatizaba como una caja de seguridad. La actividad en ese lugar, recién comenzaba para cuando papá volvía de la oficina. Allí se sentaba para relajarse antes de besar a mamá mientras tomaba un vermut escondido detrás de un libro, hasta que llamaran a cenar.
Estaba amoblado con una mesa de roble que servía de escritorio, un piano, el sofá, la biblioteca y un atril que solamente usaba cuando un mensaje de la inspiración le soplaba al oído que era el momento para dejar testimonio de algún recuerdo. Una ventana sobre cada calle iluminaba la pinotea del piso y también el bronce reservado para la estufa que lo hacía confortable. Ese calentador ambulante tenía forma de hongo invertido. Sobre la base que almacenaba el querosene, emergía el tallo esmaltado, alto y fino para oficiar de chimenea provisto de una ventanita de mica para ver el fuego y rematada por otra tapa de la cual una manija permitía deambular con ella de cuarto en cuarto incluyendo el baño durante el invierno.
De noche, ese ambiente cálido reunía a la familia para escuchar la radio, pero ¡cuidado!, porque también era la sala para dictaminar un castigo, firmar la libreta de calificaciones o algún mensaje de la maestra mientras fumaba muy serio. En ese feudo también se daban consejos (¿o serían mandatos?), estrategias de vida, luego de meditar tras una cortina de humo que, a partir del pucho, lo inundaba todo. Para albergar la confianza, allí estaba el tocadiscos, el piano y se festejaba la Navidad.
La casa era el reino de mi vieja. Su traje de guerra era un delantal bordado que definía el rango y poder como ama de casa, pero escondía su femineidad reservada hasta el domingo por la tardecita. Sin embargo, como dije antes, al igual que en una monarquía, quien gobernaba desde el omnipresente trono patriarcal era mi viejo.
Aún quedan por describir los lugares de servicio ubicados fuera de la casa principal. Un galpón de material albergaba, bajo el mismo techo, un dormitorio limpio, ordenado, con baño y ventana con vista al Aguaribay para la muchacha, un piletón para lavar la ropa a tabla y el almacén de leña. Más allá, el gato como vigilante de lauchas y el gallo que ponía orden en el gallinero.
Un párrafo aparte merece la intimidad de los dormitorios. Con vista a la calle estaba el de mis padres que era un secreto total. Siempre cerrado como eran ellos. Solo se abría por la mañana cuando los chicos íbamos al colegio y aprovechaban para sacar el polvo. El que compartía con mi hermano nunca fue mío ni tampoco de él. Éramos los responsables de hacer la cama, ordenar la ropa en el armario y ventilar. Pero intimidad no tenía ni cuando estaba enfermo. Recuerdo haber tenido pensamientos propios cuando se apagaba la luz, pero se los devoraban los sueños.
No estoy resentido. Solo explico cómo eran las costumbres de aquel tiempo en el que transcurrió mi niñez. En casa de los vecinos pasaba lo mismo. Un niño era solo un niño y no tenía derecho a hablar sin permiso de los mayores. Cuando se charlaba con amigos, repetíamos lo escuchado en casa. Tampoco la escuela era para pensar, sino para aprender lo que repetía la maestra leyendo el manual.
Por todo esto no puedo recordar los pensamientos propios de la niñez. A pesar de la rigidez con que fui educado, volver a casa me daba la seguridad de lo conocido. Si bien las costumbres sociales eran las mismas para todo el pueblo, entre esas paredes a cada uno le pasaban cosas distintas y no se reflejaba en sus dichos, pero sí en los actos.
Regresar al hogar era sentir los aromas propios de nuestra familia. Desde el zaguán se sentía el humo del cigarrillo que fumaba mi padre y cuando salía a trabajar el olor a pucho seguía ocupando su lugar en cortinas y muebles de todos los ambientes.
Solo la cocina tenía un aroma variable. Flotaba en el aire la esencia de la comida semanal. Cordero al horno, pollo, puchero de caracú, o algún otro animal que hubiera ocupado el lugar según el día que fuera, la fecha o mejor dicho, la plata que quedaba a esa altura del mes.
Yo era el más chico de la familia y lo seguí siendo aún después de que mi hermano fuera enviado a estudiar a la Capital. Pero algo sucedió en ese momento. Una sensación rara, porque desde que había nacido, era la primera vez que supe lo que era tener intimidad en el cuarto. Ese sentimiento me acompañó durante tres años con la esperanza de que al menos durara hasta terminar con el secundario.
Sin embargo, la vida puede cambiar en un segundo, sin aviso previo y doy fe de que es así. Fue el día de mi cumpleaños cuando desperté con el ruido de la arena contra el vidrio de la ventana e imaginé el ventarrón empecinado en barrer la nube de polvo que levantaba para envolver el pueblo entero. Su silbido variaba la intensidad como cuando el director de la Filarmónica Universal impone un “prestíssimo”. Sopló, sopló y sopló sin intermitencia hasta la nochecita en que me esperaba la fiesta. Era mi primera vez con pantalones largos de manera que esperé a mis amigos, incluyendo a mi noviecita y sus compañeras desde temprano.
El baile estaba bueno. Había ambiente de diversión controlada por los mayores. En medio de la fantasía que generaba un bolero, pero bajaron la música luego. El tañer de las copas de cristal tallado como una campana, para hacer el rimbombante anuncio de que el año próximo estudiaría en Buenos Aires.
Los amigos miraban con envidia, las chicas me felicitaban y tuve mi momento de gloria, pero no era consciente de que el destino había recalculado el rumbo de la vida, e iniciado el camino que conducía al desarraigo.
El resto da para un libro, pero no importa en este momento. Solo quise resaltar cómo de un momento al otro todo puede cambiar, de manera que en la vida, ¡Hay que aprovechar cada minuto!, no hay lugar para perder el tiempo, a menos que uno decida vivirlo de ese modo.
Años más tarde aprendí y me representa, la reflexión de Erich Kästner cuando, en uno de sus poemas, dice:
“Matar el tiempo es infringir el quinto mandamiento”.
Su vuelo AF 229 aterrizó puntualmente en Ile de France a las 7:40 a.m. A esa hora, siendo sábado, con pasaporte comunitario, a paso firme y tirando del “carry on” como único equipaje, llegó a la salida del Charles de Gaulle en no más de media hora.
En cuanto pisó la alfombra frente a la puerta corrediza, se deslizó como un telón para descubrir la escena del mundo real que la esperaba. La figura de Pierre, su marido, canoso, apenas dos años mayor que ella, habitualmente jovial, pero esa mañana, muy serio, con la cara roja, que como continuidad del blazer lo caricaturizaba como un hincha del Saint-Germain después de un gol en contra.
Después de un beso formal, caminaron en silencio hasta el parking. Una vez que el auto rodaba sobre la autopista con furia, Elena le preguntó “¿qué te pasa?”. Ya no pudo reprimir la bronca ni aguantar la compostura del catedrático en la Sorbona, gritándole en la cara:
—Sos una hija de puta… ¡putain…!, ¡menteuse…!
Ella se guardó el discurso preparado durante el vuelo y, mientras viajaban en el C4 con dirección a Montparnasse sin abrir la boca, engulló el monólogo que él necesitaba soltar para prevenir el infarto. Después de la puteada de bienvenida, no pudo frenar la lengua. Atorado por su frustración, las palabras salían a borbotones al estilo tartamudo y tan caliente como la lava de un volcán en erupción mientras completaba su discurso:
—Me enteré el viernes. Supuse que el congreso del laboratorio ya había terminado, previendo que tal vez, para achicar la nostalgia te dieras una vuelta por la Facultad de Viamonte donde nos conocimos. Te llamé al hotel, temprano, esperando oír aquella voz que me enamoró hace treinta años y que ahora afrancesada me calentaba mucho más. Sin embargo, me quedé mudo cuando me atendió un ¿Hola?, de macho con tonada cordobesa, que inocente dijo que te estabas duchando… Al principio no entendía nada, creí imposible que en el Sheraton, te hicieran la cama mientras estabas en el baño y corté. Necesitaba hablar con alguien y la llamé a Norma. Cuando le conté mi desconcierto, un interminable minuto de silencio seguido del venite al Café de la Fleure porque tenemos que hablar, lo dijo todo. En apenas dos horas entendí los treinta años de nuestro matrimonio. Me había enamorado de tu piel, tu inocencia provinciana, tu inteligencia para crecer profesionalmente aún en esa clínica de cuarta, sin perder tu compromiso con la causa que nos reunió en la iglesia de la Santa Cruz. Los dos estudiábamos sociología y queríamos cambiar el mundo. Te gustaba darte corte con un novio parisino, pero recién ahora me doy cuenta de que no me querías a mí, porque en tu trabajo coqueteabas con el médico cordobés. Nos unía la ideología y el estatus que te daba noviar con un francés. Las cosas se complicaron después de que las monjitas desaparecieron. Ellas sí dieron la vida por amor a su compromiso con la vocación de servir a la fe cristiana. Cuando me llevaron en cana y supe lo que es sentir un fierro en la cabeza, después de una semana en el pozo también sentí que el amor de mi viejo era en serio cuando en la embajada pidió lo trasladaran y en veinticuatro horas me sacó del país. A mi madre le encargó que te comprara un pasaje en el Eugenio C donde conociste a Norma y vivías de fiesta en fiesta como una reina hasta reencontrarnos en Marsella. Son las cosas que hacen los padres por amor al hijo, incluyendo a la novia linda y sensual que no tragan, pero que lo vuelve loco. Pero vos no me querías. No digo que hayas sido mala. ¡No! Eras dulce, buena, alegre, comprometida y hasta tan inteligente como para llegar a ser gerente de marketing para América Latina en un laboratorio francés. En cambio, yo, terminé mis estudios en la Sorbona y allí me quedé como el docente al de blazer ajado que aún uso porque, al igual que siempre, las pilchas no me importan. Pero sigo comprometido con la justicia social en contra del neoliberalismo. Es cierto que tengo poca guita, pero mi hija me quiere y no tengo que escucharla decir “No hemos logrado que lo nuestro fluya”. ¿Alguna vez te preguntaste por qué la relación entre Uds. es fría?, no la compliques, es porque siempre supo lo que yo negaba. Tu amor quedó en Argentina. Aquí solo te ata la conveniencia del confort y el progreso en la farmacéutica. El resto es tan falso como tu apodo de “la parisina”. Te sentaría mejor “la anclada en París”, pero esto no tiene el mismo glamour. Aunque pensándolo bien y en honor a la verdad, ¡sí que sos glamorosa! También inteligente, pero no creciste. Las medias de nylon no te hicieron adulta. Eran solo un disfraz para parecerlo. Como también tenías una buena parla y aún la tenés. La gente se impresiona cuando en medio de una reunión, displicente y con cara de filósofa soltás aquella frase “de ciertos viajes no hay regreso, no se puede volver ni siquiera volviendo”. Y… ¿sabés qué?, ahora te cuadra a vos. Estamos casi frente al cementerio donde reposan Sartre, Simone y Cortazar. Vos elegí si querés meditar junto a ellos o caminar hasta los Jardines de Luxemburgo cercanos a la casa de Norma. Ella tiene cinco valijas con todas tus cosas, la cama preparada para que desde allí busques tu destino que ya no será una aventura conmigo. Yo también tengo mis frases. La vida misma me enseñó que ella solo tiene un camino de ida y que de la infidelidad no se vuelve. Todavía te quiero, pero no podría quererme a mí mismo si intentara que siguiéramos juntos solo por el confort, a costa de sentirme un boludo frente a los amigos.
¡Bajate, nuestro viaje por esta ruta de mano única, termina aquí!
Sucedió un domingo por la noche. Tarde, muy tarde, a una hora en que solo te llaman para comunicarte una desgracia, en la oscuridad del cuarto, el prolongado ring, ring… del aparato negro interrumpía como una alarma mi depresivo pensamiento. Mientras filosofaba entre las sábanas acerca de que a esta altura de la vida todo es rutina, pensaba y aún lo creo, que es como tener un abono permanente a la calesita. Saltar del autito, al tren, luego al avión, más tarde a la jirafa y tal vez antes de terminar “la vuelta” al elefante, pero nunca se saca la sortija. Hasta meditaba comprensivo acerca de la fría estadística en la cual sesudamente había leído que el día preferido por los suicidas era el último de la semana.
En cuanto levanté el tubo para putear a quien estuviera al otro lado de la línea, creí reconocer la voz que me decía:
—Hola, ¿hablo con el Conde de Montecristo?
El sonido típico de quien arrastra la “r…” desencadenó una catarata de recuerdos. Mi inconsciente tiraba de los hilos del pasado, y la memoria, con la ayuda de Gardel desde la radio con aquella estrofa de “que veinte años no es nada…”, le pusiera nombre a la voz en el teléfono. Después de un minuto de silencio pregunté como quien duda de sí mismo:
—¡La puta que te parió!, ¡sos vos!, ¿el Muerto?, ¿te borraste?, ¡no te vi más desde que terminó el secundario!
—¡Sí, soy yo, Patriota pelotudo!, ¿quién más podría tener este acento de alemán con tonada cordobesa? Lo que pasa, es que embaracé a mi novia, una vez casado a la fuerza, tuve otro hijo, estudié, ya no pude ser otro vago más, y desde entonces laburo como loco. Tengo una pizzería en Devoto que cierra cuando se va el último cliente… Hace mucho que quería llamarte, pero resulta que se cumplieron 10 años desde que terminamos el secundario, me acuerdo de todos, los extraño, pero… ¡no tengo horario!
—¡Ya sé! Entraste en la rutina y cagaste, ¡ya fue imposible salir!
—Sí, tenés razón, pero dejate de boludear con filosofía barata decime, ¡sos igual que antes!, ¿o en la corte te ascendieron a marqués?