¿Qué haría Jane Austen? - Linda Corbett - E-Book

¿Qué haría Jane Austen? E-Book

Linda Corbett

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Es una verdad casi universal que cuando una fan de Jane Austen termina viviendo al lado de un cínico pero apuesto escritor de novelas policiacas, ¡saltan chispas! Cuando Maddy Shaw recibe la noticia de que han cancelado su columna Querida Jane, no tiene más remedio que irse a las afueras de Londres a vivir. Hasta que la oveja negra de la familia, el primo Nigel, le deja una idílica casa de campo. Pero, por supuesto, hay una condición… Entonces, no solo la nombran presidenta del comité del festival literario anual del pueblo, sino que también se ve obligada a soportar a su nuevo vecino Cameron Massey, autor superventas de novelas policiacas y escéptico del amor. Cuando Maddy reta a Cameron a escribir una novela romántica, algo que él afirma que es de lo más fácil, saltan chispas dentro y fuera de las páginas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 447

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

¿Qué haría Jane Austen?

Título original: What Would Jane Austen Do?

© 2023, Linda Corbett

One More Chapter, una división de HarperCollinsPublishers Ltd

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Rosana Jiménez Arribas

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lucy Bennett/HarperCollinsPublishers Ltd

Imagen de cubierta: Shutterstock.com

 

I.S.B.N.: 9788410640542

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Epílogo

Posfacio

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para mi hermana Diana, que siempre creyó que yo podía ser escritora

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«No me dejo asustar por nadie… Cualquier intento de intimidarme no hace más que estimular mi valor».

Elizabeth Bennet, Orgullo y prejuicio

 

Era una verdad universalmente reconocida que estar solo el 14 de febrero daba derecho a sentirse desgraciado, pero que te echara tu jefe el Día de San Valentín demostraba un grado de mezquindad asombroso por su parte…, y conllevaba un problema económico adicional.

Maddy miró el correo electrónico en su móvil por enésima vez.

 

Sentimos comunicarle…

 

Estaba claro que se trataba de una definición comercial de la expresión «lo siento» que no tenía ni siquiera una relación remota con el arrepentimiento o la disculpa. ¿Por qué consideraban que la columna de Maddy ya no era necesaria para la revista? ¿Tenía ella derecho a oponerse?

 

Le deseamos que tenga mucho éxito en el futuro…

 

¿A qué futuro se referían? ¿A cuando se inscribiera en la oficina de desempleo? ¿O a cuando no pudiera permitirse alquilar ni siquiera en la zona más depauperada de Londres y se viese obligada a volver a vivir con su padre y su madre? Y no digamos a cuando tuviese que dejar tirada a su mejor amiga, que tendría que buscarse otra compañera de piso, pues, de lo contrario, también se encontraría en la misma situación económica que ella.

En cuanto se corriese la voz, las solicitudes de entrevistas en blogs o pódcast como la que se suponía que iba a hacer esa tarde pararían enseguida. Nadie quería a una exconsejera sentimental. Se le escaparon unas lágrimas que mojaron la pantalla y las secó con rabia.

A Maddy no le habría importado tanto si hubiera odiado su trabajo, pero disfrutaba como consejera de amor y relaciones para la revista UpClose, y sobre todo le encantaba su columna semanal, «Querida Jane». «Jane» recibía un montón de peticiones cada semana, y muchos de los correos electrónicos y cartas le daban las gracias por los consejos. Ahora se había quedado sin trabajo, con un mes de indemnización como compensación por la falta de preaviso y una indemnización mínima por despido. Al volverse hacia el tocador, sintió un vacío y malestar en el estómago.

La voz de su compañera de piso fue, por tanto, una intromisión bienvenida.

—¿Puedo pasar, Madds? Te he traído una cosa.

—¿Es un décimo de lotería premiado por casualidad?

—No, pero tal vez sea lo siguiente mejor —respondió Alice, y empujó la puerta y puso una copa de vino blanco frío al lado de la sombra de ojos—. Toma, bebe un buen sorbo.

Maddy bebió, agradecida, y siguió con su maquillaje, que se le había corrido un poco y ahora tenía que arreglarlo.

—Entonces, ¿sigues adelante con la entrevista del pódcast?

Maddy se detuvo con la brocha de polvos en la mano y miró a Alice, su compañera de piso, en el espejo.

—Ese es el plan.

—Solo pensé que…, ya sabes…, puede que no te apetezca…

—¿Hablar de amor y relaciones de pareja en la ficción cuando me han despedido el Día de San Valentín? —terminó Maddy por ella—. No se puede negar que tiene cierta ironía.

—Bueno, al menos conocerás a ese escritor de novelas policiacas que está que te mueres —respondió Alice, y se abrazó a sí misma—. ¿Podréis sentaros juntos para que contemples su magnífico cuerpo?

—Buen intento. Sin embargo, en primer lugar, no es ese tipo de entrevista. Yo solo soy la otra invitada del programa. En segundo lugar, estoy de acuerdo en que el escaparate tiene muy buena pinta, pero, por lo que he oído, el servicio de atención al cliente necesita mejorar un poco.

—Tienes que canalizar tu Jane Austen interior esta noche entonces.

Maddy levantó la barbilla, enderezó la espalda y se dirigió al espejo con voz condescendiente.

—Supongo que no está mal del todo, pero no es lo bastante guapo como para tentarme.

Alice se rio y, a pesar de lo triste del día, Maddy sonrió.

Luego esta dio un rápido sorbo al vino y rebuscó en el cajón su rímel resistente al agua.

—En honor a la verdad, espero que las preguntas sean variaciones de los temas habituales, incluida la pregunta demasiado predecible de si Jane Austen sigue siendo de interés en el siglo XXI —añadió, y abrió mucho los ojos mientras se pasaba con cuidado el cepillo del rímel por sus claras pestañas—. Bueno, supongo que al menos es un trabajo remunerado —dijo con una alegría forzada.

Para ser sincera, tampoco le apetecía pasar la noche sentada sola en el apartamento mientras el resto de la gente estaba fuera haciendo cosas románticas con sus parejas. Aunque Alice no tenía novio, la habían invitado a formar un cuarteto en un restaurante italiano y probablemente no volvería hasta tarde.

Alice le dedicó una sonrisa comprensiva y le dio un breve abrazo.

—Tal vez sea un poco tarde ya, pero si quieres puedo llamar y decir que estás enferma.

Maddy le dio una palmadita en la mano. Incluso en el colegio, Alice había sido una amiga leal, y una vez golpeó a un niño en la cabeza con su libro de geografía cuando este llamó a Maddy «cabeza de zanahoria». Más que enfadarse, a Maddy, que entonces tenía siete años, le hizo gracia que el intento de insulto no fuera ni remotamente original.

—Gracias, Alice. Muy amable por ofrecerte, pero está bien, y, de todos modos, ahora necesito el trabajo. —Se puso el reloj en la muñeca y miró la hora. La entrevista se iba a grabar en directo, así que se propuso llegar al estudio con tiempo suficiente para leer sus notas. No iba a defraudar a la señorita Austen por falta de preparación—. ¿Cómo estoy?

Las entrevistas radiofónicas siempre le resultaban extrañas. Sabía que los oyentes solo la oían y no podían verla, pero no quería tener la sensación de estar mal vestida. Y menos aún, en compañía del autor de best sellers Cameron Massey. Al ser pelirroja, era importante que eligiera los colores adecuados; optó por su top favorito turquesa fuerte y lo combinó con su pañuelo de Jane Austen para que le diera suerte.

—Estás preciosa. Ahora ve a seducir a ese tío tan guapo. —Alice la empujó hacia la puerta principal.

Habían elegido el apartamento principalmente por el precio, además de por la proximidad de los autobuses y de la estación de metro de Clapham Common. No era el lugar más barato del mercado de alquileres, pero, al compartir las dos los gastos, resultaba casi asequible, siempre y cuando escalonaran un poco las facturas. Ahora, de camino a la parada de autobús, Maddy experimentó una desagradable sensación de miedo.

Había sido un día soleado con una ligera brisa, el tipo de día en el que podías aprovechar unos minutos al sol sin sentir que podrías coger una hipotermia. Sin embargo, el cielo despejado hizo que la temperatura cayera en picado tras la puesta de sol, y Maddy se arrebujó en su abrigo mientras se sentaba en el autobús y reflexionaba sobre sus perspectivas laborales. Poder pagar el alquiler estaba mucho más arriba en la lista de necesidades que el que le gustara lo que hacía, y volver a vivir con sus padres era sin duda el último recurso —había trabajado duro para ser económicamente independiente y le encantaba vivir en Londres—. En cualquier caso, la relación con su madre mejoró con la distancia. Sin embargo, entre esas dos opciones debía de haber muchas posibilidades. Ojalá encontrara alguna.

«Cuando se cierra una puerta se abre una ventana» era una de las expresiones favoritas de su madre. Tenía todo un arsenal de refranes que, al menos en los primeros años, pretendían animar a Maddy a probar algo nuevo, o protegerla de una decepción. En años posteriores, también solía incluir una ración de consejos para novios, la mayoría de ellos, de tamaño familiar. La señora Carolyn Shaw tenía ideas firmes sobre la idoneidad de los individuos del sexo opuesto, aunque Maddy se preguntaba a menudo si las cosas habrían sido diferentes si hubiera tenido hermanos y su madre hubiera podido extender sus consejos maternales a un público más amplio. Hoy, mientras Maddy abría de un empujón las puertas del pequeño estudio donde se estaba grabando la entrevista, esperaba que su madre tuviera razón por una vez.

Una chica con leggings negros y un blusón de flores moradas que parecía recién salida del colegio —signo inequívoco de que se está haciendo mayor, según su madre— la acompañó a través de la pequeña recepción hasta una sala de espera para visitantes igual de pequeña.

—El otro invitado ya está aquí —murmuró cuando llegaron a la puerta—. Volveré en cuanto estemos listos.

Las paredes de la sala de espera estaban pintadas de un relajante verde claro. Una gran parte de la sala se hallaba ocupada por sofás gris suave, a los que se había añadido un par de sillas individuales de colores chillones, casi en contraste. En un rincón, una enjuta planta araña colgaba por el lateral de un armario alto, en un guiño simbólico a la vegetación decorativa de oficina.

Un hombre moreno, con barba de aspecto desaliñado, desaliño estudiado con esmero, y con un bronceado que revelaba vacaciones de invierno, tecleaba de forma agitada en su teléfono y levantó la vista cuando ella entró en la sala. Maddy se fijó en la camisa de cuello abierto ligeramente estampada, la americana azul marino entallada y los elegantes zapatos brillantes del hombre, y agradeció no haberse presentado con ropa informal.

—Tú debes de ser Madeleine Shaw.

—Mis amigos me llaman Maddy —respondió con una sonrisa y la mano extendida—. Y tú debes de ser Cameron Massey.

Tras dudar de manera casi imperceptible, él le estrechó la mano, hizo un intento de sonrisa cortés, que fue tan breve que podría confundirse con un tic facial, y luego señaló su teléfono.

—Lo siento, tengo que terminar esto.

Maddy trató de ignorar lo que ya sabía sobre Cameron Massey y su reputación de sarcástico en las entrevistas; al fin y al cabo, incluso su heroína, Jane Austen, les concedía a sus personajes el beneficio de la duda al principio, y Jane siempre había sido su consejera personal en materia de relaciones desde que Maddy leyó Orgullo y prejuicio en la asignatura de Inglés en secundaria. Mientras que sus compañeras de clase se quejaban de que les hicieran leer lo que ellas consideraban una historia antigua y chirriante, Maddy se enamoró de las hermanas Bennet mayores, y le habría gustado tener una, simpatizaba con Mary y se encogía ante su autoritaria madre, y ningún novio suyo —ni cuando era adolescente, ni después— había estado a la altura del personaje de ficción que era el señor Darcy.

Alice tenía razón en lo que a Cameron Massey se refería; sin duda era guapo, aunque sus ojos —sensuales, eso sí— estuvieran diciendo en ese momento «¿me dejas en paz?», en lugar de «¡hola!». Maddy se entretuvo en estudiar las notas que había tomado en su teléfono, el cual, por su parte, decidió que era un buen momento para lanzar un alegre tono de llamada.

Cameron levantó la vista ante la perturbación.

—Lo siento, es mi padre —dijo Maddy, luego rechazó la llamada y puso el teléfono en silencio—. Suele llamar los jueves para hablar un rato conmigo, porque es el día que mejor se adapta a su ajetreada vida social; excepto la semana pasada, que me llamó el domingo, pero fue porque el gato se había escapado por la noche —explicó, aunque estaba segura de que a Cameron Massey no le interesaban lo más mínimo las costumbres telefónicas de su familia, ni el paradero del gato de su padre.

Le dirigió a Cameron una mirada que quería decir: «padres, ¿eh?».

—Qué cosa tan británica, ¿no? —observó él con ironía—. Disculparse por algo que está fuera de tu control.

Maddy no estaba segura de si intentaba ser gracioso o sarcástico, pero se libró de tener que contestar porque en ese momento volvió la chica que la había hecho pasar.

—Ya estamos listos —le anunció a Cameron con voz cantarina, y luego miró a Maddy—. Volveré enseguida y te prepararemos a ti también.

Maddy volvió a sentarse y envió el siguiente mensaje rápido a su padre: «Lo siento, asuntos de trabajo. Te llamo luego».

Mientras esperaba a que la llamaran, pasó un poco más de tiempo repasando sus apuntes. En realidad, no era tanto por repasar como por distraerse; dejar que su cerebro se sumiera en pensamientos libres la llevaba de manera invariable de vuelta al correo electrónico de su jefe. «De su antiguo jefe», se corrigió en silencio.

Pasados unos minutos, la chica regresó y condujo a Maddy al estudio, donde la presentadora Angie Turner ya estaba hablando con Cameron Massey, presumiblemente sobre uno o varios de sus libros. En cuanto le pusieron el micrófono, hizo una señal con el pulgar hacia arriba a la productora y empezó a prestar atención a la conversación en curso.

—Dado que varios de tus libros anteriores han encabezado las listas de los más vendidos, y que tanto La mujer peligrosa como El cerrajero de Cornualles fueron galardonados con la codiciada Llave de Plata de los escritores de novela policiaca, debe de haberte decepcionado el hecho de que tu último libro no haya tenido tanto éxito. ¿A qué crees que se debe?

Aunque una mampara de cristal la separaba de él, Maddy vio que en el rostro de Cameron se dibujó una clara expresión de fastidio.

—Está claro que los autores esperan que cada libro suyo se venda bien, pero imagino que sería mejor que le hicieras esa pregunta a las personas que compran libros, a las personas que puedan o no haberlo comprado.

—Entendido. Entonces, ¿qué es lo que le espera al detective inspector Jason Friend? ¿Puedes darnos alguna pista acerca de a qué podría tener que enfrentarse en el próximo libro?

Cameron puso una de esas sonrisas nerviosas suyas.

—No por el momento. Tendréis que esperar un poco más.

—Vale. Lo siento, amigos; parece que la caja de las confidencias va a seguir cerrada por ahora. Cameron, como hoy es el Día de San Valentín, permíteme preguntarte qué opinas del amor en las novelas policiacas. ¿Has considerado alguna vez darle a Jason Friend un interés sentimental?

—Mira, los lectores de mis novelas disfrutan con el reto de resolver enigmas de la mano del detective. No necesitan distraerse con tramas secundarias de romance ligero.

Maddy no daba crédito a lo que estaba escuchando y se controló a duras penas para no gritar cuando pronunció la palabra «¡¿Qué?!».

—Entonces, ¿no te gusta el género?

—No personalmente. No es un gran reto escribir una historia cuyo final conoces, ¿no?

Sin esperar a que la presentaran, Maddy se inclinó hacia el micrófono que tenía delante.

—Creo que, en todo caso, escribir una novela romántica supone un reto mayor. Y, aunque garantiza al lector el satisfactorio final feliz desde el punto de vista emocional, es el viaje que emprende la pareja lo que hace que el libro sea interesante. —Sonrió a Cameron—. Creo que muchos libros se beneficiarían de incluir un poco de romanticismo.

—Una opinión interesante de la consejera sentimental Maddy Shaw. Cameron, ¿estás de acuerdo? —preguntó Angie—. ¿Alguna vez has añadido un toque de romanticismo a tus tramas?

—No evito el sexo en mis novelas, si te refieres a eso.

—Pero el sexo no necesariamente implica que haya amor, ¿verdad? —respondió Maddy.

—Y ¿has leído alguno de mis libros?

—Sí, acabo de terminar de leer El caso del diamante.

Maddy creía en la investigación, pero se abstuvo, con tacto, de añadir que la historia le parecía muy desalmada. El breve encuentro sexual entre el detective y la mujer del joyero era más práctico que pasional, y ella ya sospechaba, mucho antes del final de la novela, que la mujer del joyero tenía un motivo oculto.

—¿Y?

—Era interesante —respondió de forma diplomática—. Pero no dio tiempo a que los personajes desarrollaran ningún romance significativo.

—Pero eso es precisamente lo que desanima a la gente. Mis lectores quieren ver que suceden cosas, que haya acción, no limitarse a seguir a dos personas que se pasean por el campo durante doscientas páginas cuando ya sabes que al final van a acabar juntos. Siempre es la misma historia; es demasiado predecible.

—Tonterías. Dar a alguien la seguridad de un final feliz no lo hace necesariamente «predecible». —Hizo el signo de las comillas con los dedos—. Y Cameron debe de saber —le dedicó una sonrisa de disculpa— que algunas personas que reseñaron El caso del diamante utilizaron justo el mismo adjetivo. —Cameron la miró como si se lo acabara de inventar; de hecho, ella había visto varias críticas en el mismo sentido—. En cualquier caso, se puede argumentar que muchas cosas son predecibles. Por ejemplo, si te vas de vacaciones a Grecia, todo el mundo va al mismo aeropuerto, coge el mismo avión durante unas horas, la mayoría se queda en algún sitio de la misma ciudad o de los alrededores durante una semana, vuelve al aeropuerto, coge otro avión, llega a casa cansado y habiéndose gastado bastante dinero. Pero las vacaciones de cada uno y sus motivos para ir son muy diferentes.

»No le dirías a un avión lleno de gente que la suya es la misma historia de siempre —añadió, tomando prestada la frase que había dicho Cameron antes—. Cuando abres un libro, emprendes un viaje personal con los personajes, ya sea romántico, una audaz huida o un viaje a las estrellas. Y ¿qué tiene de malo un final satisfactorio? Incluso tú estarás de acuerdo en que la mayoría de los crímenes de las novelas se resuelven al final. Así fue en el libro que leí.

—Eso es porque —dijo Cameron con una expresión de suficiencia— el objetivo de una novela negra suele ser averiguar quién lo hizo.

—Pero ¿estás de acuerdo en que, en la vida real, las estadísticas policiales muestran que solo una parte de los crímenes se resuelven? Aunque los métodos de detección se basen en la realidad, hay un alto grado de licencia artística en la resolución.

—Entonces, ¿es esta la versión de los lectores de novela negra del «y fueron felices y comieron perdices»? —preguntó Angie, mirando a ambos.

—Por supuesto —respondió Maddy.

—Desde luego que no. Un crimen o un misterio se resuelven. No tiene por qué haber un «y fueron felices y comieron perdices», siempre y cuando los lectores descubran quién lo hizo o por qué. En cambio, los lectores de novelas románticas solo quieren un poco de evasión frívola. Son deseos cumplidos con…

—Lo siento, pero eso es una tontería —interrumpió Maddy, casi vibrando de indignación—. El hecho de que los libros románticos puedan ambientarse en cualquier época de la historia no significa que sean evasiones. Ya sea en el pasado, en el presente o en el futuro, los personajes pueden enfrentarse a todo tipo de problemas. He leído novelas románticas que tratan de rupturas familiares, duelo, maltrato doméstico, racismo (te deseo buena suerte si intentas describir eso como «evasión frívola»), pero es la vida real de mucha gente. Estos libros no son menos importantes solo porque puedan generar espíritu de comunidad y tengan una relación romántica de fondo.

Ella le miró a través de la pantalla, pero él pareció ignorar su reacción. En todo caso, su boca esbozaba una sonrisa, como si estuviera disfrutando.

—¿Crees que alguna gente posee una visión estereotipada de las personas que leen novelas románticas? —preguntó Angie.

Maddy asintió con la cabeza.

—Es cierto que hay más mujeres que hombres que leen novelas románticas, pero la idea de que la típica lectora de novelas románticas sea un ama de casa aburrida que lee a escondidas su novela de evasión mientras su marido está en el trabajo está totalmente fuera de lugar en el mundo moderno.

Cameron levantó las manos en señal de rendición.

—No me atrevería a…

—Y, además —continuó Maddy—, eso pasa por alto completamente las novelas románticas leídas y escritas por hombres. A los oyentes les interesará saber que una parte importante de los audiolibros del género de ficción erótica la descargan hombres.

¡Ja! Eso le pilló desprevenido. Maddy disfrutó de la breve expresión de sorpresa que cruzó la cara de Cameron. No solía ser tan combativa, pero, después del día que había tenido, había un exceso de frustración contenida esperando la oportunidad de escapar. En cualquier caso, por lo que había visto hasta entonces, Cameron parecía disfrutar un poco de la discusión.

—Eso sí que es interesante —dijo Angie—. Cameron, ¿alguna vez has tenido la tentación de descargar una novela romántica subida de tono?

Cameron se negó a entrar en el tema y se limitó a mirarla fijamente. Era una lástima que estuviera tan irascible, pensó Maddy, y se lo imaginó vestido con una camisa blanca y unos calzones. Sí, sin duda ese aspecto le sentaba mejor.

Angie miró a Maddy.

—Entonces, ¿crees que algunas personas consideran los libros románticos como inferiores porque tratan de sentimientos y relaciones de pareja?

—Absolutamente. Y ello es absurdo, pues con frecuencia encabezan las listas de los más vendidos.

—Aunque eso depende del criterio que se utilice —añadió Cameron—. Desde el punto de vista de las cifras, no cabe duda de que se venden bien, pero ¿cuántas novelas románticas han ganado los premios literarios más importantes?

—¡Oh, esa vieja historia no! —dijo Maddy agitando el brazo con gesto de exasperación—. ¡Todos sabemos la respuesta! Entonces, ¿cómo es que casi siempre los clásicos como Jane Eyre y Orgullo y prejuicio encabezan las listas de los libros más queridos?

Durante un instante sus miradas se cruzaron, desafiándose. Cameron se rio.

—¿No crees que la gente tiene esos títulos en la estantería solo para presumir? En plan «¡Mira qué culto soy que leo los clásicos!».

Maddy sintió una oleada de calor en la cara, pero, antes de que pudiera responder algo ingenioso, Angie volvió a intervenir:

—Y, ya que hablamos de los clásicos, ¿qué crees que tiene Jane Austen que la hace tan atractiva? Hace más de doscientos años que escribió sus libros y, sin embargo, sus historias continúan siendo tan populares como el primer día, y siguen haciendo películas de ellas, y obras de teatro y dramas.

—Es pura nostalgia del pasado —afirmó Cameron—. Sus personajes vivieron en otra época, y mucha gente lo ve todo a través de unas gafas de color de rosa. Tiene tantos seguidores que ahora es casi una blasfemia decir que uno no ha leído un libro de Jane Austen o que no adora sus personajes.

—No estoy de acuerdo en absoluto. El atractivo de sus libros es atemporal —respondió Maddy—. Puede que la gente vistiera de forma diferente en aquella época y que no tuvieran ninguna de las comodidades de la vida moderna, pero las situaciones en las que se encuentran los personajes siguen siendo relevantes para los lectores de hoy en día. Jane Austen no se limitaba a estar de acuerdo con las costumbres y modales de la época de la Regencia, sino que también se burlaba del esnobismo del sistema de clases, comentaba las injusticias sociales y, si se sabe dónde buscar, ofrecía consejos para las relaciones que siguen siendo tan válidos hoy como lo fueron en su momento. Basta con mirar alrededor para darse cuenta de que en el mundo actual hay tantos Wickhams como Tilneys.

—Y ya, lamentablemente, tenemos que dejarlo por hoy, pero espero que hayan disfrutado de nuestro animado debate. —Angie le sonrió a Maddy través de la pantalla de cristal—. Gracias a nuestros dos invitados, Maddy Shaw y Cameron Massey, por compartir lo que piensan sobre el mundo de la ficción y el romanticismo. Nos acompañarán de nuevo la próxima semana.

—Ya no estáis en antena —dijo una voz por los auriculares unos segundos después.

Maddy se los quitó, despeinándose. Su compañero salió del estudio sin mirar atrás. Que le vaya bien, pensó Maddy. Su libro iría mañana a la tienda de beneficencia local.

Como esperaba, Alice seguía fuera cuando volvió a casa. Apenas pasaban de las ocho y media, así que se llenó la copa del vino que Alice le había llevado ese mismo día, bebió varios sorbos agradecida y, a continuación, se quitó los tacones y se tumbó en el sofá. Para evitar pensar en su actual situación de desempleo, dejó que sus pensamientos volvieran al estudio. ¡Así que ese era el famoso Cameron Massey! No se podía pasar por un aeropuerto o una librería sin ver sus novelas apiladas en las estanterías de los libros más vendidos, y esa era una de las razones por las que ella aceptó entusiasmada la invitación de la emisora de radio.

En la vida real parecía diferente, quizá porque sonreía en todas sus fotos publicitarias, lo que le hacía muchísimo más atractivo. Tal vez le ordenaran que sonriese. Dio otro sorbo más de vino antes de llamar a su padre. Esperaba que no le soltara ningún rollo interminable o relacionado con el gato, y no es que no le gustara el gato. Adoraba a Tabitha y no era culpa suya tener el nombre menos original del mundo para un gato atigrado, pero le apetecía tener una noche tranquila y acostarse pronto.

—Hola, papá, siento no haber podido coger tu llamada, pero estaba haciendo una entrevista en la radio. ¿Va todo bien?

—Maddy, cariño, acabo de tener una conversación muy extraña con un bufete de abogados.

Una oleada de ansiedad la recorrió.

—No tendrás ningún problema, ¿no?

—Todo lo contrario. No te lo vas a creer. ¿Estás sentada?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

«Una buena renta es la mejor receta para la felicidad, que yo sepa».

Mary Crawford, Mansfield Park

 

—A ver si lo he entendido bien —dijo Maddy, intentando recomponer mentalmente su árbol genealógico—: la persona que ha muerto era el hijo del hermano del abuelo Shaw, ¿no?

—Exacto.

—Creo que nunca he visto a tu primo Nigel, ¿verdad?

—No. Nadie de la familia lo había visto desde hace décadas.

Maddy oyó el suspiro melancólico de su padre al otro lado del teléfono, pero era difícil sentirse triste por la muerte de alguien a quien una no conocía. En realidad, eso no era del todo cierto, ya que ella lloró cuando murió Whitney Houston y, obviamente, tampoco la conocía, pero el primo Nigel no era una celebridad venerada. Más bien, todo lo contrario. No lo conocía, pero sin duda había oído su nombre bastantes veces como advertencia de lo que podía pasar si se descarrilaba.

Según su padre, Nigel era una persona que vivía la vida al máximo y consideraba las normas como un reto. La versión familiar aceptada de los hechos era que Nigel había dejado la universidad y tirado por la borda una educación en Oxbridge en favor de una comuna hippy en América. La última vez que se supo de él fue hacía más de treinta años, cuando supuestamente seguía viviendo el estilo de vida del sexo, las drogas y el rocanrol en San Francisco. A Maddy siempre le había dado pena que el abuelo Shaw y sus hermanos nunca hubieran intentado hacer las paces con Nigel. Recordaba que su padre escribió a la última dirección conocida de Nigel para notificarle que su padre había fallecido, pero tal vez nunca le llegó.

—Pero tú sí llegaste a conocerle, ¿no?

—Sí, de niños nos veíamos a menudo en las reuniones familiares, pero no éramos lo que se dice íntimos. Era muy inteligente. Le encantaban el lenguaje y la poesía, según recuerdo. Cuando se marchó del Reino Unido, envió una dirección a su familia, pero creo que fui el único que se molestó en escribirle. Reconozco que fue más por curiosidad que por otra cosa, pero no recuerdo haber recibido nunca respuesta. A mediados de los ochenta, la correspondencia se redujo a una tarjeta de Navidad de vez en cuando, e incluso eso se acabó.

Las tías de Maddy se referían a Nigel como la oveja negra de la familia. Sus abuelos paternos se habían negado incluso a mencionar su nombre. Con el paso de las décadas, las travesuras y el paradero del primo Nigel se redujeron a especulaciones en las ocasionales reuniones de los Shaw. Incluso su padre admitía después de alguna que otra cerveza que tal vez había perdido el tiempo al intentar seguir en contacto con él. Ahora, ¿qué iba a encontrar la familia para cotillear con sus jereces navideños?

Se dio cuenta de que su padre seguía hablando.

—… pero debían de tener alguna información, ya que este bufete de abogados me siguió la pista y me encontró. De todos modos, resulta que es contigo con quien quieren hablar.

Maddy se incorporó bruscamente.

—¿Conmigo? ¿Para qué?

—Según parece, eres beneficiaria del testamento de Nigel. Te enviaré la dirección. Te he concertado una cita para mañana a las tres.

Cuando su padre mencionó que había concertado una cita con un bufete de abogados, ella supuso, a falta de más información, que se refería a Londres, o en algún lugar cercano. O, como mínimo, algún sitio del que hubiera oído hablar. Tuvo que consultar Google Maps para averiguar dónde estaba Haxford: al oeste de Londres y unos centímetros más allá. Los mapas nunca habían sido su punto fuerte.

Por suerte, había un par de taxis esperando fuera de la estación de tren de Haxford. Si hubiera sido un lugar que ella conociese, habría disfrutado de ir caminando, pero le preocupaba perderse. Además, el tiempo daba «llovizna» esta semana, y con la humedad se sentía como si estuviera calada hasta los huesos. Esperaba que, fuera cual fuera el legado, al menos le cubriera los gastos del viaje de hoy. Parecía muy caprichoso que un pariente al que no conocía le hubiera dejado algo en su testamento, pero, dado que acababa de perder el trabajo, sin duda era muy oportuno.

El bufete Chapman & Latimer estaba situado al final de una calle de elegantes tiendas y pequeños comercios, con un aspecto similar al de muchas otras ciudades comerciales inglesas. Sin embargo, una vez dentro, Maddy tuvo la clara sensación de haber cruzado un portal en el tiempo hacia un mundo más refinado. Los paneles pintados de la recepción bien pudieron haber sido en su momento un elegante gabinete. Había dos sofás de cuero a un lado y un cuadro holandés de flores colgado de la pared. Casi esperaba que el lugar oliera a cera de abeja o a lavanda, como en los libros.

Sin que tuviera que esperar demasiado, la hicieron pasar a otra sala, donde le presentaron al socio principal, el señor Chapman, un hombre de mediana edad, calvo y vestido de oscuro, que no podía tener más aspecto de abogado, aunque lo intentara. Después de que les trajeran tazas de té y galletas de avena en un plato blanco de aspecto decepcionantemente barato, se pusieron manos a la obra.

—Señorita Shaw, gracias por venir hoy. Soy el abogado del señor Nigel Shaw y también el albacea de su testamento. ¿Ha tenido algún contacto reciente con el difunto?

Maddy negó con la cabeza.

—Nunca he visto al primo Nigel. La familia ni siquiera sabía dónde vivía; lo único que sabíamos era que estaba en los Estados Unidos.

El señor Chapman tosió cortésmente.

—Eso fue hace un número considerable de años. Durante los últimos veintiocho años de su vida, Nigel Shaw vivió en el pueblo de Cotlington.

—Oh. —Maddy no estaba segura de por qué esto le parecía significativo.

El señor Chapman cogió una carpeta negra de su escritorio y sacó varias hojas mecanografiadas.

—Como albacea del señor Shaw, puedo decirle que hay una serie de legados hechos a amigos y organizaciones benéficas, y que habrá una cantidad a pagar en concepto de impuesto de sucesiones. —Recogió los papeles y los golpeó sobre el escritorio—. Se ha solicitado la inscripción de la herencia, pero, hasta que se resuelva, seguiré siendo el responsable de la gestión de las finanzas de la misma. El funeral está previsto para la semana que viene. Perdone que la avise con tan poca antelación, pero he tardado más de lo previsto en encontrarla.

Hasta que él mencionó la palabra con «f», Maddy ni siquiera había pensado en ir al funeral. Al fin y al cabo, el primo Nigel era más bien un pariente lejano —tanto genealógica como geográficamente hablando— y, hasta la conversación que tuvo con su padre, hacía años que no pensaba en su paradero. Sin embargo, si le había dejado algo de dinero en su testamento, lo decente era ir a darle las gracias. No en voz alta, por supuesto; eso sería raro.

—Me gustaría ir al funeral, y es muy amable por su parte que se haya acordado de mí en su testamento. Supongo que, como albacea, usted necesitará mis datos bancarios o algo así. No estoy segura de qué es lo que hay que hacer cuando una persona te deja dinero en su testamento.

—Habrá que pasar por algunos trámites legales, pero el señor Shaw no le ha dejado ningún legado monetario en su testamento.

—Ya veo —dijo Maddy de manera automática, aunque no veía nada.

—Le ha dejado su casa, aunque viene con un pequeño presupuesto de limpieza.

Durante varios segundos, Maddy no se dio cuenta de que se había quedado con la boca abierta. Tenía que haber oído mal. Nadie le dejaría una casa…, ¿verdad? El corazón le latía con fuerza y una oleada de adrenalina le recorrió el cuerpo. No sabía si reír, aplaudir, saltar por los aires o las tres cosas a la vez. Era la solución a todos sus problemas financieros. Dio las gracias en silencio a su benefactor celestial.

—Veo que esto ha sido una sorpresa para usted, espero que agradable —dijo el señor Chapman, y cogió una galleta del plato y la partió por la mitad.

—Sí… Es solo… —Maddy se esforzaba por encontrar una respuesta adecuada («Guay» no parecía apropiado en este despacho tan formal y estirado).

—Supongo que querrá ir a ver la propiedad antes de hacer planes, y, suponiendo que piense asistir al funeral, puedo organizar una visita al mismo tiempo.

Maddy asintió con la cabeza.

—Sí, me gustaría ver la casa antes de que salga a la venta.

El abogado vaciló un instante antes de responder. Se quitó las migas de galleta de los labios con un pañuelo planchado con esmero.

—Ah. Me temo que eso no será posible todavía.

Maddy frunció el ceño.

—¿Perdone? Usted ha dicho que él me había dejado una casa. En su testamento. ¿O lo he entendido mal?

—No, eso es correcto, pero…

—Vivo en Londres, como usted sabrá. Soy una mujer de ciudad; no tengo pensado escaparme al campo, así que sería útil, desde el punto de vista financiero, vender la casa lo antes posible. Por supuesto, ha sido muy amable por parte del primo Nigel dejarme su casa, y no quiero que piense que soy una desagradecida ni nada por el estilo.

El abogado esbozó una sonrisa profesional.

—En absoluto. Sin embargo, el testamento contiene un codicilo. Es un documento adicional legalmente vinculante y establece que solo heredará la casa si acepta vivir en ella durante un periodo de doce meses. Me temo que la casa no podrá ponerse en venta hasta que transcurra dicho plazo.

—Y si no quiero vivir en… —Maddy se abstuvo de añadir las palabras «el culo del mundo»— ¿Coltringham?

—Cotlington.

—Vale. Entonces, si no quiero vivir en Cotlington, ¿qué pasa con la casa?

El señor Chapman consultó sus papeles, aunque Maddy sospechó que ya sabía la respuesta.

—Sería para la señora Myra Hardcastle.

—¿Sabe quién es? ¿Es otra pariente?

—No lo creo.

Maddy se quedó mirando su té, ahora frío. Había heredado una casa, sus problemas de dinero se habían acabado, probablemente para siempre, pero no podía vender la casa; solo vivir en ella. Joder.

—¿Cuánto tiempo tengo para decidirme?

—Sería de gran ayuda que me avisara antes de la fecha del funeral. Así podré ponerlo en marcha.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

«No hay distancias cuando se tiene un motivo».

Elizabeth Bennet, Orgullo y prejuicio

 

A pesar de sentirse como si volviera a tener diez años, en el fondo Maddy estaba contenta de que su padre se hubiera ofrecido a llevarla al funeral. Además de querer presentar sus respetos —esa era la explicación oficial—, sospechaba que también había un grado nada desdeñable de curiosidad, ya que después del velatorio iba a hacer una visita guiada a la casa de Nigel. Su casa, se corrigió en silencio.

La noticia de su herencia había provocado gran entusiasmo en su familia más cercana y parecía que, al menos en algunos círculos, el estatus oficial de Nigel Shaw como oveja negra de la familia estaba siendo rápidamente reconsiderado, si no rescindido. Varias tías y tíos, que durante la última semana se habían puesto en contacto con ella para expresarle sus condolencias, aunque en realidad ninguno de ellos hubiera sabido nada de la vida de Nigel durante las tres últimas décadas, le estaban dando lustre a su otrora empañada reputación. A Maddy le hacía muchísima gracia que de repente todo el mundo quisiera hablar con ella; a menudo había observado que la popularidad iba de la mano de una herencia.

No le habló de los detalles del codicilo a nadie de la familia, excepto a su padre. Su madre se quejaría demasiado. Sin embargo, se lo contó a Alice, pues ella se vería afectada por cualquier decisión que Maddy tomara y, por lo tanto, tenía derecho a saberlo. Todos los demás podían esperar hasta que ella se decidiera.

Aunque no había visto la casa en persona, buscó un poco en internet cuando el abogado le dio la dirección. No había fotos de la casa, pero las vistas de las calles que aparecían eran las de un típico pueblo inglés. Desde luego, había algunas casas de campo preciosas que parecían encantadoras para pasar las vacaciones, pero ¿vivir allí sola? Aparte de la tienda del pueblo y una farmacia, el establecimiento más cercano estaba en el pueblo de al lado, y tendría que viajar a Haxford para cualquier cosa importante. ¿Se aburriría en el campo? ¿Hacían entregas a domicilio en Cotlington? Desde que se enteró del extraño legado, se había hecho un sinfín de preguntas, pero la más importante, aquella a la que volvía una y otra vez y para la que no encontraba respuesta racional, la desconcertaba de verdad. Y hoy tenía que tomar una decisión.

—Has estado muy callada, cariño.

—Lo siento, papá; es que tengo muchas cosas en las que pensar. ¿No te parece raro que el primo Nigel me haya dejado la casa a mí y no a ti? —Se volvió para mirar a su tranquilo y fiable padre—. ¿Por qué haría eso?

Aunque Maddy no había heredado muchos rasgos físicos de su padre —estaba claro que el pelo cobrizo y los ojos color avellana de ella eran los de su madre—, tenían muchos otros rasgos en común, y ya de niña valoraba y respetaba su opinión.

—Quién sabe lo que estaba pensando cuando lo hizo. Quizá se dio cuenta de que yo tendría que dejar mi trabajo y trasladar la familia allí. Quizá eligió a un miembro de la familia al azar. Tal vez añadió el codicilo para divertirse (la familia podría heredar siempre y cuando se mudara al campo durante un año). —Rio entre dientes—. Es como el argumento de una novela de Agatha Christie. Sin el asesinato, claro —añadió enseguida—. Y, diga lo que diga tu madre, el dinero no es lo importante; si no quieres quedarte allí, siempre puedes volver a casa hasta que encuentres otro trabajo.

Maddy le dio una palmadita en el brazo.

—Gracias. Primero acabemos con lo de hoy.

Según la anterior búsqueda de Maddy en internet, el pueblo de Cotlington creció en torno a la iglesia, que se construyó en el siglo XVIII y debía su existencia al rico mecenazgo del quinto conde de Haxford. Se construyó en estilo gótico y, como muchos edificios de aquella época, ahora necesitaba más mantenimiento del que podía permitirse. En el interior del pórtico había un tablón de anuncios con un totalizador que indicaba cuánto dinero se necesitaba cada año para llevar a cabo el mantenimiento de la iglesia. También había varios carteles de colores. En uno de ellos se detallaba el funeral de Nigel Shaw, que se anunciaba con un tipo de letra extravagante:

 

NADA DE COLORES MONÓTONOS.

¡NIGEL ODIABA LAS CELEBRACIONES MONÓTONAS!

 

Maddy intercambió miradas con su padre, quien, como ella, vestía el atuendo negro habitual de los funerales. Excepto este, al parecer. Le resultaba extraño asistir al funeral de un familiar sin saber casi nada del difunto.

Cuando entraron, Maddy vio que todos los demás habían tomado nota de las instrucciones del cartel. La pequeña iglesia ya se estaba llenando, y en los bancos de madera se veían brillantes manchas de color: una bufanda amarilla, un abrigo rojo, una chaqueta morada —muy Michael Portillo— y un sinfín de sombreros extravagantes. Una mujer que parecía tener la misma edad que su madre repartía programas del servicio y saludaba a todo el mundo que entraba.

Llevaba una elegante casaca azul regio con puños de seda y solapa de mariposa azul marino, y un tocado del mismo color, en parte adornado con flor, y, en parte, con pluma. Llevaba el pelo canoso recogido por debajo de las orejas y un collar de perlas descansaba en su clavícula.

—Bienvenidos a San Pedro. Me alegro de verles; gracias por venir. Buenas tardes y bienvenidos a San Pedro.

Maddy cogió la hoja de servicio y, avanzando lentamente, buscó un sitio donde sentarse. En las bodas había reglas no escritas sobre estas cosas (la familia y los amigos de la novia a la izquierda, y los del novio, a la derecha). Intentó recordar si lo mismo se aplicaba a los funerales. Sentarse a la derecha podía ser lo más seguro.

—¿Están buscando a alguien?

Maddy se dio la vuelta y vio a una jubilada con un vestido de flores, un sombrero rosa chillón y un pañuelo de gasa verde que la miraba radiante. Estaba claro que los lugareños se habían tomado de forma muy literal el tema de los colores. Incluso su bastón hacía juego con el colorido vestido.

—Solo queríamos ver si había algún otro miembro de la familia aquí —respondió su padre—. Soy Doug, primo de Nigel, y esta es mi hija, Maddy.

Inmediatamente, el murmullo de las conversaciones se detuvo, y varias cabezas se volvieron para mirarlos.

—¿Familia? Bueno, encantada de conocerles. Me llamo Joyce Sedgefield. —La mujer agitó su bastón en el aire, y casi tira dos velas que había en unos candelabros, mientras llamaba por encima de las cabezas de los que ya estaban sentados—. ¡Myra, este es el primo de Nigel!

La mujer del sombrero azul le pasó las hojas de servicio a otra persona y se acercó a toda prisa. Joyce la había llamado «Myra». ¿Era Myra Hardcastle? No era lo que se dice un nombre corriente. Maddy tuvo la clara impresión de que la estaban examinando, y no solo porque se hubiera presentado con un traje del color equivocado. ¿Sabía Myra que podría heredar una casa?

—No sabíamos que él estuviera en contacto con nadie de su familia. —Lo dijo en un tono un tanto acusador—. Vengan conmigo. Deberíais sentaros delante.

Los condujo por el pasillo hacia la parte delantera de la iglesia, señaló con el dedo rápidamente a dos personas que ya estaban sentadas en el primer banco, y estas se apresuraron a sentarse detrás.

Su padre miró divertido a Maddy y murmuró:

—Creo que hemos descubierto quién lleva la voz cantante.

El problema de sentarse en el primer banco era que todo el mundo podía mirarte de forma indiscriminada, mientras que era casi imposible mirar a nadie sin girarse. Maddy tuvo la clara impresión de que acababan de convertirse en el principal tema de conversación de la iglesia.

Cuando empezó a sonar la música, se giró un poco para mirar detrás de ella. Joyce estaba sentada justo detrás de ellos, junto con Myra y otros dos hombres —los antiguos ocupantes del primer banco—. El hombre mayor aparentaba unos cincuenta años y tenía una expresión de cansancio y desgaste en el rostro. Un traje gris claro era su idea de colorido. En cambio, el hombre más joven llevaba pantalones oscuros y una camisa naranja butano. Tenía la cara redonda y amable, y una mata de pelo rubio oscuro que parecía un montón de paja mal arreglada. Le dedicó una rápida sonrisa de simpatía. Basándose en el lenguaje corporal y en el hecho de que estaban charlando, Maddy supuso que se trataba del marido y el hijo de Myra.

El primo Nigel debía de ser muy popular, a juzgar por lo llenos que estaban los bancos. Maddy se sintió aliviada al ver, entre todos los trajes de colores brillantes, un traje oscuro al fondo de la iglesia; al menos, no eran los únicos que no habían visto el cartel. Maddy dio un grito ahogado y se volvió rápidamente.

—¿Va todo bien? —susurró su padre.

Debía de estar teniendo alucinaciones. De lejos, aquel hombre se parecía a Cameron Massey, pero eso no tenía sentido. No había dormido bien en la última semana y obviamente se encontraba cansada.

—Bien, sí —susurró ella—. Me ha parecido ver a alguien conocido. Me he equivocado.

Cuando la congregación se puso en pie, Maddy volvió a mirar hacia atrás, pero el hombre —quienquiera que fuese— había desaparecido.

Basándose en el inusual código de vestimenta del funeral, Maddy estaba deseando descubrir si el resto del servicio iba a ser igual de poco convencional, pero, aparte de una fervorosa interpretación de My Way para cerrar el acto, acompañada de algunos tarareos entusiastas que provenían del fondo de la iglesia, todo parecía decepcionantemente normal.

El velatorio se celebró en la sala de fiestas del pueblo, a pocos pasos de la iglesia. Era un edificio de ladrillos de color beis claro y ventanas con marcos de madera, apartado de la carretera, detrás de una pequeña zona de césped en la que ya florecían los primeros azafranes. Maddy tuvo que admitir que era un lugar encantador, la típica estampa que sale en las postales rurales o en las cajas de caramelos.

En el interior había muchas sillas alrededor de mesas individuales, muchas de ellas ya ocupadas. A lo largo de una de las paredes se habían colocado varias mesas juntas y cubiertas con manteles de damasco blanco. En ellas había una serie de puestos de pasteles con una selección de sándwiches y todo tipo de exquisitos pasteles y bollos. Maddy no vio al doble de Cameron Massey con su traje oscuro, pero sí al señor Chapman con un plato de sándwiches y una taza de té en la mano. Se dirigió hacia donde ella estaba sentada.

—Es muy amable por su parte organizar todo esto —le dijo Maddy tras presentarle a su padre.

El señor Chapman hizo un gesto como quitándole importancia.

—No puedo atribuirme el mérito de este delicioso bufé, pues todo ello se lo debemos a la señora Hardcastle y su estimable ejército de seguidores. Creo que incluso han organizado algunos oradores.

Sonrió, como si pasar la tarde escuchando a un grupo de desconocidos pronunciar discursos en funerales fuera lo mejor de su semana. Si alguna vez volvían a hacer Orgullo y prejuicio, aquí había un candidato listo para el papel del obsequioso señor Collins.

¿Había oradores en los funerales? ¿Existía eso? Sin duda, en las bodas había oradores tradicionales, pero la experiencia de Maddy con los funerales se limitaba al de su abuelo, diez años atrás, y a este. Antes de que pudiera convencer a su padre de que era buen momento para escapar cortésmente y continuar con la visita de la casa, alguien golpeó el borde de su taza de té con una cucharilla y pidió silencio.

—Gracias a todos por venir hoy —dijo Myra con una voz que a Maddy le recordó a la de su directora de la escuela de primaria, quien podía silenciar una habitación con el dedo meñique—. Sé que Nigel estaría encantado de ver a tantos de vosotros aquí hoy.

—En teoría, tal vez no —comentó un hombre de camisa azul—, porque no tenía pensado morir tan de repente.

—Buena observación, Leonard —dijo Joyce, y asintió enérgicamente con la cabeza, cosa que hizo ondear la pluma de su sombrero—. No habría querido que su funeral fuera aún. Solo tenía setenta y cuatro años. Nigel aún tenía planes.

—Le he escrito un poema; le encantaban los poemas limericks tontos, ¿verdad?

—Sí. Siempre tuvo buen oído para ese tipo de cosas…

Myra volvió a tocar en su taza de té.

—Sí, desde luego, Joyce. De todos modos, como iba diciendo, quisiera daros las gracias a todos por venir hoy. Nigel era un hombre increíble y generoso, que invirtió su tiempo y dinero en muchas causas nobles del pueblo, incluido el reciente nuevo techo de la cabaña de los scouts.

—¡Ya no necesitamos cubos de hojalata! —gritó una voz desde el fondo de la sala, lo que provocó un estallido de risas.

—Efectivamente —continuó Myra con una sonrisa—. Y, en nombre de todos sus amigos de Cotlington, me gustaría dar nuestro más sentido pésame a su familia.

Maddy no sabía cómo reaccionar. No se esperaba que diera un discurso, ¿verdad? ¿Qué podía decir que no sonara trillado o ridículo? Antes de que pudiera decidirse, su padre levantó la taza de té con aire regio y murmuró un «gracias» a los presentes. Para alivio de Maddy, el murmullo de las conversaciones se reanudó en la sala.

—Gracias, papá —susurró—. Eres el maestro de la discreción.

Se moría por preguntarle a su padre qué pensaba de todo aquello. Sabía ver a través de la gente y le encantaba lo ridículo. Ella, por su parte, se sentía como pez fuera del agua en esa reunión. Ellos eran los familiares y, sin embargo, evidentemente eran los que menos conocían a Nigel. El Nigel del que ella había oído hablar toda la vida era egoísta, irrespetuoso y desapegado. Esa descripción no encajaba con una persona que acababa de arreglar con su dinero el techo de la cabaña de los scouts.

Tras darse cuenta de que no tenía ni idea de cuánto tardarían en volver a Londres, Maddy se comió algunos sándwiches mientras esperaba a que el señor Chapman escapara del grupo de mujeres que le rodeaba. Era como ver a las palomas revoloteando alrededor de una persona que llevaba una bolsa de notable tamaño con migas de pan. Estaba claro que aquí el conocimiento era moneda de cambio, y no había premios por distribuir información de segunda mano.

Calculó que estaría sitiado durante al menos otros veinte minutos, y acababa de empezar a comer un trozo de delicioso pastel de cerezas cuando el señor Chapman apareció a su lado.

—¿Sería conveniente que viéramos la casa ahora? —preguntó él con un tono de voz discreto.

—Por supuesto —afirmó Maddy.

Se levantó. ¿Existía un protocolo de despedida para los funerales? En las bodas era fácil, ya que o bien los novios partían primero en medio de una lluvia de confeti y buenos deseos, o bien se les buscaba en la pista de baile de la fiesta. En este caso, la persona en cuyo honor se celebraba la reunión ya había partido. Para no titubear más, Maddy buscó a Myra Hardcastle, le dio las gracias por haber organizado el refrigerio y siguió al señor Chapman hasta el aparcamiento.

Siguieron al coche del señor Chapman. La distancia que les separaba de la casa era corta. O bien Cotlington tenía un límite de velocidad de veinte kilómetros por hora, o el señor Chapman consideró que el ritmo fúnebre era más apropiado para la ocasión. En cualquier caso, Maddy tuvo ocasión de echar un vistazo al pueblo. A simple vista, Cotlington parecía formado principalmente por pintorescas casitas de campo, ya fueran de ladrillo o enlucidas y pintadas en tonos pastel que le recordaban a las casas de la costa. Unas cuantas tenían incluso tejado de paja. No había mucho tráfico, pero probablemente la mayoría de los habitantes aún estaban en la sala de fiestas del pueblo terminando los sándwiches gratis.