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Historias de violencia del México convulsionado que nos toca vivir. Historias que se repiten cotidianamente, que se han normalizado por la frecuencia. Sin embargo, esto no es motivo para no hacerlas visibles. Con crudeza, pero marcadas con visos de realidad, este libro nos permite asomarnos al mundo que no queremos ver. Un mundo en el que hoy se levanta la voz de muchas mujeres que viven la violencia. Las historias nos harán subir a una montaña rusa de emociones, desde el asco hasta la pena, desde el enojo hasta la piedad. Nosotros tenemos la obligación de hacer que este mundo sea justo y equitativo, más de todos y para todos, sin distingos ni poses.
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Seitenzahl: 52
Veröffentlichungsjahr: 2024
ÁNGEL BERNAL
Ángel Bernal Que no nos apaguen la rabia / Ángel Bernal. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5203-7
1. Cuentos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Una noche lluviosa
Cuento para las princesas
El paradero del bus
Diles que no me vendan
Las víctimas
La cajetilla de cigarros
Que no nos apaguen la rabia
A todas las mujeres en mi vida
y a todas aquellas que les han truncado su vida, sus sueños y su familia.
Madre si no me encuentras
busca en la esquiva mirada del silencio.
Hiende, a dentelladas, la piel de la distancia.
Muerde la zaga del recuerdo, para que no lo olviden.
Estoy en las venas del miedo,
escondida de los vacíos cuencos
de los ojos de esta ingrata.
Pero búscame en el inmenso flujo de la sangre
que llena tu corazón incansable.
Haz que tu saliva moje los gritos que ya no puedo dar
Haz palabra mi sufrimiento, camino mi destino.
Y cuando no haya más o no me halles más,
no te canses porque, dónde no estoy, otras quedan
y dónde yo estoy, aún faltan.
Ángel Bernal
Ángel nos presenta aquí siete historias fuertes y comprometidas. En cada una de ellas, veremos emerger al monstruo de la violencia machista en alguna de sus múltiples facetas.
Las mujeres que protagonizan estos relatos son tan víctimas de sus parejas y exparejas, como de los mandatos, de los prejuicios y de quienes –sin intención de dañarlas y muchas veces por mera ignorancia– repiten dichos, fórmulas y esquemas que no hacen sino perpetuar las ataduras que las someten.
Haciendo gala de una serie de variados recursos, Ángel despliega en este libro pasión, destreza narrativa y el toque poético que caracteriza su escritura.
Abuso sexual, psicológico, físico, económico: nada falta en estas páginas, ninguna de las caras del horror.
Los invito a sumergirse en una lectura que evidencia la sensibilidad y la aguda capacidad de observación de su autor.
Son cuentos que emocionan y que mueven a reflexionar acerca de una de las más complejas y escabrosas problemáticas que hoy en día nuestras sociedades deben enfrentar.
Paola Vicenzi Escritora. Ganadora del XXVI Premio de Novela Vargas Llosa.
«Se equivocó la paloma, se equivocaba...
Ella se durmió en la orilla, tú en la cumbre de una rama».
Rafael Alberti
Viernes por la noche. Un fino reloj marcaba las siete. La corbata de seda y una camisa blanca, sujeta por los puños con un par de gemelos dorados, revelaba su pulcra imagen. El saco arrojado en el asiento del acompañante anunciaba el comienzo del fin de semana. Tiempo de descansar y de ocio. Por una casualidad, como suele suceder con las cosas importantes, el auto se detuvo en un semáforo y no volvió a arrancar.
Llamé a los servicios de emergencia, me informaron que tardarían.
Mientras esperaba, la noche se tornó lluviosa. Las calles lavadas reflejaban el anuncio luminoso de un hotelucho de mala muerte. En ese lugar, en la contra esquina de enfrente, había una banca. Y en la banca, sentada una mujer. Bajé la ventanilla y me puse a observarla. Parecía llorar, las lágrimas se confundían con la pertinaz lluvia, sus ojos rojos decían sin lugar a duda la verdad de su condición. A pesar de estar cubierta con una gabardina, temblaba. Con la soledad a su izquierda, volteaba hacia un lado y otro, fruncía el ceño, contemplaba el piso y miraba con insistencia la hora. Se sentía a la distancia un profundo desaliento.
Las asistencias llegaron, al no encontrar la falla en el auto, se lo llevaron a un taller mecánico.
Yo estaba muy cerca de mi casa, por lo que decidí quedarme; completaría el viaje a pie.
Antes de irme, decidí sentarme un momento junto a la mujer. Recordé lo que mi madre solía decir: “Llórate pobre y no sola”. Tal vez necesitaba ayuda, y un poco de compañía no le vendría mal.
Me acerqué con prudencia y le pedí permiso. No nos veíamos la cara. Quedamos en silencio. Ella, supongo que por cortesía (una cortesía que no querría), me sonrió mustia. Correspondí con una sonrisa que intentó ser cordial, pero que sentí que me salió como una mueca.
—¿Qué sucedió con el auto? –me dijo, seguro sin ganas de que yo le respondiera.
—Falló –enseguida me arrepentí de ser tan escueto, y agregué–. Qué frío esta noche… Me siento como perdido en medio de un lugar conocido.
Ella sonrió, quizá se sentía igual que yo. Saqué la cajetilla de cigarros y le convidé uno. Aceptó. Lo tomó. El cigarro se balanceaba sin control en su mano, encenderlo fue una odisea, temblaba aun en su boca. Aspiró largamente el humo, y al exhalar pareció calmar sus ansias. Eso hizo que me atreviera a comentar si se le antojaba un café en un lugar más acogedor, algo así como la cafetería que estaba enfrente. Desde la banca veíamos que en un tercer piso asomaba una terraza con grandes ventanales abiertos.
—¿Lo conoce?
—No, nunca estuve ni siquiera cerca de aquí –me dijo con desgano.
—En esa terraza seguramente está permitido fumar. ¿No le gustaría entrar y quitarse el frío con una bebida caliente?
—No –respondió lacónica y ruborizada–. No acostumbro a aceptar una invitación de un desconocido.
Sin más, me presenté. Ella extendió la mano con desconfianza, pues, de cualquier manera, seguía siendo un desconocido. Ahora por lo menos ya le había dado mi nombre. Ella quedó sin decirme el suyo, por lo que reviré de inmediato:
—Yo tampoco acostumbro a tomar café con desconocidas.
Se sonrió con esa sonrisa que ya le había visto, y dijo muy quedo su nombre, tanto que no alcancé a escucharlo.
—Bueno, ahora que no somos dos desconocidos, ¿podré invitarle a tomar ese café?
Volteó a verme y dijo que sí, casi sin apetencia, como si yo la sacara de su estado, y ella no quisiera salir.