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Seleccionado por Amazon para su lista de Mejores libros de misterio, thrillers y suspense de 2024 Seleccionado por The New York Times para su lista de Mejores thrillers de 2024 Seleccionado por Crime Reads para su lista de Mejores thrillers psicológicos de 2024 Nina y Simon son la pareja perfecta. Jóvenes, divertidos y enamorados. Hasta que se marchan de vacaciones a la cabaña de los padres de él en Vermont, y solo regresa Simon. ¿QUÉ PASÓ CON NINA? Nadie lo sabe. La explicación de Simon sobre lo ocurrido en sus últimas horas juntos no tiene mucho sentido. Los padres de Nina presionan a la policía para obtener respuestas, y los padres de Simon se apresuran a protegerlo. Contratan a prestigiosos abogados y una empresa de relaciones públicas que no tarda en diseñar una despiadada y agresiva campaña en los medios de comunicación. ¿HASTA DÓNDE LLEGARÁ LA FAMILIA DE ÉL PARA PROTEGERLO? Los hechos no tardan en perderse en una red de acusaciones y habladurías. Todos toman partido y la historia se hace viral, impulsada por investigadores de andar por casa y descabelladas teorías conspiratorias e ilustrada con las bonitas fotografías de las redes sociales de Nina. Los periodistas asedian su pequeño pueblo de Vermont, seguidos de algunos «admiradores» obsesionados. ¿HASTA DÓNDE LLEGARÁ LA FAMILIA DE ELLA PARA DESCUBRIR LA VERDAD? La familia de Nina se siente acorralada, pero nunca pierde de vista lo que de verdad importa: encontrar a su hija. Desbancados en dinero y en poder por la familia de Simon, se dan cuenta de que, si respetar las reglas no los va a llevar a ninguna parte, ha llegado el momento de romperlas. «Es uno de lo mejores thrillers que he leído nunca». DON WINSLOW «Una autora de misterio sorprendentemente brillante». THE NEW YORK TIMES BOOK REVIEW «Dervla McTiernan se ha convertido en una de mis autoras favoritas». DON WINSLOW «Es una novelista de gran talento con una manera muy especial de contar historias». ADRIAN MCKINTY «Un inteligente e impredecible retrato sobre cómo se difuminan las barreras entre la tragedia y el entretenimiento. Un regalo inquietante para los aficionados al thriller». PUBLISHERS WEEKLY «Abróchense los cinturones: esta apasionante novela psicológica no es la clásica historia de misterio». PEOPLE «McTiernan pone su oficio al servicio de los personajes». THE IRISH TIMES «Un relato escalofriante sobre lo que se puede llegar a hacer para proteger a un depredador». THE SUNDAY TIMES «Adictiva. Absorbente. No podrás dejar de leerla. La historia va creciendo en intensidad como una bomba a punto de estallar. Dervla McTiernan es una maestra del thriller». TRENT DALTON «Una historia sinuosa, con un ritmo trepidante, que te dejará una huella amarga». THE DAILY MAIL
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Seitenzahl: 542
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
¿Qué pasó con Nina?
Título original: What Happened to Nina?
© 2023, Dervla McTiernan
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Imagen de cubierta: Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788410640931
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Agradecimientos
Para Kenny, Freya y Oisín.
Siempre.
El amor de una madre por su hijo no se puede comparar con ninguna otra cosa en el mundo. No conoce ley ni piedad, se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone.
AGATHA CHRISTIE, The Last Séance
Me llamo Nina Fraser. Es muy probable que ya sepas quién soy. Quizá hayas visto mi foto en Internet, hayas oído mi historia; de ser así, imagino que ya me habrás juzgado. No en público, claro, porque culpabilizar a las víctimas está mal visto, pero en la privacidad de tu propia cabeza una parte de ti pensará que fui estúpida, o débil, o ambas cosas. A lo mejor piensas que, si me hubiera defendido, si me hubiese marchado, todo habría salido bien. No voy a llevarte la contraria ni a intentar convencerte de que te equivocas. Solo quiero decir que una cosa puede estar cristalina al verla con perspectiva, pero también parecer un lodazal cuando la estás viviendo de verdad. Además, a veces lo que te crea problemas es eso de marcharte.
Así que, como ya he dicho, soy Nina. Tengo veinte años, una hermana, Grace, y dos padres. Y soy escaladora. Ya sabrás todo eso si has leído mi historia en Internet. He aquí algunos datos que la gente no conoce. Tengo callos en las yemas de los dedos, una cicatriz en la rodilla y otra en el hombro, ambas provocadas por caídas. Me encanta escalar. Cuando estoy en la montaña, no puedo pensar en nada salvo en la presión de mis dedos contra la grieta de la piedra, en el equilibrio perfecto de mis pies y en la ruta que tengo por delante. Jamás pienso en lo que hay por debajo. Cuando llego a la cima, me siento, respiro y contemplo el valle. Vuelvo a repasar la ruta y averiguo cómo podría haberla escalado mejor.
Si algo sabes es que tengo un novio que se llama Simon Jordan. Nos conocimos en el colegio cuando teníamos cinco años. En secundaria nos hicimos amigos. Cuando teníamos dieciséis años, nos enamoramos. Para mí es importante que sepas que las cosas entre nosotros iban muy bien. No diré que Simon fuera perfecto, porque nadie en este planeta lo es, pero si existe un primer novio perfecto para una chica retraída que no sabía quién era, ese era Simon. Se reía de mis chistes. Siempre le interesaba lo que tuviera que decir, incluso cuando sus amigos estaban cerca. Nunca se andaba con dobleces ni me hacía sentir que alguna otra chica era superior a mí. Con él me sentía guapa, cosa que importa, demasiado, cuando tienes dieciséis años. Nos acostamos juntos por primera vez el día que cumplió dieciocho años, y fue una experiencia incómoda y algo dolorosa, pero también divertida y hermosa, y estaba convencida, hasta el fondo de mi alma, de que jamás amaría a nadie como lo amaba a él. Cuando las cosas empezaron a ir mal, pasé mucho tiempo pensando en cómo éramos antes. Veía nuestras viejas fotos y pasaba el rato con amigos que nos habían conocido desde el principio. Necesitaba creer que no me lo había imaginado todo. Que me aferraba a algo real.
Cuando terminamos el instituto, Simon se fue a Northwestern y yo me quedé viviendo en Waitsfield y asistí a la Universidad de Vermont. Simon y yo no pensábamos que mantener una relación a distancia supondría un problema para nosotros. Íbamos en serio. Y el primer año no estuvo mal. Venía mucho al pueblo y hablábamos por FaceTime a diario, en ocasiones hasta dos o tres veces al día, y nos enviábamos emails. Mi amiga Allie me decía que no duraría. Decía que Simon era demasiado guapo, y además sus padres estaban forrados. Conocería a cientos de chicas que lo desearían, cientos de chicas más sofisticadas que yo, con más experiencia y mucho más excitantes que una chica vulgar y corriente como yo. Allie puede llegar a ser una zorra. Yo no quería que Simon me dejara, pero soy la clase de persona a la que le gusta prepararse para lo peor, de modo que invertí mucha energía mental en prepararme para lo inevitable. Estudiaba mucho, intentaba hacer nuevos amigos e iba a escalar casi todos los fines de semana, esperando a que cayera sobre mí la espada de Damocles.
Pero, en lugar de dejarme, Simon pareció volverse más intenso. En lugar de llamarme un par de veces al día, empezó a llamarme cuatro o cinco veces. En ocasiones me pedía que lo «llevase metido en el bolsillo». Lo que significaba hacer un FaceTime con él y luego silenciar mi teléfono y llevarlo conmigo a las clases, o colocar el teléfono junto a mí sobre el escritorio mientras estudiaba. Simon venía al pueblo todos los fines de semana e insistía en pagarme un billete para que yo pudiera volar a Illinois a verlo también, pero yo no podía hacer eso. Tenía que trabajar en la pensión de mi madre los fines de semana. Además, me habría sentido rara aceptando su dinero y gastándomelo como si fuera mío. Pero no lo entendió. Se enfadó mucho y se quedó muy disgustado.
Viéndolo con perspectiva, me doy cuenta de que fue entonces cuando nuestra relación empezó a cambiar. Tras negarme a ir a Illinois, Simon se comportaba siempre con arrogancia. Como si fuera moralmente superior, como si fuera el novio perfecto y yo la novia egoísta y de poca confianza. Hacía chistes al respecto, pero me daba cuenta de que, detrás de estos, había herido sus sentimientos, de modo que hacía todo lo posible por apaciguarlo. Nada parecía ser suficiente. Se mostraba más brusco conmigo, en la cama y fuera de ella. Me agarraba por los hombros o por las caderas con tanta fuerza que me dejaba moratones; marcas amoratadas de dedos sobre mi piel. A veces me mordía. Me hacía mucho daño, pero no le decía que parase. Sé que esto parecerá una locura, pero me preocupaba avergonzarlo. Pensé que aquello le parecería sexi o algo así (aunque no lo era), y como las cosas entre nosotros estaban raras, me daba miedo decirle que no me gustaba que me mordiera y volver a herir así sus sentimientos. Me decía a mí misma que Simon estaba pasando por una etapa de inseguridad, que yo conocía su verdadera personalidad y que volveríamos a estar como antes si lograba hacerle entender lo mucho que lo amaba. Fui una estúpida, pero, claro, era como una langosta en una cazuela. El agua fue calentándose de forma tan gradual que no me di cuenta de que estaba hirviendo hasta que ya fue demasiado tarde.
Simon vino al pueblo a pasar las vacaciones de octubre durante nuestro segundo año de universidad. En realidad, él había querido irse a Hawái con amigos, pero yo tenía que quedarme en casa para trabajar, así que vino también al pueblo, aunque estaba claro que le molestaba. Nada de lo que hacía le alegraba, hasta que por fin accedí a pasar del trabajo en la pensión de mi madre y largarme a pasar la semana entera con él. Llamé a mi madre y, claro está, se enfadó y se disgustó, pero Simon por fin volvió a ser el mismo, lo cual me alivió inmensamente. No me había dado cuenta de lo estresada que estaba por nosotros hasta que pensé que por fin podía relajarme.
Los padres de Simon se habían comprado una casa cerca de Stowe. Contaba con una parcela de ciento sesenta hectáreas, un pequeño lago, senderos sin señalizar y rutas de escalada. Simon quería que fuésemos allí, los dos solos, para centrarnos de verdad en nuestra relación. Así que fuimos. Hicimos senderismo y escalada, paseamos y charlamos, pero las cosas no iban a mejor. Me daba la impresión de que fingíamos estar unidos, aun sin estarlo realmente. Quería hablar con él sobre los moratones y el dolor, pero siempre que lo intentaba se me cerraba la garganta. El viernes, Simon quiso volver a escalar. Mi cuerpo se quejaba. Tenía los dedos doloridos y el hombro derecho inflamado. Sentía que necesitaba un día de descanso, pero le dije que sí de todos modos.
—Vamos a escalar el risco que vimos el miércoles —me dijo Simon.
Estábamos desayunando. Estiró el brazo, me retiró el pelo de la cara y me lo sujetó detrás de la oreja. Me rodeó la nuca con la mano. Sentí su mano cálida, seca y tierna. Por alguna razón, me entraron ganas de llorar.
—Claro —respondí—. Tenía buena pinta.
Comimos, nos vestimos y salimos. Había una breve caminata hasta el risco. Simon fue charlando todo el camino, y yo sonreía, respondía y le estrechaba la mano siempre que me la tendía, pero a cada instante notaba las lágrimas bajo la superficie. No soportaba sentirme así, y trataba de quitarme esa sensación de encima. Empecé a animarme cuando llegamos al risco. Sí que parecía una vía alucinante para escalar, unos veinticinco metros de granito, con buenas sujeciones al principio para poder empezar. Y, además, hacía buen tiempo. Frío, pero soleado, y no había apenas viento. Dejé la mochila en el suelo y empecé a sacar mi equipo.
—Ha sido una idea fantástica —le dije—. Me alegro mucho de haber venido.
—¿Es mejor que limpiar otro cuarto de baño? —Me dio un empujoncito cariñoso que me hizo perder el equilibrio.
—Eso es quedarse corto —respondí.
Me levantó en brazos, me puso las manos en el culo y me apretó contra él. Después me besó. Yo le devolví el beso. Lo más retorcido de todo es que el beso me resultó agradable. Simon me soltó, hicimos ambos nuestro calentamiento y luego comenzamos a escalar. Mientras ascendía, no pensaba en nosotros. Me abstraje y me limité a pensar en los puntos de agarre y en la vía, y así empecé a sentir que volvía a ser yo misma. Más fuerte.
Llegamos a la cima, me senté en el borde y admiré las vistas.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Simon.
—Sí, claro. Un poco cansada. Y con hambre. —Busqué en mi mochila los sándwiches que había preparado esa mañana. Eran de ensalada de pollo, sus favoritos.
Desenvolvió el suyo, dio un par de bocados, puso cara de asco y me lo devolvió.
—Creo que el pollo está malo, cariño. ¿Tienes chocolate?
Sí que tenía chocolate. Le entregué una tableta y se la comió. A la ensalada de pollo no le pasaba nada. Yo misma había cocinado el pollo el día anterior y había preparado la ensalada con ingredientes frescos. Empecé a sentirme enfadada. Noté en la boca del estómago unas ganas tremendas de mandarlo a la mierda, pero seguí comiéndome el sándwich.
—No puedes comerte eso —me dijo—. Tíralo.
—No le pasa nada.
Se quedó mirándome y respondió:
—Muy bien, pero esta noche no me llames para que te sujete el pelo cuando empieces a vomitar.
Me encogí de hombros. Él se puso tenso y me dio la espalda. Aquella era mi señal para guardar el sándwich, decirle que lo sentía, darle un beso y agradecerle que cuidara de mí. Pero no. Mis ganas de mandarlo a la mierda no se iban. De hecho, empezaban a aumentar.
—La verdad es que sabe bien. Mmm. —Pensé que iba a perder la paciencia. Tal vez fuera buscando eso. Pero se limitó a ponerse en pie.
—Tengo que mear. —Se alejó y meó contra un árbol.
Me terminé el sándwich y volví a guardarlo todo en la mochila. Simon empezó a prepararse para el descenso en rápel.
—Vamos a hacer rápel simultáneo —me sugirió con brillo en la mirada.
Era un desafío. El rápel simultáneo es cuando dos escaladores emplean una sola cuerda para descender, confiando el uno en el peso del otro, con la cuerda deslizándose por un anclaje central. Puede ser peligroso si un escalador se descentra o pierde el control, pero a veces la gente lo hace si quiere bajar rápido. Nosotros no teníamos ninguna prisa. Teníamos toda la tarde para hacer el descenso, y así podría habérselo dicho, pero advertí el desafío en su mirada y no me dio la gana de echarme atrás.
—Vale.
Me até la cuerda y después el nudo de tope, lo que aseguraría que mi extremo de la cuerda no se escurriera a través de mi descensor, siempre la peor hipótesis en esa clase de rápel. Si la cuerda se escurría a través de mi descensor, también se escurriría a través del anclaje de rápel, lo que implicaría que Simon también se caería. Le vi prepararse.
—¿Has atado el nudo de tope? —le pregunté.
—Pues claro —respondió sereno, y me lo mostró.
Empezamos a bajar. No fue nada divertido. El descenso de Simon era errático e impredecible, lo que significaba que, al otro extremo de la cuerda, mi descenso también lo era. Estaba haciéndolo a propósito. Apreté los dientes. Decidí que ya estaba harta de fingir que todo iba bien. Cuando llegáramos abajo, íbamos a airear los trapos sucios. El rápel en sí no duró mucho. Media hora, tal vez, incluido el tiempo necesario para soltar nuestro descensor mientras avanzábamos. Simon llegó abajo antes que yo. A mí me quedaban unos siete metros por descender. Me impulsé con los pies, aterricé y reboté ligeramente contra la pared, dejando que la cuerda resbalara por el descensor. Volví a impulsarme, la cuerda siguió resbalando, y entonces sucedió. La cuerda se quedó floja. Totalmente floja. No tenía nada a lo que agarrarme. Estaba cayéndome.
Es la sensación más aterradora del mundo, la de perder el sostén de tu cuerda. Me había pasado solo una vez antes, en un rocódromo de Boston, cuando falló uno de los aparatos de autoaseguramiento. Pero entonces me encontraba en interior y a una altura de tan solo metro y medio, además había colchonetas de gomaespuma dispuestas por el suelo. Esto, en cambio, era diferente. Caía… sin más. No había manera de agarrarme a una rama ni a un saliente. Nada salvo el aire. Creo que me precipité unos tres metros. No mucho, pero sí lo suficiente. Aterricé boca arriba sobre la tierra. Tenía pedruscos a ambos lados. Cualquiera de ellos habría podido romperme la espalda de haber aterrizado medio metro hacia la izquierda o hacia la derecha. Me di con la cabeza contra el suelo. Llevaba casco, lo que me salvó, imagino, pero aun así perdí el conocimiento durante un minuto. Cuando volví en mí, no sentía el cuerpo, lo que probablemente se debiera a la sorpresa, y entonces me invadió el dolor y, con él, la necesidad de vomitar. No podía girarme hacia un lado. El cuerpo no me obedecía. Estaba segura de que iba a atragantarme, pero entonces apareció Simon.
—¡Dios mío! Nina. Joder.
Me giró hasta colocarme de costado, con una mano sujetándome el cuello en todo momento. Vomité el sándwich de pollo. Cuando terminé, volvió a tumbarme boca arriba y deslizó las manos por mis hombros y mis brazos, después por las piernas, hasta llegar a los pies.
—¿Te encuentras bien? ¿Te has roto algo?
Traté de hacer inventario mental. Me dolía todo. ¿Me había roto algo? Quizá algunas costillas. Las notaba ardiendo. Intenté mover las piernas y me respondieron. Apreté los puños, que también reaccionaron.
—Creo que estoy bien.
—No te incorpores —me ordenó—. Ni se te ocurra. Madre mía. ¿En qué coño estabas pensando? Te has dejado caer. ¿Pensabas que ya habías terminado de bajar?
No me había dejado caer. ¿O sí?
—¿Puedo volver a ponerte de costado? Quiero verte la espalda, asegurarme de que no hayas aterrizado sobre nada.
Le dije que vale y Simon me giró. Movía las manos con dulzura, pero me dolía todo lo que me tocaba.
—Dios, tienes la parte trasera del casco hecha polvo. Se te ha rajado de un lado al otro. Menos mal que lo llevabas puesto.
Empecé a llorar, aunque fue un sonido débil, una especie de gimoteo. Estaba demasiado dolorida para sollozar. Simon volvió a girarme y me quitó los zapatos y el casco. Me dio órdenes: que moviera los dedos de los pies, los de las manos, que me tocara la nariz, que siguiera el curso de su dedo. Se mostraba seguro de sí mismo, como si supiera bien lo que estaba haciendo, y yo obedecí todas sus órdenes. Por fin, se apartó.
—Creo que te pondrás bien. Has tenido mucha suerte. Me has dado un susto de muerte, en serio. —Me pidió que me incorporase y así lo hice.
Se guardó mis zapatos de escalada, volvió a ponerme las botas y me ató con fuerza los cordones. Me levantó del suelo y me pidió que tratara de mantenerme en pie. Estaba dolorida y temblorosa, pero logré hacerlo. Se cargó al hombro ambas mochilas, me dio la mano y me alejó del risco. Creo que yo seguía en shock. El dolor de las costillas y de la cabeza era bastante intenso, pero me aferré a la mano de Simon y seguí cojeando mientras él hablaba y emitía sonidos apaciguadores. Le había cambiado por completo el ánimo. Se mostraba… alegre. Llegados a la casa, me llevó al piso de arriba, me ayudó a desnudarme y me arropó en la cama. Me trajo unos analgésicos y un vaso de agua, me besó en la frente y me dijo que al día siguiente tendríamos que ir a que me viera un médico, pero que por ahora sería mejor descansar.
—Gracias —le dije—. Lo siento mucho.
—Me alegra que estés bien. —Se inclinó para besarme; después salió del cuarto.
Y me dejó con algo en lo que pensar. Cuando se había inclinado, lo había mirado a los ojos y en ellos no había visto preocupación, sino… ¿placer? ¿Una pizca de alegría? ¿O de triunfo? Era incapaz de concretarlo.
Me froté la frente con la mano izquierda. Con la derecha me acaricié las costillas. ¿Qué había ocurrido en la montaña? Yo no había soltado la cuerda. De eso estaba segura. ¿Sería posible que el anclaje hubiera cedido? Sí, era una posibilidad, pero ¿acaso no había visto yo la cuerda, floja aunque todavía suspendida, mientras estaba tirada en el suelo? Así que el anclaje no podía haber cedido. La otra explicación posible era que Simon hubiera terminado su descenso y hubiera soltado su extremo de la cuerda. Pero primero habría tenido que desatar su nudo de tope. No habría sido un error. ¿Lo habría hecho a propósito? ¿Habría querido verme caer? Me dije a mí misma que eso era una ridiculez. Que estaba perdiendo la cabeza y que de ninguna manera Simon habría hecho algo así, que jamás haría algo así, que no tendría razones para hacerlo. Sin embargo, era como si, dentro de mi propia cabeza, estuviera actuando por inercia, sin nadie que escuchara mis argumentos. Porque en el fondo estaba convencida de que sí había sido cosa suya.
Me levanté de la cama y fui al cuarto de baño. Me quité la camiseta y me miré en el espejo. Tenía marcas en el cuerpo; unas recientes y otras antiguas. Muchas. Moratones en los hombros. Una mordedura en el pecho izquierdo. Me bajé los pantalones. El hematoma de la cadera había adquirido un tono amarillento. Me volví, retorciéndome para mirar por encima del hombro. En mi espalda se dibujaba un mapa azulado y negruzco. También había sangre, que brotaba de un nuevo corte en el omóplato que ni siquiera había sentido.
Volví a ponerme la camiseta y regresé a la cama. Me quedé allí sentada largo rato, mirándome los dedos de los pies. Pensé que tenía que tomar una decisión, pero al sentarme me di cuenta de que la decisión ya estaba tomada. Lo único que quedaba era decidir cómo llevarla a cabo. Busqué en la boca del estómago esas ganas de mandarlo a la mierda, las encontré y las alimenté. Deseaba estar furiosa. Durante meses, durante medio año, me había tenido bailándole el agua, desviviéndome por complacerlo, por no enfadarlo. Simon había querido que tuviera miedo, y ya estaba harta. Empecé a vestirme. Me puse los vaqueros, las botas y el jersey. Me recogí el pelo. Saqué mi ropa del armario y guardé mis artículos de baño. Hice la maleta. Y luego bajé las escaleras para decirle a Simon que habíamos terminado y que no deseaba volver a verlo nunca.
El domingo por la tarde, fui a buscar a Andy al granero. En teoría no trabaja los domingos. Habíamos acordado que reservaríamos como mínimo un día de la semana para la familia, pero, teniendo en cuenta que yo ni siquiera había estado cerca de cumplir esa promesa, difícilmente podía reprochárselo. Oí la motosierra encendida conforme cruzaba el patio. El granero tiene dos puertas. Las puertas dobles situadas en el extremo más alejado, que Andy utiliza para meter su miniexcavadora y su volquete y protegerlos así del clima, y una pequeña puerta lateral que instaló hace un par de años. Me acerqué a la puerta lateral y la empujé. Andy estaba concentrado cortando un tronco para convertirlo en leña. Llevaba puesta la protección para los oídos y estaba de espaldas a mí. Decidí esperar, en lugar de darle un toque en el hombro mientras manejaba la sierra. Me senté en un taburete, aspiré el aroma a serrín, que me encanta, y esperé.
Hace cinco años solicité una ayuda de conservación de graneros del estado de Vermont. La estructura del edificio es de roble rojo y siempre ha sido estable, pero el tejado, los revestimientos y el suelo estaban en mal estado. Andy empleó el dinero de la ayuda para cambiar el tejado y los revestimientos y colocar un suelo de ladrillo. Me encanta el granero. Me encanta que esté abierto hasta las vigas del techo y me encanta que la luz entre por las ventanitas. Me encanta el olor al aceite de la maquinaria y a la madera cortada, y que todo esté tan organizado y ordenado, desde los sacos de fertilizante y turba hasta los palés de piedras para paisajismo y la pila de traviesas de ferrocarril que hay en el rincón.
Por fin, Andy apagó la motosierra. Se retiró la protección para los oídos y empezó a apilar la madera.
—¿Necesitas ayuda con eso? —le pregunté. Lo había asustado y dio un respingo—. Nina aún no me ha devuelto la llamada —dije. Llevaba el teléfono en la mano y miré la pantalla como si pudiera mostrarme algo nuevo—. Esta mañana la he llamado dos veces. Y en ambas ocasiones ha saltado el buzón de voz. Le he enviado un mensaje y nada.
Andy devolvió la protección para los oídos y la motosierra a su banco de herramientas. Miró el reloj, se quitó los guantes de trabajo y se apoyó en la pared situada frente a mí.
—Bueno, Lee, seguramente esté enfadada. Y supongo que te la estará devolviendo.
Se refería al hecho de que Nina me había llamado tres veces la semana anterior y yo había estado tan enfadada con ella que no le había respondido ni devuelto las llamadas.
—¿En serio?
Negó con la cabeza.
—Venga, Andy. Fue una impertinente.
—No digo que no lo fuera.
—Pues parece que eso es justo lo que estás diciendo.
Me sonrió. Fue una de esas sonrisas lentas y perezosas que se me clavan justo en el centro de la tripa. Se acercó, me dio la mano y tiró de mí para ponerme en pie.
—Tenía que haber vuelto ayer —le informé—. Me dijo que estaría aquí a las nueve de la mañana como muy tarde.
—Las clases en la universidad no empiezan hasta el martes. Imagino que volverá a casa mañana.
Andy tenía un acento más marcado que el mío. Aún se comía algunas vocales como era habitual en Vermont. «Hasta el» pasaba a ser «hastal». Antes yo tenía el mismo acento, pero poco más de un año en la Universidad de Boston había bastado para despojarme de mi herencia como si fuera un mal olor, y jamás había sido capaz de recuperarlo. Me gustaba el acento de Andy. Daba muestra de su personalidad, de que no sentía la necesidad de cambiar por nadie.
—¿Quieres que vaya a recoger a Grace? —me preguntó.
Se me había olvidado por completo recoger a Grace, nuestra hija menor. Tenía quince años y estaba obsesionada con los caballos. Tras ocho años de súplicas y ruegos constantes, por fin habíamos accedido a comprarle un cuarto de milla de siete años llamado Charlie. El plan era construir un establo en un extremo del granero y talar algunos árboles para instalar un potrero. Mientras tanto, Charlie se alojaba en el establo de casa de Molly, amiga de Grace, lo que implicaba que nuestra hija ahora pasase todo su tiempo allí y solo la viéramos cuando la recogíamos o la llevábamos.
—Se me había olvidado —confesé.
Andy me rodeó la nuca con la mano, cálida y tierna. Me acarició la piel con el pulgar.
—No te preocupes. Deja de preocuparte, punto. Nina está bien. Simon nos habría llamado de no ser así.
Descolgó su chaqueta del gancho de la pared. Yo salí del granero tras él, atravesé el patio y entré en la cocina. Rufus, nuestro perro, estaba medio dormido en su cama cerca de la estufa. Levantó la cabeza esperanzado al vernos entrar. Ahora tiene casi diez años y menos energía, pero le encanta pasear.
—¿Andy?
—¿Mmm?
—¿Crees que he sido demasiado dura con ella? Me refiero a en términos generales. ¿Crees que espero demasiado de ella?
—Puede ser —respondió tras pensarlo un instante—. Un poco. Es buena chica. Se merece algo de diversión.
—Vale, pero es que me dejó totalmente tirada. No es como si pudiera llamar a alguien para que la sustituya en el último minuto. Las cosas no funcionan así, y lo sabe. Así que tuve que hacer mi trabajo y también el suyo, mientras ella anda por ahí divirtiéndose con su novio.
—Eso es cierto.
—Andy… —Se volvió para mirarme—. Una cosa o la otra.
—Las dos. Nina se pasó de la raya al escaquearse del trabajo, pero es posible que a veces seas un poco dura con ella. —Me dio un beso rápido en la boca, tomó sus llaves y se marchó.
Preparé café y me llevé una taza al salón. El fuego casi se había apagado, así que añadí un poco más de leña y me senté luego en el sofá con Rufus acurrucado a mis pies. Abrí Instagram y fui a la cuenta de Nina. No había publicado nada nuevo desde el jueves. Su última publicación era un primer plano de un pájaro carpintero de panza colorada posado en una rama, con la cabeza vuelta hacia la cámara. La anterior a esa era una fotografía de Nina y Simon juntos, con la ropa de escalada, en lo alto de un acantilado con un bosque verde oscuro al fondo. Se rodeaban el uno al otro con los brazos y sonreían.
Dejé el teléfono, agarré el mando de la tele y encontré una temporada de El amor es ciego que aún no había visto. Puse el primer episodio y me desconecté por completo durante la introducción. Volví a agarrar el teléfono, abrí el Instagram de Nina y di like a dos de sus últimas publicaciones. Así mejor. Nina lo vería, sabría que quería que fuéramos amigas y me llamaría. Lo bueno que tiene es que no es una persona rencorosa. Además, se esfuerza mucho en el trabajo. No era propio de ella escaquearse de su puesto.
La idea había estado reconcomiéndome. Nina tenía dos años cuando compré la pensión. Por entonces, la única razón por la que pude permitirme comprarla fue que había un gran agujero en el tejado y que las cañerías no funcionaban. También se debió a que el anterior ocupante se había dedicado a acumular trastos y al agente inmobiliario le asqueaba tanto el sitio que había aceptado la primera oferta por debajo de mercado, que había resultado ser la mía. Incluso con dos años, Nina había sido una niña dura. Me había llevado meses de trabajo arduo adecentar el lugar, limpiarlo, pintarlo y hacerlo habitable. No tenía dinero para permitirme una guardería ni familia que pudiera ayudarme, así que Nina venía conmigo todos los días. Siempre le daba alguna tarea que hacer, para mantenerla entretenida, y ella se la tomaba muy en serio. Llevaba el peto y su pañuelo rosa para la cabeza, y correteaba por allí con su escobita o se dedicaba a frotar los escalones de piedra con un estropajo. Siempre se mostraba muy orgullosa de sí misma por ayudarme. Cuando terminaba, se inclinaba hacia atrás y se apoyaba las manos en la zona baja de la espalda para supervisar su trabajo, como si fuera una adulta en miniatura. Y esa actitud nunca había cambiado. Grace no soportaba trabajar en la pensión. Hacía todo lo posible por escaquearse de los compromisos más insignificantes que había adquirido. Mientras que, cuando Nina decía que sí, se presentaba allí y cumplía con su palabra.
Andy tenía razón. Quizá había sido demasiado dura con ella. Ahora estaba en el segundo año de carrera. Podía ser que necesitase más tiempo para estudiar. Quizá pudiéramos hacer algunos cambios. Podríamos plantearnos contratar a alguien para aliviar la carga de trabajo. No a jornada completa, pero unas pocas horas sí que marcarían la diferencia. Hablaría con Nina al respecto.
Después de que se disculpara.
Para cuando Andy y Grace regresaron, me había quedado medio dormida. Antes, Grace solía venir directa a mí para darme un abrazo si habíamos estado separadas algún tiempo, por corto que fuera. Pero en los dos últimos años eso había cambiado. Sabía que la distancia era una parte necesaria del desarrollo de Grace, y en general lo respetaba, pero a veces una necesita un abrazo. Me levanté del sofá y me acerqué a ella. Le di un beso en la cabeza; el pelo le olía a sudor y a caballos.
—¿Te lo has pasado bien? —le pregunté.
—Genial —respondió apartándose—. Estoy que me muero de cansancio. Y de hambre. ¿Qué hay de cenar?
—Restos. —Su quejido fue una respuesta predecible.
Empecé a seguirla hacia la cocina. En la nevera había comida de sobra, pero, si no le preparaba algo, acabaría cenando cereales y patatas fritas. Andy estaba apoyado en el marco de la puerta del salón. Levantó una mano para detenerme antes de que pudiera salir de la estancia.
—¿Tienes un minuto?
Estaba muy serio.
—Claro —le dije, y le pegué un grito a Grace—. Nada de cereales, ¿de acuerdo? En la nevera tienes lasaña. Caliéntala.
Grace agitó una mano por encima del hombro, sacó su móvil y empezó a reproducir música por el altavoz de la cocina. Dua Lipa. Levitating.
Andy me hizo regresar al salón y cerró la puerta sin hacer ruido.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—He tenido que bajar a la gasolinera a repostar antes de ir a recoger a Grace y me he puesto a hablar con Patrick.
Patrick trabajaba en la gasolinera y hablaba por los codos. Consideraba que era su deber recopilar toda la información posible sobre cualquiera que viviera por allí cerca, desde Waitsfield hasta Warren, y compartirla con los demás.
—Patrick dice que Simon volvió de Stowe el viernes por la noche. Lleva dos días en casa. Patrick dice que volvió a casa solo.
—¿Que Simon volvió a casa solo? ¿Y eso qué significa?
Andy sacudió la cabeza.
—¿Qué estás pensando? ¿Que Nina se ha largado a otra parte? ¿Con amigos? —Volvió a resurgir mi rabia, que ya casi se había disipado.
Tenía el móvil sobre la mesita de centro. Andy se agachó, lo agarró y me lo tendió.
—Llámala —me pidió.
—Ya la he llamado dos veces. Y le he enviado mensajes.
—Inténtalo de nuevo.
Marqué el número. Saltó el buzón de voz. Levanté el teléfono para que Andy oyera la alegre voz de Nina pidiéndome que dejara un mensaje, después volví a llevarme el móvil a la oreja.
—Nina, llámame. —Me salió un tono cortante.
Traté de pensar en algo más que pudiera decir, pero todo lo que se me ocurría eran reproches. Andy estaba apoyado contra la pared con los brazos cruzados, observándome con seriedad, de modo que colgué.
—¿Qué?
—Esto no me hace ninguna gracia.
—No es que yo esté dando saltos de alegría. Me parece increíble. ¿Dónde se habrá metido ahora? ¿Se habrá ido a Nueva York de compras? O tal vez a París.
—Leanne.
—¿Qué?
—A lo mejor deberíamos pasarnos por allí, por casa de los Jordan —me sugirió Andy—. Nos pasamos y nos aseguramos de que está bien.
El tono de su voz me hizo frenar. Era un tono tranquilo, firme y sensato, porque así era Andy. Pero advertí en su voz algo que me pareció menos normal en él: un leve poso de preocupación.
—¿No te parece un poco excesivo?
—Puede que sí —admitió encogiéndose de hombros—. O puede que no. Están a solo diez minutos de camino.
—O podría llamarla. A Jamie, me refiero. —No quería llamarla.
A Jamie Jordan yo no le caía bien, y parecía gustarle dejármelo muy claro. A mí me daba igual lo que pensara de mí la gente. No era una persona especialmente sociable. Tenía mi hogar, mi familia y mi negocio, y no necesitaba nada más. Pero Jamie había logrado perfeccionar el arte de hacer que la gente se sintiera incómoda, y yo no era del todo inmune a sus tretas. Marqué su número, pero saltó el buzón de voz.
—Jamie. Hola… Soy… Leanne Fraser. Te llamo porque no sé nada de Nina. —Me reí, y no me gustó que mi voz sonara tan nerviosa. Tan obsequiosa—. Me preguntaba si estaría con vosotros, por algún casual. O si Simon te ha dicho algo. Seguro que no pasa nada, pero, si pudieras llamarme para contarme, me sentiría mucho mejor. Gracias, Jamie. ¡Te debo una! —Concluí el mensaje con tono alegre, como si fuéramos íntimas amigas. Colgué y miré a Andy.
—Vamos a pasarnos por allí —insistió.
Dejamos a Grace en casa. Condujo Andy y no hablamos mucho. No estaba realmente preocupada por Nina, pero notaba en él la tensión, y eso me inquietaba. Cambié de postura en el asiento. La casa de los Jordan se ubicaba en Sharpshooter Road. Rory, el padre de Simon, era el dueño de una empresa de herramientas de precisión que suministraba maquinaria a laboratorios farmacéuticos y demás empresas tecnológicas. En sus inicios había contado con ayuda. Su propio padre había dirigido una pequeña empresa de herramientas personalizadas. Luego Rory se fue a la universidad a estudiar Ingeniería Industrial y volvió a casa con algunas ideas. Ideas brillantes que había transformado en máquinas que daban cuantiosos beneficios. En la actualidad, la empresa estaba valorada en cincuenta o sesenta millones, si una hacía caso a los rumores. A lo largo de los años, había coincidido con Rory en múltiples ocasiones, en celebraciones escolares, pero nunca me había abierto con él. Era listo, pero frío. También podía ser pretencioso. La casa de los Jordan era muy grande, fácilmente podía ser cuatro veces más grande que la pensión. Estaba situada lejos de la carretera y protegida por un muro y una verja de hierro forjado, cosas ambas que no resultan necesarias en esta zona de Vermont, donde la mayoría de las personas sigue sin echar el cerrojo y no tiene reparos en dejar puestas las llaves del coche.
Andy pulsó el botón del telefonillo que había en el poste de la verja. Transcurridos unos segundos, la verja se abrió y ascendimos conduciendo lentamente hacia la casa. Se trataba de una edificación moderna, baja y amplia, de madera contemporánea, con revestimientos de hormigón y un jardín minimalista. Vista desde delante, parecía una fortaleza. La puerta de la entrada era de madera sólida y muy grande, y las ventanas que daban a la parte frontal eran muy estrechas, casi como las aspilleras de un viejo castillo. Yo había estado en la casa solo una vez, para asistir a una fiesta que celebraron los Jordan cuando Simon se graduó en el instituto. Sabía que, en el interior de la casa, la sensación de fortaleza se olvidaba enseguida y que el aspecto achatado de la vivienda era engañoso. Nada más cruzar la puerta de la entrada, empezabas a bajar hacia el interior mediante una serie de vestíbulos a modo de terrazas. Los techos de las dependencias principales eran tan altos que la casa parecía espaciosa y diáfana, con amplios ventanales del suelo al techo que daban a la parte posterior de la propiedad, con impresionantes vistas a Camel’s Hump. Mucha gente con dinero se construía segundas residencias en esa parte de Vermont, de modo que contamos con bastantes propiedades de lujo, aunque la de los Jordan estaba a otro nivel.
Cuando detuvimos el coche frente a la casa, no había otros vehículos aparcados fuera, aunque la casa cuenta con un garaje con seis plazas, de modo que aquello no suponía indicación alguna. Andy se quedó un poco rezagado mientras avanzábamos hacia la puerta. Llamé al timbre. Oímos pasos procedentes del interior y vimos una sombra que se acercaba al otro lado del cristal. Jamie abrió la puerta. Iba descalza, vestida con unos vaqueros azules y una blusa rosa con los primeros botones desabrochados, dejando ver un leve bronceado y un collar de oro con un medallón redondo. Como de costumbre, estaba muy guapa. Lucía el tipo de cuerpo que no tiene ninguna mujer de más de cuarenta sin estar obsesionada con la disciplina absoluta. Muy delgado y tonificado a la perfección. Llevaba las uñas de los pies pintadas de amarillo neón y la melena y el maquillaje estaban impecables. Parecía recién salida del programa de telerrealidad Selling Sunset. Me miró como si no me hubiese visto nunca, y de pronto sentí que habíamos exagerado un poco.
—Siento molestarte, Jamie. Espero que no estuvierais cenando.
Enarcó una ceja perfectamente depilada, se cruzó de brazos y no dijo nada. Aquello era una grosería incluso para ella.
—Estoy buscando a Nina —le dije, con un tono un poco más abrupto—. ¿Está aquí?
—¿Por qué iba a estar aquí?
—Me dijo que Simon y ella volverían el sábado. Ayer. Y no he sabido nada de ella. La he estado llamando, pero… —Dejé la frase inacabada—. Patrick, el de la gasolinera, ha dicho que Simon ya ha vuelto de Stowe. ¿Es cierto? ¿Está en casa?
Jamie dejó escapar un suspiro de impaciencia.
—Simon y Nina han roto. Ella no está aquí.
Me quedé con la boca abierta, sin saber qué decir.
—Si no está con Simon, ¿dónde está? —preguntó Andy.
—No lo sé. Probablemente con su otro novio. Ahora, si no os importa, estamos cenando. Voy a tener que daros las buenas noches.
Antes de que pudiéramos reaccionar, Jamie Jordan nos cerró la puerta en las narices.
Miré a Andy y noté que se me encendían las mejillas por la rabia.
—¿Otro novio?
Andy negó con la cabeza. Di un paso al frente y volví a llamar al timbre. Lo dejé apretado durante largo rato. Transcurrido un minuto, volvió a abrirse la puerta. Esta vez era Rory Jordan. Metro noventa. Guapo pese a haberse roto la nariz. No parecía enfadado. Parecía comprensivo.
—Chicos —nos dijo, tendiéndole la mano a Andy. Se quedó allí suspendida unos instantes, hasta que Andy se la estrechó—. Jamie me ha dicho que estáis preocupados por vuestra chica.
—Tenía que haber vuelto a casa ayer —expliqué—. La hemos llamado, pero…
—Lo lamento —me interrumpió Rory, negando con la cabeza—. Siento que no podamos ser de mucha ayuda. Pero, como ya os ha dicho Jamie, los chicos rompieron. Estaba destinado a ocurrir, porque son muy jóvenes. A decir verdad, Simon está hecho polvo. No creo que fuera idea suya, ¿entendéis? Pero no ha hablado con Nina desde el viernes. Rompieron, así que se vino a casa. Ojalá pudiera ser de más ayuda, pero eso es lo único que sabemos.
Me sentí como una estúpida en vista de aquella seguridad en sí mismo. Era una madre terrible. Nina y Simon habían roto y yo ni siquiera lo sabía. No me había llamado. ¿Había sido ella la que tomó la decisión de romper? Pero si lo quería mucho. Hablaba de él a todas horas. Estructuraba su vida en torno a él. Me parecía que aquello no tenía ningún sentido.
—No es propio de Nina no llamar a su madre —intervino Andy—. ¿Estás seguro de que Simon no sabe dónde está?
—Lo siento —insistió Rory con firmeza, luego aguardó a que nos fuéramos.
—Gracias —le dije con voz mecánica—. Volveremos a llamarla.
—Dile que le deseamos lo mejor —respondió Rory, y cerró la puerta.
El sábado no vi a Simon porque estaba en Boston. Bajé con el coche el viernes por la noche y me quedé allí hasta el día siguiente. Cada tres meses acudo a ver al doctor Jason Marque, que es un genio con la aguja. El bótox y los rellenos faciales son una absoluta bendición, pero solo en manos de un auténtico artista, de modo que no permito que cualquiera me toque la cara. Mi marido tiene cincuenta y siete años. No quiere una esposa con un rostro petrificado de labios hinchados como las que aparecen en Instagram. Quiere una belleza natural, y la belleza natural requiere retoques regulares, cuidadosos y diminutos por parte de la persona adecuada. El sábado por la mañana me puse un poco de bótox y un poquito de relleno en el labio, luego compré algo de ropa y volví a casa. Llegué tarde.
El domingo por la mañana, me levanté antes que Simon y Rory. Realicé mi entrenamiento de yoga, desayuné y me fui al vestidor. Tenía que planificar mi atuendo para la cena de gala a la que íbamos a asistir en Washington. Era un acto para recaudar fondos para David Garvey, residente de Vermont que se presenta al Senado, y nuestra mesa le había costado a Rory veinte mil dólares. Se mostró encantado de pagar. Rory podía ser muy generoso con los donativos políticos y benéficos, siempre y cuando supusieran una ganancia que considerase que valía la pena. Los actos políticos para recaudar fondos eran ventajosos porque le proporcionaban contactos. Las causas benéficas interesaban si le reportaban una columna en el periódico adecuado. La filosofía de Rory era que la mejor manera de triunfar en un negocio era producir algo que tuviera valor auténtico, algo que no pudiera copiarse ni replicarse con facilidad. Decía que, para sobrevivir en los negocios, tenías que ser listo y capaz, y estar dispuesto a trabajar duro. Pero, a fin de prosperar, también necesitabas estatus, reputación y contactos. Eventos como la cena de gala eran importantes para mi marido, así que escogería mi ropa con sumo cuidado. Esperaría de mí que diese en el clavo. No podía ir demasiado sexi, o parecería una veinteañera a la caza de un hombre, pero si me presentaba en la cena vestida como Claire Underwood, de House of Cards, tampoco serviría. Robin Wright es una mujer hermosa, pero en esa serie estaba obsesionada con el poder, y ese no es el estilo de Rory. A él le gusta que una mujer sea femenina.
Acertar con la ropa es más difícil de lo que parece. Tengo que estar guapa, pero no infantil. Sexi, pero no descarada. Sofisticada, pero no aburrida. Y no puedo ponerme nada dos veces, porque las fotos aparecerán como mínimo en redes sociales, y posiblemente en alguna publicación online. Rory no escatima con el dinero, pero sí que tiene cuidado, y a mí antes me preocupaba el coste de mi ropa, hasta que me di cuenta de que la ropa y el cuidado personal era la única parte de mis gastos que Rory no supervisaba en absoluto. Quería que estuviera guapa. Le gustaba que estuviésemos en una fiesta o pasando el fin de semana fuera y las demás mujeres comentaran algo sobre mi minivestido de Valentino o sobre la cazadora de Tom Ford que llevaba. De manera que dejé de preocuparme y empecé a gastar más. Mucho más.
Lo que Rory no sabe es que vendo mi ropa después de ponérmela. Tampoco sabe que sustituyo mis bolsos más caros por imitaciones muy buenas, que hace por encargo un tipo al que conozco en Nueva York, y que vendo los originales. De hecho, se me da bastante bien. Utilizo dos aplicaciones diferentes y hago unas fotos preciosas, y tengo bastantes seguidores online. Casi todas mis cosas vuelan en cuestión de días. Como es natural, me aseguro de mantener el anonimato. Justo esa mañana había aceptado una oferta de doce mil dólares por mi chaqueta de purpurina de Celine, y otra de cinco mil por mis zapatos de piel con cordones de Prada. Me pongo un objetivo mensual de treinta mil dólares, pero la mayoría de los meses gano más.
Por cierto, no vendo mi ropa por cuestiones de frugalidad. Lo hago para salvarme el culo. Comencé mi pequeño proyecto hace poco más de cinco años, cuando Tony Webster, un amigo de Rory, cambió a Sally, su segunda esposa, por una modelo más joven. Literalmente. Antes de casarse con Tony, Sally había aparecido en la portada de Vogue, y después de los embarazos seguía siendo esbelta y preciosa, pero la esbeltez y la preciosidad no pueden competir con la juventud. No cuando tu marido es Tony Webster, un hombrecillo esmirriado e inseguro al que le gusta rodearse de trofeos para compensar su falta de personalidad. Sally era muy dulce e ingenua, y no lo vio venir. Tenían un acuerdo prenupcial, por supuesto, y sus hijos eran mayores, así que no obtuvo nada con el divorcio. Lo último que supe de ella fue que había vuelto a vivir con sus padres en Wyoming.
El de Sally no fue el primer divorcio de nuestro entorno, pero sí que activó las señales de alarma en mi cabeza. Seis meses después del divorcio de los Webster, Marco Pérez se prometió con una modelo de pasarela de veintiséis años con la melena hasta el culo, una chica que bebía los vientos por él y se adelantaba a todas sus necesidades (oí que había hecho un curso de masaje de seis meses solo para poder masajearle correctamente los hombros después de jugar al tenis); y percibí entonces un cambio en mi relación con Rory. Por primera vez, sentí que estaba comparándome con las demás esposas y novias, y que no estaba seguro de haber salido ganando.
Yo tenía veintidós años cuando nos casamos, así que no era precisamente una cría, pero me sentía muy fuera de lugar. Rory tenía treinta y cinco y nunca había estado casado. Nunca había tenido una relación que durase más de unos pocos meses, creo que porque en realidad las mujeres no le interesaban. Le gustan más las máquinas, la tecnología, las ideas y las victorias empresariales. La noche que lo conocí, estaba trabajando detrás de la barra y él celebraba la firma de un acuerdo importante, y supongo que se había tomado algunas copas, porque se le iluminaron los ojos al verme y me pidió salir. Más tarde me contó que se había dado cuenta de que todos los hombres del bar me deseaban, cosa que debía de ser producto de la cerveza que se había tomado, porque a mí no me daba esa impresión en absoluto. No voy a fingir que no sé que soy guapa. Me he esforzado demasiado en conseguirlo como para no saber exactamente qué puesto ocupo en las clasificaciones de belleza, y es un puesto bastante alto. Pero a los veintidós años, me decoloraba yo misma el pelo y llevaba vaqueros de tiendas de segunda mano. No era una belleza a la que desearan todos los tíos. No tenía dinero. Dormía en el sofá de una amiga porque acababa de romper con mi novio, un músico al que nunca contrataban más de una vez en un mismo sitio. A mi ex lo habían detenido por posesión de marihuana, sobre todo porque cabreó a un poli. Yo le había pagado la fianza con el dinero de las propinas que había estado ahorrando desde hacía seis meses, y al día siguiente se emborrachó y se acostó con mi mejor amiga. Así que la noche que conocí a Rory básicamente estaba sin casa, sin dinero y sin mucha seguridad en mí misma.
Lo cierto es que me intimidaba. Era —y sigue siendo— un hombre guapo. Cuando lo conocí, era muy listo y tremendamente seguro de sí mismo, distinto a cualquier otro hombre que hubiera conocido. Recuerdo que me sentí muy afortunada porque se hubiera fijado en mí, y cuando al fin me di cuenta de que no me amaba, las cosas ya habían llegado demasiado lejos. Ya vivía con él en su lujoso apartamento con vistas al lago Champlain. Me describió la vida que podríamos llevar juntos. Yo no tendría que volver a preocuparme por el dinero, ni por tener un lugar donde vivir. No tendría que volver al bar, con el asqueroso del encargado y los asquerosos de los clientes. Rory cuidaría de mí, y yo quería eso. Tal vez lo amara, al principio. Ha pasado tanto tiempo que ya no estoy segura de lo que sentía. Tal vez lo amara, o tal vez solo deseaba todo lo que me ofrecía. La seguridad y el confort son muy tentadores cuando nunca los has tenido. De modo que me pidió matrimonio y yo entendí lo que quería: hijos y una esposa guapa que no se quejara cuando se pasara el día trabajando. Alguien que diera buena imagen prendida de su brazo y que jamás hiciera preguntas incómodas. Me pareció un trato justo y, cuando me envió a ver a un abogado que me puso delante un acuerdo prenupcial blindado, no dudé en firmarlo. En realidad nunca entendí lo precaria que era mi situación hasta que los amigos de Rory empezaron a cumplir cincuenta años y a librarse de sus esposas. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía los días contados. Podría llegar cualquier mañana de clase de yoga y encontrarme mis cosas en la puerta, las cerraduras cambiadas y a un agente judicial esperándome para notificarme la solicitud de divorcio.
No tenía sentido lamentarme de mi situación, ni pretender que Rory calmara mis dudas. Ese es un error que cometen muchas mujeres. Sienten que están perdiendo a su hombre y se vuelven pesadas e inseguras, y, por supuesto, eso hace que el final se precipite. Yo hice todo lo contrario. Me mantuve ocupadísima y me aseguré de resultar de utilidad. En las fiestas, siempre sabía el nombre de todos, quién era la gente importante en cada evento. Mantenía la ingesta calórica por debajo de mil quinientas al día, prestaba atención a los macronutrientes, me ponía en manos del mejor cirujano plástico de Boston y hacía ejercicio como una loca. Y empecé a vender mi ropa. Cinco años después de iniciar mi pequeño proyecto, tenía 1,9 millones de dólares a mi nombre en un paraíso fiscal. No daba como para jubilarme, pero algo es algo. Ya conseguiría algo en el divorcio. Una casa no, porque Rory era demasiado listo para eso, pero sí algo.
Le saqué fotos a un deslumbrante minivestido de tul bordado de Oscar de la Renta y después no lograba decidir si subirlo a la aplicación o si ponérmelo por segunda vez para acudir a la cena de gala. Al final me rendí y lo deseché, luego me puse la ropa de hacer deporte y bajé al gimnasio. Allí fue donde me encontró Simon media hora más tarde.
—Hola, cielo. —Estaba corriendo en la cinta.
Simon, en cambio, no había bajado para hacer deporte. Vestía unos vaqueros y una camiseta verde de manga larga. Debía de haber salido de la ducha hacía poco, porque lucía ese aspecto despeinado informal que sé que le lleva como mínimo veinte minutos con el secador y la cera moldeadora. Se sentó en el banco de pesas, se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en los muslos.
—¿Va todo bien?
—Sí, claro. Es que ha ocurrido algo y pensaba que sería mejor contártelo antes de que te enteres por otros.
Yo seguía corriendo, pero al fijarme en su mandíbula apretada me di cuenta de que debería prestarle atención. Pulsé un botón, aminoré la marcha para adoptar un paso ligero y esperé.
—Nina y yo hemos roto.
—¡Ay, Simon! —Me sorprendió de verdad. Simon estaba loco por Nina.
Habían empezado a salir cuando tenían solo dieciséis años y, aunque para mis adentros deseaba que hubiese escogido a alguien que no fuera la hija de Leanne Fraser para ser su primer amor, en realidad no tuve ningún problema con la relación, al menos al principio. Me parecía que hacían buena pareja. Un año más tarde, seguían juntos y yo ya estaba harta. Simon tenía muchas cosas por vivir. No me parecía sano que estuviese tan obsesionado con una chica. Para cuando terminaron el instituto, estaba deseando que la dejara, pero Simon no paraba de hablar como si fueran a estar juntos para siempre. En todo caso, parecía pensar que Nina era demasiado buena para él, que era muy afortunado por tenerla, lo cual a mí me volvía loca. He de reconocer que ella era muy guapa, pero hay montones de chicas guapas por ahí. Lo sé mejor que nadie. Y Nina era una persona muy leída, pero a mí siempre me había parecido una sosa. Aunque jamás había cometido el error de criticarla delante de Simon. Me había limitado a ser simpática y a cruzar los dedos, esperando a que pasara el temporal. Cosa que, al parecer, por fin había sucedido. Me contuve para no gritar de alegría.
—Estoy segura de que conseguiréis arreglarlo.
—Creo que no, mamá.
—Todas las parejas discuten.
—Se acostaba con otros —me dijo Simon a bocajarro—. Con otros tíos, cuando yo estaba en la universidad.
Es curiosa la rapidez con la que la alegría se convierte en furia.
—No hablarás en serio.
—Ojalá no fuera cierto —me dijo con una sonrisa amarga. Estaba triste. Lo disimulaba muy bien, pero advertí el cansancio en sus ojos y la infelicidad en la curva de sus hombros—. No pasa nada, en serio. Lo sospechaba desde hacía algún tiempo, pero me repetía a mí mismo que eran imaginaciones mías. Luego supongo que conoció a alguien que le gustó más que yo. Me dejó el viernes por la noche. Le pregunté si había estado saliendo con alguien a mis espaldas y no lo negó. Le pregunté si era el primero y básicamente admitió que no lo era.
—Menuda zorra. —Ya estaba harta de fingir. Si hubiera tenido a Nina Fraser delante de mí, le habría arreado un bofetón.
Simon se encogió de hombros y se levantó. Volvió a dirigirme esa media sonrisa. Estaba esforzándose por fingir que se encontraba bien. Me hizo sentir pena por él y, al mismo tiempo, orgullosa de él.
—Estas cosas suceden, ¿no? ¿Cuántas relaciones de instituto sobreviven a la universidad?
—Muy pocas. Y las que lo hacen probablemente no deberían.
—Claro.
Se volvió para marcharse.
—Simon —le dije—. Puedo preparar la cena. Algo especial para tu padre y para ti.
—Va a venir Cody a recogerme.
—¿Vas a salir?
—Sí. Los chicos creen que tengo que ahogar mis penas o algo así. Vamos a ir a un bar. —Legalmente, a Simon le faltaban un par de meses para tener edad para beber, pero sus amigos y él llevaban yendo a uno de los bares del pueblo desde que tenían diecinueve años.
—No te pases.
—Cody cree que tengo que pillarme un buen pedo. Me ha dicho que es un paso necesario en el proceso de duelo. El segundo paso es ligar con chicas.
—Simon…
—Estoy de broma —dijo riéndose—. Tomaremos unas cervezas y seguramente acabemos en casa de Cody jugando a Gears online o algo así.
—¿Cuándo vuelves a clase? —le pregunté—. ¿Es mañana?
—El miércoles por la mañana —respondió—. No tengo clases hasta el jueves. Ya he reservado el vuelo.
Salió del gimnasio con un último gesto de despedida y yo empecé a correr de nuevo. Aumenté la inclinación de la cinta y también el ritmo hasta que acabé sudando y con la cara roja. Tenía que hacer algo con toda esa energía. Estaba muy cabreada.
Leanne Fraser nunca me había caído bien. En clase iba varios años por delante de mí y en circunstancias normales no la habría conocido bien, salvo que iba al mismo curso que la hermana mayor de mi mejor amiga, que la odiaba. Leanne sacaba buenas notas y se comportaba como si eso la hiciera especial. Mejor que los demás. Consiguió plaza en una buena universidad y su madre, que era una zorra despiadada, se paseó por el pueblo alardeando de su brillante hija. Lo cual hizo que resultase casi gracioso cuando Leanne se quedó embarazada en su segundo año y tuvo que dejar los estudios. Sí que se compró la pensión y levantó su negocio, cosa que yo habría respetado de haber sido cualquier otra persona, pero es una mujer prejuiciosa y sin ningún sentido del humor.
Su ropa, por ejemplo. Leanne vivía siempre con el mismo modelito: básicamente unos vaqueros holgados y unas deportivas zarrapastrosas. Un forro polar por encima de una camiseta de manga larga. Juro que llevaba la misma ropa cuando iba al instituto. Es la clase de mujer que finge que no le importa la ropa ni el aspecto físico porque está por encima de todo eso, pero, claro, es mentira. Todo el mundo se levanta por la mañana y elige la ropa que se va a poner. Ya sea un conjunto en tono pastel, unas botas hasta la rodilla y una cazadora negra de cuero, o unos vaqueros andrajosos que te hacen un culo enorme, sigue siendo una elección. Aun así, decides qué mensaje quieres enviarle al mundo. Y la elección de Leanne era aplicarse un manchurrón de pintalabios y un pegote de rímel para asistir a una gala benéfica escolar y llamar a eso virtud. Lleva los últimos treinta años tratando de hacernos creer esa imagen de chica inocente y sencilla. Habida cuenta de que le hicieron un bombo y tuvo que volver a Waitsfield con el rabo entre las piernas, cualquiera pensaría que ya se habría rendido, pero no. Sigue insistiendo con esas sonrisas tímidas, con esas miradas de reojo, como si nunca hubiera roto un plato. No sé a quién pretende engañar, porque todo el pueblo sabe que es fría como un témpano. Dirige su pensión con mano de hierro.
No soporto esa clase de hipocresía.
Y ahora resultaba que su hija era justo igual que ella. Por fuera parecía que nunca había roto un plato, pero al mismo tiempo iba detrás de lo que deseaba. Me ponía enferma. Simon era un chaval guapo, listo, popular y atlético. Todo el mundo lo quería. Valía diez veces más que Nina y me cabreaba que hubiera sido ella quien lo dejara, y no al revés.