Quitilipi lote ocho - María Gudiño Gil - E-Book

Quitilipi lote ocho E-Book

María Gudiño Gil

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Beschreibung

Siete voces Son relatos de historias reales y otras ficcionadas que dan testimonio de lo que vivió un pueblo que se vio comprometido en toda su estructura y en la de sus habitantes. María: (Odontóloga de Hospital Regional de Comodoro Rivadavia). "Durante el conflicto fue nombrado Hospital Militar". Manuel (Médico, del Hospital Regional de Comodoro Rivadavia) El relato sobre la vida privada es de ficción. Su vida profesional se la recuerda como de excelencia y es honrada en este texto por su entrega durante el conflicto de Malvinas y después de el. Raúl (Médico, de la Ciudad de Comodoro Rivadavia). Ex Director del Hospital Regional de Comodoro Rivadavia. Luís (soldado, con nombre de ficción y domicilio real). Fue atendido, por la doctora María en el hospital Regional de Comodoro Rivadavia. Celestino (soldado, con nombre de ficción. Tiene una parrilla al paso sobre la ruta tres antes de la entrada a Capital Federal) Abel (soldado. Su nombre y testimonio son reales. Lo entrevisté por zoom, en el dos mil veinte, al querer averiguar por su compañero de Quitilipi, lote 8) NN (soldado ficcionado que muestra, la ausencia mental de algunos de ellos.) Hechos y sensaciones que acompañan la ausencia de respuestas a cuarenta años de aquella macabra realidad.

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Seitenzahl: 78

Veröffentlichungsjahr: 2022

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María Gudiño Gil

Quitilipi lote ocho

Gudiño Gil, María Quitilipi lote ocho / María Gudiño Gil. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2642-7

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Prólogo

LAS RISAS PERDIDAS

Capítulo 1: MARÍA

Capítulo 2: LUIS

Capítulo 3: El Doctor Manuel, un médico

Capítulo 4: Celestino

Capítulo 5: Abel

Capítulo 6: Yo, el doctor Raúl

Capítulo 7: Volver del olvido

Capítulo 8: María

María

Sobre la autora

Prólogo

“El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender”. (Jorge Luis Borges)

La instancia de lo emotivo no queda en absoluto soslayada, ni muchísimo menos, en el momento de abordar este libro de María Gudiño Gil, pues todos son, en rigor de la verdad, los segmentos que apelan a lo persuasivo y a todo aquello que atañe al universo de la conmoción y de la incredulidad ante hechos que se tornan del todo inexplicables. Precisamente, una de las formas de lo inefable (de lo que se vuelve inasible al intelecto, de lo que se escapa del orden de la razón en la condición humana) es la guerra. En Quitilipi, lote ocho, la autora traza de modo firme y variado una cosmovisión inextricable que se ha experimentado en nuestra sociedad hace justo cuatro décadas, un fenómeno social, humano, geopolítico, que al día de hoy aún mantiene las heridas en sangre, más allá de cualquier intento alocado de sujetos, muchos hay, que apuestan por “dejar el pasado en el pasado”.

Cuarenta años no son nada en el parámetro de la historia de la humanidad: la conflagración bélica de las Malvinas sucedió ayer, parece. Todavía mantenemos muchos en nuestras retinas y en nuestros porosos recuerdos tantas escenas ligadas a esa estupidez de la última dictadura. Quizás nos quedamos cortos (o resulta impertinente utilizarlo) con el vocablo “estupidez” a partir del instante en el que más de seiscientos de nuestros jóvenes soldados cayeron en las islas y otros tantos se suicidaron después, víctimas de una situación traumática intransferible. Tal vez convenga hablar de “perversión”, de “asesinato”, de “muerte”, de “perenne dolor” que se clava en nuestra esencia hasta tanto no se resuelva pacíficamente la cuestión de la soberanía sobre nuestro genuino territorio nacional (la doble vara de la política internacional es del todo sorprendente aún hoy, bien entrados en este siglo veintiuno).

La composición poética que inaugura este volumen ostenta el desafío de sustituir el significante “risas” por el de “islas”: la voz narrativa que está cristalizada en segunda persona se dirige hacia algún soldado (ninguno específico y, a su vez, cualquiera que se piense) al que le toca habitar “la zanja helada del fin del universo”. El infierno en la Tierra. Eso fue Malvinas. Eso sigue siendo Malvinas. Y la autora, en esta publicación que tenemos entre manos (por la que insto a que nos zambullamos en sus páginas ya mismo para conmovernos, pero también para enterarnos de muchas historias), instala muchas voces que participaron directa o indirectamente de esas batallas de abril, de mayo y de junio del ochenta y dos, mientras los medios de comunicación hacían ver una pararrealidad insana que poco se ajustaba, o nada, a lo que imponía la cruda verdad (esto también sigue sucediendo, hélàs). Son siete las voces que conviven en el libro: pertenecen a soldados y a distintos profesionales que han debido colaborar en esos días oscuros, fríos y de terror. Leer Quitilipi, lote ocho implica hacerse camino ante el horror y la necesaria ejercitación de la memoria, pero también apunta a conmiserarnos de individuos que son nuestros abuelos, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos y nietos, nuestros amigos, que, sin comprender casi nada, fueron obligados a participar de una aventura sin sentido, de una excursión hacia los arrabales del infierno. Agradezcamos a María Gudiño Gil la posibilidad de acercarnos nuevamente a este capítulo de nuestra historia: leer estás páginas persiguen el propósito de no olvidar y abrigar siempre el alma de tantos de nuestros muchachos, de nuestros chicos, en aquel lejano y gélido territorio, que siempre ha sido, será y es nuestro.

OSVALDO BEKER

ABRIL DE 2022

LAS RISAS PERDIDAS

Soldado, niño-hombre que iniciaste tus rezos

a distancias tan largas de tu seno materno.

No vivías conflictos y solo necesitabas

la casa, el vecino, el trabajo y el amigo.

El seguro refugio era la Patria.

Cuando se inició la guerra

en esa zanja helada del fin del universo,

el peligro te acechó junto a amigos de armas.

Borcegos, ropa de fajina y fusiles al hombro.

El terror y la espera perversa.

Luego, los macabros sucesos y los gritos sin fin.

La muerte y la tierra minada de esquirlas,

de sangre y cascos sin nombres.

Perplejos, destruidos y locos

En el silencio del abismo y la nada

No deseaban ir a ningún lado, tampoco estar allí

Capítulo 1

MARÍA

1 de abril 1982

Se inicia el otoño en nuestro Comodoro Rivadavia, una ciudad angosta como un gusano que serpentea entre el muro del cerro Chenque y el océano Atlántico.

El horizonte se funde la mayor parte del año con nubes grises por donde se filtra un sol diluido y escaso. En cambio, las noches de cielo rojizo rodeando la luna anuncian vientos huracanados. En estos días unas olas gigantescas golpean el muelle, estallan las profundidades y dejan en la costa espuma cargada de algas y berberechos. En los tiempos sin viento, el paisaje se yergue y el diáfano cielo se replica sobre el cristal que es el mar sin movimiento. Solo el picoteo de alguna gaviota rasga esa postal y vuela con su presa.

Con Roberto llegamos acá hace diez años en busca de trabajo. Estábamos casados y ya teníamos un hijo y otro en camino. Él fue contratado en una empresa petrolera y yo entré como concurrente al Hospital Regional por un tiempo y luego rendí un examen por oposición y gané mi puesto.

Hoy llegué a mi hogar a las nueve de la noche desde mi consultorio que atiendo desde las cinco de la tarde y durante todos los días laborales. Abro la puerta que da a la cocina desde la calle y repito la frase diaria a mi familia que andan, casi siempre, a estas horas en la parte alta de la casa con sus deberes o mirando televisión.

—¡Hola, besitos, en veinte bajen a cenar!

Dejo cartera y abrigo en el perchero y después de lavarme las manos, me coloco el delantal de chef y abro la heladera. En ese momento decido qué cocinar, algo rápido y sabroso. Un desafío diario y divertido después de las corridas cotidianas. Arrastro de la niñez la calidez de este ambiente de reunión, la cocina. La nuestra es alegre y rústica con barrales y repisas de madera. Las hornallas y un aparador están en isla. La mesa es de pino, pintada igual que las sillas de color amarillo. Del centro del techo cuelga desde una cadena la lámpara de pantalla enlozada y sobre la pared del fondo aparece la boca del gran horno a leña. Ya tengo lista la cena y siento las corridas de nuestros tres hijos por la escalera caracol. Atraviesan como una tromba la puerta vaivén, se abrazan a mi falda y yo los acurruco por un momento. Estas caritas inocentes y alegres son aire puro después de un día lleno de compromisos. Luego llega el abrazo de Roberto. Suelo quedarme tildada por unos instantes cuando estas manifestaciones suceden, en la creencia de que tengo una vida ideal, hasta que caigo dándome cuenta de que ellos son los que me alientan a seguir. La realidad pega en el hospital y me convenzo de que nada es para siempre.

Nuestro hijo Javier se acerca después de la cena, con ojos vidriosos, y nos dice:

—Hoy me pusieron en penitencia y mañana tiene que ir alguno de ustedes a hablar con la directora o no me van a dejar entrar al aula.

De inmediato lo abrazo:

—No te preocupes hijo, mañana veremos. Algo que has hecho disgustó a tu maestra. Seguro que pasará.

Lo siento aliviado. Mira al papá buscando su sonrisa. El mayor, Sebastián, muestra su boletín con buenas notas. Roberto se lo firma y lo felicita por ser tan responsable a sus once años. A Matías, el más pequeño, le preocupa su viaje a Trelew. Irá a jugar un torneo de tenis con su amigo, el Rusito. Está ansioso. Es la primera vez que competirá y su papá es el elegido para acompañarlos en la aventura.

Antes de acostarme, los beso y les rasco unos minutos la cabeza a cada uno como mimo diario. Entonces sí voy a descansar satisfecha. Apago la luz de inmediato. El día ha sido largo. Me abrazo a Roberto y entre risas nos intriga lo que habrá hecho Javier en el colegio. Sabemos que será alguna picardía de niño.

2 de abril 1982

Suena el despertador. Son las seis de la mañana. Salto de la cama como de costumbre. Me envuelvo en la bata y bajo a la cocina, enchufo la pava eléctrica, y voy por mi ducha. Cuando salgo, cruzo el living y me detengo en el espejo. Es el único momento de intimidad real conmigo misma durante el día. Sonrío, guiño un ojo a mi imagen y sigo directo a preparar el desayuno. Saco el cuchillo serrucho del cajón de los cubiertos y corto las ocho rebanadas de pan. Coloco la primera tanda en la tostadora.