Quizás me quede mañana - Lorenzo Marone - E-Book

Quizás me quede mañana E-Book

Lorenzo Marone

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Beschreibung

Llamarse Luce no es nada fácil, sobre todo si tu carácter no es precisamente el más luminoso. Pero peor aún es apellidarse Di Notte, una de las muchas bromas del calamidad de su padre. Si además vives en Nápoles e ir a trabajar en Vespa se convierte cada día en una aventura; si eres abogada, licenciada cum laude, pero en la oficina solo te encargas del papeleo; y si tu familia es un desastre… Es comprensible que, de vez en cuando, se te inflen un poco las narices. Pelo de chico, vaqueros y botas militares, Luce es una joven honesta y luchadora, presa de una realidad compuesta por una madre intolerante e infeliz, su enamoramiento por un Peter Pan capullo, y un trabajo que no le satisface. Como único consuelo le quedan sus paseos con su perro Alleria, su único y verdadero confidente; y las charlas con su viejo vecino don Vittorio, un músico filósofo en silla de ruedas. Hasta que, un día, a Luce le asignan el juicio por la custodia de un menor. De pronto, en su vida aparecen un niño sabio muy especial, un artista callejero y trotamundos, y una golondrina que no parece tener ninguna intención de migrar. El juicio esconde muchas sombras, pero quizá sea la oportunidad para deshacer los nudos del pasado y para poner orden en la cabezota de Luce. Y también para resolver una duda: ¿marcharse, como hicieron su padre, su hermano y cualquiera que haya seguido el impulso de despegar; o quedarse y buscar la felicidad en su pedacito de mundo? Lorenzo Marone refresca la diferencia entre narrador y escritor. En él reina el natural placer de la narración.

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Quizás me quede mañana

Título original: Magari domani resto

© 2017, Lorenzo Marone

Published & translated by arrangement with Meucci Agency - Milan

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Traductora del italiano: Ana Romeral

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Mediabureau Di Stefano, Berlin.

Imágenes de cubierta: © Robin Macmillan/Trevillion Images y sorendls/iStockphoto

 

ISBN: 978-84-9139-180-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Yo vivo aquí

Ganas de gritar

Culo inquieto

Al Señor se la traen al fresco los adornos

La freva

El soldadito de mazapán

Nadie puede hacer nada por nadie

Nunca nada es como habíamos imaginado

Las monjas y los angelitos

El depósito de monedas de Tío Gilito

Los católicos de los domingos

Cuidados

Hija de puta

¿No serás lesbiana?

Esta noche tengo la sensación de ser feliz

Apuro

Bandolerismo

La cajita de los buenos recuerdos

Un ovillo de desilusiones

Costumbres

Melocotoncito

Un comprimido efervescente

Dos corazones en mi interior

Chispea

En una sillita

«Camorra» es una palabra que aquí no se usa

Abrazo podrido

Sábanas revueltas

Querido papá

Mejillones, lapas y almejones

En Tailandia hace demasiado calor

Personas especiales

Un conjunto de abandonos

Para Luce y Antonio

Cosas remendadas

Marcharse o quedarse

Viento del mar

Unas ganas locas de vivir

My Funny Valentine

El cielo azul y el sol de refilón

Petite belle femme du sud

Play

Agradecimientos

 

 

A los que resisten.

Y siguen adelante.

 

 

No estás obligado a venerar a tu familia, no estás obligado a venerar a tu país, no estás obligado a venerar el lugar donde vives; pero debes saber que los tienes, debes saber que formas parte de ellos.

 

PHILIP ROTH

Pastoral americana

YO VIVO AQUÍ

 

No sé si será verdad, pero he leído que en Vermont las mujeres necesitan una autorización por escrito del marido para ponerse implantes dentales, y que en Suazilandia las mujeres núbiles no pueden dar la mano a los hombres. En Montana, en cambio, no se les permite ir a pescar solas el domingo (?). En Florida las pueden arrestar si se lanzan en paracaídas el domingo (?). En Utah no pueden jurar. En Indonesia no deben sentarse a horcajadas en una moto; en Arabia Saudí no pueden conducir; en Arkansas un hombre puede pegar a su mujer, pero no más de una vez al mes. En Carolina del Sur está permitido por ley golpear a la mujer, pero solo el domingo y solo en las escaleras del tribunal, y antes de las ocho de la mañana (así que hay que organizarse bien).

En nuestro país, por suerte, las mujeres hacen lo que quieren (al menos en la mayoría de los casos), porque, por suerte, no existen leyes tan retrógradas, estúpidas y machistas. Y si existieran, en mi barrio, por suerte, ninguna mujer las respetaría. Aquí las prohibiciones no están demasiado bien vistas. Como mucho, se aceptan las sugerencias.

Estamos en Nápoles, en los Quartieri Spagnoli.

Yo vivo aquí.

Mi nombre es Luce.

Y soy mujer.

GANAS DE GRITAR

 

Alleria, el perro despeluchado que me protege desde hace ya un tiempo, endereza las orejas y suelta un ladrido mientras la cadena difunde las notas de Pino Daniele por los treinta y cinco metros cuadrados (incluido el baño y el balcón que da a un callejón oscuro y húmedo) en los cuales paso mis días.

Termino de maquillarme y respondo al telefonillo.

—Luce, ¿bajas? Soy yo…

—¡Sí, ya, ahora voy!

El abogado Arminio Geronimo tiene setenta años, es un hombrecillo corpulento, con dos penachos de pelo a ambos lados de la cabeza que desafían a la gravedad, un par de arbustos hirsutos en lugar de cejas, la barba al límite del descuido, la camisa siempre desabotonada por la que asoma una camiseta interior (además de algún que otro pelángano blanco y un crucifijo de oro con incrustaciones, grande como un iPhone) y unos dientes torcidos y amarillos que se le salen de la boca. Vamos, que no es precisamente un bellezón. El problema es que este hombre que brinca a mi alrededor es mi jefe desde hace más de un año, es decir, quien me paga el sueldo, aunque sea una miseria. Durante mucho tiempo fue un reputado abogado matrimonialista. Prácticamente, en los últimos cuarenta años, en Nápoles, no ha habido pareja que no se haya insultado delante y mediante el abogado Geronimo. Luego, como a mediados de los años noventa, comenzó el bum de los timos a las aseguradoras, y el bueno de Arminio, que siempre fue un lince en lo que a intrigas extraconyugales y relaciones extramatrimoniales se refiere, olió el negocio y se lanzó a él, dejando la rama de los divorcios a su más estrecho colaborador, el tal Manuel Pozzi.

En pocos años, Geronimo construyó un imperio gracias a sus influyentes amistades y a su total falta de escrúpulos, poniendo en marcha un sistema que funciona a la perfección, donde todos los engranajes giran al unísono para permitirle a él y a todos sus compadres meterse en el bolsillo importantes sumas de las aseguradoras, que nada pueden hacer al respecto. Arminio Geronimo está al mando de una amplia red de personas que se esmeran cada día en ocasionar falsos siniestros y sablear miles de euros de indemnización a las compañías –las cuales se resarcen siempre con los más débiles–, que se ven en la obligación de pagar cifras astronómicas por una simple motocicleta. Pero esta, que además es el motivo por el que voy en una Vespa naranja del ochenta y dos sin casco, es otra historia, y aquí estamos para hablar de Geronimo. Su grupo cuenta con múltiples tipos chungos de los Quartieri, de Vergini y de Forcella. Algunos son solo chavales que aprovechan para llevar algo a casa a final de mes, mano de obra a bajo precio; mientras que otros, como Manita (llamado así por sus dos manitas que se deslizan como serpientes en los bolsos de las señoras en el autobús) o como Peppe, el Gallina (por esas piernas diminutas que sostienen un busto imponente) son total y absolutos expertos en el sector, que periódicamente aparecen involucrados en los accidentes, unas veces como afectados, otras como responsables, y en algunos casos también en calidad de testigos. Además, Manita ni siquiera tiene carné de conducir, y aun así aparece implicado en más de ochenta siniestros de carretera. En cualquier caso, Geronimo, en su posición de líder, coordina y aúna a todos los participantes en la actividad criminal.

La pregunta que surge de manera inmediata es: ¿por qué mi vida de mujer honesta y un poco tiquismiquis, que paga las multas el día después del aviso, se cruzó en determinado momento con la de Geronimo? Pues muy sencillo. Cuando terminé la universidad, comencé el largo procedimiento de mandadera entre los diferentes bufetes de abogados de Nápoles y provincia. «Antes de aprender a ser abogada, debes aprender a hacer cumplimientos». Eso decía todo el mundo.

Durante meses fui de acá para allá en mi Vespa entre tribunales, bufetes de abogados, notarías y demás, bajo la lluvia o bajo un sol de justicia; hasta que un día dije «basta». Me había convertido en la reina de los cumplimientos, conocía todos los tribunales de Campania, me movía como una persona importante por los pasillos de los palacios de justicia y sabía ganarme la simpatía de los secretarios judiciales. Pero no estaba preparada para escribir ni una carta de emplazamiento ni un precepto. Por eso, cuando mi madre me habló del bufete Geronimo, en el cual se aprendía pronto y se cobraba de inmediato, no lo dudé un instante.

En fin, mi licenciatura en Derecho con sobresaliente (la matrícula de honor habría sido la guinda del pastel, pero en mi vida, por desgracia, nunca he visto el dichoso pastel con guinda) solo me ha servido, hasta el momento, para desenvolverme con soltura en un mundo turbio de timadores y listillos. Con el agravante de que yo, al contrario que Arminio Geronimo, ni siquiera me he hecho rica.

No obstante, el abogado es un hombre respetado en los callejones de la ciudad, aunque no goce de la misma estima entre sus colaboradores y sus colegas, algunos de los cuales, con razón, lo consideran como lo que es: ¡un buitre! Sin embargo, ninguno ha tenido nunca el valor de soltarle a la cara lo que piensa, ninguno se ha molestado nunca en enfrentarse directamente a él, y mucho menos las mujeres, con las que se toma casi siempre unas confianzas que nadie le ha dado. En resumen, todos callados delante de él. Todos, salvo yo.

Una tarde, hace unos meses, estaba un tanto acelerada –por no decir que echaba chispas– por culpa de mi novio, el cual me había comunicado por un breve SMS que no estaba muy seguro de querer una historia seria y que por ello necesitaba un poco de tiempo para reflexionar. Me había encerrado en el baño del bufete y le había llamado para gritarle que nunca le había pedido que fuera serio, que no necesitaba para nada la seriedad, que, es más, ya había tenido suficiente en mi infancia y que ahora me iba de maravilla esta vida descuidada e irónica que, al menos, sabía cómo arrancarme una sonrisa. La cuestión es que el muy miserable quería pasar esta vida tan poco seria él solo, así que hizo las maletas y dijo que me llamaría pronto. Dos días después me enteré de que se había marchado con unos amigos a Tailandia, y le escribí un mensaje, que recé para que pasase la aduana, del tipo: ¡Cuánto me gustaría que hicieras una de tus gilipolleces para que la policía tailandesa te retuviera allí para siempre! Y después añadí un bonito Que te jodan, que en esos casos siempre queda bien.

En el fondo no fue una gran pérdida. Aunque al principio intentara convencerme de lo contrario, ni siquiera eché un poco de menos a aquel capullo. Solo tuve un verdadero momento de crisis la primera noche que pasé sin él, plantada delante del ordenador con un yogur con cereales. No, miento, no era un yogur. Ese era mi plan de la tarde, lo que me había dicho a mí misma, es decir, que este inesperado giro no arruinaría mi vida, la cual debía –y subrayo «debía»– seguir adelante como si nada. Y entre las cosas que fluían, aunque con esfuerzo, estaba mi dieta.

Llevo a dieta desde que tenía quince años, desde el día en que un compañero de clase con las facciones de un hombre de Neandertal gastó una broma sobre mi almohadillado trasero y después se echó a reír junto a los otros australopitecos que lo rodeaban. Como ya tengo treinta y cinco años, puedo afirmar con cierto orgullo que mi batalla personal contra las susodichas almohadillas continúa infatigable, con altibajos, desde hace veintitantos años. En la época en la que vivía con aquel capullo, le sacaba una clara ventaja a la celulitis, así que me prometí a mí misma que no me dejaría destronar por mis acérrimas enemigas, las almohadillas, por una simple decepción amorosa. Sin embargo, cuando llegué a casa, la única compañía que encontré fue el zumbido del frigorífico, y todos mis buenos propósitos se hicieron añicos al instante. Me senté delante del PC y me ventilé una botella de cerveza, acompañada de una bolsa de ganchitos de queso tamaño familiar que había comprado aquel capullo tres días antes (lo que por un instante me hizo pensar que también los ganchitos formaban parte de su astuto plan, como si hubiera querido prevenir mi reacción histérica diseminando por la casa una serie de sedantes naturales). Al final terminé chupándome los dedos hasta dejarlos brillantes y me levanté para rebuscar en la despensa, donde encontré al enemigo número uno: un tarro de kilo de Nutella todavía precintado.

—Maldito seas, donde quiera que estés —susurré a la habitación vacía, y hundí la cucharilla en aquella bendición divina.

No hace falta decir que conseguí no llorar durante toda la noche, a pesar de que, de pronto, aquella habitacioncilla de la cuarta planta de un edificio ruinoso de los Quartieri me pareciera más miserable que el miserable que acababa de hacer las maletas. Y eso que cuando vi el estudio por primera vez me había parecido un hotel de lujo. Quizá porque me permitía alejarme de la presencia atosigadora de mi madre, o quizá porque en mi inconsciente (con el cual me sigo relacionando poco) estaba escondida una parte de mí que deseaba creer en los cuentos románticos. Vamos, que veía esta caca de habitación mohosa como si fuera un nido de amor.

El peor momento llegó después de la cena, cuando me di cuenta de que había que tirar la basura del día anterior, tarea que siempre había considerado de hombres, como decía mi padre. Lo único es que esa noche, por suerte o por desgracia, no había hombres cerca de mí, así que agarré con dos dedos la bolsa pestilente y bajé a los callejones silenciosos de un lunes por la noche de principios de primavera. Cuando llegué a los contenedores, lancé la bolsa y di media vuelta, pero un aullido hizo que instintivamente parara en seco y me volviera. No había nadie por allí. No había hecho más que empezar a andar cuando llegó el segundo lamento, que parecía provenir justo del contenedor de basura. Me acerqué y asomé la cabeza: dentro, en una caja de cartón de la que solo asomaba un hociquito, había un cachorro que me miraba con ojos brillantes.

«¿Y tú qué haces ahí?», fue mi primera reacción.

Inmediatamente después me puse a inspeccionar la calle, pero tampoco en esta ocasión encontré ni un alma, así que por un momento pensé hacer como si nada e irme. Pero solo por un momento, lo juro, porque al siguiente cogí al perro y lo llevé a casa, despotricando contra los gusanos que lo habían abandonado.

—¿Y quién es esta ratilla? —preguntó Patrizia, que fumaba apoyada en la puerta del portal de nuestro edificio.

Patrizia es una chica muy maja que vive en un bajo húmedo con una sola habitación, que en otro tiempo tuvo que ser el cuarto destinado a la portería. En realidad, su verdadero nombre es Patrizio, porque es un hombre con nariz aguileña y mandíbula cuadrada; aunque en determinado momento decidiera que ser mujer iba más con él. Por eso ahora va por ahí acicalado como una corista, con el pelo cardado con laca a lo Marilyn, para entendernos; dos rayas de ojo que ni Cleopatra; las uñas larguísimas y pintadas cada una de un color diferente; el perpetuo sujetador push-up, del cual asoman unas tetas disecadas, y una minifalda a la que le cuesta cubrirle unas nalgas, esas sí, realmente femeninas. Vamos, que Patrizia es un mariquita, como se dice por aquí, un travesti que, según cuentan las malas lenguas, se gana la vida haciendo la calle. Yo, a decir verdad, nunca la he visto acompañada; pero eso no cambia nada.

—Acabo de encontrarlo en un contenedor —respondí.

Ella abrió los ojos como platos.

—Mira que hay gente mala —comentó acercándose con su típico paso de vampiresa, mientras inundaba el aire con su perfume dulzón.

De la habitación que había a su espalda provenía una música pop de ínfimo nivel, seguida de una lastimera voz en dialecto. Patrizia también es una fan apasionada de los cantantes melódicos, a los que escucha a todo volumen y a todas horas.

—¿Lo quieres? —pregunté.

—¿Yo? —dijo asustada, llevándose las manos al tórax.

—Sí…

—¿Y cómo lo hago, Lulù? No puedo… ¡Tengo mil cosas que hacer!

No sé por qué, a Patrizia le encanta llamarme Lulù. Seguro que le gustan los diminutivos. De hecho, se hace llamar Patty, con i griega, como le gusta precisar.

—Está bien —respondí—, entonces, por ahora, me lo llevo a casa.

Y me metí en el ascensor.

—Qué grande, Lulù, tienes un gran corazón —dijo gesticulando más que de costumbre y volviendo a cerrar la puerta.

Así fue como entró Alleria en mi vida, en una triste noche en la que pensaba haber perdido la dignidad femenina, una vida ordinaria y mi batalla de hacía veinte años contra el tocino.

Le di leche y le preparé una camita con la almohada del capullo, lo que me produjo cierta satisfacción. Luego, aún vestida, me lancé sobre el colchón. Pero el perro continuaba lloriqueando junto a los pies de la cama. Acababa de sacarlo de la inmundicia, tenía el pelo enmarañado y una especie de moco en los ojos. En resumen, daba bastante asco. Titubeé, pero finalmente pronuncié un «Venga, vale» y lo acomodé a mi lado. Él empezó a menear la cola y se acurrucó con su hocico bajo mi axila. Al día siguiente lo llevé al veterinario y le di ese nombre. Porque, como en la canción de Pino, también a mí aquella noche me habían surgido en el pecho unas extrañas ganas de gritar[1]. Y, sobre todo, porque fue cuando este pequeño ser me chupaba el codo cuando decidí que mi vida, ciertamente, no la cambiaría ni un capullo a mi lado ni un nido de amor ruinoso en el que refugiarme. No, mi vida la transformaría la alegría o, mejor dicho, la ironía, que desde entonces me acompaña todos los días y se burla de mí y de ella.

Lo que viene a ser la vida, vamos.

 

 

[1] La letra de la popular canción del cantautor napolitano Pino Daniele dice: «Alegría, por un momento quisiera olvidar / que necesitas alegría, / cuánto has sufrido solo Dios lo sabe. / Y te dan ganas de gritar / que no ha sido por tu culpa, / que solo querías dar… / la alegría se va». (N. de la E.)

CULO INQUIETO

 

Pero estábamos hablando de mi encontronazo con Arminio Geronimo que, a pesar de todo, es mi jefe. Pues eso, que estaba tan enfadada, que me olvidé de los falsos buenos modales que de tanto en tanto adopto en mi lugar de trabajo y decidí soltarle a la cara la verdad. Para ser sincera, el pobre tuvo la mala suerte de llamarme justo después de mi bronca telefónica con el capullo. Me presenté ante él con las mejillas más rojas que Heidi, la camisa por fuera del pantalón (no sé cómo ni cuándo se había salido, si a la primera blasfemia que no puedo recordar o cuando el capullo había empezado a balbucear frases sin sentido), toda despeinada y con el pulso acelerado. Geronimo levantó la cabeza, me analizó y dijo:

—Pero bueno, Luce, ¿qué ha pasado? —No respondí, y fue entonces cuando el abogado pronunció la frase que cambiaría para siempre nuestra relación—: Parece que acabaras de salir de una noche de sexo salvaje.

Y se echó a reír como loco. En ese punto, el rebote (que es un enfado normal pero que si no se arregla pronto lleva a elevados picos de cazzimma[2]) se apoderó de mí: mi cara y mi pecho se pusieron aún más rojos (cuando se me enciende la sangre, no sé por qué, el tórax se me pone del color del carbón listo para acoger a doce salchichas), me acerqué a su escritorio con tres zancadas y le contesté:

—Disculpe, abogado, pero ¿quién le ha dado a usted estas confianzas? Qué sabrá usted cómo practico yo el sexo. Y sobre todo, mírese, que si en la cama es tan desastroso como en la oficina, ¡pobrecita su mujer!

Él abrió los ojos como platos, de un brinco empujó el sillón hacia la pared rayada y me miró fijamente. Después volvió a apoyar las manos en el escritorio y, tras un interminable minuto de silencio, me clavó la mirada y dijo:

—Luce Di Notte, te despediría por lo que acabas de decir, ¿lo sabes?

Luce Di Notte es mi nombre completo. Lo sé, no es un nombre, es una putada, pero ¿qué puedo hacer si en aquella época mi padre fumaba demasiados porros? En realidad, se podría hablar horas y horas de la historia de mi nombre, porque a día de hoy sigo sin saber cómo fue. Mamá sostiene que ella quería llamarme simplemente Maria, mientras que papá se empeñaba en Stella. Por lo que cuenta mi abuela, fue ahí donde empezaron las primeras escaramuzas entre los míos. Todavía no había nacido y ya era un problema para mi familia.

—Stella Di Notte da risa —repetía mamá.

Y él la miraba como diciendo: «¿Pero por qué no pones un poco de ironía a la vida?».

Vamos, que durante meses discutieron sobre si Maria, Stella, Luna o Rosaria.

—Llamémosla como tu madre: Rosaria —dijo un día ella, convencida de que con aquella astuta jugada ganaría la batalla.

—Tú estás loca —fue la inmediata respuesta de papá.

Por lo menos, esto es lo que aún a día de hoy sostiene mi madre.

—El loco siempre fue él, aunque tampoco yo tenía que estar muy bien cuando no lo dejaba —me confesó una noche, hace muchos años.

—¿Qué te gustaba de él? —le pregunté entonces mientras mirábamos viejas fotografías.

Mamá no se lo pensó ni un instante y respondió:

—No le daba miedo nada.

«No le daba miedo nada», me repetí por la noche en la cama, en el enésimo intento de disculpar a ese padre desatento. El hombre que una mañana de diciembre del noventa me acompañó al colegio y pronunció su frase de siempre:

—Mi niña, pórtate bien…

—¡No estropees el día! Sí, lo sé, me lo dices cada…

—Qué lista, dame un beso. Te vengo a recoger luego.

Pero no vino, ni por la tarde ni nunca. Se escapó de casa aquella mañana y poco después se marchó al extranjero. Durante muchos meses no supimos nada más de él. Luego, exactamente dos Navidades después, alguien llamó a mamá para decirle que habían encontrado muerto a su marido en Venezuela, en circunstancias todavía por aclarar. Después supimos que se lo habían cargado en un callejón de Caracas, junto a un romano, pero ni nadie nos dijo nada sobre el móvil del crimen ni entendimos si los culpables habían sido detenidos. No sé por qué se encontraba en Sudamérica, y no sé qué había podido liar para que lo mataran; pero estoy segura de que no estaba haciendo nada malo, solo llevando a cabo alguno de sus muchos proyectos extraños y ambiciosos, y que tuvo que toparse con algún pez gordo sin darse cuenta. Papá era así, para él todo era un juego y nada era merecedor de nuestra atención, y mucho menos de nuestra preocupación. Tendría que odiarlo, como todavía intenta hacer mi madre, pero no lo consigo, y cuando pienso en él me entran ganas de reír, porque papá hacía reír de verdad.

Nadie en mi barrio, en el colegio o en las tiendas me ha preguntado nunca nada al respecto, pero sé que muchos se han formado su propia idea, que también es la más fácil, y esta es que Pasquale Di Notte estaba allí haciendo algo turbio. Nunca sabré la verdad, y tampoco me interesa saberla. Me basta con seguir pensando de él lo que siempre he pensado, que era una persona demasiado sencilla e ingenua para este mundo, pero con una tremenda fuerza que posiblemente ni siquiera sabía que tenía. Debería odiarlo por todo lo que hizo, por todo lo que no me ha dado. Sin embargo, le agradezco la única verdadera lección que me enseñó: no tener miedo de nada.

 

 

En cualquier caso, la historia del nombre para nada termina ahí. Aquel bribón dejó que las aguas se calmaran y dijo que estaba dispuesto a llamarme Rosaria, como su madre. Así que debería haberme llamado Rosaria Di Notte, que es un nombre común. Pero él tenía planes muy diferentes para mí, y solo los desveló después de haberla liado, mientras mamá gritaba como un cerdo degollado (en palabras, obviamente, de la abuela).

—Mi hija no tendrá nada de común, ¡que te entre en la cabeza! —replicó él poniendo punto final a la discusión para siempre.

En pocas palabras, que a la mañana siguiente Pasquale fue al registro e hizo lo que le dio la gana, como siempre. Después volvió al hospital, donde ya todos –abuela, tíos, vecinos y parientes lejanos– me llamaban Rosaria, y soltó la histórica frase:

—La he puesto Luce, porque Stella Di Notte es algo normal, mientras que nuestra hija es algo extraordinario, ¡como la luz de la noche!

Y se echó a reír.

Siempre en palabras de la abuela Giuseppina (la mamá de mamá), en la habitación se hizo un inquietante silencio antes de que una vieja tía estallara en carcajadas exclamando:

—¡Este marido tuyo siempre de cachondeo!

El problema es que sobre ese tema Pasquale no estaba de cachondeo. Me llamaba realmente Luce Di Notte. El balance de lo que sucedió después sigue oculto bajo la niebla, y sobre ello surgieron diversas leyendas a lo largo de los años. Una de ellas la contaba el tío Mimì, el hermano de mi madre, que ya no está entre nosotros, al que parece ser que en las cenas de Navidad y Pascua le encantaba ser el centro de atención, ya que se ponía a beber como un dromedario hasta que se emborrachaba y se dedicaba el resto de la comida a contar sus extrañas historias, entre las cuales era un clásico el nacimiento de mi nombre. Según el tío Mimì, mamá, a pesar del agotamiento y de que en ese momento me estuviera dando el pecho, se levantó de la cama con un salto felino y aferró a su marido por el pelo para darle un tirón en toda regla, mientras las enfermeras intentaban por todos los medios restablecer la calma en el pasillo. La versión de la abuela me parece un poquito más creíble: según ella, los dos no se hablaron durante semanas. Tanto es así, que papá, para que le perdonara, se vio en la obligación de comprarle un regalo caro, un colgante de oro con forma de ele.

—Así siempre llevarás a tu hija contigo para que te ilumine la cara —dijo mientras se lo abrochaba al cuello.

La frase, y el momento romántico que la siguió, es fruto de mi fantasía. En realidad, no sé si fue exactamente así, pero me gusta pensar que sí. El hecho es que, desde entonces, mamá no se ha separado nunca de la joya, que todavía lleva consigo. A quien durante estos años le ha pedido explicaciones sobre el origen del colgante, siempre le ha respondido apartando la mirada incómoda y susurrando:

—Ha pasado tanto tiempo que a ver quién se acuerda…

Que no le haya gustado nunca celebrar ese gesto de amor, como cualquier otra cosa buena que haya hecho papá, creo que es porque teme que, de no ser sí, pueda hacerse añicos el odio que todavía siente hacia él, odio que, de alguna forma, le ha permitido mantenerse en pie.

Por suerte, estaba la abuela Giuseppina –que aunque fuera muy vieja, no tenía nada de tonta– para restablecer la verdad:

—Nena —me dijo una tarde, hace mucho tiempo—, no escuches a mamá. Las cosas que no merecen la pena nos acompañan siempre por un breve periodo de tiempo, después las perdemos o las olvidamos a saber dónde. Sin embargo, lo que amamos lo guardamos con cuidado, nos lo colgamos al cuello y lo llevamos con nosotros. Las cosas buenas de nuestra vida, escúchame bien, casi siempre nos sobreviven.

 

 

Pero volvamos a la diatriba con mi jefe. Nos habíamos quedado en su frase:

—Luce Di Notte, te despediría por lo que acabas de decirme, ¿lo sabes?

Arminio Geronimo forma parte de esa categoría de personas que cuando quiere poner distancia te llama por tu nombre y apellido. En mi mundo, sin embargo, no basta, claro está, un nombre y un apellido para mantener a la gente en su sitio. En mi mundo, mantener a la gente a distancia es mi día a día. Por eso le rebatí de inmediato, antes de que él pudiera añadir algo más:

—Explíqueme, abogado, ¿usted pude tomarse esas confianzas y yo no? ¿Y por qué, porque soy mujer y usted es mi jefe? ¿Pero esto qué es, acoso laboral? ¿O quizá usted es uno de esos machistas inseguros a los que les gusta fingir que tienen un par de pelotas porque mandan sobre una mujer?

Abrió aún más los ojos, mostrándome un simpático entramando de venitas rojas diseminadas por la parte blanca: debía de tener la tensión a mil y estaba a punto de que le diera un telele. Pero ni aunque le hubiera explotado el corazón habría parado. Por suerte, fue él quien dio marcha atrás y decidió tomárselo a broma, ¡que siempre es mejor que enfrentarse a una chica neurótica a la que le gusta jugar a hacerse la chabacana! Estalló en carcajadas y me salió con esta frase:

—¡Madre mía, abogada Di Notte, qué pesada eres! ¡Estaba de broma!

Y alzó las manos en señal de derrota.

Fue una pena, lo admito. Si en aquella ocasión hubiera tenido el valor de machacarle un poquito más, hoy no me encontraría con un pavo que se me ha pegado como una lapa. De hecho, unas semanas después se me acercó y me dijo:

—¿Vamos a comer algo abajo?

Resoplé sin que me viera y asentí. De esta forma nos encontramos juntos en la mesa, en una taberna detrás de vía Monteoliveto, y Arminio pasó inmediatamente al ataque:

—¡Qué guapa estás con este nuevo corte de pelo!

En realidad, el nuevo corte de pelo no era fruto de ninguna moda, sino de la necesidad de darme un buen corte.

—¡Genny, corta todo! —había pedido al peluquero de debajo de mi casa.

Él me había mirado fijamente por un momento y me había dicho:

—Luce, ¿estás segura? ¿Todo, todo?

Yo había asentido y cerrado los ojos. Cuando salí de la Boutique de Genny (sí, vale, el negocio de Gennaro), parecía un golfillo, con el pelo rapado como si tuviera que marcharse a Irak, las gafas de sol y la cazadora de piel. Vamos, como salida de Top Gun. Y como, por lo que he entendido después, a Arminio Geronimo le gustan las guarradas en la cama, cosas raras de tipo sadomaso, mi nuevo aspecto masculino le atrajo bastante. Por eso me encontré esquivando los babosos cumplidos de un setentón al que no le habría importado nada que una treintaicuatroañera le diera azotes en el culo.

—Oye, ¿por qué no me tuteas? ¡De esta forma me haces sentir viejo!

Consciente del peligro de la frase, me quedé callada. Entonces se armó de valor para dar otro pasito más.

—¿Te he dicho alguna vez que eres realmente seductora?

 

 

Al tercer comentario inequívoco, más o menos cuando estaba llegando mi filete empanado a la mesa:

—Y también eres simpática. ¡Tendríamos que vernos más fuera del trabajo!

Lo paré, me limpié la boca y le dije:

—¡Abogado, no puede ser!

Y me quedé mirándolo fijamente para asegurarme de que lo había entendido. Pero él no había entendido un cuerno.

—¿Qué no puede ser? —preguntó, abriendo los ojos como platos como aquel día, volviendo a ofrecerme el espectáculo de aquel estriado rojo que le hacía parecerse a un diablo.

—¡Entre usted y yo no hay nada, no pierda el tiempo! No podría funcionar. Mire, yo soy la típica que nunca se está quieta, tengo el baile de san Vito, el culo inquieto, como decimos nosotros, una especie de nudo aquí, en la boca del estómago. A mí me gustan los chicos jóvenes, pero los que son un poco malotes, siempre en Babia, esos que nunca crecen y que solo piensan en sí mismos, que se ríen de todo y que no se toman nada en serio. Los Peter Pan, los gilipollas, vamos. No soy una de esas mujeres que buscan un padre, aunque nunca haya tenido uno, o lo haya tenido demasiado poco tiempo. O quizá lo soy y no lo sé, porque él era precisamente así, un puñetero e inútil «viva la Virgen»…

El silencio nos dividió por un instante antes de que yo volviera a hablar:

—Pues ya está, hemos dejado las cosas claras. Ahora, como se atreva a despedirme o empiece a hacerme la vida imposible, monto un pitote que ni se imagina, digo que me ha metido la mano entre las piernas y que, además, ha intentado besarme, y se las hago pasar canutas.

Cuando terminé de hablar, el filete había dejado de echar humo y a Arminio Geronimo ya no le quedaba saliva en la boca. Agarró con mano trémula el vaso de vino y se lo bebió de un trago. Solo después me miró directamente a los ojos y rebatió:

—¡Menuda mujer estás hecha, Luce! ¡Si tuviera unos años menos, conseguiría conquistarte! En cualquier caso, ¡tienes lo que hay que tener para ser abogada en esta asquerosa ciudad! Vale, tú ganas, solo amigos.

Y me tendió la mano con una sonrisa. Le devolví el saludo y me centré en la carne, ahora ya fría.

Por desgracia, aquel apretón de manos, que tuvo lugar hará ya casi un año, está empezando a perder fuerza. De hecho, desde hará un par de meses, el abogado Arminio Geronimo, el único ser de sexo masculino con el que mantengo una relación cotidiana (aparte de Manuel, del que todavía no he hablado), el que desde hace un año me pasa un sueldo y me permite hacer lo que siempre he deseado –la mujer libre e inconformista–, ha vuelto a la carga con un coqueteo más o menos disimulado.

Me da que ha llegado el momento de volver a cabrearme.

 

 

[2] Cazzimma: expresión napolitana que, según el Diccionario histórico de la jerga italiana, designa mezquindad, avaricia, maldad y escrupulosidad absurda. (N. de la T.)

AL SEÑOR SE LA TRAEN AL FRESCO LOS ADORNOS

 

Lo único que, apenas bajo a la calle y me lo encuentro de pie esperándome fuera del coche, con los brazos cruzados en el pecho, el sol que le ilumina su rostro arisco y el viento que le despeina el poco pelo que le queda, todos mis buenos propósitos se van a tomar viento. Y es que el ambiente de principios de verano me hace sentir bien, con el cielo límpido, el aire penetrante, el caos de los callejones, el olor de salsa genovesa que escapa por una ventana abierta, la risa de los chicos… Todo esta mañana parece estar en su sitio, hasta el viejo Seiscientos encajonado desde hace tres años entre los bolardos de esa iglesia secularizada. Hasta Arminio Geronimo, que si no estuviera aquí abajo con su bonito Mercedes descapotable, su traje de raya diplomática y sus Ray-Ban, no me quedaría otra que coger el autobús, y eso sí que podría estropear la magia del momento. Por eso sonrío y me acerco. Él abre la puerta y hace una especie de besamanos que me desconcierta, ya que a mí nunca me ha abierto nadie ni siquiera la puerta del baño.

Cuando ayer me dijo que pasaría a buscarme, no me dio tiempo a disimular un gesto de fastidio y, por un instante, se me pasó por la cabeza dejarlo en evidencia delante de un cliente, recordándole la charla de hace unos meses. Él se tuvo que dar cuenta de mis cavilaciones, porque se apresuró a añadir:

—Tengo un causa para ti.

Y aquí estoy, en el coche superpijo de un viejo verde insatisfecho, mirando fijamente su sonrisa y preguntándome cuál será este maldito trabajo, que después de que casi dos años en el bufete de abogados Geronimo & Partners (corramos un tupido velo sobre los partners) Arminio no me ha dado todavía nada serio, con el pretexto de que primero debía aprender con la práctica.

—Se empieza con los cumplimientos —dijo también él el primer día—. Todos empezamos así.

—Abogado —respondí—, me he pasado meses haciendo cumplimientos, ¡y ya no hago más!

Él se paró en medio del pasillo, se dio la vuelta y preguntó:

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que ya no hago más cumplimientos. Me saqué la licenciatura para trabajar de abogada, no de secretaria —rebatí con cara de malas pulgas, mientras en la cabeza me repetía la típica frase que desde siempre me ayuda a darme ánimo: «¡No tengo miedo de nada!».

Él se quedó mirándome un rato. Después se echó a reír y respondió:

—Venga, vale, ¡entonces ponte con Manuel!

Si aquella noche me hubiera mandado a freír espárragos, obligándome a seguir con los cumplimientos, puede que todo hubiera ido mejor. En lugar de eso, puso al fatídico Manuel Pozzi a cargo de mí, el abogado más cool del bufete Geronimo, un cuarentón que se fríe a rayos uva, con el peinado a lo Action Man, siempre de punta en blanco, perfumado como una puta, con los bíceps reventones y las manos cuidadas. El típico que a la hora de la comida se va al gimnasio, y cuando vuelve abre un yogur y además te mira con cara de asco porque te estás zampando el cruasán con crema que te ha quedado por la mañana. El típico con el chiste siempre preparado (normalmente de contenido sexual o machista) y con seguridad en sí mismo para dar y tomar. Vamos, el típico que gusta, que en los tribunales siempre está rodeado de un corrillo de colegas que lo idolatran y se ríen de sus gracias estúpidas. El típico que folla mucho. Y esto, más que cualquier otra cosa, sobre todo más que su preparación, lo convierte en un vencedor. Alguien a quien hay que imitar, seguir, hacerse amigo de él. Si tienes el número personal de Manuel Pozzi, entonces eres alguien importante.

—La primavera te vuelve aún más atractiva —suelta Geronimo una vez que arranca el coche.

De verdad que no entiendo qué puede encontrar tan atrayente en mí este hombre. Sí, tengo unas facciones finas, quizá una boca carnosa y la naricilla un poco respingona; pero, por lo demás, tengo el tipo, el culo y el carácter de un perro salchicha. Y, justo como el perro, en cuanto alguien no deseado se me acerca demasiado, me pongo a gruñir. Pero con Geronimo incluso enseñar los dientes parece no producir ningún efecto, porque él sigue impertérrito por su camino, convencido de que al final terminaré cayendo. Y a mí, por si todavía no ha quedado claro, los hombres que están convencidos de poder conquistarte gracias a su posición me ponen de los nervios; al igual que los que están muy seguros de sí mismos, los que nunca titubean y no saben reírse de sí mismos. Por eso estoy lista para contestar adecuadamente, pero el abogado decide permanecer en silencio, así que paso de él y aprovecho para disfrutar el soplo del viento que me trae un poco de sol a la cara.

—¿Hay un aparcamiento por aquí? —pregunta en el primer cruce.

—¿Un aparcamiento? ¿Para qué quiere un aparcamiento?

—¿Cómo que para qué quiero un aparcamiento? Para aparcar, ¿no?

—Había hablado de un trabajo para mí —rebato, dedicándole una mirada acusatoria, la misma que utilizo cuando me hacen sospechar de algo o cuando me cabrean, y entonces me afeo bastante, porque, sin darme cuenta, ensancho los agujeros de la nariz y poco falta para que empiece a soltar humo por la nariz, como los toros furiosos en los cómics.

—Tu trabajo está aquí, a la vuelta de la esquina —responde satisfecho.

—¿Aquí?

—Eso es.

—¿Y por qué ha venido en coche?

El abogado se vuelve para mirarme y, con aire perplejo, suelta:

—Porque, perdona, ¿cómo iba a venir?

—¿En metro? ¿En autobús? ¿A pie?

—Entonces no podría haber hecho el papel del galán que te abre la puerta del coche. Esperaba, al menos, un besito inocente… —responde mientras aparca junto a un bar y se sube con las ruedas a la acera.

No hay nada que hacer, con más de setenta años, con una vida a sus espaldas carente de decepciones o de heridas en particular, y con una acomodada posición económica, Arminio Geronimo puede considerarse de los pocos elegidos a los que la vida ha decidido no darles lecciones. Por ello me siento casi en el deber de intervenir con una buena patada en sus partes bajas, para borrarle la sonrisa de la cara y un poco de seguridad en sí mismo. A veces es necesario sentarse a la mesa con un poco de dolor, al menos una vez en la vida, si uno quiere pasar a formar parte del estrecho círculo de seres «humanos». Pero, en el fondo de todo esto, ¿qué pueden saber Arminio Geronimo y los paletos de los amigotes de los que se rodea?

 

 

La culpa de mi relación con Geronimo la tiene mi madre, la cual, desde hace unos años, está un poco obsesionada con la religión y con la Iglesia; hasta el punto de conquistar, no sin sacrificios, el ambicioso doble título de catequista y sacristana, gracias a don Biagio, el párroco de la zona, al cual le gusta mucho despachar consejos y cargas más o menos inútiles. En fin, que mamá, además de enseñar a los niños la catequesis, también tiene el gravoso e importante empeño de mantener en orden el altar. Y para ello, cada día compra centenares de flores, que después deberán ser podadas y recogidas en ramos, para dar vida a siempre nuevas decoraciones. Una tarea para nada fácil, si se tiene en cuenta que cada semana hay que adornar por lo menos seis rincones de la parroquia, además del altar, obviamente. Si dedicara todo ese tiempo a ayudar a quien de verdad lo necesita, en lugar de estar allí perdiendo el tiempo con la historia de las flores y de cambiar el agua a los floreros, su vida tendría más sentido y, sobre todo, la de otras personas podría ser un poquito mejor.

Una vez intenté hacerla entrar en razón, pero me respondió que es importante que la casa del Señor tenga siempre nuevas decoraciones y flores frescas. Entonces resoplé y pasé a otra cosa.

«Que yo sepa, el Señor siempre ha hablado de caridad, no de flores. Al Señor se la traen al fresco los adornos», habría tenido que responderle, pero la conversación nos habría llevado a caminos inexplorados y no tenía tiempo ni ganas de discutir. Desde entonces, cada vez que mi madre empieza a alabar las grandezas de don Biagio, me pongo a canturrear para mis adentros una canción. Es la única manera que tengo comprobada para que no me salga una úlcera.

En cualquier caso, fue ella la que preguntó al párroco si conocía algún bufete de abogados donde pudiera hacer prácticas. Y entre las poderosas amistades de don Biagio se encontraba también Arminio Geronimo; el cual al principio dijo que no, que ya tenía muchos colaboradores; después respondió un «ya veremos»; y finalmente, a la tercera, se vio en la obligación de aceptar una entrevista.

El factor decisivo que hizo que sintiera simpatía por mí no fue tanto mi grado de preparación (no me hizo ninguna pregunta al respecto), sino más bien el hecho de que en la famosa charla en su bufete de vía Monteoliveto me presentara con unos vaqueros y una chaqueta bajo la cual llevaba un top un poco escotado. «Elegante, pero deportiva», había comentado mamá al acompañarme a la puerta. Elegante, pero deportiva. Y sin embargo, como decía, no fue la elegancia la que convenció al abogado, como tampoco fue mi labia lo que le deslumbró, ni siquiera mi desparpajo ni mi preparación. Fue solo un detalle, tan pequeño como decisivo.

Se dice que la vida se desenvuelve de manera impredecible; y que las bifurcaciones que nos llevan a cambiar de camino suelen presentarse sin motivo, por una circunstancia accidental, un poco por suerte o por desgracia. En mi caso, fueron un par de tetas las que cambiaron el rumbo de los acontecimientos.

 

 

Una barahúnda de chiquillos gritones invade la calle como un enjambre de abejas enloquecidas, y corre hacia la manada de padres plantados un poco más allá. Arminio y yo nos hemos sentado al otro lado de la calle y yo me acabo de encender un cigarro. El sol está alto y estoy segura de que desde aquellos árboles en flor se podría escuchar el trino de los gorriones que nos recuerdan que la primavera está, por fin, dando paso al verano, si no fuera por este pelotón infinito de motos que van disparadas arriba y abajo, haciendo sonar el claxon como locas.

Armino me mira fijamente con su típica mirada de pescado cocido que se cree irresistible, y sonríe con su conjunto elegante totalmente fuera de lugar en este contexto. Como de costumbre, parece desenvuelto, me atrevería a decir que feliz, como si estuviéramos tomando un café que preludia el polvo del siglo. Yo, en cambio, fumo nerviosa y de vez en cuando me mordisqueo los padrastros de los índices para aplacar un poco la curiosidad que siento por conocer cuál será mi primera causa.

—¿Ves esa mujer? —suelta de improviso, apuntando con sus ojillos de roedor hacia el colegio de enfrente.

Emito un gruñido y arqueo las cejas para centrarme en la escena.

—¿Qué mujer? ¡Casi todas son mujeres! —comento.

—Esa con la cola de caballo y los tacones que parecen zancos, maquillada como una matrona romana, que ahora está abrazando al hijo…

—Vale, la tengo.

—Ella es tu causa —responde el abogado terminando de sorber su café.

—¿Mi causa? ¿Qué quiere decir? —pregunto desorientada.

Apago el cigarro y presto atención. Él, con la mirada todavía fija en la mujer, añade:

—La situación es delicada, Luce. La señora se ha separado del marido y este querría obtener la custodia del hijo porque sostiene que la mujer es irresponsable, se podría decir que «abierta», incluso que bebe.

Le echo un vistazo a la mamá que acaba de quitar la mochila de la espalda de su hijo y que se la pone en la suya.

—¿Esa? A primera vista no lo parece…

—¿Cómo puedes decirlo? ¿Qué tienes, superpoderes? Luce, por favor te lo pido, se trata de un caso delicado, pero me fío de ti. Debes encontrarme algo, lo que sea que demuestre que esa mujer no es una buena madre.

El abogado Geronimo siempre tiene un tono de voz ronco, y mientras habla se le suele escapar algún escupitajo de saliva en varias direcciones. Conociéndolo, he tomado la precaución de sentarme a una distancia de seguridad.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que necesitamos pruebas.

—¿Entonces no es ella nuestro cliente?

El abogado sonríe y me mira con aire compasivo.

—No, es el marido.

Parpadeo y echo para atrás el cuello, para luego volver a mirar a la mujer. Solo después me dirijo a Geronimo.

—Explíqueme, porque a lo mejor soy un poco tonta. ¿Tenemos que espiar a la contraparte? ¿Es lo que me está pidiendo? ¿Jugar sucio?

Él se pone las gafas de sol y me escruta con paciencia antes de responder:

—Luce, no empieces a armar jaleo o a ponerte de parte de quien no debes. Esa mujer es una mala madre y nosotros solo queremos el bien del niño.

Será por solidaridad femenina o porque en esa figura veo a mi madre, obligada a criarme a mí y a mi hermano sola, pero siento un arrebato revolucionario.

—¿Por qué, estamos seguros de que nuestro cliente es un buen padre?

Geronimo aprieta los dientes, ahora visiblemente alterado, y replica:

—Nuestro cliente está forrado y nos paga mucho, y esto es lo único que nos debe interesar. Pero quiere resultados seguros. Y nosotros le daremos esos resultados. ¿No es así? Te recuerdo que trabajamos de abogados, no de asistentes sociales. Si nuestro cliente dice estar seguro de que aquella no es una buena madre, nosotros le creemos. O al menos hacemos nuestra valoración. Y es esto lo que te estoy pidiendo, que mires y juzgues.

—¿Me está pidiendo que espíe? —rebato con dureza.

—No es el término exacto. Las cosas pueden verse de distinta forma dependiendo del ángulo desde el que se miren —dice él, acercando el cuerpo. Después, añade—: Hagámoslo así: ¿y si gracias a nuestra pequeña investigación conseguimos salvar a un niño? ¿Y si realmente esa mujer fuese una inepta? ¿No sería lo correcto quitarle el niño y entregárselo al padre?

Querría replicar algo, pero no sé qué decir, así que continúo mirando la cara de este ser feo y por fin entiendo a quien me recuerda: Gargamel, el malo de Los Pitufos. Sí, es justo él, solo que un poco más viejo.

—¡Es el trabajo perfecto para ti! —retoma.

—Pensaba que era abogada, no detective.

—Jopé, Luce, qué gruñona eres. Ocúpate de esta causa y cierra un poco esa bocota, por favor. Es un trabajo importante, y te lo doy a ti porque me fio y porque la señora vive en el callejón paralelo al tuyo. Te será fácil saber lo que está haciendo, es de tu zona. Seguro que conoces a todos en los Quartieri, sabes cómo reacciona la gente por aquí, cómo se comporta…

—Aparte de que no sé qué piensa la gente y tampoco me interesa saberlo, que antes o después me marcharé, esto en mi país se llama espiar.

—¡Qué exageración! Intenta ver cómo se comporta con el hijo, si acaso pregunta por ahí. —Frente a mi silencio, se pone serio y pregunta—: ¿Prefieres que le dé el trabajo a Manuel?

—No —respondo de inmediato—, ya me apaño yo.

La idea de espiar a gente no me gusta nada, pero tengo que pagar un alquiler y cuidar de un perro; y tengo una madre que todos los días me pregunta que por qué no vuelvo a vivir con ella, que las dos estamos solas y podríamos hacernos compañía. Yo podría terminar como una solterona, de hecho podría decirse que empiezo a hacerme a la idea. Pero como una solterona que se ocupa de su pobre madre, eso ya es demasiado. Por eso fumo y hago que me guste esta especie de trabajo que me encuentro entre manos, y esta especie de Gargamel que coquetea conmigo sin disimulo.

—La dirección de la señora —prosigue con premura y me tiende un expediente—, justo a dos pasos de tu casa. Se llama Carmen Bonavita, treinta y siete años, sin oficio ni beneficio. El alquiler de la casa lo paga el marido, que también le pasa la pensión, como es obvio.

En ese «como es obvio» se encuentra todo el pensamiento de la Camorra-machista-fascistoide de mi jefe, pero como estoy cansada y quiero librarme de él cuanto antes, agarro los papeles y amén, mientras la mujer se aleja con su hijo de la mano.

Geronimo deja cinco euros en la mesa y me invita a levantarme para dirigirnos al coche, que se abre con un bip. Antes de subir, vuelvo a mirar al niño que brinca mientras cuenta algo a la madre: tiene una bonita mata de pelo castaño y lleva un par de zapatillas de deporte amarillas fluorescentes. Y, lo más importante, tiene la mirada serena.

—¿Cómo se llama el hijo? —pregunto.

—El hijo tiene siete años y se llama Kevin.

—¿Kevin?

Y pongo cara de asco.

—Kevin —responde el abogado, metiéndose sonriente en el habitáculo.

El arrebato de solidaridad con la joven madre es ya un recuerdo lejano.

LA FREVA

 

Se llama freva, y es ese sentimiento particular tan napolitano con el que se describe una sensación de malestar que no se trata simplemente de fiebre, como se suele traducir, sino de algo más violento y visceral. Como todos los sentimientos, también la freva es difícil de explicar, hay que probarla en el propio pellejo. Así que he pensado hacer lo siguiente: ilustro el motivo desencadenante que ha provocado en mí el sobrevenir de esta maldita sensación, con la cual suelo convivir, que de por sí soy bastante frevaiola. Resumiendo, al volver a casa después de mi encuentro con Geronimo, le puse la correa a Alleria y bajamos a dar una vuelta por los callejones. A lo mejor es porque a su dueña le gusta holgazanear por la mañana hasta tarde (cuando tengo la posibilidad), la cuestión es que mi perro es un poco atípico, vago a más no poder y, sobre todo, intratable en las primeras horas del día.

En esto me recuerda mucho a mi hermano. Cuando ambos vivíamos todavía bajo el mismo techo, durante un periodo empezó a despertarse casi a la hora de comer y, solo después de innumerables reclamos por parte de nuestra madre, se sentaba a la mesa con la cabeza encima del plato y sin decir una palabra durante toda la comida. Y si intentabas iniciar una discusión (cosa que, en realidad, solo hacía mamá, la cual tiene el don, porque tiene que ser un don, de no aprender nunca del pasado), Antonio refunfuñaba algo y se cabreaba cada vez más, hasta que o se veía obligado a levantarse y volver a la cama, o tú (y con «tú» quiero decir «yo») simplemente le tenías que hundir la cara en el plato de pasta con patatas.

Pues eso, Alleria se parece mucho a Antonio: si le pones la correa antes de las once, se cierra en banda y se niega a bajar. «Tengo sueño y fuera hace frío», parecen decir sus ojos. Por suerte, el resbaladizo suelo de baldosas me echa una buena mano, así puedo arrastrarlo a la fuerza hasta las escaleras. En cambio, a veces se obceca de verdad y entonces, después de unos diez minutos de lucha, lo mando a freír espárragos, bajo nerviosa y después, si acaso, respondo mal a Manuel, que casi nunca suele tener nada que ver. «La verdad es que la vida de un pobre perro es ya de por sí breve y no demasiado emocionante (por lo menos la del mío), así que por lo menos que haga lo que le salga de las narices», pienso después de un rato, y me calmo, justo el tiempo para volver a comer y encontrarme con una meadita en el rincón de al lado de la puerta de entrada.

En cualquier caso, no, no me refería a esto cuando hablaba de freva, aunque los ataques de nervios con Alleria suelan llevarme a sentir algo parecido. En realidad, el sentimiento que intento ilustrar es algo mucho más potente, que te corroe y te lacera por dentro. Por eso es mejor que vuelva a narrar, en lugar de intentar explicar.

Pues eso, que una vez en la calle, he paseado a Alleria unos veinte minutos por los callejones de debajo de casa, y después me he metido en el bar de siempre para tomarme el café de siempre. En él, visto que era la hora de la comida, solo estaba Sasà detrás del mostrador, un chico flaco flaco, un poco más bajo que yo, con el pelo a cepillo, brillantes en los lóbulos y un tatuaje en el cuello. Nada más verme ha soltado:

—Ey, mi niña, ¿dónde te habías metido?

Solo hay dos personas a las que permito que me apostrofen con el término «mi niña»: al propio Sasà y a mi hermano Antonio. Antonio me llama así porque lo hacía papá, y Sasà porque lo hace Antonio, que es su mejor amigo.

—Estoy bastante enmarronada últimamente —he contestado.

Sin pedirle nada, me ha preparado un café cortado, después ha salido de detrás del mostrador y se ha puesto a jugar con Alleria, que cuando se trata de estar de cachondeo es el número uno.

—¿Sabes quién se pasó por aquí el otro día? —ha dicho después Sasà, todavía en cuclillas al lado del Perro Superior.

Sí, también lo llamo Perro Superior, porque será todo lo vago y consentido que quieras, pero tiene una inteligencia mucho más desarrollada que muchos de los seres humanos con los que me relaciono durante el día.

He mirado intrigada a mi interlocutor, que se ha puesto de pie y ha añadido:

—Tu ex.

—¿Mi ex? —he preguntado con voz chillona, arrugando la nariz.

Sasà se ha echado a reír y ha respondido:

—Sí, el mismo. Al principio no lo reconocí, pero después me saludó y caí.

—¿Y qué quería?

—Está buscando casa por esta zona.

—¿Casa?

—Casa. Me dijo que se sintió a gusto en la zona y que los alquileres eran buenos.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Pues le dije que dentro de poco mi hermana dejará su piso porque ha tenido un crío… que el alquiler era bueno, que podía intentar hablar con ella. Así que le di su número de móvil.

—¿Eso le dijiste?

—Ajá.

—Sasà, ¿pero es que de pronto te has vuelto tonto? ¿Tú de qué vas, el cabrón quiere venirse a vivir a dos pasos de mí y tú le tiendes la alfombra roja?

Él se ha echado otra vez a reír y ha respondido:

—Luce, pero qué quieres que haga, ¡pensaba que ya no te importaba!

—Disculpa, pero ¿eres gilipollas? —he alzado la voz—. ¿Es mi ex? —Sasà me ha mirado sin saber qué responder—. ¿Es mi ex, sí o no?

—Sí —ha respondido, acompañándose con un movimiento de cabeza.

—¿Y la palabra «ex» no te dice nada? —Y he acercado la mano a la oreja—. Un ex es algo que se ha ido, algo marchito, que forma parte del pasado, que ha muerto. —Él ha seguido mirándome como si estuviera loca—. Y a mí el pasado no me gusta, no soy igual que la mayoría de las personas, que idealiza los tiempos pasados, como si en el pasado todo hubiera sido perfecto. Es una estupidez, Sasà, una ilusión. Nos resulta más fácil recordar solo las cosas buenas, ¡por eso lo que hemos vivido nos parece perfecto! Pero según tú, ¿en el pasado no hacíamos también gilipolleces?

—Sí, Luce, lo he entendido, pero… —ha intentado interrumpirme.

Pero yo ya me había lanzado.

—Pues eso, que a mí no me gusta demasiado echar la vista atrás, porque después me da reuma, tortícolis.

Luego, por fin, me he callado, porque necesitaba tomar aliento y porque, de golpe, me he encontrado sin nada más que decir. Entonces me he dado cuenta de que Alleria se había sentado en el suelo y que se estaba lamiendo una pata, como hace siempre que se aburre; y que Sasà, en cambio, había retrocedido casi un metro hacia el mostrador.

Para ser sincera, lo primero que se me ha pasado por la cabeza ha sido el aliento, y poco ha faltado para que me llevara la mano a la boca para comprobarlo. Estaba en ayunas, acababa de beberme el café, así que había muchas probabilidades de que hubiera marcado a fuego a mi amigo con mi apasionado sermón. Pero no he tenido tiempo ni forma de reflexionar sobre el tema, porque Sasà ha echado la vista detrás de mí y ha dicho:

—Dígame.

Me he vuelto de golpe y he visto un hombre de unos cincuenta años, de cara oscura y esculpida de arrugas, barba blanca y desaliñada, con toda seguridad un obrero (llevaba puesta una sencilla camiseta azul y un pantalón gris manchado de cal), con cinco euros en la mano, listo para pedir. Me he apartado, tomándola con el pobre Alleria, que se había plantado en el suelo y no se movía ni medio milímetro. El hombre ya se había pegado al mostrador para pedir una Peroni. Solo después se ha dado la vuelta hacia mí y ha comentado:

—Señora, tiene toda la razón, ¡los recuerdos son peligrosos! Los malos —y ha alzado un pulgar gordo y calloso al aire— hacen daño, y los buenos… ¡pues hacen daño igualmente!

Después ha aferrado la cerveza helada con una mano y la vuelta con la otra, me ha sonreído, ha hecho un gesto con la cabeza a Sasà y se ha escabullido.

He mirado pasmada al camarero unos segundos y, finalmente, he preguntado:

—¿Tú también lo has visto?

—¿Qué?

—Ese hombre, el obrero.

—Sí.

—¿No me lo he imaginado?