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Después de que el cardiólogo John Brown es encarcelado en una prisión privada en Miami, él y sus compañeros de celda descubren de primera mano cómo funciona el sistema penitenciario privado en Florida.
Mientras tanto, Nicole Rodríguez y su equipo en el Miami Post comienzan a investigar la industria penitenciaria y el liderazgo del Centro Correccional de Homestead. Pronto, descubren una compleja red de corrupción que es más profunda de lo que jamás hubieran esperado.
A medida que los caminos de John y Nicole se cruzan, la parte más oscura del sistema penitenciario privado comienza a salir a la luz y se enfrentan con un grupo de gente poderosa que no se detendrá ante nada para alcanzar sus objetivos.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Copyright (C) 2021 Jonathan D. Rosen
Diseño y Copyright (C) 2023 por Next Chapter
Publicado en 2023 por Next Chapter
Arte de portada: CoverMint
Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos, lugares o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de ninguna forma o por ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Querido lector
Agradecimientos
Sobre el Autor
A John Brown le sudaban las palmas. Sus piernas comenzaron a temblar sin control.
—John, tienes que relajarte. Las cosas van a estar bien —susurró su abogado, Alfredo Gómez—. Debes mantener la compostura. Todo saldrá bien.
—Lo siento, pero estoy muy nervioso. Haré mi mejor esfuerzo.
Alfredo le dio unas palmaditas en la espalda. Había estado ejerciendo derecho penal en Miami durante veinticinco años y sabía cómo tranquilizar a sus clientes en situaciones tensas.
—Dr. Brown. Entiendo que ha aceptado el acuerdo de culpabilidad que le ofreció el fiscal. ¿Es correcto? —preguntó el juez Stewart Decker.
—Sí, Su Señoría. Eso es correcto.
El juez Stewart Decker se quitó las gafas.
—Dr. Brown, ¿le gustaría dirigirse al tribunal?
—Sí, Su Señoría —dijo John mientras se acercaba al estrado.
—Su Señoría, reconozco que tengo una adicción a los opioides. Padecí un tremendo dolor de espalda después de mi accidente automovilístico. El médico me recetó oxicodona y me enganché a esa droga altamente adictiva. Confío en que puedo recibir tratamiento y continuar mi trabajo como cardiólogo. He tenido el privilegio de ayudar a salvar vidas de personas y solicito el perdón para que pueda seguir siendo un ciudadano productivo. Pido clemencia —dijo John mientras comenzaba a llorar.
Alfredo se ajustó la corbata y se puso de pie.
—Su Señoría, nos gustaría llamar a varios testigos.
Tres de los colegas de John subieron al estrado, uno a la vez, testificaron que John era una persona y un colega maravilloso. Además, el jefe de John en Cardiología y otros dos amigos le dijeron al juez que John era una excelente persona, pero que necesitaba ayuda para vencer su adicción.
—Juez, el Dr. John Brown es un ciudadano destacado —continuó Alfredo—. Ha cometido algunos errores. Sin embargo, estamos seguros de que puede cambiar las cosas y tener un impacto positivo en la sociedad. El Dr. Brown no ha dedicado su vida al crimen. No es un capo de la droga. Es alguien que necesita ayuda. Solicitamos clemencia al tribunal. Gracias, Su Señoría.
—Gracias —dijo el juez—. Acepto la declaración de culpabilidad. La defensa pide libertad condicional, mientras que la oficina del fiscal del Estado solicita tres años de prisión estatal. Dr. John Brown, por la presente lo declaro culpable de posesión de una sustancia controlada. Dr. Brown, la policía de Miami Dade lo detuvo por exceso de velocidad y conducción imprudente. El informe policial indica que viró bruscamente y casi golpea a otro auto. El oficial encontró docenas de recipientes de oxicodona en su vehículo. Además, admitió haber usado estas píldoras en el trabajo. Dijo que le ayudaron a controlar el dolor de espalda y que no podría realizar su trabajo sin ellas. Este es un precedente peligroso, y quiero hacer de usted un ejemplo. Tenga en cuenta que las pautas de sentencia son, por definición, recomendaciones. Como juez, puedo ir más allá de ellas cuando lo crea apropiado. Así que lo condeno a diez años en la prisión estatal de Florida. Se le multará con setenta mil dólares más las costas judiciales. Finalmente, debe asistir a un tratamiento mientras está encarcelado.
—¡Diez años! —gritó John—. No soy Pablo Escobar. No soy un capo de la droga. Soy doctor.
—¡Orden en la corte! ¡Orden en la corte! —exigió el juez.
Las venas del cuello de John se veían turgentes. Derribó su silla con rabia y se dirigió hacia el juez.
—¡Es un castigo desmedido! —gritó John—. Será como si hubiera matado a alguien.
—¡Alguaciles, arrestad a este hombre! —gritó el juez.
Tres alguaciles con sobrepeso se acercaron apresuradamente y sometieron a John.
—¡Soltadme! —gritó él—. ¡Esto es ridículo, Su Señoría! Soy cardiólogo, no un narcotraficante. ¡Has arruinado mi vida, imbécil! —gritó mientras el oficial se sentaba sobre él y le colocaba las esposas en las muñecas y los tobillos.
—He escuchado suficiente. ¡Sacadlo de aquí! Lo declaro en desacato al tribunal, y agregaré otros dos meses a su sentencia.
Los alguaciles levantaron a John y lo pusieron de pie.
—Tienes que calmarte —vociferó un alguacil.
—Tim, trae los grilletes para la cintura —instruyó el otro.
John sintió otra oleada de energía y se abalanzó sobre el juez. Los tres alguaciles lo tiraron al suelo, mientras cuatro alguaciles más entraban corriendo por las puertas de la sala.
—¡Deja de resistirte! —gritó un alguacil.
—¡Te vamos a electrocutar! —amenazó otro.
—Agarradlo por las piernas y nosotros lo levantaremos por los brazos —instruyó el alguacil jefe—. Cálmate, John. No hagas esto más difícil de lo que ya es.
John gritaba mientras los alguaciles lo escoltaban fuera de la sala del tribunal y hacia la cárcel del condado, que estaba conectada con el juzgado.
—Bueno, damas y caballeros, se levanta la sesión del tribunal —dijo el juez Decker.
—Todos de pie —ordenó el alguacil.
Mientras el juez regresaba a su despacho, Alfredo se acercó a Franco Rubén, el fiscal estatal adjunto.
—¿Qué carajo, Franco? Teníamos un trato. El juez le acaba de dar a mi cliente una sentencia irracional. No mató ni violó a nadie.
—Honestamente, no tengo idea de lo que acaba de pasar.
—Es una locura. ¿A esto le llama justicia? El objetivo de un acuerdo con la fiscalía es que aceptas la culpa y tratas de obtener un mejor trato. ¿Acaso no te lo enseñaron en la facultad de derecho? ¿O asististe a la universidad de payasos?
—No menosprecies a la universidad de payasos —dijo el fiscal con una sonrisa—. Sabes bien que estadísticamente, es más difícil ingresar ahí que a Harvard.
—Miami está lleno de delincuentes, y acabamos de enviar a un cardiólogo educado en la Ivy League tras las rejas por una década. Nuestro sistema de justicia penal es una basura.
Alfredo miró hacia la puerta del juez.
—Voy a apelar esta sentencia. Este es un castigo extraño y cruel. ¿Será que el juez conoce la octava enmienda?
—Entiendo tu frustración, Alfredo, de verdad. Pero yo no tomé la decisión. Extraoficialmente, habría quedado satisfecho con la libertad condicional. Habría sido otra victoria para mí, ya que puedo registrar otra declaración de culpabilidad. El nuevo fiscal estatal nos insiste en que necesitamos aumentar nuestras tasas de condenas.
—Iré con los medios —amenazó Alfredo—. Haré de esto una noticia nacional.
—Adelante, pero sabes tan bien como yo que hay miles de estas historias en el sistema de justicia penal. ¿Has oído hablar del tipo que fue condenado a cadena perpetua por robar un trozo de pizza? Agradécele a Bill Clinton y a la ley de 1994. Tienes un caso perdido. La gente no se va a indignar por un médico acaudalado que ingería píldoras todas las semanas.
—Y te preguntas por qué la gente detesta el sistema de justicia penal. No te preocupes Franco, puedes anotar esto como una victoria para ti. En unos años dejarás este terrible trabajo y podrás convertirte en juez. Disfrutarás presidiendo un tribunal competente para conocer infracciones de tránsito. Hay muchos problemas constitucionales que surgen cuando se trata de multas de estacionamiento.
—Al diablo contigo —bufó Franco.
—¡Lo siento amigo, pero estoy tan enfadado! John es un gran tipo, y no entiendo lo que acaba de pasar.
El fiscal se volvió hacia Alfredo y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Buena suerte. Mantenme al tanto.
—Recluso, ¿te has calmado? ¿Podemos sacarte de la silla de sujeción? —preguntó la oficial penitenciaria en la prisión del condado de Miami Dade.
La cárcel era una pocilga; se estaba cayendo a pedazos. Era una prisión de "primera generación" lo que significaba que las puertas de las celdas se cierran y los treinta presos tras las rejas intentan no matarse mientras se amontonan unos sobre otros. Los oficiales penitenciarios deseaban a los reclusos la mejor de las suertes, pero no iban a entrar en la celda para disolver cada riña. De hecho, sería imposible, ya que los internos se peleaban todo el día. Líderes de pandillas, traficantes de drogas y criminales endurecidos luchaban para ver quién era el más fuerte. Cada semana, alguien era apuñalado.
Este mundo estaba muy lejos de los pasillos de los hospitales a los que John estaba acostumbrado. Era un mundo de depredadores y presas.
—Recluso, ¿me escuchaste? ¿Ya te calmaste?
—Sí, señora —dijo John, quien estaba esposado a una silla de sujeción y encapuchado con una mascarilla antiescupitajos para proteger a los oficiales—. No me resistiré ni causaré ningún problema.
Las funcionarias penitenciarias representaban el cincuenta y dos por ciento del personal del Departamento Correccional del Condado de Miami Dade. Los oficiales eran crueles y no toleraban tonterías. Tenían que ser duros en el sistema penitenciario, ya que albergaba a algunos de los criminales más peligrosos de los Estados Unidos.
—Eso es lo que quería escuchar —dijo la oficial—. Te vamos a sacar de la silla y te vamos a quitar la máscara. No intentes nada estúpido. De lo contrario, vas a lamentarlo, hijo. Tengo algunos oficiales a los que nada les gustaría más que darle una paliza a un elegante médico drogadicto.
—Sí, oficial. Entiendo —John miraba su regazo—. Lo siento, pero la sentencia resultó muy traumática para mí.
—Bueno, no nos hagas traumatizarte más al golpearte hasta que nos cansemos. Ahora eres propiedad del Estado de Florida. Somos mamá y papá. Y no dudaremos en "disciplinarte". Nunca lo olvides —dijo la oficial, quien era fuerte como un jugador de fútbol americano.
Le quitó las esposas a John y continuó:
—Levántate lentamente y sígueme hasta la celda de detención de al lado.
John se puso de pie e hizo lo que la oficial le indicó.
—¿Cuánto tiempo estaré en la celda de detención?
—Necesitamos procesarte y asignarte una "habitación". Será un par de horas.
Nada en el sistema penitenciario del condado de Miami Dade sucedía rápidamente. La cárcel procesaba hasta quinientos reclusos por día.
John entró en la celda de detención, a menudo conocida como el tanque de borrachos, ya que se llenaba hasta el tope de turistas y residentes que tomaban demasiados tragos en los clubes nocturnos de South Beach. Esta celda contenía cincuenta personas. No había lugar para sentarse en los bancos, así que John se paró en la esquina.
Un hombre estuvo unos quince minutos conversando con la pared. El sistema penitenciario se había atestado de enfermos mentales. El condado de Miami Dade continuaba recortando el presupuesto para los servicios de salud mental y los oficiales arrestaban a algunas personas cientos de veces. Algunos de estos reclusos debían estar en un hospital psiquiátrico. En vez de ello, el sistema les había fallado y había criminalizado la enfermedad mental.
—Oye, guapo, espero que seas mi compañero de celda —le dijo a John un recluso de 1,90 m de aspecto rudo.
John miró al suelo y no respondió.
—¡Oye! ¡Te estoy hablando, chaval! —gritó el recluso.
—No quiero ningún problema —respondió John.
El recluso se levantó del banco y se acercó.
—¿Qué fue lo que me dijiste?
—No quiero ningún problema.
Los otros reclusos permanecieron sentados como si nada sucediera. El código penitenciario era que los reclusos no se metían en los problemas de los demás.
—Oh, no quieres ningún problema. Entiendo. Yo tampoco. Volveré a mi asiento —dijo el recluso mientras se daba la vuelta y comenzaba a alejarse. Se detuvo, giró y comenzó a golpear a John tan fuerte como podía.
Por suerte para John, los oficiales monitoreaban el tanque de borrachos con más cuidado que las celdas en los pisos principales de la prisión.
—¡Ya basta! —gritó un oficial.
El preso golpeaba a John repetidamente, mientras las otras personas en la celda lo vitoreaban.
—Ya basta. No nos hagas entrar ahí —gritó otro oficial.
Cuatro oficiales entraron corriendo y sometieron al recluso. Lo sacaron de la celda y llevaron a John a la enfermería de la prisión.
—Siéntate en la mesa —dijo la enfermera. Tenía una voz tranquilizadora—. Parece que necesitará puntos de sutura. Tiene un gran corte en la ceja. Doctor, lo necesitamos ahora.
El médico entró en la habitación. Nunca pensó trabajar en una prisión, pero la paga era excelente y eso lo atrajo. Pocas personas querían trabajar en uno de los sistemas penitenciarios más violentos del país. Para incentivar a las personas a quedarse, el sistema proporcionaba a los médicos no solo un gran salario sino también beneficios de primer nivel.
—Soy el doctor Ruíz. ¿Me permites mirar? ¿Qué pasó?
—Otro recluso me golpeó sin ninguna razón.
—¿Es tu primer día aquí? —preguntó el médico.
—Sí, señor. Me acaban de sentenciar —respondió John.
El médico le dio a John diez puntos de sutura y los oficiales lo trasladaron a la unidad de manejo especial, un nombre elegante para confinamiento solitario. La prisión colocaba a reclusos problemáticos y de alto perfil en la unidad de manejo especial, así como a un pequeño porcentaje de personas que solicitaban custodia protectora para su propia seguridad.
—Recluso, vas a pasar unos días aquí. Te vamos a trasladar al quinto piso —dijo el oficial.
—¿Cuánto tiempo antes de que me envíen a la prisión estatal? —preguntó John—. ¿Cuándo sabré a dónde voy?
—Acabo de revisar tu caso. Aún estás esperando la asignación. Me imagino que será alrededor de una semana o dos. Deben clasificarte y determinar a dónde enviarte. Supongo que a una prisión de seguridad media, según tus cargos.
—¿Me podrían enviar a cualquier parte de Florida?
—Correcto. Ahora eres nuestro, hijo. Este no es el Holiday Inn.
El oficial comenzó a sentir lástima por John y agregó:
—Se fuerte, amigo. Pronto saldrás de este basurero. Los reclusos son depredadores. Huelen sangre fresca como un tiburón en el océano. Trata de mantenerte solo, pero no luzcas vulnerable. Esta cárcel alberga asesinos, violadores y traficantes de drogas. Tenemos un tipo que ha estado esperando juicio durante diez años.
—Gracias, oficial —John se tocó la ceja e hizo una mueca—. Aprecio su consejo. Como puede ver, soy nuevo en el sistema de justicia penal. Toda una experiencia de aprendizaje.
—Toma tus cosas —instruyó el oficial.
John cogió sus sábanas y los elementos básicos de la prisión, pasta de dientes y una muda de uniforme.
—¿El quinto piso tiene celdas con dos o tres reclusos?
—No, señor. Las puertas de las celdas se cierran y hay como veinticinco o treinta reclusos. Este piso es mejor que los otros. El séptimo es el peor. Las personas en ese nivel pelean todo el día y están totalmente desquiciadas.
—¿Qué pasa si esto vuelve a suceder? ¿Hay algo que pueda hacer? Espero poder salir con vida. Este lugar es un manicomio.
El oficial se encogió de hombros.
—Puedes gritar. Golpea las puertas. El sistema penitenciario es una cloaca. No hay mucho que podamos hacer. Estamos mal pagados y superados en número.
John y el guardia continuaron caminando por el pasillo. Los internos golpeaban las puertas de las celdas y gritaban.
—¡Bienvenido a tu peor pesadilla!
—¡Carne fresca, muchachos!
El oficial acompañó a John hasta el final del pasillo. John medía 1,80 m y tenía 90 kilogramos de músculo. Podía protegerse en la calle. Sin embargo, la prisión poseía depredadores que se pasaban todo el día peleando.
—Llegamos recluso. Bienvenido a tu nueva suite en el Holiday Inn. Guardia, abra la celda siete.
Las pesadas puertas de metal se abrieron. El oficial pasó por la primera puerta con John y sacó una gran llave que colgaba de su cinturón. La introdujo y abrió la pesada puerta.
—Buena suerte, John —dijo el oficial.
John entró en la celda y miró a su alrededor.
—¿Qué tal, tío? —preguntó un recluso.
—¿Te importa si tomo la litera de abajo en la esquina? —preguntó John.
—La litera de abajo es para un don juan. No creo que encajes en ese perfil —dijo otro recluso.
—Yo administro la celda. Si quieres una litera superior, tienes que pelear conmigo.
—Estoy de acuerdo con dormir en la litera de abajo.
—De cualquier manera, vas a tener que luchar.
—No quiero ningún problema —respondió John.
—Regla número uno: Tienes que luchar para entrar a esta celda y tener derecho a dormir aquí.
—¿Por qué?
—Esas son las reglas, hijo. Yo no las hice. Si no peleas bien, tienes que tomar tus cosas y marcharte.
—¿Marcharme?
—Tomar tus cosas e irte a otra celda.
Cuatro reclusos de aspecto rudo se acercaron a John. Un recluso comenzó a frotarse las manos y lamerse los labios.
—Apretad las clavijas —dijo un recluso.
—¿Disculpa? —preguntó John.
—Vamos a ver de qué estás hecho —aclaró otro recluso.
Los cuatro reclusos comenzaron a rodear a John. Empezó a sudar profusamente.
Un recluso empujó a John y los otros tres comenzaron a golpearlo. Dos reclusos le dieron puñetazos en el estómago y el otro lo golpeó justo en el ojo.
—¡Dejadme en paz, animales! —gritó John. Descargó un puñetazo. Los otros tres reclusos comenzaron a patearlo. Se agachó y otro recluso lo golpeó en el estómago. La sangre goteaba de su boca.
—No eres lo suficientemente duro para esta celda —dijo un recluso.
John no podía respirar. Sus piernas comenzaron a doblarse. Uno de los reclusos le dio una patada en la mandíbula, causando que John cayera.
—Coge tus cosas, hijo. No eres un verdadero gánster. No puedes quedarte aquí. Pon tus cosas junto a la puerta de la celda.
Un recluso se acercó y agarró la bolsa con el otro uniforme limpio y las sábanas de John y la arrojó a la puerta. John yacía en el suelo, la sangre le corría por la cara. Luchó por respirar.
—¡Guardia! Este recluso no es bienvenido aquí —gritó el líder de la celda.
Dos oficiales penitenciarios que caminaban por el pasillo vieron a John en el suelo.
—Reclusos, regresad a vuestras literas —gritó uno.
Los oficiales abrieron la puerta, levantaron a John del suelo y lo escoltaron hasta la enfermería.
—El recluso John tuvo otra presentación de las amables personas que residen en nuestro hotel —dijo un oficial penitenciario, riendo.
Una enfermera se acercó y ayudó a John a subirse a la camilla.
—Qué pena verte aquí de nuevo —lamentó la enfermera.
El médico entró y exclamó:
—Dios mío. ¿Dónde le duele?
—En todas partes —respondió John, haciendo una mueca—. No puedo respirar. Mis costillas me duelen muchísimo.
—Voy a pedir una radiografía. Es posible que tenga algunas costillas rotas. Enfermera, ¿puede hacer algunas suturas? Necesito que le arregle la ceja de nuevo.
Los médicos descubrieron que tenía dos costillas rotas. Permaneció en la enfermería durante tres días.
—Despierta. Es hora de moverse —vociferó un oficial penitenciario—. Tienes un viaje con todos los gastos pagados a la prisión estatal.
John estaba roncando en su celda. Los guardias lo habían puesto bajo custodia protectora después de que le rompieran las costillas.
—¡Recluso! Despierta. No tengo todo el día.
—¿Qué hora es? —preguntó John.
—3 a. m. Hora de moverse. ¡Arriba, chaval!
—¿A dónde iré?
—El autobús sale en diez minutos. Guarda tus sábanas y deja el resto.
John bostezó y se frotó los ojos.
—Celda siete —gritó el oficial. Los oficiales penitenciarios en el centro de control abrieron las puertas de las celdas.
—Vamos. Vamos. ¡Vamos! Levántate. “Su limusina está afuera esperándolo, señor” —se burló el oficial.
—¿Por qué nos trasladan a las 3 de la mañana? Esto es ridículo —dijo John con voz soñolienta.
Al sistema penitenciario no le importaba el horario del recluso ni interrumpir su sueño reparador. A las autoridades penitenciarias les gustaba mantener a los reclusos en la oscuridad y de pie. Los funcionarios consideraban que cuanta menos información tuvieran los reclusos, mejor. Hacía más difícil que los reclusos se organizaran. A los presos se les negaba la libertad, pero tenían una cosa a su favor: el tiempo. La interminable cantidad de tiempo a su disposición podría conducir a la coordinación entre diferentes prisiones y pandillas callejeras que inundan el sistema penitenciario ya superpoblado.
El oficial acompañó a John hasta la puerta. El autobús estaba esperando para transferir a John y a otros treinta reclusos al Centro Correccional de Homestead, que los reclusos alojados allí apodaban "La jungla".
—Mueve las manos, recluso —instruyó un oficial.
—Lo siento, aún estoy medio dormido —dijo John mientras bostezaba.
—Es hora de ponerte tu bonito cinturón —dijo el oficial—. Siempre transportamos a los presos que salen de nuestras instalaciones con grilletes alrededor de la cintura y los pies. Esas son las reglas. Acostúmbrate.
—Es bueno saberlo —dijo John.
No había hecho una broma ni se había reído en semanas. La experiencia en la prisión de Miami Dade había sido traumática para él. No solo había sido agredido en múltiples ocasiones, sino que la depresión y la ansiedad le hacían casi imposible dormir. También perdió siete kilos.
—¡Moveos, reclusos! —gritó un oficial—. Es hora de abordar.
—Subid al autobús. Sentaos y callaos. No queremos escuchar una palabra de ninguno de ustedes —instruyó otro oficial.
Los presos se amontonaron en el autobús, que parecía un autobús escolar, pero con vidrios polarizados y barrotes. Uno de los oficiales cerró una gruesa puerta que separaba a los reclusos de los oficiales penitenciarios.
—No queremos que nos causéis ningún problema. Si lo hacéis, mi amigo, el oficial Mike, detendrá el autobús y yo mismo os castigaré —dijo.
El autobús llevaba uno o dos reclusos de alto perfil sentenciados por delitos de drogas, por lo que el departamento penitenciario decidió agregar dos escoltas policiales para evitar posibles violaciones de seguridad.
—¿Está listo, Sheriff Rivera? Le seguiremos. Tome la ruta escénica a lo largo de la 836 —instruyó el capitán Stan, un oficial veterano que tenía treinta años en el sistema correccional de Miami Dade y no veía la hora de jubilarse el próximo mes.
—Entendido, capitán. Voy a arrancar y os escoltaremos, muchachos. Oficial Cruz, ¿está listo? Vámonos —respondió Rivera.
Los dos alguaciles saltaron a los patrulleros y encendieron sus luces y sirenas. El autobús salió de la prisión en el centro de Miami y se dirigió hacia la estatal 836, conocida como Dolphin Expressway, una de las carreteras más transitadas de Miami.
—Capitán Stan, ¿le gusta esta vista? Qué hermoso día —dijo el Sheriff Rivera por radio.
—Diez-cuatro, Sheriff. Gracias por darnos una escolta. Ciertamente voy a extrañarlo cuando me jubile el próximo mes. Recordaré nuestras aventuras mientras me acuesto en la playa de Key Biscayne —respondió el capitán Stan.
—Lo vamos a extrañar, capitán. El mejor capitán de todo el Correccional de Miami Dade —respondió Rivera.
—No hagas que su ego sea más grande de lo que ya es —dijo el oficial Mike por radio.
—Oye, no te metas con mi amigo —respondió.
Uno de los internos gritó:
—Capitán, ¿me deja pasar a ver a mi vieja? Vive cerca.
—Quizás la próxima vez. Por ahora, quédate sentado y cierra la boca —respondió el capitán Stan.
Dos años antes de su sentencia, John había tenido una vida muy diferente.
El teléfono sonó mientras John dormía en su cama.
—Dr. Brown, lamento despertarle. Hay un hombre de cincuenta años con ataque al corazón. Está en la ambulancia, a veinte minutos del Jackson Memorial.
—Iré enseguida. Pida a los técnicos de la sala de hemodinamia que se aseguren de que todo esté listo.
—Gracias, doctor. Lamento sacarlo de la cama a esta hora.
—No hay problema. Es mi trabajo. No tiene por qué disculparse.
John saltó de la cama, se puso la bata y agarró su abrigo blanco.
—¡Ostras!, debo cepillarme los dientes —se dijo John.
Aún no era bueno para levantarse de la cama en medio de la noche. Tal vez debió haber sido dermatólogo. Nadie necesitaba que le reventaran urgentemente un grano a las 3 a.m.
Pulsó el ascensor en su apartamento de Brickell y la puerta se abrió en el vigésimo piso. Había una pareja joven besándose en el ascensor. Se detuvieron cuando notaron a John y comenzaron a reír.
—Lo siento —dijo el tipo.
—No tienes por qué disculparte. Espero que estés disfrutando tu noche en la mágica ciudad de Miami. El ascensor está bajando, ¿verdad?
—Sí, señor. Vamos a nadar en la noche. Estoy sudando como un cerdo y necesito refrescarme.
—¿No está cerrada la piscina?
—Sí. No se lo diga a nadie —dijo entre risas—. ¿Va a trabajar a esta hora?
—Desafortunadamente —respondió John.
—¿Qué tipo de médico es?
—Cardiólogo. Un paciente sufrió un paro cardíaco y me han llamado.
—Impresionante. Está salvando la vida de las personas. Yo soy un abogado especializado en lesiones personales y paso mi día representando a personas que quieren demandar a sus propias familias por dinero.
Las puertas del ascensor se abrieron al cuarto piso.
—Llegamos. Buena suerte, doctor. Siga salvando vidas. Eso es estupendo.
—Gracias, amigo. Hago mi mejor esfuerzo. Cuídate.
En el estacionamiento, John se metió en su Toyota Camry de diez años. Aún tenía que pagar los préstamos de la facultad de medicina y no sentía la necesidad de invertir más dinero en conducir un elegante automóvil para impresionar a los demás. John era un tipo sencillo y no le importaba.
Salió de su edificio en Brickell y pasó por delante de Mary Brickell Village, que tenía filas de personas esperando para entrar en varios clubes nocturnos populares y bares locales. Si bien Miami era una ciudad donde la gente podía divertirse bajo el sol y salir de fiesta toda la noche, John había sacrificado mucho para convertirse en cardiólogo. Creció en el Lower East Side de Manhattan con padres de clase trabajadora que le inculcaron los valores del trabajo duro y la dedicación. Estudió en la Universidad de Columbia, donde se especializó en biología y química. Asistió a la facultad de medicina en el Monte Sinaí. Un día, se enteró de que lo habían aceptado en el programa de cardiología de la Universidad de Miami. Completó tres años de residencia en medicina interna seguidos de una beca de cardiología por otros tres años.
John consideró volver a Nueva York, pero recibió una excelente oferta de trabajo en un exitoso consultorio privado que tenía quince cardiólogos trabajando en oficinas en el centro de Miami y en Miami Beach. Los médicos rotaban por tres hospitales diferentes, incluido el del Jackson Memorial.
John se detuvo en el estacionamiento. Corrió hacia la entrada y se dirigió al Laboratorio de Cateterismo Cardíaco.
—Doctor Brown. ¿Cómo le va, señor? Me alegro de verle —dijo Ryan, uno de los técnicos del laboratorio.
—Encantado de verte también, Ryan. ¿Cómo está el equipo?
—Estamos listos. El paciente está siendo transportado.
Las puertas del ascensor se abrieron y los paramédicos trajeron al señor Jones en la camilla.
Ryan y otros dos técnicos introdujeron al señor Jones al laboratorio.
—Señor Jones, soy el Dr. John Brown. ¿Puede decirme qué pasó?
—Estoy teniendo fuertes dolores en el pecho. Siento como si un elefante, o tal vez mi ex esposa, estuviera sentada en mi pecho —dijo con una gran sonrisa.
John sonrió:
—Vamos a practicarle un cateterismo cardíaco para revisar su corazón. Si tiene arterias bloqueadas, puedo entrar y abrirlas con un stent. Esto se conoce como angioplastia. Puedo usar un pequeño globo para ensanchar las arterias que estén obstruidas.
—Gracias, doctor.
Ryan y el equipo del laboratorio trasladaron al paciente a la mesa.
—Puede sentir un poco de calor. Podría sentirlo como si estuviera orinando —explicó John.
—Sí, doctor.
—Hay dos arterias obstruidas. Voy a poner un stent.
—Sí, mire eso —dijo Ryan—. Una gran obstrucción.
—Doctor, ¿qué tipo de stent desea? ¿Quiere uno liberador de fármacos?
—Vamos con el stent liberador de fármacos —respondió John.
—Entendido, Doctor.
John pasó la siguiente hora y media salvando la vida del señor Jones.
—Señor Jones, ya está todo listo. Colocamos dos stents para reducir la obstrucción. Mis colegas lo llevarán a la sala de recuperación cardíaca. Estará aquí durante la noche y lo veré mañana.
—Gracias, doctor. Me salvó la vida.
—Para eso estoy aquí, señor Jones. ¿Vino con algún familiar? Puedo ir y hablar con ellos.
—Mi hija. Está en la sala de espera —respondió el señor Jones.
—Cuídese —dijo John.
John asintió a Ryan cuando salió del área para encontrarse con la hija del señor Jones.
—Gracias por tu ardua labor, hermano. Excelente trabajo —elogió John.
—De nada, doctor. Reunámonos pronto para ver jugar a los Gigantes. Los neoyorquinos debemos permanecer unidos.
—Suena genial. Llámame pronto, hermano.
Ryan y los otros técnicos apreciaban a John. Tenía los pies en la tierra y trataba a todos con respeto. Algunos médicos tenían egos gigantes y no siempre trataban bien al personal. John apreciaba a todos los técnicos de cateterismo y su dedicación a los pacientes.
Caminó por el pasillo y entró en la sala de espera.
—Hola, Doctor. ¿Cómo está? —dijo Martín, uno de los conserjes del hospital que trabajaba en el turno nocturno.
—¡Martín! ¿Cómo estás amigo? ¿Tu esposa se siente mejor?
—Sí. Es usted el mejor, doctor. No puedo agradecerle lo suficiente por atenderla en tan poco tiempo.
—Es un placer. Estoy aquí para ayudar en todo lo que pueda. Por favor, pídele a tu esposa que llame a mi oficina si necesita algo o tiene alguna pregunta. Va a recuperarse por completo.
—Bendito sea, doctor. Es el mejor.
John entró en la sala de espera y dijo:
—Hola, ¿eres la hija del señor Jones? Soy su médico.
—Sí, doctor. ¿Cómo salió todo?
—Todo salió genial. Tenía dos arterias obstruidas. Pude usar una técnica en la que básicamente inflamos un globo en la arteria obstruida. Tendrá un dolor leve y debe tomárselo con calma durante los próximos días. Lo voy a enviar a un centro de rehabilitación cardíaca.
—Muchas gracias, Doctor.
—Usamos un stent para arreglar esto. Afortunadamente, no tenía más obstrucciones —dijo John, mientras se frotaba las manos—. Si hay demasiadas, los pacientes a veces necesitan más stents, a lo que llamamos en broma blindaje completo. La otra opción es la cirugía de bypass con un cirujano cardiotorácico.
—Es bueno saber que no necesita cirugía.
—Va a estar bien y se recuperará por completo. Lo veré mañana y luego en las visitas de rutina en mi oficina —dijo John—. ¿Alguna otra pregunta?
—No, doctor. Muchas gracias.
—Excelente. Cuidaremos bien de tu padre.
John salió de la sala de espera y se dirigió al pasillo del hospital. «Estoy tan cansado. Necesito descansar un poco» pensó. Miró el reloj en la pared. 5 a. m.
John se dirigió al estacionamiento y pasó a uno de los técnicos.
—Gran trabajo, doctor.
—Gracias. Gran esfuerzo de equipo.
—¿Irá a descansar un poco?
—Sí, voy a casa para dormir un par de horas antes de ver a otros pacientes.
—Estar de guardia es duro —dijo el técnico.
—¡Por supuesto! Me voy a la cama antes de que tenga que empezar a trabajar de nuevo —dijo John.
—Cuídese, doctor.
John había estado trabajando duro como cardiólogo. Aunque le encantaba vivir en Miami, a veces deseaba tener más tiempo para disfrutar de la ciudad. No tenía mucho tiempo para la vida social, pero se aseguraba de mantenerse saludable. Le gustaba hacer ejercicio para aliviar el estrés y lo hacía todos los días. Los fines de semana, John hacía ejercicio en Key Biscayne y se zambullía en el agua después de una larga carrera.
Después de estar de guardia en sábado, John decidió tomar una copa con algunos residentes.
—John, ¿aún estamos para las 9 en Mary Brickell Village? —preguntó Brian, uno de sus colegas.
—Me parece bien. ¿Blake podrá lograrlo?
—Estará allí.
—Ojalá. Sin embargo, solo tomaré una copa, ya que tengo que acostarme temprano. Estoy de guardia el domingo.
Después de reunirse con sus antiguos colegas para tomar una copa, John caminó a su apartamento, que estaba a solo diez minutos del bar.
Empezó a cruzar la calle. El conductor estaba enviando mensajes. El coche golpeó a John en la espalda.
—¡Mi espalda! —gritó John mientras caía al suelo.
El conductor salió del coche.
—¿Estás bien? Lo siento mucho.
John hizo una mueca.
—¿No me viste? Yo tenía el paso. No envíes mensajes y manejes porque te pasas las señales de alto.
—Lo siento mucho. Estaba mirando mi teléfono.
—¿Era tan importante? Que esto sea una lección —gritó John.
Un oficial de policía se detuvo para ayudar y llamó a una ambulancia. El oficial emitió una multa por conducción imprudente y le dio al conductor una severa advertencia.
—Señor, ¿está bien? —preguntó un paramédico.
—Creo que estoy bien, pero mi espalda me duele mucho.
—Lo vamos a llevar al hospital.
—En realidad soy médico allí. Mi nombre es John Brown.
La ambulancia se acercó a la sala de emergencias del Hospital Jackson Memorial.
Los paramédicos llevaron a John al tercer piso.
El médico de urgencias de guardia entró.
—El paciente ha sido atropellado por un automóvil y se queja de dolor de espalda —explicó el paramédico.
—John. ¿Estás bien? ¿Qué pasó? —cuestionó el médico de urgencias.
Aunque el Jackson Memorial era un gigantesco hospital, John conocía al Dr. Tom Boyd porque habían compartido muchos pacientes. Si bien no eran amigos cercanos, tenían una buena relación profesional.
—¿Qué tal, Doctor? Me duele mucho. Fui atropellado por un automóvil mientras caminaba a casa —dijo John.
—Vamos a revisar tus signos vitales y tomar una radiografía de tu espalda. También queremos hacer una resonancia magnética.
Dos horas más tarde, John se enteró de que no tenía ningún hueso roto, pero tenía una hernia de disco.
—John, vas a recuperarte por completo. En una escala del uno al diez, ¿cuánto dolor tienes?
—Un ocho.
—Te voy a dar tres píldoras de Percocet para el dolor. Debes hacer un seguimiento con un médico.
Poco sabía John que este sería el comienzo de su declive.
—John Brown —dijo la enfermera.
John se levantó de la sala de espera y siguió a la mujer al consultorio del médico.
—¿Cómo se siente hoy? —preguntó la enfermera.
—No voy a mentir, ha sido muy duro.
—Voy a tomar sus signos vitales y luego el médico vendrá a verlo.
El médico de cabecera de John le recomendó que viera al Dr. Marten Williams. John no lo sabía en ese momento, pero el Dr. Williams luego perdería su licencia médica y sería sentenciado a una prisión federal por administrar una fábrica de píldoras en el condado de Miami-Dade. Una investigación realizada por la Administración de Control de Drogas descubrió que el Dr. Williams recetó diez veces la cantidad recomendada a sus pacientes. Tampoco reveló que era asesor de tres compañías farmacéuticas y que recibía bonificaciones en función de su "desempeño".
El Dr. Williams entró en la habitación y saludó:
—John, ¿cómo estás? Soy el Dr. Williams. He visto tu nombre en el hospital, pero nunca nos hemos visto.
—Encantado de conocerlo, doctor. Gracias por atenderme en tan poco tiempo. A veces tengo mucho dolor. He estado teniendo dificultades para estar de pie durante largos períodos de tiempo. Vuelve mi trabajo más difícil, ya que tengo que caminar por el hospital todo el día.
—Estoy aquí para ayudarte a controlar el dolor. ¿Qué tan malo es? —preguntó el médico.
—Es malo. Mi espalda se tensa y no puedo moverme —dijo John, haciendo una mueca.
—¿Con qué frecuencia ocurre esto?
—Al menos tres veces al día.
—Te voy a recetar oxicodona para el dolor. Vamos a administrar tu dosis para asegurarnos de que ayude a reducir el dolor y te permita hacer tu trabajo.
—¿Qué dosis? ¿Hay algún riesgo de que pueda volverme dependiente de este medicamento? He leído parte de la literatura académica y he tenido algunos pacientes que se volvieron fármacodependientes después de las cirugías.
—Tienes dolor, John. Este medicamento es seguro. ¿Tienes antecedentes de adicción?
—No. Casi nunca bebo y no uso drogas.
El médico metió la mano en un armario y sacó cajas de muestras con un folleto.
—Echa un vistazo a algo de la literatura. Aquí se explican los riesgos potenciales. Como verás, son muy mínimos. Este medicamento se ha puesto a prueba. Ha habido muchos ensayos clínicos.
—Voy a echar un vistazo —dijo John.
—Controlaremos tu dolor, John. Si necesitas una dosis más baja, podemos reducirla. Quiero verte en dos semanas.
—Una última pregunta, doctor: ¿puedo hacer mi trabajo mientras uso estas píldoras?
—Tómalas por la noche. Eso debería ayudarte. Si es necesario, puedes tomar una durante el día. No interferirá con su desempeño laboral.
—Gracias, doctor. Solo quiero asegurarme. Usted lo sabe mejor que nadie, mi trabajo requiere que tome decisiones de vida o muerte. Quiero estar seguro de que no estaré confuso o fuera de forma.
—Este medicamento te ayudará a reducir el dolor y te permitirá seguir trabajando. No querrás quedar incapacitado durante meses.
—Gracias, doctor. Mi médico de cabecera me refirió a fisioterapia. Espero que ayude a disminuir mi dolor de espalda y aumente mi movilidad.
John salió de la oficina y volvió al hospital. Estaba terminando de atender a varios pacientes cuando recibió un aviso por el altavoz.
—Llamando al Dr. John Brown. Llamando al Dr. Brown. Por favor llame al 4344.
John cogió el teléfono y dijo:
—Dr. Brown. ¿Qué está pasando?
—Tenemos un hombre de sesenta años con un infarto. Debe estar aquí en quince minutos. Es su paciente. Hemos llamado a los técnicos del laboratorio.
—Iré al laboratorio de cateterismo.
John comenzó a caminar y su espalda comenzó a tener espasmos. «¿Por qué me está pasando esto? Soy joven» pensó John. Fue al baño y se tomó unas píldoras. Funcionaron y le permitieron hacer su trabajo. John logró salvar la vida del paciente mientras controlaba su dolor.
Pasaron las semanas y el dolor de espalda de John continuaba. El médico aumentó la dosis. Le dijo a John que no se preocupara. John confiaba en el profesional, quien tenía una sólida reputación y excelentes referencias de sus pacientes. Sin embargo, alguien que parecía ser un médico decente resultó ser un criminal codicioso que causó daños irreparables a cientos de personas, si no más.
John no creía que tuviera un problema, a pesar de que tomaba cinco píldoras al día. Creía que necesitaba las píldoras para hacer su trabajo. Le permitían vivir su vida y lo tranquilizaban.
John comenzó a salir con una enfermera cubana de veintiocho años llamada Myra. Tenía el pelo negro y espeso y una hermosa sonrisa. Ella trabajaba en la unidad de pediatría y se conocieron a través de un amigo en común.
John levantó el teléfono y llamó a su nueva novia.
—Oye, preciosa. ¿Cómo está mi enfermera favorita?
—Hola, mi apuesto cardiólogo. ¿Cuándo te veré?