2,99 €
Ella era sencilla... y virgen. Pero tenía unas piernas impresionantes... CJ Maxey no entendía cómo había dejado que la convencieran para presentarse al concurso de belleza de su pueblo. Y sobre todo, no sabía cómo iba a soportar al guapísimo y mujeriego Clint Garrett, el periodista que debía acompañarla a todos lados. CJ había conseguido despertar la curiosidad de Clint con su afilada lengua y sus ardientes ojos azules. Era el encanto... y el peligro disfrazados de mujer. Su desconcertante belleza estaba volviéndolo loco de deseo, pero lo más aterrador era que él sólo pensaba en cuidar de ella.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 191
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Peggy Webb. Todos los derechos reservados.
REINA DE LA BELLEZA, Nº 1541 - noviembre 2012
Título original: The Accidental Princess
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1189-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Mientras se columpiaba peligrosamente sobre las dos patas traseras de una silla, Blake Dix preguntó:
—¿Conoces a alguna mujer bonita en este pueblo de mala muerte con la que pueda salir?
C.J. estuvo a punto de decirle que ella era la secretaria de la iglesia y no la encargada de encontrarle pareja, pero decidió morderse la lengua. Después de todo, Blake Dix, el nuevo director de música de la iglesia Baptista Trinity, había llegado hacía poco tiempo desde Las Vegas a Hot Coffee, en Misisipi, y probablemente todavía estaba en estado de shock cultural.
—Puedes probar en Chat ‘N Chew BarBQ. Es el único sitio con ambiente de Hot Coffee.
—Gracias por la información —Blake se puso en pie y dejó un montón de papeles sobre la mesa—. ¿Podrías pasarlos al ordenador por mí? Los necesito para mañana.
—Por supuesto. Reorganizaré mi agenda de vida social.
—Eres una bromista, C.J.
Ella deseó tirarle un zapato a la cabeza y gritarle: Podría tener vida social si quisiera. Aunque era una gran mentira.
Era cierto que carecía de gracia y de belleza, pero había mujeres más feas que ella que se casaban y tenían hijos. C.J. no sabía lo que estaba haciendo mal. Quizá tenía unas expectativas demasiado exigentes. Quizá debería conformarse con algo menos que la inteligencia, la integridad y la amabilidad. Quizá debería dejar de soñar en exceso y aceptar a alguien como Leonard Lumpkin, quien quería que se mudara a su granja para convertirla en una diosa del hogar.
Quizá debería dejar de soñar y punto.
C.J. lo consiguió durante un rato, mientras tecleaba. Si se daba prisa llegaría a casa a las ocho. No era que le importara demasiado. No la esperaba nadie excepto su padre, y él apenas se daría cuenta de a qué hora llegaba a casa. Sin embargo, dejó de teclear un momento y llamó para decirle que llegaría tarde.
Ella era la única chica que conocía que todavía vivía con su padre a los veinticinco años. No era que le importara cuidar de Sam, además de ser un padre estupendo, era el único héroe que había tenido en la vida.
Además, le gustaba vivir en la casita amarilla de las afueras del pueblo. Le gustaban los árboles que había en la parte delantera y el prado de la parte de atrás, donde vivían varios animales que su padre había recogido a través de los años: un gato siamés, cuatro perros de raza desconocida y Suzy, la vaca gorda. Los animales eran la única evidencia que quedaba de que Sam había sido uno de los mejores veterinarios del condado. C.J. había pensado seguir sus pasos, incluso trabajar con él, pero el accidente lo cambió todo.
Mientras conducía de regreso a casa, trató de no pensar en el accidente. Cuando llegó, vio el coche rojo de Ellie Jones aparcado. No era extraño que Ellie estuviera por allí. Ella y Phoebe, la madre de C.J., habían sido muy buenas amigas y tras la muerte de Phoebe, Ellie se había comportado como una madre para C.J.
C.J. encontró a Ellie y a Sam en el porche trasero tomándose un té.
—¡Ellie! Tienes un aspecto estupendo.
—Tonterías. Soy como una ciruela pasa con la cara como el mapa de China. Siéntate. He traído galletas.
—¿De nueces de macadamia?
—¿Y qué más?
—Qué ricas.
C.J. tomó tres galletas sin importarle las calorías. Lo bueno que tenía era que por mucho que comiera siempre estaba delgada.
—He venido para ver si serás la Princesa Granjera de Lee County.
—Es una broma, ¿verdad?
—No. No voy a andar con rodeos, C.J.
—¿Lo has hecho alguna vez? —preguntó Sam.
—Nadie se ha presentado al concurso y necesito una concursante que represente a Lee County. El premio es una beca, no es mucho dinero, pero será tuyo en cuanto te den el título. Será suficiente como para que puedas entrar en la facultad de Veterinaria.
—Creo que deberías hacerlo, C.J. —dijo Sam.
C.J. suponía que las posibilidades que tenía de ganar eran tan remotas como la posibilidad de convertirse en una belleza de repente, pero eso no significaba que no estuviera dispuesta a ayudar a una vieja amiga. Después de todo lo que había hecho por ellos durante los últimos seis años, lo menos que C.J. podía hacer era participar.
—¿Tendré que desfilar en bañador por la pasarela?
—No. Sólo en traje de noche. Eso, y dar una charla sobre la industria lechera.
La única vez que C.J. había dado una charla le había salido urticaria. Aquél asunto del concurso cada vez sonaba peor. Aun así, no quería herir los sentimientos de Ellie, pero intentaría encontrar una escapatoria.
—No sé nada acerca de la industria lechera. Probablemente, ni siquiera reúna las condiciones. ¿Qué te parece Sandi Wentworth? Ella es más natural —dijo C.J.
Sandi era su vecina y se había criado con su abuela. Era más que una amiga para C.J. Era como su hermana.
—Ella sí que no reúne las condiciones. Es demasiado vieja y no tiene vacas.
—Eso hace que yo también esté excluida. Tampoco tengo rebaño.
—Sí tienes.
—¿Suzy?
—Un rebaño de uno. Si engorda un poco más pasará por dos.
—Eso respecto a la vaca, pero ¿y yo? Sólo puedo ponerme un sujetador que aumente el pecho y cambiar de peinado.
—Yo te ayudaré —dijo Ellie, y fue entonces cuando C.J. supo que estaba metida en un lío. Ellie no sabía mucho de belleza. Siempre vestía pantalones y una chaqueta negra o roja.
Sin embargo, la madre de C.J. había sido considerada la mujer más bella de Lee County, si no de todo el estado de Misisipi, y había recibido muchos premios de belleza. C.J. siempre había deseado ser como su madre.
—Lo haré —le dijo a Ellie.
—¿Qué quieres que haga?
—Que cubras el concurso de la Princesa Granjera.
La ironía no le pasó desapercibida a Clint Garrett. Él había cubierto a un par de reinas de la belleza durante su vida, pero no de la manera a la que se refería el editor del Hot Coffee Tribune.
—Soy periodista de sucesos, Wayne —dijo él.
Y aunque era cierto, en Hot Coffee no sucedían demasiadas cosas. Clint tenía poco trabajo y la mayor parte de los días paseaba en moto escuchando música country.
También cubría los entierros y los eventos de sociedad. No buscaba la fama y la fortuna y se conformaba con vivir de forma tranquila.
La única mujer que le había importado en su vida había muerto. Su madre. Cuando él regresaba del colegio llorando porque los otros niños lo habían llamado bastardo, ella le decía:
—No pasa nada, hijo. Mantén la cabeza bien alta. Algún día, llegarás a ser alguien.
Ella había fallecido cuando él todavía estaba en la universidad. Sin su amor, había ido dando tumbos por la vida. Su forma de vida no exigía nada más que lo más elemental, comer, beber y dormir, con alguna aventura ocasional.
—Podrías ser periodista de sucesos, Clint, y bueno. Lo que me da rabia es que ocultes tu talento en una localidad pequeña como Hot Coffee.
—Quizá, sea como tú, Wayne.
Wayne se sonrojó y se aclaró la garganta.
—La diferencia entre tú y yo es que tienes la mitad de mi edad. Yo he desperdiciado mi vida. Odio ver cómo desperdicias la tuya. Eres el mejor periodista que tengo.
—Soy el único que tienes además de Charlie.
Charlie era el encargado de la sección de deportes, algo sobre lo que Clint apenas sabía.
—De acuerdo, lo he captado.
—¿Dónde puedo encontrar a la princesa?
—Toma la carretera del condado número seis y a unas dos millas encontrarás un bosque de árboles de pacana y una casita de campo amarilla.
—¿La de Sam Maxey?
—Sí. Su hija.
—No la recuerdo. ¿Qué es? ¿La antigua reina de la fiesta del instituto?
—No, la secretaria de la iglesia.
—Esto tiene buena pinta.
—Exagéralo, Clint. Haz que se haga famosa. Quiero que hagas el seguimiento hasta el día del concurso.
—¿Y qué pasa con los sucesos y las necrológicas?
—Si alguien estira la pata o intenta robar una vaca, escribiré sobre ello yo mismo. Tú vete y no dejes en paz a esa princesa.
—Gracias, Wayne. Eres todo corazón.
La transformación de C.J. comenzó con un nuevo peinado. Ellie la acompañó a la peluquería para darle apoyo moral. Tres horas más tarde y tras una larga tortura, estaban de nuevo en casa.
Mientras C.J. se miraba en el espejo, le dijo a Ellie:
—Sólo necesito unas uñas largas y un vestido negro largo para parecerme a Morticia, la de la Familia Adams.
—Bueno, no es exactamente lo que yo esperaba —admitió Ellie—. Creo que la permanente es demasiado fuerte.
—¿Y qué opinas del maquillaje? —en la peluquería vendían maquillaje y una asesora había maquillado a C.J.—. Parezco las sobras del día anterior que alguien ha intentado adornar.
—Quizá el pintalabios sea demasiado rojo. Y, no sé, las mejillas...
—Parecen señales de stop —C.J. agarró una toalla y comenzó a frotarse la cara justo cuando llamaron al timbre—. ¿Puedes ir a abrir, Ellie?
Al oír una voz masculina, C.J. se asomó por la puerta del baño. En el recibidor estaba el hombre más atractivo que había visto nunca. Tenía el cabello oscuro y espeso y unos ojos azules que no parecían reales.
C.J. se metió de nuevo en el baño. Se miró en el espejo y sintió ganas de gritar.
—¿Está la señorita Maxey?
«Dile que no», gritó C.J. en silencio.
—Sí —contestó Ellie.
—¿Podría hablar con ella? Soy Clint Garrett del Tribune. He venido para hacerle una entrevista.
—Iré a buscarla.
C.J. sentía ganas de morir. Seguía siendo la misma chica sencilla de siempre pero con un peinado terrible. Además, le había salido una urticaria por toda la cara, probablemente a causa del maquillaje que le habían puesto.
—No puedo salir con este aspecto —le dijo a Ellie.
—¿Qué quieres que le diga?
—Dile que estoy enferma. O que me he ido a Marte.
—La publicidad será buena para el concurso.
—Mírame, Ellie. Estoy hecha una piltrafa.
—Quizá si te pones un pañuelo y un poco de crema en los granos.
—A lo mejor podría cubrirme la cabeza con una bolsa de papel.
—Bueno, tenemos que decirle algo.
—Dile que estoy enferma de cualquier cosa y que si se queda en el recibidor, contestaré a sus preguntas.
—Veré qué le parece —cuando Ellie se marchó, C.J. miró por la ventana del baño. El periodista estupendo tenía una Harley.
—Es una petición inusual —dijo Clint.
—He tratado de convencerla de que salga, pero es todo lo que puedo hacer. C.J. puede ser muy cabezota.
—De acuerdo. Acercaré una silla y le haré las preguntas gritando a través de la puerta del baño.
Clint siguió a Ellie y no tuvo problema en cotillear mientras ella hablaba con C.J. en el baño.
—¿Qué ha dicho? —preguntó C.J.
«Bonita voz», pensó él desde fuera.
—Ha dicho que vale. Me gustaría que salieras. Tiene una sonrisa letal.
Clint se rió. Había oído eso otras veces, pero nunca en boca de una mujer mayor.
—No me importa si tiene lo que tú sabes bañado en oro, no voy a permitir que me vea así.
«Seguro que todavía no se ha maquillado», pensó él. Las reinas de la belleza eran así. Además, seguro que tenía montones de respuestas ridículas para todo lo que él le preguntara. A menos que él la descolocara primero. Entonces, podría hacerle una entrevista de verdad.
Ellie salió del baño.
—Prepararé un té mientras le hace la entrevista.
En cuanto se marchó, Clint masculló.
—No está bañado en oro, señorita Maxey, pero algunas mujeres lo han llamado dorado —oyó ruido en el baño—. Señorita Maxey, ¿está todo bien?
—Todo bien, señor Garrett.
—Puedes llamarme Clint.
—¿No es señor Clint, el dorado?
Era ágil de mente. Y cortante. Eso le gustaba. La mayor parte de las mujeres se esforzaban tanto por impresionarlo que no se atrevían a hacer ese tipo de comentarios. Quizá había encontrado una rareza, una reina de la belleza que no era como una muñeca Barbie.
—Sólo en el dormitorio, princesa. ¿Cuántos años tiene?
—Considero que esa pregunta no es relevante. Además, nunca se fíe de una mujer que dice su peso o su edad.
—Olvide esa pregunta. ¿Cuánto mide?
—Uno setenta y cinco.
—¿Con tacones?
—No.
—¿Qué talla usa de ropa?
—¿Va a ir de compras para mí, señor Garrett?
—No lo había pensado.
—Entonces no necesita saberlo.
—Supongo que podré imaginarlo cuando la vea en bañador.
—El concurso de la Princesa Granjera no es de esa clase, y no tengo intención de ir a nadar con usted, señor Garrett.
Hacía tiempo que Clint no se lo pasaba tan bien.
—Una vez entrevisté a unas mujeres en Tupelo, que se autodenominaban Kuties of the Kudzu Kourt. Todas llevaban minishorts —dijo él—. ¿La Princesa Granjera lleva minishorts?
—Sólo en el dormitorio, señor Garrett.
—Touché, Miss Maxey. Se lleva un punto.
—¿Es un concurso? Creía que era una entrevista. ¿Qué tipo de periodista es?
—Uno no muy bueno, pero es todo lo que tiene. Me han asignado que la cubra, señorita Maxey.
—Hasta ahora no lo está haciendo muy bien —dijo ella, tras un momento de silencio.
—¿Por qué no sale y me dice cómo se hace? O mejor aún, podría demostrármelo.
—No me gustaría que se contagiara de mi enfermedad.
—Creo que lo que tiene es un ataque de cobardía. Creo que me está ocultando algo. ¿Qué es lo que esconde, señorita Maxey?
—Nada. Estoy completamente al desnudo.
—Entonces, se lo advierto... tengo intención de meterme de lleno.
La cabeza de C.J. se llenó de imágenes eróticas. Cielos, ¿qué clase de Princesa Granjera era? Desde luego, Ellie no se sentiría orgullosa de ella. Si C.J. no hacía las cosas bien, dejaría en ridículo a la maravillosa mujer que era como su madre.
Tenía que dejar de ser una bocazas y ofrecerle a Clint Garrett lo que había ido a buscar. Tenía que mentir.
Respiró hondo varias veces.
—¿Señorita Maxey? ¿Está bien?
—Sólo un poco mareada.
Se oyó la puerta. Él estaba tratando de abrir.
—Abra el cerrojo para que pueda entrar.
—¿Por qué?
—Para ponerle una toalla mojada en la cabeza.
—No, no puedo —abrió el grifo y dejó correr el agua un instante—. Ya estoy bien.
—¿Está segura? Sé lo que hacer con una mujer desmayada.
—No me cabe ninguna duda.
—Está muy bromista para estar enferma.
—Me estoy curando —y empezaba a estar aburrida del baño. C.J. era una pizca claustrofóbica—. ¿Cuál es su siguiente pregunta, señor Garrett?
—Dígame, ¿cuál es su programa?
—No tengo. No soy un político.
—Creía que todas las reinas de la belleza tenían programa.
—Ah, bueno, sí... Mi programa es...
¿De qué diablos hablaban las reinas de la belleza? El único concurso de belleza que había visto era el de Miss América, con su amiga Sandi.
Clint Garrett llamó a la puerta.
—Señorita Maxey...
—La paz mundial —gritó ella.
—¿Qué?
—Eso es. Mi programa es la paz mundial.
—Innovador —dijo él—. ¿Puedo citar sus palabras?
—Por supuesto.
—Dígame, señorita Maxey. ¿Cómo piensa conseguir ese objetivo?
—Cuando desfile en coches descapotables, sonreiré mucho para repartir la paz que hay en mi corazón a la multitud. La gente podrá pasársela de una a otra. Si todo el mundo lo hace, pronto la paz estará por todo el mundo.
—Impresionante.
Ella se merecía que él fuera sarcástico. Quizá podría comprar todos los ejemplares de Tribune para que Ellie no se sintiera horrorizada.
—Tengo que sacarle fotos —dijo él.
—¿Qué?
—Ya sabe, fotos. Para acompañar a la historia.
—Hoy no estoy preparada.
—Volveré mañana.
—No, tampoco estaré preparada para entonces.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé, eso es todo.
—¿Qué tal pasado mañana?
—Eso es el domingo.
—La veré en la iglesia.
—No estaré en la iglesia. Voy a ir a... visitar a un familiar enfermo —le dijo. Al ver que él no respondía, añadió—: ¿Señor Garrett?
—Se ha ido, C.J. —dijo Ellie desde el pasillo.
—¿Estás segura?
—Sí. Ha venido a la cocina para darme las gracias por el té. Dijo que tenía que darse prisa para cumplir el plazo.
C.J. oyó el ruido inconfundible de una moto.
—Bien —abrió la ventana—. Creía que nunca podría salir de aquí.
—Toma. Bebe esto —Ellie le dio una taza de té para calmarle los nervios—. Dijo que regresaría.
—Eso es lo que me temía.
—Deja que te mire esos granos —dijo Sam.
C.J. se acercó a la luz para que su padre pudiera verle la cara.
—¿Qué crees que puede ser? —preguntó ella. Confiaba en que su padre mencionara alguna enfermedad terrible de seis semanas de duración con la que pudiera abandonar el concurso sin herir los sentimientos de Ellie.
La entrevista de aquella tarde había sido una tortura. No le habría importado si él se hubiera conformado con una única entrevista, pero no, tenía intención de pegarse a ella como una lapa. Desde ese momento, y hasta que terminara el concurso, cuando levantara la vista, Clint Garrett estaría a su lado.
—Es una urticaria —dijo Sam—. Una crema con cortisona te lo curará.
C.J. fue a buscar una al botiquín. Después, metió la cabeza bajo el grifo y se lavó el pelo por tercera vez. La estilista de la peluquería le había dicho que no se lo lavara en veinticuatro horas.
—Se te quitarían los rizos inmediatamente, cariño —le había dicho.
Eso era lo que esperaba C.J. Cada mechón apuntaba hacia un lado, como si se hubiera electrocutado.
Sam asomó la cabeza por la puerta.
—Buenas noches, me voy a la cama.
Sólo eran las ocho de la tarde. C.J. se envolvió el cabello en una toalla y salió al pasillo.
—Papá, ¿por qué no vemos la tele juntos? Ponen una película de John Wayne.
—Estoy un poco cansado. La pesca es un trabajo duro.
Su intento de broma no funcionó. Por el interés que mostraba por la vida, Sam Maxey podía haberse muerto con Phoebe seis años atrás.
Un sentimiento de culpa invadió a C.J. Si no hubiese querido ir al centro comercial de Tupelo aquella noche. Si no hubiese dicho que quería conducir. Si hubiese sido ella la que iba en el asiento del acompañante cuando un coche salió de la nada y se chocó contra el suyo... Su madre había vivido tres años más después del accidente, tres largos y tortuosos años que arruinaron sus sueños y su cuenta bancaria.
Aunque Sam le había dicho que el accidente no había sido culpa de ella, C.J. se sentía culpable. Phoebe no había querido salir aquella noche. Llovía y quería quedarse en casa cocinando para las fiestas de Navidad.
Pero C.J. había insistido. Cuando se tienen dieciséis años, nada importa más que tener un vestido para asistir a la fiesta del instituto.
El vestido todavía estaba colgado en el armario de C.J. Era el recuerdo constante de que ella había provocado la muerte de su madre.
¿Por ese motivo se había quedado en Hot Coffee? Ellie opinaba que sí. A menudo le decía:
—C.J., es hora de continuar con tu vida. Sam estará bien sin ti —pero la gran ciudad no tenía ningún atractivo para C.J.
Lo único que quería era licenciarse en Veterinaria y ejercer en Hot Coffee. Pero no sola. Esa era la otra parte de su sueño. Quería encontrar a alguien a quien amar. Alguien que pasara por alto sus fallos y la quisiera sin más.
De pronto, C.J. se sentía tan sola que podía morir. Era viernes por la noche y estaba sola, en albornoz. Llamó a Sandi para ver qué estaba haciendo.
—¿Quieres venir a casa y vemos una película? —le preguntó C.J.—. Ponen un gran clásico. Con Farley Granger y Lana Turner.
—Claro. Y así me cuentas más sobre todo eso de la Princesa Granjera.
—¡Arrgh!
—No puede ser tan terrible.
—Es mucho peor —insistió C.J.
—Ahora mismo voy. ¿Tienes palomitas?
—Muchas.
C.J. encendió la luz del porche y al cabo de unos minutos llegó Sandi.
—¿Qué te han hecho? —preguntó nada más ver el peinado de C.J.
—Quería esperar para ir a la peluquería hasta que tú regresaras de Jackson para que supervisaras lo que me hacían, pero no quería herir los sentimientos de Ellie.
Sandi atusó el cabello de C.J. hacia uno y otro lado. Era fotógrafa y pintora profesional y sabía mucho de imagen.
—Creo que podré arreglártelo. ¿Tienes unas tijeras?
C.J. fue a buscarlas a la cocina y ambas miraron la película mientras Sandi le cortaba el cabello.
—Me encanta esta parte —dijo C.J., y permaneció en silencio mientras Lana Turner entraba en la habitación con un albornoz y una toalla en la cabeza.
—Nadie está tan guapa con una toalla en la cabeza —dijo Sandi.
—Tú sí.
—Ojalá —Sandi dejó las tijeras—. Ya está. Cuando se seque, ahuécalo con los dedos. ¿Y qué hay de esas palomitas?
Prepararon un gran cuenco y se sentaron de nuevo, justo en el momento en que una Harley se acercó por el camino.
—Cielos, ¿qué es eso?
—El periodista del Tribune persiguiendo la historia más caliente de Hot Coffee.
—¿Te refieres a la Princesa Granjera?
—Sí —C.J. se acercó a la ventana mientras Sandi se reía—. No tiene gracia.
Clint Garrett estaba estupendo bajo la luz de la luna. Estaba cerca de la puerta y se disponía a llamar al timbre.
—Rápido, Sandi. Detenlo —empujó a su amiga hacia la puerta.
—¿Qué quieres que le diga?
—No lo sé. Cualquier cosa. Sólo que no se entere de que estoy aquí —empujó a su amiga hacia la puerta y regresó a por el cuenco de palomitas. No tenía sentido que también se muriera de hambre.
—De acuerdo. Pero no vas a poder esconderte siempre.
—Quizá hasta que cumpla los treinta y un hada madrina me eche polvos mágicos.
—C.J., tienes muchas cosas a tu favor —dijo Sandi.
C.J. no se paró a discutir. Aquello era la guerra y el enemigo estaba en la puerta.
—Vale todo —gritó, mientras salía huyendo.
Clint contaba con el efecto sorpresa. No había creído ni por un instante que la señorita C.J. Maxey estuviera enferma y había ido para demostrarlo. No sólo para eso, también para obtener algunas respuestas. Y fotos. Quizá no trabajara para el Washington Post, pero tenía su orgullo.