Reinas del abismo - Mary E. Braddon - E-Book

Reinas del abismo E-Book

Mary E. Braddon

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Beschreibung

  Con frecuencia se acepta que durante el siglo XIX y principios del XX fueron los escritores varones quienes desarrollaron y ampliaron el horizonte de los relatos atroces de misterio, y que las mujeres escritoras se limitaron a seguir su estela. ¡Nada más lejos de la realidad! La antología que hoy presentamos reúne las contribuciones de dieciséis maestras y amantes del miedo exquisito; muchos de cuyos nombres se perdieron en las revistas pulp y underground de principios de siglo. Por fin podremos conocer el lado oscuro de "El jardín secreto", de Frances Hodgson Burnett, y en qué consistían las pesadillas de la mismísima Marie Corelli. Escucharemos cautivados, a la par que temerosos, las voces de las escritoras que poblaron las páginas de la revista Weird Tales, como Sophie Wenzel Ellis, Greye La Spina o Margaret St. Clair, y nos inclinaremos ante lo sensacional, lo surrealista y lo desafiante de sus magníficos relatos de terror. Un conjunto de narraciones que rompieron con las barreras del género en la época y que levantaron a sus autoras del abismo de la pobreza, de las adversidades de su infancia y de sus vidas de mujeres casaderas.

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Reinas del abismo

Cuentos fantasmales de las maestras de lo inquietante

Traducción del inglés a cargo de

Alicia Frieyro, Olalla García, Sara Lekanda, Alba Montes y Consuelo Rubio

Edición e introducción de

Mike Ashley

 

 

 

 

 

Una gran recopilación de cuentos de terror absolutamente escalofriantes, de la mano de auténticas maestras del horror victoriano que pasaron desapercibidas en su tiempo.

 

 

 

 

 

«Estas damas del escalofrío canalizaron la angustia de sus vidas en la ficción para hacerla, si cabe, aún más real.»

Mike Ashley

No debemos subestimar el poder que han tenido las escritoras para moldear y popularizar el relato de terror. Aunque la historia de los cuentos de fantasmas destaca, por lo general, el papel de los autores masculinos, desde Joseph Sheridan Le Fanu pasando por lord Bulwer Lytton, Arthur Machen, M. R. James y H. P. Lovecraft hasta llegar a Stephen King y otros autores actuales, no podemos pasar por alto que la evolución de este campo ha sido también territorio de las mujeres, que han contribuido en igual medida a su desarrollo. Y esto ha sido así desde sus orígenes.

La aparición de la novela gótica de la mano de Horace Walpole con El castillo de Otranto, en 1764, sentó las bases de un tipo de relato que adquirió gran popularidad. Enmarcadas en un contexto histórico europeo, estas historias constaban de un castillo encantado donde tenía lugar una supuesta (o a veces genuina) manifestación sobrenatural, a menudo provocada por una leyenda o una maldición familiar. Aunque Clara Reeve, hija de un párroco de Suffolk, alabó la ambientación de Otranto, arguyó a su vez que los recursos utilizados por Walpole en la novela eran extremos y, por lo tanto, poco creíbles. En El barón inglés (1777) lo criticaba abiertamente por haber creado una atmósfera demasiado intensa que hacía que la historia, al final, se desinflase, y declaraba que por ello se había sentido engañada e incómoda. En su novela, Clara alteró los elementos para producir un modelo de relato gótico menos evocador, pero más creíble.

Fue Ann Radcliffe la autora que consiguió un equilibrio entre la ambientación creada por Walpole y un componente sobrenatural aceptable (y justificado). Escribió una serie de novelas que alcanzó su cumbre con Los misterios de Udolfo (1794). En ella, Radcliffe construyó una emocionante aventura, envuelta en una atmósfera inquietante con tintes sobrenaturales, y sin embargo con un cierre razonable que dejaba al lector con ganas de más. Udolfo se considera el modelo de novela gótica por excelencia, un relato redondo con su bella heroína y su apuesto amante. Fue una de las novelas más famosas de su época e hizo rica a Radcliffe. Pese a que Jane Austen la parodió en La abadía de Northanger (publicada en 1817, aunque concluida en 1803), es bastante seguro que el retrato que conformaba de una joven fácilmente influenciable y atraída por Udolfo con una pasión irrefrenable reflejaba la realidad de muchas lectoras de la época.

Y así empezó todo.

Entre Clara Reeve y Ann Radcliffe establecieron una sencilla regla básica que ayudó a consolidar el relato de terror: no embellecer en exceso y mantener la sencillez; intensificar el ambiente con todos los medios posibles, pero de forma sutil y creíble. Así es como se construye un auténtico cuento de fantasmas.

Esta se convirtió en la regla básica que siguieron desarrollando las escritoras victorianas. Mientras Edgar Allan Poe, Joseph Sheridan Le Fanu y lord Bulwer Lytton, entre otros, intensificaban esa atmósfera dramática, al menos en sus relatos más tempranos, las mujeres creaban historias eficaces y memorables. Catherine Crowe, Elizabeth Gaskell, Amelia Edwards, Rhoda Broughton, Margaret Oliphant, Charlotte Riddell, Mary Molesworth (nos sería fácil duplicar o incluso triplicar esta lista) son algunas de las autoras que escribieron las mejores historias de fantasmas de la época victoriana.

Sin embargo, en lugar de centrarme en ellas, cuyas historias han sido reeditadas con frecuencia (de manera muy acertada, por cierto), quería explorar otras escritoras. Son aquellas que llevaron el relato de lo sobrenatural del periodo victoriano tardío a los albores del siglo XX, algunas de ellas muy conocidas, bien por sus cuentos de terror bien por otras obras, y otras no tanto. Entre los nombres más célebres se encuentran aquellas cuyas trayectorias profesionales o vitales chocaron de alguna forma con la sociedad victoriana, que a cambio las recompensó otorgando a su obra cierta notoriedad. Es el caso de Mary Braddon, Marie Corelli y Edith Nesbit. Entre las menos conocidas están las que osaron penetrar en el baluarte masculino de las revistas pulp y se forjaron su propia reputación en el ámbito de los relatos de terror, como Greye La Spina, G. G. Pendarves, Margaret St. Clair y Mary Counselman. También tenemos a aquellas que, en su momento, fueron muy aclamadas por sus cuentos de misterio, pero que hoy en día han quedado olvidadas, como Marie Belloc Lowndes, May Sinclair, lady Eleanor Smith y la surrealista Leonora Carrington.

Existe otro factor que une a estas autoras. Además de asomarse a los abismos del terror, la mayoría de ellas tuvieron que salir del abismo de la pobreza u otras adversidades sufridas durante la infancia o el matrimonio. Es posible observar la angustia de una vida de padecimientos volcada en sus obras de ficción, lo que las hace más reales.

He escogido deliberadamente historias menos conocidas, incluso de las autoras más populares. Todas ellas muestran cómo las escritoras continuaron experimentando y evolucionando el cuento de terror desde sus inicios góticos y el apogeo victoriano hasta el XX. No son solo historietas de apariciones fantasmales. Podemos encontrar un elemento psicológico en el relato de Marie Lowndes, una alegoría religiosa en el de Marie Corelli, un drama histórico en el de Marjorie Bowen y un amor fantasmagórico, algo subido de tono, en el de May Sinclair.

Estas Reinas del abismo traspasaron los límites para mantener el relato de terror vivo, fresco y fortalecido para el comienzo del nuevo siglo.

MIKE ASHLEY

Una revelación

Mary E. Braddon

(1888)

Mary Elizabeth Braddon

1835-1915

Mary Elizabeth Braddon fue la novelista que disfrutó de un éxito mayor en la era victoriana. Al igual que algunas de sus heroínas, capaces de superar los innumerables obstáculos que la vida interpone en su camino, también ella sorteó el escándalo y los prejuicios para convertirse en una admirada y respetada gran dama. Mary se crio con su madre, Fanny, después de que esta abandonara a su marido, que llevaba una doble vida. La madre se convirtió en una contable muy capaz y educó a la joven Mary. Sin embargo, siempre andaban apretadas de dinero, y al cumplir los veintiún años, Mary se hizo actriz y empezó a actuar de manera itinerante por todo el país. Fue durante una estancia en Beverley, Yorkshire, cuando empezó a escribir, contribuyendo con poemas en el periódico local y sacando una novela por entregas con el impresor local, que fue publicada en 1860 bajo el título Three Times Dead o Secret of the Heath y que no tardó en editarse en formato de libro como The Trail of the Serpent. Esta clase de novela sensacionalista, muy en la línea de las obras de Wilkie Collins, era el género que mejor dominaba Braddon, pero a lo largo de sus siguientes novelas y obras por entregas fue refinando su estilo hasta alcanzar la perfección en El secreto de lady Audley (1862). Esta historia de bigamia e intento de asesinato se convirtió en una de las novelas más populares de su época. Para entonces, Mary había conocido al editor John Maxwell y se había instalado con él, fingiendo estar casados, a pesar de que la mujer de él seguía viva y recluida en un manicomio en Irlanda. Maxwell era un empresario bastante incompetente y fueron los ingresos de Mary los que mantuvieron su solvencia y, en último término, hicieron posible que saliera adelante con éxito. El editor ya contaba con cinco hijos de su primer matrimonio, y Mary le dio seis más, uno de los cuales murió de niño. La maternidad y su agotadora agenda como escritora y editora hizo que Mary sufriera una depresión en 1868, pero se recuperó. Ella y Maxwell contrajeron matrimonio en 1874 a la muerte de la primera esposa de él.

La producción novelística y de cuentos cortos de Mary fue ingente. Entre sus novelas destacan El secreto de Aurora Floyd (1863), John Marchmont’s Legacy (1863), Joshua Haggard’s Daughter (1876) y una obra de gran interés para los amantes del género macabro, Gerard or the World, the Flesh and the Devil (1891), en la que reescribe la leyenda de Fausto. Pero, aunque publicó varias colecciones de cuentos cortos, nunca reunió en un único volumen todas sus historias insólitas. De hecho, no fue hasta que Richard Dalby compiló El abrazo frío (2000) cuando se reunieron la práctica totalidad todos sus cuentos sobrenaturales. La Biblioteca Británica ha publicado desde entonces su propio volumen, El rostro en el espejo (2014). Teniendo en cuenta que Mary Braddon publicó casi todos sus cuentos cortos de forma anónima, y a veces bajo pseudónimo, es muy posible que todavía haya obras suyas por descubrir —puede que incluso reimpresas como anónimas—. El siguiente relato, publicado por primera vez en 1888, contiene todos los sellos de la casa Braddon, incluida la bigamia y lo oculto.

Una revelación

Mary E. Braddon

I

—Y ESTA DETERMINACIÓN SUYA de marcharse a Inglaterra ¿no es un poco repentina?

—Lo es —contestó el coronel Desborough—. Y son tantos los años que llevo en la India que es probable que en mi propio país no consiga sentirme tan en casa como aquí. Y llevo tantos años en la India que quizá la sienta más hogar que mi propio país. Pero un viaje por mar me vendrá bien, eso dicen los médicos. De un tiempo a esta parte no me encuentro nada bien.

—Es cierto que le he visto desmejorado, y que también parecía muy deprimido. ¿Le sucede algo? Y disculpe la pregunta.

—Mi estimado Breakspear, nuestra amistad justifica una pregunta tan natural. En efecto, sí que me sucede algo, y no es bueno, nada bueno. Salvo a mis dos médicos, no he mencionado a nadie la causa de mi mala salud y de mi abatimiento; pero, como el Jumna parte la semana que viene y quizá no volvamos a vernos nunca más, se la confiaré a usted.

—Ahí está ese pesimismo de nuevo. Por supuesto que nos volveremos a ver, y espero que tenga esposa para entonces. Debiera usted casarse, Desborough; lleva solo demasiado tiempo.

—No —contestó el coronel—. Estoy a punto de cumplir los cuarenta y, en mi opinión, es difícil que a esas alturas de la vida pueda uno cambiar ya de costumbres o de ideas. Una esposa de mi edad se encontraría en la misma situación… chocaríamos. Y una más joven me importunaría. Pero dejemos lo del matrimonio, es una cuestión sobre la que no merece la pena discutir.

—Bien, pues entonces volvamos a la causa de su afección.

—¿Recuerda nuestra expedición a las montañas y la cacería del tigre?

—Sí, claro, hace solo cinco meses; estaba usted muy bien por entonces… Con el ánimo por las nubes, lo recuerdo.

—Y esa fue la última vez que lo estuve —replicó Desborough apesadumbrado—. Como sabe, le seguimos el rastro a nuestra pieza hasta lo más profundo de la jungla, y allí lo matamos. Al regresar, había una luna llena que lo iluminaba todo como si fuera de día. Yo iba a la cabeza mientras avanzábamos en fila india por la angosta senda. Por delante todo aparecía despejado; solitario, de hecho. De repente, divisé a escasos pasos de donde me encontraba la figura de un viejo amigo a quien no había visto y en quien no había vuelto a pensar en muchos años; y, sin embargo, allí estaba, de pie en medio del sendero. Levantó un brazo e hizo un gesto para que me acercase.

—Por fuerza tuvo que ser una sombra —observó prudente el mayor Breakspear, advirtiendo la palidez y el nerviosismo que se habían ido apoderando de Desborough mientras hablaba.

—Lo mismo pensé yo entonces, estaba convencido de que la visión no era más que una jugarreta de la memoria. Pues bien, deseché de mi cabeza el asunto; pero —y bajó la voz—, una noche o dos después, mientras me miraba en el espejo del tocador, lo vi justo a mi espalda, de pie en mitad de la habitación. Volvió a hacerme un gesto, invitándome a que lo siguiera. Lo más extraño de todo es que, aunque lo reconocí a la perfección, ya no era un hombre joven, como cuando lo vi por última vez, sino que tenía el pelo y la barba grises como el acero, y su aspecto era el que indudablemente tendría si hubieran pasado quince años.

—Pura imaginación —dijo el mayor—. ¿Y ha experimentado alguna otra reaparición de este… fenómeno?

—¡¿Alguna reaparición, dice usted?! Ojalá pudiera decir que no. Le veo con frecuencia y en los momentos más inesperados…, y no siempre por la noche, aunque sí que generalmente plantado entre las sombras, como en esa hornacina de ahí, por ejemplo. —Y lanzó una mirada nerviosa hacia el hueco mientras hablaba—. No soy supersticioso, y nunca he creído en las manifestaciones espectrales. He luchado en batallas y he sido testigo de los horrores de un asedio prolongado, pero he de confesar que no hay nada que me haya sobrecogido tanto como esta aparición.

—Es muy extraño, desde luego; y dice usted que ni siquiera había pensado en su amigo recientemente —observó el mayor Breakspear.

—Para nada. Es tres años mayor que yo; coincidimos en las academias de rugby y de Sandhurst. A la muerte de su padre, heredó el título de baronet y se casó. Yo me vine a la India a los dieciocho años, y solo regresé a casa de permiso cumplidos los veinticuatro. Supe que mi viejo compañero de academia se había quedado viudo y que tenía una niña pequeña. Eso fue hace quince años. Mantuvimos alguna correspondencia, pero no he tenido noticias suyas ni he pensado en él durante los últimos diez. Bueno sí, hace dos o tres años leí en The Times que había contraído nupcias por segunda vez. Y ahora se diría que estoy poseído por él; cuando duermo sueño con él, y al despertar me lo encuentro ahí de pie, en mitad de la habitación. La cuestión es, Breakspear, ¿estoy loco?

El mayor Breakspear, notando el estado de extrema agitación en el que se encontraba su camarada, le apoyó una mano amiga sobre el hombro.

—No no —dijo—, no lo piense ni por un instante; es un desequilibrio fisiológico, solo eso.

—En Demonología y brujería, sir Walter Scott se hace eco de la historia de un caballero, miembro de las más altas instancias de la administración de justicia, a quien rondaba de forma pertinaz una presencia imaginaria y que, de hecho, acabó consumiéndose y muriendo por tan terrible experiencia. Puede que a la larga yo corra la misma suerte. Mi raciocinio no está capacitado para combatir los efectos de lo que o bien es una realidad o bien un producto de una mente enferma.

El mayor Breakspear contempló a su amigo atentamente, reparando en lo mucho que se había consumido aquel cuerpo antaño fornido, y en cuan demacrada estaba su cara, antes apuesta y franca. Desborough había destacado como uno de los hombres con mejor planta del ejército, con su más de metro ochenta de estatura, un espléndido físico, ágil y activo, una pose elegante y erguida y la cabeza siempre firme y echada hacia atrás; tenía un fino rostro sajón, rasgos clásicos, una tez sana (muy bronceada por el sol), ojos azules y el pelo rubio oscuro. A sus treinta y ocho años era mucho más atractivo que un buen número de hombres más jóvenes que él.

—La travesía calmará sus nervios y le fortalecerá —acertó a decir Breakspear—. Le aconsejo que parta con la mayor premura posible.

Después de que el mayor se marchara, el coronel Desborough empezó a pasearse por la habitación, sumido en sus pensamientos.

—No no —se dijo a sí mismo—, no estoy loco, pero estoy decidido a resolver este misterio. Iré a ver a Henry Chalvington. Si me marcho a Inglaterra no es solo por mi estado de salud. —Entonces hizo pasar a su edecán—. ¿Ha decidido ya si me acompañará o no, Blencoe?

Blencoe, un hombre atractivo de unos treinta años, le hizo el saludo militar.

—Iría con usted hasta el fin del mundo, coronel, pero… no a Inglaterra.

—Supongo que, al igual que me ocurre a mí, no le une a usted ningún lazo con nuestro país.

—Al contrario, señor, tengo uno y con ese me basta… ¡una esposa!

El coronel no pudo reprimir una carcajada.

—¡Me sorprende usted! —dijo—. No tenía ni idea de que fuera un hombre casado.

—Aquí nadie lo sabe, coronel; es más, si me alisté en el ejército fue para esconderme y huir de ella. Blencoe no es mi verdadero nombre. Llevo aquí seis años, un tiempo que dista mucho de ser suficiente para haber alterado mi aspecto físico. Si me cruzara con mi esposa, aún me reconocería.

—Entonces viajaré sin asistente y contrataré uno cuando llegue a Londres. De haber aceptado acompañarme, le aseguro que no habría sido en balde. Su formación es excelente. —De hecho, Blencoe ocupaba un puesto de ayudante en la oficina del tesorero—. Podría haberme leído, y escribir al dictado durante el viaje, puesto que no me encuentro con fuerzas para ello.

El joven lanzó una mirada apesadumbrada al coronel.

—Si pudiera estar seguro de que no fuera a encontrarme con ella. Verá, señor. Yo estaba empleado de pasante en un despacho de abogados y un mal día me casé con esa mujer. Mi padre, que era metodista y, por tanto, un hombre muy estricto, me echó de casa. Empecé a trasnochar y mi jefe me despidió. Probé en el teatro, pero descubrí que no sabía actuar. Corrí un tupido velo sobre las idas y venidas de mi amada esposa. Salí huyendo y aquí estoy.

—No podría haber sido más gráfico y sucinto. Ya veo que no tiene usted ningún aliciente para viajar a Inglaterra.

—Al contrario, coronel, hay dos alicientes de peso. El primero es su compañía, señor, puesto que es usted un caballero; ha sido generoso conmigo y en más de una ocasión ha tenido la enorme bondad de alabar mi formación, que posiblemente habría sido mejor de no haberme comportado como un cabeza loca. El otro aliciente —prosiguió Blencoe, que bajó la cabeza para ocultar un brillo delator en sus ojos— es volver a ver el rostro de mi madre, si es que vive. De modo que creo que me arriesgaré, señor, y le acompañaré.

No había un hombre más valiente al servicio de Su Majestad que el coronel Desborough. Era inteligente, y sentía tanta devoción por la vida militar que, a pesar de disponer de una importante fortuna, heredada tras la muerte de un hermano mayor, había permanecido en la India y, hasta el momento, vivido con la sencillez de un hombre de recursos muy modestos. No sabía determinar con exactitud si su deficiente estado de salud se debía a una estancia demasiado prolongada en aquel clima tan caluroso o si, por el contrario, debía achacarla a otras causas; él siempre se había mofado de los cuentos de fantasmas, pues consideraba impropio de un hombre sensato tomarlos en consideración y mucho menos creer en ellos. Por eso opinaba que las frecuentes e inesperadas apariciones de este viejo amigo solo podían ser producto de una imaginación enferma. No obstante, era tan mayúscula la impresión que estas le habían causado que ahora iba a embarcarse rumbo a Inglaterra con el fin de llegar al fondo de aquel extraño suceso.

—Se trata de una afección mental —se dijo con pesimismo—; una semana llevo harto entretenido con los preparativos para el viaje y las despedidas de mis amistades, y mi estado de ánimo ha experimentado una notable mejoría, he desviado mis pensamientos hacia otros derroteros y, por tanto, esta pesadilla de mi imaginación ha cesado; un cambio de aires la curará.

En total contradicción con esta teoría, coincidiendo con un momento en el que se encontraba más alegre que nunca, puesto que regresaba de compartir una cena con un puñado de amigos la víspera de su partida, sucedió que al abrir la puerta de su dormitorio vio con absoluta claridad a sir Henry Chalvington bajo la luz de un rayo de luna que se colaba por la galería. Mientras entraba, la figura pareció retroceder ante su presencia hasta que finalmente se esfumó a través de la ventana abierta. La siguió hasta la terraza de su bungaló, delante de la cual un centinela hacía su ronda.

—¿Ha pasado alguien por aquí? —preguntó el coronel.

—Ni un alma desde que estoy de servicio, señor —contestó el soldado, presentando armas.

II

—¿Quién es el coronel Desborough? —preguntó lady Chalvington, tomando la tarjeta que acababan de entregarle y examinándola con sus anteojos de oro—. ¿Lo conozco?

—Non lo so, Excellenza. Es cierto que primero preguntó por el señor, y après pour Madame.

El hombre que contestó con este galimatías era un personaje muy relevante en el séquito de nuestra dama. Ella a veces lo calificaba como su homme d’affaires, otras como su maggiordomo. Era un individuo de tez oscura y aire extranjero, con el pelo negro muy brillante y bastante largo, bigote negro, ojillos inquietos y nariz aguileña. Iba muy bien vestido de traje negro, y exhibía una rutilante leontina, además de numerosos anillos en unos dedos largos y huesudos. Jamás hablaba en una única lengua correctamente; más bien recurría a las primeras palabras que se le pasaban por la mente y sin atender nunca a las normas gramaticales. Al contestar a lady Chalvington, la miró directamente a los ojos, y ella le devolvió la mirada, aunque con expresión interrogante.

—¿Te resulta familiar el apellido, Mary? —preguntó, dirigiéndose a su hijastra.

La señorita Chalvington levantó la vista de su labor de bordado y se quedó pensativa unos instantes.

—Me parece que sí. Guardo un vago recuerdo de un tal coronel Desborough que vino a pasar unos días con nosotros en Methwold cuando yo era pequeña —dijo—. Se portó muy bien conmigo.

—¿Crees que debería recibirle, o no? Sí; hágale subir, Texere.

El intérprete hizo una pronunciada reverencia, abandonó la sala y al cabo de un minuto anunció al coronel Desborough y lo hizo pasar a la sala. Su aspecto había mejorado considerablemente después del viaje, pero todavía conservaba un rictus de ansiedad en el rostro. Sin embargo, no había visto nada que lo alterase durante la travesía, y por lo tanto había dormido bien. El descanso, combinado con el aire del mar, lo habían restablecido. Tan pronto entró en la estancia, lady Chalvington pensó que jamás había visto un hombre tan atractivo. Él, por su parte, quedó apabullado por el soberbio aspecto de la dama, que se adelantó a saludarlo.

Aparentaba unos veintisiete años; una mujer hermosa, de belleza selvática, si es que podía describirse así; en su cara, los enormes ojos negros, con largas pestañas, aparecían acentuados por unas cejas negras muy marcadas; la tez era de una delicada textura y de un tono aceitunado muy pálido; la nariz, de orificios redondeados, parecía más bien africana; la boca de labios carnosos la llevaba pintada de exquisito carmín. Era de estatura mediana, con un cuerpo robusto, bien proporcionado. El vestido era de terciopelo carmesí ribeteado de encaje amarillo antiguo; llevaba su ondulado pelo negro recogido en la coronilla y unos diamantes lanzaban destellos en sus orejas.

—Gracias por recibirme, lady Chalvington —dijo el coronel—. Soy amigo de juventud de sir Henry, acabo de llegar de la India. Pasé por su residencia de Brook Street y me enteré de que estaba usted aquí, en Brighton. Me dicen que sir Henry está en el extranjero, aquejado de problemas de salud. No será nada serio, ¿verdad?

—¡Ah! —suspiró la dama que, con un pequeño gesto de una mano blanquísima y repleta de joyas, lo invitó a sentarse en un sofá mientras ella misma tomaba asiento, con estudiada elegancia, en una silla que había al lado—. Está muy delicado de salud, le cuesta respirar en los inviernos fríos. Inglaterra es demasiado neblinosa y húmeda para él.

—Vaya, cuánto lo siento. Y ¿regresará para primavera?

—Me temo que permanecerá ausente durante un periodo indefinido de tiempo.

—¡No me diga! —contestó el coronel asombrado—. Pero, y disculpe la pregunta, ¿cómo es que no está usted con él?

—Ese ha sido su deseo, puesto que de hacerlo no podría yo atender mis compromisos sociales.

—¿Me dará usted su dirección? Me gustaría escribirle una carta.

—Yo se la remitiré encantada en su nombre. Lo hacemos así con toda la correspondencia por deseo expreso de sir Henry.

El rostro del coronel adoptó una expresión de inusitada sorpresa. Desvió casualmente la mirada hacia la joven que estaba sentada al fondo de la estancia, detrás de lady Chalvington, y vio que esta lo miraba y negaba con la cabeza. Al ver que sus ojos permanecían repentinamente fijos en algún objeto, lady Chalvington se dio la vuelta de golpe, aunque solo para hallar a su hijastra diligentemente ocupada en su labor.

El coronel Desborough supo aprovechar la ocasión y, levantándose con la mano tendida, avanzó hacia la hija de su amigo.

—¿Es posible que esta sea la pequeña Mary? —dijo.

—Ya no tan pequeña —contestó la señorita Chalvington con una dulce sonrisa, al mismo tiempo que dejaba reposar una mano pequeña y fina sobre la de él—. Pero sí que se acuerda del coronel Desborough, y de cómo solía ponerse a gatas y rugir, imitando a un león, para hacerla reír.

—Eso fue cuando era joven, hace quince años —dijo él—. Tú eras apenas una niña. Digo yo que rondarías los cuatro años.

—Ahora tengo diecinueve.

—¿Escribirás pronto a tu padre? —preguntó él.

La muchacha alzó la vista y lo miró de hito en hito con unos ojos grises muy serios. ¿Qué sentimiento anidaba en ellos? ¿Era súplica?, ¿temor?, ¿duda? Aquella mirada lo desconcertó.

—Eso espero —dijo ella lanzando una mirada furibunda a su madrastra.

Él retuvo la mano de la muchacha en la suya y escudriñó aquel rostro tan pálido y desmejorado. Un leve rubor se asomó a sus mejillas. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas. El coronel se sintió consternado y se atrevió a apretar aquella pequeña mano tan frágil que descansaba con absoluta confianza en la suya. Ante esta señal de amistad, ella regresó rápidamente a su silla y enterró la cara en su pañuelo, sollozando con gran pesar.

—Márchate a tu habitación, ¡ahora! —exclamó lady Chalvington, acercándose a ellos—. Deberías avergonzarte, ¡una jovencita de tu edad comportándose como una niña malcriada!

Mary se levantó apresuradamente y abandonó la estancia sin mediar palabra, enjugándose aún los ojos con el pañuelo. Desborough observó con interés cómo salía. Reparó en que era una chica muy alta y delgada, que caminaba muy erguida y que tenía el pelo rubio, el cual llevaba recogido en un moño en la parte posterior de una cabeza de rasgos clásicos. Llevaba un vestido gris, bastante sencillo, modesto como el de una cuáquera, lo que contrastaba de manera llamativa con el fastuoso atuendo de su madrastra.

—Parece una muchacha muy delicada —dijo él.

—Mary no es delicada. Lo aparenta por esa tez tan blanca que tiene, pero es arisca por naturaleza —replicó lady Chalvington ostensiblemente irritada por la escena que acababa de desarrollarse.

—Cuando escriba a sir Henry, menciónele mi nombre y dígale que quisiera verle cuanto antes.

—Así lo haré —contestó la dama, acercándose a la campanilla.

Consciente de que había demorado su visita hasta donde permitía la etiqueta, el coronel se retiró. En el vestíbulo encontró un lacayo y a Texere.

—¿Cuál es la dirección de sir Henry? —le preguntó abruptamente a este último, que lo saludó con una pronunciada reverencia.

—Entshuldigen Sie, mein Herr; in verita non posso; je ne sais pas, Monsieur.

—¿Cuánto tiempo lleva enfermo sir Henry?

—Depuis quand est il malade…tges años. Tiene tisis.

—¿Quién se encarga de su correspondencia?

—La señora.

—¿Quién maneja sus asuntos?

—La señora.

El coronel se marchó.

—¿Qué he conseguido? —se preguntó tan pronto como se encontró en la acera de Eastern Terrace, nada más salir—. Nada. ¿Qué sucede ahí dentro? ¿De dónde se sacó a esa esposa que se maquilla la cara y los labios, y se oscurece todavía más sus ya negrísimos ojos? ¡Y esa pobre niña! ¡Con qué ojos tan implorantes me ha mirado! Hay algo en esa casa que no me acaba de encajar. Bueno, este viaje a Brighton ha resultado infructuoso. Iré a la finca familiar en Norfolk y hablaré con el administrador.

El coronel Desborough era un hombre de acción. Aquella misma noche ya estaba de regreso en Londres y tan solo un par de días después se encontraba en Norwich, desde donde partió sin demora hacia Methwold, sede de la Baronía de sir Henry Chalvington. A finales de noviembre el paisaje ya resultaba lo suficientemente deprimente, y el cometido al que se había encomendado le pesaba en el ánimo. ¿Dónde estaba su amigo? Sin pensárselo puso rumbo a la casa del administrador de la finca, la que recordaba situada a la entrada del parque. Por fortuna, lo encontró en casa, pero el hombre al que él buscaba había fallecido hacía mucho tiempo. El actual administrador era otro y más joven.

—Recibimos cartas de sir Henry de vez en cuando —le informó este respondiendo a las preguntas del coronel—, y siempre por medio de la señora, que es una avezada mujer de negocios. Los cheques llegan con regularidad. Pero en lo que se refiere al paradero de sir Henry, nadie lo conoce; las cartas no llevan remite alguno. El señor desea mantener en secreto su lugar de residencia.

—¿Y no le parece eso muy extraño?

—Así nos lo parece a todos por aquí, pero ¿qué le vamos a hacer?

—Hábleme de lady Chalvington —dijo el coronel—, ¿quién es exactamente? ¿A qué se dedica? Yo conocí a su primera esposa…

—Sobre quién es la dama, solo puedo decirle que era condesa de Acluna; viuda, medio extranjera y de origen sudamericano, que yo sepa. Sir Henry se casó con ella hace tres o cuatro años, en París. Es una mujer de una elegancia exquisita. Y en cuanto a qué se dedica, puedo asegurarle que da las mejores fiestas de Londres, y que sin duda es la mujer de moda.

—Pero ¿realmente asiste la gente a sus recepciones?

—Suplican para conseguir una invitación. Pero yo sé que a sir Henry no le gustaba estar en compañía. Hay quien piensa que esa es la razón por la que prefiere vivir retirado en el extranjero.

—¿Y qué me dice de la señorita Chalvington? —preguntó Desborough.

—Ella y la señora no se llevan demasiado bien. A la señorita Chalvington le encanta alojarse aquí. La señora, sin embargo, detesta la campiña.

El coronel Desborough lo miró con el semblante muy serio.

—¿Cuánto hace que sir Henry se marchó de Inglaterra?

—Ocho meses. La señora y él viajaron juntos a Engadine, y parece ser que el señor no consideró conveniente regresar. ¿Le gustaría pasarse por la casa, señor?

—Sí, me encantaría volver a echarle un vistazo a esas viejas habitaciones. Pero recuerdo a la perfección un atajo hasta allí a través del parque. No hace falta que se moleste en acompañarme.

Methwold era un viejo caserón isabelino rodeado de árboles y más allá de cuyo parque se extendía una zona boscosa. Era el elemento central de una extensa propiedad. ¡Y qué familiar le resultaba! El ama de llaves recibió al coronel con sumo placer y le enseñó la mansión. ¡Qué bien la recordaba! Y, sin embargo, se le antojó más oscura y pequeña que cuando era joven. ¿Qué había sido de aquellos dos muchachos vehementes que corrían por sus pasillos? ¿Qué de los dos cadetes recién licenciados en Sandhurst? ¡Ay! Uno de ellos era ahora un hombre serio tostado por el sol de la India y el otro…, ¿dónde estaba el otro?

El coronel entró por último a la galería de retratos, que ocupaba un ala que corría todo a lo largo del edificio. Colgada en la pared estaba la imagen de sir Henry cuando era un agraciado niño de siete años, pintada por Harlstone. Y también otro retrato suyo, ya de joven y vestido de uniforme, obra de Richmond. Entristecido por los recuerdos del pasado, Desborough les dio la espalda y, al punto, quedó paralizado. Su amigo estaba allí de pie, a unos pasos de donde él se encontraba. Lo vio con absoluta claridad, parecía muy serio y entristecido, y en el pelo se le adivinaban ya algunas canas. Esta vez la impresión fue demasiado fuerte para el coronel, que se dejó caer en un sillón, completamente superado por la escena.

—Usted no está bien, señor —exclamó el ama de llaves—. Ver este viejo lugar otra vez le ha afectado.

Se marchó a toda prisa y regresó con un poco de agua y una pequeña licorera de brandy. Una vez recompuesto, el coronel no se marchó de Methwold sin someter antes al ama de llaves a un breve interrogatorio.

—No, sir Henry no estaba fuerte… tenía algo del corazón —dijo—. Había abandonado la caza y le molestaba recibir tantas visitas, que era lo que más le gustaba a mi señora, puesto que cantaba de maravilla y actuaba en pequeñas obras de teatro particulares. El mes de marzo pasado dejaron aquí a la señorita Chalvington y viajaron al continente. Ella regresó sola, con ese intérprete suyo, que aquí no cayó nada bien; es más, el señor Groves, nuestro mayordomo, se despidió al instante. ¿Me pregunta qué aspecto tenía el amo cuando se marchó, señor? Pues, le diré que aparentaba más edad de la que tenía, estaba flaquísimo y, ¡caramba!, el pelo se le había cubierto todo de canas.

Oído esto, el coronel Desborough se despidió. ¿Qué podía hacer? Regresar a Londres. Esta vez para visitar al abogado de la familia en su despacho de Bedford Row.

A la mañana siguiente se presentó en el despacho de dicho caballero. Sí, el señor Bruce lo recibiría cinco minutos, si se trataba de un asunto privado.

—Muy señor mío —dijo el abogado—, sé tanto sobre el paradero de sir Henry Chalvington como usted. Supongo que esta rara ventolera de ocultarse no es más que una excentricidad. Y yo acepto las cosas como me vienen dadas. Remito las cuentas a lady Chalvington, y ella, a su vez, me hace llegar las minutas y los cheques de sir Henry debidamente firmados por él. Está todo perfectamente correcto, pero aun así ¡desearía que regresara a casa!

—Debo tener noticias directas de él y las tendré —dijo el coronel—; para mí es de extrema importancia. Pienso ofrecer una recompensa a cambio de cualquier información acerca de su paradero actual o a quien pueda darme noticias suyas.

—Vamos, vamos, señor mío, ¿sinceramente cree necesario llegar a esos extremos? Espere y ya verá cómo sir Henry sale de su escondrijo por voluntad propia.

—No puedo esperar. Ofreceré una recompensa de quinientas libras.

Antes de llevar a efecto su propósito, se trasladó rápidamente a Brighton una vez más con la esperanza de entrevistarse de nuevo con lady Chalvington, pero en esta ocasión le fue denegado el acceso, ya que la dama se encontraba atendiendo otro compromiso.

Y a la señorita Chalvington, ¿podía verla a ella? No, la joven no recibía visitas. Pero el coronel no se dio por vencido. Ya avanzada la tarde volvió a presentarse en la casa de Eastern Terrace. Esta vez lady Chalvington había salido, cosa que era verdad.

Escribió un breve mensaje en su tarjeta de visita dirigido a la señorita Chalvington: «Le ruego que me reciba».

La depositó, junto con una libra de oro, en la mano del sorprendido Thomas, puesto que Texere estaba fuera con el carruaje.

—Subiré su tarjeta, señor —dijo el lacayo—, pero mi señora no permite a la señorita Chalvington recibir visitas jamás.

—Inténtelo de todos modos, mi querido amigo.

Thomas vaciló, pero finalmente hizo pasar al coronel a una pequeña estancia donde se guardaban sombreros, paraguas y mantas de carruaje, y cerró la puerta cautelosamente tras de él.

Al cabo de un rato, unos pasos ligeros y rápidos bajaron las escaleras y la señorita Chalvington entró en el cuartito. Parecía asustada y nerviosa.

—No debe entretenerme demasiado tiempo —dijo en voz baja—. Lady Chalvington podría regresar en cualquier momento; se pondrá furiosa.

—¡La temes!

—Es mi carcelera. ¡Soy su prisionera a todos los efectos!

—¿Y tu padre?

—¡Oh, coronel Desborough! Encuéntrelo, se lo imploro; por su vieja amistad, ¡tiene que dar con él! Nunca me escribe a mí, solo a ella. ¡Hace ocho meses que no lo veo! ¡Y me quería como el mejor de los padres!

—¿Acaso ella se queda con tus cartas?

A la joven le temblaba todo el cuerpo y miraba con nerviosismo hacia la puerta.

—¿Por qué querría interceptar tu correspondencia? ¿Por qué te tiene encerrada? —preguntó él.

—Porque me odia. Oh, coronel Desborough, estoy tan preocupada por mi padre… No sé qué pensar.

—Mi querida muchacha —dijo el coronel acariciándole el pelo del mismo modo que lo hiciera cuando ella no era más que una niña—, por supuesto que daré con tu padre, te lo prometo solemnemente. Pero ¿quién es esta mujer?

La señorita Chalvington se estremeció con un escalofrío.

—Es una mujer temible, una mujer cuya compañía debe uno rehuir a toda costa. Una mujer sin escrúpulos…, un lobo con piel de cordero. Y ahora, ¡márchese, por el amor de Dios, márchese!

—Sí —dijo el coronel con amargura —. Pronto regresaré para liberarte. ¡Pero antes pienso resolver este misterio!

III

«Se ofrece recompensa de quinientas libras a cualquier persona que proporcione información precisa acerca del paradero actual de sir Henry Chalvington, baronet de Methwold Park, Norfolk, a su viejo amigo el coronel Desborough, hotel Morley’s, Charing Cross.»

Eso decía el anuncio que se publicaba a diario en The Times y también en el Galignani y otros periódicos extranjeros. Pero el tiempo fue pasando sin que se recibiera respuesta alguna. Con la Navidad a la vuelta de la esquina y la climatología empeorando por momentos, el coronel Desborough contemplaba con creciente intranquilidad su marcha al extranjero, viaje que tenía la determinación de hacer, convencido como estaba de que el baronet se hallaba en algún lugar del continente. Desde su regreso a Inglaterra, su salud había experimentado una notable mejoría, y en sus pensamientos ganaba fuerza la idea de que había estado sufriendo de delirios mentales; no obstante, seguía pareciéndole una extraña coincidencia que sir Henry continuara ausente, y aunque ya no era víctima de las apariciones que con tanta frecuencia había experimentado en la India, el coronel estaba más ansioso que nunca por desvelar el misterio, no solo por su bien, sino por el de la propia Mary Chalvington.

Por fin un día recibió una carta del extranjero. Estaba manuscrita en papel muy fino y llevaba matasellos de Niza. La misiva se le antojó misteriosa, puesto que todo parecía relacionado con su búsqueda. Decía que, aunque el remitente no podía proporcionar con exactitud el paradero de sir Henry, sí que creía contar con una pista que contribuiría a localizarlo. El coronel debía acudir en persona al Albergo Aggradevole, en Scarena, cerca de Niza, y preguntar por Carlo.

Entusiasmado por la oportunidad que se le brindaba de obtener una información crucial, el coronel abandonó con gusto la fría y húmeda Inglaterra rumbo a un clima más amable. Scarena, según comprobó, era un pueblecito situado en los Alpes Marítimos, a escasas millas de Niza y en la carretera que llevaba a Turín. Desborough no se tomó ni una sola jornada de descanso hasta que no hubo llegado a la posada que tenía como destino, y donde se quedó a pasar la noche. Era un hotelito decente que dependía principalmente de los turistas que por iban de camino a Sospello para disfrutar de sus majestuosos paisajes.

Vista la solicitud y obsequiosidad con las que le recibieron el albergatore, su esposa y los sirvientes, el coronel supo sin lugar a duda que lo estaban esperando. No obstante, aguardó hasta acabada la cena para preguntar por el tal Carlo, que resultó ser, tal y como él había anticipado, su anfitrión en persona.

—Sí, signor, yo soy Carlo. A su servicio. Rara vez leo el Galignani, pero las cosas del destino son así. Un día cayó en mis manos un ejemplar del periódico mientras me encontraba en Niza y, al regresar a casa, se lo leí a mi esposa; fue entonces cuando topé con su anuncio. «Yo he oído antes ese nombre —le dije—, pero no recuerdo cuándo.

»Un momento —me dijo ella—. Estaba en el cuaderno que se dejó olvidado el caballero inglés, el que estuvo aquí alojado dos días con su esposa, mira.» Entonces María abrió el scrittoriello y sacó el librito, que es este que ahora tengo el placer de entregarle, signor.

Dicho esto, el posadero tendió a Desborough un cuaderno vulgar y corriente. Manuscrito en la guarda con la inconfundible caligrafía de su viejo amigo se podía leer: «Henry Chalvington, Brook Street, Grosvenor Square».

El cuaderno contenía varias anotaciones, tales como horarios de trenes y de paquebotes. Una de ellas incluso arrancó una lágrima al coronel. Era una nota de un par de líneas tan solo, escrita apresuradamente a lápiz: «Hoy mencionaban a Jack Desborough en una noticia en la que hablaban sobre Simla, debo escribirle».

Eso era todo, aunque, dadas las circunstancias, ¡qué conmovedor!

El albergatore lo observaba visiblemente satisfecho.

—Ahora hábleme de la dama y del caballero que se alojaron en su posada. ¿Cuándo estuvieron aquí?

—El pasado abril, signor —contestó su anfitrión, mientras se arrellanaba con comodidad en una silla—. Llegaron en su propio carruaje. El caballero estaba muy pálido y delgado, y caminaba del brazo del intérprete o sirviente, no sabría decir si era una cosa u otra. Parecía enfermo y llevaba puesto un abrigo de piel, a pesar de que no hacía frío. En cuanto a la dama…, no tengo palabras para describir su belleza, ¡era fabulosa! Se quedaron aquí dos días, signor, e iban de camino a La Chiandola para visitar las cascadas; pero por lo que comentó el hombre que estaba a su servicio, deduje que buscaban una casa donde poder alojarse unos meses por el bien de la salud del caballero. En cualquier caso, cuando se marcharon, se olvidaron de este cuaderno. ¿Le es de alguna utilidad, signor? Si en efecto pertenece a su amigo, haré cuanto esté en mi mano para asistirle en su búsqueda. Debemos atravesar las montañas por Scarena, Sospello, La Chiandola, Saorgio, Tenda, Simone, Savigliano y así hasta Turín, preguntando a diestra y siniestra de la carretera —dijo el anfitrión, mientras pronunciaba con orgullo la retahíla de poblaciones, contándolas con los dedos.

El hombre parecía inteligente, y actuaba de buena fe; la pingüe recompensa seguramente constituyese para él una auténtica fortuna.

Al día siguiente se realizaron a toda prisa los preparativos del viaje, y con unos buenos caballos y una calesa ligera, comenzó la búsqueda. Huelga seguir sus pasos por los lugares citados por el albergatore, donde sus pesquisas obtuvieron más o menos éxito. Son tantos los turistas que visitan la zona en esa temporada que, de no haber sido porque el caballero vestía un abrigo de piel y la dama era muy hermosa, con unos ojos espléndidos, los Chalvington habrían pasado casi desapercibidos. No obstante, el rastro moría en la villa de Saorgio, en ninguno de cuyos hoteles recordaba nadie a la pareja.

—Debemos dar media vuelta, signor. Sus amigos nunca llegaron tan lejos —dijo el albergatore.

Así pues, en lugar de seguir la vía principal entre Niza y Turín a través de los Alpes Marítimos, esa carretera magníficamente construida y completada en el transcurso de diecisiete años por orden de Víctor Amadeo, rey de Cerdeña, se desviaron hacia el interior y visitaron las aldeas ribereñas de los arroyos que riegan esta zona del Piamonte. Aunque sin éxito.

Descorazonados por los constantes fracasos, regresaron sobre sus pasos y se dirigieron una vez más a la casa de postas de Simone. Allí, la Carozza di Viaggio, una suerte de coche de viajeros, se encontraba en ese momento relevando la caballería.

De pronto, Carlo Rigo profirió una exclamación y se apeó de un salto de la calesa.

—¡Ahí! ¡Ahí! —gritó el posadero preso de una gran agitación—. ¡El abrigo! ¡El abrigo del caballero! —Y corrió hasta el costado del carruaje, que era la diligencia que cubría el trayecto entre Tenda y Sospello.

El cochero, que llevaba puesto el abrigo en cuestión y sostenía un enorme látigo en la mano, aguardaba sentado en el pescante a que atasen los caballos frescos a las varas. Era inconfundiblemente italiano, y no mostró la menor sorpresa cuando el albergatore exclamó:

—Cospetto! ¿De dónde has sacado ese abrigo?

Los dos hombres entablaron una animada charla. Desborough esperó hasta que el posadero regresó radiante de satisfacción.

—Signor —gritó—, asunto solucionado. Nicolo es un hombre muy respetable; lleva conduciendo la carrozza los diez últimos años. Me ha dicho que compró ese abrigo hace un mes para protegerse de los fuertes vientos que nos azotan en estos parajes en primavera y en invierno. Estaba colgado de la puerta de Isacco el Judío, en Sospello.

—Entonces vayamos a ver a ese tal Isacco —dijo el coronel.

De nuevo se adentraron en la pequeña población. Isacco era un anciano de fino rostro aguileño y venerable barba blanca que podría haber pasado perfectamente por uno de los patriarcas. El hombre les proporcionó con gusto la información que buscaban. El abrigo se lo había traído a su tienda, ocho meses atrás, el sirviente del caballero inglés que había adquirido Villa Cipresso. Sus señores se trasladaban a Nápoles, y no iban a necesitar el abrigo.

¿Y dónde estaba Villa Cipresso? A escasas millas de allí, en los castañares, o eso creía.

Una vez averiguada la dirección, avanzar fue sencillísimo. Contrataron a un postillón que conocía la localidad para que condujera al coronel y a su acompañante hasta la casa al día siguiente, pues ya era tarde para hacerlo en ese momento. La villa se encontraba a unas once millas de distancia y tan rodeada de árboles que era imposible de discernir hasta que uno no se topaba con ella. El paraje era precioso, pero la casa era una construcción solitaria y descuidada. Las malas hierbas y las zarzas habían invadido los caminos y los arriates de flores; y las ventanas estaban tapiadas con tablones. El ruido del carruaje atrajo a la puerta a una anciana, que se mostró asombrada por su llegada. Alta, morena, surcada de arrugas y vestida con ropas andrajosas, se quedó plantada en el umbral como petrificada, mirando a los visitantes con ojos desorbitados.

—¿Es esto Villa Cipresso? —preguntó Carlo Rigo.

—Sí —contestó la anciana.

—¿Está aquí sir Henry Chalvington? —inquirió el coronel.

El efecto que causó en ella esta pregunta fue del todo inesperado. Levantó los brazos por encima de la cabeza, dejó escapar un gemido y, alejándose a toda prisa por un pasadizo de piedra, se metió en un cuarto y se encerró pasando la llave por dentro.

—Está asustada —dijo Desborough—. ¿Es posible que viva aquí sola? La casa parece vacía.

El posadero fue hasta la puerta, llamó y la habló con suavidad para que se tranquilizase, pero ella no contestó. Solo se oían sus gemidos, como si la mujer sufriese un gran pesar.

El coronel y su acompañante inspeccionaron la casa. No era grande, su mobiliario era muy sencillo y estaba claro que se encontraba deshabitada. No hallaron ni un solo libro ni pedazo de papel que pudiera aportar alguna pista sobre quiénes habían sido los últimos ocupantes de aquellas estancias.

El postillón desató los caballos y los condujo hasta el establo vacío y descuidado; los únicos seres vivos con los que se topó por el camino fueron unas pocas aves de corral famélicas que vagaban por el patio. El coronel Desborough se dio una vuelta por los jardines, que estaban invadidos de enormes chumberas asilvestradas y falsos pimenteros de aspecto desaliñado. Había fuentes ornamentales resecas, mirtos y otros arbustos plantados en tupidos macizos, y altos cipreses oscuros que daban una apariencia sombría y melancólica al lugar. Bordeaba el jardín un bosque de alcornoques, y más allá de esta pantalla de árboles, bloqueando la vista, se alzaba la majestuosa mole de los Alpes, como diciendo: «No os aventuraréis más allá».

Entre tanto, pareció que la curiosidad de la mujer vencía a su miedo inicial, y tras mantener Carlo Rigo una conversación con ella desde el otro lado de la puerta, la convenció para que saliese y preparase un almuerzo con los refrigerios que habían traído consigo, cosa que hizo con avidez, puesto que estaba hambrienta. Pero a todas sus preguntas respondió negando con la cabeza, resistiéndose a darles cualquier información.

—Pasaremos aquí la noche —dijo el coronel con gravedad—. Tengo que saber más antes de marcharme, y lo haré.

Al caer la tarde, él y el albergatore volvieron a darse un paseo por el jardín. El sol se había puesto detrás de las montañas y todo estaba teñido de una preciosa luz violácea, esa que se conoce como arrebol. ¡Qué soledad! Las sombras del ocaso se intensificaron cuando se adentraron en un claro rodeado de cipreses.

—¡Mire, mire, signor! —gritó Carlo—. ¡Ahí está el caballero inglés!

Al escuchar estas palabras, Desborough alzó la vista ilusionado. Allí delante, a escasos pasos de él, se erguía más nítida que nunca la figura de su amigo; pálido, encanecido, inmóvil, su silueta claramente recortada contra el fondo oscuro de los árboles verdes.

—¿Por qué nos pide que nos acerquemos? ¿Por qué señala al suelo? ¡Oh! ¡Ha desaparecido! —gritó espantado el italiano.

El coronel intentó hablar, pero no daba con las palabras. Buscó apoyo en un árbol y, preso de la agitación, se enjugó la frente.

—Entonces ¿lo ha visto usted también? —le preguntó a Rigo cuando consiguió recuperar el habla—. ¿Con absoluta claridad?

—¿Al caballero inglés? Sí, signor.

—Gracias a Dios —exclamó Desborough retirándose el sombrero en un gesto de reverencia—. ¡No estoy loco!

—No lo entiendo, signor —dijo el desconcertado posadero.

—No —respondió el coronel—, no puede entenderlo; porque ese a quien acabamos de ver no es un habitante de este mundo. Hagámonos con picos y palas… ¡Creo que bajo ese parche de hierba yace enterrado sir Henry Chalvington!

¡Qué extraña revelación! ¡Qué cadena de acontecimientos, aparentemente fortuitos, había guiado al coronel Desborough hasta ese preciso lugar, donde estaba predestinado a resolver un misterio y reparar una gran injusticia! Pues fue allí, bajo la grisácea luz crepuscular, donde exhumaron lo que quedaba de Henry Chalvington. ¿Lo habían asesinado?

—No, no —gritó la anciana, arrodillándose a sus pies—. No lo suponga, ni lo piense siquiera, el inglés falleció de muerte natural. Tras adquirir esta villa, él y su esposa vinieron a ver qué muebles podían necesitar. Habían viajado desde Niza, él parecía enfermo y débil. Tres días después de su llegada, se encontraba sentado a la mesa, cenando, cuando cayó hacia atrás de repente… ¡muerto! Es la verdad, se lo juro. La dama estaba aterrada, al igual que el sirviente que los acompañaba. «Escuche —me dijo—, de sabérseme viuda seré una mujer pobre. ¡Pero mientras se suponga a mi marido con vida seguiré siendo rica! Lo mantendremos en secreto… Podemos enterrarle bajo los cipreses, y yo me encargaré de que no le falte a usted nada. Siga viviendo aquí; dispondrá de dinero siempre y cuando no hable.» Entonces el signor Texere, el sirviente, cavó la tumba y lo depositamos ahí, ¡pobre inglese!

»La señora y su asistente se marcharon. Al principio me enviaban dinero, no mucho, pero el suficiente para cubrir mis necesidades. De un tiempo a esta parte han dejado de hacerlo. Y yo me muero de hambre. ¿Por qué razón voy a seguir manteniendo el secreto? Roto el pacto, puedo contarlo todo. Pero, signor, le juro que no fue asesinato. Yo estaba en el comedor sirviendo la cena cuando él se cayó de la silla, muerto. Fue su corazón. Esa expresión de su cara ya la había visto antes en la de uno de mis hijos cuando falleció de la misma dolencia.

Una vez más la escena se traslada a la residencia de Eastern Terrace, en Brighton. Lady Chalvington, suntuosamente ataviada en un brocado dorado, estaba a punto de salir para el teatro cuando le anunciaron que el coronel Desborough y el señor Bruce deseaban verla. Y eran sin duda estos dos caballeros, acompañados de Blencoe y un agente de policía vestido de paisano, quienes aguardaban en el vestíbulo.

Lady Chalvington entró en la biblioteca, adonde la habían hecho pasar aquellos visitantes tan poco gratos.

—No alcanzo a imaginar cuál puede ser el propósito de su visita, caballeros —exclamó con altivez, al cruzar el umbral—. Los negocios se tratan por las mañanas, señor Bruce.

—Esto es mucho más que una visita de negocios, señora —contestó el coronel—. Venimos a informarla de que los restos de su difunto marido han sido hallados y trasladados a Inglaterra para que reciban cristiana sepultura.

Por un instante, la culpable se quedó paralizada; luego, corrió hasta la puerta y, ya estaba cruzando el vestíbulo, cuando se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada. Blencoe le había cortado el paso.

—¡Deténganla! ¡Detengan a lady Chalvington! —gritó el coronel.

—¡Lady Chalvington! —bramó Blencoe, agarrándola del brazo—. Aquí no hay ninguna lady Chalvington. Confieso con vergüenza y repugnancia que esta mujer es mi esposa, Harriet Lemoine, y que ese hombre —dijo señalando a Texere, que acababa de entrar en escena— es su hermano, un falsificador, jugador y estafador que vivió en mi casa, haciendo de la noche día y del día noche. Fue para huir de semejante esposa, y para cortar de raíz con su detestable estirpe por lo que me marché a la India. Esta mujer ni mucho menos estaba casada con sir Henry. Puedo demostrar que su identidad es la de la chica con la que contraje matrimonio en la iglesia de St. Pancras hace ya ocho años.

Seis semanas después de tan repentino desenlace, el coronel Desborough entró en la sala de la residencia de Brook Street con un aspecto más fortalecido y saludable del que había ofrecido durante prácticamente los doce últimos meses, si bien seguía todavía muy afectado por la tensión nerviosa a la que había estado sometido. Conjurada la aparición, había experimentado una mejoría en su estado de ánimo y recuperado también su acostumbrada buena salud; aunque, posiblemente, conservara ya para el resto de su vida ese talante mucho más circunspecto y grave que le confería el saber que se había comunicado de algún modo con el mundo de los espíritus; un mundo al que apenas había dedicado un solo pensamiento hasta entonces, pero en el que ahora creía y al que respetaba con veneración, habiendo llegado a la conclusión de que, en determinadas circunstancias, esa clase de revelaciones eran posibles.

Mary Chalvington, vestida de luto, se acercó a recibirle, tan blanca y frágil como una azucena.

—Sí —dijo él—, vengo a despedirme. El Crocodile parte de Southampton mañana mismo.

—¡Oh! —exclamó Mary—. ¿Qué voy a hacer cuando se marche? Es usted mi mejor y único amigo. ¿Qué será de esta huérfana a la que ha rescatado de una servidumbre peor que la muerte? ¿Por qué no quiere quedarse en Inglaterra?

—Porque no hay lazos que me aten a este lugar. Soy un hombre solitario.

—¿Y es eso necesario? —preguntó la joven con delicadeza, en voz baja.

El coronel la miró y a continuación empezó a pasearse por la estancia de forma agitada.

—Si yo creyera… —dijo, y se detuvo—. Si osara… Pero casi te doblo en edad, querida mía; ¿cómo pedirte semejante sacrificio?

—No sería un sacrificio —murmuró Mary—, ¡sería la felicidad!

El coronel Desborough nunca regresó a la India.

El ángel del escultor

Marie Corelli

(1913)

Marie Corelli

1855-1924

Marie Corelli fue considerada por muchos como la sucesora de Braddon, la novelista femenina con mayor éxito de ventas en Gran Bretaña, aunque tendente a un sensacionalismo más extremo. Braddon mantenía sus novelas dentro de lo humano, pero Corelli se aventuró más allá, hacia lo espiritual. Consiguió el éxito con su primera novela, Romance of Two Worlds (1886), en la que una joven que trata de recuperarse de un colapso nervioso se encuentra en sueños con un espíritu guía, que la lleva a recorrer el sistema solar para expandir su conciencia. Corelli creía profundamente en el ocultismo y la reencarnación, y sus libros atrajeron a lectores fervientes. The Soul of Lilith (1892), The Sorrows of Satan (1895), Ziska (1897) y, sobre todo, Barrabbas (1893) aumentaron su popularidad entre el público general, al tiempo que enfurecían a los críticos literarios, que consideraban su trabajo deplorable. La mayoría de sus novelas resultan ilegibles hoy en día y han eclipsado sus escritos más breves, que incluyen varias historias en las que la autora consigue una genuina atmósfera y demuestra verdadera habilidad, como la siguiente, que apareció en su colección The Love of Long Ago (1920).

Marie nació como hija ilegítima del poeta escocés Charles Mackay y de su sirvienta, Elizabeth Mills, con la que luego él contrajo matrimonio. Fue una pianista consumada y dio conciertos al principio de su carrera. Fue entonces cuando adoptó entonces el seudónimo «Corelli». Sus novelas atrajeron a un público dividido, aunque se afirma que era la escritora favorita de la reina Victoria. Tenía habilidad para atraer la mirada pública, y fue ella quien difundió la leyenda de la «maldición del faraón» tras el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. En sus últimos años, donó parte de su fortuna para preservar y restaurar los edificios antiguos de Stratford-on-Avon. ¡Incluso afirmó ser la reencarnación de Shakespeare!

El ángel del escultor

Marie Corelli

—Eres un gran artista, hijo mío —dijo el Abad con una sonrisa complacida—, y, aún más, eres noble y de corazón puro. A ti te confiamos la excelsa tarea de llenar el nicho vacío de nuestra iglesia con un Ángel de Paz y de Bendición. Te daremos todo el tiempo y la libertad posibles para el trabajo, de modo que puedas completarlo antes de Navidad. En la fiesta del Nacimiento de nuestro Señor, esperamos, si Dios quiere, ver tu ángel en el presbiterio.

Aquel renombrado —casi santo— dirigente de uno de los más famosos monasterios antiguos de Inglaterra hablaba con una dignidad y una autoridad que conferían a sus palabras, aunque pronunciadas con suavidad, la fuerza de una orden; y el monje Anselmus, a quien se dirigía, lo escuchaba en silencio. Estaban juntos en una de las capillas laterales de la magnífica iglesia de la abadía: había sido creada por hombres devotos y píos, que habían consagrado sus pensamientos y su más ferviente trabajo al servicio y la alabanza del Creador, en aquellos tiempos en los que la creencia implícita en la Divina Potestad, que poseía el poder de defender la justicia, era la principal salvaguardia de la nación. La fuerza espiritual y la santidad de la Iglesia habían refrenado convenientemente las pasiones ciegas e ingobernables de aquella época; por entonces, ni clérigos ni laicos eran capaces de prever que llegaría un tiempo en el que unas manos profanadoras violarían y saquearían aquellos santuarios edificados con tanta paciencia, en honor y para gloria de Dios, dejándolos reducidos a las ruinas de su antigua grandeza: tristes emblemas de una fe más devastada incluso que ellos.