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Seré breve. Cada cuento de esta antología es, como dice Samanta Schweblin, una puñalada. De esas que te dejan, no agujereado y sangrante, sino distinto. No esperaba menos. Conozco a las escritoras y a los escritores que integran este libro y desde hace un tiempo, a cada uno, le pedí que empezara a publicar, que el mundo necesitaba de su particular manera de contar las cosas, las entidades, los escenarios. Ojalá que este libro sea el primero de los siguientes once. Viviana Bonfiglioli Coordinadora del Taller Literario Silenciosos Incurables
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Seitenzahl: 107
Veröffentlichungsjahr: 2023
Milagros Amieva I Pablo Fischbein I Ivana E. M. Cabrera Patricia Girabel I Carina Perretti I Daniela Silvera Yessica Berardi I Matías Gómez I Alejandra Villegas Valeria Glusman I Ana Claudia Machado
Relatos a 711 metros sobre el nivel del mar / Milagros Amieva ... [et al.]. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4219-9
1. Cuentos. I. Amieva, Milagros CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Cristina - Milagros Amieva
Historia de Anodina - Pablo Fischbein
La mirada azul - Ivana Eugenia Matilde Cabrera
Zona de promesas - Patricia Girabel
Bajo la lengua - Carina Perretti
Sé - Daniela Silvera
Alfonso - Yessica Berardi
Rumbo al desempate - Matías Gómez
Día 10 - Alejandra Villegas
Mi amada vida - Valeria Glusman
Remordimientos - Ana Claudia Machado
A salvo - Milagros Amieva
Ellos y Nosotros - Pablo Fischbein
Día de perros - Ivana Eugenia Matilde Cabrera
La campera - Patricia Girabel
Confesión en dos planos - Carina Perretti
Compro cenizas - Daniela Silvera
Morocha - Yessica Berardi
Free - Matías Gómez
Dulce de leche - Alejandra Villegas
Color sí, color no, molestos colores - Valeria Glusman
Media falta - Ana Claudia Machado
Volver a Fumar - Pablo Fischbein
Abuela Lía - Ivana Eugenia Matilde Cabrera
Creencias - Patricia Girabel
Cambios de forma - Carina Perretti
Ígnea - Daniela Silvera
Mientras tanto - Matías Gómez
Juan Pedro - Valeria Glusman
Volver para siempre - Ana Claudia Machado
A quienes nos acompañaron en este camino.
por Santiago Llach
Borges relata, en “El otro”, el camino de su búsqueda literaria. En el cuento aparece un Borges joven que se muestra rupturista, seguro de manejarse con las grandes ideas y las que él cree que son las metáforas absolutamente nuevas. Con él se encuentra un Borges viejo que reconoce la necesidad de ese primer paso de extrañamiento respecto del lenguaje lleno de fórmulas gastadas. Pero, a la vez, el Borges viejo ya vio la imposibilidad del Aleph, aprendió que no hay nada nuevo bajo el sol. Para él ahora la cosa está en hacer temblar la cuerda floja de los lugares comunes del lenguaje con los pies de la percepción que cada quien da a esas palabras, esas fórmulas. Dicho de otra manera, la síntesis entre el joven ambicioso y el viejo humilde está en hacer un agujerito nuevo sobre lo ya conocido por todos.
El método del Mundial de Escritura, de alguna manera mucho más modesta y concreta, surgió en los talleres de la calle Talcahuano de la ciudad de Buenos Aires con la idea de promover ese ejercicio como hábito. La premisa es simple: durante un tiempo que varía según la ocasión (una o dos semanas, diez días) cada participante escribe, para colaborar con su equipo, tres mil caracteres por día como mínimo. En esta experiencia también se combina lo particular, individual, con lo colectivo: se escribe junto a otros, se leen y comentan los textos propios y de los compañeros para hacerlos crecer mutuamente.
Estos Relatos a 711 metros sobre el nivel del mar (agrupados con ese título en referencia a la altitud de la ciudad de San Luis, lugar desde donde estos autores y autoras escriben) son un ejemplo. “Lugar común” es una expresión que puede referir, en principio, a un espacio compartido, como esa ciudad de origen, pero que se usa —en un segundo nivel de metáfora— para nombrar las fórmulas bien conocidas y hasta gastadas en el lenguaje o en el arte. Como enseña Borges, desde el lugar común surge la literatura: escenas abiertas, metáforas truncas que compartimos y que lanzamos al “papel” (lo cual en nuestra era digital generalmente se convierte en metáfora muerta) con el detalle de cada mirada sobre el mundo.
Creo que algo de eso se expresa en este libro. El universo sensible del supermercado, una exploración de las relaciones de una narradora con el jardín y su soledad, una cascada de imágenes del lenguaje de un niño y sus juegos con gallinas. El lado B de la noche que produce un accidente automovilístico decisivo, el fútbol como escenario de relaciones de un joven, una persona extrañada como motor para la escritura, la picardía de una abuela y unos aros de cebolla en su velorio. Una oda a las cenizas, el recuerdo de una persona cruzado con el de todas las cosas, una amada secreta que visita al narrador como fantasma, un regreso al hogar del pueblo después de un lapso de vida urbana. Un romance adulto en medio de los chicos que practican aikido, un viaje en colectivo que se convierte en una aventura subacuática, el ritmo del fin de semana de Morocha con sus pájaros y sus luces.
El sueño, el descanso, la energía para las actividades diurnas atraviesan casi todo este libro. Los textos que lo componen son conmovedores en las escenas que construyen y lo son en tanto ejemplos del proceso creativo, imágenes en pausa de la escritura que nace en la experiencia del Mundial. Quizá una de las características de esta gran juntada colectiva para la escritura es la de marcar el paso de los días y las noches durante un período de tiempo, la búsqueda de sentido entre las palabras. Un libro tan hermoso como este nos inspira a quienes estamos en esa búsqueda.
¿Es posible recordar con exactitud el día en que me tocó acostumbrarme a que el corazón sangre dolor?
Quise abrazar la certeza de que su ausencia nunca sería un tormento, pero en el abismo que creé solo para mí, estaba la realidad que no me animaba a aceptar, el olvido que no podía confrontar.
El día anunciaba las posibles gotas que podían hacer tacto con tu piel, olvidándose al instante, de que en algún momento les perteneciste. Apenas puedo recordar las caras vacías de todos, mirando titubeantes pares de ojos oceánicos escondiendo el grito de desconsuelo que no podía salir, al menos no frente a familiares suplicando un mínimo de consuelo a lo que sea que creían que se los podía dar.
En ese momento supe que la esperanza era lo que atormentaba, advirtiendo que capaz no había ni una porción insignificante de ella, pero no queriendo perder la ilusión que mantenía nuestra alma todavía sin caerse a pequeños pedazos que destruían la psiquis.
Las palmas de mis manos recibieron el mar de lágrimas que por fin mis ojos expresaron.
Dolía el pecho. Dolían los recuerdos, pero sobre todo, pesaba la culpa incesante de saber que podía haberla visto lúcida una última vez antes de que el abismo arrasara con sus recuerdos primero, principalmente llevándose su voz, aun así, mi mente quería grabar el par de ojos miel que me habían hecho sobrevivir sabiendo que la poesía tenía la belleza de poder interpretarse de acuerdo con el abrazo que necesitabas, sabiendo que mi poesía siempre fue ella, así que pasé a la habitación más pulcra en busca del último vistazo de esos ojos miel.
Vi cómo su pelo demostraba el cansancio y la súplica para que el dolor cesara, y nunca descubrí qué le dolía, sino poder reconocer, o ver la angustia en los ojos de los que trataban de mostrar despreocupación frente a ella. La miré temiendo que no me recordara, pero después de meses sin vernos, me sonrió y como pudo murmuró la palabra que siempre me representó ante su consciencia. Esa vez mi pecho dolió tanto, pero mordí mi lengua y miré el techo, queriendo que la vista borrosa se fuera para poder mirarla una vez más. Ella me sonrió, o como pudo lo intentó, dejando a la vista la dentadura inexistente que escondían sus labios.
Traté de formar una sonrisa, que sólo fue una curva sin gracia. Le susurré que la amaba. Le conté que la amaba, y que escribiría sobre ella para seguir viviendo sin remordimiento.
Dijo que me amaba.
Ese día supliqué el milagro que salvaría el dolor de mi pecho y el océano de mis ojos. Miré al cielo encontrándome con los miles de estrellas que brillaban ante la vista que exponía angustia, y entendí que la encontraría a la vuelta de la esquina, de las vueltas de los sueños. Que extrañaría escuchar en carne propia, a una distancia no equivalente a kilómetros, la risa que expresaba la única efusividad que no me parecía ridícula. Que el olor casi a durazno mezclado con el aroma de su piel, lo podría encontrar de ahí a años, pero que lo buscaría para sentirla un poco más cerca de lo que la puedo llegar a sentir.
Supe que la culpa no se iría, ni siquiera, el dolor de la ausencia de los recuerdos, pero también entendí que los recuerdos están hechos para los valientes que se atreven a sentir el dolor de la ausencia.
Todavía te extraño, Cristina, y mi memoria intenta atesorar cada recuerdo como la copa de cristal más débil en el mundo. No te merecés el dolor de mi olvido, no habiendo escuchado las historias que marcaron consciencia dentro de mí. No después de haberte conocido, y mucho menos después de haberte amado
Desde ese día no he podido volver a leer el texto que humanizó un poco más tu ausencia dentro de mí. Desde ese día te recuerdo todos los días de mi vida con la insistencia de no olvidarme de tu voz, pero a medida que pasan los días, los meses y los años, lo que fue palpable entre nosotras sólo existe en mi memoria.
Tu voz ya se me hace el sonido más lejano entre las paredes de lo que planea ser el espacio para recordarte. Tu cara es confusa entre mis recuerdos, pero lo que permanece intacto son los pequeños detalles de la persona que me enseñó a ver lo que era la poesía y que, sin ir más lejos, años escribiendo cuentos, novelas e historias, me di cuenta de que la poesía siempre la tuve a mi lado, y que tenía el pelo más fino dentro de lo terrenal.
En esta casa vivió durante cincuenta y cuatro años, y falleció, Anodina Giménez Jiménez, víctima de la acumulación de soledad.
Hija única de Renée Jiménez (su madre) y René Giménez (su padre). Anodina eligió no salir de su casa en los últimos catorce años, entre otras cosas para cuidarse de la polución. Odiaba la suciedad, el polvo, el desorden. Y a la gente, hay que decirlo. Odiaba a la gente, o a casi toda la gente. Nunca tuvo novio, ni amante. En el pueblo creen que murió “virgen”.
Vivió y supervivió sola. Los once gatos que tenía se fueron yendo de la casa, rumbo a otros hogares del pueblo donde cada tanto alguna persona esbozara una sonrisa o demostrara una pizca de vitalidad. Las dos perras que tenía, Mimí y Pons, también la dejaron sola, eligiendo morirse de aburrimiento y de falta de caricias. La dejaron sola en esta casa sola y Anodina las enterró en el fondo de esta casa, bajo un sauce tristón.
Esta casa se emplaza en la ladera del Cerro Quitipil, a casi cien metros de un codo del Río Quitipil. Los lugareños no saben si el Río recibe el nombre del Cerro Quitipil, o si el Cerro recibe el nombre del Río Quitipil. Unos afirman una cosa y otros la otra. Sólo unos pocos nos mantenemos firmes en la duda.
Un camino de ripio que casi nadie transita lleva hasta la casa, rodeada de vegetación y frío, a unos tres kilómetros del pueblo.
Anodina come lo que cosecha. Detrás de la casa tiene un huerto pequeño. Hay también varios frutales, y un pequeño corral con unas cabras, un ternero, y más allá un chiquero. Un gallinero, también, obviamente. Suficiente como para ser autosuficiente. Lo que no podía sembrar (azúcar, detergente, jabón, kerosene, etcétera) se lo traía la Vieja Vieiras una vez por mes, y Anodina lo trocaba por frutas y verduras. Y compartían un café y conversaban un rato. No mucho.
Una tarde húmeda de enero, la Vieja Vieiras, mi madre, se murió en su casa del pueblo, dormida. Su viudo, Don Donato, mi padre, la lloró por dieciocho días y sus noches.
Luego de reponerse fue a darle la noticia a Anodina, la única amiga que tenía la Vieja Vieiras. Y la única amiga de Anodina. Y también a llevarle los artículos del mes.