Relatos cronológicos [Edición ilustrada] - Franz Kafka - E-Book

Relatos cronológicos [Edición ilustrada] E-Book

Franz kafka

0,0

Beschreibung

Con motivo del centenario del fallecimiento Franz Kafka (1883-1924) Alianza Editorial publica una selección de relatos del genial autor checo ilustrados en clave simbólica por El Rubencio a partir de una lectura personal que busca recrear en clave gráfica los símbolos, los motivos y las obsesiones que caracterizan el singular universo kafkiano. La singularidad de esta colección reside en la organización de las narraciones, ordenadas cronológicamente a partir de la fecha en que fueron redactadas para que el lector pueda apreciar la evolución de la escritura del autor. Los veintitrés relatos reunidos en este libro ilustrado ofrecen una muestra amplia y representativa de la obra de Franz Kafka: desde breves reflexiones como la mítica «Deseo de ser piel roja», escrita quizá antes de 1910, a relatos cortos menos conocidos, como «El jinete del cubo» o «El silencio de las sirenas», y algunas de sus piezas más emblemáticas, como « En la colonia penitenciaria», para concluir en una de sus narraciones más emblemáticas, «La obra», escrita poco antes de morir en 1924, cuya fábula acerca de un horadador de cavernas subterráneas que nunca da por terminada su labor refleja alegóricamente los trabajos y los esfuerzos del escritor que fue Franz Kafka.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 398

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



ÍNdiCE

Nota a la edición

Relatos cronológicos

Deseo de ser piel roja

En el tranvía

Conversación con el orante

Conversación con el ebrio

Estruendo

La condena

En la colonia penitenciaria

Ante la Ley

Chacales y árabes

El cazador Gracchus

Un médico rural

El jinete del cubo

Durante la construcción de la muralla china

Un informe para una academia

La verdad sobre Sancho Panza

El silencio de las sirenas

Prometeo

La partida

Primer sufrimiento

Un artista del hambre

Investigaciones de un perro

Una mujercita

La obra

Créditos

Nota a la edición

Franz Kafka nació en 1883 en Praga, la tercera ciudad más importante del Imperio austrohúngaro después de Viena y Budapest. Eran años de profundas transformaciones sociales, culturales y políticas, en los que las ideologías proletarias, llámense socialismo, anarquismo, comunismo…, se hacían un hueco entre el liberalismo instalado en el Viejo Continente y los modos altamente capitalistas de producción industrial de alimentos, libros y otros bienes de consumo inmediato. Años en que los europeos emigraban por millones a Estados Unidos y a Argentina, en busca de oportunidades y, sobre todo, huyendo de la miseria y de la escasez de tierras de labranza. La época de Kafka también se caracterizó por rasgos típicos de la modernidad urbana que se concretaron en el anonimato de las multitudes, la velocidad aturdidora de los tranvías, la difusión de los medios de comunicación y, sobre todo, infinitos mecanismos de administración burocrática. A lo largo de su corta vida, Franz Kafka conoció todas estas circunstancias.

Nacido en el seno de una familia comerciante de la burguesía austrohúngara, fue el mayor de seis hermanos, si bien dos de ellos fallecieron poco después de venir al mundo, hecho que causó inquietud en el niño Franz, o más bien culpa, tal era su deseo de recibir el cariño de su madre de manera exclusiva.

Judíos a regañadientes, sus padres, Hermann y Julie, se limitaban a acudir cuatro veces al año a la sinagoga para cumplir con las liturgias asquenazis insoslayables, y a celebrar el bar mitzvá, o la bat mitzvá, cuando se trataba de las hijas del matrimonio, Valli, Elli y Ottla. Ya de adulto, atraído por el proyecto sionista, en la célebre Brief an den Vater [Carta al padre], escrita en 1919, Kafka reprochó a Hermann no haberle iniciado en la religión judía como posible «camino de salvación».

Kakfa, como muchos jóvenes de aquellos años finiseculares, en su primera juventud leyó a Nietzsche y a Darwin; y parece que sintió cierto interés por el socialismo y el ateísmo filosóficos. En 1901 comenzó a estudiar química pero abandonó a las dos semanas y su padre le sugirió, a la manera austrohúngara, que estudiara derecho en la Karl-Ferdinands-Universität de Praga, dividida en la época en dos instituciones completamente separadas, una para checoparlantes y otra para hablantes de alemán. Prácticamente bilingüe, Franz eligió el alemán, la lengua de su madre, por delante del checo, la de su padre, sabedor de que el idioma de Goethe abría las puertas del comercio, de la administración, de la movilidad social y, por ende, de la cultura y la literatura, su pasión. Al finalizar su primer año de estudios en las aulas de Das Karolinum, Kafka conoció a Max Brod, otro matriculado en derecho, quien se convirtió en su más íntimo amigo y le animó a integrarse en diversos círculos literarios. Juntos leyeron a Dostoyevski, a Flaubert, a Gógol, a Von Kleist… En la universidad, Kafka también trabó contacto con Alfred Weber, sociólogo de prestigio y crítico de la sociedad burocrática, a la que describía como un colosal mecanismo monstruoso cuyo avance es imposible de frenar.

En junio de 1906, tras un lustro de disciplinado estudio y tediosa memorización, Kafka se doctoró en leyes. En noviembre del año siguiente, después de prestar doce meses de servicio obligatorio no remunerado como asistente legal en los tribunales civiles y penales, comenzó a trabajar, diez horas al día y sin cobrar las consuetudinarias ampliaciones de jornada, en la Assicurazioni Generali Austro-Italiche. No se sabe, pero, quizá, durante el año que infelizmente sirvió en aquella aseguradora escribiera el relato que encabeza la presente selección, «Deseo de ser piel roja», al fin y al cabo, ¿qué hay más alejado de un insatisfecho corredor de seguros que un libérrimo piel roja?

En junio de 1908, Kafka renunció a su primer trabajo remunerado y encontró otro más acorde a su temperamento aventurero en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajadores del Reino de Bohemia, en Praga. Esta agencia estatal, cuyos empleados eran funcionarios, se encargaba de mediar en casos de siniestros laborales entre el Estado, la industria privada y los trabajadores. Kafka trabajó durante catorce años para dicha institución, entre 1908 y 1922, por lo que escribió la mayor parte de su obra mientras trajinaba entre expedientes relativos a dedos cercenados, quemaduras, laceraciones, bajas médicas y accidentes mortales. Allí conoció los laberintos de la burocracia, las paradojas de la justicia y las sentencias diferidas ad calendas graecas.

Además de un mejor salario, su nueva ocupación como funcionario aportó a Kafka otros beneficios nada desdeñables: primero, la creencia de haber escapado del ambiente hostil que le angustiaba, aún no había descubierto que la causa de su desasosiego radicaba en su espíritu; y, segundo, lo que ciertamente fue capital para la historia de la literatura, una semana laboral considerablemente más corta, de 8 a 14 horas, que le garantizaba tiempo para amoríos y escritura. Tampoco es un hecho menor que Kafka no fuera llamado a filas durante la Gran Guerra gracias a la intermediación de sus jefes, que valoraron su labor funcionarial como imprescindible y necesaria para el buen funcionamiento del imperio. Las responsabilidades de Kafka en el Instituto de Seguros consistían en contestar correspondencia; llevar estadísticas; redactar informes, protocolos de seguridad y artículos informativos, que en ocasiones eran publicados en diarios de la región; clasificar empresas según sus gradientes de riesgo laboral; abordar las objeciones presentadas por las industrias contra determinadas reclamaciones de seguros; representar a la agencia en procedimientos legales…

Es conocido que Kafka detestaba su trabajo de burócrata y sentía que el tiempo y la energía que dedicaba a engranar informes y memorándums le impedían dedicarse a la expresión de su creatividad literaria, su verdadera vocación. En una ocasión llegó a decir «Sólo soy literatura». Sin embargo, contrariamente a las descripciones que hace de la vida de oficina en sus escritos, Kafka fue recibido inmediatamente como un empleado dedicado y altamente capaz, como demuestran los ascensos con que fue reconocido a lo largo de su etapa funcionarial, desde practicante en pruebas hasta alcanzar, finalmente, el destacado cargo de secretario jurídico. Y ello a pesar de las frecuentes licencias médicas que necesitó desde que en septiembre de 1917 le fuera diagnosticada una afectación en el ápex del pulmón izquierdo, eufemismo de la época para evitar nombrar la tuberculosis. Desde el momento en que fue diagnosticado del «mal del siglo», Kafka interpretó su enfermedad como la manifestación de un trastorno profundamente arraigado en su mente y su espíritu. Así se lo transmitió a Max Brod en una carta, escrita pocos días después de conocer su enfermedad, en la que llamaba «símbolos» a sus lesiones pulmonares, y describía su dolencia como una metáfora de los males espirituales que lo habían acosado a lo largo de su vida. Más allá de interpretaciones simbólicas, lo cierto es que la tuberculosis fue la causa de más del veinte por ciento de las muertes en la Europa de esos años.

La relación de Kafka con el Instituto de Seguro de Accidentes terminó en julio de 1922, cuando, por motivos médicos, se le concedió la jubilación anticipada con una pequeña pensión. Aquella larga experiencia laboral contribuyó de manera significativa a proveer algunos de los asuntos y los enfoques característicos de su ficción, a saber, una animadversión orgánica hacia la impenetrable maquinaria burocrática, judicial y tecnocrática y un conocimiento detallado de ciertos aspectos deshumanizadores del mundo fabril, especialmente de las máquinas, los ingenios y sus engranajes. Y tal vez, o incluso muy probablemente, su práctica como leguleyo dejó huella en su escritura, tanto en su estilo poco dado a las florituras, de periodos interminables, y de una gravedad estéril, por la que se abren paso la paradoja y la ironía, menos ajenas al género del litigio de lo que se cree; como en la textura de su inventiva, parca en peripecias, exenta de catarsis y, como dijo Borges, plagada de «situaciones intolerables» donde «el argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica».

Los veintitrés relatos recogidos en este libro ofrecen una muestra amplia y representativa de la obra de Franz Kafka; la singularidad de la selección reside en su organización cronológica, en algunos casos aproximada, que permite apreciar la evolución de su escritura y de su universo creativo. Carmen Gauger y Adan Kovacsics, grandes conocedores de la obra de Franz Kafka, firman estas traducciones en lengua castellana, realizadas con la clara intención de respetar las peculiaridades expresivas del escritor checo. Un número significativo de estos escritos fueron publicados en vida del autor; otros forman parte de aquellos otros que no le parecían definitivos y que deseó que fueran destruidos tras su muerte, y así se lo pidió a Brod. Con el fin de conocer el estatus de estos relatos en la producción kafkiana ofrecemos a continuación información relativa a su génesis y alguna indicación de sus aspectos técnicos y de los argumentos de sus fábulas.

Cuando Franz Kafka empezó sus estudios universitarios en 1901, hacía tiempo que escribía relatos juveniles impregnados del impresionismo literario vigente en Alemania y Austria en los años previos a la Primera Guerra Mundial; escritos que mantenía en secreto a todos salvo a Oskar Pollak, su amigo de la adolescencia. Hicieron falta varios años de perfeccionamiento y una buena dosis de confianza, proporcionada en parte por Max Brod, para que Kafka, para quien sólo lo perfecto era válido, se decidiera a sacar a la luz sus prosas.

Los primeros escritos publicados por Franz Kafka aparecieron en marzo de 1908 en el primer número de la lujosa revista literaria bimensual Hyperion, dirigida por el editor y traductor Franz Blei y el dramaturgo expresionista Carl Sternheim, ambos judíos e intelectuales de gran bagaje. No pudo tener mejores padrinos, pues sus breves reflexiones compartieron protagonismo con relatos de los escritores más reconocidos de la época, como Hugo von Hofmannsthal, Heinrich Mann, Rainer Maria Rilke, entre otros. Reunidos bajo el título de «Betrachtung» [Meditación], en el número inaugural de Hyperion Kafka firmó ocho fragmentos breves, sin título y numerados con romanos; entre ellos, encabezado como «VI», figuraba el segundo texto de la presente selección, que actualmente se conoce como «Der Fahrgast» [«En el tranvía»], escrito, con seguridad, antes de finalizar el año 1907. La meditación adquirió título en marzo de 1910, cuando fue publicada de nuevo en el periódico Bohemia, uno de los más antiguos de Praga en lengua alemana. Este breve relato sobresale como una muestra primeriza del arte kafkiano del contrapunto, los brincos de conciencia inesperados y la estructura de retractación, por la que se pone en suspenso lo expuesto en aras de una síntesis no resuelta. Así, si en la primera parte del relato el narrador expresa su sentimiento de sentirse solo en una gran ciudad y su inquietud por la falta de orientación en el mundo, a continuación parece olvidarse de su desazón ante la contemplación de una bella muchacha.

Posteriormente, «En el tranvía» fue incluido en el primer libro que publicó Franz Kafka, titulado Betrachtung [Meditación], y editado por la distinguida editorial Rowohlt de Leipzig en diciembre de 1912, aunque con fecha de 1913, seguramente por motivos fiscales. Entre los dieciocho fragmentos de prosa que componían Betrachtung también encontramos el mencionado «Wunsch, Indianer zu werden» [«Deseo de ser piel roja»], apenas un párrafo que describe a un piel roja a lomos de un caballo que se deshace como un azucarillo. Aunque, como dijimos, no se conoce su fecha de creación, se cuenta sin duda entre los escritos de juventud del escritor checo y encabeza la presente selección de relatos porque representa toda una declaración de principios, juvenil y desencantada al mismo tiempo.

Algo posteriores son «Gespräch mit dem Beter» [«Conversación del orante»] y «Gespräch mit dem Betrunkenen» [«Conversación del ebrio»]. Escritos ambos como parte de la versión del año 1909 del desconcertante relato «Beschreibung eines Kampfes» [«Descripción de una lucha»], recompuesto a partir de varios manuscritos y publicado en 1936 por Max Brod. De nuevo fue la mencionada revista literaria Hyperion la que publicó ambos extractos, en esta ocasión en su número de marzo-abril de 1909, convirtiéndose así en laresponsable de la aparición de Kafka en la escena literaria en lengua germana. Ambas conversaciones dan la medida de las cavilaciones que ocupaban al escritor en aquellos años de formación: dudas acerca de la capacidad expresiva del lenguaje, fe en la fuerza creativa de la metáfora e insistencia en la diferencia primordial entre el ser y las apariencias. Ahí es nada.

Kafka escribió «Grosser Lärm» [«Estruendo»] en la entrada del 5 de noviembre de 1911 de su Diario. Este breve fragmento es, quizá, su crítica más cruel a la vida en el apartamento familiar, al que llama, despectivamente, el «cuartel general del ruido», el peor enemigo de los escritores. El tono desenfadado y burlón es un buen ejemplo de la escritura que practicaba en sus célebres Tagebucher; de su carácter autobiográfico testimonia la mención del nombre de su hermana, Valli.

En la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, Franz Kafka dio forma, de una sentada, a la que a su juicio sería una de sus narraciones más logradas y, según de la crítica, la primera muestra auténtica del estilo kafkiano: «Das Urteil» [«La condena»], por su estructura precisa, su economía narrativa y una apertura interpretativa que supone un reto para el lector. La mañana que siguió a aquella experiencia creativa, Kafka anotó en su Diario que había escrito en un estado de inspiración semiinconsciente, con un «ensanchamiento total de cuerpo y alma» y que, mientras escribía, pensaba en Sigmund Freud; acto seguido leyó a viva voz el relato a sus hermanas. «La condena» se publicó por primera vez en la edición de 1913 del anuario literario Arkadia, editado por Max Brod. Años después, en 1916 y 1919, gracias a la obstinación del autor y pese a la brevedad de la narración, aparecieron sendas versiones de «La condena» en formato de libro en la editorial de Kurt Wolff. El inicio de la relación de Kafka con Felice Bauer, con quien albergaría proyectos de matrimonio, en agosto de 1912, se intuye en el origen de esta historia, que trata de un matrimonio inminente y del sentimiento de culpa del novio a causa del próximo abandono del hogar familiar.

«In der Strafkolonie» [«En la colonia penitenciaria»] fue escrita en octubre de 1914, aunque Kafka no se decidió a publicarla hasta 1919, debido a la desazón que le procuraban las tres últimas páginas del relato, que definía como un «adefesio». En cierto momento, Kafka se planteó publicar «En la colonia penitenciaria» en un solo volumen, bajo el título colectivo de «Strafen» [«Castigos»], junto con la mencionada «La condena» y «La metamorfosis» —ya publicada a finales de 1915 por la Kurt Wolff Verlag como libro—. «En la colonia penitenciaria» señala un cambio fundamental en la narrativa de Kafka, hasta la fecha marcada por la singular constricción de lo narrado a la experiencia y el punto de vista de los sufridos protagonistas, que se adentra en la perspectiva narrativa externa y objetiva —buena muestra de este nuevo enfoque es el afinado detallismo con que se describe la máquina torturadora—, común en sus relatos parabólicos posteriores.

Precisamente con el tono de las parábolas bíblicas escribió Kafka «Vor dem Gesetz» [«Ante la ley»] hacia mediados de diciembre de 1914, como parte de Der Process [El proceso], novela inacabada que fue publicada, póstumamente, en 1925 por Max Brod. Kafka tituló originalmente esta parábola «Legende von dem Türhüter» [«Leyenda del guardián»], aunque desde su primera publicación en 1915, en el semanario judío Selbstwehr, ya portaba el título con el que se conoce en la actualidad.Posteriormente fue incluida en Ein Landarzt: Kleine Erzählungen [Un médico rural: relatos breves], una recopilación de relatos de Kafka publicada en 1919 por la editorial de Kurt Wolff. A diferencia de la parábola tradicional, que se sirve de una historia ficticia para iluminar, mediante analogía, una circunstancia o un problema particular del comportamiento humano con una intención didáctica y un sentido inequívoco, Kafka sabía que una buena parábola debía evitar las referencias directas y las metáforas obvias, y que su potencia expresiva se basaba en la sugestión. Así, las parábolas de Kafka, como ocurre con las mashal (‘parábola’ en hebreo) del Antiguo Testamento, sugieren un posible mensaje didáctico, pero generalmente culminan con una paradoja que rechaza cualquier interpretación clara. Más adelante volveremos sobre este asunto.

En el verano de 1916, Kafka, notoriamente sensible al ruido, buscó un lugar tranquilo donde poder escribir por las noches después del trabajo en la oficina. Junto con su hermana Ottla alquiló una casita de cimientos medievales en la Alchimistengasse, sita en el Barrio Pequeño (Malà Strana, en checo) de Praga, encajado entre el castillo y el río Moldava. En aquella casita silenciosa, entre diciembre de 1916 y abril de 1917, y en otra que arrendó para él solo en el antiguo palacio Schönborn, Kafka compuso no menos de dieciocho relatos, algunos de los cuales se cuentan entre los más maduros y mejor estructurados de su obra. Las seis narraciones que siguen a «Ante la ley» son una muestra de aquel periodo creativo que, no casualmente, comenzó tras romper su relación con su prometida Felice Bauer.

«Schakale und Araber» [«Chacales y árabes»] forma parte del cuaderno «B» del Oktavhefte [Cuadernos en octavo] y se publicó, junto con «Ein Bericht für eine Akademie» [«Informe para una academia»], en octubre de 1917 en la revista mensual Der Jude, el órgano intelectual del sionismo de habla alemana fundado y editado por Martin Buber y distribuido desde Berlín y Viena. Sabemos, por cartas cruzadas, que el editor alemán sugirió a Kafka que aparecieran bajo el título común de «Gleichnisse» [Parábolas]. Kafka, sin embargo, rechazó cortésmente pero con firmeza esta propuesta: «¿Puedo pedirle que no llame parábolas a las piezas?; en realidad no son parábolas. Si van a tener algún título general, el mejor podría ser: “Dos historias de animales”». La razón de esta negativa es fácil de entender: si se etiquetaban como parábolas, los árabes y los chacales podrían leerse como una analogía de la relación entre los gentiles, brutales y astutos, y los serviles judíos, que esperan al Mesías que les libere aunque son víctimas de su codicia; o, más en clave política, el triángulo chacales-árabes-narrador podría aludir a las tensiones entre checos, alemanes y judíos en Praga. Kafka prefirió desarmar cualquier eventual interpretación mesiánica o política de su relato para no granjearse enemistades innecesarias. Hizo bien, pero hoy en día casi nadie duda de que «Chacales y árabes» sea una parábola muy sugestiva.

El texto de «Der Jager Gracchus» [«El cazador Gracchus»] que ha llegado hasta nosotros fue, en realidad, compuesto por Max Brod a partir de una serie de fragmentos encontrados en varios tomos de los Cuadernos en octavo y de los Diarios de Kafka. Se publicó por primera vez en 1936 en Beschreibung eines Kampfes: Novellen, Skizzen, Aphorismen aus dem Nachlass [Descripción de una lucha: novelas, bocetos, aforismos póstumos], el volumen 5 de la primera edición de Brod de los escritos completos de Kafka. Gracchus es un muerto que no termina de morir atrapado en el mundo de los vivos como en un laberinto insalvable. La crítica ha querido ver, quizá con razón, en el nombre del protagonista una referencia autobiográfica ya que Gracchus remite a graccio, grajo en italiano, que es precisamente lo que significa kavka en checo; la mención del puerto de la ciudad italiana de Riva, una de las pocas localizaciones geográficas reales que aparece en toda la obra de Kafka, avalaría esa conexión, puesto que en 1909 Kafka hizo un viaje a esa ciudad con Max Brod y su hermano. «El cazador Gracchus» es un relato inacabado que, a diferencia de otros también inconclusos, ofrece pistas acerca de la manera de trabajar de Kafka. A partir de una idea central sugerente, un muerto en busca del Hades, Kafka fue añadiendo ideas, en distintos cuadernos y diarios, a la busca de un cierre que le satisficiera, pero no lo encontró y la historia quedó, como Gracchus, a la deriva. Ese es el motivo por el cual las partes añadidas, que empiezan en «—¿Y piensa quedarse aquí, en Riva, con nosotros?», sean divagaciones que repiten ideas ya mencionadas anteriormente y que el tono serio inicial decaiga en los últimos diálogos para convertirse en una disputa paródica entre borrachines. De esa lucha por hallar un final convincente, kafkianamente hablando, da testimonio una frase que parece una expresión directa de la propia desesperanza del autor: «Nadie leerá lo que aquí escribo; nadie vendrá a ayudarme».

«Ein Landarzt» [«Un médico rural»] señala una evolución en las técnicas narrativas del escritor checo: primero, por la maestría con la que maneja la narración en primera persona para describir secuencias oníricas, que en los escritos anteriores eran referidas a través de la tercera persona y el monólogo; segundo, por la construcción de una trama de conexiones entre eventos y personajes de temática sexual y bíblica; conexiones evidentes y elusivas al mismo tiempo: la pocilga como la libido retenida; el rijoso mozo de cuadra como alter ego del timorato protagonista; la herida del hermano en el costado derecho como metáfora cristológica… El final aforístico de este relato («Atender una vez al falso repicar de la campanilla nocturna: y ya no tiene remedio») muestra la técnica utilizada por Kafka para conducir sus historias a una conclusión contundente y, al mismo tiempo, mantener abierto su sentido.

«Der Kübelreiter» [«El jinete del cubo»] fue compuesto originalmente en el tomo «B» de los Cuadernos en octavo, es decir, entre mediados de enero y mediados de febrero de 1917. Después de cuatro años de dudas y correcciones apareció en el suplemento navideño del diario DiePrager Presse el 25 de diciembre de 1921. Narrado en primera persona, con un tono sarcástico y mediante una atmósfera entre alucinada y onírica, el relato trata de la avaricia. Sin embargo, una imagen quizá permita una lectura en clave más profunda, por la que se cuela de nuevo lo biográfico: la carbonera que hace oídos sordos a la petición de ayuda está haciendo calceta con sus agujas de tricotar, acción que sólo es posible con las manos calientes y en un espacio confortable, circunstancias muy distintas a las de Kafka durante el severo invierno de 1916-1917, cuando escribió esta historia en la silenciosa casa de la Alchimistengasse, donde dependía de una pequeña estufa de carbón para calentarse.

«Beim Bau der Chinesischen Mauer» [«Durante la construcción de la muralla china»] fue escrito entre febrero y marzo de 1917, y constituye la pieza central del sostenido tratamiento ficticio que Kafka hace de Oriente como proyección cultural de la imaginación europea y del que también son muestras, cada una a su manera, «En la colonia penitenciaria» y «Chacales y árabes». Esta pieza inacabada puede leerse, en un nivel literal, como una presentación irónica de los tópicos que siembran el acercamiento occidental a la China imperial: la historia cíclica, la inmadurez política, el culto al emperador y el autoaislamiento… Pero también funciona como una sugerente alegoría de la imposibilidad de proporcionar un relato completo, objetivo e históricamente certero de cualquier asunto del pasado humano. Para Kafka el pasado es esencialmente irrecuperable e incomprensible y, además, todo es ya pasado. Kafka expresa esta duda, que le atenazaba desde muy temprano, a través de paradojas y contradicciones irresolubles, y mediante un empleo magistral de frases muy complicadas, inversiones de argumentos y exageraciones satíricas. Aunque el texto completo sólo vio la luz de manera póstuma, en 1937, como parte del volumen 6 de las obras completas editadas por Max Brod, uno de sus fragmentos, «Eine kaiserliche Botschaft» [«Un mensaje imperial»], apareció publicado en diciembre de 1919 en el mencionado Selbstwehr, un semanario sionista independiente publicado en Praga al que Kafka estuvo suscrito desde, al menos, 1917.

«Ein Bericht für eine Akademie» [«Un informe para una academia»] es el primer «relato animal» de Kafka narrado en primera persona, es decir, desde la perspectiva del propio animal. Escrito en abril de 1917, su origen pudo estar en un reportaje aparecido el 1 de abril de 1917 en DasPrager Tagblatt, el segundo diario más importante en lengua alemana de Praga, sobre la presentación de un chimpancé como artista de espectáculos de variedades. Ya dijimos que se publicó junto a «Chacales y árabes» en octubre de 1917 en la revista mensual Der Jude. En este relato, quizá el más irónico de los escritos por Kafka, el protagonista, un simio conocido como Pedro el Rojo (Rotpeter), clama que, después de ser capturado, se convirtió en humano para alcanzar una escapatoria [«Ausweg»], algo muy diferente de la libertad, concepto este último que, a juicio del simio, no es más que un engaño entre los humanos. La escapatoria del simio Pedro el Rojo es precisamente la imitación exacta del ser humano, la perfecta —o casi perfecta, como veremos— integración en la civilización mediante, primero, la autodisciplina y el autocastigo; y, segundo, como todos los seres humanos, aceptando la negación de la propia naturaleza para sobrevivir. En la narración del simio se invocan, irónicamente, un tema darwiniano y otro freudiano muy de moda en la época: del primero recrea la idea de la supervivencia del más fuerte a partir de la adaptación a las condiciones en las que debe sobrevivir; del segundo, alude la idea de la perversión sexual como un hecho natural, incluso, entre las personas sanas.

Publicados póstumamente por Max Bod, quien les dio título, «Die Wahrheit über Sancho Pansa» [«La verdad sobre Sancho Panza»], «Das Schweigen der Sirenen» [«El silencio de las sirenas»] y «Prometheus» [«Prometeo»] figuran en el tomo «G» de los Cuadernos en octavo, con fechas del 21 y el 23 de octubre de 1917 y el 17 de enero de 1918, respectivamente. Estos relatos representan, de manera emblemática, una de las diversiones favoritas del escritor: la parodia, subversiva, de las historias y los mitos de la tradición literaria occidental, tanto en el contenido como en la forma. En el primero de ellos, la subversión viene del lado de la importancia asociada al personaje de Don Quijote que, en la parodia de Kafka, no es más que un «demonio» cuyo único «objeto predeterminado» es atormentar a Sancho Panza, quien a fuerza de inteligencia logra «alejar de sí en las horas vespertinas y nocturnas a su demonio» dándole a leer novelas, con las consecuencias por todos conocidas. En el caso de Odiseo la variación es más compleja y se da en el seno de la misma moral de la fábula: ¿qué salva a Odiseo del canto de las sirenas: su ingenuidad o su astucia? No menos sugestiva es la introducción de una idea no presente en Homero: la superioridad del silencio sobre el canto, pues el primero enferma de jactancia el alma de aquellos que han creído vencer a las sirenas mientras que el segundo solo vence al cuerpo. El mito de «Prometeo», aquel titán que ofreció a los humanos el fuego, analogía de la libertad, permite a Kafka reflexionar sobre la verdad, que no es más que un juego del lenguaje, un discurso convencional y una ilusión cuyo carácter metafórico ha sido olvidado, convertida, como Prometeo, en una roca sin vida. Nada impide pensar que Kafka, que unos meses antes acababa de ser diagnosticado de tuberculosis, se viera a sí mismo como una especie de Prometeo, y temiera que su obra, como la hazaña del titán mitológico, pronto sería olvidada.

No se conoce con exactitud la fecha de redacción del fragmento conocido como «Der Aufbruch» [«La partida»], cuyo título fue asignado por Max Brod en 1936, pero muy probablemente Kafka lo escribiera en algún momento entre febrero de 1920 y febrero de 1921. El diálogo, en apariencia baladí, entre un criado y su señor, trasuntos, quizá, del orden social y del espíritu creativo, termina convirtiéndose en una declaración de principios perentoria que convierte al viaje, en sí mismo, en la única ambición aceptable. Aunque no se trata de un viaje cualquiera, sino de «un viaje verdaderamente inmenso»; un viaje que no tiene un destino geográfico claro ni está condicionado por consideraciones materiales; un viaje metafísico cuyo fin insinuado es abandonar lo familiar y emprender una aventura que, como en muchas narraciones de Kafka, conduce a lo desconocido.

«Erstes Leid» [«Primer sufrimiento»] fue escrito entre septiembre de 1921 y marzo de 1922, y «Ein Hungerkünstler» [«Un artista del hambre»], entre enero y septiembre de 1922, cuando la salud de Kafka se deterioraba rápidamente. Ambos formaban parte de Ein Hungerkünstler: Vier Geschichten [Un artista del hambre: Cuatro relatos], el primer póstumo de Franz Kafka publicado, en 1924, por Max Brod; sabemos que el escritor corrigió las galeradas del libro hasta el día en que falleció, el 3 de junio de 1924, en el sanatorio de Kierling (Austria). Como varias de las historias que Kafka escribió en sus últimos años de vida, ambas tienen como figura central a un individuo que se acerca al final de una vida fracasada. «Primer sufrimiento», en ocasiones también titulado «Un artista del trapecio», ya había aparecido impreso en 1921 en la revista Genius, publicada por el primer editor de Kafka, Kurt Wolff. En una carta a Max Brod, fechada el 26 de junio de 1922, Kafka se refirió a este importante relato como «una pequeña historia repulsiva». Escrito algo después, seguramente, «Un artista del hambre» apareció en Die Neue Rundschau en octubre de 1922. En general, los críticos han llegado al consenso de que tanto el trapecista como el ayunador son proyecciones de la vida interior de Kafka cuando, ya muy enfermo, comprendió que nunca alcanzaría sus aspiraciones literarias y vitales. Quizá por este motivo el escritor prefirió, en ambos relatos, la distancia narrativa que permite la tercera persona.

Poco después de que Kafka abandonara la escritura de Das Schloss [El castillo], entre septiembre y octubre de 1922, escribió el relato «Forschungen eines Hundes» [«Investigaciones de un perro»], inacabado a causa de varias crisis nerviosas. El manuscrito sin título comienza en el conocido como «Cuaderno del artista del hambre» [«Hungerkünstlerheft»], porque contiene el borrador de esta importante historia tardía, y continúa en las páginas de uno de sus Diarios. Max Brod tituló y publicó por primera vez la historia en 1931 en la edición de extractos póstumos de Kafka. Narrado en primera persona por un anciano perro filósofo que describe cómo dedicó su vida a llevar cabo, sin tener verdaderas capacidades ni método alguno, una serie de investigaciones y experimentos que no culminaron en nada concreto, «Investigaciones de un perro» puede leerse, también, como una alegoría de la propia existencia de Kafka; en un sentido más general muestra algunos de los temas que interesaron al escritor al final de su vida: la relación entre el individuo y la comunidad, la cuestión de la alimentación —física y espiritual—, la importancia del carácter innato, como horma ineludible sobre la que discurre la existencia, y, no en menor medida, el valor del arte en la sociedad.

En toda la obra de Kafka solo hay dos relatos que presenten como personaje central a un personaje femenino: «Josefine, die Sängerin oder Das Volk der Mäuse» [«Josefine, la cantante o El pueblo de los ratones»], un relato que no figura en esta selección, y «Eine kleine Frau» [«Una mujercita»]. Se cree que Kafka escribió este último en algún momento entre diciembre de 1923 y finales de enero de 1924, después de irse a Berlín con Dora Diamant, con quien alumbró el proyecto de emigrar a Palestina y montar un restaurante: ella cocinaría y él sería el camarero. El tono ligero de «Una mujercita» y su final a todas luces positivo —atributos exóticos en la obra de Kafka—, en el que el narrador decide ignorar las perturbaciones causadas por su entorno social y continuar viviendo su vida «con toda tranquilidad, sin que nadie me moleste», parece expresar algo de la paz que alcanzó con Dora, la única mujer con la que Kafka, según revelan su cartas, pudo tener una relación estrecha y armoniosa.

El relato que cierra la presente selección, «Der Bau» [«La obra»], está considerado como la última historia de ficción escrita por Kafka. Fue compuesto entre noviembre de 1923 y finales de enero de 1924, también durante la estancia de Kafka en Berlín con su amante. Aunque concluye de forma abrupta, como podrá comprobar el lector, todo parece indicar que Kafka escribió su final y que las páginas finales del manuscrito se perdieron, quizá destruidas durante los registros que, en 1933, los nazis efectuaron en el apartamento berlinés de Dora Diamant. Max Brod afirmó que pudo leer la historia completa cuando Kafka todavía estaba vivo y que el final consistía en una lucha sin cuartel entre el protagonista y un invasor; lucha que termina con la muerte del primero. Escrito en primera persona por un horadador de cavernas subterráneas que nunca da por terminada su labor, «La obra» sobresale como una de las fábulas más enigmáticas, y con sentido más abierto, del escritor checo, tanto por el continuo elogio de la soledad y el silencio, condiciones naturales de la vida de escritor, como por la descripción de la incansable labor tuneladora, llevada obsesivamente hasta los límites de lo razonable, tan similar, en su abigarrada infinitud, a los trabajos y los esfuerzos del escritor que fue Franz Kafka.

Deseo de ser piel roja

Quién fuera un indio americano, siempre en estado de alerta, y, con el caballo al galope, cortando el aire, vibrara una y otra vez sobre el suelo vibrante hasta dejar las espuelas, pues no hay espuelas, hasta soltar las riendas, pues no hay riendas, y ver delante el terreno como un prado recién segado, ya sin cuello de caballo ni cabeza de caballo.

En el tranvía

Estoy en la plataforma del tranvía y me siento completamente inseguro en cuanto a mi posición en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera de pasada podría indicar qué derechos, y de qué indole, podría yo reclamar en justicia. No puedo justificar en absoluto que yo esté en esta plataforma, que me agarre a este asidero, que me deje llevar por este vehículo, que la gente ceda el paso al tranvía o camine en silencio o esté parada delante de los escaparates. Nadie exige eso de mí, cierto, pero eso da igual.

El tranvía se acerca a una parada, una muchacha se sitúa junto a los escalones dispuesta a apearse. Para mí tiene una figura tan nítida como si la hubiera palpado. Está vestida de negro, los pliegues de la falda casi no se mueven, la blusa es ajustada y tiene un cuello de encaje blanco y tupido, apoya la mano izquierda, abierta, contra la pared, el paraguas que lleva en la derecha está sobre el segundo escalón. Su rostro es moreno, la nariz, ligeramente estrecha por los lados, es al final redonda y ancha. Tiene abundante pelo castaño y pelillos sueltos en la sien derecha. Su pequeña oreja está muy pegada a la cabeza, sin embargo, como estoy cerca, veo todo el dorso del pabellón derecho y la sombra que forma en el nacimiento de la oreja.

Yo me pregunté entonces: ¿cómo es posible que no se asombre de sí misma, que mantenga cerrada la boca y no diga nada sobre todo eso?

Conversación con el orante

Hubo una época en la que yo iba a una iglesia, día tras día, porque una muchacha de la que me había enamorado rezaba allí de rodillas media hora todas las tardes y así podía contemplarla a mi gusto.

Un día en que la joven no había llegado y yo miraba malhumorado a la gente que rezaba, me llamó la atención un joven de extraordinaria delgadez que se había tumbado en el suelo cuan largo era. De vez en cuando se cogía la cabeza con todas sus fuerzas y la golpeaba, suspirando, contra las palmas de las manos que descansaban sobre las losas.

En la iglesia sólo había unas viejas que volvían a menudo la cabeza envuelta en un pañuelo, inclinándola hacia un lado, para mirar de reojo al hombre que así rezaba. Esa atención parecía hacerle feliz, porque antes de cada uno de sus piadosos arrebatos miraba a su alrededor para comprobar si había muchos espectadores. A mí eso me pareció improcedente y decidí hablar con él cuando saliera de la iglesia para preguntarle por qué rezaba de esa manera. Sí, estaba irritado porque mi muchacha no había venido.

Pero no se levantó hasta pasada una hora; se santiguó con todo cuidado y se dirigió vacilante a la pila de agua bendita. Yo me situé entre la pila y la puerta y sabía que no le dejaría pasar sin pedirle una explicación. Torcí un poco la boca, como hago siempre a modo de preparación cuando quiero hablar enérgicamente. Adelanté la pierna derecha y me apoyé sobre ella, mientras que la izquierda se sostenía sobre la punta del pie; eso también me da estabilidad.

Ahora bien, es posible que el hombre estuviese mirándome ya de reojo cuando se salpicó la cara con agua bendita; tal vez me hubiera observado antes inquieto, porque de pronto echó a correr hacia la puerta y salió. La puerta vidriera se cerró de golpe. Y cuando, momentos después, salí por la misma puerta, ya no lo vi, porque había allí varias calles estrechas y el tráfico era intenso.

Durante los días siguientes no apareció, pero mi muchacha sí. Llevaba un vestido negro con encajes transparentes en los hombros –la media luna del escote de la camisa estaba debajo–, de cuyo borde inferior salía la seda formando un cuello muy bien cortado. Y como estaba la chica, me olvidé del joven y ni siquiera me ocupé de él cuando más tarde empezó a venir de nuevo con toda regularidad, rezando a su manera habitual. Pero siempre pasaba de largo con mucha prisa, volviendo el rostro hacia otro lado. Tal vez se debiera a que sólo podía representármelo en movimiento, de forma que, incluso cuando estaba inmóvil, me parecía que se deslizaba silenciosamente.

Un día me entretuve en mi cuarto y se me hizo tarde. Sin embargo aún fui a la iglesia. Ya no estaba la muchacha y quise volver a casa. Y allí estaba el joven, tumbado otra vez. El antiguo incidente me vino a la memoria y despertó mi curiosidad. Me deslicé de puntillas hasta la entrada, le di una moneda al mendigo que estaba sentado allí, y me arrimé a él, detrás del batiente abierto de la puerta; así me quedé sentado una hora, quizás con un gesto de astucia. Me sentía a gusto en aquel sitio y decidí acudir con más frecuencia. Durante la segunda hora me pareció absurdo estar allí sentado a causa del orante. Y sin embargo contemplé durante otra hora más, ya furioso, cómo las arañas se deslizaban por mi ropa, mientras que los últimos fieles, respirando hondo, salían de la oscuridad de la iglesia.

Allí venía él también. Caminaba con cuidado y sus pies tanteaban primero ligeramente el suelo antes de pisar.

Me levanté, de una zancada llegué hasta él y le puse la mano encima. «Buenas tardes», dije y, agarrándolo por el cuello de la camisa, le hice bajar los escalones hasta la plaza iluminada.

Cuando estuvimos abajo, dijo con una voz muy poco segura: «Buenas tardes, querido señor, dilecto señor, no se enoje conmigo, su más fiel servidor».

«Sí», dije, «quiero hacerle unas preguntas, señor mío; la vez anterior se me escapó usted, hoy no va a conseguirlo».

«Tiene usted buen corazón, señor, y dejará que me vaya a casa. Soy digno de compasión, esa es la verdad.»

«No», grité entre el ruido del tranvía que pasaba, «no le dejo. Precisamente esas historias son las que me gustan. Es usted una buena presa. Me felicito».

Entonces dijo él: «Oh, Dios mío, tiene usted un corazón lleno de vida y una cabeza como un adoquín. Dice que soy una buena presa; qué dichoso debe de ser. Porque mi desdicha es una desdicha oscilante, una desdicha que oscila sobre una punta muy fina, y si se la toca, cae sobre el que pregunta. Buenas noches, señor mío».

«Bien», dije y mantuve agarrada su mano derecha, «si no me responde, empezaré a gritar aquí, en medio de la calle. Y todas las dependientas que ahora salen de las tiendas y todos sus enamorados que se alegran de volver a verlas acudirán corriendo, porque creerán que el caballo de algún coche de punto ha sufrido una caída o que ha pasado algo parecido. Entonces le pondré en evidencia delante de la gente».

Él me besó alternativamente las dos manos. «Le diré lo que quiere saber, pero vayámonos mejor a esa bocacalle, por favor.» Asentí y allí nos fuimos.

Pero no se contentó con la oscuridad de aquel callejón, en el que sólo había farolas amarillas muy distantes unas de otras, sino que me llevó al corredor de bajo techo que era la entrada de una casa antigua, y nos pusimos bajo una lamparita que goteaba colgada ante la escalera de madera.

Allí tomó su pañuelo y dijo desplegándolo sobre un peldaño: «Siéntese, querido señor, así puede preguntar mejor, yo me quedo de pie, así puedo responder mejor. Pero no me atormente».

Entonces me senté y mirándole con los ojos medio cerrados dije: «¡Es usted un perfecto demente, eso es usted! ¿Qué manera es esa de comportarse en la iglesia? ¡Qué irritante es eso y qué desagradable para los espectadores! ¿Cómo puede uno recogerse devotamente si se ve forzado a mirarle?».

Él había aplastado el cuerpo contra la pared, sólo movía sin dificultad la cabeza. «No se enfade; ¿por qué va a enfadarse por cosas que no le conciernen? Yo me irrito cuando me comporto con torpeza; pero si es otro el que se comporta mal, entonces me alegro. Por tanto no se enfade si le digo que la finalidad de mi vida es que la gente me mire.»

«Pero qué está diciendo», exclamé alzando demasiado la voz para un pasillo de tan poca altura, pero después tuve miedo de bajar la voz, «de verdad, qué está diciendo. Sí, ya adivino, ya adivinaba cuando le vi por primera vez, en qué estado se encuentra. Tengo experiencia y no es broma si le digo que es un mareo de alta mar en tierra firme. La naturaleza de esa enfermedad consiste en que usted ha olvidado el verdadero nombre de las cosas y ahora arroja sobre ellas, a toda prisa, nombres tomados al azar. ¡Deprisa, deprisa! Pero en cuanto se separa de ellas, olvida de nuevo los nombres. El álamo de los campos al que dio el nombre de “Torre de Babel”, porque no sabía o no quería saber que era un álamo, se balancea de nuevo sin nombre y usted tiene que llamarlo “Noé cuando estaba ebrio”».

Me quedé un poco desconcertado cuando dijo: «Me alegro de no haber entendido lo que ha dicho».

Irritado, dije impulsivamente: «El hecho de que se alegre prueba que lo ha entendido».

«Claro que lo prueba, señor mío, pero usted también ha hablado de un modo curioso.»

Puse mis manos sobre un peldaño más alto, me eché para atrás y, en esa posición casi inexpugnable, último recurso de los luchadores, pregunté: «Tiene una forma divertida de ponerse a salvo al presuponer en los otros el estado en que usted se encuentra».

Entonces cobró valor. Entrelazando las manos para dar unidad a su cuerpo, dijo con ligera resistencia: «No, no hago eso contra todos, por ejemplo tampoco contra usted, porque no puedo. Pero estaría contento si pudiera, porque entonces no necesitaría la atención de la gente en la iglesia. ¿Sabe por qué la necesito?».

Esa pregunta me resultó incómoda. No lo sabía, ciertamente, y creo que tampoco quería saberlo. Y yo tampoco había querido llegar hasta allí, me dije entonces, pero ese hombre me había obligado a escucharle. Por eso ahora no tenía más que sacudir la cabeza para hacerle ver que no lo sabía, pero no podía poner mi cabeza en movimiento.

La persona que estaba frente a mí sonrió. Luego se puso de rodillas y contó con gesto soñoliento: «Nunca ha habido un tiempo en el que haya estado convencido de mi existencia por mí mismo. Porque percibo las cosas de mi entorno en representaciones tan débiles que siempre creo que las cosas han vivido alguna vez, pero que ahora están desapareciendo. Siempre, querido señor, tengo ganas de ver las cosas tal como se presentan antes de que yo las vea. Son sin duda hermosas y serenas. Tiene que ser así porque a menudo oigo hablar así de ellas a la gente».

Como yo guardaba silencio y sólo mostraba con una crispación involuntaria del rostro lo poco a gusto que me encontraba, preguntó: «¿No cree que la gente hable así?».

Creí que tenía que hacer un gesto afirmativo pero no pude.

«¿De verdad no lo cree? Pero mire, escúcheme; una vez, de niño, abrí los ojos tras una breve siesta y oí, todavía medio dormido, que mi madre preguntaba con tono natural desde el balcón: “Qué hace, querida. Con este calor”. Desde el jardín respondió una mujer: “Estoy merendando al aire libre”. Lo dijeron sin pensar y no con excesiva claridad, como si todos lo hubieran esperado.»

Pensé que tenía que dar una respuesta, por eso me metí la mano en el bolsillo trasero del pantalón como si buscara algo. Pero no buscaba nada, sino que sólo quería adoptar otra postura para mostrar mi interés por la conversación. Dije al mismo tiempo que ese incidente era muy extraño y que no lo entendía en absoluto. Añadí también que no creía que fuera cierto y que tenía que haber sido inventado con un fin preciso que yo no captaba en aquel momento. Luego cerré los ojos, porque me dolían.

«Oh, es bueno que comparta mi opinión y ha sido muy generoso al detenerme para decírmelo.

»Verdaderamente, por qué iba a avergonzarme –o por qué íbamos a avergonzarnos– de no caminar erguidos y con porte grave, de no golpear con el bastón en el pavimento y no rozar la ropa de la gente que pasa a nuestro lado hablando en voz alta. ¿No debería más bien insistir en quejarme, y con razón, de tener que pasar como una sombra, con los hombros encogidos, pegado a las paredes, desapareciendo a veces en las lunas de los escaparates?

»¡Qué días paso! Por qué está todo tan mal construido que a veces se derrumban altos edificios sin que se pueda encontrar una razón objetiva. Trepo por los montones de escombros y pregunto a todo aquel con quien me tropiezo: “¿Cómo ha podido ocurrir esto? En nuestra ciudad; una casa nueva; hoy es ya la quinta; figúrese”. Y nadie sabe darme una respuesta.

»Muchas veces, por la calle, la gente cae muerta y queda tendida en el pavimento. Entonces, todos los comerciantes abren las puertas atestadas de mercancías, se acercan a paso ligero, meten al muerto en una casa, salen después con una sonrisa en la boca y los ojos, y dicen: “Buenos días... El cielo está pálido... Vendo muchos pañuelos de cabeza... Sí, la guerra”. Entro de un salto en la casa y, después de haber levantado tímidamente la mano con el dedo doblado, doy por fin unos golpecitos en la ventanilla del portero. “Buen hombre”, digo amablemente, “le han traído aquí a un hombre muerto. Enséñemelo, por favor”. Y cuando sacude la cabeza como si estuviera indeciso, le digo con voz firme: “Señor mío. Soy de la policía secreta. Enséñeme al muerto ahora mismo”. “¿Un muerto?”, pregunta ahora y está casi ofendido. “No, aquí no tenemos ningún muerto. Esta es una casa decente.” Saludo y me marcho.