Réquiem - Mario Heredia - E-Book

Réquiem E-Book

Mario Heredia

0,0

Beschreibung

Nadie sobrevive si su nombre está escrito en la lista de la Dama de Fuego  Un embalsamador, a bordo de su coche fúnebre, deambula desesperado en la madrugada por las calles de Bogotá, buscando el mejor lugar para esconder el cadáver de su exnovia. Una estudiante de medicina esconde su melancolía detrás de la falacia de salvar vidas, pero con la terrible certeza de que nadie la salvará a ella cuando llegue su hora de morir. El sepulturero del cementerio San Miguel Arcángel ha hecho un pacto con la Muerte y ahora los difuntos no lo dejan descansar en paz. Tres dramas agobiantes y fascinantes, tejerán sus hilos en una sola historia donde se evidencia la caducidad de la vida y lo insuficiente que puede ser un ataúd para encerrar el dolor.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 309

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


©️2023 Mario Heredia.

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Abril 2023

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-33-5

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Álvaro Vanegas.

Corrección de estilo: Julian Herrera

Corrección de planchas: Laura Puentes

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño @art.davidrolea

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Primera edición: Colombia 2023

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Contenido

I. INTROITUS 10

II. KYRIE 16

1 18

2 22

3 26

4 30

5 34

6 40

7 44

8 52

9 56

10 60

III. SECUENTIA 66

1 74

2 78

3 82

4 88

5 96

6 104

7 108

8 114

IV. OFFERTORIUM 120

V. SANCTUS 134

1 136

2 140

3 144

4 148

5 154

6 158

7 164

VI. BENEDICTUS 168

1 174

2 176

3 178

4 182

VII. AGNUS DEI 188

1 192

2 196

3 200

4 204

5 208

VIII. COMMUNIO 218

A todos aquellos seres que un día se fueron

y que ahora nos cuidan desde un más allá

desconocido y quizá, inexistente.

Ellos vivirán para siempre en nuestras memorias.

«La muerte por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior,

siempre ha matado mucho menos que el hombre»

José Saramago, Las intermitencias de la muerte

«Pero es solo por la fe que los muertos se levantan y caminan

entre nosotros o nos hablan en la oscura noche de nuestra alma»

Thomás Lynch, El enterrador

I. INTROITUS

Requiem aeternam dona eis, Domine,

et lux perpetua luceat eis.

Te decet hymnus, Deus, in Sion, et

tibi reddetur votum in Jerusalem:

exaudi orationem meam, ad te omnis

caro veniet.

Requiem aeternam dona eis, Domine,

et lux perpetua luceat eis.

Dales, Señor, el eterno descanso, y que la

luz perpetua los ilumine, Señor.

En Sion cantan dignas vuestras

alabanzas. En Jerusalén os ofrecen

sacrificios. Escucha mis plegarias, Tú,

hacia quien van todos los mortales.

Dales, Señor, el eterno descanso,

y que la luz perpetua los ilumine.

Primera afonía:

El diario del escolta

12 de agosto de 2019

La otra noche me metí un susto de muerte! Tal vez me estoy volviendo loco y el peso de mis culpas ya no me deja distinguir la realidad de la imaginación. ¿O será culpa de la marihuana barata que me vende el Flanders? Sí, eso debe ser, juro por mi madre que me mira desde el cielo que voy a dejar ese vicio. No, ¿a quién quiero engañar?, lo de esa vez fue muy real, maldita sea, ¿qué me sucedió esa noche?

Ese viernes me quedé hasta muy tarde en el cementerio tomando cerveza con mi buen amigo Querubín, el sepulturero; me gusta su compañía, pero en esa ocasión mis intenciones iban más allá de un espontáneo festejo entre amigos. Un maniático con plata, imagino yo, me pagó quinientos mil pesos para sacar de una tumba el cráneo de la mamá. Últimamente soy famoso en el bajo mundo por mi nuevo negocio: consigo tierra de panteón para hacer amarres, uñas, pelo, esqueletos humanos, todo lo necesario para seducir a las fuerzas del más allá o contribuir con los avances de la ciencia. Brujos, chamanes, médicos, estudiantes de medicina y uno que otro cura contratan con frecuencia mis servicios. No es que me falte la plata, hago esos encargos porque, a mucho honor, quiero, puedo y no me da miedo, además, un dinero extra nunca le cae mal a nadie.

Era más de medianoche, yo ya estaba ebrio cuando decidí salir del cuartucho donde bebíamos; tenía muchas ganas de fumar hierba, pero delante de Querubín no se puede, es un hombre de principios muy marcados, fue religioso, cura o algo así; además, no soportaba seguir emborrachándome al son del Réquiem de Mozart, ¡qué ridiculez!, pola y ópera para matar el tiempo. Me di mi paseo de siempre y el silencio de las tumbas en lugar de ponerme tenso, me relajó (también era la marihuana penetrando mi sistema nervioso). Hasta esa noche, no me asustaban los cementerios, no creía mucho en que los muertos salieran de su descanso para atormentar a los vivos, pero en los últimos meses escarbé tanto entre sus sepulcros que mis seguridades se desvanecieron. Sin darme cuenta llegué a la tumba 622 a sacar el cráneo de María Leonora Ruiz Collazos. Un cuervo me miraba como si leyera mis intenciones. «Nunca más», le dije antes de que le diera por hablarme. Durante ese fugaz momento me transporté a mis ya lejanos días de estudiante de bachillerato, cuando, obsesionado, devoraba libros como loco. Edgar Allan Poe, era mi autor favorito. El aleteo del cuervo huyendo «al filo de una lúgubre medianoche», me trajo de nuevo al presente para enfocarme en mi objetivo. Tuve suerte de que el ataúd estuviera a una altura razonable del nicho, a la izquierda, en la tercera fila contando de abajo arriba, eso facilitó mucho mi trabajo. Con ayuda del martillo y del cincel que escondo para este tipo de situaciones en una de las criptas, quité la lápida, saqué el ataúd y lo abrí. Allí yacía un cuerpo despojado de su carne. Sin pudor tomé la calavera, le quité el poco pelo que todavía le quedaba y volví a sellar la bóveda. Todo salía muy bien hasta que se oyó de súbito un leve golpe. Es mi imaginación —dije musitando—. Eso es todo, y nada más. Entonces apareció de la nada una mujer cubierta por una túnica blanca y resplandeciente, sin pies, volando sobre las tumbas y venía despacio hacia mí. Casi me orino del susto al ver que su pelo largo y rojizo, como de fuego, iba dejando «espectros de brasas moribundas reflejadas en el suelo». En lugar de orinarme, corrí en busca de Querubín, pero no lo encontré. Como pude llegué a la capilla y allí adentro el ánima me esperaba. Un escalofrío me llenó de fantásticos terrores jamás antes sentidos, al ser llamado entre lamentos por mi nombre de pila: Federico. Nadie me decía Federico desde que era un niño, incluso había olvidado que me llamaba así, prefería que me dijeran Fredy. Me santigüé y recité todas las oraciones que me sabía, jamás imploré tanto la ayuda de Dios y, como siempre, el Todopoderoso me decepcionó. Escrutando hondo en aquella negrura permanecí largo rato atónito, temeroso, dudando, soñando sueños que ningún mortal se haya atrevido jamás a soñar. Mas en el silencio insondable la quietud callaba, y la única palabra ahí proferida era el balbuceo de mi nombre: Federico. «¿Qué quiere de mí?», le pregunté, deseaba desde el fondo de mi ser la ausencia de una respuesta. «En siete noches nos volveremos a ver, y prepárate, tú vendrás conmigo». Yo me quedé paralizado, su voz era como la de una monja cantando gregorianos, o quizá la de un demonio vociferando una sentencia. No aguanté más y me desmayé.

Una luz me despertó. Al principio pensé que ya estaba cruzando el túnel para la otra vida, pero no, era Querubín. Él me alumbraba la cara con una linterna mientras yo sucumbía en mis oscilaciones. El hombre, tan buena gente como siempre, me ayudó a llegar hasta la portería, me preparó un tinto para subir las calorías, mientras yo seguía temblando de los nervios y el terror; no articulaba ninguna idea, solo repetía una y otra vez «nunca más».

Ya recuperado y menos hechizado por el pánico gracias a la luz del amanecer, me fui para mi casa sin saber dónde había dejado el cráneo que me encargaron. Desde ese día lo he buscado por todos los rincones del cementerio y aún no doy con él, ojalá ningún visitante lo encuentre porque pueden despedir al pobre de Querubín, y en el peor de los casos se lo pueden llevar preso, aunque eso es lo de menos. Me preocupa más mi suerte, hoy se cumplen siete noches de mi encuentro con ese espectro infernal, y anhelo desde el melancólico miedo de mi soledad que todo haya sido un mal viaje, y nada más.

II. KYRIE

Kyrie eleison

Christe eleison

Kyrie eleison

Señor, ten piedad

Cristo, ten piedad

Señor, ten piedad

1

Me gusta mi carro, y más si lo conduzco en medio de la noche, en el silencio intermitente de la carretera, expectante de los acontecimientos que se puedan tejer en la oscuridad de este infierno gris llamado Bogotá. Su chasis negro y alargado evoca la desdicha, sus vidrios polarizados camuflan la gelidez de la muerte, y de paso, ocultan mi rostro fantasmagórico, el que siempre incita miradas de terror. Pero lo que más disfruto, y confieso, me genera morbo, es su gran vagón trasero, el mismo que produce una nefasta curiosidad en los niños y pavor en los viejos cuando ven salir de él a mi acompañante de turno, revestido de maldición, dentro de un cajón de madera, listo para la liturgia de su último adiós.

Fue mi designio, la consecuencia de una promesa a la Muerte. Mi abuelo destinó a mi padre y a su linaje a ejecutar una misión ancestral. Vendo ataúdes, embalsamo cuerpos y dirijo funerales. El dolor de otros me permite trabajar, dependo de la tragedia como el médico de la enfermedad, el campesino de la cosecha y el cura de la fe. Imploro su aparición, sea en una bañera o en un ancianato, en el sinsentido de un suicidio, o en la simplicidad de una enfermedad que extermina a un decrépito cuerpo ya cansado de sobrevivir. He visto su belleza en la sangre derramada sobre el asfalto y en la hierba, o sobre una costosa alfombra inmolada por el crimen que luego se resumirá en el burdo titular de un diario amarillista o en un lánguido obituario. Así me acostumbré a ser el amante, el amigo y el compañero de la Muerte. Soy el hombre que con su arte sombrío la embellece, soy el escultor maldito que devuelve algo de paz al rostro del difunto. Yo entrego, gracias a mi habilidad, un poco de consuelo al doliente que desea llevarse el mejor recuerdo de su ser querido, antes de relegarlo al olvido que se resume en dos metros bajo tierra. Es enfermo, pero sentir cerca su hálito amortajado me deleita, saberme abrazado a ella me vigoriza, todo en mi existencia cobra sentido gracias a su presencia. Vivo enamorado de ella, de su sabiduría para develarse, de su sutileza al llegar de manera inesperada, de su efectividad al disfrazarse de pandemia y de su violencia al castigar a los incautos que creen que nunca morirán. Cómo no dejarme conquistar por la perfección que se esconde en su traje de duelo, si es gracias a ella que se consuma mi oficio sagrado.

Al morir mi padre, la vida me cambió de un modo inimaginable, sin estar listo asumí la responsabilidad para la que me preparó desde que tengo uso de razón y no dejar morir su legado. El tiempo se convirtió en una vana e indefinida ilusión y dormir pasó a un segundo plano, pues no existe la noche en que las voces del más allá no me susurren sus lamentos. Mientras una pareja hace el amor en un motel, yo estoy en la morgue metiendo un cuerpo desnudo en una bolsa negra; mientras una madre prepara a sus niños para el colegio, yo visto un cadáver para su funeral; mientras tú duermes, yo coso torsos o busco extensiones de cabello para cubrir las heridas de un cráneo.

Los entendidos me llaman embalsamador, los ignorantes me dicen buitre, pero sin importar como me quieran señalar, yo soy el aliado de la muerte y tengo el indulto para repudiar el miedo que suscita lo desconocido. Soy como Caronte, el barquero de la laguna Estigia, el siervo más repugnante de Hades; yo llevo a los muertos de la orilla del mundo de los vivos a la frontera del inframundo y al igual que Caronte cobraba una moneda por atravesar el río del odio, yo cobro por el servicio de dejar al difunto en paz en su última morada, evitándole el dolor de vagar como alma en pena por un lugar ajeno a su nueva naturaleza.

En público siempre me verán impecable, de traje y corbata, de luto, presto a ofrecer el mejor servicio en el peor momento de la vida de una persona, listo para entregar un cuerpo a la tierra o al fuego. En privado, si alguna vez alguien me mira, estaré en mi mesa de trabajo, bajo luces fluorescentes, envuelto en un overol blanco, manchado de sangre y una sonrisa de iniquidad. ¿Qué puedo decir? Soy un maniático que se nutre del dolor, y si no, que le pregunten a mi exnovia, la infeliz viaja conmigo en la parte trasera de mi carro, fría y tiesa dentro de un ataúd, muerta de la risa por tanta ironía, espero yo.

2

Bogotá, 18 de agosto de 2019.

3:38 a.m.

Conduje más de dos horas por los lugares más recónditos de la Capital, en busca del sitio idóneo para enterrar mi delito. Quise abandonar el cadáver en el contenedor de basura de un barrio pobre, pero me desanimé, si lo llegaban a encontrar lo identificarían y entonces todas las sospechas recaerían sobre mí. Miré mi reloj, eran casi las cuatro de la mañana; dejar el cuerpo de Ángela en una fosa común ya no era una opción, pronto amanecería, y si localizaba un terreno baldío ya no tendría tiempo para cavar con la profundidad necesaria, era imperativo hacer la llamada que tenía reservada como mi última opción, no había más remedio, así no quisiera debía contactar a la única persona que podía ayudarme en ese momento.

—¿Entonces qué, Fredy? ¿En dónde anda?

—Hombre, usted es como güevón, ¿no ve la hora qué es? Estoy en mi cama, durmiendo. ¿Dónde más quiere que esté?

—Discúlpeme, viejo, es una emergencia. Necesito su ayuda.

—No me diga —gruñó con ironía—. En qué lio se metió ahora, Adrián.

—Es un asunto muy grave, es con un cadáver, ayúdeme por favor.

El tono de mi voz reveló mi desesperación, quizá Fredy notó que daría lo que fuera por salir de mi predicamento.

—Entiendo, nos vemos en una hora, usted ya sabe dónde. No olvide llevar el billete.

Fredy era el escolta de mi amante, un rufián con el que me había asociado por azares de la vida. Era un hombre muy inteligente, alguien con muchos contactos y seguro podía sacarme de semejante problema. De hecho, ya habíamos estado juntos en un aprieto similar y, aunque juré que nunca más me vería envuelto en una situación como esa, la muerte siempre tenía otros planes para mí. Puse mi pie en el acelerador y conduje por la desolada carrera 30. Al llegar al Cementerio San Miguel Arcángel, me sorprendí de que Fredy ya estuviera adentro. No era nada difícil reconocerlo a pesar del gorro de lana negro que cubría su calvicie prematura y del gabán oscuro que camuflaba su corpulencia, su gran estatura lo hacía sobresalir incluso en la penumbra. Me hizo una seña para que lo siguiera, sacó de su bolsillo un manojo de llaves, abrió la gran reja metálica, me hizo entrar, y luego, con prisa, la volvió a cerrar. Estacioné el coche fúnebre dónde las luces del alumbrado público no lo fueran a delatar, las cuales se apagaron de pronto para cubrirnos de total oscuridad. No me sorprendí, Fredy cuidaba muy bien de todos los detalles. Al bajarme del vehículo volví a sentir ese escalofrío que me perseguía cada vez que la muerte rondaba, caminé hacía mi cómplice revestido de un mal presentimiento. Él, en cambio, sonreía acompañado del sepulturero. Querubín era un hombre joven y extraño que parecía llevar a cuestas el peso de una tragedia, se veía bastante acabado y su mirada destilaba tristeza. Los dos me miraban cautelosos mientras una frágil brisa despeinaba ese extraño momento. Fredy se acercó y extendió su mano, yo respondí a su gesto con un apretón y un tibio abrazo.

—Ay, Adrián ¿envió a alguien al otro mundo? —me preguntó con una tranquilidad espeluznante.

No supe responderle, no quería decirle que era mi exnovia la que se descomponía en el vagón del coche.

—No me pregunte, entre menos sepa, mejor, ¿no cree?

—Al menos dígame si es muñeco o muñeca para saber dónde y con quién meterla.

—Es muñeca, joven.

—¿Y ya la arregló?

—Sí, me encargué de formolizarla.

—¿Y por qué no la cremó? —inquirió arrugando su frente.

Miré incómodo a Querubín y Fredy lo notó.

—Tranquilo, Querubín es como de la familia.

Yo no me convencí con ese argumento, sin embargo, debía hablar.

—Sospecho que la Fiscalía vigila la funeraria. Además, no tenía tanto tiempo, todo sucedió demasiado rápido.

—Por qué será que no le creo —me dijo en medio de una risita socarrona que me fastidió.

—¿Me va a colaborar o no? —le pregunté, molesto.

—Qué geniecito el suyo, ni que hubiera matado a la primera dama.

Querubín me ayudó a sacar el ataúd del carro y lo pusimos en el suelo. Abrí la tapa y el rostro de Ángela me recordó la manera tan absurda cómo murió. Me conmoví. El sepulturero se echó el cuerpo al hombro como si nada, era despreciable su carencia de sentimientos. Fredy me miró y juntos lo seguimos hasta el mausoleo donde reservó el cupo para la nueva inquilina del vecindario.

—Estaba como buena la hembra, ¿no?

—Fredy, ¿qué le pasa?, está muerta.

—Sí, pero la muerte aún no le quita lo rica que está.

—Usted está enfermo. Mejor dígame con quién la vamos a dejar.

—Con los Pérez Marmolejo —se apresuró a responder Querubín—, los muertos de esa familia están aquí hace más de doscientos años, ya es justo que esas calaveras prueben un poco de compañía.

Atravesamos el cementerio, la madrugada se me antojaba tenebrosa, en las tinieblas resplandecen detalles que no se perciben con la luz del día, ánimas deambulando encadenadas por la melancolía, susurros de un más allá ajeno pero definitivo para los vivos, resumiéndose en las lápidas que, con un piadoso silencio, gritan que la muerte jamás descansa; nombres y apellidos por doquier marcaban el paso del tiempo, de la existencia de hombres y mujeres desaparecidos con los siglos.

Al llegar al punto señalado, el sepulturero sacó de sus bolsillos un par de guantes de látex y un tapabocas y me los lanzó. De su chaqueta sacó unas llaves, un martillo y un cincel. Abrió la verja del monumento y con destreza quitó la lápida que pertenecía a Luz Esther Marmolejo viuda de Pérez, de quien, se decía, según el epitafio, fue una gran madre y una noble esposa. Jalamos el ataúd y lo pusimos en el piso, con algo de esfuerzo abrimos la tapa de madera, allí solo había unos huesos a punto de hacerse polvo. El hedor que se desprendió nos incomodó por un instante, fue difícil acostumbrarnos a él. Levantamos el cadáver de mi exnovia y lo colocamos en el viejo cajón de madera. Sellamos la bóveda gris que evoca el frío penetrante de la muerte y nos sentamos los tres un rato en el césped húmedo. El silencio hacía presumir todo lo que pensábamos y no nos atrevíamos a decir, éramos unas almas pervertidas escondiendo nuestro pecado.

—¿Trajo la plata? —me preguntó por fin Fredy.

—No, cómo se le ocurre, es peligrosísimo andar con tanto dinero encima. Más tarde se la hago llegar. ¿Cinco palos?, eso fue lo que nos pagaron esa vez.

—No, ahora son diez. La vuelta de la vez pasada fue diferente, el cliente era otro, todo fue planeado y negociado con mucha anterioridad. Ahora los riesgos son más altos, y aquí mi amigo Querubín pidió más billete, yo le dije que sí para agilizar las cosas.

—Ustedes son unas ratas —espeté.

—Papi, negocios son negocios, en esto no hay amigos.

—Tengo cinco, yo miro como me levanto el resto.

—Que sea pronto, Adrián. Yo no me ando con juegos y usted sabe cómo la plata compra el silencio si se paga rápido.

De repente, nuestros susurros se interrumpieron al sonar una sirena, era la policía en la entrada del cementerio.

«Entréguense, los tenemos rodeados».

3

Las mujeres fatales aman y destruyen en proporciones desiguales, te hacen creer en su amor y a la vez te inmolan con su indiferencia. Te hacen sentir vivo gracias a su cariño lascivo e inolvidable, y al tiempo te matan con sus besos demoledores y siniestros, allí la insensatez impide que abandones ese turbulento trance. Así fue mi amor por Soraya, un voluptuoso súcubo que despertó mis más bajos instintos, que nubló por completo mi sentido común y que a pesar de destruirme la vida, siempre se las arregló para que mi dicha estuviera a un orgasmo de distancia. Soraya me hizo adicto a su desnudez, a la cadencia de sus gemidos y al vaivén de sus caderas, cómo no iba a corromper mis principios y mis ideales si por primera vez saboreaba la emoción del delito humedecido en la suculenta miel de la sensualidad. Así me convirtió en su cómplice y en una marioneta atada a sus hilos de sangre y codicia.

Mi vida se desquició cuando la vi por primera vez en la funeraria donde trabajo, recuerdo que esa tarde llovía a cántaros y hacía más frío de lo acostumbrado. Ahora sé que los truenos presagiaban el inicio de una historia trágica para quienes tuvimos la mala suerte de ser parte de ella. En ese tiempo el negocio superaba una crisis económica que casi me lleva a la quiebra. Me vi obligado a buscar un socio capitalista y de paso soñar con convertir la funeraria de mi padre en la mejor de la ciudad. Sin más envión que el de la osadía asumí los riesgos financieros. Con la inyección de capital construimos una capilla de velación, importamos hornos crematorios de última tecnología, modernizamos la sala de embalsamar y adecuamos en el lobby una tienda de artilugios. Me ilusionaba creer que mi padre, desde el más allá, se sentiría orgulloso de mí.

Al principio todo salía de acuerdo con lo proyectado, pagábamos nuestras deudas e invertíamos las ganancias al negocio. Pero un buen día tomamos un trago de realidad: nos quedamos sin cómo pagar la nómina. Con mucho dolor despedimos a más de la mitad de nuestro personal e intentamos cubrir todo lo que demandaba la funeraria con los colaboradores que pudimos conservar. Todos, incluidos mi socio y yo, aprendimos a las malas cada una de las labores del negocio, desde vender los planes exequiales, contratar los músicos para la ceremonia o preparar los hornos crematorios, hasta, como era mi caso, maquillar a los difuntos para que se vieran como todas unas estrellas de cine el día de su funeral, oficio que aprendí muy bien gracias a mi padre y que abandoné al convertirme en el propietario. Así, los primeros meses trabajábamos casi las veinticuatro horas para sacar nuestro proyecto a flote; fueron arduas jornadas, nos olvidamos de todo, de nuestras familias, de nuestra vida personal, pero todo ese esfuerzo y dedicación dio sus frutos y en menos de un año Los Tulipanes se levantó, como el buen Lázaro, y se convirtió en una de las mejores opciones para quienes querían dar el último adiós a sus seres queridos con altura, lujo y sofisticación. Tuve que vender mi carro, la casa que por varias generaciones perteneció a mí madre, hasta el nido de la perra, me quedé sin nada, pero todo ha valido la pena.

Aquella vez, vi a Soraya entrar y caminar por los pasillos al ritmo de la danza de su pelo largo y rubio, mojado por la lluvia; a diferencia de la mayoría de las mujeres que acudían por nuestros servicios, se veía serena. Por su actitud displicente, cualquiera hubiera jurado que se había equivocado de lugar, que no era consciente de estar en una funeraria sino en una tienda de juguetes; se maravillaba con los diseños de las lápidas que exhibíamos, golpeaba los féretros, según creo, para comprobar su calidad y sin ningún reparo introducía sus manos en las urnas. Al cruzarse su mirada retrechera con la mía, no solo me llamó la atención su inusual modo de proceder en un lugar donde todo evocaba a la muerte, también me impactó su elegancia y la belleza que resplandecía en cada uno de sus sensuales movimientos. Su vestido ajustado, color vino, hacía justicia a las curvas de su bellísimo cuerpo, y su rostro, ¡Dios mío!, era una oda a la lujuria. Lo sé, quizá exagero, pero nunca había visto una mujer tan atractiva curioseando entre ataúdes y símbolos religiosos.

—Buenas tardes, señorita. ¿En qué le puedo servir? —le pregunté intentando disimular el sinnúmero de sentimientos y deseos sucios que había sacudido en mí.

—Buenas tardes, quisiera consultar varias cosas y hablar de negocios. ¿Es usted el gerente?

Me sorprendió mucho que me mirara directo a los ojos. Por lo general, las personas evitan el contacto visual conmigo, seguro les produzco miedo y asco, pero prefiero eso a que me compadezcan.

—Sí —mentí—. Mucho gusto, soy Adrián Sandoval, bienvenida a Los Tulipanes.

—Es un placer, mi nombre es Soraya de Cadavid —me dijo extendiéndome su mano—. Señor Sandoval, no dispongo de mucho tiempo. ¿Podemos hablar en un lugar más privado?

Esa despampanante mujer me había tocado sin sentir repugnancia, ¿acaso era ciega? Le indiqué con un gesto que me siguiera hasta la oficina donde mi socio atendía, él era quien administraba todo, el de los números, el gerente. Yo era el jefe de personal, el talento, el embalsamador, el conductor del carro fúnebre, la mente brillante, el condenado a vivir de la muerte. Me sentí extraño usurpando a mi amigo, pero con tal de estar a solas con esa mujer, bien valía la pena hacerme pasar hasta por el Papa.

—Por favor, siéntese. ¿Le provoca un tinto o una aromática?

—No, muchas gracias, así estoy bien.

—Ahora sí, dígame, ¿cómo le puedo ayudar?

—De muchas formas, si usted es de mente abierta —me dijo mientras paseaba la lengua por sus labios carnosos.

Me parecía increíble estar viviendo esa escena, desde que se formaron esas irregulares manchas blancas en mi rostro y en mis manos que me hacían lucir como un fenómeno de circo, jamás una mujer, excepto mi comprensiva novia, había coqueteado conmigo.

—¿A qué se refiere? —Sonreí, miré sus sobresalientes pechos y envidié a su marido, quien quiera que fuera, él tenía la suerte de posar sus manos, su legua y su boca en ese par de paraísos, me emocioné tanto con mis fantasías que una imprudente erección comenzó a abultar mi pantalón.

Ella guardó silencio y se quitó sus lentes oscuros. Por primera vez miraba sus ojos verdes y sentí, por un instante, que haría lo que me pidiera.

—¿Alguien de su familia murió? —le pregunté para romper el silencio que ella no se decidía a disipar y que me ponía tan nervioso.

—Mi esposo, bueno, aún no ha muerto, pero pronto lo hará.

—Lo siento. ¿Alguna enfermedad terminal?

—No, morirá asesinado.

4

Bogotá, 18 de agosto de 2019.

5:02 a.m.

Última advertencia, salgan o vamos por ustedes». Fredy y yo nos miramos a los ojos, debíamos tomar pronto una decisión, faltaba una hora para el amanecer y una espesa neblina se hacía presente en el cementerio, acariciaba nuestros rostros, coqueteaba con las tumbas, disimulaba nuestra cobardía. Pensar en escapar era un plan suicida; si en verdad estábamos rodeados, la cárcel sería nuestra siguiente parada.

—Adrián, ¿está armado?

—No, Fredy, qué le pasa, yo nunca cargo con esas cosas.

—No me diga que le dan miedo los fierros. No, Adrián, hábleme serio, ¿se pasea con un cuerpo por toda la ciudad y no carga ni siquiera un cuchillo?

—Es en serio, Fredy, no tengo nada. Ese no es mi estilo, mi trabajo es otro.

—Es bueno saberlo —De repente, Querubín sacó el revólver que ocultaba en su chaqueta y, sin más, nos apuntó a la cabeza—. Arriba las manos, los dos se van a quedar bien quieticos o los pongo a chupar gladiolo aquí mismo. Y usted, Fredy, me va entregando su pistola.

—Querubín, ¿qué le pasa? ¿se volvió loco?, esa vaina se le puede disparar —le gritó Fredy, enojado.

—¡O me da ya su arma o le vuelo la tapa de los sesos! ¡Estoy hablando en serio!

Fredy, en medio de la ira y el estupor, sacó muy despacio el arma de su gabán y la tiro al suelo, a la vista de Querubín.

—Discúlpeme, Fredy, no es nada personal, usted siempre ha sido mi amigo y lo quiero mucho, pero debo detener esta locura ya —dijo Querubín mientras se agachaba a recoger la pistola sin dejar de apuntarnos.

—¿De qué carajos me está hablando?

—Yo no soy tan pendejo como parezco, yo veo noticias y ya sé quién es el finado de la otra noche. Era don Julio Cadavid, el empresario desaparecido, y dadas las circunstancias, no dudo que ustedes también lo mataron. Usted me engañó, Fredy, la vuelta no fue como me dijo y no me quiero ir a la cárcel por culpa suya.

—¿De dónde saca que el muerto era un señor tan importante? Yo ya le expliqué, era un sicario que me tenía amenazado, y era él o yo. Comete un error, Querubín.

—Fredy, yo no nací ayer, ya son dos muertos y la muchacha de hoy no tenía cara de ser alguien que murió por accidente.

—¿Entonces fue usted el que llamó a la policía? —pregunté.

—Sí, fui yo —contestó con serenidad a pesar de lo trágico de la situación—. Yo sé dónde están el cadáver y los asesinos de don Julio Cadavid, y con mucho gusto los entregaré a las autoridades.

—Usted es nuestro cómplice —le recordó Fredy.

—Usted me tenía amenazado.

—Eso es mentira —gritó.

—Los dos sabemos que sí. Además, ¿a quién le van a creer? ¿Al sepulturero o a los hombres que trajeron un cadáver en una carroza fúnebre? Y no lo olvide, Fredy, yo conozco muy bien sus antecedentes.

Escuché el sonido de un disparo, cerré los ojos, juré que me había matado. No obstante, no emanaba sangre de ninguna parte de mi cuerpo, no sentía dolor. Abrí los ojos y vi a Querubín boca abajo, con un disparo en la sien, escurría sangre y teñía de rojo el empedrado del cementerio. Miré para todos los lados y la vi a mi izquierda, salía de su escondite, detrás de un mausoleo. Era Soraya, envuelta en un vestido que la confundía con la penumbra, haciendo alarde a su alias: «la Viuda Negra». Caminaba hacia mí con una pistola en la mano, contoneando toda su maldad. Ya sabía que era una asesina, pero nunca la había visto en acción; yo estaba aterrado, y ante mi asombro su respuesta fue una mirada cargada de fingida inocencia.

—Ups, se me disparó —sonrió y su dulce rostro se transformó en perversidad—, sabía que no podía confiar en este maldito, que era posible que hubiera un traidor entre nosotros.

—¡Soraya, ¿qué hiciste?! Ahora sí nos jodimos, la policía está a punto de entrar —dije.

Ella me volvió a mirar, esta vez vislumbré algo de compasión.

—No seas tonto, cariño, si la policía estuviera afuera ya habría entrado, ¿no crees? Es un amigo con una patrulla prestada, si los tombos no trabajan en semana, ¿en serio piensas que van a trabajar un domingo en la madrugada? Ellos tienen cosas más importantes que hacer.

—¿Y entonces para qué todo este teatro?

—No hagas tantas preguntas, baby, y mejor ven, dame un beso.

Se acercó y me abrazó, hice a un lado el ruido de mis pensamientos y también la abracé. Permití que el fuego de sus labios aplacara mis nervios. No sabía si sentir pasión o terror, decidí sentir ambos. No entendía nada, la imagen en mi cabeza era dantesca y la realidad no era mucho mejor. Yo estaba en un cementerio, a las cinco de la mañana, acababa de esconder el cadáver de mi exnovia en compañía de un mercenario, y ahora me besaba con la mujer que de un tiro en el cráneo había asesinado a sangre fría a un hombre que creía nuestro aliado y que no dudó en traicionarnos. Era algo de locos.

—¿Me vas a contar qué pasó, Soraya?

—Mi amor, simple. Aproveché la tragedia de tu querida Ángela que, por cierto, no te creo que haya sido un accidente, para probar la lealtad de Querubín. Eso que se filtró en la prensa, más la recompensa que ofrecen por el paradero de Julio, puso las cosas calientes, no podía arriesgarme y dejar cabos sueltos. Además, ese tipo me caía mal.

—Yo no maté a Ángela, fue un accidente.

—Sí, sí, claro que sí. No te enojes, mi amor, mejor cambia esa carita de amargado —me dijo paseando sus dedos por mi mejilla—. En fin, como haya sido, ya murió y está oculta en algún lugar de esta necrópolis, no puedo estar más contenta. Ya eres un asesino como nosotros.

Fredy mostró sus dientes amarillos y articuló algo que parecía una sonrisa.

—¡No me vuelvas a decir así! —le ordené—. Mejor dime algo: ¿tú tienes que ver con la muerte de Ángela?

—¿Qué te pasa, Adrián? ¿Acaso fui yo quien la trajo muerta hasta aquí? Me ofendes.

—Es muy extraño todo lo que pasó hoy y te exijo una explicación.

—Ya no digas más tonterías, baby —me dijo restándole importancia a la situación—. ¿Sabes? todo esto me empieza a excitar, te diría que hiciéramos el amor aquí, pero debes desaparecer otro cadáver.

La miré con desprecio, quise gritarle, tenía atragantadas muchas cosas, pero comprendí que, dijera lo que dijera, siempre iba a regresar como un perrito faldero a su lado. Opté por tragarme mis palabras y ahorrarme una discusión tan infructuosa como innecesaria.

—Voy a dejar a Querubín junto a Ángela. En la tumba de los Pérez Marmolejo debe haber más espacio —le dije sin disimular mi ira.

—No es buena idea, mi amorcito. Empieza a amanecer y estos muros tienen ojos y oídos, busca otra forma, y mejor date prisa. Nos vemos luego si dejas esa cara de amargado, de lo contrario, ni me llames. No, mejor hablamos mañana, hoy voy a estar muy ocupada pagando un favor con delicioso sexo.

—Perra —escupí. Ella me ignoró y se alejó.

Fredy palmeó mi espalda para pedirme calma, le dio unas llaves a la Viuda Negra y ella desapareció a pasos lentos y sensuales entre las sombras; dejó claro con su desdén lo poco que yo le importaba. El guardaespaldas me sacó de mi ensimismamiento y me lanzó una bolsa negra de polietileno de baja densidad, me sonrió con un tono burlesco y me dijo:

—No sé por qué, viejo, pero siempre que nos vemos, terminamos deshaciéndonos de algún muñeco.

5

No comprendo, señora ¿morirá asesinado?

—No me diga señora, puede decirme Soraya.

Yo la miraba envuelto en un mar de dudas, no creía que me estuviera hablando en serio, así su mirada expresara lo siniestro del asunto.

—A ver si le entiendo, usted quiere contratar un servicio para alguien que aún no ha muerto, pero está segura de que pronto morirá. ¿No?

—Sí, así es.

—Asesinado… —confirmé.

—Es correcto —respondió ella.

—¿Y quién lo va a asesinar? —pregunté en tono de mofa.

—Yo, por supuesto, y usted me va a ayudar.

La miré otra vez y no pude contener la risa.

—Bromea, ¿verdad?

Soraya se levantó de la silla y se dirigió a la puerta, apretó el botón para asegurarla, cerró las persianas y regresó a mí. Con movimientos felinos se inclinó sobre el escritorio y dejó su rostro a escasos centímetros del mío. Tomó mis mejillas entre sus manos frías y sentí cómo esos ojos verdes escudriñaron hasta el rincón más íntimo de mi ser.

—¿Le parece que estoy bromeando?

No tuve tiempo para contestar porque antes de que pudiera decir algo, introdujo su lengua en mi boca. Me creí en un sueño, no era posible eso que estaba viviendo, esa mujer hacía a un lado mi enfermedad, el vitíligo, y me permitía sentir el deleite de un beso extraño y lascivo. Hizo una pausa y rodeó la mesa para sentarse sobre mis piernas y empezar por primera vez con su juego de dominación. Sus labios impregnaron en mi piel manchada esa sensación de placer ilícito, mis manos recorrieron ese cuerpo firme que desde siempre desnudó mis instintos sexuales reprimidos. Quise levantar su vestido, pero me detuvo. Dibujó una mueca maliciosa, se puso de pie, me quitó el saco y desajustó mi corbata, acercó su cara a la mía y paseó su lengua por mis labios. Acto seguido se arrodilló, desabrochó mi cinturón e hizo magia con su boca, ese fue el momento exacto del inicio de mi ruina, con su experticia en el juego de la seducción lanzó el mortal hechizo que obnubiló mi cordura. No duré ni tres minutos. De su bolso sacó un paquete de pañitos húmedos, limpió su rostro y sus manos, y como si nada, volvió a su silla y me preguntó:

—¿Aún cree que estoy bromeando?