El diseño de experiencias es tan viejo como el mundo. Desde el comienzo de los tiempos se han diseñado ceremonias religiosas, edificios o espectáculos con el fin de transmitir unas determinadas experiencias. A pesar de que la mayoría de las empresas transmite experiencias sin pensar en ellas, consciente o inconscientemente, todas las crean. La gestión de experiencias es un sistema para administrar de forma sistemática las señales sensoriales y emocionales (pistas) emitidas durante la experiencia del cliente, con el fin de añadir valor al producto o servicio que fabricamos y lograr así una ventaja competitiva.
Marketing de Experiencias es uno de los primeros libros en realizar un acercamiento práctico y sistemático a la creación y gestión de la experiencia total del cliente como proposición de valor. En él, Lewis P. Carbone no sólo hace una apología de la ingeniería de experiencias, a la que se dedica profesionalmente como consultor desde hace más de veinte años, sino que además nos presenta las claves para evaluar el tipo de experiencias ya existentes en la empresa, auditarlas, diseñar otras nuevas, instaurarlas y darles seguimiento.
Las raíces de la experiencia. En los años cincuenta Howard Johnson se había convertido en el “anfitrión de la carretera” para una emergente clase media estadounidense que, montada en sus flamantes automóviles, se lanzaba al turismo interior. La unión del motor del automóvil con el hotel había dado lugar al motel, y el tejado naranja de los Howard Johnson comenzó a ser sinónimo de alojamiento y restauración en ruta. Pionero de muchos de los conceptos de alojamiento y restauración más innovadores del sector, en los años setenta Howard Johnson se había transformado en una de las grandes cadenas de restaurantes de Estados Unidos.
Hagamos, también nosotros, un alto en el camino para imaginar la experiencia por la que pasaban esos primeros turistas estadounidenses. Para la familia media estadounidense con niños que salía de su hogar para pasar las vacaciones en casa de algún familiar, y tras largas horas de viaje necesitaba un lugar donde comer y pernoctar, encontrar un tejado naranja en la carretera era como encontrar un oasis en medio del desierto. Un lugar limpio, tranquilo, acogedor, predecible y con una buena relación calidad-precio. El sitio perfecto para ir al baño, comer caliente, comprar un sabroso helado a los niños y reponer fuerzas antes de volver a ponerse en ruta.
El ascenso y el éxito de Howard Johnson en aquella época constituyen un reflejo fidedigno del poder de la gestión de las experiencias. Cuando una experiencia quedaba grabada en la mente del cliente, este volvía satisfecho una y otra vez. Tal vez nada ilustre mejor el poder estratégico de la fidelidad de los clientes para encumbrar a una empresa al éxito comercial como el ascenso en los últimos cincuenta años de marcas estadounidenses que, poco a poco, han ido transcendiendo fronteras. Más allá de las economías de escala, las franquicias transformaron el paisaje empresarial.
Fue a finales de los setenta cuando comenzó la decadencia del exitoso modelo, al perder Howard Johnson la pista de lo que sus clientes deseaban. Corrían tiempos difíciles y los directivos de la cadena decidieron contraatacar recortando costes, lo cual desde el punto de vista económico resultaba totalmente lógico y, sin embargo, no añadía nada nuevo a la experiencia de los clientes, sino más bien todo lo contrario. Mientras tanto, cadenas como Marriott y McDonald’s se esmeraban en sincronizar con las necesidades y expectativas de una clientela cada vez más exigente.
Volviendo la vista atrás, resulta fácil concluir que crear y dar seguimiento constante a las experiencias del cliente requiere un compromiso a largo plazo. Es la cuidada orquestación de todas las pistas que se combinan para dar lugar a la experiencia total lo que crea el valor diferenciador para el cliente. Howard Johnson fue incapaz de comprenderlo debido a la falta de perspectiva de sus directivos, que no acertaron a entender el valor nominal creado por la experiencia del cliente, ni supieron cómo reaccionar ante la competencia. Además, tampoco se dieron cuenta de que para seguir atrayendo a personas cuyos gustos y exigencias habían cambiado, debían adaptarse a ellos. En consecuencia, les tocó si no morir, al menos languidecer.