Rico y misterioso - Inocente y sensual - Janice Maynard - E-Book

Rico y misterioso - Inocente y sensual E-Book

Janice Maynard

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Beschreibung

Rico y misterioso Convencida de que Sam Ely era el hombre de su vida, la joven Annalise Wolff se había arrojado en sus brazos. Pero él la había rechazado alegando que era muy joven para él... y demasiado descarada. Siete años después, aún seguía traumatizada por aquellas palabras y había jurado que nunca se las perdonaría, pero entonces él le ofreció un trabajo que no pudo rechazar. Eso significó que tuvieron que trabajar en estrecha colaboración. Y, cuando una tormenta de nieve los dejó aislados, juntos y sin electricidad, Annalise temió que Sam volviera a romperle el corazón. Inocente y sensual Proteger a la gente para ganarse la vida era una cosa, pero Larkin Wolff, un adinerado experto en seguridad, no quería tener esa responsabilidad en su vida personal. La implicación emocional con sus clientas estaba estrictamente prohibida, solo que nunca había tenido a una clienta como Winnie Bellamy, una esbelta heredera que reunía una deslumbrante combinación de inocencia y sensualidad. Cuando Winnie lo necesitó personal y profesionalmente, ¿cómo iba a decirle que no? Aquella mujer hacía que él deseara lo que no podía tener. De pronto, Larkin estaba dispuesto a romper las reglas que él mismo se había impuesto.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 430 - septiembre 2019

 

© 2013 Janice Maynard

Rico y misterioso

Título original: All Grown Up

 

© 2013 Janice Maynard

Inocente y sensual

Título original: Taming the Lone Wolff

 

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-370-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Rico y misterioso

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Epílogo

Inocente y sensual

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Annalise Wolff contempló a Sam Ely como si fuera un inspector de Hacienda. Estaba obligada a tratar con él, por razones de trabajo, pero se sentía incómoda cada vez que lo tenía enfrente.

Se requería mucha entereza para estar frente a aquel arquitecto apuesto y presuntuoso. Por fortuna, el suéter de cachemir carmesí y la estrecha falda negra de lana que llevaba parecían diseñados para demostrarle que era una mujer adulta y segura de sí.

Sam, sin embargo, no parecía muy impresionado. De pie, apoyado en el marco de la ventana, observaba la tarde de invierno tan desapacible.

–Sí o no, Annalise. He tenido el detalle de ofrecértelo a ti la primera, pero hay docenas de diseñadoras de interiores que estarían deseando tener una oportunidad como esta.

Ella sabía que él tenía razón. Observó por un instante a aquel hombre tan apuesto y sexy, de facciones sureñas. Los planos que había desplegados en la mesa correspondían a las innovaciones que Sam Ely pensaba introducir en la casa del rancho que sus abuelos tenían en Shenandoah Valley. Una hacienda que formaba ya parte del patrimonio histórico nacional.

–¿Has tratado ya con alguna revista para publicar el proyecto?

–Sí, con Architectural Design. La madre de uno de mis antiguos compañeros de la universidad es su redactora jefa. Debe estar frotándose las manos ante la idea de poder sacar Sycamore Farm en su publicación. El único cabo suelto que me queda por atar eres tú.

Sam volvió al escritorio y se sentó en el borde con las piernas colgando. Unas piernas largas y musculosas. Era una postura deliberada para mostrar su superioridad y ella lo sabía. Conocía a aquel hombre desde niña. El padre de Sam había diseñado Wolff Castle, la propiedad de su familia, y Sam había estado con él allí muchas veces. Para una chica encerrada como Rapunzel en su torre, la presencia de Sam, unos años mayor que ella, había conseguido activar sus hormonas y su primera pasión de adolescente.

–Si aceptase finalmente, ¿cuándo empezaría? –preguntó ella.

–Supongo que antes tendrás que ultimar algunas cosas –replicó él, y añadió luego, echando una ojeada al calendario que tenía al lado–: ¿Qué tal el viernes de la semana que viene? Mis abuelos quieren que te quedes a vivir allí mientras dure el trabajo. El rancho queda bastante lejos y sería una gran pérdida de tiempo tener que ir y venir todos los días.

–¿Y tú, dónde estarías? –preguntó ella con un repentino calor en las mejillas.

–Mi abuela quiere que me quede un par de días al principio para poner en marcha el proyecto, pero luego volveré aquí, a mi despacho. Estaré lejos de ti. Por ese lado puedes estar tranquila –dijo él, pasándose la mano por el pelo, con una leve sonrisa–. Tampoco vas a estar en ninguna prisión, puedes ir a casa cuando lo necesites. Eso sí, quiero que te dediques a este trabajo al ciento diez por ciento.

Sam se bajó de la mesa, cruzó los brazos y la miró de forma desafiante.

–¿Te pongo nerviosa, Annalise?

–No, por supuesto que no. Pero aún tengo que ver si puedo encajar este proyecto en mi agenda.

Annalise no necesitaba el dinero, pero sabía que ganaría mucho prestigio.

–Procura sacar el tiempo de donde sea, Annalise –dijo él, mirándola como si tratara de hipnotizarla–. Sé que lo deseas.

 

 

Tenía que reconocer que Annalise le ponía nervioso. Le había roto el corazón hacía siete años cuando ella se había echado en sus brazos y él la había rechazado. Quería creer que todo eso era ya agua pasada, pero la expresión que podía ver en sus preciosos ojos azules no dejaba lugar a dudas. La adoración que le había demostrado en el pasado se había transformado en odio. Nunca había podido perdonarle aquella humillación. Él había intentado disculparse varias veces, pero ella siempre se lo había impedido. Finalmente, se había dado por vencido, evitándola siempre que podía. Igual que había hecho ella.

Por eso, cuando sus abuelos insistieron en que le ofreciese el trabajo a Annalise, él se alegró de tener la ocasión de llevarla a su despacho y volver a verla cara a cara.

Todo en ella le parecía extraordinario. Era alta y delgada y muy segura de sí. Bien podría pasar por una modelo o una estrella de cine.

–Debes tomar una decisión. Mi abuela quiere que te hagas cargo del proyecto. Se quedó impresionada con el trabajo de restauración que hiciste en la casa del rector de la universidad de Virginia. Pero si no tienes tiempo, dímelo ahora.

Annalise se cruzó de brazos. El suéter rojo remarcaba de forma insinuante las deliciosas curvas de sus pechos y la estrechez de su cintura. A Sam no le costó imaginarse levantándola en vilo por las caderas, abriéndole las piernas y…

–Te gustaría que lo rechazara, ¿verdad? –exclamó ella, con arrogancia–. Pues lo siento, pero vas a tener que soportarme. Si tu abuela quiere que yo me encargue del proyecto, no pienso defraudarla.

Sam se sorprendió de la alegría que sintió al oír esas palabras. ¿Deseaba realmente tener una excusa para poder estar con la obstinada y quisquillosa Annalise Wolff? Eso era lo que parecía, a juzgar por su erección, cada vez más insistente.

Escribió unas notas y se aclaró la garganta.

–Iré a ver a mi abogado para redactar el contrato. ¿Tienes alguna pregunta?

 

 

Diez días después, Annalise se dirigía en su Miata por un estrecho camino pavimentado que conducía a la entrada de Sycamore Farm. Era invierno y los campos en barbecho tenían una gruesa capa de escarcha.

Los abuelos de Sam se habían ido afuera unas semanas, en busca de un clima más cálido. Pero sabía que habían dejado un frigorífico y una despensa bien provistos para que ella pudiera pasar allí una temporada.

La última frase de Sam parecía resonar aún en sus oídos: «¿Tienes alguna pregunta?».

¡Diablos! Sí que tenía una: «¿Era tan repulsiva hace siete años como para que no quisieses hacer el amor conmigo cuando me arrojé en tus brazos como una estúpida?».

Sintió la bilis revolviéndose en el estómago al recordar aquella humillación. Sujetó el volante con una sola mano y buscó en el bolso una pastilla para la acidez.

Con la mirada puesta en la carretera, sus recuerdos parecieron recobrar vida.

Al borde de sus treinta años, Sam Ely estaba en toda su plenitud. Era, sin duda, el hombre más excitante que había visto.

«No, Annalise. Sigo viéndote como a una hermana» había dicho Sam cuando ella le pasó los brazos por el cuello y lo besó con veintiún años.

Ella se quedó parada sin comprender nada.

«Creo que estoy enamorada de ti, Sam».

Él dibujó un extraña mueca de desdén en los labios que consiguió destrozale el corazón. La compasión con que la miraba le resultaba humillante.

«Me siento halagado, pero sigues siendo casi una niña, Annalise. Soy demasiado mayor para ti. Eres una chica maravillosa, pero creo que tanto tu padre como el mío me colgarían si intentase algo contigo… Además… a los hombres nos gusta llevar la iniciativa. Deberías pensar en eso. Sé que has crecido sin una madre al lado que te enseñara este tipo de cosas, pero a los hombres nos gustan las mujeres dulces y femeninas, suaves y humildes. Eres muy hermosa, Annalise. No tienes necesidad de esforzarte para…».

Annalise volvió al presente al sentir un golpe en el coche. Acaba de pasar por encima de un bache. Agarró con fuerza el volante y redujo la velocidad.

Al doblar el último recodo del camino, comenzó a vislumbrar el conjunto de edificaciones que constituían Sycamore Farm. Vio entonces una figura solitaria en el porche de la casa que reconoció al instante. Estaba quieto y de pie, a pesar del frío.

Aparcó frente a la entrada y se bajó del coche.

Trató de controlarse y olvidarlo todo. Estarían juntos en aquella casa treinta y seis horas, cuarenta y ocho todo lo más. Trataría de impresionarle con su seriedad y profesionalidad, demostrándole que su sonrisa sexy y sus encantos ya no le afectaban lo más mínimo.

Él levantó una mano en señal de saludo y sonrió de manera convencional.

Annalise trató de abrir la boca para decir hola. Pero, en ese instante, tropezó con un trozo de hielo que había al pie del porche y cayó al suelo hacia atrás de forma aparatosa.

Cuando abrió los ojos con un gemido de dolor, vio el cuerpo atlético de Sam Ely inclinado sobre ella, tocándole suavemente con las manos para ver si se había hecho daño. Cuando le levantó la cabeza con mucho cuidado, ella sintió un escalofrío. Aquel simple contacto había hecho renacer en ella a la adolescente enamorada.

–¿Te has hecho daño? –preguntó él, rozándole la mejilla con el dorso de la mano.

 

 

Sam le apartó el pelo de la cara. Un pelo negro y sedoso que parecía enredarse cálidamente entre sus dedos en medio de aquel ambiente gélido.

–Di algo, ¡maldita sea! ¿Estás bien?

La mirada de Annalise podría haber derretido un muñeco de nieve.

–Sí –respondió ella, haciendo un esfuerzo para incorporarse–. Deja ya de manosearme.

Aunque sus palabras salieron cortantes, su voz sonaba suave y femenina. Resistiéndose a la tentación de tocarle los pechos, Sam la tomó en brazos y contó mentalmente hasta diez. Se había prometido no dejarse llevar por la atracción que sentía por ella cuando la tenía cerca, pero no estaba seguro de poder controlarse. La animadversión que había entre ellos era culpa suya, sin duda alguna. Pero no serviría de nada tratar de resucitar algo que había pasado hacía ya tanto tiempo.

Una vez en el porche, abrió la puerta con una mano y pasó dentro con ella en brazos.

–Los de la calefacción vendrán dentro de un par de días a reparar los conductos e instalar una nueva caldera. Mientras tanto, espero que hayas traído suficiente ropa de abrigo. La caldera actual es una antigualla que funciona cuando quiere.

–En eso se parece a ti –murmuró ella entre dientes.

Entró en la cocina y la dejó en una silla. Un alegre fuego crepitaba en la chimenea produciendo pintorescos reflejos.

–Dime la verdad. ¿Tienes alguna herida? –preguntó él, arrodillándose a sus pies.

Ella lo miró con sus grandes ojos azules y, por un instante, él creyó advertir un cierto temblor en sus labios.

Annalise se quitó la chaqueta, dejando ver una blusa de seda de color azul a juego con sus ojos, y unos pantalones plisados de lino negro.

–No, estoy bien. Pero me muero por una taza de café.

Durante un buen rato, Sam siguió allí arrodillado a sus pies. Ella estuvo tentada de olvidarse de todas sus promesas y rodearle con los brazos.

–Quédate ahí sentada y no te muevas. Voy a preparar la cafetera.

En unos minutos, el aroma del café comenzó a impregnar el ambiente de la casa. Sam sirvió el café en una taza de porcelana y se la llevó en un plato, junto con una pequeña jarra de leche y un azucarero. Ella reprimió una sonrisa al verlo llegar tan ceremonioso con todo aquel servicio.

Sam acercó una silla y se sentó a horcajadas frente a ella en la mesa.

–¿Cómo están tu padre y tu tío Vic?

–Bien –respondió ella, dejando la taza en la mesa.

–Creo que ha habido unas cuantas bodas en tu familia este último año, ¿no?

–Sí. Ha sido maravilloso. Gracie, Olivia, Ariel, Gillian… Al final, he conseguido tener hermanas.

–Me alegro de que, por fin, hayáis conseguido dejar atrás el pasado.

Sí, los Wolff habían tenido un pasado trágico. Cuando Annalise era aún una niña, su madre y su tía fueron secuestradas y asesinadas. Fue un golpe terrible que marcó a toda la familia.

–Sí, afortunadamente, hemos conseguido superarlo –replicó ella con una sonrisa forzada.

Él creyó adivinar por la expresión de su mirada que aquel pasado no estaba del todo enterrado.

Se inclinó sobre la mesa y le agarró la mano, acariciándola con los dedos.

–Firmemos la paz, Annalise. No podemos trabajar juntos si no somos capaces de dejar a un lado los viejos rencores. Tengo que admitir que podría haber hecho las cosas mucho mejor entonces. Pero te conocía desde que estabas en el jardín de infancia. Siempre fuiste una niña para mí.

–No sé de qué me estás hablando –dijo ella, apartando la mano.

Su gesto habría disuadido a la mayoría de los hombres, pero él estaba cansado de ser el malo de la película.

–Tu padre me habría castrado.

–Me dijiste que yo era como una hermana para ti.

–¡Maldita sea! –exclamó Sam, pensando que aquella burda mentira le perseguiría toda la vida–. Estaba claro que no quería decir eso. Solo estaba tratando de salir airoso de la situación.

–Así que además eres un cobarde. ¿Es eso lo que quieres decirme?

Ahora tuvo que contar hasta cincuenta. Se puso de pie bruscamente, procurando no fijarse en el gracioso mohín de su labio inferior ni en la forma en que sus negras pestañas parecían reflejarse como medias lunas sobre sus mejillas, cuando ella bajó la mirada a la taza de café.

–Sí, fui un cobarde –admitió él.

–No seré yo quien te lleve la contraria –dijo ella, quitándose un hilo del dobladillo del pantalón.

–Creo que será mejor que te enseñe tu habitación. Te subiré las maletas.

Sam se dirigió por el pasillo hacia la puerta de la casa. Necesitaba recobrar la calma.

Abrió la puerta y contempló el campo nevado. Ella se acercó a él con el ceño fruncido.

–¿Qué ocurre? ¿Te pasa algo? –preguntó él.

Los dos se quedaron en la puerta, hombro con hombro, mirando cómo nevaba copiosamente. Las huellas de los neumáticos del coche de Annalise ya se habían borrado y su Miata estaba cubierto por una espesa capa blanca.

–Sabías cómo estaba esto. ¿Por qué no me avisaste para que no viniera?

–He estado muy ocupado. ¿Por qué no te molestaste en consultar las previsiones del tiempo?

–Ha sido culpa tuya –exclamaron los dos a un tiempo con la misma expresión de enfado.

Sam cerró la puerta y se cruzó de brazos.

–Después de los años que llevo en Virginia, puedo asegurarte, sin necesidad de ver las previsiones del Weather Channel, que estamos ante un buen temporal de nieve.

–No creo que vaya a ser para tanto –dijo ella, tratando de infundirse ánimos.

–Pareces contrariada. ¿Tanto te preocupa volver a la oficina? –dijo él suavemente.

–¿Y eres tú quien me lo dice? ¿El que no se marcha nunca del despacho antes de las nueve de la noche, como si estuvieras pegado a la silla?

–No te preocupes, Annalise. Al menos, nos tenemos el uno al otro.

–No me encerraría contigo en esta casa ni por todo el oro del mundo –dijo ella con los puños apretados, alzando la barbilla.

–Le prometí a mi abuela que me quedaría el fin de semana para orientarte en el proyecto, pero si tanto te preocupa quedarte conmigo, podemos irnos ahora mismo. Ella se sentirá decepcionada pero…

Sam estaba tratando de manipular la situación y no se molestaba siquiera en disimularlo.

Annalise procuró apartar las imágenes que acudían a su mente, en las que aparecían ellos dos, con los cuerpos entrelazados, bajo uno de los edredones hechos a mano por su abuela.

–Tú eres el que tenías que estar más preocupado. ¿Cómo piensas volver al trabajo?

–¿Qué se te ocurre que podríamos hacer? Si seguimos aquí más tiempo, no tendremos ninguna posibilidad de llegar a la interestatal.

Annalise lo miró con recelo. ¿Sería todo una artimaña preparada para que ella acabara rindiéndose? No le daría esa satisfacción.

–El tiempo no me preocupa. Pero me gustaría tener aquí las maletas para poder instalarme cómodamente, si no te importa –dijo ella, dándole las llaves del coche.

–¿Estás segura, princesa? Si se va la luz, vamos a pasar algunos apuros.

–Supongo que habrá un generador para estos casos, ¿no?

–Por supuesto. Pero no se si funcionará. ¿Has traído ropa de invierno, además del abrigo?

–Tengo todo lo necesario. ¿Puedes traerme las maletas? ¿O quieres que te ayude?

–No hace falta que te molestes. Creo que podré arreglármelas yo solo.

 

 

Tuvo que hacer tres viajes para meter en casa todas las maletas. Cuando terminó, cerró la puerta y echó la llave. Annalise sonrió al verlo. Estaba todo blanco. Parecía el abominable hombre de las nieves. Solo que en versión sexy.

–Veo que necesitas muchas cosas para ir por la vida. ¿Qué llevas en todas esas bolsas y maletas? –preguntó él.

–Libros, el ordenador portátil, chucherías, ropa interior…

–¿Chucherías? –exclamó él.

–Tengo debilidad por el chocolate. Las tabletas que he comprado son mucho mejores que el sexo.

–No sé. Tal vez no hayas tenido nunca una experiencia en condiciones.

Ella sintió un calor intenso entre los muslos y un picor en los pezones, que parecían endurecerse poco a poco bajo la blusa.

–¿Flirteas habitualmente así en tu trabajo? ¿O esperas realmente que me ponga a hablar contigo de mi vida sexual?

–Tienes razón –admitió él–. Ha sido una observación muy poco afortunada entre colegas.

–Yo no soy tu colega. Trabajo para tus abuelos.

–Annalise, tienes que me perdonarme por lo del pasado –dijo Sam, acercándose unos pasos a ella–. De lo contrario, vamos a estar siempre a la gresca, como el perro y el gato.

Ella se pasó la lengua por los labios y desvió la mirada hacia un viejo reloj.

–Me sorprende que no hayas encontrado esa mujer ideal de la que siempre hablabas. Ya sabes, afable, sumida y dócil –dijo ella con ironía, pero sintiendo un gran dolor en el pecho al pronunciar esas palabras.

–Lo siento, princesa –replicó él, poniéndole las manos en los hombros–. Lo que te dije aquel día fue solo una sarta de estupideces. No regía bien en aquel momento. Estaba tratando de salir de una situación difícil. Sí, me sentía atraído por ti. Sobre esa tontería que te dije de que una mujer decente debía esperar que fuera el hombre el que diera el primer paso… supongo que solo pretendía que no volvieras a repetir esa escena de nuevo. No quería que cualquier desaprensivo te tomara un buen día la palabra y te dejara luego tirada.

Ella sintió el calor de su aliento en la cara y apartó la mirada. Se sentía demasiado frágil y vulnerable y eso la disgustaba. No había aprendido a controlarse cuando tenía tan cerca al hombre al que había deseado durante años y podía besarlo con solo acercar su boca a la de él.

Sam podía decir que siempre se había sentido atraído por ella y que todo lo había hecho por su bien, pero Annalise tenía el presentimiento de que su rechazo había sido sincero. Ella distaba mucho de ser la mujer ideal de Sam.

Se apartó de él, agarró dos pequeñas maletas y se dirigió a la cocina, sin mirarle a la cara.

Sam tomó el resto del equipaje y la siguió, con cara de frustración.

¡Maldita sea! Ya se había disculpado. ¿Qué más podía hacer? ¿Ponerse a cuatro patas delante de ella? Si hubiera sido otro hombre o sus padres no hubieran sido tan amigos, habría mandado todo al infierno y habría aceptado su proposición sin pensárselo dos veces.

El dormitorio que su abuela había preparado para Annalise estaba frío como el hielo. Sam puso cara de contrariedad y abrió los radiadores.

–Esto parece una cámara frigorífica –dijo ella–. ¿Estás seguro de que funciona la caldera?

Sam levantó una enorme maleta y la puso encima del baúl que había al pie de la cama.

–Creo que sí. Pero voy a subir el termostato un par de puntos para asegurarme. De todos modos, no estaría de más que te pusieras un suéter por encima.

–¿Y tú? ¿No tienes frío?

–No, pero tenemos que pensarlo bien. Aún estamos a tiempo. Si nos vamos ahora, todavía podríamos llegar a la ciudad sin mayores problemas.

Annalise lo miró sorprendida con los ojos como platos.

–He cancelado los compromisos que tenía para estar aquí. Este proyecto requiere toda mi atención. Incluso con mal tiempo, hay cosas que puedo ir adelantando, como tomar medidas o hacer los diseños preliminares. Pero si te tienes que volver a Charlottesville, lo comprenderé.

Él la miró entonces a la cara, pero no fue capaz de interpretar el verdadero sentido de sus palabras. La luz tenue del atardecer, aún más apagada por la nieve, se filtraba por los visillos, proyectando sombras caprichosas en el suelo de madera.

–No puedo dejarte aquí sola –dijo él–. Podría pasarte cualquier cosa.

–Soy más fuerte de lo que piensas. Además, no tienes por qué sentirte responsable de mí.

Él se permitió tocarle el pelo suavemente para apartarle un mechón de la cara.

–Le prometí a mi abuela que te ayudaría al comienzo del proyecto. Hay muchas cosas que necesitas saber. Así que creo que lo mejor será quedarnos –dijo él, sorprendido de que ella no hubiera protestado por haberle tocado el pelo.

–Sí, supongo que sí –dijo ella con una leve sonrisa.

En ese momento, las luces empezaron a parpadear, encendiéndose y apagándose de forma intermitente y errática.

–¿Ya empieza esto? –exclamó Annalise, mirando a Sam con aire aprensivo.

–Es probable que sea solo algo pasajero por efecto del viento. Aunque, si te soy sincero, el suministro eléctrico de la zona no me ofrece mucha confianza. Por cierto, en el proyecto se contempla el soterramiento de todos los servicios: agua, gas, electricidad… No solo por cuestiones de seguridad sino también para recuperar el aspecto original.

–Eso va a costar una fortuna.

–Sí –respondió él, sonriendo–. Pero, ¿qué quieres que te diga? Yo soy solo el arquitecto.

Las luces volvieron a parpadear por segunda vez con malos presagios.

–Tengo que ir a traer toda la leña que pueda. Si se va la luz, tendremos que acomodarnos en el cuarto de estar.

–Hace pared con la cocina, ¿verdad?

–Sí y además la chimenea está en la medianera. Afortunadamente, esa parte de la casa no necesita ninguna remodelación. ¿Te importaría ir haciendo un par de tortillas mientras voy a por la leña? Sería bueno tomar algo caliente, antes de que se pueda ir la luz.

Annalise se quedó como muda y con la cara en blanco.

–¿Ocurre algo? –preguntó él.

–No soy muy mañosa en la cocina.

–No te estoy pidiendo nada del otro mundo. Pero, si lo prefieres, hay embutidos en el frigorífico. Puedes cortar unas lonchas de jamón.

–Lo digo en serio, Sam. No sé cocinar –insistió ella, casi sintiéndose culpable por ello.

–Es comprensible. Ha debido ser muy duro para ti crecer sin una madre al lado.

–Cuando tenía trece años, quería que el cocinero que teníamos en casa me enseñara. Pero mi padre dijo que para qué malgastar el tiempo en la cocina cuando podía emplearlo en aprender latín y griego. Tenía un modo muy particular de ver las cosas.

–Sé que tu abuela es una cocinera fabulosa y estoy segura de que tu madre también, pero si estabas esperando de mí algo parecido, vas listo.

–No tiene la menor importancia, Annalise. Me ha sorprendido un poco, eso es todo. Había supuesto que no habría nada que no supieras hacer.

–¡Vaya! No sabía que pudieras decir también cosas bonitas –dijo ella algo más relajada.

–Puedo ser muy agradable cuando no me provocan continuamente.

–¿Eso va por mí?

–¿Me crees capaz de ser tan malvado? –exclamó él, alzando una ceja con gesto de inocencia.

Los dos se echaron a reír, como si acabaran de firmar una tregua en aquella especie de guerra fría que parecían haber iniciado.

–Está bien. Ve a por la leña. Yo haré unos sándwiches y trataré de calentar una sopa.

 

 

Sam se dirigió al cobertizo y se puso a apartar la leña, mientras silbaba feliz ante la perspectiva de disfrutar una noche en compañía de una mujer hermosa.

Al entrar, encontró a Annalise en la cocina, preparando dos platos sobre unos manteles y poniendo con mucho esmero los cubiertos.

–Me has asustado –exclamó ella al verlo–. ¿Estás listo ya para cenar?

Sam tenía el chaquetón completamente mojado, así que lo dejó en el respaldo de una silla cerca de uno de los radiadores para que se secase. Annalise le puso una botella de cerveza, un bol de sopa de tomate y un queso a la parrilla con una presentación bastante deslucida.

Ella se sentó a la mesa frente a él con su propio plato. Con el calor del fuego, el cuarto tenía ahora una temperatura muy agradable. Él la miró por el rabillo del ojo mientras cenaba. Se había recogido el pelo con una coleta, dejando al desnudo un cuello sensual y elegante que parecía pedirle a gritos que fuera a besarlo y mordisquearlo.

Sam echó un trago de cerveza y dejó luego la botella sobre la mesa con un golpe seco.

–Dime, Annalise –dijo él, recostándose en la silla y mirándola fijamente–. ¿Hay algún chico en Charlottesville que vaya a echarte de menos mientras estés aquí?

–No estoy saliendo con nadie en este momento. Llevo una temporada agobiada de trabajo y el último hombre con el que salí me causó un impresión francamente pobre. La verdad es que no tengo tiempo para esa estupideces sentimentales.

–¿Estupideces sentimentales, dices? –exclamó él, arqueando una ceja.

–Sí, ya sabes a lo que me refiero: veinte mensajes de texto al día, paseos por el parque agarraditos de la mano, cenas interminables a la luz de las velas, esas cosas… Me gusta más estar ocupada con mi trabajo –replicó ella, levantándose para llevar los platos al fregadero.

Annalise lavó los platos y los cubiertos, y los dejó escurriendo. Luego se limpió las manos con un paño de cocina y se apoyó en la encimera.

–¿Podemos dar ahora una vuelta de reconocimiento por la casa? Estoy deseando empezar.

–Muy bien –dijo él con la voz apagada intentando ocultar su mirada de deseo.

–¿Por dónde empezamos?

 

 

Después de una hora, volvieron de nuevo al cuarto de estar. La sala se había caldeado ya y tenía una temperatura muy agradable. Sam invitó a Annalise a sentarse en uno de los dos sillones de cuero que había a cada lado de la chimenea.

–Estaremos aquí más cómodos y calientes mientras termino de contarte todo lo que mi abuela quería que te dijera.

Annalise se acurrucó en el asiento, con las piernas encogidas encima del sofá.

–No sabes lo emocionante que es tener carta blanca en un proyecto como este. Ya que tú me has interrogado sobre el asunto, supongo que no te importará que yo también te pregunte si tienes alguna amiga especial esperándote.

–En este momento, no hay ninguna mujer en mi vida.

Annalise era muy consciente de la fama que tenía de conquistador. Sabía muy bien la legión de mujeres que habían pasado por su vida. Había sufrido en silencio con cada una de ellas.

–¿Qué pasó con la última?

–No coincidíamos en ninguna de las cosas importantes: política, religión…

–¿Y solo por eso renunciaste a tener relaciones sexuales con Diana Salyers?

–Para odiarme tanto, sabes muchas cosas de mí –replicó él con una sonrisa.

–Te exhibiste con ella por todo Charlottesville. Habría que ser sordo y ciego para no enterarse. Pero no sabía que hubierais roto. De todos modos, me desconcierta eso que has dicho. No te creía una persona que se tomase tan en serio esas cosas de la religión y la política.

–Touché –dijo él, sin perder la sonrisa–. Está bien. Si te interesa saberlo, fue porque me enteré de que no quería tener hijos.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Sam consideró una buena señal que Annalise se interesase por su vida amorosa. Era grato saber que había en ella un cierto grado de implicación emocional, a pesar de su manifiesta antipatía.

–¿Deseas tener hijos? –preguntó ella.

–Tengo casi treinta y seis años. No creo que eso sea nada extraño.

–No te veo el tipo de hombre que desea formar una familia.

–No tengo ninguna prisa. Pero me gustaría que mis hijos pudieran tener los mismos bellos recuerdos que yo guardo de este lugar cuando los tenga.

–¿Hijos? ¿En plural?

Ella se detuvo un instante y le miró fijamente desde el lado opuesto del cuarto. Durante un buen rato solo se escuchó el crepitar del fuego de la chimenea devorando los troncos de roble.

–Te tenía por un solterón empedernido.

–En absoluto. En cuanto encuentre a la mujer adecuada, me propongo no dejarla escapar. Quiero que mis abuelos disfruten de sus bisnietos mientras aún puedan jugar con ellos.

–Interesante –dijo Annalise, acercándose a la ventana y descorriendo las cortinas de brocado.

No se podía ver nada. Hacía una noche oscura y el cristal estaba empañado por la nieve.

–¿Y qué me dices de ti? –preguntó él. ¿No piensas subirte a ese carro de felicidad del que disfruta toda tu familia?

–¿Yo? –exclamó ella sorprendida, dándose la vuelta–. No, no quiero tener hijos. No sería justo.

–¿Cómo es eso? –dijo Sam con cara de perplejidad, no exenta de cierta decepción.

–Nunca he tenido demasiada relación con niños. Como sabes, a ninguno de mis hermanos se nos permitió ir al colegio. Fuimos directamente a la universidad.

–¿Tuvisteis entonces profesores particulares cuando erais niños?

–Sí. Y tengo que confesarte que me costó mucho hacer amigas cuando entré a los dieciocho años en la universidad. Siempre me había relacionado con mis hermanos y primos. Las chicas eran un misterio para mí. Las pandillas, las confidencias sobre los chicos, las coqueterías… Todo eso me desconcertaba, era algo totalmente nuevo para mí.

–Lo siento, pero no acierto a ver qué relación tiene eso con no querer tener hijos.

–Digamos que no soy una mujer muy maternal. Pero preferiría no seguir hablando de esto, si no te importa.

Sam se quedó desconcertado por su respuesta. Estaba seguro de que tenía que haber algo más en aquella historia. Pero no tenía ningún derecho a seguir interrogándola.

–Ven, siéntate –dijo él, dando una palmadita en el respaldo de la silla en la que había estado sentada antes–. Déjame que te cuente las ideas que tiene mi abuela.

Con el fuego tan acogedor de la chimenea y la sensación de aislamiento que había creado la tormenta, la habitación parecía un refugio cálido e íntimo. Tal vez, demasiado.

 

 

Sam fue a por el maletín de trabajo que había dejado en la cocina y sacó de él una carpeta, mientras Annalise, con aire receloso, se sentaba dócilmente en la silla junto a la chimenea.

Cuando volvió la miró de nuevo a los ojos y sintió que la paz y la tranquilidad que había pensado disfrutar en aquella casa iban a verse amenazadas. Ella poseía una de esas bellezas que trastornaban el corazón de un hombre. Además de otras partes…, como él mismo podía ratificar por su excitación.

Se sentó de nuevo con la carpeta en la mano y trató de controlarse.

–¿Qué cosas sabes de esta casa?

–No muchas, la verdad. Soy toda oídos.

Se había dejado el pelo suelto y ahora le caía por los hombros. Tenía el cabello negro como el pecado e igual de atractivo y tentador. Se enredó un mechón entre los dedos y se puso a jugar con él con aire ausente. Sam observó sus movimientos como hipnotizado, sin poder apartar la vista de su mano y de su pelo.

–Cuéntame –dijo ella–. Cuanto más sepa de la historia de esta casa, mejor podré recrear el aspecto que tenía en el pasado.

–Muy bien –replicó él, volviendo de sus pensamientos y tratando de hablar con ella de la forma más profesional posible–. La historia de Sycamore Farm se remonta a la época de Jefferson y Monticello. Algunas publicaciones sugieren incluso que uno de mis antepasados fue amigo de los Jefferson, pero eso aún no se está demostrado.

–Aun así, emociona pensarlo. Las dos propiedades están relativamente cerca una de la otra.

–Es cierto. En cualquier caso, perdimos la tierra veinticinco años después, durante la Guerra Civil del XIX. La casa sufrió algunos desperfectos y la familia importantes reveses financieros. Pero, afortunadamente, un audaz agricultor llamado Ely consiguió restaurarla en 1900 y se ha mantenido así desde entonces.

–Me encanta esa historia del linaje. Eres muy afortunado, Sam.

–Tu padre y tu tío han abordado una empresa similar en Wolff Mountain. Sé que el legado de los Wolff está aún en mantillas, pero piensa en los años venideros. Especialmente, con todas esas bodas y esos bebés que están en camino.

–De momento, solo hay un bebé en ciernes, y aún quedan algunos meses para que nazca. La pequeña Cammie ya tenía cinco años cuando entró a formar parte de la familia, así que tener un recién nacido en la montaña va a ser toda una novedad.

–¿No te gustaría tener alguna vez allí tu propia casa?

–Nunca lo he pensado –respondió ella como si la pregunta le hubiera pillado por sorpresa.

–Embustera.

–¿Cómo te atreves? –exclamó ella indignada, mirándolo con los ojos echando chispas.

Sí, esa era la Annalise que él conocía, se dijo Sam.

–Te conozco, princesa. Eres diseñadora de interiores. Vives para la creación de espacios abiertos y bellos. No me puedo creer que no hayas soñado nunca con tener tu propio lugar en esa montaña.

–Tengo sentimientos encontrados sobre Wolff Mountain –dijo ella en voz baja–. Cada vez que voy allí, vuelvo a revivir esa mezcla agridulce de viejos recuerdos. La tragedia y la familia, la tristeza y el hogar. No estoy segura de querer perpetuar eso.

–Yo podría ayudarte a diseñarlo. Sería para mí un gran honor. Me sentiría como un Wolff honorario, haciendo allí algo parecido a lo que hizo mi padre.

–Mira que te puedo tomar la palabra –dijo ella con una leve sonrisa–. ¿Lo has pensado bien?

–Siempre cumplo lo que digo.

Los dos se miraron el uno al otro. Sam no estaba acostumbrado a estar encerrado en un cuarto tan acogedor como aquel con una mujer como Annalise, que tenía la virtud de descontrolarlo.

Habría pensado seducirla de no haber estado seguro de que ella habría ido luego con unas tijeras de jardinero a hacerle cualquier cosa. Era evidente que lo que ella había sentido por él en otro tiempo estaba ya muerto y enterrado.

–No nos desviemos del asunto y dime la opinión de tu abuela sobre los colores y las texturas.

Sam se inclinó hacia adelante y le entregó unas cuantas hojas de la carpeta sujetas con un clip.

–Mi abuela escribió ahí muchas notas para que tú las leyeras. Confía mucho en ti. En el documento, se describen las partes de la propiedad que ella desea conservar tal y como están. En las demás, puede hacer uso de toda tu fantasía y creatividad para hacer de Sycamore Farm un lugar de interés turístico.

 

 

Mientras Annalise leía el documento, Sam se fue a echar unos troncos más al fuego y luego salió al porche a evaluar la situación. No era nada halagüeña. Había una capa de nieve de casi treinta centímetros y no había visos de que el tiempo pudiera mejorar.

Trató de imaginar por un momento la posibilidad de que Annalise y él pudieran llegar a llevarse bien. Con campanas de boda y vestido de novia. Quería tener hijos, llegar a casa y ver a alguien esperándolo.

Hacía ya un rato que Annalise había terminado de leer las notas de la abuela de Sam. Había ido luego a echar unos troncos de leña al fuego y después había subido a la habitación a deshacer el equipaje.

Llenó con su ropa casi todo el armario y los cajones de la cómoda. Dobló la colcha y dejó el vestido y la bata sobre la cama. Eran unas prendas muy bonitas y elegantes pero no eran de mucho abrigo. Tal vez debería haber pensado en llevarse otra cosa más caliente para dormir en aquella casa de campo tan fría.

Se contempló en el espejo del cuarto. ¿Cómo la vería Sam ahora? ¿Seguiría siendo para él la joven torpe y desmañada, enferma de amor?

Sintió un agudo dolor al recordar aquella experiencia tan terrible y humillante. Se había dejado llevar por el deseo desesperado que sentía por el joven que había adorado desde niña. Ahora, el adolescente de entonces se había convertido en un hombre increíblemente atractivo.

–Veo que estás colocando tus cosas. ¿Necesitas algo?

Volvió la cabeza y vio a Sam apoyado en la puerta, con su silueta encantadora y carismática. Era tan alto que casi rozaba el dintel. Sintió un nudo en la garganta. ¿Y si hiciera una prueba para ver si le atraía físicamente como mujer? Aunque, tal vez, no fuera una buena idea. Podría parecerle patética.

–Creo que me voy a ir a acostar. Buenas noches.

–¿Tan pronto? Son solo las ocho y media, Annalise.

Ella pensó en alguna excusa. Pero no se había llevado siquiera un libro para leer.

–¿Sí? ¡Vaya! Supongo que aquí no habrá acceso a Internet, ¿verdad?

–¿Estás de broma? –exclamó él con una sonrisa–. Hay algo que me gustaría enseñarte… si no estás muy cansada. Pero, para eso, tendrás que ponerte un abrigo o un suéter, porque está en el tercer piso.

Ella asintió lentamente con la cabeza, se puso una chaqueta de ante y se recogió el pelo.

–Está bien. Ya estoy lista.

Sam no se molestó en ponerse nada por encima. Al parecer, estaba hecho de un material más resistente.

Ella lo siguió por la escalera hasta llegar a un rellano. Sam sacó una llave del llavero y abrió una puerta bastante pequeña. Ella pasó detrás de él, inhalando el aroma de la historia… el polvo, el papel viejo y el paso del tiempo.

Sam levantó la mano y tiró de la cadena de una bombilla que había suspendida de una viga. Hacía un frío atroz y el viento parecía aullar a través de los hastiales del tejado con una fuerza inusitada.

Annalise avanzó lentamente con mucho cuidado, con los brazos pegados al cuerpo.

–Espero que la cosa valga la pena.

–Sígueme –dijo él, dirigiéndose a un extremo de la buhardilla–. Esto debió ser, en otro tiempo, alguna dependencia del servicio.

Había zonas de las paredes en las que faltaban algunos ladrillos y en otras quedaban restos de un papel pintado ajado y desvaído con los años.

Annalise se inclinó hacia adelante para tratar de ver en aquella penumbra.

–¡Caramba!, Sam. ¿Es original?

Sam estaba tan cerca de ella que podía aspirar su aroma fresco y masculino, y oír su respiración.

–¿Han visto esto los del equipo de restauración histórica?