Rico y misterioso - Janice Maynard - E-Book
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Rico y misterioso E-Book

Janice Maynard

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Beschreibung

¿Sucumbiría de nuevo a su amor? Convencida de que Sam Ely era el hombre de su vida, la joven Annalise Wolff se había arrojado en sus brazos. Pero él la había rechazado alegando que era muy joven para él... y demasiado descarada. Siete años después, aún seguía traumatizada por aquellas palabras y había jurado que nunca se las perdonaría, pero entonces él le ofreció un trabajo que no pudo rechazar. Eso significó que tuvieron que trabajar en estrecha colaboración. Y, cuando una tormenta de nieve los dejó aislados, juntos y sin electricidad, Annalise temió que Sam volviera a romperle el corazón.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Janice Maynard. Todos los derechos reservados.

RICO Y MISTERIOSO, N.º 1938 - septiembre 2013

Título original: All Grown Up

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3523-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Annalise Wolff contempló a Sam Ely como si fuera un inspector de Hacienda. Estaba obligada a tratar con él, por razones de trabajo, pero se sentía incómoda cada vez que lo tenía enfrente.

Se requería mucha entereza para estar frente a aquel arquitecto apuesto y presuntuoso. Por fortuna, el suéter de cachemir carmesí y la estrecha falda negra de lana que llevaba parecían diseñados para demostrarle que era una mujer adulta y segura de sí.

Sam, sin embargo, no parecía muy impresionado. De pie, apoyado en el marco de la ventana, observaba la tarde de invierno tan desapacible.

–Sí o no, Annalise. He tenido el detalle de ofrecértelo a ti la primera, pero hay docenas de diseñadoras de interiores que estarían deseando tener una oportunidad como esta.

Ella sabía que él tenía razón. Observó por un instante a aquel hombre tan apuesto y sexy, de facciones sureñas. Los planos que había desplegados en la mesa correspondían a las innovaciones que Sam Ely pensaba introducir en la casa del rancho que sus abuelos tenían en Shenandoah Valley. Una hacienda que formaba ya parte del patrimonio histórico nacional.

–¿Has tratado ya con alguna revista para publicar el proyecto?

–Sí, con Architectural Design. La madre de uno de mis antiguos compañeros de la universidad es su redactora jefa. Debe estar frotándose las manos ante la idea de poder sacar Sycamore Farm en su publicación. El único cabo suelto que me queda por atar eres tú.

Sam volvió al escritorio y se sentó en el borde con las piernas colgando. Unas piernas largas y musculosas. Era una postura deliberada para mostrar su superioridad y ella lo sabía. Conocía a aquel hombre desde niña. El padre de Sam había diseñado Wolff Castle, la propiedad de su familia, y Sam había estado con él allí muchas veces. Para una chica encerrada como Rapunzel en su torre, la presencia de Sam, unos años mayor que ella, había conseguido activar sus hormonas y su primera pasión de adolescente.

–Si aceptase finalmente, ¿cuándo empezaría? –preguntó ella.

–Supongo que antes tendrás que ultimar algunas cosas –replicó él, y añadió luego, echando una ojeada al calendario que tenía al lado–: ¿Qué tal el viernes de la semana que viene? Mis abuelos quieren que te quedes a vivir allí mientras dure el trabajo. El rancho queda bastante lejos y sería una gran pérdida de tiempo tener que ir y venir todos los días.

–¿Y tú, dónde estarías? –preguntó ella con un repentino calor en las mejillas.

–Mi abuela quiere que me quede un par de días al principio para poner en marcha el proyecto, pero luego volveré aquí, a mi despacho. Estaré lejos de ti. Por ese lado puedes estar tranquila –dijo él, pasándose la mano por el pelo, con una leve sonrisa–. Tampoco vas a estar en ninguna prisión, puedes ir a casa cuando lo necesites. Eso sí, quiero que te dediques a este trabajo al ciento diez por ciento.

Sam se bajó de la mesa, cruzó los brazos y la miró de forma desafiante.

–¿Te pongo nerviosa, Annalise?

–No, por supuesto que no. Pero aún tengo que ver si puedo encajar este proyecto en mi agenda.

Annalise no necesitaba el dinero, pero sabía que ganaría mucho prestigio.

–Procura sacar el tiempo de donde sea, Annalise –dijo él, mirándola como si tratara de hipnotizarla–. Sé que lo deseas.

Tenía que reconocer que Annalise le ponía nervioso. Le había roto el corazón hacía siete años cuando ella se había echado en sus brazos y él la había rechazado. Quería creer que todo eso era ya agua pasada, pero la expresión que podía ver en sus preciosos ojos azules no dejaba lugar a dudas. La adoración que le había demostrado en el pasado se había transformado en odio. Nunca había podido perdonarle aquella humillación. Él había intentado disculparse varias veces, pero ella siempre se lo había impedido. Finalmente, se había dado por vencido, evitándola siempre que podía. Igual que había hecho ella.

Por eso, cuando sus abuelos insistieron en que le ofreciese el trabajo a Annalise, él se alegró de tener la ocasión de llevarla a su despacho y volver a verla cara a cara.

Todo en ella le parecía extraordinario. Era alta y delgada y muy segura de sí. Bien podría pasar por una modelo o una estrella de cine.

–Debes tomar una decisión. Mi abuela quiere que te hagas cargo del proyecto. Se quedó impresionada con el trabajo de restauración que hiciste en la casa del rector de la universidad de Virginia. Pero si no tienes tiempo, dímelo ahora.

Annalise se cruzó de brazos. El suéter rojo remarcaba de forma insinuante las deliciosas curvas de sus pechos y la estrechez de su cintura. A Sam no le costó imaginarse levantándola en vilo por las caderas, abriéndole las piernas y…

–Te gustaría que lo rechazara, ¿verdad? –exclamó ella, con arrogancia–. Pues lo siento, pero vas a tener que soportarme. Si tu abuela quiere que yo me encargue del proyecto, no pienso defraudarla.

Sam se sorprendió de la alegría que sintió al oír esas palabras. ¿Deseaba realmente tener una excusa para poder estar con la obstinada y quisquillosa Annalise Wolff? Eso era lo que parecía, a juzgar por su erección, cada vez más insistente.

Escribió unas notas y se aclaró la garganta.

–Iré a ver a mi abogado para redactar el contrato. ¿Tienes alguna pregunta?

Diez días después, Annalise se dirigía en su Miata por un estrecho camino pavimentado que conducía a la entrada de Sycamore Farm. Era invierno y los campos en barbecho tenían una gruesa capa de escarcha.

Los abuelos de Sam se habían ido afuera unas semanas, en busca de un clima más cálido. Pero sabía que habían dejado un frigorífico y una despensa bien provistos para que ella pudiera pasar allí una temporada.

La última frase de Sam parecía resonar aún en sus oídos: «¿Tienes alguna pregunta?».

¡Diablos! Sí que tenía una: «¿Era tan repulsiva hace siete años como para que no quisieses hacer el amor conmigo cuando me arrojé en tus brazos como una estúpida?».

Sintió la bilis revolviéndose en el estómago al recordar aquella humillación. Sujetó el volante con una sola mano y buscó en el bolso una pastilla para la acidez.

Con la mirada puesta en la carretera, sus recuerdos parecieron recobrar vida.

Al borde de sus treinta años, Sam Ely estaba en toda su plenitud. Era, sin duda, el hombre más excitante que había visto.

«No, Annalise. Sigo viéndote como a una hermana» había dicho Sam cuando ella le pasó los brazos por el cuello y lo besó con veintiún años.

Ella se quedó parada sin comprender nada.

«Creo que estoy enamorada de ti, Sam».

Él dibujó un extraña mueca de desdén en los labios que consiguió destrozale el corazón. La compasión con que la miraba le resultaba humillante.

«Me siento halagado, pero sigues siendo casi una niña, Annalise. Soy demasiado mayor para ti. Eres una chica maravillosa, pero creo que tanto tu padre como el mío me colgarían si intentase algo contigo… Además… a los hombres nos gusta llevar la iniciativa. Deberías pensar en eso. Sé que has crecido sin una madre al lado que te enseñara este tipo de cosas, pero a los hombres nos gustan las mujeres dulces y femeninas, suaves y humildes. Eres muy hermosa, Annalise. No tienes necesidad de esforzarte para…».

Annalise volvió al presente al sentir un golpe en el coche. Acaba de pasar por encima de un bache. Agarró con fuerza el volante y redujo la velocidad.

Al doblar el último recodo del camino, comenzó a vislumbrar el conjunto de edificaciones que constituían Sycamore Farm. Vio entonces una figura solitaria en el porche de la casa que reconoció al instante. Estaba quieto y de pie, a pesar del frío.

Aparcó frente a la entrada y se bajó del coche.

Trató de controlarse y olvidarlo todo. Estarían juntos en aquella casa treinta y seis horas, cuarenta y ocho todo lo más. Trataría de impresionarle con su seriedad y profesionalidad, demostrándole que su sonrisa sexy y sus encantos ya no le afectaban lo más mínimo.

Él levantó una mano en señal de saludo y sonrió de manera convencional.

Annalise trató de abrir la boca para decir hola. Pero, en ese instante, tropezó con un trozo de hielo que había al pie del porche y cayó al suelo hacia atrás de forma aparatosa.

Cuando abrió los ojos con un gemido de dolor, vio el cuerpo atlético de Sam Ely inclinado sobre ella, tocándole suavemente con las manos para ver si se había hecho daño. Cuando le levantó la cabeza con mucho cuidado, ella sintió un escalofrío. Aquel simple contacto había hecho renacer en ella a la adolescente enamorada.

–¿Te has hecho daño? –preguntó él, rozándole la mejilla con el dorso de la mano.

Sam le apartó el pelo de la cara. Un pelo negro y sedoso que parecía enredarse cálidamente entre sus dedos en medio de aquel ambiente gélido.

–Di algo, ¡maldita sea! ¿Estás bien?

La mirada de Annalise podría haber derretido un muñeco de nieve.

–Sí –respondió ella, haciendo un esfuerzo para incorporarse–. Deja ya de manosearme.

Aunque sus palabras salieron cortantes, su voz sonaba suave y femenina. Resistiéndose a la tentación de tocarle los pechos, Sam la tomó en brazos y contó mentalmente hasta diez. Se había prometido no dejarse llevar por la atracción que sentía por ella cuando la tenía cerca, pero no estaba seguro de poder controlarse. La animadversión que había entre ellos era culpa suya, sin duda alguna. Pero no serviría de nada tratar de resucitar algo que había pasado hacía ya tanto tiempo.

Una vez en el porche, abrió la puerta con una mano y pasó dentro con ella en brazos.

–Los de la calefacción vendrán dentro de un par de días a reparar los conductos e instalar una nueva caldera. Mientras tanto, espero que hayas traído suficiente ropa de abrigo. La caldera actual es una antigualla que funciona cuando quiere.

–En eso se parece a ti –murmuró ella entre dientes.

Entró en la cocina y la dejó en una silla. Un alegre fuego crepitaba en la chimenea produciendo pintorescos reflejos.

–Dime la verdad. ¿Tienes alguna herida? –preguntó él, arrodillándose a sus pies.

Ella lo miró con sus grandes ojos azules y, por un instante, él creyó advertir un cierto temblor en sus labios.

Annalise se quitó la chaqueta, dejando ver una blusa de seda de color azul a juego con sus ojos, y unos pantalones plisados de lino negro.

–No, estoy bien. Pero me muero por una taza de café.

Durante un buen rato, Sam siguió allí arrodillado a sus pies. Ella estuvo tentada de olvidarse de todas sus promesas y rodearle con los brazos.

–Quédate ahí sentada y no te muevas. Voy a preparar la cafetera.

En unos minutos, el aroma del café comenzó a impregnar el ambiente de la casa. Sam sirvió el café en una taza de porcelana y se la llevó en un plato, junto con una pequeña jarra de leche y un azucarero. Ella reprimió una sonrisa al verlo llegar tan ceremonioso con todo aquel servicio.

Sam acercó una silla y se sentó a horcajadas frente a ella en la mesa.

–¿Cómo están tu padre y tu tío Vic?

–Bien –respondió ella, dejando la taza en la mesa.

–Creo que ha habido unas cuantas bodas en tu familia este último año, ¿no?

–Sí. Ha sido maravilloso. Gracie, Olivia, Ariel, Gillian… Al final, he conseguido tener hermanas.

–Me alegro de que, por fin, hayáis conseguido dejar atrás el pasado.

Sí, los Wolff habían tenido un pasado trágico. Cuando Annalise era aún una niña, su madre y su tía fueron secuestradas y asesinadas. Fue un golpe terrible que marcó a toda la familia.

–Sí, afortunadamente, hemos conseguido superarlo –replicó ella con una sonrisa forzada.

Él creyó adivinar por la expresión de su mirada que aquel pasado no estaba del todo enterrado.

Se inclinó sobre la mesa y le agarró la mano, acariciándola con los dedos.

–Firmemos la paz, Annalise. No podemos trabajar juntos si no somos capaces de dejar a un lado los viejos rencores. Tengo que admitir que podría haber hecho las cosas mucho mejor entonces. Pero te conocía desde que estabas en el jardín de infancia. Siempre fuiste una niña para mí.

–No sé de qué me estás hablando –dijo ella, apartando la mano.

Su gesto habría disuadido a la mayoría de los hombres, pero él estaba cansado de ser el malo de la película.

–Tu padre me habría castrado.

–Me dijiste que yo era como una hermana para ti.

–¡Maldita sea! –exclamó Sam, pensando que aquella burda mentira le perseguiría toda la vida–. Estaba claro que no quería decir eso. Solo estaba tratando de salir airoso de la situación.

–Así que además eres un cobarde. ¿Es eso lo que quieres decirme?

Ahora tuvo que contar hasta cincuenta. Se puso de pie bruscamente, procurando no fijarse en el gracioso mohín de su labio inferior ni en la forma en que sus negras pestañas parecían reflejarse como medias lunas sobre sus mejillas, cuando ella bajó la mirada a la taza de café.

–Sí, fui un cobarde –admitió él.

–No seré yo quien te lleve la contraria –dijo ella, quitándose un hilo del dobladillo del pantalón.

–Creo que será mejor que te enseñe tu habitación. Te subiré las maletas.

Sam se dirigió por el pasillo hacia la puerta de la casa. Necesitaba recobrar la calma.

Abrió la puerta y contempló el campo nevado. Ella se acercó a él con el ceño fruncido.

–¿Qué ocurre? ¿Te pasa algo? –preguntó él.

Los dos se quedaron en la puerta, hombro con hombro, mirando cómo nevaba copiosamente. Las huellas de los neumáticos del coche de Annalise ya se habían borrado y su Miata estaba cubierto por una espesa capa blanca.

–Sabías cómo estaba esto. ¿Por qué no me avisaste para que no viniera?

–He estado muy ocupado. ¿Por qué no te molestaste en consultar las previsiones del tiempo?

–Ha sido culpa tuya –exclamaron los dos a un tiempo con la misma expresión de enfado.

Sam cerró la puerta y se cruzó de brazos.

–Después de los años que llevo en Virginia, puedo asegurarte, sin necesidad de ver las previsiones del Weather Channel, que estamos ante un buen temporal de nieve.

–No creo que vaya a ser para tanto –dijo ella, tratando de infundirse ánimos.

–Pareces contrariada. ¿Tanto te preocupa volver a la oficina? –dijo él suavemente.

–¿Y eres tú quien me lo dice? ¿El que no se marcha nunca del despacho antes de las nueve de la noche, como si estuvieras pegado a la silla?

–No te preocupes, Annalise. Al menos, nos tenemos el uno al otro.

–No me encerraría contigo en esta casa ni por todo el oro del mundo –dijo ella con los puños apretados, alzando la barbilla.

–Le prometí a mi abuela que me quedaría el fin de semana para orientarte en el proyecto, pero si tanto te preocupa quedarte conmigo, podemos irnos ahora mismo. Ella se sentirá decepcionada pero…

Sam estaba tratando de manipular la situación y no se molestaba siquiera en disimularlo.

Annalise procuró apartar las imágenes que acudían a su mente, en las que aparecían ellos dos, con los cuerpos entrelazados, bajo uno de los edredones hechos a mano por su abuela.

–Tú eres el que tenías que estar más preocupado. ¿Cómo piensas volver al trabajo?

–¿Qué se te ocurre que podríamos hacer? Si seguimos aquí más tiempo, no tendremos ninguna posibilidad de llegar a la interestatal.

Annalise lo miró con recelo. ¿Sería todo una artimaña preparada para que ella acabara rindiéndose? No le daría esa satisfacción.

–El tiempo no me preocupa. Pero me gustaría tener aquí las maletas para poder instalarme cómodamente, si no te importa –dijo ella, dándole las llaves del coche.

–¿Estás segura, princesa? Si se va la luz, vamos a pasar algunos apuros.

–Supongo que habrá un generador para estos casos, ¿no?

–Por supuesto. Pero no se si funcionará. ¿Has traído ropa de invierno, además del abrigo?

–Tengo todo lo necesario. ¿Puedes traerme las maletas? ¿O quieres que te ayude?

–No hace falta que te molestes. Creo que podré arreglármelas yo solo.

Tuvo que hacer tres viajes para meter en casa todas las maletas. Cuando terminó, cerró la puerta y echó la llave. Annalise sonrió al verlo. Estaba todo blanco. Parecía el abominable hombre de las nieves. Solo que en versión sexy.

–Veo que necesitas muchas cosas para ir por la vida. ¿Qué llevas en todas esas bolsas y maletas? –preguntó él.

–Libros, el ordenador portátil, chucherías, ropa interior…

–¿Chucherías? –exclamó él.

–Tengo debilidad por el chocolate. Las tabletas que he comprado son mucho mejores que el sexo.

–No sé. Tal vez no hayas tenido nunca una experiencia en condiciones.

Ella sintió un calor intenso entre los muslos y un picor en los pezones, que parecían endurecerse poco a poco bajo la blusa.

–¿Flirteas habitualmente así en tu trabajo? ¿O esperas realmente que me ponga a hablar contigo de mi vida sexual?

–Tienes razón –admitió él–. Ha sido una observación muy poco afortunada entre colegas.

–Yo no soy tu colega. Trabajo para tus abuelos.

–Annalise, tienes que me perdonarme por lo del pasado –dijo Sam, acercándose unos pasos a ella–. De lo contrario, vamos a estar siempre a la gresca, como el perro y el gato.

Ella se pasó la lengua por los labios y desvió la mirada hacia un viejo reloj.

–Me sorprende que no hayas encontrado esa mujer ideal de la que siempre hablabas. Ya sabes, afable, sumida y dócil –dijo ella con ironía, pero sintiendo un gran dolor en el pecho al pronunciar esas palabras.

–Lo siento, princesa –replicó él, poniéndole las manos en los hombros–. Lo que te dije aquel día fue solo una sarta de estupideces. No regía bien en aquel momento. Estaba tratando de salir de una situación difícil. Sí, me sentía atraído por ti. Sobre esa tontería que te dije de que una mujer decente debía esperar que fuera el hombre el que diera el primer paso… supongo que solo pretendía que no volvieras a repetir esa escena de nuevo. No quería que cualquier desaprensivo te tomara un buen día la palabra y te dejara luego tirada.

Ella sintió el calor de su aliento en la cara y apartó la mirada. Se sentía demasiado frágil y vulnerable y eso la disgustaba. No había aprendido a controlarse cuando tenía tan cerca al hombre al que había deseado durante años y podía besarlo con solo acercar su boca a la de él.

Sam podía decir que siempre se había sentido atraído por ella y que todo lo había hecho por su bien, pero Annalise tenía el presentimiento de que su rechazo había sido sincero. Ella distaba mucho de ser la mujer ideal de Sam.

Se apartó de él, agarró dos pequeñas maletas y se dirigió a la cocina, sin mirarle a la cara.

Sam tomó el resto del equipaje y la siguió, con cara de frustración.

¡Maldita sea! Ya se había disculpado. ¿Qué más podía hacer? ¿Ponerse a cuatro patas delante de ella? Si hubiera sido otro hombre o sus padres no hubieran sido tan amigos, habría mandado todo al infierno y habría aceptado su proposición sin pensárselo dos veces.

El dormitorio que su abuela había preparado para Annalise estaba frío como el hielo. Sam puso cara de contrariedad y abrió los radiadores.

–Esto parece una cámara frigorífica –dijo ella–. ¿Estás seguro de que funciona la caldera?

Sam levantó una enorme maleta y la puso encima del baúl que había al pie de la cama.

–Creo que sí. Pero voy a subir el termostato un par de puntos para asegurarme. De todos modos, no estaría de más que te pusieras un suéter por encima.

–¿Y tú? ¿No tienes frío?

–No, pero tenemos que pensarlo bien. Aún estamos a tiempo. Si nos vamos ahora, todavía podríamos llegar a la ciudad sin mayores problemas.

Annalise lo miró sorprendida con los ojos como platos.

–He cancelado los compromisos que tenía para estar aquí. Este proyecto requiere toda mi atención. Incluso con mal tiempo, hay cosas que puedo ir adelantando, como tomar medidas o hacer los diseños preliminares. Pero si te tienes que volver a Charlottesville, lo comprenderé.

Él la miró entonces a la cara, pero no fue capaz de interpretar el verdadero sentido de sus palabras. La luz tenue del atardecer, aún más apagada por la nieve, se filtraba por los visillos, proyectando sombras caprichosas en el suelo de madera.