Río llévame a casa - William Kent Krueger - E-Book

Río llévame a casa E-Book

William Kent Krueger

0,0

Beschreibung

La escuela Lincoln (a orillas del río Gilead en Minnesota) es, en el verano de 1932, un lugar hostil donde cientos de niños nativos americanos, arrancados de sus familias, son enviados a recibir educación. Entre ellos se encuentra Odie O'Banion, un ingenioso niño huérfano cuyas hazañas provocan la ira del director.  Odie y su hermano Albert (los únicos niños blancos de la escuela) cometen un crimen terrible y se ven obligados a huir, llevando con ellos a su mejor amigo, Mose, un niño mudo de la tribu sioux, y a Emmy, una pequeña niña que se ha quedado sola. Juntos escapan en una canoa, navegando por el río Mississippi en busca de un hogar. Los cuatro huérfanos cruzan tierras desconocidas durante un verano inolvidable, encontrando a su paso a personajes a la deriva como ellos: desde agricultores en apuros y curanderos ambulantes, hasta familias desplazadas y almas perdidas. Con la fuerza de un clásico moderno, Río llévame a casa es una epopeya vibrante y conmovedora que toca las fibras más profundas del alma, donde viven los sueños y la auténtica libertad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 693

Veröffentlichungsjahr: 2025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Título original: This Tender Land

Edición original: Browne & Miller Literary Associates, LLC, derechos gestionados por International Editors & Yáñez Co’ S.L.

© 2019 William Kent Krueger

© 2025 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2025 Vidis Histórica

www.vidishistorica.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-74-5

Para Boopie, con amor.

Cuéntame, Musa, la historiadel hombre de muchos senderos.—Homero, Odisea

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Dedicatoria

Cita

Parte uno. DIOS ES UN TORNADO

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Parte dos. JACK EL TUERTO

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Parte tres. HASTA LOS CIELOS

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Parte cuatro. ODISEA

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Parte cinco. LOS FLATS

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Parte seis. ÍTACA

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Epílogo

Nota del autor

Novelas históricas en Vidis

Jenny Ashcroft

Manifiesto Vidis

Parte unoDIOS ES UN TORNADO

Prólogo

En el principio, cuando terminó de crear los cielos y la tierra, la luz y las tinieblas, la tierra y los mares y todos los seres vivientes que se mueven por allí, después de crear al hombre y a la mujer antes de reposar, creo que Dios nos dio un último regalo. Para que no olvidemos la divina fuente de toda esa belleza, nos dio las historias.

Yo cuento historias. Vivo en una casa a las sombras de un sicomoro en la ribera del río Gilead. Mis bisnietos, cuando me visitan, me llaman viejo.

—Lo de viejo es un cliché —les digo con una fingida decepción—. Una terrible banalidad. Un insulto. Nací junto al sol y la tierra y las lunas y los planetas y todas las estrellas. Cada átomo de mi ser estuvo ahí desde el principio.

—Mentira. —Fruncen el ceño, de un modo juguetón.

—No miento. Cuento historias —les recuerdo.

—Cuéntanos una historia —ruegan.

No hace falta que me lo pidan. Las historias son la dulce fruta de mi existencia y las comparto con gusto.

Los eventos que estoy a punto de compartir contigo comenzaron a la ribera del Gilead. A menos que hayas crecido en el interior del país, puede que no recuerdes estas cosas. Lo que ocurrió en el verano de 1932 es más importante para quienes lo vivieron, y ya no quedamos muchos.

El Gilead es un río encantador, enmarcado con álamos que ya eran antiguos cuando yo era pequeño.

Las cosas eran diferentes por aquel entonces. Ni más simples ni mejores, solo diferentes. No viajábamos como lo hacemos ahora y, para la mayoría de los habitantes del condado de Fremont, Minnesota, el mundo se limitaba a la porción de tierra que podíamos ver hasta que el horizonte la cortaba. No habrían entendido más que yo que si matas a un hombre, cambias para siempre. Y si ese hombre regresa a la vida, te transformas. He presenciado este y otros milagros con mis propios ojos. Así que entre las muchas lecciones de sabiduría que la vida me ha ofrecido con el pasar de los años, comparto esta contigo: ábrete a cada posibilidad, porque no hay nada que tu corazón pueda imaginar que no sea posible.

La historia que estoy a punto de contar ocurrió un verano hace mucho tiempo. Una historia de muertes y secuestros, de niños perseguidos por demonios de mil nombres. Habrá valentía en esta historia y cobardía. Habrá amor y traición. Y, por supuesto, habrá esperanza. Al final, ¿no es de eso de lo que trata toda buena historia?

Capítulo 1

Albert le puso un nombre a la rata. La llamó Faria.

Era una criatura vieja, con motas grises y blancas en su pelaje. Casi siempre, se mantenía en las esquinas de la diminuta celda y corría por la pared hacia el rincón donde le ponía las migajas de algún pan duro que había sido mi cena. Por la noche, normalmente no podía verla, pero escuchaba el suave roce de sus movimientos cuando salía de la grieta en las piedras del rincón, cruzaba el suelo cubierto de paja, agarraba las migajas y regresaba por donde había venido. Cuando la luna estaba en la posición adecuada y sus rayos de luz atravesaban la angosta abertura alta que servía como única ventana, iluminando las piedras de la pared este, a veces podía ver por un breve instante en la luz reflejada el cuerpo esbelto y ovalado de Faria, su pelaje como una nube borrosa de plata, su cola delgada siguiéndola como una ocurrencia tardía en la creación del animal.

La primera vez que me metieron en el que los Brickman llamaban el cuarto de confinamiento, también trajeron a mi hermano mayor, Albert. Era una noche sin luna, el lugar sumido en una oscuridad total, nuestra cama era solo un montón de paja tirada en el suelo de tierra, la puerta un gran rectángulo de hierro oxidado con una abertura en la parte inferior para el plato de comida que nunca tenía más que un trozo de pan duro. Estaba muerto del miedo. Más tarde, Benny Blackwell, un sioux de Rosebud, nos contó que cuando la Escuela de Formación de Indios de Lincoln era un puesto de avanzada militar llamado Fort Sibley, el cuarto de confinamiento se usaba para recluir a los prisioneros. En aquellos días, había albergado guerreros. Cuando Albert y yo llegamos allí, solo albergaba niños.

No sabía nada sobre ratas, solo la historia del flautista de Hamelin, que había sacado a la plaga del pueblo. Creía que eran criaturas asquerosas que comían cualquier cosa, incluso quizás a nosotros. Albert, que era cuatro años mayor que yo y mucho más sabio, me decía que las personas les tenían miedo a las cosas que no entendían y que si había algo que me asustase, entonces debía acercarme a eso. Eso no significaba que dejara de ser una cosa horrible, pero las cosas horribles que conocías eran mejores que las que imaginabas. Por eso Albert le puso nombre a la rata, porque un nombre hacía que no fuera solo una rata. Cuando le pregunté por qué había elegido Faria, me dijo que era de un libro, El conde de Montecristo. A Albert le encantaba leer. En cuanto a mí, me gustaba inventar mis propias historias. Siempre que me metían en el cuarto de confinamiento, le daba a Faria algunas migajas e imaginaba historias sobre ella. Busqué información sobre las ratas en la Enciclopedia Británica que estaba en el estante de la librería de la escuela y descubrí que eran seres inteligentes y sociales. Con el pasar de los años y las tantas noches solo en el cuarto de confinamiento, llegué a considerar a la pequeña criatura como una amiga. Faria. Rata extraordinaria. Aliada de los marginados. Una compañera cautiva en la oscura prisión de los Brickman.

Esa primera noche en el cuarto de confinamiento, nos habían castigado por contradecir a la señora Thelma Brickman, la directora de la escuela. Albert tenía doce años y yo ocho. Éramos nuevos. Después de la cena, que había sido un estofado aguado y soso con unos trozos de zanahorias, patatas, algo verde y viscoso y un poco de jamón lleno de nervios, la señora Brickman se sentó al frente del gran comedor y nos contó una historia a todos los niños. Era normal que nos contara una historia después de comer. Por lo general, tenían alguna moraleja que ella consideraba importante. Después nos preguntaba si alguien tenía una duda. Pero me di cuenta de que era solo un engaño que pareciese como si hubiera una oportunidad real para hablar con ella y mantener la clase de conversación que podría darse entre un adulto y un niño razonables. Esa noche había contado la historia de la carrera entre la tortuga y la liebre. Cuando nos preguntó si teníamos alguna duda, levanté la mano. Sonrió y me dio la palabra.

—¿Sí, Odie?

Sabía mi nombre. Aquello me entusiasmó. En medio del mar de niños, tantos que no creía que fuera capaz de aprenderme todos sus nombres, ella recordó el mío. Me preguntaba si quizás era porque éramos los más nuevos o porque éramos los rostros más blancos en un vasto salón lleno de niños indios.

—Señora Brickman, usted dijo que la moraleja de la historia era que ser un perezoso es algo terrible.

—Así es, Odie.

—Pero yo entendí que correr lento y a paso firme te hace ganar la carrera.

—No veo la diferencia. —Su voz sonaba firme, pero no severa, aún no.

—Mi padre me leyó esa historia, señora Brickman. Es una de las fábulas de Esopo. Y él decía que…

—¿Él decía? —Ahora había algo diferente en su tono de voz. Como si se hubiera atragantado con una espina de pescado—. ¿Él decía?

Estaba sentada en un taburete que la mantenía más alta que el resto para que todos en el comedor pudieran verla. Se deslizó sobre su asiento al ponerse de pie y caminó entre las largas mesas, niñas de un lado, niños del otro, hacia donde yo estaba sentado con Albert. En el absoluto silencio del salón, podía oír el rechinar de sus suelas de goma sobre el viejo suelo de madera a medida que se acercaba. El niño que estaba sentado a mi lado, cuyo nombre aún no sabía, se alejó, como si intentara distanciarse de un lugar donde estaba seguro de que caería un rayo. Miré a Albert y sacudió la cabeza, una señal de que debería mantener la boca cerrada.

La señora Brickman se detuvo delante de mí.

—¿Él decía?

—S-s-sí, señora —respondí, tartamudeando, pero manteniendo el respeto.

—¿Y dónde está él?

—Y-y-ya sabe, señora Brickman.

—Muerto, ahí es donde está. Él ya no está presente para leerte historias. Las historias que escuchas ahora son las que yo te cuento. Y significan exactamente lo que yo digo que significan. ¿Entendido?

—Yo… yo…

—¿Sí o no?

Se inclinó hacia mí. Era esbelta, su rostro un óvalo delicado color perla. Sus ojos eran tan verdes y afilados como las espinas nuevas de un rosal. Su cabello era negro y largo, y lo mantenía tan cepillado como el pelaje de un gato. Olía a talco y levemente a whisky, una mezcla aromática que yo llegaría a conocer bien con los años.

—Sí —dije con la voz más tímida que jamás escuché salir de mi boca.

—No quiso faltarle el respeto, señora —intercedió Albert.

—¿Estoy hablando contigo? —Las espinas verdes de sus ojos se clavaron sobre mi hermano.

—No, señora.

Se enderezó y observó a toda la habitación.

—¿Alguna otra pregunta?

Creía, deseaba, rogaba, que eso hubiera sido todo. Pero esa noche, el señor Brickman llegó al dormitorio y me pidió que saliera, y a Albert también. Era un hombre alto y delgado, y también atractivo, según varias mujeres de la escuela, pero lo único que veía era que sus ojos no eran nada más que dos pupilas negras y que me recordaba a una serpiente con piernas.

—Pasaréis la noche en otro lugar —dijo—. Seguidme.

Esa primera noche en el cuarto de confinamiento apenas pude dormir. Era abril y todavía una ventisca fría soplaba desde las despobladas Dakotas. Nuestro padre había muerto hacía menos de una semana. Nuestra madre había fallecido dos años antes. No teníamos a ningún familiar en Minnesota, ni amigos ni nadie que nos conociera o que se preocupara por nosotros. Éramos los únicos niños blancos en una escuela para indios. ¿Qué podía ser peor? Luego escuché a la rata y pasé el resto de esas largas y oscuras horas hasta el amanecer acurrucado contra Albert y la puerta de hierro, las rodillas apoyadas sobre mi barbilla, los ojos llenos de lágrimas que solo Albert podía ver y por las que nadie más excepto él se habría preocupado.

***

Cuatro años habíanpasado entre aquella primera noche y la que acababa de pasar en el cuarto de confinamiento. Había crecido un poco, cambiado un poco. El antiguo y asustado Odie O’Banion, al igual que mi madre y mi padre, había muerto hacía mucho. El Odie de ahora tenía una inclinación por la rebeldía.

Cuando escuché la llave en la cerradura, me senté sobre el montón de paja. La puerta de hierro se abrió y la luz de la mañana inundó el espacio, cegándome por un momento.

—Terminó la condena, Odie.

Si bien aún no podía ver los detalles de su cara, reconocí la voz con facilidad: Herman Volz, el viejo alemán que supervisaba el taller de carpintería y era el consejero asistente de los niños. El hombre estaba de pie en la puerta, tapando por un momento el resplandor del sol. Me miró desde arriba a través de sus gruesas gafas, con sus pálidas facciones suaves y nostálgicas.

—Quiere verte —dijo—. Tengo que llevarte.

Volz hablaba con acento alemán, así que su erre sonaba algo gutural y fuerte, y las uves se parecían más a una efe. Así que en realidad sonó algo así como “Quierre ferrte. Tengo que llefarrte”.

Me puse de pie, doblé la manta delgada y la colgué sobre una varilla en la pared para que estuviera disponible para el próximo niño que ocupara la habitación, sabiendo que, a lo mejor, sería yo otra vez.

Volz cerró la puerta cuando salimos.

—¿Has dormido bien? ¿Cómo está tu espalda?

A menudo, algún castigo físico precedía al encierro en el cuarto de confinamiento y la noche anterior no había sido la excepción. La espalda me dolía por los azotes, pero no la mejoraba hablar de eso.

—He soñado con mi madre —dije.

—Ah, ¿sí?

El cuarto de confinamiento era el último en una serie de habitaciones dentro de un edificio largo que alguna vez había servido de prisión. Las otras habitaciones, todas celdas originalmente, habían sido convertidas en depósitos. Caminamos junto a la vieja empalizada y cruzamos el jardín hacia el edificio de la administración, una estructura de piedras rojas de dos pisos que se elevaba entre olmos majestuosos que habían sido plantados por los primeros comandantes del Fort Sibley. Los árboles sumían al edificio en una eterna sombra, lo que hacía que fuera un lugar oscuro.

—¿Un sueño bonito? —agregó Volz.

—Ella estaba en un bote en un río. Yo también estaba en un bote, intentando alcanzarla, intentando verle la cara. Pero por mucho que remara, nunca podía alcanzarla.

—No parece un sueño agradable —dijo Volz.

Llevaba puesto un pantalón de peto limpio sobre una camisa azul de trabajo. Sus inmensas manos, con algunos cortes y heridas por la carpintería, colgaban a cada lado de su cuerpo. Le faltaba la mitad del meñique derecho, el resultado de un accidente con una sierra de cinta. A sus espaldas, algunos niños lo llamaban el Viejo Cuatro y Medio, pero no Albert y yo. El carpintero alemán siempre nos había tratado bien.

Entramos al edificio y fuimos de inmediato a la oficina de la señora Brickman, donde se encontraba sentada detrás de su enorme escritorio con una chimenea de piedra a sus espaldas. Me sorprendió un poco ver a Albert allí. Estaba de pie recto y erguido a su lado como un soldado en posición firme. Su rostro se mantenía inexpresivo, pero sus ojos hablaban. Decían: “Cuidado, Odie”.

—Gracias, señor Volz —dijo la directora—. Puede esperar fuera.

Cuando se volvió para salir, Volz apoyó una mano sobre mi hombro, el más breve de los gestos, pero aprecié su significado. La señora Brickman habló:

—Me preocupas, Odie. Empiezo a creer que tu etapa en la Escuela Lincoln ya está llegando a su fin.

No estaba seguro de qué quería decir con eso, pero no me parecía algo necesariamente malo.

La directora llevaba un vestido negro, que parecía ser su color favorito. Había escuchado a la señorita Stratton, que enseñaba música, decirle a otra maestra que era porque la señora Brickman estaba obsesionada con su apariencia y creía que el negro la hacía parecer más delgada. Funcionaba bastante bien, porque me recordaba al mango largo y delgado de un atizador para la chimenea. Su afinidad por ese color dio origen al apodo que todos usamos, cuando no nos oía, claro: la Bruja Negra.

—¿Entiendes lo que digo, Odie?

—No estoy seguro, señora.

—Aunque no seáis indios, el sheriff nos pidió que os aceptáramos a ti y a tu hermano porque no había más plazas en el orfanato estatal. Y eso hicimos, por la bondad de nuestros corazones. Pero hay otra opción para un niño como tú, Odie. El reformatorio. ¿Sabes lo que significa?

—Sí, señora.

—¿Y te gustaría que te enviáramos allí?

—No, señora.

—Eso me pareció. Entonces, Odie, ¿qué vas a hacer?

—Nada, señora.

—¿Nada?

—No haré nada para que me envíe allí, señora.

Puso las manos sobre su escritorio, una encima de la otra, y extendió tanto sus dedos que formaron una especie de telaraña sobre la madera pulida. Esbozó una sonrisa como si fuera una araña que acababa de atrapar una mosca.

—Bien —dijo—. Bien. —Señaló a Albert con la cabeza—. Deberías ser más como tu hermano.

—Sí, señora. Lo intentaré. ¿Puedo recuperar mi armónica?

—Es muy especial para ti, ¿verdad?

—No realmente. Es solo una vieja armónica. Me gusta tocar. Me mantiene alejado de los problemas.

—Un regalo de tu padre, supongo.

—No, señora. La encontré por ahí. Ni siquiera recuerdo dónde.

—Qué curioso —dijo—. Albert me contó que fue un regalo de tu padre.

—¿Lo ve? —dije, encogiéndome de hombros—. No es tan especial como para recordar dónde la conseguí.

Me miró por un momento y luego agregó:

—Muy bien. —Sacó una llave de un bolsillo de su vestido, abrió un cajón de su escritorio cerrado y cogió la armónica.

Me acerqué para recogerla, pero la apartó.

—¿Odie?

—Sí, señora.

—La próxima vez, me la quedaré. ¿Entendido?

—Sí, señora. Entendido.

Me la devolvió y sus dedos largos tocaron mi mano. Cuando regresé al dormitorio, no podía dejar de pensar en usar el jabón del lavabo y frotarme esa mano hasta que sangrara.

Capítulo 2

—Al reformatorio, odie —dijo Albert—. No estaba bromeando.

—¿He infringido alguna ley?

—Esa mujer siempre consigue lo que quiere, Odie —dijo Volz.

—Al diablo con la Bruja Negra —dije.

Abandonamos la sombra del olmo y nos encaminamos hacia el gran patio, que alguna vez había sido el patio de armas del Fort Sibley. Justo al sur del enorme rectángulo cubierto de malezas estaban la cocina y el comedor. Dispersos por el resto del perímetro estaban la mayoría de los otros edificios de la escuela: los dormitorios para los niños más pequeños, la lavandería y la zona de mantenimiento, la maderera y el taller de carpintería, uno encima del otro. Un poco más apartados estaban los dormitorios para los niños mayores y el edificio general de las aulas, que eran las construcciones más nuevas. Todo estaba hecho de piedras rojas que conseguían en una cantera local. A lo lejos estaban la pista de atletismo, la torre de agua, el garaje donde guardaban grandes piezas de equipamiento pesado y el autobús escolar, un depósito y la vieja empalizada. Al norte de la propiedad pasaba el río Gilead.

La mañana era soleada y calurosa. Los niños a quienes habían sido asignadas las tareas de mantenimiento del terreno ese día ya estaban podando el césped y delineando los senderos. Algunas niñas estaban arrodilladas sobre las aceras con cubos y cepillos, fregando el cemento. ¿Quién limpiaba las aceras de ese modo? Era una tarea sin sentido, una que todos sabíamos que era para dejarles muy claros a las niñas su completa dependencia y el control absoluto de la escuela sobre ellas. Levantaron la vista de sus tareas cuando pasamos, pero nadie se arriesgó a entablar una conversación porque el ojo atento del jardinero, un hombre desaliñado y taciturno llamado DiMarco, siempre estaba sobre ellas. DiMarco era el responsable de los golpes en mi espalda. Cuando un niño necesitaba un castigo físico en la Escuela Lincoln, por lo general era DiMarco quien se encargaba de eso, y disfrutaba cada azote con el cinturón de cuero. Estábamos a fines de mayo y ya no había clases. Muchos niños en Lincoln habían regresado a sus hogares para pasar el verano con sus familias en las reservas de Minnesota, las Dakotas o Nebraska, o incluso más lejos. Los niños como Albert y yo, que no tenían familia o cuyas familias eran demasiado pobres o estaban demasiado arruinadas como para llevárselos de regreso, vivían en la escuela todo el año.

En el dormitorio, Albert me limpió las heridas en la espalda y Volz, con mucho cuidado, me puso un poco de hamamelis que siempre tenía a mano para estas ocasiones. Me lavé y luego fuimos al comedor. En la roca justo por encima de la entrada estaba tallado “Comedor de tropa” de los viejos tiempos, cuando a los soldados se les servía allí el rancho. Bajo la estricta orden de la señora Peterson, responsable de alimentar a todos los niños, nada podía estar más alejado de la realidad. El suelo del gran salón, si bien estaba horriblemente rayado, nunca tenía una miga. Al terminar cada comida, las mesas se limpiaban con agua y un poco de lejía. La cocina y la panadería funcionaban con una mano rígida. Había escuchado que la señora Peterson se quejaba de que nunca había suficiente dinero para comprar comida de buena calidad, pero se las arreglaba con lo que tuviera. Y era verdad, las sopas tenían más agua que sólidos y, a menudo, parecían algo sacado de una zanja, y el pan siempre era tan duro y pesado que bien podía usarse para picar piedras (decía que la levadura era demasiado cara), y la carne, si es que había, estaba casi siempre dura; pero cada niño tenía tres comidas al día.

Cuando entramos al comedor, Herman Volz dijo:

—Tengo malas noticias para ti, Odie. Pero también algunas buenas. Primero las malas. Hoy te han asignado a trabajar en los campos de Bledsoe.

Miré a Albert y supe que era verdad. Malas noticias, desde luego. Casi me hicieron desear estar de regreso en el cuarto de aislamiento.

—Y también faltaste al desayuno. Pero eso ya lo sabes.

El desayuno lo servían siempre a las siete en punto. Volz me sacó del calabozo a las ocho. No era su culpa, sino la voluntad de la señora Brickman. Un último castigo. Sin desayuno ese día.

Y encima justo antes de una de las tareas más duras que le podían asignar a un niño de la Escuela Lincoln. Me preguntaba cuáles eran las buenas noticias.

Casi de inmediato, lo entendí. Donna High Hawk salió de la cocina con un delantal y una cofia blanca, llevando un tazón blanco desportillado con crema de trigo. Donna High Hawk, al igual que yo, tenía doce años. Era miembro de la tribu winnebago de Nebraska. Cuando llegó a la Escuela Lincoln, dos años atrás, tenía un aspecto desaliñado y no hablaba mucho, y llevaba su largo cabello peinado con dos trenzas. Pero luego le cortaron las trenzas y le pasaron un peine para piojos en el poco cabello que le quedó. Al igual que con la mayoría de los niños nuevos, le quitaron la ropa harapienta y la bañaron con queroseno, y le pusieron el uniforme de la escuela. No hablaba mucho inglés y casi no sonreía. Durante mis años en el Lincoln, había llegado a la conclusión de que esto era algo normal en los niños que llevaban directamente de las reservas.

Pero ahora sí sonrió, con cierta timidez, cuando dejó el tazón en una mesa para mí y luego me trajo una cuchara.

—Gracias, Donna —dije.

—Agradéceselo al señor Volz —contestó ella—. Discutió con la señora Peterson. Le dijo que era un crimen mandarte trabajar con la tripa vacía.

Volz se rio.

—Tuve que prometerle que le haría un nuevo rodillo de amasar en mi taller.

—A la señora Brickman no le va a gustar esto —dije.

—Aquello de lo que la señora Brickman no se entere no puede hacerle daño. Come —ordenó Volz—. Luego te llevaré a Bledsoe.

—¿Donna? —Era la voz de una mujer que la llamaba desde la cocina—. No pierdas el tiempo.

—Será mejor que vayas.

La niña me lanzó una última mirada enigmática y desapareció por la cocina.

—Come, Odie. Iré a hacer las paces con la señora Peterson —dijo Volz.

Cuando estábamos solos, Albert preguntó:

—¿En qué rayos estabas pensando? ¿Una serpiente?

Empecé a comer mi cereal caliente.

—Yo no fui.

—Claro —dijo él—. Nunca eres tú. Dios, Odie, cada vez estás más cerca de que te expulsen de Lincoln.

—No sería tan terrible.

—¿Crees que el reformatorio sería mejor?

—No podría ser peor.

Me miró con frialdad.

—¿De dónde sacaste la serpiente?

—Ya te lo he dicho, no fui yo.

—Puedes contarme la verdad, Odie. No soy la señora Brickman.

—Solo su sirviente.

Eso pareció molestarle y creí que estaba a punto de pegarme. Pero en su lugar dijo:

—Se toma sus lecciones de canto muy en serio.

—Es la única que lo hace. —Sonreí, recordando su baile salvaje cuando la serpiente se arrastró sobre su pie. Era una culebra corredora, inofensiva. Si hubiera sido una broma, habría sido algo bastante arriesgado debido a la paliza que recibiría a cambio. Incluso lo habría pensado dos veces. Sospecho que la criatura simplemente entró al comedor por accidente—. Apuesto a que se mojó las bragas. A todos les pareció divertido.

—Pero tú eres el que recibió el castigo y pasó la noche con Faria. Y ahora irás a trabajar en los campos de Bledsoe.

—Su cara valió la pena.

No era del todo verdad. Sabía que para la puesta de sol me arrepentiría de que me culparan por lo de la serpiente. Las heridas en mi espalda por la paliza de DiMarco aún estaban sensibles y el sudor haría que dolieran aún más. Pero no quería que Albert, ese presumido sabelotodo, viera mi preocupación.

Mi hermano tenía dieciséis años en aquel entonces. Había crecido alto y larguirucho en la Escuela Lincoln. Su cabello rojizo opaco estaba asolado por un remolino perpetuo en la parte posterior de la cabeza y, como a casi todas las personas pelirrojas, le salían pecas con facilidad. Durante el verano, su rostro quedaba cubierto por un montón de manchas. Era consciente de su apariencia y se consideraba a sí mismo un niño extraño. Intentaba compensarlo con su intelecto. Albert era el niño más inteligente que conocía, el más inteligente que cualquiera de la Escuela Lincoln conociese. No era particularmente atlético, pero era respetado por su inteligencia. Y era insoportablemente honesto. No era algo genético, porque a mí no me importaba un carajo lo que Albert llamaba ética, y además nuestro padre había sido algo así como un estafador. Pero mi hermano era inflexible cuando se trataba de hacer lo correcto. O lo que él consideraba correcto. No siempre estábamos de acuerdo en ese sentido.

—¿Qué te toca hoy? —le pregunté entre cucharadas de cereal.

—Ayudaré a Conrad con algunas máquinas.

Esa era otra cosa de Albert. Era útil. Tenía una mente que podía desentrañar un problema técnico que había tenido a otros rascándose la cabeza sin saber qué hacer. A menudo, trabajaba con Bud Conrad, quien estaba a cargo del mantenimiento de las instalaciones de la escuela. Como resultado, Albert lo sabía todo sobre calderas, bombas de agua y motores. Estaba seguro de que se convertiría en un ingeniero o algo por el estilo cuando fuera mayor. Yo aún no sabía qué quería ser. Solo sabía que, fuera lo que fuera, estaría lejos de la Escuela Lincoln.

Casi había terminado de comer cuando escuché la voz de una niña que nos llamaba.

—¡Odie! ¡Albert!

La pequeña Emmy Frost se acercó corriendo hacia nosotros por el comedor, seguida por su madre. Cora Frost les enseñaba todo tipo de tareas domésticas a las niñas de la escuela (cocinar, coser, planchar, decorar, limpiar) y también nos daba clases de lectura a todos nosotros. Era sencilla y esbelta. Su cabello era de un rubio rojizo, pero actualmente no recuerdo con claridad el color de sus ojos. Su nariz era prominente y estaba algo torcida en la punta. Siempre me pregunté si se la había roto cuando era pequeña y se le había colocado mal. Era amable y compasiva, y si bien no era lo que la mayoría de los niños habría considerado una mujer guapa, para mí era tan encantadora como un ángel. Siempre pensaba en ella como si fuera una joya preciosa: la belleza no está en la joya en sí, sino en la luz que la atraviesa.

Emmy, por otro lado, era bonita y su cabello ondulado estaba algo despeinado, al igual que la pequeña huérfana Annie de los tebeos. Todos la adoraban.

—Me alegra que te hayan dado de comer —dijo la señora Frost—. Te espera un día de mucho trabajo.

Estiré un brazo para hacerle cosquillas a Emmy. Retrocedió, riendo. Miré a su madre y meneé la cabeza con tristeza.

—El señor Volz ya me lo dijo. Voy a trabajar en el campo de Bledsoe.

—Ibas a trabajar para el señor Bledsoe. Logré que cambiaran tu tarea. Trabajarás para mí hoy. Tú, Albert y Moses. Mi jardín y la huerta necesitan algunos retoques. El señor Brickman me acaba de dar la aprobación para que vosotros tres os ocupéis de ello. Terminad el desayuno y empezamos.

Devoré lo que quedaba y llevé mi tazón a la cocina, donde le expliqué al señor Volz las novedades. Me siguió a la mesa.

—¿Le ha hecho cambiar de parecer a Brickman? —preguntó el alemán, ciertamente impresionado.

—Un poco de pestañeo, señor Volz, y ese hombre se derrite como manteca en una plancha.

Lo que podría haber sido verdad si fuera más guapa. Sospechaba que la bondad de su corazón era lo que se lo había ganado.

—Odie, eso no significa que no vayas a trabajar duro hoy —dijo Volz.

—Trabajaré mucho más —le prometí.

—Me ocuparé de que así sea —dijo Albert.

Durante el almuerzo, el alumnado entraba al comedor por puertas diferentes, las niñas por el este, los niños por el oeste. Esa mañana, la señora Frost nos sacó por la entrada de los niños, que no se podía ver desde el edificio de la administración. Supuse que era porque no quería que Thelma Brickman nos viera y quizás revocara la decisión de su marido. Todos sabían que si bien el señor Brickman era quien llevaba los pantalones, era su esposa quien tenía las pelotas.

***

La señora Frost condujo su camioneta Ford T por el camino que seguía el río Gilead en dirección al pueblo de Lincoln, ochocientos metros al este de la escuela. Emmy se sentó adelante con ella. Albert y yo nos quedamos en la plataforma de carga descubierta. Pasamos junto a una esquina donde se hallaba el juzgado del condado de Fremont, junto a un anfiteatro y dos cañones que habían sido disparados por el Primer Regimiento de Infantería Voluntario de Minnesota durante la Guerra Civil. Una serie de automóviles estaban aparcados alrededor de la plaza, pero corría el año 1932 y no todos los granjeros podían comprar un vehículo, así que también había algunos carros tirados por caballos atados a algunos palenques. Pasamos por la panadería de Hartman y pude sentir el aroma cálido del pan con levadura, el que no te rompía los dientes cuando lo mordías. Si bien ya había desayunado cereal, el aroma me dio hambre. Pasamos junto a la comisaría de policía, donde un oficial en la acera levantó la mano a su gorro cuando pasó la señora Frost. Nos miró a mí y a Albert, y su mirada adusta me recordó la amenaza de la señora Brickman sobre el reformatorio, que, si bien había aparentado que no me importaba, en realidad me asustaba mucho.

En las afueras de Lincoln, toda la tierra estaba arada. El camino de tierra que seguimos cruzaba varios campos de maizales verdes que crecían como postes rectos en la tierra negra. Había leído en un libro que todo esto antes era una pradera, los pastos más altos que un hombre, y el suelo fértil y negro se extendía quince metros bajo tierra. Hacia el oeste se elevaban las cumbres de Buffalo Ridge, una larga serie de colinas bajas no cultivables, y más allá estaba Dakota del Sur. Al este, hacia donde nos llevaban, la tierra era plana y, mucho antes de que llegáramos, pude ver los grandes campos de heno que eran propiedad de Hector Bledsoe.

En la Escuela de Formación de Indios de Lincoln, los niños eran presa fácil para Bledsoe, o para casi cualquier otro granjero de la zona que quisiera mano de obra gratuita. Lo justificaban diciendo que era la “formación” que estaba en el nombre de la escuela. No aprendíamos nada, salvo que preferíamos estar muertos que ser granjeros. El trabajo siempre era extenuante y sucio, limpiar los corrales o darles de comer a los cerdos o pelar maíz o cortar estramonio, todo bajo el calor abrasador del sol, pero recolectar heno era lo peor. Te pasabas todo el día haciendo fardos enormes, completamente sudado, cubierto de polvo de heno que te provocaba unos picores que te hacían sentir como si te estuvieran picando un millón de pulgas. No había descanso, salvo para el almuerzo, que por lo general era un sándwich seco y agua caliente por el sol. Los niños que le asignaban a Bledsoe por lo general eran los mayores o, como en mi caso, los que causaban algún problema al personal de la escuela. Y como yo no era tan fuerte como los otros, no solo tenía que preocuparme por que Bledsoe me molestase, sino también por que lo hiciesen los otros niños, que se quejaban de que yo no hacía mi parte. Cuando Albert estaba ahí, él me mantenía alejado de los problemas, pero era el favorito de la Bruja Negra y rara vez lo mandaban a trabajar con Bledsoe.

La señora Frost condujo por el campo donde la alfalfa cortada y seca yacía en filas que parecían extenderse hacia el horizonte. Bledsoe estaba en su tractor, llevando la empacadora. Algunos niños arrojaban el heno a la máquina con horcas, mientras otros los seguían, levantando los fardos del suelo y cargándolos en la plataforma de un camión que conducía el hijo de Bledsoe, un muchacho grande llamado Ralph, igual de malvado que su padre. La señora Frost detuvo la camioneta delante del tractor y esperó a que Bledsoe se acercara. Este apagó el motor y se bajó del tractor. Miré a los niños de la escuela, sin camisa, sudando como mulas de carga, sus cabellos negros dorados por el polvo de heno. En sus rostros, vi una mirada que entendí: una parte de alivio por poder descansar unos minutos y otra de odio porque Albert y yo no estábamos sufriendo con ellos.

—Buenos días, Hector —dijo la señora Frost con un tono alegre—. ¿El trabajo va bien?

—Ya no —contestó Bledsoe. No se quitó su enorme sombrero de paja en la presencia de una mujer, como la mayoría de los hombres hacía—. ¿Quiere algo?

—Uno de sus muchachos. Brickman me lo prometió.

—Sea quien sea, Brickman me lo prometió primero a mí.

—Y luego cambió de parecer —dijo ella.

—No me ha avisado.

—¿Y cómo espera que le avise si está aquí en el campo?

—Podría haber llamado a mi esposa.

—¿Le gustaría tomarse un largo y merecido descanso, vamos a su casa y le preguntamos a Rosalind?

Eso habría llevado una buena media hora. Vi a los niños de Lincoln desplomarse contra la empacadora con una expresión de esperanza ante tal futuro.

—¿O estaría dispuesto a aceptar mi palabra de dama?

Podía ver al cerebro de Bledsoe avanzando sobre el suelo inestable de la pregunta. A menos que estuviera dispuesto a llamarla mentirosa, tenía que ceder. Todo en su oscuro, marchito y diminuto corazón se oponía por completo, pero no podía desafiar la palabra de esta mujer, esta maestra, esta viuda. Era fácil ver cuánto la odiaba por eso.

—¿Quién es? —preguntó.

—Moses Washington.

—¡Hijo de perra! —Ahora sí se quitó el sombrero de paja y lo tiró al suelo con un profundo desagrado—. Demonios, es el mejor del grupo.

—Y ahora es parte de mi grupo, Hector. —Miró al niño que había estado de pie sobre la empacadora, metiendo el heno—. Moses —lo llamó—. Ponte la camisa y ven conmigo.

Moses cogió su camisa y saltó ágilmente de la máquina. Trotó hacia la Ford T, se subió de un salto a la plataforma de carga y nos acompañó a Albert y a mí, sentados de espaldas contra la cabina. Nos dijo por señas, “Hola”, y yo le respondí también por señas, “Tienes suerte, Moses”. Él respondió, “Tenemos suerte”, y dibujó un círculo en el aire que nos incluía a Albert, a él y a mí.

La señora Frost dijo:

—Bueno, ya tengo lo que vine a buscar.

—Eso parece —dijo Bledsoe, y se inclinó hacia delante para recoger su sombrero.

—Ah, y si quiere, aquí tiene la autorización que me escribió el señor Brickman. —Le pasó un papel a Bledsoe.

—Podría habérmelo dado desde el principio.

—Tan fácil como aceptar mi palabra. Que tenga un buen día.

Avanzamos por el campo y observamos cómo Bledsoe se subía nuevamente a su tractor y empezaba a moverse por la larga fila de alfalfa seca sobre la que los niños de la Escuela Lincoln se inclinaban para retomar su miserable trabajo.

A mi lado, Moses hizo un gesto inmenso de gratitud hacia el sol de la mañana y repitió,“Tenemos suerte”.

Capítulo 3

La finca de Cora Frost estaba a poco más de tres kilómetros al este de Lincoln, en la ribera sur del río Gilead. Albergaba una vieja casa, una pequeña huerta de manzanos, un enorme jardín, un granero y algunos edificios anexos. Cuando su marido aún vivía, habían plantado unos cuantos acres de maíz. Tanto ella como Andrew Frost trabajaban en la Escuela Lincoln, el señor Frost como nuestro entrenador de deportes. A todos nos agradaba el señor Frost. Era mitad sioux y mitad escocés-irlandés, y un increíble atleta. Había asistido a la Escuela de Indios de Carlisle en Pennsylvania y conoció a Jim Thorpe en persona. Cuando cumplió once años, estuvo en las gradas el día que el atleta más grande del mundo ayudó a su equipo de niños indios a derrotar a la élite de fútbol americano de Harvard. El señor Frost murió en un accidente en la granja. Estaba sentado sobre su escarificadora de discos con la pequeña Emmy sobre su regazo, guiando al Gran George, el enorme caballo de tiro, sobre el campo arado, rompiendo los terrones de tierra negra. Cuando se estaba acercando al borde del campo y giraba al caballo, el Gran George molestó a un nido de avispas que había en la hierba junto a la cerca. El caballo levantó las patas delanteras y empezó a galopar presa del pánico. La pequeña Emmy salió despedida del regazo de su padre. Cuando intentó atraparla, Andrew Frost cayó justo delante de los discos afilados de cincuenta centímetros, que lo cortaron por completo. Al caer, Emmy se golpeó la cabeza contra un poste de la cerca y estuvo en coma durante dos días.

En el verano de 1932, Andrew Frost llevaba muerto un año. Su viuda siguió adelante. Alquiló la tierra a otro granjero, pero aún tenía la huerta y el jardín para cuidar. La vieja casa siempre necesitaba reparaciones, al igual que el granero y los edificios anexos. A veces, nos pedían a Moses, Albert y a mí que la ayudáramos con eso, lo que no me molestaba. Suponía que no debía de ser fácil criar a Emmy sola y encargarse de las tareas de la granja mientras continuaba su trabajo en la Escuela Lincoln. Si bien la señora Frost era una mujer agradable, siempre parecía estar bajo la sombra de una nube inmensa y su sonrisa parecía menos radiante de lo que alguna vez había sido. Cuando llegamos a su casa, nos bajamos de la camioneta y empezamos a trabajar de inmediato. No nos había liberado a Moses y a mí del campo de Bledsoe solo por la bondad de su corazón. Le entregó a Moses una guadaña y le pidió que cortara la hierba que había crecido entre los árboles de su huerto. Nos pidió a Albert y a mí que construyéramos una cerca para conejos alrededor de su jardín. Como el salario que recibía de la Escuela Lincoln casi no era suficiente para vivir, el jardín y el huerto eran importantes para ella. Para complementar su dieta y la de Emmy durante el largo invierno, enlataba los vegetales y hacía conservas con las frutas. Mientras trabajábamos, ella y Emmy escardaban el jardín.

—Tienes suerte de haber recuperado tu armónica —dijo Albert.

Acabábamos de cavar un hoyo y yo mantenía recto el poste de la cerca en su lugar, mientras Albert lo rellenaba de tierra y la apisonaba con firmeza.

—Siempre amenaza con quedársela.

—Siempre cumple sus amenazas.

—Si se quedara con mi armónica, no tendría nada más con qué amenazarme. No me molesta el cuarto de aislamiento.

—Podría ordenarle a DiMarco que te dé más azotes. A él le gustaría hacerlo.

—Solo duelen un rato, después el dolor se va.

Albert nunca había estado al otro lado de los azotes, así que no había manera de que lo supiera. Los golpes de DiMarco dolían como el infierno mismo y era habitual que los niños después se movieran con cuidado el resto del día. Pero era verdad: esa clase de dolor pasaba.

—Si supiera lo mucho que significa esa armónica para ti, la habría roto delante de tus narices.

—Entonces mejor que nunca se entere —dije con un tono algo amenazante.

—¿Crees que se lo diría?

—Ya no sé qué estarías dispuesto a hacer.

Albert me agarró de la camisa y me acercó a él. Ya le habían salido bastantes pecas y su cara se veía como un tazón de copos de maíz pastosos.

—Soy lo único que te separa de ese reformatorio, maldita sea.

Albert nunca insultaba. Si bien había hablado en voz baja, la señora Frost lo había escuchado.

Se enderezó, dejando de lado el escardado por un momento, y dijo:

—Albert.

Me soltó con un pequeño empujón.

—Algún día harás algo de lo que no pueda salvarte.

Sonaba como si estuviera esperando ese día con ansias.

Nos tomamos un descanso para almorzar. La señora Frost nos dio sándwiches de ensalada de jamón, que eran fantásticos, y compota de manzana y limonada, y comimos juntos bajo un gran álamo en la ribera del Gilead.

Moses nos habló por señas: “¿A dónde va el río?”.

La señora Frost fue quien le contestó:

—Desemboca en el Minnesota, que se une al Mississippi, que recorre casi dos mil quinientos kilómetros hacia el golfo de México.

“Lejos”, dijo Moses y luego silbó un tono grave.

—Alguna vez lo navegaré —dijo Albert.

—¿Como Huck Finn? —preguntó la señora Frost.

—Como Mark Twain. Trabajaré en un barco de vapor.

—Me temo que esa época ya pasó, Albert —dijo la señora Frost.

—¿Podemos montar en canoa, mamá? —preguntó Emmy.

—Cuando terminemos de trabajar. Y quizás nademos también.

—¿Nos tocas algo, Odie? —pidió Emmy de un modo suplicante.

Nunca hacía falta que me lo pidieran dos veces. Saqué la pequeña armónica del bolsillo de mi camisa y la golpeé sobre la palma de la mano para quitarle el polvo. Luego empecé a tocar una de mis canciones favoritas, Shenandoah. Era una melodía hermosa, pero en tonalidad menor, así que tenía cierta tristeza que pronto se instaló en todos nosotros. Mientras tocaba en la ribera del Gilead, con el sol reflejándose sobre el agua como un té suave y las sombras de las ramas de los árboles proyectándose a nuestro alrededor como un cristal roto, vi lágrimas en los ojos de la señora Frost y entonces comprendí que estaba tocando una canción que alguna vez había sido una de las favoritas de su marido. No pude terminar.

—¿Por qué te detienes, Odie? —preguntó Emmy.

—Se me ha olvidado cómo sigue —mentí.

De inmediato, empecé a tocar algo más alegre, una melodía que había escuchado en la radio, tocada por Red Nichols and His Five Pennies, llamada I Got Rhythm. Había estado practicándola, pero todavía no la había tocado frente a nadie. Nuestro ánimo se levantó de inmediato y la señora Frost empezó a cantar, lo que me sorprendió porque no sabía que tenía letra.

—Gershwin —dijo cuando terminé.

—¿Qué?

—No qué, Odie, quién. El hombre que escribió esa canción. Su nombre es George Gershwin.

—No lo conozco —dije—, pero escribe canciones muy buenas.

Sonrió.

—Claro que sí. Y la has tocado muy bien.

Moses hizo una seña y Emmy asintió en señal de acuerdo.

—Tocas como un ángel, Odie.

Cuando dijo eso, Albert se puso de pie.

—Todavía nos queda trabajo.

—Tienes razón. —La señora Frost empezó a guardar las cosas en la cesta de pícnic.

Una vez que terminó de cortar la hierba del huerto, Moses nos ayudó a Albert y a mí a construir la cerca para conejos. Cuando terminamos, la señora Frost, tal como lo había prometido, nos llevó al río para descansar un rato y quitarnos el polvo y la tierra, mientras preparaba la comida. Nos quitamos la ropa y saltamos al agua enseguida. Habíamos estado sudando toda la tarde bajo el sol ardiente y el agua fría del Gilead se sentía como el paraíso. No había pasado mucho tiempo desde que llegamos al río cuando Emmy gritó desde la orilla:

—¿Podemos montar en canoa ahora?

Le pedimos que se diera vuelta mientras salíamos del agua y nos cambiábamos. Luego Albert y Moses levantaron la canoa del pequeño soporte de madera donde reposaba a orillas del río, el lugar donde el señor Frost siempre la guardaba, y la llevamos al Gilead. Cogí los dos remos. Emmy se sentó en el medio conmigo, mientras Albert y Moses cogieron cada uno un remo y se sentaron en la popa y en la proa, y zarpamos.

El Gilead solo tenía diez metros de ancho y la corriente era firme y suave. Avanzamos hacia el este durante un rato, bajo el túnel de los árboles. El río y la tierra a cada lado estaban tranquilos.

—Qué bonito —dijo Emmy—. Desearía que pudiéramos seguir así para siempre.

—¿Hasta el Mississippi? —pregunté.

Moses apoyó su remo sobre la regala y dijo por señas: “Así hasta el mar”.

Albert sacudió la cabeza.

—Nunca llegaríamos en una canoa.

—Pero podemos soñar —agregué yo.

Nos dimos la vuelta y regresamos río arriba a la granja de los Frost. Dejamos la canoa en su soporte, guardamos los remos debajo y volvimos a la granja.

Fue entonces cuando recibimos las malas noticias.

Capítulo 4

Todos reconocimos el automóvil de Brickman, un Franklin Club Sedan plateado. Estaba lleno de polvo por los caminos de tierra y descansaba en medio de la entrada como un león grande y hambriento.

—Ay, hermano —dijo Albert—. Ahora sí estamos en problemas.

Moses hizo una seña: “Corred”.

—Pero el señor Brickman dijo que no había problema con que trabajáramos aquí hoy —dije.

La boca de Albert era una línea recta.

—No es el señor Brickman quien me preocupa.

Estaban sentadas en lo que la señora Frost llamaba la salita, una pequeña sala de estar con un sofá y dos sillas tapizadas con un estampado floral. Sobre la repisa de la pequeña chimenea había una fotografía del señor y la señora Frost con Emmy en medio de ambos, tan felices como aquellos que no teníamos una familia suponíamos que se sentía al tenerla.

—Ah, aquí estáis, por fin —dijo la Bruja Negra, como si hubiéramos desaparecido durante doce años y nuestro regreso no le hubiera entusiasmado mucho—. ¿Disfrutasteis su paseo en bote?

Albert contestó:

—Emmy quería ir y no podíamos dejarla sola en el río.

—Claro que no —convino la señora Brickman—. Y cuánto mejor es pasear en bote por el río en lugar de trabajar en un campo de heno, ¿no creéis? —Se volvió sonriendo hacia mí y esperé a que, en cualquier momento, una lengua bífida se asomara entre sus labios.

—Los niños trabajaron muy duro para mí hoy —dijo la señora Frost—. Moses cortó toda la hierba de mi huerto y los tres me ayudaron a poner una cerca para conejos alrededor de mi jardín. Habría estado completamente perdida sin ellos. Gracias, Clyde, por permitirme disponer de ellos hoy.

El señor Brickman miró a su esposa y la pequeña sonrisa que se había formado en sus labios murió rápidamente.

—Mi Clyde es demasiado permisivo —dijo la señora Brickman—. Un error, me temo, al lidiar con niños que necesitan ser encaminados con mano dura. —Bajó su taza de té frío—. Deberíamos irnos o los niños se perderán la cena.

—Pensaba darles de comer aquí antes de llevarlos —dijo la señora Frost.

—No, no, querida. No lo permitiré. Comerán con el resto de los niños en la escuela. Además, es noche de película. No querrá que se lo pierdan, ¿verdad? —Se puso de pie, levantándose de la silla de la salita como un hilo de humo negro—. Vamos, Clyde.

—Gracias, niños —dijo la señora Frost, y esbozó una sonrisa de aliento al vernos marchar.

—Adiós, Odie —dijo también Emmy—. Adiós, Moses. Adiós, Albert.

Mi hermano abrió la puerta del coche para la señora Brickman; luego él, Moses y yo nos subimos al asiento trasero, mientras el señor Brickman se acomodaba detrás del volante del Franklin. La señora Frost se acercó hasta el camino, con Emmy a su lado, sus pequeños labios caídos en una expresión de preocupación. Por el saludo triste que nos hizo mientras nos marchábamos, cualquiera habría pensado que estábamos yendo a nuestra propia ejecución. Lo cual no se alejaba mucho de la realidad.

Durante un largo rato, nadie dijo ni una sola palabra. El señor Brickman mantuvo su pie firme sobre el acelerador, de modo que levantaba una nube de polvo por detrás. Albert, Moses y yo estábamos haciéndonos señas bastante furiosos.

Moses: “Estamos muertos”.

Albert: “Yo lo arreglo”.

Yo: “La Bruja Negra nos comerá en la cena”.

—Ya basta ahí atrás —ordenó la señora Brickman, y por un momento creí que tenía ojos en la nuca.

Cuando llegamos a la escuela, el señor Brickman metió el coche en la casa del director, ubicada a pocos metros del edificio de administración. Era una casa de ladrillos de dos pisos, con un jardín con flores mantenidas gracias al arduo trabajo de los niños de la escuela. Nos bajamos del coche y la señora Brickman nos dijo con un tono simpático:

—Justo a tiempo para la cena.

Los horarios de comida eran estrictos: el desayuno era a las siete, el almuerzo al mediodía, la cena a las cinco. Si no llegabas al inicio de una comida, la perdías, porque ningún niño tenía permitido entrar una vez que todos estuvieran sentados. Tenía hambre. Habíamos trabajado duro ese día, aunque no tanto como si hubiéramos ido al campo de Bledsoe. Me sentía entusiasmado por el comentario de la Bruja Negra. A pesar de lo que le había dicho a Cora Frost, supuse que esa noche teníamos tantas probabilidades de comer como Custer de darles una paliza a los sioux en Little Bighorn.

Resultó ser que yo tenía razón.

—Clyde, creo que deberíamos darles una lección a estos niños. Creo que deberían irse a dormir sin cenar esta noche.

—Fue culpa mía, señora Brickman. Debería haberlo consultado con usted antes de partir —dijo Albert.

—Sí, deberías haberlo hecho. —Esbozó una sonrisa—. Pero como te diste cuenta de eso, creo que tú no te saltarás la cena.

Albert me miró, pero no dijo nada. En ese momento, lo odié, odié cada centímetro de aquel lameculos. Bueno, pensé. Ojalá se ahogue con su comida.

—Niños —dijo la señora Brickman—, ¿queréis decir algo?

Moses asintió y dijo por señas: “Eres una mierda”.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó la Bruja Negra a Albert.

—Que lo siente mucho. Pero la señora Frost le pidió que se fuera del campo de heno y habría sido muy irrespetuoso decirle que no a una maestra.

—¿Todo eso dijo? —preguntó la señora Brickman.

—Más o menos —contestó Albert.

—¿Y tú? —Me señaló a mí—. ¿Hay algo que quieras decir?

Hice una seña: “Meo sus flores cuando no mira”.

—No sé qué significa eso, pero estoy segura de que no me gusta. Clyde, creo que nuestro pequeño Odie no solo se saltará la cena, también pasará la noche en el cuarto de aislamiento. Y Moses le hará compañía —dijo ella.

Esperaba que Albert saliera en nuestra defensa, pero solo se quedó ahí quieto. Le hice una seña: “Solo espera. Cuando estés dormido, te mearé la cara”.

***

Me quitaron la cena, pero me dejaron mi armónica. A medida que el sol se ponía esa noche y el resto de los niños se reunían en el auditorio para la noche de película, toqué mis melodías favoritas y las de Moses en el cuarto de aislamiento. Él se sabía las letras de las canciones y cantaba al son de la música.

Moses no era mudo. Cuando tenía cuatro años, le habían cortado la lengua. Nadie sabía quién lo había hecho. Lo habían encontrado malherido, inconsciente y sin lengua entre los juncos a un lado de una zanja junto a su madre muerta de un disparo, no muy lejos de Granite Falls. No tenía manera de comunicarse, de decir quién le había hecho esas cosas horribles. Siempre decía que no tenía ningún recuerdo de eso. Incluso si pudiera hablar, no tenía idea de quién era su familia. No tenía padre, que él supiera, y siempre había llamado a su madre simplemente “Mamá”, así que tampoco sabía cuál era su verdadero nombre. Las autoridades insistían en que habían hecho todo lo posible, lo que, como era un niño indio, solo significaba que habían hecho algunas preguntas entre los sioux locales, pero nadie parecía conocer a la mujer muerta ni al niño. A los cuatro años, se convirtió en residente de la Escuela Lincoln. Como el niño no podía hablar ni sabía escribir su nombre, el director, en aquellos días un hombre llamado Sparks, lo llamó Moses, porque lo encontraron entre los juncos, y Washington, porque aparentemente era el presidente favorito de Sparks. Moses podía emitir sonidos, cosas guturales tenebrosas, pero no palabras, así que por lo general se mantenía en silencio. Excepto cuando reía. Tenía una risa agradable y contagiosa.

Antes de que Albert y yo llegáramos a la escuela, Moses se comunicaba con una suerte de lenguaje de signos rudimentario que le servía para salir del apuro. Había aprendido a leer y escribir, pero como le faltaba la lengua, nunca participaba en las discusiones de la clase y la mayoría de los maestros simplemente lo ignoraban. Cuando Albert y yo llegamos, le enseñamos las señas que nos habían enseñado a nosotros. Nuestra abuela había contraído rubeola cuando estaba embarazada y, como resultado, nuestra madre nació sorda. Nuestra abuela, quien solía ser maestra de escuela antes de casarse, había aprendido el lenguaje de señas estadounidense y se lo enseñó a su hija. Así fue como mi mamá aprendió a comunicarse; incluso antes de aprender a hablar, yo ya sabía hacer algunas señas. Cuando la señora Frost descubrió esta habilidad que teníamos, insistió en que les enseñáramos a ella y a su marido. La pequeña Emmy lo absorbió como una esponja. Una vez que pudo comunicarse con Moses, la señora Frost se volvió su tutora y lo puso al día con su educación.

Había algo poético en el alma de Moses. Cuando tocaba la armónica y él me acompañaba con sus señas, sus manos bailaban con elegancia en el aire, y esas palabras no pronunciadas adquirían un peso delicado, una suerte de belleza que creía que ninguna voz jamás podría alcanzar.

Justo antes de que la luz muriera en el cielo y el cuarto de aislamiento quedara sumido en la total oscuridad, Moses me dijo: “Cuéntame una historia”.

Le conté la historia que había inventado la noche anterior, cuando estaba solo en la celda rocosa, salvo por Faria. Esto fue lo que le conté:

Esta es la historia de tres niños en una oscura noche de Halloween. Uno de los niños se llamaba Moses, otro Albert y el último Marshall. (Albert nunca se impresionaba cuando lo metía en una historia, pero a Moses le encantaba. Marshall Foote era otro niño de la Escuela Lincoln, un sioux de la Reserva de Crow Creek en Dakota del Sur, un niño de profunda maldad). Marshall era un bravucón. Le gustaba hacerles bromas crueles a los otros dos niños. Ese Halloween, cuando estaban caminando de regreso a casa tarde por la noche, tras una fiesta en la casa de un amigo, Marshall les habló sobre el Wendigo. El Wendigo, decía, era un gigante aterrador, un monstruo que alguna vez había sido un hombre, pero que, por alguna magia negra, se había convertido en una bestia caníbal sedienta de carne humana, un hambre que nunca podía satisfacer. Justo antes de caer desde el cielo sobre ti, pronunciaba tu nombre con una voz que sonaba al canto tenebroso de un ave nocturna. Lo cual no te servía de nada, porque no había lugar al que pudieras correr donde el Wendigo no pudiera atraparte y desgarrar tu corazón y comerlo mientras yacías en el suelo, moribundo, observando.

Los otros dos niños dijeron que estaba loco, que no existía una criatura como esa, pero Marshall juró que era verdad. Cuando llegaron a su casa, él se marchó, no sin antes advertirles que se cuidaran del Wendigo.

Albert y Moses caminaron, bromeandosobre la bestia, pero cada sonido que escuchaban los hacía sobresaltarse del susto. Y entonces, delante de ellos, una voz aguda y chillona empezó a llamarlos.

“Albert”, gritaba. “Moses”.

Moses me tomó del brazo y me hizo una seña sobre la mano: “¿El monstruo?”.

—Quizás —dije—. Tú escucha.

Los niños empezaron a correr, muertos del susto. Cuando llegaron a donde la rama de un enorme olmo colgaba sobre la acera, una sombra negra cayó desde arriba justo delante de ellos. “¡Me comeré vuestros corazones!”, gritó.

Los dos niños chillaron y casi se hacen pis encima. Enseguida, la sombra negra empezó a reír y supieron que era Marshall. Les dijo que eran unas niñitas y unos cobardes, y que se fueran a sus casas para que sus mamitas pudieran protegerlos. Se fue caminando, mientras continuaba riéndose por su broma.

Los dos niños se quedaron en silencio, avergonzados, pero también enfadados con Marshall, quien, habían decidido, no era suamigo después de todo.

No habían andado mucho cuando escucharon algo. El nombre de Marshall desde el cielo, una voz tenebrosa que parecía un ave nocturna. Y entonces sintieron un olor horrible, como a carne podrida. Miraron hacia arriba y vieron una inmensa figura negra pasar frente a la luna. Un minuto más tarde, oyeron un grito espantosopor detrás, un grito que parecía de Marshall. Se dieron la vuelta y regresaron corriendo. Pero no lo encontraron por ningún lado. Y nunca más lo volvieron a ver. Nunca.

Dejé que nuestra celda sin luz quedara sumida en un profundo y siniestro silencio. Y entonces grité con todas mis fuerzas. Moses también lanzó un grito, uno de esos sonidos guturales, sin palabras. Luego empezó a reírse. Me cogió de la mano y me hizo una seña sobre la palma: “Casi me hago pis encima. Como los niños de la historia”.