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Rivales Ambos podrían ser los ganadores del juego del amor... Claire Richards quería ganar aquel concurso porque la enorme casa sobre ruedas que obtendría como premio era la garantía para salir de Mercy, Indiana. Pero primero tendría que derrotar a los otros participantes, entre los que estaba Mark Dole, su guapísimo enemigo de la infancia. La pregunta era: ¿sería capaz de vivir en tan reducido espacio junto a aquel irresistible playboy? Mark tenía sus propios motivos para emprender aquel extraño viaje, pero no tardaría en descubrir que la guapísima peluquera no tenía intención de jugar limpio. El matrimonio más adecuado ¿Arruinaría aquel matrimonio perfecto el niño con el que tanto había soñado? Era el plan perfecto. Melanie Watters deseaba tener un hijo con todas sus fuerzas, así que decidió pedirle al soltero más empedernido de la ciudad, que casualmente era su mejor amigo, que se casara con ella. A cambio de dejarla embarazada, Bailey Jenkins conseguiría escapar de las insinuaciones de las participantes del concurso de belleza del que era juez. Ambos habían acordado divorciarse después de que Melanie se quedara embarazada, pero vivir con Bailey durante aquel tiempo despertó en ella las emociones más profundas, y las cosas empezaron a complicarse. Melanie se encontraba dividida entre su deseo de tener un hijo y lo que sentía por su marido... Una nueva vida Todos los caminos conducían a él En cuanto el doctor Nick Balfour la vio, quiso rescatar a aquella hermosa e inocente mujer y mantenerla a salvo. Gina Tesserek se encontraba en apuros económicos, por lo que aceptó la oferta de Nick para ser su asistenta temporal. En poco tiempo, Nick se dio cuenta de que su acuerdo sólo había sido una excusa para estar cerca de ella… y ahora no había vuelta atrás. Alto y misterioso, Nick escondía algo de su pasado. Gina lo sabía todo sobre demonios internos, y ahora quería saber algo del amor… y de Nick. Por él estaba dispuesta a correr el riesgo.
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Seitenzahl: 558
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 581 - enero 2025
© 2003 Shirley Kawa-Jump, LLC
Rivales
Título original: The Bachelor’s Dare
© 2003 Carla Bracale
El matrimonio más adecuado
Título original: If The Stick Turns Pink...
© 2004 Judith McWilliams
Una vida nueva
Título original: Dr. Charming
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-566-7
Créditos
Rivales
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
El matrimonio más adecuado
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Una vida nueva
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Claire Richards pasó la mano por la superficie de líneas elegantes, la deslizó sobre el frío metal. Si al menos los hombres estuvieran así de bien equipados. Y fueran así de útiles.
Era perfecta. Absolutamente perfecta. Lo único que tenía que hacer era ganar aquella bestia de catorce metros de largo. Ya se preocuparía después de llevarla por la autopista.
Se sintió pequeña a la sombra de la enorme caravana crema y burdeos de la marca Deluxe. La casa rodante tenía espacio suficiente para un dormitorio, una cocina y una sala de estar, según decía el anuncio. Una casa y un medio de trasporte al mismo tiempo. Necesitaba ambas cosas, y cuanto antes mejor. Había hecho una promesa y no le quedaba mucho tiempo para cumplirla. En realidad apenas le quedaba tiempo.
Pero salir de Mercy, un lugar de Indiana en el quinto pino, suponía algo más que cumplir una promesa. Pasara lo que pasara, Claire iba a empezar de nuevo. Había dado aviso en el salón de peluquería y belleza donde trabajaba, guardado la mayor parte de sus pertenencias en un almacén y reunido los ahorros suficientes para costear la mudanza. Cuando Claire Richards se lanzaba desde un precipicio, lo hacía sin red.
En su subconsciente una pequeña duda le dijo que cambiar de vida no sólo se basaba en la distancia física. Pero dejó a un lado esa conjetura sin darle mayor importancia.
La caravana era el billete a una nueva vida en California y a la única familia que le quedaba. Le dio una última palmada a la casa rodante y fue a apuntarse a la mesa.
–¿Es aquí donde hay que inscribirse para poder ganar la caravana?
Una animadora del Instituto de Secundaria de Mercy le pasó una tablilla con una hoja de papel y un bolígrafo. La chica era morena, llevaba un uniforme azul y blanco y unas zapatillas de deporte. De haber tenido el pelo rubio, podría haber sido Claire a esa edad.
–Se habrán apuntado un millón de personas, digo yo, y sólo participarán veinte –dijo la chica señalando un tablón donde se especificaban las reglas–. El concurso empieza el domingo. Intente estar temprano, y tráigase todas sus cosas –la animadora agachó la cabeza y empezó a limarse las uñas.
Por un momento deseó poder decirle a aquella chica que no renunciara a ir a la universidad, que no pusiera su fe en algún chico tonto que terminara trabajando en acerería sólo porque su padre y sus hermanos trabajaran allí. Que saliera de Mercy mientras aún tuviera oportunidad. Porque de otro modo seguiría allí a los veintiocho años, aún soltera, atrapada en aquella ciudad y lo bastante desesperada como para apuntarse al concurso «Sobrevive y Conduce» que el centro comercial de Mercy celebrara aquel mes de septiembre.
Deseosa de volver a sentir la libertad y la esperanza que había tenido en abundancia a los dieciocho años.
–¿Señora?
La palabra devolvió a Claire a la realidad.
–¿Señora? –repitió la chica–. ¿Desea apuntarse?
–Sí, sí –Claire garabateó su nombre en la hoja y se la pasó a la chica.
Volvió junto a la caravana y se dio una vuelta. Sólo veinte personas se disputarían el vehículo. Ya podía ir preparándose para pasar una buena temporada en la casa rodante, donde competiría con un montón de extraños o, peor aún, de gente conocida.
–No me importaría estar atrapada en una caravana con una belleza como tú –dijo una voz profunda que Claire reconoció al instante.
Era Mark Dole, hermano de Nate, Jack, Luke y Katie. Los Dole habían sido vecinos de Claire casi toda la vida. Desde que eran niños Claire y Mark se habían peleado y habían jugado como si fueran hermanos. Eran dos personas temperamentales que siempre habían sacado lo peor el uno del otro.
Claire se dio la vuelta.
–Hola, Mark.
Tenía el mismo cabello ondulado que recordaba, castaño oscuro con algunos mechones dorados, como un dios del sol. Era atlético y musculoso, aunque no demasiado corpulento, y tenía unos preciosos ojos azules que parecían traspasar a quienes miraran. Mark Dole era lo más parecido que había en Mercy a uno de esos modelos de Calvin Klein. Un hombre como él, apuesto y encantador, debería ir acompañado de una etiqueta que anunciara «peligro».
–¡Claire! No sabía que fueras tú. Pensé que…
Una de las mejores amigas de Claire, Jenny, que estaba saliendo con Nate Dole, había pensado que sería divertido juntar a Claire y a Mark. Los resultados habían sido desastrosos. Habían chocado en todo, desde la elección de una película hasta el tamaño de la bolsa de palomitas. Al final cada uno se había comprado su propia bolsa y se habían sentado separados; ella al lado de Jenny y él al lado de Nate.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó Claire.
–Voy a apuntarme al concurso. Voy a aguantar más que ninguno de los demás pobres desgraciados y a ganarme esa preciosidad –le dio una palmada con aire de confianza.
Era la personificación de todos los hombres que había jurado evitar. Hombres llenos de palabras dulces y sensuales, pero a los que les faltaba sustancia y permanencia. Hombres que no sólo le partirían el corazón, sino que también se lo despedazarían.
Una de las mejores amigas de Claire, Leanne Hartford, lo había vivido después de salir con Mark durante dos meses. Se había enamorado de él, y luego él la había dejado unos días antes del baile de fin de curso. Claire nunca había olvidado ni perdonado la falta de sensibilidad con la que Mark había puesto fin a la relación.
–¿Pobres desgraciados?
–Bueno, me refiero a las demás personas que se hayan apuntado. Seguramente habrá sólo unos pocos.
–Hazte a la idea de que hay, digamos, un millón –hizo lo posible por imitar a la animadora–. Y sólo participarán los veinte primeros.
Él pestañeó.
–¿Tantos?
–Un concurso así es un acontecimiento grande en Mercy. Además, es la oportunidad perfecta para huir de la vida de una población pequeña. El que no participe, es que está loco.
Claire se había más que arriesgado, pero no se lo dijo a Mark.
Él se lo pensó un momento y entonces la miró. Esos ojos cobalto sin duda habrían acelerado los latidos del corazón de muchas mujeres, pero a Claire no la impresionaron. Los ojos no eran más que ojos, aunque tuvieran aquel color tan eléctrico.
–¿Y tú?
–Mi nombre ya está en la lista.
–Ah –asintió y señaló la caravana–. ¿Así que piensas que puedes durar más que yo?
–Lo sé.
–¿Quieres apostar?
–Claro. Veinte dólares a que me la llevo.
–Me parece justo –sonrió–. Estoy seguro de que estarás fuera el primer día.
Ella soltó un resoplido de incredulidad.
–Tú no pasarás de la primera noche. Recuerda, compartirás un cuarto de baño y un espejo.
Él se llevó la mano al corazón.
–Vaya, eso es un golpe bajo. Me preocupas, Claire.
A pesar de todo, Claire se echó reír. Si Mark tenía un don, era el de hacerle reír.
–Voy a ganarte, Mark Dole. Y después voy a marcharme de esta ciudad y a dejarte plantado en la nube de polvo que voy a levantar.
–Creo que serás tú la que te ahogues con el humo del tubo de escape –arqueó una ceja y le sonrió de medio lado–. No sabes con quién te estás metiendo.
–Ni tú. Jamás subestimes la cabezonería de una mujer.
Sobre todo la de una mujer que se jugaba casi todo. Claire se dio media vuelta dispuesta a marcharse.
–¡Claire! Te has olvidado de una cosa –le gritó Mark.
Ella se detuvo y se volvió.
–¿El qué?
Él la señaló y luego a sí mismo.
–De ti. Y de mí. Vamos a estar ahí encerrados juntos –señaló la caravana y sonrió con suficiencia–. Podría ponerse caliente la cosa.
–Sí, ya me siento algo tibia.
Él se acercó un poco más. El aroma maderado de su colonia la envolvió. En cualquier otro hubiera resultado sexy, tentador, pero en Mark…
–Ya no somos quinceañeros, sabes –le dijo él con su voz profunda–. Somos adultos, con deseos de adultos. Y teniendo en cuenta lo testarudos que somos los dos, podríamos estar dentro durante mucho tiempo. ¿No te preocupa que en un espacio tan pequeño puedas sentir… tentación?
Ella se abanicó la cara a lo Escarlata O’Hara.
–Caramba, señor Dole, debo decir que es usted la cosa más seductora que he visto en mi vida. ¿Cómo voy a poder pensar a derechas?
–Bonito. Muy bonito –retrocedió–. Veremos quién aguanta más en la caravana esta.
–Yo ya conozco la respuesta. Yo –avanzó hacia él, señalándole el pecho–. Y, recuerda, yo no juego limpio.
–Ni yo, Claire –esbozó una sonrisa–. Esto va a ser divertido.
De su mirada intensa dedujo que no se refería al tipo de diversión que habían vivido cuando tenían siete años y jugaban a la carretilla. Claire sintió un remolino de fuego en las entrañas.
Pero se le pasaría con un refresco, se dijo mientras se alejaba. Bueno, tal vez con dos.
Unos pitidos que le traspasaron el tímpano, estridentes. Y al lado de la oreja. Un ruido penetrante, repetitivo, molesto. Mark le pegó un manotazo a la mesilla de noche, buscando a tientas la fuente de aquel ruido. Se pegó en la mano contra el plástico duro, que golpeó hasta dar con el botón.
Abrió un ojo y miró los número digitales rojos; las tres de la madrugada. ¿Qué loco se levantaba tan temprano?
El concurso «Sobrevive y Conduce» empezaba ese día. Sólo los primeros veinte se montarían en la caravana. Si no salía de la cama y corría al centro comercial, perdería la oportunidad.
Se tambaleó hasta la ducha, donde no se molestó en esperar a que el agua saliera caliente. Tres minutos después estaba listo.
En su dormitorio de toda la vida, Mark encendió la luz y se vistió con unos vaqueros y una camisa. Banderines de los Colts de Indianápolis colgaban de la pared, recuerdos de las visitas al estadio con su padre. Una selección de trofeos deportivos coleccionaban telarañas sobre una estantería; imágenes doradas de los chicos jugando al fútbol, al jockey, con palos o pelotas de béisbol. Una foto de hacía cinco años de su familia, Jack, Luke, Nate, Katie, sus padres y él, descansaba sobre la cómoda. Mark la miró pero no se molestó en leer las palabras de la esquina, que en una placa de metal elogiaban a Mark Dole. Porque ninguna de ellas era cierta.
Guardó ropa suficiente para unos cuantos días en una bolsa de gimnasia, metió un desodorante, crema de afeitar, una cuchilla y pasta de dientes. También metió su ordenador portátil, un cuaderno de notas y unos cuantos lápices antes de cerrar la bolsa. Entonces se puso las zapatillas de deporte sin deshacer las lazadas y fue al dormitorio de Luke.
La habitación de su hermano gemelo contrastaba totalmente con la suya. Luke, el más organizado de los dos, había acomodado su habitación a las necesidades de un adulto. Los escasos muebles que se había llevado de su casa de California parecían encerrar todos los recuerdos de lo que antaño había sido un hogar feliz. La luz del pasillo bañaba la habitación con una luz suave que destacaba una colcha hecha a mano sobre el sillón de la esquina y una serie de fotografías en el escritorio rústico que Mary le había regalado a Luke por su cumpleaños. Las fotos captaban momentos más felices, antes de que la muerte hubiera llamado a la puerta de Luke.
Mark experimentó una opresión en el pecho. Tenía veintinueve años; demasiados para jugar a lo que había jugado en su juventud. Cuando Mary había fallecido el año pasado, había sentido, como ocurría muchas veces con los hermanos gemelos, el dolor de Luke; y de repente había entendido que echaba en falta algo muy especial. Cuando había vuelto a casa de sus padres dos semanas atrás, al cálido hogar donde siempre olía a pan recién hecho, había entendido qué era exactamente lo que le faltaba.
Un hogar. No un apartamento semivacío donde sólo había las necesidades primarias de un soltero. Tampoco una ristra de mujeres cuyos nombres había olvidado. Por primera vez en su vida, Mark quería probar lo que su hermano había saboreado. Estaba harto de la comida rápida. Deseaba un plato delicioso con guarnición completa.
Pero eso significaba sentar la cabeza, ser responsable. Y Mark ni siquiera estaba seguro de ser el tipo de hombre que pudiera llevar a casa un salario mensual.
De un modo u otro, antes de pensar en sí mismo, necesitaba devolverle la vida a Luke; o al menos la parte que Mark pudiera darle, lo cual significaba llegar al centro comercial antes de que lo hicieran diecinueve personas. Zarandeó a su hermano para despertarlo.
–¿Qué pasa? Déjame. Estoy durmiendo.
–Necesito que me lleves, o que vayas a buscar mi coche más tarde. No voy a dejarlo en el aparcamiento del centro comercial. Podría pasarse días allí.
Luke soltó una ristra de comentarios malhumorados.
–Es un Nova, Mark; nadie va a robar un cacharro de los años setenta.
–Eh, mi coche es un clásico.
Luke se dio la vuelta en la cama y se tapó la cabeza con las mantas.
–Tal vez lo sea cuando vuelva a ponerse de moda la música disco, pero en este momento es una antigualla –Luke suspiró–. Vale, iré a recogerlo más tarde.
–Gracias.
Luke se retiró las mantas de la cabeza y pestañeó varias veces.
–¿De verdad vas a intentar ganarte esa maldita caravana?
–Sí.
–¿Para qué?
–Quiero… –se calló–. Quiero una casa rodante.
No era una mentira demasiado buena, pero no le podía decir la verdad a Luke. Luke había pasado bastante aquel último año, más de lo que nadie debería sufrir. Con suerte, Mark podría solucionarlo en parte si era el último en salir de la caravana.
Y entonces tal vez pudiera centrarse en arreglar su propia vida. Aunque antes tendría que considerar por dónde empezar.
Su hermano se encogió de hombros y se tapó de nuevo.
–Despiértame cuando termine.
Mark salió por la puerta, se metió en su Nova y cruzó la ciudad. En el último año, Mercy había crecido a medida que la gente de Lawford había empezado a salir de la ciudad en busca de paz y tranquilidad. La población había aumentado en un par de miles, propiciando la apertura de un centro comercial, aunque sólo tuviera doce tiendas.
Cuando llegó Mark contó dieciocho coches aparcados en el aparcamiento principal, y un par de ellos en la zona reservada a los empleados del centro. Maldición. ¿A qué hora se había levantado esa gente? Una vez dentro vio que en el patio de piedra central habían montado una especie de campamento. Tumbonas, toallas de playa, mantas y almohadas. Y gente; diecinueve para ser más exactos. Y junto a ellos la caravana reluciente. La escena parecía sacada de un cuento de Walt Disney.
Mark se sentó en el suelo al final de la fila y apoyó los brazos en las rodillas. A su izquierda una mujer mayor estaba sentada en una de esas sillas plegables de a tres dólares la pieza. A su lado dormía un hombre arrugado y casi calvo. Ambos llevaban boinas con pompón. La mujer tejía y el marido roncaba con la boca abierta.
–Hola, hijo. Soy Millie Parsons. ¿Estás aquí para llevarte la casa rodante? –le preguntó sin perder ni un punto.
–Sí.
Dejó de tejer y una mano nudosa le dio unas palmadas en la suya.
–Buena suerte, querido –esbozó una sonrisa agradable–. Pero Lester y yo planeamos llevárnosla. Queremos ir a Florida, sabes –sonrió otra vez mostrando su dentadura postiza–. Y no pensamos perder.
Mark también le sonrió.
–Ni yo tampoco.
Su sonrisa se desvaneció, retiró la mano y continuó tejiendo. Clic, clac, clic, clac; sin duda haciendo un lazo para echárselo al cuello a cualquiera que intentara durar más que Lester y ella.
A sus espaldas se oyó una palabrota muy impropia de una señorita .
–Tengo veintiuno –dijo.
Mark se volvió y vio a Claire.
–No creo que los aparentes.
Se había recogido la melena lisa con una cola de caballo; un estilo juvenil que complementaba una piel tersa y aterciopelada. Tenía los ojos brillantes, de un tono intenso como el de las esmeraldas, y una boca generosa que jamás la había visto sin carmín rojo. Una boca que parecía pedir a gritos que la besaran; a todos los hombres excepto a Mark, que jamás había sido su tipo.
Era una de las mujeres más altas que conocía, esbelta y atlética, y dada a vestir vaqueros rosa fucsia y camisetas que nunca le cubrían el ombligo. Benditos los diseñadores que nunca pensaban en las personas que tenían el cuerpo largo. Atisbar aquel pedazo de piel blanca y sedosa podría convertirse en su pasatiempo favorito. Remataban el atuendo unas botas de tacón alto.
Claire, que no pareció apreciar su mirada lasciva, lo miró con evidente indignación.
–No he dicho que tenga veintiuno, sino que tengo el número veintiuno. Ya no podré montarme en la caravana.
–Vaya, qué fácil ha sido ganar la apuesta.
Miró a Claire, cuya expresión ceñuda se había intensificado.
–Aún no ha terminado –dijo–. Algunas de estas personas tal vez hayan venido a acompañar a los concursantes.
Dejó su maletón en el suelo y se sentó al lado de Mark.
–¿Pero qué llevas ahí? ¿Ropa para un año o para tres días?
–Prefiero venir preparada que enterarme a los dos días de que no tengo desodorante. Tal vez esté aquí más de tres días.
Mark se inclinó y le susurró al oído:
–Si quieres durar más que Lester y su chica, estos de aquí a mi lado, tal vez tengas que pasar semanas aquí. Ella tiene mucho que tejer.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Claire.
–Estoy preparada –arqueó una ceja mientras señalaba su bolsa de gimnasia–. ¿Y tú?
–Viajo ligero de equipaje.
–Entonces vete de aquí y cédeme tu puesto.
–Claire, cariño, pareces casi desesperada.
Un brillo curioso, tal vez de miedo o de preocupación, se asomó a sus ojos; pero al instante siguiente volvió a ser la Claire de siempre.
–No, tan sólo empeñada.
Metió la mano en el bolso y sacó una bolsa de caramelos; le quitó el papel a dos y se metió uno en la boca. Entonces le pasó la bolsa a Mark.
–No, gracias. Un poco temprano para tomar azúcar.
–Nunca es demasiado tarde o demasiado temprano para tomar chocolate –se metió el segundo en la boca y lo masticó despacio–. Dame tu puesto en la fila; necesito esa caravana.
–Y yo –respondió Mark–. Ahora, muévete, veintiuno, y haz sitio.
Ella se cruzó de brazos y los apoyó en las rodillas.
–No lo creo.
–Me lo imaginaba.
Se quedaron allí sentados más de una hora. Unas cuantas personas más llegaron al centro comercial con maletas y bolsas en la mano. Todos menos dos chicos jóvenes se dieron la vuelta al contar los que había en la fila. Los adolescentes se sentaron junto a Claire y se pusieron a hablar.
A las cinco de la madrugada una mujer delgada y musculosa salió de una de las oficinas y se plantó delante del grupo.
–¡De acuerdo, vamos a empezar! –dijo en voz alta.
Lester continuaba roncando, así que su mujer le dio un codazo. Se despertó sobresaltado y miró a su alrededor como si no tuviera idea de dónde estaba o de por qué su esposa lo había despertado así.
–¿Es la hora, Millie?
–Calla –Millie metió sus agujas de tejer en una bolsa de lona–. Presta atención a lo que dice esa señora, Lester.
–Soy Nancy Lewis, la coordinadora de desarrollo comunitario del centro comercial de Mercy. Tal vez seamos pequeños, pero estamos creciendo –dijo alegremente, utilizando el lema del centro mientras se paseaba de un lado al otro de la fila–. Me gustaría daros la bienvenida al concurso «Sobrevive y Conduce». Sólo veinte de vosotros tendréis la oportunidad de ganar esta fantástica casa rodante –pasó la mano por la carrocería del vehículo con veneración–. Es un vehículo muy caro, valorado en ochenta y cinco mil dólares. Está equipado con una cocina completa con preciosos armarios de madera, una tumbona, un sofá, una cama de matrimonio y un comedor. Hemos añadido unos cuantos taburetes plegables para que haya asientos para todos. Hay tres televisiones, una delante, otra en la zona de estar y otra en el dormitorio. La ducha tiene una cabeza especial de hidromasaje y una claraboya en el techo. Las ventanas y las puertas son inteligentes, y va equipada también con un aparato de música de lujo –dio una pasada final al costado de la caravana–. Cualquiera disfrutaría conduciendo esta casa hasta los montes Catskills o hasta Florida.
Millie le dio a Lester otro codazo; había empezado a quedarse dormido otra vez. Claire, sin embargo, prestaba mucha atención. Miraba de la mujer a la caravana, en tensión, lista para saltar si el número de concursantes pudiera ser veintiuno.
–Me gustaría darle las gracias a Casas Rodantes Deluxe por donarnos este magnífico vehículo. Con esta donación de uno de sus modelos más modernos Deluxe quiere celebrar el cincuenta aniversario de la apertura de su negocio aquí, en Mercy. Démosle las gracias a Don Nash, el presidente de Deluxe.
De la parte delantera del vehículo salió Don en persona, un hombre delgado vestido con un traje elegante. Casas Rodantes Deluxe era una de las empresas que más personas empleaba en la ciudad y un negocio dinámico que fabricaba casas rodantes para cantantes de country y jubilados.
El público aplaudió la generosa donación.
–Bien. Juguemos a quién es quién entre los competidores antes de subir a bordo –señaló a la primera persona de la fila–. ¿Por qué no empieza usted?
Mark estiró el cuello. Una mujer delgada afroamericana vestida con traje de chaqueta estaba sentada en uno de los bancos del centro comercial que alguien había colocado cerca de la caravana.
–Soy Adele Williams.
–¿Y a qué se dedica?
–Soy jefa de préstamos en el Banco Nacional de Lawford.
–Seguramente podría haberse comprado su propia caravana –murmuró Millie, que sacó el punto y se puso a tejer otra vez, como si aquello fuera lo que hacía cuando se sentía frustrada.
Nancy continuó haciendo preguntas al resto de los concursantes, a algunos de los cuales Mark conocía y a otros no.
Estaba Renee Angelo, que había ido a un curso menos que Mark. Le dijo a Nancy que quería la caravana para que su abuela pudiera jubilarse con elegancia.
Después había dos cajeras de una tienda de productos de belleza, un guarda de seguridad que parecía muy viejo aunque no lo fuera, tres amas de casa y un tipo que no parecía tener empleo y al que no se le ocurrió ninguna razón para querer una casa rodante.
Después había un grupo de esos que iban al bingo, más o menos de la edad de Millie y Lester, que dijeron querer la caravana para trasladarse a Florida en invierno. El número quince era un médico. Dos veces atendió al busca mientras le hablaba a Nancy de su consulta. Mark no pensó que fuera a durar mucho.
Claire estaba muda. Observó a Nancy paseándose delante de la fila, mirándolos con recelo.
Los números dieciséis y diecisiete eran una pareja de recién casados de luna de miel. Debían de estar locos para querer pasarla en una casa rodante con un puñado de desconocidos. Parecían jóvenes e ingenuos.
El dieciocho y el diecinueve eran Millie y Lester. El veinte Mark. Cuando Nancy le preguntó a qué se dedicaba, él vaciló.
–Soy vendedor para una empresa de software en desarrollo, pero ahora escribo manuales de formación.
–¡Qué interesante! ¿Como para Microsoft?
Él se echó a reír.
–No exactamente.
–¿Y para qué quieres la casa rodante? –Nancy le sonrió.
–Yo, bueno…
¿Qué podía decir? ¿Que estaba arruinado, que había metido la pata hasta el fondo y que necesitaba la caravana para viajar con seguridad a California y para corregir los errores que había cometido allí? En lugar de eso dijo lo primero que se le ocurrió.
–Me gustaría ir a Disneylandia.
–Qué bonito –Nancy se puso delante de Claire y la señaló–. Lo siento, eres la número veintiuno.
–Soy Claire…
–Eres la veintiuno –la interrumpió Nancy–. Las reglas dicen que sólo pueden subir veinte personas –señaló el tablón y entonces caminó hasta el principio de la fila–. ¡De acuerdo todos! –dio dos palmadas–. ¡Recoged vuestras bolsas! ¡Subamos a bordo!
Millie volvió a darle otro codazo a Lester y se puso de pie con su silla plegada y una bolsa al hombro. El resto de la gente que no formaban parte de los veinte afortunados empezaron a dispersarse.
Mark se volvió hacia Claire. Jamás había visto una mirada de tanta tristeza en los ojos de una mujer.
–Lo siento, Claire.
–Dame tu puesto –lo agarró del brazo–. Por favor, Mark. Nunca te he pedido un favor en mi vida; dame esto que te pido, y yo… –Mark sabía que Claire no era de las que le pedía favores a nadie– estaré en deuda contigo el resto de mi vida.
Él vaciló. En cualquier otra ocasión, si una mujer bonita le pidiera un favor, se lo concedería, pidiéndole a cambio que saliera con él. Cenarían, coquetearían, se la llevaría a la cama y él acabaría pensando que había salido ganando.
Pero aquella ocasión era especial, y las circunstancias no tenían nada de ordinarias. Por primera vez en la vida Mark Dole se sintió desesperado. Lo suficientemente desesperado como para ignorar la sonrisa de una mujer bella y negarle lo que le pedía.
–No puedo, Claire. Lo siento.
Ella lo miró con incredulidad.
–No me irás a decir que tu viaje a Disneylandia es más importante que lo mío.
–¿Y por qué quieres ganar la caravana exactamente? Es un poco grande para ti, ¿no te parece?
–Necesito llegar a California.
Lo dijo con tanta determinación que dudó que estuviera mintiendo.
–Compra un billete de avión.
–Un billete de avión no resolverá mis problemas. Además, hasta ayer yo era peluquera en el salón Flo –lo miró de nuevo con súplica–. Por favor, Mark, sé que no siempre te he caído bien pero…
–¿Quién dice eso?
–¡Todo el mundo a bordo! –dijo Nancy–. Última llamada para el tren caravana con destino a Florida o a Disneylandia.
Mark ignoró las llamadas de la instructora.
–¿Quién ha dicho que no me gustas?
–Vamos, Mark. Recuerda aquella cita horrible que nos prepararon Jenny y Nate. ¿Te acuerdas? Nos peleamos por todo.
Sonrió. Sus recuerdos eran de una lucha dinámica, pero también de una atracción dinámica. No recordaba por qué nunca habían tomado ese camino.
–Recuerdo que esa noche estuviste muy cálida.
Ella suspiró.
–No era yo, sino las palomitas recién hechas –sacudió la cabeza–. Y no se trata de eso. Necesito subirme a esa caravana y ganarla.
Mark alzó las manos.
–Lo siento, Claire. Ojalá pudiera ayudarte –recogió su bolsa del suelo y fue hacia la caravana.
Había llegado antes que ella. Era el número veinte. Se había ganado el puesto en la caravana. Pero mientras avanzaba hacia el vehículo se sintió peor que nunca.
Claire agarró su maleta mientras Mark subía el primer peldaño de la caravana. En ese momento lo detestó y envidió, y sintió ganas de lanzarle cosas; pero lo cierto era que había llegado demasiado tarde. Había perdido la oportunidad por estar demasiado rato hablando por teléfono; unos minutos más de la cuenta con la enfermera. Y allí estaba, con la maleta en la mano y sin poder llegar a la costa de ningún modo. A su nueva vida. A la primera persona a quien podría llamar familia desde hacía mucho tiempo.
Mark había dicho que sacara un billete de avión. Si fuera tan sencillo. Había hecho una promesa e iba a tener que romperla. Y para colmo de males tendría que ser por teléfono; en un extremo un móvil en Mercy y en el otro una habitación en California donde olía a antiséptico.
¡Qué desesperación tan grande! Había llegado lejos, se había arriesgado muchísimo, y acababa de perderlo todo. ¿De verdad había pensado que podría conseguirlo? ¿Que podría cambiar de vida arriesgándose de aquel modo?
Dejó la maleta en el suelo, se sentó encima y escondió la cara entre las manos. No iba a llorar, no iba a…
–¡No puedo hacerlo! ¡Es tan pequeño! No puedo… –una de las dependientas de la perfumería salió de la caravana, casi derribando a Mark en su huida–. ¡Parece un sarcófago! –se detuvo en medio del patio, aspiró hondo un par de veces y salió apresuradamente del centro comercial.
–Una menos –dijo Nancy–. Dieciocho menos y tendremos un ganador o una ganadora.
–No, espere –Claire se puso de pie y corrió hacia Nancy–. La última persona aún no se ha subido. Técnicamente el concurso no ha empezado. Y ahora sólo tienen diecinueve personas. Las reglas dicen que pueden ser veinte.
Nancy entrecerró los ojos.
–Sé contar. Teníamos veinte y ahora tenemos diecinueve.
–Las reglas dicen…
–La señorita tiene razón –la interrumpió Mark con el pie en el primer peldaño; sonrió a Nancy con encanto–. Veo que es usted una persona… comprensiva. La chica sólo quiere una oportunidad –señaló a Claire–. Usted parece de las que dan esa oportunidad –se acercó a Nancy–. Entre usted y yo, de todos modos no creo que dure más de unas horas. Entonces volveremos a ser diecinueve, y todo esto antes de abrir el centro comercial. Además –añadió en susurros–, tal vez los lleve a juicio. Es una situación peliaguda, teniendo en cuenta que yo aún no me he montado.
¿Por qué iba Mark a ayudarla? Sobre todo porque antes la había rechazado. Claire no se molestó en analizar sus motivos, sobre todo cuando aún no sabía si iba a poder subirse a la caravana finalmente.
Lo del juicio pareció hacer recapacitar a Nancy.
–De acuerdo, suba. Pero recuerde –le advirtió antes de que Claire diera un paso–. Soy muy buena dándole esta oportunidad.
–Nancy, es usted todo corazón –Mark esbozó su mejor sonrisa.
Que por supuesto tuvo el mismo efecto mágico de siempre; un truco que Claire había visto cientos de veces en los años que conocía a Mark. Cuando él sonreía así, hasta las mujeres hechas y derechas perdían el sentido.
–Gracias –Claire le dio la mano a Nancy pero la otra apenas sí se fijó, y se quedó mirando a Mark hasta que Don la interrumpió con una pregunta, y dejó de mirar a Mark con evidente renuencia–. Entremos, Mark.
–Las damas primero –le dijo él haciéndole un gesto.
Claire sacudió la cabeza.
–Sé cómo eres. Sólo quieres mirarme el trasero. Entra y seré yo la que te mire.
Él arqueó una ceja.
–No sabía que yo te gustara. O mi trasero, Claire.
Mark le sonrió y Claire sintió un revoloteo en el estómago que sin duda tenía que provenir de los tres donuts que se había comido antes de entrar en el centro comercial. Él se metió la mano en el bolsillo y sacó un lápiz.
–Toma –se lo pasó a Claire.
–¿Para qué es esto?
–Por si quieres pintar las vistas.
Y dicho eso subió las escaleras y entró en la caravana. Claire divisó su objetivo y le clavó el lápiz en el trasero.
–¡Eh! –exclamó Mark.
Claire sonrió.
–Te he dicho que no juego limpio.
Él se inclinó hacia ella.
–Así es mucho más interesante, ¿no? –añadió con otras implicaciones en su tono de voz.
Ella decidió ignorarlas.
Una vez dentro, Claire entendió por qué la chica había salido de la casa rodante dando gritos. Veinte personas con equipaje no cabían fácilmente en aquel trailer. Acaban de entrar y el ambiente ya resultaba agobiante, y olía a humanidad y a perfume dulzón. Si Claire no hubiera apostado tanto por todo eso, también habría salido corriendo. Tanta gente allí resultaba abrumador.
Nancy entró en la caravana e hizo una mueca.
–Ahora que estamos todos aquí, empecemos el concurso –accionó un interruptor en la parte delantera de la caravana y bendijo el aire fresco que empezó a salir por las rejillas de ventilación–. Empecemos por las reglas. Los periódicos llegarán a diario y podéis captar los canales locales en las televisiones para estar al tanto de todo. Hay una cocina completa, con un frigorífico bien surtido y armarios con todo lo necesario. Yo os traeré productos frescos tan a menudo como haga falta para un grupo tan nutrido como vosotros. Sólo dadme una lista y yo haré lo que pueda. Un par de restaurantes de la zona se han ofrecido amablemente a proporcionaros cenas para las noches siguientes. A cambio de publicidad, por supuesto.
–¿Publicidad a través de los medio de comunicación? –preguntó alguien al fondo.
–Sí, sí. ¿No os lo había dicho? Un equipo de la televisión de Lawford vendrá más tarde a filmaros. Se asomarán de vez en cuando. En realidad ya están de camino hacia aquí. Ha habido un accidente en la autopista y por eso se han retrasado. Así que se han perdido la gran entrada –Nancy se llevó el dedo a los labios–. Tal vez podamos volver a hacerlo después, para las cámaras –sacudió la cabeza–. Como sea. Volvamos a lo nuestro. Vais a estar todos aquí juntos un tiempo, de modo que sed agradables. Nada de insultos ni gestos lascivos –le echó una mirada a Mark, que pareció decirle que no le importaría un gesto lascivo por su parte más tarde–. Y nada de pelearse. Lo de dormir no es difícil. Hay una cama de matrimonio en el dormitorio, el sofá se abre en una cama doble, otra doble sobre la cabina y un sillón. Las sillas en la parte delantera son también bastante cómodas. Y luego está el suelo –dio unos golpes con el pie en el suelo–. Al menos está enmoquetado.
Nancy continuó diciendo que si salían de la caravana quedarían descalificados. Salir del vehículo por cualquier razón se consideraba abandonar. El concurso continuaría mientras hubiera más de una persona dentro.
–El que quede el último se quedará con la casa rodante –dijo, haciendo una pasada con la mano a su alrededor–. Ya está. ¿Alguna pregunta?
–¿Cuántas horas cree que puede durar esto? –le preguntó Adele.
Nancy se encogió de hombros.
–No lo sé. En el concurso del Centro Comercial América, hubo dos tipos que duraron tres meses.
Del grupo surgió un gemido entrecortado. Adele miró su reloj.
–Tengo que estar de vuelta al trabajo al mediodía o tomarme un día libre.
Nancy le dedicó una sonrisa indulgente, como si Adele fuera lela.
–Creo que estarás aquí todavía después del mediodía.
Adele miró a su alrededor.
–Tendré que llamar a mi jefe.
–No hay teléfono en la caravana. Si tienes un móvil, puedes utilizarlo. De otro modo el único contacto con el mundo exterior será a través de mí –les sonrió a todos–. Estaré encantada de contarles a vuestras familias cómo vais, o ellos podrán venir a veros mientras hacen la compra, y hablar con vosotros por la ventana. Aseguraos de contarles que el Almacén de Joe va a tener a la venta artículos para camping esta semana, para completar nuestra promoción.
Cuando nadie preguntó nada más, Nancy agitó la mano, les deseó buena suerte y se bajó de la caravana.
Claire vio el alivio en la cara de Nancy al aspirar el aire viciado del centro comercial. Cuando se cerró la puerta, Claire sintió algo de pánico. Diecinueve personas en una caravana. Durante días y días. ¿En dónde diablos se había metido? ¿Y si no funcionaba?
Mark la miró.
–¿Estás bien?
Recuperó la compostura y aspiró hondo.
–Claro.
–Claro –repitió con una sonrisa que le dijo que no se lo tragaba.
–Creo que todo el mundo debería llevar su equipaje al dormitorio –dijo Millie–. Lester, lleva nuestras cosas allí.
–¿Quién le ha dicho que usted sea la jefa? –dijo Roger, que se acababa de casar hacía unos días.
Millie frunció la boca.
–¿Tienes una idea mejor, hijo?
–Bueno, no –Roger parecía sofocado con su desafío–. De todos modos, creo que deberíamos decidir las cosas entre todos.
Millie suspiró.
–Aquí hay muy poco espacio, por si no te habías dado cuenta. Si metemos nuestras maletas en el dormitorio, tendremos un lugar privado para cambiarnos.
–De acuerdo –dijo Roger.
Durante los minutos siguientes cada uno de ellos fue al dormitorio y depositó sus maletas.
–Bueno –dijo Millie cuando terminaron–. ¿A alguien le apetece jugar a la canasta?
El silencio que respondió a su sugerencia le dejó claro lo que sentía el grupo por los juegos de cartas. Alguien se puso a preparar café en la cocina diminuta. Uno de los hombres, Danny, el que no parecía tener trabajo, se sentó en el asiento del conductor, agarró el mando a distancia y encendió la tele. Típico.
–¡Tremendo! Puedo ver todos los partidos que dan en todo el país.
Danny le dio uso inmediato al mando y fue pasando canales hasta que dio con el que quería. Entonces se arrellanó en el asiento y puso los pies sobre el salpicadero para ver un partido de béisbol.
–¿Te alegras ahora de haberte subido a este cacharro que no nos llevará a ningún sitio? –le preguntó Mark, que se acercó a la esquina donde ella se había sentado para que no la aplastaran.
Dios, estaba tan cerca. Claire se puso tensa para poder ocupar menos espacio.
–Claro.
–Parece que estaremos así un tiempo. ¿Podrás aguantarlo?
–¿Y tú?
–Oh, sí –se inclinó hacia ella y su aliento le hizo cosquillas en la clavícula–. Me gusta estar cerca.
Se retiró todo lo que pudo, unos tres centímetros, que en absoluto resultaron suficientes.
–Parece que no eres el único –dijo, y señaló hacia Roger y Jessica.
Los recién casados se habían apropiado del sofá y estaban estirados encima. Ya estaban medio abrazados y besándose, sin duda dispuestos a iniciar su luna de miel.
–Eso no es hacer el amor –dijo Mark con desdén–. Eso es luchar.
Claire se echó a reír y enseguida se sintió mucho mejor; la risa era un descanso de tanta tensión que llevaba acumulando desde que había dejado atrás su vida anterior. Había estado tan convencida de que su nueva vida sólo implicaría esperar a que el resto de los competidores cedieran… Pero de pronto no se sentía tan segura de su decisión.
Millie corrió junto al sofá y dio unos toques en el respaldo con la aguja de tejer. Roger y Jessica se separaron y se incorporaron.
–De eso no habrá nada –dijo Millie, meneando un dedo delante de ellos–. Es vergonzoso.
–Vamos, abuela. Acabamos de casarnos ayer –Roger alzó la mano de Jessica como prueba.
–Entonces alquilad una habitación en un motel. Este no es lugar para… para «eso».
–Hemos venido a esta caravana para pasar nuestra luna de miel –dijo Roger.
–Cuando la ganéis; entonces será cuando empiece vuestra luna de miel. Hasta ese momento, creo que tú deberías dormir delante, y tu chica detrás, en el suelo. Lester y yo nos quedaremos con la cama y así podremos vigilarla.
–Eh –dijo Danny–. ¿Quién dice que podéis quedaros con la cama grande?
–Lester y yo somos los mayores –dijo ella, como si eso lo dejara claro.
–No lo sois, Millie –dijo una de las otras personas mayores–. Mi Gracie tiene seis meses más que tú.
Eso dio paso a una discusión sobre la edad, que los llevó a comentar sobre quién tenía peor las caderas y quién merecía más la cama, basándose en el historial médico.
Mark avanzó hacia el centro de la habitación.
–Creo que se me ha ocurrido la manera justa de decidir quién se quedará con la cama –gritó por encima del barullo.
Claire levantó la vista muy sorprendida. ¿Desde cuándo se implicaba Mark en algo que no fueran sus propios asuntos? Jamás había sido de los que se metían a resolver los líos de los demás.
En ese momento, sin embargo, quería ayudar, y se estaba comportando como un tipo agradable, no como el Mark que ella recordaba. Desde que había regresado de California, parecía cambiado. ¿Para bien? Lo dudaba mucho. Los hombres como Mark no cambiaban de personalidad así como así.
Todos se callaron y miraron a Mark. Agarró las cartas que había sobre la mesa de la cocina. Millie abrió la boca para protestar.
–Sólo las voy a necesitar un momento –dijo Mark, que seguidamente barajó las cartas y las sostuvo en la mano–. En las camas hay sitio para seis, después dos sillones y la tumbona. Todos escogéis una carta; las más altas eligen. Mañana por la noche, volveremos a hacerlo; así todos dormiremos en las camas.
Se oyeron unos cuantos gruñidos de protesta, pero nadie dijo nada. Mark pasó delante de todos para que cada uno eligiera una carta. Cuando llegó delante de Claire, sonrió.
–Tal vez te toque el comodín.
Tomó una carta. La jota de tréboles. Parecía que tenía oportunidad de dormir en una de las camas. Después de no haber dormido nada en toda la noche, le resultó una idea reconfortante.
–Yo tengo un as –dijo Millie cuando escogió la carta–. ¿Lester, qué tienes tú?
Le enseñó el dos de diamantes. A Millie se le borró la sonrisa de los labios.
–No puedo dormir con otro hombre. Sería…
–Siempre están las sillas –dijo Mark mientras tomaba su carta del montón, que enseguida miró y se metió en el bolsillo–. Bueno, ahora repartamos las camas.
Millie reclamó inmediatamente uno de los sillones. Adele tenía el rey de corazones, pero lo devolvió.
–Son más de las once. No puedo perder mi empleo por esto, sobre todo porque no tengo la seguridad de que vaya a ganar. Será mejor que me vaya a trabajar –agarró el bolso y fue hacia la puerta.
Claire pensó que ya sólo tenía que eliminar a dieciocho personas. El que se marchara una concursante no contribuyó a que se aireara el interior de la caravana, pero era un comienzo. Tal vez después de pasar la noche durmiendo en el suelo se marchara alguno más. Al médico ya le habían llamado dos veces al busca, y parecía nervioso. Era evidente que había pensado que el concurso sería fácil y rápido. Las tres mamás habían compartido un teléfono para llamar a sus casas y comprobar que sus niños estaban bien. Una de ellas parecía lista para marcharse. Su pequeño Jimmy se había caído de un columpio y se había herido en la rodilla. Claire la escuchaba mientras se debatía entre quedarse o marcharse.
–¿Claire, qué tienes tú? –la voz de Mark la devolvió a la realidad.
–Una jota.
–Tú eliges ahora. Hay espacio con Milo, el guarda de seguridad, en la cama de matrimonio. O espacio con Tawny, la otra chica de la perfumería, en el sofá cama. O bien… –se metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón–. O un espacio conmigo en la cama de matrimonio que hay sobre la cabina.
Se preguntó si Mark habría hecho trampa, tomando a propósito una carta más alta que la suya para poder quedarse con una cama y acostarse con ella. No. Era una estupidez. Mark y ella apenas se toleraban. Sólo eran amigos porque se habían criado juntos, lo cual quería decir que tenían rodillas destrozadas y pasteles de barro en común, no deseo. Tal vez bromearan sobre una supuesta atracción, pero entre ellos no había nada que resultara preocupante.
Sin embargo no pensaba arriesgarse compartiendo cama con él. No pensaba cometer más errores estúpidos sólo porque una sonrisa sensual le hiciera perder la cabeza a ratos. Claire cruzó la habitación y le dio su carta a Lester.
–Gracias, señorita –aceptó la carta con su mano arrugada y nudosa–. Es muy amable por su parte.
–Lester, ponte en la silla que está a mi lado –gritó Millie.
Él ignoró a su esposa.
–Creo que me acomodaré en el sofá –Lester señaló el sofá cama.
–¡No pienso dormir con este viejo! –exclamó Tawny, que se puso de pie inmediatamente.
Millie le cambió la carta a la chica antes de que ella pudiera protestar.
–Entonces duerme delante, hija, en la silla. Yo le haré compañía a mi Lester.
Cuando el resto de las camas fueron ocupadas, Claire se dio cuenta de que Mark no había utilizado su reina. Había vuelto a meterla en el montón de cartas y había pasado a la persona siguiente. Prefirió no analizar su decisión. Mejor dejar las cosas así.
Después de comer, Claire se sentó en la tumbona, abrió su diario y empezó a escribir.
Sólo quedan quince personas. Se han marchado el médico y una de las parejas de señores mayores. Una de las tres mamás se ha marchado también para consolar a su pequeño Jimmy. Si esto sigue así, ganaré enseguida. Danny, sin embargo, está pegado a la silla y a la televisión. Millie, Lester, Art y Gracie están jugando a las cartas y llevan horas. Tawny provocó una pequeña revolución cuando empezó a pintarse las uñas y el olor se hizo insoportable. El guarda de seguridad, Milo, está roncando en el sofá. Renee y John están leyendo, y los demás charlando en voz baja. Roger y Jessica están en el otro extremo del sofá, con un aspecto bastante triste para ser recién casados. Y Mark…
Claire dejó de escribir y miró a Mark. No estaba comportándose como el Mark que ella conocía. Había estado poniendo paz, interviniendo cuando alguien empezaba a discutir, proponiendo ideas para establecerlo todo, desde ir al cuarto de baño hasta fregar los cacharros. De no conocerlo y saber de su fama de rompecorazones, seguramente a Claire le habría parecido… atractivo. De un modo u otro, una relación no entraba en sus planes de futuro, de modo que dejó de pensar en Mark inmediatamente.
Miró su reloj. En California eran más de las diez. Sacó su móvil y se fue al único sitio de la caravana donde uno tenía un poco de intimidad: el cuarto de baño.
Finalmente, a la quinta llamada, contestó una voz rasposa.
–¿Diga?
–¿Papá? ¿Estás bien?
–Sí, ahora mismo estaba peleándome con la enfermera.
Claire se echó a reír.
–¿Y quién ha ganado?
–Creo que yo; pero ya me está retando para la revancha –hizo una pausa para toser.
La tos parecía dolorosa para su padre, pero también le dolió a Claire. Deseó poder tener un plan mejor.
–Lo siento, cariño.
–¿Te estás cuidando?
–Tanto como puedo –le dio otro ataque de tos–. Ojalá pudiera verte.
Claire apoyó la cabeza contra las baldosas blancas del baño.
–Yo también, papá.
David Sawyer seguía siendo sólo una voz para ella. Aún tenía que abrazar a su padre, ver lo alto que era comparado con ella, ver que tenía el dedo meñique un poco torcido como ella. Sólo había encontrado a su padre hacía cuatro meses, y ya el demonio llamado cáncer se lo estaba llevando.
Empezó a toser otra vez, y una de las enfermeras le tomó el teléfono.
–Hola, Claire –durante las semanas pasadas, se había hecho amiga de aquellas mujeres que cuidaban a su padre.
–¿Cómo está?
Oyó que Jeannie cubría el teléfono con la mano.
–Tan bien como puede esperarse. El médico dijo… –vaciló, claramente deseosa de poder darle aquella noticia en persona, en una de esas habitaciones calladas en las que los familiares podían llorar en privado–. La cirugía no acabó del todo con ello. Dentro de dos semanas va a empezar la quimioterapia, en cuanto se recupere de la cirugía. No puede marcharse a ningún sitio hasta que se dé las sesiones, pero estoy segura de que muy pronto empezará a sentirse mejor.
Claire sabía que la quimioterapia no garantizaba nada.
–Estaré ahí muy pronto.
Si no tenía la caravana para cuando su padre empezara con la quimioterapia, tendría que montarse en un avión y pensar después en el resto de su vida. Su mudanza, su nueva vida, todo tendría que esperar.
–Estamos cuidando de él –le dijo Jeannie–. No está en el hospital, está en su casa. Eso es muy bueno.
–Lo sé. Y agradezco mucho lo que estáis haciendo.
Claire oyó las toses de su padre de fondo. Entonces volvió a ponerse al teléfono, algo más cansado ya.
–Supongo que tengo que colgar. Hablar me cansa.
Claire agarró el teléfono con más fuerza, como si pudiera abrazarlo a él a través de la conexión inalámbrica. Dios, cuánto deseaba estar allí, ayudarlo a pasar aquel mal trago.
–Lo sé, papá. Cuídate. Pronto estaré ahí.
–¿Vamos a… –hizo una pausa para tomar aire– tomarnos esas vacaciones… cuando vengas?
Claire se mordió el labio.
–Por supuesto, papá.
Cerró los ojos y colgó el teléfono mucho después de decir adiós. Una lágrima le corrió por la cara, y después otra, hasta que el estrés dio paso a los sollozos. Ella, que nunca había llorado tanto en su vida como lo había hecho en los últimos cuatro meses.
–¿Claire? ¿Estás bien? –Mark había entrado al baño y ella ni siquiera se había dado cuenta; debía de haber olvidado echar el cerrojo–. Llamé a la puerta, pero no me contestaste, y entonces te oí…
Ella se limpió las lágrimas y lo miró.
–Estoy bien. Sólo estaba mirando el cielo por la claraboya –alzó la vista y vio dos focos del techo del centro comercial–. Sí. Es una vista estupenda.
–Pareces disgustada. ¿Ocurre algo?
–No. Nada de nada.
Se metió el teléfono en el bolsillo trasero de los vaqueros y salió de la ducha.
Él le echó el alto antes de que ella pudiera pasar. Un latigazo de calor le recorrió el brazo cuando la tocó. Debían de ser los nervios.
–Espera, no salgas aún.
–¿Por qué no?
–Están ahí los del equipo de televisión. En cuanto aparecieron, se largaron otras tres personas más. Se han marchado esas otras dos mamás; menos mal porque sus teléfonos no han dejado de sonar todo el tiempo. Y después se marchó Milo, diciendo que con tanto lío no podía dormir una siesta a gusto. Así que ahora somos doce.
Once personas para conseguir la caravana. Algunos de ellos, como Millie, parecía como si quisieran quedarse allí eternamente. Claire Richards no tenía tanto tiempo. Necesitaba ganarla y ponerse en camino hacia California antes de acobardarse y acabar en el salón de Flo el resto de su vida. Necesitaba aquel cambio, tomar su propio rumbo.
Y necesitaba ver a su padre, pasar tiempo con él y empezar a recuperar los años que habían perdido. Las dudas regresaron de nuevo. ¿Podría empezar de nuevo? ¿Tendría agallas para tirarlo todo por la borda por algo desconocido?
De un modo u otro, sin la caravana le sería imposible hacerlo. No había demasiadas opciones.
–Tal vez quieras poner otra cara antes de salir –le estaba diciendo Mark–. El reportero quiere entrevistar a todo el mundo, saber por qué estamos aquí, cuál es la estrategia de cada uno.
Por un instante sintió la necesidad de apoyarse en Mark, de dejar en sus manos sus problemas. Claire había estado sola tanto tiempo. El peso de ser fuerte le resultaba de pronto demasiado cargante.
Mark estaba cerca, a pocos centímetros de ella. Aunque eso no era culpa suya. Aquel no era exactamente el cuarto de baño del Taj Mahal. Sólo era un poco más grande que el baño del rancho de dos dormitorios donde se había criado. Pero jamás en ese baño, ni en ningún otro, había sido tan consciente de la cadencia del pecho de un hombre. ¿Pero en qué estaba pensando? Aquel hombre era Mark.
–Y te aviso… quieren sacar los trapos sucios –dijo–. Así aumentará el índice de audiencia.
Claire hizo un gesto hacia la ducha.
–Acabo de salir de la ducha. Estoy totalmente limpia –Claire intentó reírse, pero no le salió.
En su mirada, Claire percibió una expresión oscura y fiera; sin embargo cuando habló lo hizo en tono ligero y burlón, volviendo a ser el Mark que conocía de toda la vida.
–No parece que hayas llegado a las partes importantes –le pasó el dedo por la curva del hombro, y Claire sintió que la temperatura aumentaba diez grados; jamás había reaccionado así con Mark en su vida, claro que la última vez que habían «jugado» juntos tenían nueve años–. Para darte una ducha como Dios manda, deberías desnudarte.
–Eso he oído.
Necesitaba tomar un poco de aire.
El dedo que le rozaba el borde de la camiseta le hizo olvidarse de su nombre, del día que era o de dónde estaba.
–Bueno, será mejor que salga –dijo, pero no se movió.
La cara de Mark, tan conocida y a la vez tan distinta toda vez que se había hecho un hombre, estaba a pocos centímetros de la suya.
–Cuando necesites que alguien te frote la espalda, o si quieres frotármela a mí –sonrió y la miró con sensualidad–. Tengo una parte aquí… donde nunca llego. Si quieres ayudarme, la ducha parece lo bastante grande.
Vaya. Aquello estaba moviéndose a un territorio donde Claire se negaba a entrar. Aquel era Mark, se recordó de nuevo. Sabía, por todos los años que había vivido cerca de su casa, que la palabra monogamia no estaba en su diccionario. Ella tenía ya veintiocho años y no le interesaba salir con un hombre a lo tonto. Además, ella no era el tipo de Mark; no era ni joven ni pechugona.
Si le estaba haciendo insinuaciones, sólo tenía dos cosas en mente. O bien estaba pelado, o bien era alguna clase de estrategia para ganar la caravana. Pero no pensaba renunciar a su sueño por un tipo de sonrisa encantadora y palabras suaves. Ya lo había hecho una vez por Travis. Y había terminado con un montón de facturas que pagar mientras él se largaba a perseguir su sueño. Nunca más.
–Gracias, pero no.
Fue a pasar delante de él.
–Claire…
Claire se dio la vuelta.
–Te conozco Mark. Conozco tus tácticas. Una noche en la cama contigo, tal vez tres noches. El sexo sería tan maravilloso –le deslizó un dedo por el pecho–. Y después, en cuanto te dieras cuenta de que tengo cerebro aparte de pechos, te largarías. No –se llevó el dedo a la barbilla–. Echarías a correr. Y ya desperdicié unos cuantos años de mi vida con un tipo que no veía más allá de mi lencería. Así que deja que te evite el sufrimiento y de paso nos ahorraremos los dos un disgusto –se bajó un poco el hombro de la camiseta–. Este conjunto es azul, rematado con encaje. Mañana me pondré uno negro, y pasado tal vez el rojo. ¿Contento? –se colocó la camiseta en su sitio–. Ahora, volvamos al concurso.
Salió del baño, dejando a Mark Dole boquiabierto.
Mark le dio a Claire tres minutos, y después salió del baño y se metió en el dormitorio, donde sacó el portátil. Si alguien se había dado cuenta de que estaban juntos en el baño, nadie dijo nada. Estaban demasiado inmersos en su oportunidad de quince minutos de fama. O en el caso de aquella televisión, más bien de quince segundos.
Mark había tenido su momento años atrás y había detestado cada minuto. Lo que menos deseaba era una repetición.
Colocó su portátil sobre la encimera de la cocina y encendió el ordenador. Trabajaría para evitar las cámaras de televisión. Primero escribió un correo electrónico rápido para enviarlo con su módem inalámbrico.
Luke, ya hemos bajado a doce, así que tal vez esté en casa antes de lo que piensas. Tenemos dos parejas mayores; y una de las mujeres, Millie, tal vez asesine a alguien con su aguja de tejer para ganar; una pareja de recién casados y algunas personas que estaban con nosotros en el instituto. Ha sido… interesante hasta el momento. En realidad, muy interesante.
No dijo nada de Claire. Mark no estaba seguro de qué sentía estando Claire allí, pero sabía que si se lo decía a Luke su hermano iría corriendo a comprobarlo en persona.. En lugar de eso, Mark añadió algo de su Nova, envió el mensaje y rápidamente abrió el archivo del manual de software en el que estaba trabajando.
Si pudiera enviar por correo electrónico el manual en un par de días, estaría más cerca de su objetivo, que era ayudar a Luke a restablecerel negocio. En cuanto ganara la caravana, podría venderla por el dinero suficiente para poner en marcha su empresa de nuevo. Entonces Luke y él podrían volver a hacer negocio en California, y Mark sentiría finalmente que se había ganado la parte del negocio que su hermano le había dado.
Pero no era fácil, sobre todo con la distracción del equipo de televisión Cuando terminaron con Renee, continuaron con los demás, a quienes les preguntaron de dónde eran y por qué querían ganar. Todos repitieron sus razones de esa mañana, algunos de ellos adornándolas un poco para hacer más dramático su caso. Claire se quedó a un lado con los demás, que ya habían sido entrevistados. Ni siquiera ella había logrado evitar su momento de estrellato.
En su rostro permanecía esa expresión suave teñida de tristeza. Se preguntó en qué estaría pensando y qué podía ir tan mal en su vida como para meterse en la ducha de la caravana a llorar. La Claire que él conocía era estoica, optimista. Jamás la había visto disgustada o herida, ni siquiera cuando se había caído de las barras del gimnasio y se había levantado la piel de las rodillas.
De pequeña ella había sido igual de atrevida que él. Pero de mayores…
Las mismas cosas que le habían vuelto loco habían comenzado a despertar su interés. Estaba mirando a Claire cuando unos diez vatios, o tal vez cien, de luz lo cegaron.