Rivales - Vi Keeland - E-Book

Rivales E-Book

Vi Keeland

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Dos familias enfrentadas, un hotel en juego y un deseo tan fuerte como el odio. Sophia Sterling y Weston Lockwood se odian. Sus familias llevan cincuenta años en guerra, desde que sus abuelos se enamoraron de la misma mujer. Ahora, Sophia y Weston deben dirigir juntos un hotel de lujo y presentar su mejor oferta para adquirirlo. El problema es que cada vez que discuten, acaban en la cama. Cuando el deseo y la rivalidad libran una batalla, ¿quién saldrá vencedor? Descubre una novela adictiva que destila tensión sexual, best seller del USA Today

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 406

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrutes de la lectura.

Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.

Rivales

Vi Keeland

Traducción de Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

Rivales

V.1: Junio, 2022

Título original: The Rivals

© Vi Keeland, 2020

© de la traducción, Yuliss M. Priego y Tamara Arteaga, 2022

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Sommer Stein - Perfect Pear Creative

Modelo de cubierta: Tobias Cameroon

Fotógrafo: Walter Chin

Corrección: Carmen Romero

Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-76-9

THEMA: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Rivales

Dos familias enfrentadas, un hotel en juego y un deseo tan fuerte como el odio

Sophia Sterling y Weston Lockwood se odian. Sus familias llevan cincuenta años en guerra, desde que sus abuelos se enamoraron de la misma mujer. Ahora, Sophia y Weston deben dirigir juntos un hotel de lujo y presentar su mejor oferta para adquirirlo. El problema es que cada vez que discuten, acaban en la cama. Cuando el deseo y la rivalidad libran una batalla, ¿quién saldrá vencedor?

Descubre una novela adictiva que destila tensión sexual, best seller del USA Today

«Un enemies to lovers delicioso. Hasta la fecha, es mi libro favorito de Vi Keeland.» 

Harlequin Junkie

«Ámame u ódiame, ambas me favorecen.

Si me amas, siempre estaré en tu corazón…

Si me odias, siempre estaré en tu mente».

Anónimo

Capítulo 1

Sophia

—¡Espere!

La azafata de tierra estiró la cinta de nailon de un poste al otro y la encajó con un clic para bloquear el acceso a la puerta. Alzó la mirada con el ceño fruncido cuando me vio acercarme a ella a toda velocidad arrastrando la maletita de mano. Había atravesado a la carrera la terminal A hasta llegar a la C y ahora jadeaba como un fumador que se echa dos paquetes al día entre pecho y espalda. 

—Siento llegar tarde. ¿Puedo embarcar, por favor?

—La última llamada ha sido hace diez minutos. 

—Mi vuelo de conexión ha llegado con retraso y he tenido que venir corriendo desde la terminal internacional. Por favor, tengo que llegar a Nueva York por la mañana y este es el último vuelo. 

No parecía muy por la labor, pero yo estaba desesperada. 

—Mire —empecé—, el mes pasado me dejó mi novio. Acabo de volver de Londres y mañana a primera hora empiezo a trabajar con mi padre. Nos llevamos a matar. Piensa que no estoy capacitada para el puesto, y probablemente tenga razón, pero necesitaba marcharme de Londres. —Niego con la cabeza—. Por favor, déjeme subir al avión. No puedo llegar tarde el primer día.

El rostro de la mujer se suavizó.

—He conseguido llegar a ser encargada de esta aerolínea en menos de dos años y, aun así, cada vez que veo a mi padre, no me pregunta por el trabajo sino si ya he conocido a un hombre. Déjeme comprobar si las puertas siguen abiertas. 

Suspiré de alivio mientras ella se acercaba al mostrador y hacía una llamada. Regresó y abrió la barrera.

—Déjeme ver su tarjeta de embarque.

—¡Es usted la mejor! Muchísimas gracias. 

Escaneó el código de la pantalla de mi móvil y me lo devolvió con un guiño. 

—Demuéstrele a su padre que está muy equivocado. 

Me precipité por el finger y embarqué. Mi asiento era el 3B, pero el compartimento superior ya estaba lleno. La azafata de vuelo se aproximó con cara de pocos amigos. 

—¿Sabe si hay sitio en otro compartimento? —pregunté.

—Está todo lleno. Tendré que pedir a mis compañeros que le facturen la maleta. 

Miré a mi alrededor. Los pasajeros sentados no me quitaban el ojo de encima, como si yo fuera la única culpable de que el avión no hubiese despegado todavía. «Aunque, bueno… quizás sí que lo sea». Suspiré y me obligué a sonreír.

—Maravilloso. Muchas gracias. 

La azafata se llevó mi maleta y yo miré al asiento vacío junto al pasillo. Juraría que había reservado el de la ventanilla. Volví a comprobar la tarjeta de embarque y los números sobre los asientos, y me agaché para hablar con la persona con quien iba a compartir el vuelo. 

—Eh… disculpe. Creo que ese es mi sitio.

El hombre, inmerso en el Wall Street Journal, bajó el periódico. Torció el gesto como si tuviera derecho a sentirse irritado cuando era él quien había ocupado mi asiento. Me llevó unos cuantos segundos levantar la mirada para discernir el resto de su cara. Pero en cuanto lo hice, se me desencajó la mandíbula y el ladronzuelo curvó los labios en una sonrisilla engreída. 

Parpadeé varias veces con la esperanza de estar viendo un espejismo. 

No. 

Ahí seguía.

«Uf».

Negué con la cabeza.

—Será una broma, ¿no?

—Me alegro de verte, Fifi.

No. Ni hablar. Las últimas semanas ya habían sido lo suficientemente horribles. Esto no podía estar pasando.

Weston Lockwood.

De todos los aviones y de todas las malditas personas que hay en el mundo, ¿cómo había tenido la mala pata de acabar sentada junto a él? Debía de tratarse de una broma de mal gusto.

Miré a los lados en busca de un asiento libre. Pero, por supuesto, no había ninguno. La azafata que se había llevado mi maleta con tan pocas ganas apareció de nuevo a mi lado, y ahora estaba incluso más inquieta. 

—¿Tiene algún problema? Estamos esperando a que tome asiento para alejarnos de la puerta de embarque.

—Sí. No puedo sentarme aquí. ¿Hay algún otro asiento libre?

La mujer colocó los brazos en jarras.

—Este es el único asiento disponible. Haga el favor de sentarse, señora.

—Pero…

—Voy a tener que llamar a seguridad si no toma asiento. 

Desvié la mirada a Weston y el capullo tuvo la audacia de sonreír. 

—Levántate. —Lo fulminé con la mirada—. Al menos quiero el asiento en ventanilla que tengo reservado.

Weston miró a la azafata y le regaló una sonrisa deslumbrante.

—Lleva coladita por mis huesos desde primaria. Esta es su forma de demostrarlo. —Guiñó un ojo mientras se ponía en pie y extendía el brazo—. Quédate con el asiento.

Lo fulminé con tantísima intensidad que mis ojos se asemejaban a dos rayitas negras. 

—Quítate de en medio. —Traté de pasar junto a él sin que nos rozáramos y ocupé mi asiento junto a la ventana. Resoplando, coloqué el bolso bajo el asiento delantero y me abroché el cinturón.

Inmediatamente después, la azafata empezó a recitar por los altavoces todas las medidas de seguridad y el avión se alejó de la terminal poco a poco. 

El capullo que estaba sentado a mi lado se inclinó hacia mí.

—Te veo bien, Fi. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Suspiré.

—Obviamente, no el suficiente, porque estás sentado a mi lado ahora mismo. 

Weston sonrió.

—Sigues fingiendo que no te intereso, ¿eh?

Puse los ojos en blanco.

—Ya veo que sigues soñando. 

Por desgracia, cuando mis ojos regresaron a su posición habitual, no pude evitar escrutar al hombre que me había pasado toda la vida despreciando. Cómo no, el capullo se había vuelto incluso más guapo. Weston Lockwood había sido guapísimo de adolescente. Eso era innegable. Pero es que el hombre sentado a mi lado estaba como un auténtico tren. Tenía una mandíbula cuadrada y masculina, una nariz afilada y románica y unos ojos arrolladores, grandes y azules del color de un glaciar de Alaska. Exhibía una piel bronceada y unas pequeñas patas de gallo alrededor de los ojos que (a saber por qué) me resultaban de lo más sensuales. Lo que parecía una barba de un día rodeaba sus labios y a su cabello oscuro tampoco le habría venido mal un corte de pelo. Pero en vez de delatar una apariencia descuidada, el estilo de Weston Lockwood gritaba «que te jodan» al mundo corporativo de los peinados rectos y engominados. En definitiva, no era mi tipo ideal. Y, aun así, mientras contemplaba a aquel imbécil, me pregunté si alguna vez me había atraído alguien que se correspondiera con mi tipo ideal. 

Qué pena que fuera un capullo. «Y un Lockwood». Aunque esas dos afirmaciones eran redundantes, porque ser un Lockwood te convertía automáticamente en un capullo. 

Me obligué a fijar la mirada en el asiento de delante, aunque sentía los ojos de Weston en mi cara. Al final, me resultó tan difícil ignorarlo que resoplé y me giré de nuevo hacia él. 

—¿Te vas a pasar todo el vuelo mirándome o qué?

Su labio superior se crispó.

—Puede. Las vistas no están nada mal.

Negué con la cabeza.

—Duérmete. Tengo que trabajar. —Alargué el brazo bajo el asiento de delante y saqué el bolso. Mi plan había sido investigar sobre el hotel The Countess durante el vuelo. Pero enseguida me di cuenta de que no tenía el portátil en el bolso. Lo había metido en el bolsillo exterior de la maleta de mano, porque había supuesto que la llevaría conmigo en cabina. «Genial». Ahora mi portátil estaba facturado en la bodega. ¿Qué posibilidades había de que siguiera de una pieza cuando llegáramos, si es que seguía siquiera en la maleta, claro está? ¿Y qué narices iba a hacer ahora en el avión para pasar el rato? Eso sin mencionar que la reunión con los abogados del The Countess era mañana por la mañana y no estaba ni de lejos preparada. Ahora tendría que quedarme toda la noche despierta estudiando los materiales cuando por fin llegara al hotel. 

«Fantástico». 

Fabuloso, vaya. 

En vez de entrar en pánico, que sería mi típico modus operandi, decidí dormir para recuperar el sueño del que me privaría esa noche. Así que cerré los ojos e intenté descansar mientras el avión despegaba. Pero pensar en el hombre sentado a mi lado me impedía relajarme. 

Por Dios, no lo soportaba. 

Mi familia odiaba a la suya. 

Desde que tenía uso de razón, siempre habíamos sido los Hatfield y los McCoy. El enfrentamiento de nuestras familias se remontaba a nuestros abuelos. Aunque, durante la mayor parte de mi infancia, ambos habíamos frecuentado los mismos círculos sociales. Weston y yo asistimos a los mismos colegios privados, nos veíamos a menudo en galas benéficas o eventos sociales y hasta teníamos amigos en común. Nuestras casas familiares en el Upper West Side apenas estaban a unas cuantas manzanas. Pero, al igual que nuestros padres y abuelos, manteníamos tanta distancia entre nosotros como nos fuera posible. 

Bueno, excepto aquella única vez. 

Aquella noche en la que cometí un error gigantesco y horrible.

Por norma general, siempre fingía que no había pasado.

Por norma general…

Pero muy de vez en cuando…

Muy de higos a brevas…

Pensaba en ello.

No a menudo.

Pero cuando lo hacía…

«Olvídalo». Respiré hondo y desterré esos pensamientos de mi mente.

Era lo último en lo que tendría que estar pensando en este momento.

Pero ¿por qué estaba sentado a mi lado, a ver? 

Por lo que tenía entendido, Weston vivía en Las Vegas. Se ocupaba de los hoteles de su familia en toda el área sudoeste; aunque tampoco es que le hubiera seguido la pista ni nada. 

Pero, bueno, ¿qué posibilidades había de encontrármelo camino a Nueva York? Habían pasado seis años desde la última vez que había estado en la costa este. Y, aun así, aquí estábamos, sentados el uno junto al otro, en el mismo vuelo, a la misma hora.

¡Ay!

«Mierda». 

Abrí los ojos de golpe.

No podía ser.

Por favor, Dios mío. Que no fuera eso. 

Me giré hacia Weston.

—Espera un momento. ¿Por qué vas a Nueva York?

Él sonrió.

—A ver si lo adivinas.

Seguía sin querer creérmelo, así que me aferré a la esperanza. 

—¿Para… visitar a la familia?

Negó con la cabeza sin dejar de sonreír con arrogancia. 

—¿Para hacer turismo?

—No.

Cerré los ojos y hundí los hombros. 

—Tu familia te ha puesto al mando de la gestión del The Countess, ¿verdad?

Weston aguardó hasta que volví a abrir los ojos para asestarme el golpe mortal.

—Parece que tendremos que seguir viéndonos después de este vuelo tan corto.

Capítulo 2

Sophia

—No es por ahí, Fifi.

En cuanto salí del ascensor en la cuarta planta, me saludó el mismísimo Don Perfecto.

—Déjame en paz, Lockwood. 

Se metió en el ascensor del que yo acababa de salir, pero pulsó un botón y evitó que las puertas se cerraran. Se encogió de hombros antes de contestar:

—Allá tú, pero no hay nadie en la sala de juntas 420.

Me volví.

—¿Y eso?

—Han trasladado las reuniones al despacho del abogado del hotel. En el centro, en el edificio Flatiron.

Resoplé.

—¿Te estás quedando conmigo? Nadie me ha avisado. ¿Por qué han cambiado de sitio?

—Ni idea. Supongo que nos enteraremos al llegar. —Weston soltó el botón del panel y retrocedió un paso—. Me marcho. ¿Vienes o qué? No piensan retrasar la hora y el tráfico va a ser horrible.

Miré hacia la sala de juntas por encima del hombro. No había nadie. Suspiré y volví al ascensor. Weston se hallaba detrás de mí, pero en cuanto las puertas se cerraron, dio un paso hacia delante.

—¿Qué haces?

—Nada.

—Pues échate hacia atrás. No te acerques tanto.

Weston soltó una risilla, pero ni se inmutó. Me repateaba ser tan consciente de lo bien que olía; a una mezcla de roble y limpio, con un toque de cuero. El ascensor ya podía darse más prisa. Salí en cuanto se abrieron las malditas puertas. Me apresuré a cruzar el vestíbulo en dirección a la entrada sin mirar atrás.

Cuarenta minutos más tarde y, tras un trayecto en taxi que apenas avanzó media calle en diez minutos, seguido de dos sofocantes viajes en metro (el segundo aderezado de un olor a pis reciente), llegué corriendo al vestíbulo del edificio Flatiron.

—¿Me puede decir en qué planta está Barton y Fields, por favor? —pregunté al recepcionista.

—En la quinta. —Señaló hacia una larga cola—. Pero uno de los ascensores se ha averiado.

Ya llegaba tarde, así que no tenía tiempo para estar esperando. Suspiré y pregunté al guardia:

—¿Dónde están las escaleras?

Tras ascender cinco largos pisos de escaleras con tacones de diez centímetros, mientras cargaba con un maletín de cuero lleno de documentos, llegué a las puertas dobles de cristal del bufete de abogados del hotel The Countess. La recepcionista estaba atendiendo a alguien y había dos personas más esperando por delante de mí, así que comprobé la hora en el móvil. Esperaba que no hubieran empezado la reunión con puntualidad después de haber cambiado el lugar sin avisar siquiera. Aunque ¿cómo podrían haberlo hecho? Seguro que Weston también había tardado en llegar. Cuando por fin llegó mi turno, me acerqué a la recepcionista.

—Hola, soy Sophia Sterling. Tengo una reunión con Elizabeth Barton.

La recepcionista negó con la cabeza.

—La señorita Barton está fuera, en una reunión. ¿A qué hora tenía cita con ella?

—Lo cierto es que al principio se había concertado la reunión en el The Countess, pero la han cambiado aquí.

La mujer frunció el ceño.

—Cuando he llegado la he visto marcharse, pero deje que lo compruebe. Tal vez haya vuelto mientras he ido a por café. —Tecleó y escuchó algo por el auricular antes de quitárselo—. No contesta. Voy a mirar en su despacho y en la sala de juntas.

Unos minutos más tarde, otra mujer trajeada salió de la parte de atrás junto con la recepcionista.

—Hola, soy Serena, la pasante de la señorita Barton. La reunión es hoy, pero no aquí, sino en el The Countess. En la sala 420.

—Vengo de allí. Al principio se había concertado en el The Countess, pero se ha movido aquí.

La mujer sacudió la cabeza.

—Lo siento. La persona con la que ha hablado le ha dado una información incorrecta. Acabo de llamar a Elizabeth al móvil y ella misma me lo ha confirmado. La reunión de las nueve de la mañana ha empezado hace casi una hora.

Sentí que me empezaba a subir el calor desde los pies hasta la coronilla. «Voy a matar al capullo de Weston».

* * *

—Siento muchísimo el retraso —dije al entrar.

La mujer que presidía la sala de juntas, que supuse que era Elizabeth Barton, la abogada del The Countess, miró el reloj con expresión severa.

—Tal vez alguien que sí haya sido puntual sea lo bastante amable como para informarla de lo que se ha perdido. —Se levantó—. Nos tomaremos un descanso de diez minutos y a la vuelta contestaré a sus preguntas, si es que tiene alguna.

Weston sonrió.

—Estaré encantado de poner al día a la señorita Sterling.

La abogada le dio las gracias. Se marchó junto a otros dos hombres que no había visto nunca y me dejaron a solas con él. Necesité toda mi compostura para no armar un escándalo, o al menos contenerme hasta que se hubiese ido todo el mundo. Weston se levantó, como si también fuera a tomarse un descanso e irse de rositas de la sala.

«Y una mierda».

Bloqueé la puerta para que no pudiese salir.

—¡Cabrón!

Weston se abotonó la chaqueta con una sonrisa petulante.

—¿Es que no te lo enseñaron en Wharton, Fifi? En el amor y en la guerra todo vale.

—¡Deja de llamarme así!

Weston se sacudió unas pelusas imaginarias de una de las mangas de su carísimo traje.

—¿Quieres que te cuente lo que te has perdido?

—Pues claro, imbécil. No he estado aquí por tu culpa.

—Lo haré —Entrelazó las manos y se miró las uñas—… mientras cenamos.

—No pienso cenar contigo.

—¿No?

—¡No!

Se encogió de hombros.

—Tú misma. Intentaba ser un caballero. Pero si quieres que vayamos directamente a mi suite, también me parece bien.

Me reí.

—Tú alucinas.

Se inclinó hacia delante. Como le estaba cortando el paso, no tenía forma de alejarme. Y no pensaba darle la satisfacción de encogerme para escabullirme de él, así que me mantuve firme mientras el idiota, que olía deliciosamente bien, acercaba los labios a mi oreja.

—Sé que te acuerdas de lo bien que lo pasamos. Fue el mejor polvo que he echado en mi vida con alguien que no me soporta.

Le respondí entre dientes.

—Seguro que de esos has tenido muchos. A nadie en su sano juicio le caerías bien.

Echó la cabeza hacia atrás y me guiñó el ojo.

—No sueltes ese cabreo, nos vendrá bien después.

* * *

Para cuando dieron las ocho de esa misma tarde, ya estaba más que lista para empezar a beber. Menudo día interminable.

—¿Puedo pedir comida aquí o tengo que coger mesa? —pregunté al camarero del restaurante del hotel.

—Puede pedir en la barra. Voy a traerle la carta.

Se fue y tomé asiento en un taburete. Saqué un bloc de notas del bolso gigante y empecé a anotar todo lo que mi padre me había dicho en los últimos veinte minutos. Y lo de «decir» era un eufemismo. Más bien me había gritado desde el momento en que había cogido el teléfono. Ni siquiera me había saludado; había ido directo a la reprimenda, a berrear pregunta tras pregunta. Si había hecho tal o cual cosa, pero sin darme la oportunidad siquiera de intervenir.

Mi padre aborrecía que el abuelo me hubiese dejado la gestión del The Countess. Seguro que habría preferido que mi hermanastro, Spencer, se hubiera hecho cargo. No porque fuera competente (cuando se dona una cantidad ingente de dinero a una universidad de la Ivy League, resulta que milagrosamente dejan entrar a cualquiera), sino porque Spencer era su títere.

Así que, cuando vi la llamada de Scarlett, dejé el bolígrafo en la barra para tomarme un más que merecido descanso.

—¿No es la una de la mañana allí? —pregunté.

—Pues sí y estoy hecha una piltrafa.

Sonreí. Mi mejor amiga, Scarlett, era británica hasta los huesos y me encantaban el acento y las palabras que usaba.

—No sabes la falta que me hacía escuchar hoy ese acento tuyo tan terrible.

—¿Terrible? Hablo como la reina de Inglaterra, querida. Tú usas el inglés de Queens, que es como un vecindario espantoso entre Manhattan y Tall Island. 

—Es Long Island, no Tall.

—Da igual.

Me reí.

—¿Cómo estás?

—Bueno, en el trabajo hemos contratado a una empleada nueva y creía que podría sustituirte como mi única amiga. Pero fuimos a ver una peli el fin de semana pasado y se puso unos leggings con los que se le marcaba todo el tanga.

Sacudí la cabeza con una sonrisa.

—Ay, madre. Qué mal.

Scarlett trabajaba en el mundo de la moda y tenía tal carácter que hacía que Anna Wintour pareciera tolerante.

—Admitámoslo, soy irreemplazable.

—Sí que lo eres. Y, dime, ¿te has aburrido ya de Nueva York y has decidido volver a Londres?

Me reí.

—Apenas hace veintiséis horas que me he ido.

—¿Qué tal el trabajo nuevo?

—Pues el primer día he llegado tarde a una reunión con la abogada del hotel porque el representante de la familia propietaria de la otra parte del hotel me la ha jugado.

—Hablas de la familia del hombre que hace cincuenta años se tiraba a la propietaria del hotel al mismo tiempo que tu abuelo, ¿no?

Solté una carcajada.

—Sí.

Aunque la situación era un pelín más complicada, no le faltaba razón. Hacía cincuenta años, mi abuelo, August Sterling, abrió un hotel con sus dos mejores amigos, Oliver Lockwood y Grace Copeland. La cosa es que mi abuelo se enamoró de Grace y se comprometieron en Año Nuevo. El día de la boda, Grace llegó al altar y le dijo a mi abuelo que no podía casarse con él. También le confesó que estaba enamorada de Oliver Lockwood. Amaba a ambos y se negaba a casarse con uno de ellos porque el matrimonio implicaba entregar el corazón a un solo hombre y el suyo no le pertenecía a una única persona.

Ambos hombres se pelearon por ella durante años, pero, al final, ninguno consiguió arrebatarle al otro la otra mitad del corazón de Grace, así que tomaron caminos distintos. Mientras que Grace se centró en conservar un único hotel de lujo en lugar de abrir una cadena, mi abuelo y Oliver Lockwood se convirtieron en rivales y pasaron el resto de sus vidas construyendo imperios hoteleros e intentando superar al otro. Los tres alcanzaron un éxito impresionante. Las familias Lockwood y Sterling se convirtieron en las propietarias de los imperios hoteleros más grandes de Estados Unidos. Y, a pesar de que Grace solo fue propietaria de uno, el que abrieron entre los tres, The Countess, que contaba con unas vistas maravillosas a Central Park, llegó a ser uno de los hoteles más reconocidos del mundo. Rivalizaba con el Four Seasons y el Plaza.

Hacía tres semanas, Grace había fallecido tras una larga batalla contra el cáncer y mi familia había descubierto que, sorprendentemente, la antigua hotelera había legado el cuarenta y nueve por ciento del The Countess a mi abuelo y otro porcentaje idéntico a Oliver Lockwood. El dos por ciento restante había ido a parar a una organización benéfica, que subastaría ese porcentaje a la familia mejor postora, lo que implicaría convertirse en el poseedor del cincuenta y un por ciento de las acciones y, por tanto, en el accionista mayoritario del hotel.

Grace Copeland no se casó nunca y me da la impresión de que su última voluntad fue una especie de tragedia griega; supongo que a la gente de a pie le parecería una locura legar un hotel que valía cientos de millones de dólares a dos hombres con los que llevaba cincuenta años sin hablar.

—Tu familia está como una cabra —me dijo Scarlett—, pero eso ya lo sabías, ¿no?

Me reí.

—La verdad es que sí.

Hablamos un poco más de su última cita y sobre dónde pensaba ir de vacaciones antes de que lanzara un suspiro.

—La verdad es que te llamaba porque tengo noticias. ¿Dónde estás?

—En un hotel. Más bien en el The Countess, el hotel del que mi familia posee ahora una parte. ¿Por?

—¿Tienes alcohol en la habitación?

Fruncí el ceño.

—Seguro, pero no estoy allí, sino en el bar de abajo. ¿Qué pasa?

—Vas a necesitarlo después de lo que tengo que contarte.

—¿Qué me vas a contar?

—Es sobre Liam.

Liam era mi ex, un dramaturgo del oeste de Londres. Habíamos roto hacía un mes. Aunque sabía que era lo mejor, oír su nombre todavía me dolía.

—¿Qué pasa con él?

—Lo he visto hoy.

—Vale.

—Metiéndole la lengua hasta la garganta a Marielle.

—¿Marielle? ¿Qué Marielle?

—Creo que solo conocemos a una.

«No puede ser verdad».

—¿Te refieres a mi prima Marielle?

—La misma. Menuda imbécil…

Me subió la bilis por la garganta. ¿Cómo había podido mi prima hacerme algo así? Habíamos estrechado la relación mientras había vivido en Londres.

—Eso no es lo peor.

—¿Hay algo peor?

—Le he preguntado a una amiga en común cuánto tiempo llevan acostándose y me ha dicho que casi medio año.

Me entraron ganas de vomitar. Hacía unos tres o cuatro meses, cuando las cosas con Liam habían empezado a torcerse, encontré una gabardina Burberry roja en el asiento trasero de su coche y él me dijo que era de su hermana. Por aquel entonces carecía de motivos para sospechar, pero era cierto que Marielle tenía una gabardina roja.

Por lo visto, me quedé callada bastante rato.

—¿Sigues ahí? —preguntó Scarlett.

Lancé un suspiro profundo.

—Sí, sigo aquí.

—Lo siento, cariño. He pensado que deberías saberlo para que no le pongas buena cara a esa zorra.

—Gracias por contármelo.

—Ya sabes que siempre estaré ahí.

Esbocé una sonrisa triste.

—Ya. Gracias, Scarlett.

—Pero también tengo una buena noticia.

No creía que nada pudiera animarme después de lo que me acababa de contar.

—¿Cuál?

—He despedido a una de mis jefas editoriales. Me enteré de que se había negado a escribir sobre ciertos diseñadores por temas raciales.

—¿Esa es la buena noticia?

—No. La buena noticia es que tenía un montón de cosas organizadas y ahora voy a tener que trabajar una barbaridad para poder hacerlo todo.

—Creo que no has pillado el concepto de lo que significa una buena noticia, Scarlett.

—¿No te he dicho que una de las cosas de las que me tendré que ocupar es cubrir un desfile de moda en Nueva York dentro de dos semanas?

Sonreí.

—¡Vienes a Nueva York!

—Pues sí. Así que resérvame una habitación en ese hotel carísimo del que tu abuelo es copropietario. Te mandaré un correo con las fechas.

Después de colgar, el camarero me trajo la carta.

—Póngame un cóctel de vodka con zumo de arándanos, por favor.

—Enseguida.

Cuando volvió para tomarme nota, pedí una ensalada sin pensármelo siquiera. Sin embargo, antes de que se fuera, lo detuve.

—¡Espere! ¿Puedo cambiar el pedido?

—Claro, ¿qué quiere?

«A la mierda las calorías».

—Una hamburguesa con queso. Y beicon, si tiene. De acompañamiento, ensalada de repollo. Y patatas fritas.

El camarero me sonrió.

—¿Un mal día?

Asentí.

—Y no deje de traerme copas.

Me bebí el vodka con zumo de arándanos como si nada. Sentada en la barra, hojeando lo que mi padre me había dicho mientras pensaba en mi prima Marielle tirándose a Liam a mis espaldas, empecé a cabrearme. Lo primero que había sentido cuando Scarlett me lo había contado había sido dolor, pero entre el primer vodka y el segundo, aquello pasó a convertirse en rabia.

«Mi padre puede irse a la mierda».

«Trabajo para mi abuelo. Igual que él».

«Las extensiones de Marielle son horrorosas y tiene una voz nasal y de pito».

«Que le den».

¿Y a Liam? «A él que le den todavía más». Había malgastado un año y medio de mi vida con una copia barata de Arthur Miller con chaqueta de punto. ¿Sabéis qué? Sus obras eran malas. Pretenciosas, igual que él.

Me trinqué un cuarto del segundo vodka de un trago. Al menos, las cosas no podían empeorar más. Supongo que eso era lo bueno.

Aunque había hablado demasiado rápido.

Sí que podían ir a peor.

Y así fue.

Weston Lockwood plantó el culo en el taburete contiguo al mío.

—Vaya. Hola, Fifi.

* * *

—¿Qué tal estos últimos doce años?

Weston pidió una tónica con limón y se sentó de cara a mí, a pesar de que yo seguía mirando hacia el frente, ignorándolo.

—Déjame en paz, Lockwood.

—A mí me ha ido bastante bien, gracias por preguntar. Después del instituto fui a Harvard, aunque seguro que eso ya lo sabías. Estudié un máster en Administración de Empresas en Columbia y después empecé a trabajar en la empresa familiar. Ahora soy el vicepresidente.

—Vaya, ¿debería sorprenderme que hayas llegado a un puesto tan elevado gracias al nepotismo?

Él sonrió.

—Para nada, hay otras cosas de las que sorprenderse. Me has visto desnudo y seguro que no lo has olvidado, ¿a que no, Fi? Mi cuerpo se ha desarrollado bastante bien desde los dieciocho. Cuando quieras, volvemos a mi habitación y te dejo que lo compruebes con tus propios ojos.

Me giré hacia él con una mueca.

—Creo que no eres consciente de lo que ha pasado durante estos últimos doce años. No me cabe duda de que sufriste algún tipo de traumatismo en la cabeza que te hace vivir en un mundo de fantasía, incapaz de percibir lo que sentimos los humanos.

El muy capullo no dejaba de sonreír.

—Se suele decir que los que más se quejan son los que intentan ocultar lo que sienten de verdad.

Gruñí en señal de frustración.

El camarero se acercó y dejó sobre la barra la comida que había pedido.

—¿Quiere algo más?

—Repelente contra las cucarachas que hay por aquí.

Miró a su alrededor.

—¿Cucarachas? ¿Dónde?

Le hice un gesto con la mano.

—Nada, déjelo. Era una broma.

Compasivo, Weston miró al camarero.

—Estamos trabajando en lo de las bromas, todavía no se le dan muy bien.

El camarero lucía algo confuso, pero se marchó. Mientras estiraba la mano para coger el kétchup, Weston me robó una patata frita del plato.

—No toques mi comida. —Lo fulminé con la mirada.

—Es mucha comida. ¿Seguro que quieres zampártelo todo?

—¿Qué insinúas?

—Nada. Es que parece mucha carne para ese cuerpecito tuyo. —Y otra sonrisa—. Aunque, si no recuerdo mal, te gusta la carne en abundancia. O, al menos, te gustaba hace doce años.

Puse los ojos en blanco. Levanté la hamburguesa de queso y le hinqué el diente. De repente me había entrado mucha hambre. El capullo que tenía al lado parecía deleitado de verme masticar.

Me tapé la boca con la servilleta y le espeté con la boca llena:

—Deja de mirarme mientras como.

No me sorprendió que siguiera mirando. Durante los siguientes treinta minutos, me acabé la comida y me tomé otro cóctel. Weston siguió tratando de entablar conversación, pero yo siempre la cortaba de raíz. Se me llenó la vejiga y no quería llevarme el bolso grande, el portátil y la agenda al baño público, así que a regañadientes tuve que pedirle a ese quebradero de cabeza que les echara un ojo.

—Me encantaría echar un ojo a tus cosas.

Puse los ojos en blanco una vez más. Al levantarme, me tambaleé un poco. Parecía que estaba más achispada de lo que creía.

—Oye, ten cuidado. —Weston me agarró del brazo y me sujetó con fuerza. Sus manos eran cálidas, fuertes y… «Dios, sí que tengo que estar piripi para pensar así».

Liberé el codo de su agarre.

—Me he resbalado por culpa del tacón. Estoy bien. Vigila mis cosas.

Ya en el baño, hice pis y me lavé las manos. Observé mi reflejo y vi que el rímel se me había corrido por debajo del ojo. Lo limpié y me peiné el pelo con los dedos. Fue mera rutina; me importaba una mierda lo presentable que estuviera frente a Weston Lockwood.

Al volver al bar, descubrí que, para variar, mi némesis estaba ocupado. Me senté y vi que me habían servido otro cóctel.

—¿Depilación con cera de azúcar? —inquirió Weston sin mirarme—. ¿En qué se diferencia de la depilación con cera normal?

Fruncí el ceño.

—¿Qué?

Dio un toquecito a lo que sea que estuviese mirando.

—¿El azúcar es comestible? En plan, ¿una vez depilada estás lista para la acción? ¿O se mezcla con alguna sustancia química?

Me incliné para ver qué estaba leyendo. Abrí los ojos como platos.

—¡Dame eso! ¡Eres un cabrón!

El muy capullo había cogido mi agenda, que estaba a mi izquierda en la barra, y se había puesto a leerla. Hice amago de cogerla y Weston alzó las manos en señal de rendición.

—No me extraña que estés tan irritable. Te va a venir la regla dentro de unos días. ¿Has probado a tomar Midol? Me parto el culo con esos anuncios.

Metí la agenda en el bolso y le hice un gesto al camarero al tiempo que le gritaba:

—Me trae la cuenta, ¿por favor?

Este se acercó.

—¿Quiere que lo cargue a su habitación?

Me eché la correa del bolso al hombro y me levanté.

—Ahora que lo dice, no. Cárguela a la habitación de este capullo —dije mientras señalaba a Weston con el pulgar—. Y quédese con una propina de cien dólares de mi parte.

El camarero miró a Weston y se encogió de hombros.

—Vale.

Resoplé y me dirigí a la zona de ascensores sin esperar. No me importaba una mierda si a Don Perfecto no le hacía gracia pagar la cuenta. Impaciente, pulsé el botón para llamar al ascensor una media docena de veces. A la porra el intento de apaciguar la ira con alcohol. Ahora había regresado con fuerza. Sentía ganas de arrojar algo.

Primero a Liam.

Luego a mi padre.

Y dos veces más al capullo de Weston.

Gracias a Dios, las puertas del ascensor se abrieron antes de que pudiera descargar mi ira en algún huésped del hotel. Pulsé el botón de la octava planta y me pregunté si habría vino en el minibar.

—¿Qué leches? —Volví a pulsar el botón una segunda vez. Se iluminó, pero no me moví del sitio. Volví a pulsarlo una tercera. Justo cuando por fin las puertas empezaron a cerrarse, un zapato lo impidió.

Un zapato pala vega.

Y ahí estaba la cara sonriente de Weston saludándome cuando las puertas volvieron a abrirse del todo.

Me hervía la sangre.

—Te juro por lo más sagrado, Weston, que como intentes subir en este ascensor no me hago responsable de lo que te pase. No estoy de humor.

Él hizo caso omiso y entró de todas maneras.

—Anda, Fifi, ¿qué te pasa? Estoy de broma. Te lo tomas todo demasiado a pecho.

Conté hasta diez en silencio, pero no ayudó. A la mierda. ¿Quería sacarme de mis casillas? Pues lo había conseguido. Las puertas se cerraron, yo me volví y lo arrinconé contra la esquina. Entonces por lo menos tuvo la decencia de mostrarse un poco nervioso.

—¿Quieres saber qué me pasa? ¡Te lo voy a decir! Mi padre cree que soy una inepta porque no tengo pene. El hombre con el que he estado el último año y medio me ha sido infiel con una de mis primas. Otra vez. Odio Nueva York. Odio a la familia Lockwood. Y encima tú crees que puedes ir por ahí saliéndote con la tuya porque tienes la polla grande.

Le golpeé el pecho con el dedo con cada palabra.

—Estoy. Hasta. Las. Narices. De. Los. Hombres. Mi padre. Liam. Tú. Todos y cada uno de vosotros. ¡Así que déjame en paz de una puta vez!

Exhausta, me giré y esperé a que se abriera la puerta, pero me percaté de que ni siquiera nos habíamos movido. Bien. De puta madre. Volví a pulsar el botón varias veces, cerré los ojos e inspiré y espiré hondo mientras empezábamos a subir. En mitad de la tercera vez que respiraba hondo, sentí el calor del cuerpo de Weston detrás de mí. Seguro que se había acercado. Seguí tratando de ignorarlo.

Pero el muy capullo olía demasiado bien.

¿Cómo narices lo conseguía? ¿Qué colonia duraba más de doce horas? Después de la paliza que me había dado hasta la otra punta de la ciudad por la mañana, seguro que yo olía fatal. Me jodía que ese capullo oliera… deliciosamente bien.

Se acercó aún más y su respiración me hizo cosquillas en el cuello.

—Así que crees que la tengo grande —susurró con voz grave.

Me giré y le puse mala cara. A pesar de que esta mañana parecía recién afeitado, ahora tenía una sombrita de barba incipiente que le daba un toque siniestro. El traje que llevaba seguramente costara más que todo el armario de jerséis de Liam. Weston Lockwood era la encarnación de todo lo que odiaba en un hombre: era rico, atractivo, engreído, arrogante y temerario. Liam lo odiaría. Mi padre ya lo hacía. Y, en aquel momento, esos eran sus mejores atributos.

Mientras batallaba con la reacción de mi cuerpo a su olor y lo mucho que me gustaba cómo le quedaba esa barbita, Weston posó una mano en mi cintura despacio. Al principio pensé que era porque creía que tenía que sujetarme, como cuando me había tambaleado en el bar. ¿Lo había vuelto a hacer? Juraría que no. Pero no había otra explicación.

Sin embargo, sus intenciones me quedaron mucho más que claras cuando deslizó la mano de la cadera a mi trasero. No intentaba evitar que me cayera. En mi cabeza, la primera reacción que tuve fue gritarle, pero, por alguna razón, las palabras no me salieron.

Cometí el error de alzar la vista de su mandíbula a sus ojos azules. Hubo un destello de calor que los volvió casi grises y a continuación los clavó en mis labios.

No.

Ni de coña.

Aquello no iba a pasar.

Otra vez, no.

El corazón me latía con fuerza; el torrente de la sangre sonaba tan alto que casi ni oí la campanita del ascensor que anunciaba que habíamos llegado a mi planta. Por suerte, aquel ruidito me hizo recuperarme de la locura transitoria que había sufrido.

—Yo… tengo que irme.

Necesité de toda la concentración que pude para andar, pero logré atravesar el pasillo y llegar a mi habitación.

Aunque…

No lo hice sola.

Weston volvía a estar detrás de mí. Cerca. Demasiado cerca. Mientras rebuscaba en el bolso tratando de encontrar la llave de la habitación, envolvió una mano en torno a mi cintura y frotó la parte superior de mi falda. Era consciente de que tenía que cortar la situación de raíz, pero mi cuerpo reaccionó a su caricia de forma increíble. Mi respiración se tornó agitada.

La mano de Weston subió por mi estómago y se detuvo en el aro del sujetador. Tragué saliva, a sabiendas de que tenía que decir algo antes de que fuera demasiado tarde.

—Te odio —susurré.

La respuesta de Weston fue agarrarme un pecho y apretar con fuerza.

—Te odio y odio a esa polla de pacotilla tuya que intenta pegarse a mi culo con una mierda de erección.

Él se inclinó más cerca y me acunó el otro pecho.

—Lo mismo digo, Fifi. Pero sé que te acuerdas de que esa polla de pacotilla es mucho más grande que el rabo enano que le cuelga a ese dramaturgo de tres al cuarto entre las piernas y que seguro que tiene metido entre las piernas de tu prima ahora mismo.

Apreté la mandíbula. Maldito Liam.

—Al menos él nunca ha tenido una ETS. Tú seguramente las tengas todas de haber estado zorreando en Las Vegas.

Weston empujó sus caderas contra mi trasero. Su erección parecía una tubería de acero tratando de abrirse camino entre sus pantalones.

Pero, joder, cómo me gustaba.

Tan dura.

Tan caliente.

Los recuerdos de hacía doce años regresaron. Weston la tenía grande y a los dieciocho ya sabía usarla bien.

—Entremos —rezongó—. Quiero follarte tan fuerte que no te puedas ni sentar en las reuniones de mañana.

Cerré los ojos. En mi interior se libraba una batalla. Sabía que tener algo con Weston sería un error garrafal, sobre todo con la guerra que estaban librando nuestras familias. Pero, joder…, ardía por él.

Ni siquiera teníamos que ser amigos.

Ni caernos bien, ya que estábamos. Podría hacerlo solo esta vez.

Desahogarme y volver a mantener las distancias mañana.

No debería.

No debería hacerlo.

Weston me pellizcó un pezón y sentí una chispa recorrerme el cuerpo.

A la mierda.

Que jodieran a Liam. 

Que jodieran a mi padre.

Que jodieran a Weston. Literalmente.

—Con reglas —espeté con voz ronca—. No me beses. Y solo por detrás. No te correrás hasta que lo haga yo o te juro por Dios que te la corto. Usa un puto condón, porque no quiero tener que medicarme contra lo que tengas.

Weston me mordisqueó la oreja.

—¡Au!

—Cierra el pico. Yo también tengo reglas.

—¿Reglas? ¿Qué reglas tienes tú?

—No esperes que me quede después. Te corres. Me corro. Me marcho. En ese orden. No se habla a menos que sea para decir lo mucho que te gusta mi polla dentro de ti. Y no te quites los taconazos. Ah, y si consigo que te corras más de una vez, mañana tendrás que llevar el pelo recogido.

Estaba tan excitada que ni siquiera me paré a pensar en lo que accedía a hacer. Deseaba… lo deseaba a él. Ya.

—De acuerdo —murmuré—. Ahora entra y acabemos con esto de una vez por todas.

Weston me quitó la llave de la mano y abrió la puerta. Me condujo sin cuidado y me empotró contra la pared. Apenas habíamos entrado en la habitación y ya me tenía con la mejilla pegada a la pared.

—Sácamela —gruñó.

Odiaba que me mangonearan, sobre todo él.

—¿Tú te crees que soy Houdini o qué? Tendría que girarme para hacerlo.

Weston tenía el pecho pegado a mi espalda, por lo que se separó un poco retrocediendo medio paso para que pudiera volverme. Envolví la mano en torno a la erección bajo sus pantalones y apreté con fuerza.

Weston siseó.

—Te la sacas tú —gruñí.

Una sonrisa malvada se expandió por su cara. Se desabrochó los pantalones y se bajó la cremallera. A continuación, me agarró la muñeca y me metió la mano en sus calzoncillos.

Joder.

Su piel suave estaba caliente, dura. Gruesa. No había estado tan excitada en mi vida. Aunque no pensaba decírselo. Controlé las emociones que bullían en mi interior antes de mirarlo a los ojos y sacudírsela.

Los ojos de Weston brillaron. Se humedeció el labio inferior y dijo con voz tensa:

—Ya estamos en paz por haber cargado la cena y las bebidas a mi cuenta.

Fruncí el ceño. No sabía a qué se refería; de repente, me agarró la blusa con las dos manos y tiró. El tejido se desgarró y más de un botón salió volando.

—La blusa vale cuatrocientos dólares, capullo.

—Pues entonces tendré que pagarte más cenas.

Me manoseó los pechos con las manos. Usó los pulgares para bajarme las copas del sujetador de encaje y dejarme los senos al descubierto.

Weston me pellizcó uno de los pezones con fuerza y observó mi reacción. Una chispa de dolor me sacudió, a pesar de querer negarme a darle la reacción que buscaba.

—¿Se supone que eso tiene que doler? —lo provoqué.

Él gruñó y agachó la cabeza para chuparlo. Aferró el dobladillo de mi falda con una mano y tiró de él para remangarme la parte delantera hasta la cintura.

—¿Estás húmeda para mí, Fifi?

Si buscaba una respuesta, no me dio tiempo a dársela. Antes de poder contestarle con ironía, levantó el borde de mis braguitas y metió los dedos bajo la tela, acariciándome arriba y abajo una vez antes de introducirse en mí de forma inesperada.

Jadeé y una mirada de satisfacción cruzó su expresión. El muy cabrón lo había conseguido: había logrado que perdiera el control y que reaccionase a sus caricias. Era como si ambos fuéramos plenamente conscientes de que me llevaba ventaja.

—Estás empapada. —Me masturbó una vez y repitió el movimiento—. Llevas así desde el avión, ¿verdad, señorita provocadora?

Estaba tan tensa que me daba la sensación de poder correrme solo con su mano y nunca me había pasado. O por lo menos no con Liam.

Liam.

Qué cabrón.

Que le jodieran a él también.

Aumentaron tanto el cabreo como la excitación que me recorrían. Era incapaz de centrarme en otra cosa que no fueran las sensaciones que me provocaba la mano de Weston y se me olvidó que yo envolvía su erección entre los dedos.

Apreté.

—Saca el puto condón ya.

Weston apretó los dientes. Metió la mano en el bolsillo y logró sacar uno de la cartera. Se llevó el envoltorio a los dientes y lo rasgó.

—Date la vuelta para no tener que mirarte a la cara.

Apartó la mano entre mis piernas y me giró hasta ponerme otra vez de cara a la pared.

Lo miré por encima del hombro.

—Más vale que valga la pena.

Se colocó el preservativo y, a continuación, lanzó el envoltorio al suelo.

—Inclínate. —Hizo presión en mi espalda para conseguir que me doblara por la cintura—. Agárrate a la pared porque, si no, vas a golpearte la cabeza contra ella.

Me levantó la parte trasera de la falda y envolvió mi cintura con la mano al tiempo que me alzaba hasta estar de puntillas. Yo tenía las manos sobre la pared, separadas, con las palmas húmedas a causa de la anticipación. Un sonido resonó en la habitación. Lo oí antes de sentir el picor en el culo.

—¿Pero qué…?

Antes de poder acabar la frase siquiera, Weston se introdujo en mí. El movimiento repentino y brusco me dejó sin aire. Se había internado hasta el fondo, así que tuve que separar más las piernas para aliviar la punzada de incomodidad que me acometió. Sentía las caderas de Weston pegadas al trasero y su incipiente temblor.

—Qué estrecha —gruñó—. Muy estrecha.

Desplazó la mano que tenía en mi espalda a la cadera y me clavó los dedos en la piel.

—Ahora sé una buena chica y dime que te gusta, Fifi.

Me mordí el labio y luché por controlar la respiración. Era lo mejor que había sentido en mucho tiempo, aunque solo hubiese sido una embestida. No obstante, no pensaba admitirlo en voz alta.

—Pues no. Por si no lo sabías, follar normalmente implica movimientos de entrada y salida. No basta con quedarse quieto.

—¿Eso quieres?

Me incliné hacia delante y volví a empujar hacia atrás, acogiéndolo de nuevo en mi interior. El gesto provocó que un dolor de lo más placentero me recorriese de pies a cabeza.

—Cierra el pico y muévete —le ordené.

Weston gruñó y me agarró la melena. Pegó un buen tirón y no la soltó mientras me embestía otra vez y volvía a parar.

—Joder, cómo meneas el culo. Tendría que dejar que lo hicieras tú todo mientras me quedo mirando.

—¡Lockwood!

—Sí, señora. —Y se rio.

Por fin se calló y se puso manos a la obra. Fue un polvo rápido, duro, desesperado, en caliente, pero me gustó muchísimo. Creo que jamás me había excitado tan rápido, o por lo menos no en el año y medio en que el señor Rogers me había estado «haciendo el amor».

Al pensar en Liam, canalicé toda esa rabia hacia el hombre que me estaba destrozando por dentro. Aunque Weston no había vuelto a pararse, empecé a moverme con él, a recibir cada estocada con ansia. Me dejé ir cuando deslizó una mano hacia delante para frotarme el clítoris.

Normalmente me costaba llegar al orgasmo. Era como conducir un coche por el circuito de las 500 Millas de Indianápolis con la esperanza de llegar antes de que el compañero se quede sin gasolina. Hoy, sin embargo, no. Hoy mi orgasmo fue más bien como un choque antes de haber completado la primera vuelta siquiera. Me sobrevino con una intensidad inesperada y mi cuerpo se sacudió al tiempo que dejé escapar un gemido a voz en grito.

—Joder. —Weston aceleró sus embestidas—. Cómo me aprietas. —Se introdujo una, dos, y a la tercera vez, soltó un rugido y se introdujo en mí hasta el fondo. Mi cuerpo lo ceñía tanto que sentí sus tirones mientras se vaciaba en mi interior, incluso a través del preservativo.

Nos quedamos así un buen rato, jadeando y tratando de controlar la respiración. Los ojos me picaban debido a las lágrimas. Había acumulado tanta rabia y frustración este último mes que ahora sentía como si el corcho hubiese salido disparado y todo estuviera a punto de salir a borbotones. Joder, qué momento más oportuno. No pensaba dejar que Weston fuese testigo de lo que notaba que estaba a punto de sobrevenirme, así que me tragué el nudo en la garganta e hice algo que me resultaba natural siempre que estaba con él: comportarme como una estúpida.

—¿Hemos acabado ya? Si es así, puedes irte.

—No hasta que me digas lo mucho que te ha gustado que haya estado dentro de ti.

Intenté incorporarme, pero Weston estiró los dedos entre mis omóplatos y me retuvo.

—¡Deja que me mueva!

—Dilo. Di lo mucho que te encanta mi polla.

—No pienso hacerlo. Y ahora suéltame antes de que grite y los vigilantes del hotel vengan corriendo.

—Cielo, te has pasado los últimos diez minutos gritando. No sé si te has dado cuenta, pero parece que a nadie le importa una mierda. —Sin embargo, salió de mi cuerpo y me ayudó a incorporarme.

Habría sido mejor que se hubiese retirado y me hubiese dejado allí de pie, con el aire frío sustituyendo el calor que emanaba de su cuerpo. En lugar de eso, en cuanto se aseguró de que no iba a perder el equilibrio, me recolocó la falda.