Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Roma nos permite ser voyeurs de nuestra propia historia. De las tumbas de los etruscos a la mundana Via Veneto, de Nerón a Pasolini, pasando por Caravaggio, Bernini, Borromini y Winckelmann —con escala española en Alberti, Zambrano o Gaya—, este es un libro que se propone juntar de nuevo las piedras de una mampostería eterna para contarlo todo otra vez de la ciudad que lo sabe todo. Una misión enloquecedora, saltando de siglo en siglo, con un ojo puesto en la Roma urbi y otro en la Roma orbe, uno en las reliquias de los santos y otro en los torsos desnudos de las estatuas, uno en la confusión y otro en la calma, en un viaje por la ciudad donde, como en un arca de Noé, se han salvado todas las historias de la historia, y que es la culminante demostración de que el ser humano ha conocido la belleza. Desde una personalísima y poliédrica perspectiva, Juan Claudio de Ramón ofrece, con erudición y la emoción del extranjero que se descubre romano, un mosaico de hechos históricos, anécdotas, curiosidades, gastronomía y calas literarias y artísticas en distintas épocas. Roma desordenada es el apasionado relato del viajero que, felizmente cautivo, se torna habitante de una de las ciudades más conocidas y, sin embargo, por inabarcable, desconocidas del mundo. Y es que «decir que todos los caminos llevan a Roma es menos exacto que decir que de Roma salen todos los caminos». «Un delicioso festín romano, para disfrutar mejor de nuestra ciudad madre». Fernando Savater «No hay nada igual en el mundo a Roma y este formidable libro es un gran pasaporte para pasarlo bien en la ciudad».Luis Alberto de Cuenca, RNE «Un libro que estaba esperando a su autor. Esta Roma desordenada cumple con todas las promesas de felicidad que los viajeros del mundo hemos asociado a las palabras Italia o Roma».Ignacio Peyró «Un libro con observaciones penetrantes de una mente curiosa, culta y sensible, con un buen estilo».Javier Gomá «Cada generación debe descubrir su Roma y la ciudad es tan gigantesca que sólo se puede abordar como se hace aquí primorosamente, como un caminante que recoge cuanto la sale al paso, de manera desordenada».César Antonio Molina «Sin duda, Juan Claudio de Ramón tiene todas las llaves que abren los palacios de Roma. Y este libro lo demuestra».Karina Sainz Borgo, ABC«Deslumbra y encanta por la belleza de su prosa, el rigor y precisión de su escritura, la vivencia del espacio y el tiempo que trasmina, la abundante documentación bien asimilada que recoge y la intrahistoria personal que a todo ello une». Jaime Siles Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 437
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Edición en formato digital: abbril de 2022
En cubierta: fotografía de © Carlos Spottorno
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Del prólogo, Ignacio Peyró
© Juan Claudio de Ramón, 2022
© Ediciones Siruela, S. A., 2022
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19207-67-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Prólogo La felicidad de Italia
Introducción Roma, cosa aparte
Roman yellow (los colores de Roma)
Cosas inmortales. Notas sobre Goethe
Tres estatuas
En Roma no hay cafés
Maneras de mirar el Panteón
Ciudad de ángeles
Las otras escaleras de Piazza di Spagna
El idiota que viaja (a Roma). Notas sobre el turismo
Mi paseo solitario por el EUR
Bramante, o el vuelo de Ícaro
Misión Apolo. Notas sobre Winckelmann
Ragazza magica: Rafael y la Fornarina
La invención de la carbonara (o comer en Roma)
Villa A.
La playa desierta. Notas sobre Via Veneto
Campo de’ Fiori, donde el fuego ardió
Sabina, Aventino
En casa de quien ya sabe usted. Notas sobre Mario Praz
Achicar el agua: las fuentes de Roma
El primer rey
¡A las tumbas, a las tumbas! Notas sobre los etruscos
Después de Moro
Romanesca
Pontifex Max
Marinero en Roma
Llegar es volver (Via Appia)
Historia de Roma en seis citas
Me he caído por estas calles. Notas sobre Caravaggio
Una noche en Pigneto. Notas sobre Pasolini
Il degrado
Un amor de Chateaubriand
Campo de Venus
La Casa de Oro
Pedro y Pablo
Colinario
Barrios vividos
Los pinos de Roma
Viaje en autobús por las murallas
El deber del comandante Kappler
¿Quién mató al Tíber?
Hecha de ladrillo
Un abeto en Piazza Venezia
Fui varias veces a buscarte al Greco. María Zambrano y Ramón Gaya
Utopías urbanas I: la Garbatella
Utopías urbanas II: el Corviale
Garibaldi: polvo en el poncho
El Ghetto
Gótico, asignatura pendiente
Suburra
Bernini versus Borromini
El que pesa y el que vuela: dos palacios
Cosas hechas. Notas sobre Augusto
Er commedione. Un poeta romano
Tempus edax rerum (paisaje con ruinas)
Ante Christum
Formas de mirar San Pedro
A. M. D. G.
Roma capital
Trasnoche en el Trastevere (la vida es saco)
Canova o la ternura
Cuando el mundo se hizo cristiano
Jardines de Velázquez
Esquilino sin moraleja
Via Margutta
Roma medieval
Vida de palacio
Problemas de sostenibilidad en el Testaccio
Coliseo, barco fantasma
El emperador está bien. En Villa Adriana
La vida siempre es dulce. Ennio Flaiano en Fregene
Epílogo Madre de todos los ruidos
Un largo ferragosto. Roma, entre febrero y julio de 2020
Guía de lectura
Agradecimientos
El doctor Johnson dejó dicho, según transcripción de Boswell, que el hombre que no conoce Italia es siempre consciente de una inferioridad; de la lectura del libro de Juan Claudio de Ramón lo que inferimos es que no se puede vivir en Roma sin ser consciente de un privilegio. Y debe de ser un privilegio muy alto, a juzgar, desde luego, por las almas selectas que ha atraído: el poeta John Keats se hubiera contentado —según dice en uno de sus sinuosos sonetos— con no ver «más verdores» que los de su verde Inglaterra y con no sentir más dulzura que la de sus «dulces hijas». Sin embargo, mientras proclama su amor como una lealtad por el solar nativo, se reconoce al mismo tiempo «languidecer» por «los cielos de Italia», con un corazón que clama por no hallarse sentado «en el trono de los Alpes». Como recuerda Juan Claudio de Ramón, Keats llegaría a Roma para ya no salir de ella. Pero el privilegio de vivir allí puede medirse aún mejor por las envidias y censuras que ha generado al largo del tiempo, en atención a esa «reputación pagana, ligeramente irreverente» que, en opinión de Barzini, han tenido en el mundo las cosas de Italia. Así, en los viajes en teoría formativos a Roma de los petimetres del XVIII y del XIX, se cometían «muchas locuras de las que toda una vida no basta para arrepentirse», entre ellas la de darse a «vinos extranjeros y putas extranjeras», todo ello tras, horresco referens, «besar los pies del papa». Incluso John Ruskin, poco sospechoso de antipatías itálicas, criticará a todos aquellos, viajeros o estables, «que no piden más de este mundo ni del otro si arrancan un racimo de la parra con sus propias manos y una muchacha de ojos negros les sirve el falerno». Roma, Italia: vidas dulces, «un romance pagano bajo las estrellas». De estirpe tan puritana, el poeta Milton no podía menos que examinar con detenimiento los motivos por los que Italia le tiraba del corazón: tras recordarse que Saturno, una vez destronado, elige el Lacio como asiento, el poeta se revuelve contra censores y envidiosos y se reafirma en que Roma en particular e Italia en general no eran «el receptáculo general de los vicios», sino «la base de la civilización». Y bendito sea Milton, capaz de volver las cosas a su cauce justo, porque de esos diálogos romanos e italianos con el mundo nos iba a venir todo o casi todo, de las porcelanas de Wedgwood hasta Poussin y Lorena, del endecasílabo al helado, cierta arquitectura americana o una luz de Villa Medici en Velázquez. En apenas una semana, yo mismo pude pasar de contemplar el Tempietto de Bramante con Juan Claudio de Ramón a visitar la Radcliffe Chamber de Oxford y comprobar hasta qué punto Roma es para tantas cosas el primer minuto del big bang.
Vergüenza genuina o cortesía formularia de autor, Morand en su libro sobre Venecia y De Ramón en su libro sobre Roma expresan el mismo miramiento: cómo atreverse a añadir más libros a la bibliografía ingente de sus ciudades-mundo. Los lectores agradecemos la reticencia, pero no hacía falta: si, como quería Costa i Llobera, ma pàtria filla és de Roma, debemos volver a ella una y otra vez con piedad filial —virtud romana, por cierto, donde las haya—. Pero, ante todo, uno piensa que Roma no terminará de decirse mientras haya quien la ame y la diga como Juan Claudio de Ramón, a quien esta ciudad y este libro, simplemente, parecían estar esperando. He tenido el honor de prologar otros libros: en pocos como en este he tenido la sensación de ser un incordio, el guía que con su cháchara se interpone ante el disfrute; solo el celo de atenerme con pulcritud a lo pedido ha evitado que empiece con un ruego: «Querido lector, no te entretengas aquí. Vuelve luego si quieres. No te prives ni un minuto más de la felicidad que este libro va a depararte».
Porque sí: los foráneos siempre hemos asociado Roma e Italia a una cierta felicidad, y este libro, capaz de hacerme olvidar la hora de la cena, cumple con todas sus promesas. Se me dirá que hay algo personal: que soy amigo del autor, que estoy sensible porque pronto me trasladaré a Roma, que vivo en un país —Inglaterra— unido a Italia por el Grand Tour. Ninguna de estas cosas es mentira: incluso estoy aprendiendo italiano. Pero si nada de esto ocurriera, la situación me temo seguiría siendo parecida: hay que tener muy poca alma para avanzar por estas páginas sin mirar de reojo cómo van los precios de los vuelos a Fiumicino. Porque tal vez el libro le haga a uno postergar la cena, pero a cambio deja todas las ganas de este mundo de un poco de sol y un gelato allá en Roma.
Me gusta pensar que este es un libro de paseos, no de viajes: el libro de alguien que ha vivido allí, no que ha viajado allí. Aquí hay mucha caminata de sábado, muchos trayectos al trabajo, cenas con amigos, viajes —en Roma, frustrantes— en autobús; toda esa materia que constituye la vida diaria y que en Roma parece tener una dosis extra de belleza y desorden. Es un libro con mucho tiempo y mucho kilometraje dentro, y a la vez marcado sutilmente por la conciencia de que —como todos los destinos diplomáticos— el fin está a la vuelta: si este libro fuera un pranzo, sería una comida espléndida seguida, como es costumbre en Italia, por la leve corrección de un amargo que, de alguna manera, reafirma la congruencia del conjunto.
Ojalá cada destino de Juan Claudio de Ramón —y eso incluye Madrid— dé para un libro: de momento, tras Canadiana, vamos muy bien, y eso lo agradecerá una literatura diplomática que debe continuar la bella tradición. A la vez, como decíamos, se hace difícil no pensar que este libro —esta ciudad— le estaba esperando al autor, no ya para hacer de él un hombre feliz, sino para darle la alternativa de magnífico escritor. Y eso no es solo la calidad fuera de lo común de una prosa, sino la capacidad de darnos algo vivo: este libro es de verdad, de una verdad apasionada, a veces casi arbitraria como son nuestros adentros, y De Ramón camina por Roma con esa mild frenzy que Barzini adjudica a los foráneos nada más asentar plaza italiana. Nuestro autor se enamora de la Fornarina, clama contra el Ayuntamiento, establece jerarquías particularísimas a fuer de vividas, le vemos contento de la vida ante el peligro de «convertirse en local». ¿Algunos paisajes preferidos? Ahí van los míos: Aldo Moro. Chateaubriand. Los colores de Roma. Praz (no solo por la dedicatoria). Barrios vividos (magnífico). La grappa con el príncipe Borghese (maravillosa). El EUR: ese «epílogo que se quiso prólogo». Como toda enciclopedia personal, esta Roma desordenada, estoy convencido, tiene algo de partitura que cada lector puede cantar o arreglar a su manera. Una nota de lectura tan solo: a ver si están ustedes de acuerdo conmigo en que este libro italiano es también un libro muy español.
Se ha hecho la observación de que, nada más cruzar la frontera con Italia, era típico entre austriacos y alemanes buscar el primer lugar que pudieran para comprar unas botellas y darse al vino. Es algo sorprendente, toda vez que hay en Austria y Alemania vinos, más aún blancos, excelentes. Debe de ser un «efecto Italia», eso que el novelista Forster acuñó, de modo inmejorable, así: «El sortilegio de Italia estaba haciendo efecto sobre ella y, en lugar de adquirir conocimientos, empezó a sentirse feliz». Un aire de ese sortilegio, y de su felicidad, recorre este libro.
IGNACIO PEYRÓ
Para Magda, ragazza magica;
para Lola y Daniel, bimbi romani.
«... quam magna fueris integra, fracta doces».
Lo muy grande que fuiste, lo muestras en fragmento.
HILDEBERTO DE LAVARDIN, elegía romana
«En aquest llibre no es parla especificament de Roma. S’hauria allargat massa. Roma és una cosa a part i ha d’ésser vista —potser— com una cosa a part».
En este libro no se habla de Roma de manera específica: se habría alargado demasiado. Roma es una cosa aparte y creo que debe ser vista como tal.
JOSEP PLA, Cartes d’Itàlia
«Roma è une delle più complesse e venerabili scatole cinesi sulle quali possa esercitarsi con frutto e godimento lo spirito umano. Ci sono infinite Rome e, partendo da Roma, si può arrivare dove si vuole».
Roma es una de las más complejas y venerables cajas chinas sobre las cuales puede ejercitarse con provecho y goce el espíritu humano. Hay infinitas Romas y, partiendo de Roma, se puede llegar a donde uno quiera.
SILVIO NEGRO, Roma, non basta una vita
«Tuttavia Roma è la mia città. Talvolta posso odiarla, soprattutto da quando è diventata l’enorme garage del ceto medio d’Italia. Ma Roma è inconoscibile, si rivela col tempo e non del tutto. Ha un’estrema riserva di mistero e ancora qualche oasi».
Con todo, Roma sigue siendo mi ciudad. A veces puedo odiarla, sobre todo desde que es el enorme garaje de la clase media italiana. Pero Roma es incognoscible. Se revela con el tiempo, y no del todo. Tiene enormes reservas de misterio y todavía algún oasis.
ENNIO FLAIANO, La Fiera Letteraria, n.º 5, 14 de marzo de 1971
«Sucede con Roma que parece estar enteramente abierta, enteramente visible y presente, que, nada más llegar a ella, Roma está ahí ya, como preparada para ser recorrida, para ser vista, para ser abrazada. Mas, cuando el viajero o el pasajero —o el peregrino, más bien— se detiene, comienza a darse cuenta de que Roma es hermética y secreta, de que verla como la suele ver, así presente toda ella, es verla en realidad como una fotografía de sí misma, que a veces se abre. Y para ese turista distraído o romano inclusive confiado, que cree conocer y vivir su ciudad, se puede abrir una grieta, un intersticio, un vacío».
MARÍA ZAMBRANO, «Roma, ciudad abierta y secreta», en Diario 16, 2 de junio de 1985
«Roma ti fa perdere ’nu sacco ’e tempo». Ti diconcentra».
JEP GAMBARDELLA, La grande bellezza (Paolo Sorrentino, 2013)
El privilegio del viajero es ver por vez primera. Se podría creer que tal cosa no es posible en un planeta pisado palmo a palmo, y que, por ello, ya no hay viajeros y solo quedan turistas. Turista es un viajero privado de la emoción de descubrir. Pero todos viajamos la primera vez que se llega a la costa para ver el mar o a la montaña para tocar la nieve, en nuestros primeros paseos por el campo o incursiones al centro de la ciudad. Cada cual en la niñez repite la experiencia de cartografiar un mundo virgen. Y si esnob es dárselas de viajero, empieza a resultar de un esnobismo opuesto dárselas solo de turista, como si no quedase en la tierra un lugar capaz de convocar nuestra atención, indicio de ineptitud para hacer eso tan sencillo y tan difícil que es mirar.
Hay, aun así, un lugar donde ver el mundo con ojos que creen haberlo visto todo presenta dificultades. Los mapas marcan ese lugar con el nombre de Roma. Una ciudad que sin conocer, creemos conocer, pues su imagen coloniza la mente mucho antes de traspasar su umbral. La hemos visto miles de veces en fotografías, libros ilustrados, películas, camisetas, tazas, llaveros o monedas (no es difícil llevar encima el Coliseo si el azar nos mete en el bolsillo una moneda de cinco céntimos de euro acuñada en Italia). De las descripciones de Dionisio de Halicarnaso a los selfis del turista moderno, pasando por los Mirabilia urbis del peregrino medieval, la mirada humana se conoce Roma de pe a pa. Si la Biblia es el Libro con mayúscula, el libro de libros, urbs, ciudad en latín, no puede ser otra ciudad que Roma, ciudad por antonomasia, ciudad fundadora de ciudades.
Quizá por ello los primeros años me vedé la frívola tentación de escribir sobre Roma. Buscaba evitarme el ridículo de descubrir mediterráneos en cada plaza, cuesta o museo. Mi timidez ocultaba una dosis de jactancia: me resistía a formar parte del manido guion en que Roma hace de ciudad fascinante, y yo, de fanático de la cultura, azotacalles intelectual, «soltero del arte», que diría Proust, obsesionado por encontrarla. Literaturizar la ciudad de nuevo parecía un disparate. Es algo que ya habían hecho muchos y grandes nombres de la inteligencia y el arte. Goethe, Madame de Staël, Stendhal, Chateaubriand y Zola; Boswell, Dickens, Wilde y Vernon Lee; Hans Andersen, Schopenhauer y Gógol; Melville, Hawthorne, James y Edith Wharton; también Byron y Shelley (no así Keats: sus días en Roma fueron póstumos). En representación de Italia, por citar mínimos nombres que son máximos: Petrarca, Leopardi, el Belli, D’Annunzio, Fellini, Morante, Moravia, Pasolini, Carlo Levi o Ennio Flaiano. No es que, por lo demás, la literatura romana de las deidades de la cultura europea sea la mejor. Con la excepción de Stendhal, las páginas más interesantes sobre la ciudad se deben a hombres y mujeres con poca o ninguna fama, inspirados por lo que ven y no por el deseo de ver, lejos de las ensayadas efusiones del granturista de turno. Toneladas de papel, en todo caso, me aconsejaban silencio. No me creía capaz de esquivar el adjetivo industrial y la imagen ajada, en una ciudad obesa de siglos, etiquetada con miles de citas. Meandros exculpatorios como estos son ya un recurso gastado: «Nada más aburrido en el mundo que leer una descripción del viaje a Italia, salvo, quizá, escribir una», decía Heine antes de ponerse a escribir la suya.
También yo tenía miedo de aburrir.
Con el tiempo, un diccionario personal de la ciudad empezó a pesarme en la cabeza. La idea de sustituir la imagen brumosa por una más nítida adquirió el espesor de los deberes. Los géneros están para practicarlos, y acaso lo único más risible que escribir un nuevo libro de impresiones romanas es no escribir un nuevo libro de impresiones romanas cuando la vida presta la ocasión. Me dije que yo no era el primero, tampoco sería el último en echar una palada más de palabras sobre Roma. Me propuse el reto de buscar las mías.
Tomé precauciones.
La primera fue negarme a ver fantasmas, tentación habitual del escritor de viajes. Escribir, como nuestro buen Castelar, cosas del tipo: «Todavía se oye la ninfa Egeria en la caverna de Numa» o «aún las sombras de los tribunos andan errantes por el Aventino» o «era su nariz como la de Calpurnia», etcétera. La segunda fue no intentar ser original. Visité y leí, leí y visité al dictado de la tradición. Perderse por una ciudad puede que sea muy romántico, pero yo prefiero las visitas con guía y en Roma conviene sacar las entradas con tiempo. La tercera fue armarme de paciencia. Así como los libros traen más libros, cada visita en Roma traía más visitas, expediciones sin fin por una ciudad que me parecía imposible de circundar. Conducido de una piedra a otra, fui sepultado por un dramatis personae sin final aparente. Roma se hizo sinónimo de frustración. Sensación tipiquísima: de la Ciudad se ha escrito que es «un obituario del pasado», «una máquina de remontar el tiempo», en busca de un elusivo estrato originario. No basta una vida para conocerla, advierte Silvio Negro, que la compara a un bargueño de innumerables gavetas. Entendí por qué Josep Pla, en su libro de viajes por Italia, renunció a incluir un capítulo sobre Roma, ciudad que visitó con cierta frecuencia (en el Caffè Greco se conserva el original de una de sus cartas). En el prólogo de aquel tomo se lee: «En aquest llibre no es parla especificament de Roma. S’hauria allargat massa. Roma és una cosa a part i ha d’ésser vista —potser— com una cosa a part». Roma es cosa aparte, sí. No exactamente una ciudad; tampoco un museo, como sugiere el tópico. Más bien el arca de Noé de todas las historias de la cultura europea, el lugar donde, bajo el limo del Tíber, se ha salvado del diluvio el registro de la novela colectiva de Occidente. Solo en Roma, escribe Quevedo, «lo fugitivo permanece y dura»; decir que todos los caminos llevan a Roma es menos exacto que decir que de Roma salen todos los caminos.
Este libro no es una guía. Es una relación desordenada de amores topográficos y las historias que evocan. Cosas pensadas, vividas o leídas en Roma. Me gustaría que su lectura traslade al lector la sensación que tuve mientras fatigué sus calles: no ya la de que la ciudad es la culminante prueba de que el hombre ha conocido la belleza, cosa patente, sino la de que Roma es algo así como el kilómetro cero de nuestra cultura; un aleph a nuestro alcance, desde donde contemplar el universo, a través de una multitud de túneles y pasillos, algunos a la vista, otros secretos o semiescondidos, como en uno de esos extraños grabados de Piranesi, si Roma no fuera lo contrario de una cárcel. Para atravesar este complejo sistema de galerías, el mejor método es el desorden. Roma no es como otras ciudades milenarias, donde, tras una capa de maquillaje moderno, yace la fisonomía primigenia de la ciudad. Roma tiene múltiples rostros, todos reales, todos contemporáneos. La Roma antigua, en cuyas ruinas vivaqueamos; la Roma papal, que recuperó su prestigio amontonando mármol en palacios e iglesias; la Roma fascista que la atraviesa con gélida geometría; la Roma de la periferia, centro genuino de la ciudad donde viven los romanos. Tras examinar estas cuatro ciudades se pueden descorrer otras gavetas: la casi extinta Roma medieval; la Roma judía, desahuciada y conmovedora; la Roma nacionalista de la Unità, que quiso ser París y fracasó; la Roma de La dolce vita, efímera capital de la mundanidad internacional.
La ciudad es, en un sentido bastante literal, una jungla. Afección típica de quien vive en ella es el estrabismo: se mira con un ojo lo sacro y con otro lo profano, con uno las reliquias de santos y con otro los torsos desnudos, con uno profetas y con otro sibilas, con uno la Roma urbi y con otro la Roma orbi, con uno confusión y con otro calma, con uno geometría y con otro desorden. Una ciudad que solo se ofrece en fragmento, como escribió Hildeberto de Lavardin, obispo poeta que la visitó en 1101, cuando la urbe, que frisaba quince siglos y era una aldea insalubre, contaba su grandeza a través de sus pedazos. Con los fragmentos que tuve tiempo de acopiar, apuntalé este libro.
Unos estudiantes de Bellas Artes tomaban apuntes esta mañana en el mercado. De reojo, he visto en el taccuino de uno de ellos los tonos en acuarela del modesto rincón de Campo Marzio donde nos hallábamos: giallo chiaro, rosso bruno, ocra, etcétera. Eran como entomólogos cazando mariposas. Pero mariposas hay de muchos tipos, y colores en Roma, en realidad, solo dos, aunque de infinitos matices: naranjas y blancos pugnan por adueñarse del abanico cromático, intercambiándose a veces el papel. Me explico. La otra noche, al cruzar Piazza Navona de vuelta de una cena, a Magda y a mí nos fue imposible no clavar la mirada en la fachada de Santiago de los Españoles, desnuda del andamio que durante meses la ha cubierto con un anuncio de perfume. Esta iglesia —históricamente española y regentada por una orden francesa— no suele recibir la atención de los historiadores, menos aún del turismo, pese a estar en la plaza más famosa del universo. Tampoco yo me había parado hasta ahora a inspeccionarla. De pronto, su renacida blancura, como una nieve de oro azulado, me hizo verla por primera vez. Me chocó prefirir su sobria elegancia al alabeo barroco, borrominiano, a pocos metros, de Santa Inés. Pero he aquí la sorpresa. En Ayer, hoy y mañana, la comedia que Vittorio de Sica rodó con Mastroianni y Loren, y cuya picante trama sucede en una buhardilla con vistas a Navona, el exterior del templo no es blanco sino naranja, a tono con el resto de la plaza, rectángulo disfrazado de óvalo, dominada por ocres. También el Palazzo Pamphili, hoy Embajada de Brasil y pintado del blanco aturquesado que da el polvo de travertino, tenía la fachada, en la cinta de 1963, del mismo color naranja intenso, como de calabaza.
La rivalidad entre el blanco y el naranja se prolonga por toda Roma, repartiéndose las fachadas de los edificios. La casa en la que vivimos es de color albaricoque; la palazzina gemela, de azul muy claro, como recién nacido. El blanco, que no es el recio enlucido de los pueblos del sur de España, sino el del lino o la tiza, ejerce su gravedad sobre los palacios; viviendas y oficinas usan naranjas, ya pasteles, ya saturados (como en la fotografía de la inepta película romana de Woody Allen). A veces se acepta la región neutra de los rosa pálido o vainilla. En la periferia, la dulzura desfallece y se impone un tono mostaza más feo, seguramente más barato. Desde el balcón del Palazzo Borghese —cuyo atrio, tras una restauración, ha cambiado el amarillo sucio y terroso por un blanco merengue y apergaminado— puedo ver, más allá de los balaustres, revoques de cuatro edificios en cuatro tonos sutilmente desiguales: un rosa senescente, algo que una revista de moda llamaría nude, ámbar y albero. El color que se tiene no siempre es el que se tuvo. Cristian, mi amigo arquitecto, me explica que laSoprintendenza Speciale Archeologia Belle Arti e Paesaggio di Roma se encarga, como una jefa de maquillaje, de que en la ciudad impere un escrupuloso código cromático. La regla —y debe de ser la única sacra en una ciudad que tiende a la anomia— admite dos casos: mantener el color actual o volver al primitivo. Lo que deriva en acaloradas polémicas entre arquitectos, urbanistas e historiadores sobre la paleta de colores originaria. En el casco histórico, donde las calas llegan a revelar diez capas de pigmento, la pesquisa es casi detectivesca y puede desatar el pasmo. Suele suceder que al retirar el andamio, lo que era naranja es blanco, como si la ciudad huyera de los colores toscanos y volviera a la blancura pontificia. Así pasó con el Palazzo del Quirinale o la Galleria Borghese, que tras largos trabajos reaparecieron al público blancos como el solideo de los papas.
El pensamiento contemporáneo acerca del color lo supone un continuo. Un color no existe de un modo concreto, está en tránsito. «Es difícil escapar a la convicción de que los colores no son más que un espectro de nombres», dice De Azúa en su Diccionario de las artes. Pero la lengua corriente dispone, a lo sumo, de decenas de palabras, y cientos no bastarían para nombrar los distintos matices del rojo. Como aquellos estudiantes, paseo por Roma dando un nombre a cada acento cromático de eso que la industria de la decoración se conforma con llamar Roman yellow: beis, paja, canela, gualdo, sepia, rosa cuarzo. También el gris jabonoso del travertino, piedra de la ciudad. Dar nombres a las cosas es la manera de prestarles atención. Quiero grabar en mi recuerdo esta paleta antes de que la rueda gire y sea despachado a una ciudad de tonos depresivos. No falta mucho. «No te olvides del azul del cielo y del verde de los pinos», comenta Magda, con razón.
El granturista por excelencia es Goethe. Su viaje a Italia no fue el primero ni el último, pero permanece en la memoria colectiva como la estancia italiana canónica: juvenil, formadora y moderadamente prostibularia. Famoso en toda Europa gracias al Werther, a primeros de septiembre de 1786 abandonó la pesadez protestante de Weimar, donde fungía de consejero áulico del duque Carlos Augusto. Viaja de incógnito, bajo el alias de Jean Philippe Möller, agente de comercio. Cincuenta y seis días más tarde se registra como Filippo Miller, pintor, en el número 18 de Via del Corso, hoy como ayer arteria principal del centro de Roma. Llega con dos propósitos: escribir obras cuyos derechos ya ha vendido y conceder al cuerpo alegrías galantes que no obtenía en Weimar de cierta dama de corte, incapaz, escribe, de «percibir los infinitos matices que median entre la puta y la diosa».
Una placa lo recuerda: In questa casa immagino e scrisse cose immortali Volfango Goethe. La residencia de artistas donde se alojó dos años —tiempo suficiente para hacerse católico en materia de costumbres— es hoy un museo donde se exhiben las viñetas que el acuarelista Tischbein, compañero de habitación, dejó de la estancia romana del vate. Vemos a Goethe y compinches repantigados en el sofá, partidos de risa; comentan la trapisonda de la víspera en la taberna del Moro, o del Lupo o del Orso, donde tomaron clarete hasta las tantas; preguntan al recién llegado si ya ha presentado sus respetos al Laocoonte o visitado el Coliseo (a la luz de la luna, como era preceptivo entonces); quizá se informan del último asesinato a cuchilladas en el barrio, o de un pintor que hace retratos a buen precio. En otra lámina, Goethe se hace la cama. Un baúl, una pila de libros, cabezas de escayola por todo atrezo. Es la vida de un estudiante Erasmus de finales del siglo XVIII. En otra acuarela, vemos al escritor, en calzón, medias y babuchas, asomarse por una ventana. Contempla el fragor de la ciudad. «Roma es el único lugar del mundo para el artista, y no soy nada sino un artista». Debió de ser aquí y entonces, en esta ciudad, cuando Goethe resolvió su destino: ser un clásico. Adiós muy buenas a su coqueteo insincero con el Sturm und Drang, preludio del Romanticismo. El Corso, que bulle bajo sus pies —en la época un visitante anota «la moda de los italianos de pasearse»—, no ha cambiado mucho. Sigue siendo una calle ruidosa, cuya estrechez —ha sido a menudo observado— no casa con su enorme longitud. Ya no la pueblan curas, meretrices o espadachines, ni la bloquean princesas en carroza o comitivas de cardenales. Los turistas pueden seguir comprando, eso sí, corbatas baratas, vicio predilecto, al parecer, del amante romano de Oscar Wilde.
Goethe abandonó Roma dos años más tarde con lágrimas de exiliado. Tischbein tuvo aún tiempo de hacerle un retrato de cuerpo entero: recostado sobre unas piedras en la campiña romana, con el mausoleo de Cecilia Metella de fondo, vestido con guardapolvo color crema y un abultado sombrero de ala ancha. Sabemos que son las afueras de Roma, pero podría ser el Olimpo; sabemos que es un poeta alemán ocioso, pero se diría que es un dios. Le miramos y entendemos que Goethe ya ha decidido preferir el orden sin justicia de la Roma papal que la justicia sin orden que pronto reinaría en Europa. Aborrecer la revolución, vivir dentro del límite —«limitarse es expandirse»—, rehuir cualquier intemperancia del sentimiento; gozar de la vida sin afectación.
Sus diarios se convirtieron en el Italienische Reise, libro de viajes obligado para todo alemán que se adentrara en diligencia por el paso del Brennero, pendant del Corinne ou l’Italie de Madame de Staël para los franceses. Años más tarde publicaría sus Elegías romanas, versos picantes que turban a Herder y Schiller publica, aconsejando retoques. Europa arde en desmesuras de la ilusión política; él, devoto de la felicidad individual, vuelve a los brazos de una tabernera romana. La lectura de Catulo había dejado huella, no menos que las disipadas costumbres de la «tierra donde florece el limonero».
Contemplo aún: iglesias, palacios, ruinas, columnas,
cual juicioso hombre que con provecho usa su viaje.
Mas pronto todo se desvanece y un único templo queda,
el templo de Amor, que a los devotos acoge.
Solo en Roma fue feliz, dijo. Ayudando así a moldear otro perdurable tópico: que esta ciudad, dura y cruel para casi todos, es un lugar propicio a la felicidad.
(I)
Tiene su gracia que a la estatua más viva de Roma le falten los brazos, las piernas y la cabeza. Tal es la impresión que traslada a uno el Torso del Belvedere: la de querer saltar desde el plinto, echar a correr, apartar con los muñones al gentío y declamar, con ayuda de su musculado abdomen, un parlamento desde el balcón de San Pedro. La fuerza, la violencia incluso, atrapada en ese trozo de mármol no le pasó inadvertida a Miguel Ángel, que lo cita en el cuerpo de Jesucristo redentor de El juicio final en la capilla Sixtina. Sé que Rilke ante el torso de un Apolo en el Louvre escuchó un susurro divino: «Has de cambiar tu vida». De manera más prosaica, yo veo bordarse en el aire estas palabras: «Pierde seis kilos: escribirás mejor».
(II)
Al entrar en Santa Cecilia in Trastevere todo está teatralmente dispuesto para dirigir la mirada a Cecilia, sobrevolada por el baldaquino. Cuerpo de mármol, pero nadie podría dudar que cuerpo. Menudo, con sayo de ajusticiada; ligadas las muñecas; el rostro girado sobre la piedra, tocado por un pañuelo, para que solo veamos su nuca desnuda y en la nuca advertir que lo que parece un collar es en realidad el tajo del verdugo. Es la última estatua del cinquecento, terminada en 1600. La primera, en 1500, había sido la Pietà de Miguel Ángel. Las dos se concibieron para ser vistas de frente (aún no ha llegado Bernini), pero Maderno (Stefano, un muchacho de veintitrés años, hermano de Carlo, el arquitecto), al esconder el rostro de la santa, logra situarnos imaginariamente del otro lado. Y no hace falta visualizar su cara para saber que la mártir era hermosa. Esta indiscutible obra maestra es la escultura menos afectada, menos grandilocuente de cuantas hay en Roma, aquella que muestra que el Barroco no siempre necesita de artilugios para conmover. Si está muerta, ¿por qué siento que le haría daño al tocarla? ¿Es posible que Cecilia sobreviviera al tercer hachazo que según la leyenda hubo que descargar para partirle el cuello? Solo en esta iglesia, en mis años romanos, he experimentado un dulce deseo de juntar las manos y rezar. Más tarde, caminando por el Corso, me sobresalta la similitud entre el cuerpo de Cecilia y el de una mendiga en el suelo. Como un pececillo en un banco de arenques, me diluyo en la multitud, apretando el paso.
(III)
Cada siglo tuvo en Roma su cortesana predilecta, costumbre que cesó al suceder el Estado laico a papas y emperadores. Ninguna en el ottocento fue más festejada que Paulina Borghese, née Bonaparte. Para ennoblecer el apellido, Napoleón la dio en matrimonio al príncipe Camilo Borghese. No funcionó. Si, en una edad anterior, Julia comprometió el prestigio de su padre, Augusto, la licenciosa vida de Paulina no ayudó a abrillantar la honra de su hermano, emperador de los franceses (si bien regar Europa con danubios de sangre basta para arruinar una reputación). Parece que fue idea de Paulina posar desnuda para Canova como Venus victrix. Si no lo hizo —solo el rostro es realista, el torso se diría un arquetipo— no le importó que se dijera. O quizá se desnudó por el solo placer del nudismo, sabiendo que a Canova no le hacía falta, porque el escultor más famoso de Europa no tenía vocación de naturalista y no pensaba hacerla menos que perfecta. Tengo debilidad por esta escultura: menos por la mezcla de sensualidad y pudor (Paulina enseña y oculta) que por la estupenda chaise longue. Varios lugares en Roma presumen de haber hospedado la sesión de venusismo. Uno es el salón rojo del Palazzo Borghese, donde acudo a trabajar todos los días (es mi teoría favorita). Hay una foto famosa de Hitler y Mussolini en la que escudriñan a la princesa. Fue durante la visita del Führer de la Alemania nazi en 1938. Es una foto impresionante. Mussolini tocado con su ridículo fez y Hitler con su gorra de plato que le queda grande. Enfrente, Paulina, vestida con nada. El Duce se agarra al pasamanos, como garantía de no abalanzarse. Hitler se sujeta las manos azorado, con mirada lerda. Y todos entendemos quién tiene el poder ahí.
Desde que Angelo Moriondo patentara en 1884 su «nueva maquinaria de vapor para la elaboración económica e instantánea de bebidas de café», tras cada barra de bar en Italia luce una abultada cafetera industrial, prodigio a mis ojos indistinguible del motor de un coche de competición, con sus cilindros, bielas y pistones. En la cafetera espresso, el café no se infusiona: el agua se dispara a presión contra el grano molido. En virtud de este proceso, el líquido cae por la loza salpicado por una espuma de color avellana. Una entera rama de la lexicografía se ocupa del elenco de gustos y cantidades —espresso, macchiato, ristretto, cappuccino, corretto (con licor), con panna (con nata), etcétera—, que son la complicada ciencia del barista, que en Roma es otro tipo de sacerdote. El dominio de este vocabulario señala una aculturación completa. Si uno escucha pedir un macchiato al vetro o un cappuccio (pronunciado ‘capucho’), está en presencia de iniciados. Del cappuccino hay que saber, por lo demás, que no es italiano, sino vienés: nació kapuziner, en homenaje al sayal del fraile que, dicen, lo inventó. Por ser lo más parecido al «café con leche», los españoles piden cappuccinos en cantidades gigantes. Mis primeras semanas en la ciudad, yo lo pedía scuro: con poca leche. Alguien tuvo la cortesía de corregir mi pronunciación de la ese líquida; lo que estaba pidiendo en realidad era un cappuccinooscuro: un capuchino misterioso.
Si modos de catar café hay muchos, no ocurre así con los locales que por metonimia se llaman igual: en Roma hay muy pocos. Hablo de esos santuarios laicos a los que el nombre de cafetería degrada: el lugar donde pararse, que diría Ramón Gómez de la Serna, en medio de la vida pero al margen de ella, con esos dos gadgets de la civilización europea: la taza y el libro. A medida que nos hemos quedado sin patriotas ebrios, liberales exiliados y artistas sin blanca, el Café —pongámosle una mayúscula para distinguirlo de la bebida— se ha ido extinguiendo a favor de la franquicia sin gracia. Sucede un poco en todos lados, pero en Roma la carestía es aguda y desesperante. Es verdad que hay gran número de establecimientos que parecen cafés. No lo son. ¿Qué son? Los podemos llamar barpastelerías. Locales alargados como túneles donde el mostrador se come casi todos los metros cuadrados. Añadamos la irritante costumbre italiana de situar las cajas registradoras no tras la barra, sino en algún lugar de paso, de modo que el cliente debe guardar cola para abonar su consumición. Causa o efecto del ineficiente uso del espacio en el barpastelería es que los romanos toman el café de pie, como si estuvieran en la ducha. Es algo muy curioso: es posible que en Roma se sirvan más cafés que en ninguna otra ciudad del mundo, pero no hay donde tomarlos. Las pocas mesas o veladores de estos locales se dirían una desganada concesión al turista, sospecha confirmada por la abusiva diferencia de precios entre la barra y el servizio al tavolo. En Sant’Eustachio, a un tiro de piedra de Navona, dan supuestamente el mejor café del mundo, y parece un baño turco.
Para echar luz sobre una ausencia impensable en otras urbes europeas, empezando por el resto de las italianas, pensemos que Roma fue capital hasta 1870 de los Estados Pontificios. No parece una teocracia el lugar más favorable al florecimiento del Café, foco de intriga política, refugium peccatorum donde escribir pasquines contra el Gobierno o sarcasmos contra el enemigo, democrático por cuanto todos tienen igual derecho a sentarse en cualquier sitio. Por añadidura, el café, que nos vino de Oriente, y es por tanto propio de gente con turbante, tenía mala fama. Ni «vino del islam» ni «ofensa de la noche», ni bevanda del diavolo ni «leche del pensador» eran buen marketing en la ciudad de los papas. La torrefacción se prohibió en el interior de las casas y tostarlo en la calle creaba un aroma molesto para unas señoras romanas que no soportaban, apunta Apollinaire, «ningún otro olor que no sea el de la camomila». Aunque Clemente VIII optó, tras arduo examen, por no declararlo pecado, su fama de bebedizo inmoral —su color negruzco no ayudaba— no se disipó. Madame de Sévigné recomienda a su hija que no lo tome, porque «precipita la sangre y la escalda». Pero la infusión iba calando: el mundo perdía borrachos de taberna y ganaba insomnes.
No es de extrañar así que los primeros viajeros del Grand Tour echaran de menos en Roma lo que era habitual en sus países. Para satisfacer la demanda, un tal Nicola della Maddalena, de quien se conjetura origen grecoturco, fundó en 1760 el Caffè Greco. Es el segundo más antiguo de Italia, después del Florian, en Venecia. Ahí sigue —propiedad, quién sabe por qué, del hospital hebreo de la ciudad—, en el número 86 de Via dei Condotti, calle del lujo. Camareros con librea, mesas de mármol y sillones de terciopelo para el único café canónico de Roma, condición certificada por Joyce, quien en 1906 escribió: «Roma tiene un único café y ese único que tiene es peor que cualquiera de Trieste». O Taine, años antes: «Es el mejor de Roma, pero sería de tercera en París». En dos aspectos coinciden los testimonios sobre un lugar que fue durante décadas cuartel general de la bohemia europea: que era barato (Stendhal anota que «una excelente taza de café» le cuesta «trece céntimos») y que el humazo de cigarro lo impregnaba todo en unos salones en forma de tren sin ventanillas (Moravia evoca el «olor del humo de tantas tardes que pasaban debatiendo y esperando. ¿Esperando qué? Yo, por mi parte, he esperado quince años en el Caffè Greco el fin del fascismo»).
La moral salutífera en curso hace tiempo que expulsó el humo del Greco. Los bajos precios son pasto de la nostalgia. Artistas no queda ni uno, quizá porque no quedan artistas. La clientela se compone casi exclusivamente de mitómanos que buscan en sus paredes el retratito o el autógrafo de su poeta nacional. O de gente como yo. Parecería así un ejercicio de esnobismo —y un dispendio— hacer del Greco el café habitual de uno si no fuera porque el verdadero esnobismo es el querer ser especial. No somos ese pedante que quiere encontrar lo auténtico. Pudiera ser también que no sea yo tan modesto como para creerme indigno de merendar y darle a la tecla donde lo hacían Casanova, Goethe o Gógol. Quiero decir que para estar en el Greco como si tal cosa quizá basta con creerse digno de estar en el Greco, como decía Ramón del Pombo. Tengo hasta mesa predilecta; un velador junto a la cocina, donde en verano sopla con fuerza el aire acondicionado. Desde allí escribo esto. A mi vera, Orfeo conduce a Eurídice pintados por Angelika Kauffmann y me cubre las espaldas Hans Christian Andersen, que vivió en el piso de arriba. Pero toda vanidad la contrarresta la presencia de los indiferentes. Frente a mí, unos jubilados alemanes se zampan una tarta de mascarpone y una pareja de japoneses cotorrea en un idioma que es como un ruido blanco. El Greco es caro: venir una vez a la semana es un disparate que debe terminar hoy mismo. Pero pasan los siglos y, ay, sigue sin haber otro café en Roma (Babington’s, a cien metros, es salón de té).
Es dudoso que merezca la pena subrayar con palabras la perfección sin cansancio del Panteón. Tampoco nosotros nos cansamos de mirar. Gusta todo. Gusta que su probable arquitecto sea Apolodoro de Damasco, nombre redondo para un templo redondo. Gusta que Adriano declinara cancelar del friso a Agripa, primer promotor, dando una lección imperial de munificencia de espíritu. Por gustar, gusta que Urbano VIII permitiese a Bernini arrancar los bronces del frontispicio para fundirlos en su baldaquino, fijando así la pureza de sus formas geométricas. De este templo o iglesia, la construcción más icónica de la civilización occidental, poco más se puede o se debe decir, salvo quizá señalar una cierta cualidad proteica que solo se descubre tras haber dado bastantes paseos por el dédalo de callejuelas de Campo Marzio. Y es que el Panteón es distinto en función de por dónde se lo encuentre uno, impresión favorecida por la sorpresa: dado que permanece alojado en su estrecho alveolo medieval, al cual no conduce ninguna calle importante, a menudo uno no sabe que va a ver el Panteón hasta el momento en que lo tiene ante sí (lo mismo podríamos decir de la Fontana di Trevi de no ser por el rastro sonoro del agua). Así, no es lo mismo toparte con la masa arquitectónica caminando desde Via Giustiniani y ver emerger de golpe y porrazo sus masivas columnas de granito, que atacarlo como un alfil desde Piazza della Minerva, perspectiva oblicua que lo convierte en una hogaza, un voluptuoso panettone recién salido del horno. Por lo demás, no son sus suntuarias formas exteriores, preservadas por la apropiación eclesial, lo que cautiva, sino la cavidad esférica interior, que consigue que el espectador, desde cualquier punto, y pese a la multitud, se sienta solo y en el centro, como solo podría estarlo dentro de su propia mente. Más importante, en fin, que triviales comparaciones con la cúpula vaticana, es percatarse de que sus medidas, al contrario que en San Pedro, son de una escala perfecta: todo lo aprueba aquí el ojo humano. Volvemos así al tema de la perfección del Panteón, de la que se ha dicho que solo quedaría desmentida por un detalle: tener una puerta. Comentario sutil que invita a señalar que esa puerta es precisamente el sello del hombre en el templo que erige a todos los dioses. La firma de uno que se ha creído también en posición de decir: Fiat lux.
Los ángeles son la concesión que las religiones del libro hacen al politeísmo y es una contrariedad que, al dejar de creer en Dios, uno deba dejar de creer también en sus alados portavoces. El corazón queda sin una brasa con la que calentarse o, por decirlo con una bella palabra de la lengua española que es aquí la más exacta posible, desangelado. Dios puede caer mal o bien, pero no por ello el encanto de los ángeles disminuye. Por guapos o por aéreos o por tener nombre propio o por su conmovedora indecisión entre el cielo y la tierra, tan humana. Sin duda, más que el Berlín de Wim Wenders, Roma es la ciudad por la que los ángeles sienten mayor querencia, como muestra que ya Dante los cite a orillas del Tíber para recoger a las almas que van camino del purgatorio. En la ciudad son una presencia tan familiar como las gaviotas o las palomas. Si juntas los pintados al fresco o sobre lienzo y los esculpidos en piedra, forman una asamblea tan concurrida que se diría que en el cielo Dios ha quedado desasistido. No son clasistas: tan pronto los encuentras sosteniendo los blasones de una familia aristocrática como sujetando las madonnelle del pueblo. Es verdad que en Roma hay que descontar a los seres que parecen ángeles sin serlo. Me refiero a las victorias, ceñidas de laurel, imagen del triunfo, antiguas frecuentadoras del Capitolio; y también a los cupidos, dioses del amor a los que la costumbre de representar alígeros incorpora equívocamente a la angelología popular (de estos, me quedo con el de inolvidables alas polícromas pintado por el Bronzino que, en la galería Colonna, parece concertar un ménage à trois entre su madre, Venus, y un sátiro). Ángeles cabales, ángeles en serio, son los diez tallados bajo la supervisión de Bernini en el Ponte Sant’Angelo, portadores de los avíos de la Pasión, que flanquean el camino al castillo homónimo, en cuya cima blande espada su jefe, el arcángel Miguel. Pero estos ángeles son un poco intimidantes, dan algo de miedo. Bernini los tiene más dulces. Como el que, en Santa Maria del Popolo, toma con delicadeza de un mechón del pelo a Habakkuk, con solo dos dedos, para llevarlo en volandas a Babilonia para que dé de comer, como un moderno rider, a un Daniel en el foso de los leones. O como ese ángel niño que en Santa Maria della Vittoria atraviesa con una flecha de oro el corazón de una trémula Teresa de Ávila con una expresión pícara que parece decir a la santa: «Esto te va a gustar». Qué decir de los ángeles acróbatas pintados de Caravaggio, adolescentes de impudicia puramente terrenal.
En su excelente libro romano, el mejor escrito por un local, Marco Lodoli describe su ángel predilecto: el encaramado al lado izquierdo de la cornisa de Sant’Andrea della Valle —la iglesia de Tosca—, tallado por un escultor barroco sin renombre, Ercole Ferrata. Cuenta Lodoli —que como cronista de la ciudad de Roma del diario La Repubblica merece todo nuestro crédito— que al papa Alejandro VII le disgustó el ángel cincelado por Ferrata, a tal punto que canceló el pedido del segundo, que debía decorar el otro extremo de la cornisa. Al pasar por Corso del Rinascimento he comprobado que es cierto: el lado derecho de la fachada de Sant’Andrea está vacante, como un hombro desnudo. El ángel desparejado adopta una postura curiosa: con un ala cerrada y otra abierta, como si estuviera a punto de volar o de posarse o resistiendo un vendaval. Quizá esto fuera lo que desagradó al papa: a un ángel no se le abre el ala como un paraguas roto en la ventisca. La elección de Lodoli es muy original. La mía no lo es tanto, porque si yo tuviera que designar un solo ángel, de los que moran en Roma, para hacer guardia a alguien amado, sería uno muy famoso, que tiene réplicas por todo el mundo. Es el Ángel del dolor, que, en el cementerio acatólico, robando todo el protagonismo a Keats, Shelley y Gramsci, abraza la tumba de Emelyn Story, esculpido por su marido William. Con el rostro oculto y las alas caídas, es el ángel más dolorosamente humano que he visto, porque solo a los hombres se les permite perder la esperanza. Este ángel claramente la ha perdido, pero no se moverá un centímetro de su sitio. Sus alas, como en el poema de Eliot, ya no son para volar. Fue custodio en la vida; será custodio en la muerte.
Las escaleras de Piazza di Spagna se componen de doce tramos de peldaños separados por terrazas, en piedra de travertino, de un color de leche a la que se hubiera añadido una tenue mancha de café. De buena mañana, cuando mi camino a la Embajada me hace descender por ellas, me siento resbalar por la cola de un vestido de novia o por un manto de coronación; durante el día, con los turistas arracimados en los escalones, se dirían un teatro excavado en la ladera; ya de noche, bajo la luz claudicante de las farolas, se convierten en la lengua de un glaciar o en la colada de un volcán. Si tomamos distancia, pongamos desde Piazza Nicosia, se podría creer que el pequeño obelisco en la cima es la espada de la leyenda —un espadín, más bien—, a la espera del elegido que la extraiga de la roca. Es una escalinata que se baja dando saltitos y se sube sin esfuerzo, como si su arquitecto, De Sanctis, que ninguna otra cosa hizo digna de mención y que nadie creyó fuera a ganar el concurso convocado por Clemente XI, hubiese dado de chiripa con la proporción áurea de las escaleras. Tan descansadas son, que han podido ser la pasarela de moda donde las supermodelos vestidas por Valentino jamás pudieron temer tropezarse. Obra barroca, da una ilusión de movimiento. Se ensancha, se contrae, cambia con sutileza de sentido antes de dilatarse de nuevo. Tras las enaguas de piedra, hay un corazón que late. No se sabe si es arquitectura o escultura. Son unas escaleras o una marea.
Recordando la utilidad de la belleza, una lápida informa de que se construyó urbis ornamento ac civium commoditate. Inaugurada en 1725, responde a un viejo proyecto que quiso patrocinar el cardenal Mazarino: salvar el barranco que separaba la plaza donde sigue la Embajada española de la colina donde sigue la iglesia de Trinità dei Monti. La Orden de los Mínimos dio a De Sanctis instrucciones que fueron determinantes: cansados de que el entorno del convento, entonces boscoso y recóndito, fuera escenario de toda clase de obscenidades y conductas indecorosas —le puttane de Piazza di Spagna