Romance en la isla - Lucy Gordon - E-Book
SONDERANGEBOT

Romance en la isla E-Book

Lucy Gordon

0,0
1,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Quién salva a quién? Darius Falcon necesitaba empezar de nuevo. ¿Y qué mejor sitio que la isla de Herringdean, su reciente adquisición? Pero su reputación de hombre implacable lo precedía, y los vecinos de la isla tenían miedo de lo que pudiera hacer. Harriet, una viuda joven, era feliz con su vida y no necesitaba que llegara un multimillonario atractivo y pusiera su existencia patas arriba. Pero, tras rescatarlo de un naufragio, se dio cuenta de que había mucho más bajo es fachada de hombre despiadado. ¿Sería capaz él de demostrarle que ella también necesitaba que la rescataran?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 169

Veröffentlichungsjahr: 2013

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Lucy Gordon. Todos los derechos reservados.

ROMANCE EN LA ISLA, N.º 91 - Septiembre 2013

Título original: Rescued by the Brooding Tycoon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3533-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Darius había alquilado un helicóptero para volar de Inglaterra a la pequeña isla de Herringdean, que ahora le pertenecía. Iba de camino a una reunión importante, pero la belleza del lugar le sorprendió tanto que se inclinó sobre la ventanilla y se dedicó a admirar el mar, las líneas doradas de las playas y los verdes y exuberantes acantilados. Algo poco habitual en un empresario frío y eficaz que se aferraba a su sentido común.

–Descienda un poco, por favor –pidió al piloto.

El piloto descendió y Darius alcanzó a ver una mansión que debía de haber sido elegante, pero que estaba bastante deteriorada. El jardín de su parte delantera se fundía con una pradera que terminaba cerca de la playa. Al fondo, se distinguían los edificios de Ellarick, la localidad más grande de la isla.

–Aterrice ahí, en esa pradera.

–Pensaba que quería ir a la ciudad...

El piloto estaba en lo cierto, pero Darius sintió la súbita necesidad de evitar los coches, las calles y las multitudes y explorar la isla. Fue como si aquella playa lo llamara. Y él, que nunca se dejaba llevar por sus impulsos, hizo una excepción.

–Aterrice –repitió.

El helicóptero aterrizó lentamente. Darius saltó a tierra y caminó por la playa con agilidad de un hombre en forma, nada típica de un ejecutivo de despacho.

La arena estaba algo húmeda, pero tan dura que no suponía un peligro para su cara indumentaria, elegida cuidadosamente con intención de mostrar al mundo que tenía éxito y que podía comprar lo que quisiera. Además, unos cuantos granos de arena no estropearían sus zapatos hechos a mano. Se podía limpiar con facilidad y, en cualquier caso, era un precio pequeño en comparación con lo que la playa le ofrecía.

Paz.

Tras los terribles acontecimientos que habían sacudido su vida, Darius se dijo que no había nada mejor que estar allí, al sol, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, sintiendo la brisa en la cara.

Habían sido demasiados años de conspiraciones y maniobras; demasiados años de lucha que le habían privado de placeres como aquel.

Respiró hondo y pensó que era demasiado joven como para dejarse llevar por pensamientos tan sombríos. Era alto, atractivo, fuerte y, a sus treinta y pocos años de edad, tenía toda la vida por delante y toda la fuerza necesaria para comerse el mundo.

Pero ya se lo había comido muchas veces. Había ganado unas batallas y había perdido otras. Necesitaba un buen descanso, aunque solo fuera para afrontar los desafíos que sin duda le esperaban.

Segundos después, el sonido de una risa rompió el silencio.

Darius abrió los ojos y vio dos figuras en el mar, que nadaban hacia la playa. Cuando salieron del agua, descubrió que la primera era un perro grande y la segunda, una joven esbelta y de piernas largas que debía de tener algo menos de treinta años. Tenía el cabello de color castaño y llevaba un bañador negro.

Como hombre acostumbrado a gozar del favor de las mujeres, Darius sabía que muchas de ellas iban a la playa sin más intención que la de pavonearse de su belleza. Pero el mensaje que enviaba la expresión de aquella chica era muy diferente; parecía decir que no estaba allí para desfilar ante nadie, sino solo porque le gustaba nadar.

–¿Te puedo ayudar en algo? –preguntó ella al verlo.

Darius sacudió la cabeza.

–No, gracias. Solo estaba echando un vistazo, disfrutando del paisaje.

–Es muy bonito, ¿verdad? A veces pienso que, si existe el paraíso, será como este lugar. Aunque, por otra parte, dudo que me aceptaran en el paraíso... Seguro que cierran sus puertas a las personas como yo.

Darius no lo dijo, pero pensó que el humor de aquella mujer se parecía mucho al suyo. Y casi la perdonó por haber roto el silencio con sus carcajadas.

–¿Personas como tú?

–Sí. Personas difíciles –respondió ella, sonriendo–. Difíciles... entre otras cosas, claro. Tengo amigos que me lo recuerdan constantemente.

–Y supongo que no te lo dicen para halagarte...

–Por supuesto que no.

Darius señaló la mansión que había visto desde el helicóptero y dijo:

–Tengo entendido que pertenece a Morgan Rancing.

–Así es... pero si has venido a verlo, has perdido el tiempo. Nadie sabe dónde está.

Darius también se calló que conocía el paradero de Rancing. Estaba al otro lado del mundo, escondiéndose de sus acreedores, entre los que estaba él.

–De todas formas, tienes suerte de que no esté en casa –continuó ella, mirándolo con curiosidad–. Se enfadaría mucho si viera que tu helicóptero ha aterrizado en sus tierras. No permite que entre nadie.

Él arqueó una ceja.

–¿Sus tierras incluyen esta playa?

Ella volvió a reír.

–Naturalmente –respondió–. Pero sé bueno, por favor... Si lo ves, no le digas que he estado en su playa sin permiso. No le gusta que nade aquí.

–Pero nadas de todas formas –dijo con ironía.

–Porque se está tan bien que no me puedo resistir –se defendió–. Las otras playas se saturan de gente, pero aquí no hay nada excepto el sol, el mar y el cielo. Es como si el mundo te perteneciera.

Darius asintió, extrañado por la semejanza de sus pensamientos con los de aquella joven, y la miró con renovado interés. Sus ojos eran preciosos; grandes y azules, llenos de vida y profundamente irónicos.

–Eso es cierto.

–Entonces, ¿no le dirás que me has visto en su playa?

–A decir verdad, la playa no es suya –respondió–. Es mía.

La sonrisa de la joven desapareció al instante.

–¿Tuya?

–Como el resto de la isla.

–¿Rancing te la ha vendido?

Sin pretenderlo, la chica de los ojos azules acababa de formular la pregunta del millón. Rancing no le había vendido la isla; le había tendido una trampa y, ahora, Darius tenía una isla entre sus propiedades.

–Bueno, es mía y eso es lo que importa –declaró–. Pero aún no nos hemos presentado. Me llamo Darius. Darius Falcon.

Ella respiró hondo.

–Ah, ya decía yo que tu cara me sonaba. Te he visto en la prensa, ¿verdad? Tú eres el tipo que...

–Olvida ese asunto –la interrumpió, molesto por el recordatorio–. ¿Cómo te llamas?

–Harriet Connor. Tengo una tienda de antigüedades en Ellarick.

–Pues este no parece un lugar muy adecuado para vender nada.

–Al contrario. La isla de Herringdean atrae a muchos turistas –explicó–. Aunque supongo que ya lo sabías.

Darius se encogió de hombros. No estaba de humor para explicarle que Rancing le había engañado y que sabía muy poco de aquel lugar.

En ese momento, se oyó un ladrido. Era el perro, que corría hacia él.

–¡Quieto, Phantom! –ordenó ella.

–Aléjalo de mí.

La petición de Darius llegó demasiado tarde. Encantado de poder saludar a un desconocido, el enorme perro le plantó sus mojadas patas en los hombros y procedió a lamerle la cara con entusiasmo.

–¡Quítamelo de encima! ¡Está empapado!

–¡Baja, Phantom!

Phantom bajó, pero volvió a la carga enseguida y, esa vez, derribó a Darius.

–¡Maldito perro! Estoy muy enfadada contigo...

Darius se levantó y soltó una maldición al ver su traje, lleno de arena y de agua de mar.

–No te estaba atacando –se explicó Harriet–. Es que le encanta la gente...

–No lo dudo, pero me ha destrozado el traje –replicó con enfado.

–Te pagaré la tintorería.

–¿La tintorería? Te pasaré la factura de un traje nuevo –dijo con voz helada–. Aleja a ese chucho de mí.

Darius retrocedió para evitar otro encuentro con el animal. Harriet pasó un brazo alrededor del cuello de Phantom y dijo, con tanta frialdad como él:

–Será mejor que te vayas. No puedo sujetarlo eternamente.

–Pues llévalo con correa y no tendrás que preocuparte por esas cosas.

–Gracias por el consejo, aunque el problema es tuyo –ironizó ella–. ¿A quién se le ocurre ir con traje a una playa?

Darius sabía que tenía razón, pero su comentario le molestó tanto que se alejó hacia el helicóptero sin despedirse.

Cuando ya habían despegado, se asomó por la ventanilla. Harriet miró el aparato hasta que Phantom se apretó contra ella y la lamió; entonces, su dueña apartó la vista del helicóptero y se concentró en su perro.

Darius la maldijo para sus adentros. Harriet Connor había destrozado su primer momento de paz en muchos meses.

Y no lo iba a olvidar.

Amos Falcon podía ver la bahía desde la colina que dominaba Montecarlo; pero, a diferencia de su hijo, no prestaba atención a la belleza del mar. Su atención estaba en las elegantes casas de la zona, todas de millonarios, aunque ninguna era tan distinguida como su hogar, un edificio de tres pisos de altura que había comprado, precisamente, porque dominaba la colina.

–¿Dónde diablos se ha metido? –dijo en voz alta–. Darius no suele llegar tarde... Además, sa-be que quiero que esté aquí antes de que lleguen los otros.

Janine, su tercera esposa, le puso una mano en el brazo y sonrió.

–Es un hombre muy ocupado. Su empresa tiene problemas y...

–Todas las empresas tienen problemas –gruñó Amos–. Estoy seguro de que saldrá adelante. Le enseñé bien.

–Puede que dedicaras demasiado tiempo a enseñarle el negocio –observó ella–. Es tu hijo, no un socio al que puedas dar órdenes.

–Por supuesto que no es mi socio. He dicho que le enseñé bien, pero nunca aprendió a dar el último paso, el necesario, para conseguir lo que quiere.

–Porque Darius tiene conciencia –afirmó Janine–. Sabe ser implacable, pero solo hasta cierto punto.

–Exacto. Nunca he logrado que entienda... Bueno, eso da igual. Puede que sus problemas recientes le hayan enseñado la lección.

–¿Te refieres al hecho de que su esposa lo abandonara?

–Me refiero al acuerdo de divorcio que le ofreció –respondió–. Fue una estupidez. Ha sido demasiado generoso con ella.

Janine soltó un suspiro. Habían mantenido esa conversación muchas veces y empezaba a estar cansada.

–Lo hizo por el bien del niño...

–Un niño del que podría tener la custodia si hubiera sido más duro. Pero no quiso.

–E hizo bien.

Amos miró a su mujer. Sabía que era una sentimental, pero a veces, su sentimentalismo le exasperaba.

–Bueno, es posible que no fuera tan terrible en su momento, pero después se hundió el mundo y...

–El mundo no se hundió. La economía se hundió –puntualizó Janine.

Amos arqueó una ceja.

–Y, de repente, mi hijo se encontró en dificultades y tuvo que ir a hablar con esa mujer para rogarle que renunciara a parte del dinero –le recordó–. Pero obviamente, ella se negó y, como Darius ya se lo había transferido, no pudo hacer nada.

–A ti no te habría pasado, ¿verdad? –dijo Janine, recordando el acuerdo prematrimonial que había firmado con él en su momento–. Nunca das nada que no puedas recuperar... Ese es tu lema.

–¿Mi lema? Yo nunca he dicho eso.

–No, no lo has expresado de esa forma, pe-ro...

–¿Dónde se ha metido? –la interrumpió.

–No te enfades, Amos... Sabes que no te conviene.

–Si lo dices por mi infarto, ya lo he superado.

–No lo has superado. El médico dijo que se podría repetir y que tienes que tomarte las cosas con más calma.

–Mírame, Janine –dijo con firmeza–. ¿Crees que soy un inválido? ¿Es que tengo aspecto de ser frágil?

Amos se levantó y desafió a Janine con toda la fuerza de su porte.

Era un hombre alto, por encima del metro ochenta, de hombros anchos y tan ferozmente atractivo que había estado con más mujeres de las que podía recordar. Un hombre que había tenido cinco hijos con cuatro madres distintas. Un hombre que, a pesar de haber nacido en el seno de una familia pobre del norte de Inglaterra, se había convertido en un empresario rico y poderoso.

Meses antes, su corazón le había fallado en mitad de una reunión familiar y había estado a punto de morir; pero contra todo pronóstico, sobrevivió. Y ahora, había convocado a sus hijos por un buen motivo.

Solo lo sabían dos personas, pero el infarto le había dejado huella y cada vez que hacía un esfuerzo, se quedaba sin aire. Una de esas personas era Janine, su mujer, quien lo miró con una mezcla de amor y exasperación; la otra era Freya, la hija que Janine había tenido con su anterior esposo.

Como Freya era enfermera, su madre le había rogado que se marchara a vivir con ellos. Amos no quería que ninguna profesional lo cuidara, pero Janine pensó acertadamente que, tratándose de su hija, no se podría negar. Y su estratagema fue un éxito. La elegante y aventurera Freya se mudó a la casa, se ganó el afecto de Amos y contribuyó a la mejora de su salud.

Fue precisamente Freya quien apareció poco después en el balcón y dijo:

–Es hora de tu siesta, Amos.

–Aún faltan diez minutos –protestó él.

–Es la hora –insistió la joven–. Y no discutas conmigo.

Amos sonrió.

–¿Sabes que eres una mandona?

–Por supuesto que lo sé.

Amos se encogió de hombros.

–Está bien...

Janine hizo ademán de seguirlo al dormitorio, pero su esposo la detuvo.

–No te preocupes por mí; no necesito ayuda para echarme una siesta –ironizó–. Quédate aquí y estate atenta por si Darius aparece. No sé por qué tarda tanto...

Momentos después, Janine se quedó a solas con su hija.

–¿Qué ocurre? –preguntó Freya.

–Cualquiera sabe. Se suponía que Darius iba a llegar esta mañana, pero llamó por teléfono para decir que llegaría con retraso.

–Qué extraño, ¿no? Primero convoca a Darius y luego a Leonid, Marcel, Travis y Jackson, que llegarán con pocos días de diferencia. ¿Qué pretenderá?

–Creo que me lo imagino –contestó con tristeza–. Finge que se encuentra bien y que está completamente recuperado, pero tiene miedo. Se ha dado cuenta de que su vida podría terminar de repente y ha decidido poner sus cosas en orden, por así decirlo... empezando por el testamento.

–Con lo organizado que es, supuse que ya habría hecho testamento.

–Y lo hizo.

–¿Entonces?

–Querrá echar otro vistazo a sus hijos para decidir quién es más...

–¿Parecido a él? –sentenció Freya.

–Qué cosas dices –protestó su madre–. Eres demasiado dura con Amos.

–Se lo merece. Es un hombre insoportablemente arrogante.

–Pero te quiere mucho. Eres la hija que nunca tuvo, y le gustaría que formaras parte de su familia.

Freya la miró con asombro.

–¿Insinúas que me quiere de nuera? El muy sinvergüenza...

–No le llames así.

–¿Por qué no? Ningún hombre amasa una fortuna como la suya por medios honrados. Y enseñó a sus hijos para que fueran como él en ese sentido. El dinero es lo único que les importa –observó–. Si alguno de sus hijos me pidiera en matrimonio, lo mandaría a hacer gárgaras... Amos está loco si cree que se va a salir con la suya.

–No le digas que te lo he contado –le rogó Janine.

–Descuida, no diré nada. Aunque, ahora que lo pienso, es posible que aproveche el asunto para reírme un rato de él.

Freya se marchó con una sonrisa pícara en los labios y Janine suspiró. Comprendía perfectamente a su hija. A fin de cuentas, ella sabía mejor que nadie lo que significaba casarse con un Falcon.

Darius llegó al día siguiente y justificó su retraso con la excusa ficticia de un asunto de negocios. Jamás habría admitido que se había visto obligado a dejar Herringdean, volver a Inglaterra y reservar habitación en un hotel para cambiarse de traje. Normalmente, no había nada en el mundo que lo pudiera forzar a cambiar de planes; pero su encuentro con Harriet Connor no entraba dentro de la normalidad.

Harriet lo había dejado desconcertado. Era como si hubiera dos personas en ella: la mujer encantadora y perceptiva, cuyos pensamientos coincidían extrañamente con los suyos, y la mujer enojosa que había interferido en sus planes, le había arruinado el traje con su estúpido perro y había cometido el delito imperdonable de verlo en desventaja.

–Ya era hora de que llegaras –le recriminó su padre.

–Lo siento. Surgió un problema que exigía de mi atención.

Amos gruñó.

–Mientras lo solventaras en tu beneficio...

–Por supuesto –dijo Darius–. He venido tan pronto como me ha sido posible. Y me alegra ver que tienes mejor aspecto.

–Porque me siento mejor. Aunque las mujeres de esta casa se niegan a creerme... Supongo que Freya habrá hablado contigo cuando ha ido a recogerte al aeropuerto.

–Bueno, he hecho unas cuantas preguntas y, como buena enfermera que es, ha contestado a todas.

–Ella no está aquí en calidad de enfermera, sino de hijastra.

–Si tú lo dices...

–¿Qué te parece?

–¿Freya? No la conozco lo suficiente, pero parece una buena chica.

–Ha devuelto la alegría a este lugar. Y es una cocinera excelente... bastante mejor que esa supuesta profesional a la que pago para que se encargue de la cocina –dijo–. La cena de esta noche es cosa suya. Seguro que te gusta.

Darius tardó poco en comprobar que la afirmación de su padre era correcta. Freya resultó ser una cocinera magnífica que, por otra parte, sabía animar el ambiente con bromas sarcásticas. Su sentido del humor le recordó otra vez a la chica de la playa. Pero Darius se dijo que, a diferencia de Harriet Connor, la hija de Janine no se dedicaba a invadir las propiedades de los demás con perros peligrosos.

Tras los postres, su padre se levantó y lo llevó al despacho para que pudieran hablar a solas.

–¿Qué tal van los negocios? Supongo que no muy bien –dijo.

–Ni para mí ni para nadie –le recordó Darius–. Por si no te habías dado cuenta, hay una crisis global.

–Sí, una crisis que unos llevan mejor que otros. Si me hubieras escuchado y hubieras incluido una cláusula de escape en ese contrato que te ha causado tantos problemas, les podrías haber dicho que se metieran su denuncia por donde más les gustara.

–Pero son gente decente –protestó Darius–. Saben poco de negocios y...

–Precisamente –lo interrumpió–. No habrían notado lo de la cláusula hasta que hubiera sido tarde para ellos. Eres demasiado blando, Darius. Es tu talón de Aquiles.

Darius frunció el ceño. En el mundo de los negocios, tenía fama de ser cualquier cosa menos blando. La gente lo consideraba un hombre implacable, frío y hasta sediento de poder. Pero, a diferencia de su padre, jamás se aprovechaba de personas inocentes.

–Bueno, ya que estás aquí, te echaré una ma-no con tus problemas –continuó Amos–. Empezando por el más importante de todos, Morgan Rancing.

–Debes saber que...

–Me han llegado rumores sobre una isla del sur de Inglaterra que, al parecer, es de su propiedad. Dicen que intentará usarla para cubrir sus deudas. Si te la ofrece, recházala.

–Me temo que ya lo ha hecho. La isla de Herringdean ha pasado a ser mía.

Su padre lo miró con horror.

–¿Cómo? ¿Aceptaste esa isla a cambio de lo que te debe?

–No he tenido ocasión de aceptar nada. Rancing desapareció súbitamente y, poco después, recibí los documentos de la transferencia de la propiedad –respondió su hijo–. No está en casa y no contesta al teléfono. Nadie sabe dónde se ha metido... y si lo saben, se lo callan. Tendré que elegir entre quedarme con la isla o terminar con las manos vacías.

–Esa isla no merece la pena. Te dará más dolores de cabeza que otra cosa.

–Soy consciente de ello.

–Ah, veo que has investigado por tu cuenta...

–Un poco. Pero quiero volver e investigar algo más.

–¿Eso significa que tienes intención de quedártela?

–No lo sé. De momento, necesito un inversor que me inyecte dinero en efectivo y me ayude a salir adelante.

–Y has pensado en mí, claro.

–¿Cómo no? Tú mismo dices que has sobrevivido al hundimiento del mercado crediticio mejor que nadie.

–Y es verdad. Yo sé cómo tratar el dinero.

–Como a un preso que siempre se intenta fugar –ironizó Darius.

–Exacto. Por eso me mudé a Montecarlo.

Amos abrió el balcón que daba a la bahía y añadió:

–En cierta ocasión, permití que una periodista me entrevistara. Me hizo todo tipo de preguntas estúpidas. Quería saber si me había mudado a Montecarlo para evadir impuestos o por algún otro motivo... La llevé a este mismo balcón y me puse lírico con las vistas.