Romance prohibido - Barbara Dunlop - E-Book

Romance prohibido E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

Tenía que salvar la boda de su hermano… ¡Sin enamorarse de un extraño! Layla Gillen tenía que poner el máximo esfuerzo para evitar que la futura esposa de su hermano le dejase, pero se entretuvo pasando por la cama del magnate de los hoteles Max Kendrick y descubrió que el hombre que había seducido a la novia de su hermano era el hermano gemelo de Max. Así que Layla tenía que escoger entre traicionar a su hermano o negarse a sí misma una pasión que le estaba prohibida. Y Max podía llegar a ser muy persuasivo…

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Seitenzahl: 139

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Barbara Dunlop

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Romance prohibido, n.º 2135 - abril 2020

Título original: The Twin Switch

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-344-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Si hubiese podido elegir una hermana, habría sido Brooklyn.

Me hacía reír.

Todavía mejor, me hacía pensar. Y cuando las cosas iban mal, se tumbaba a mi lado y me escuchaba durante horas. Sabía cuándo me hacía falta helado y cuándo necesitaba tequila.

Además, era inteligente. Siempre había sacado las mejores notas, desde el colegio.

Mis notas nunca habían sido tan buenas, pero se me daba bien escuchar. Y sabía hacer muy bien las trenzas de raíz que tanto le gustaban a Brooklyn.

Desde niñas, pasábamos los veranos juntas en la playa de Lake Washington. Primero en los columpios del parque, después, en el flotador que había en la zona de baño, del que saltábamos al agua para después secarnos al sol en las toallas. Y después, en el bar, donde coqueteábamos con los chicos guapos para que nos invitasen a un batido.

No había podido elegir a Brooklyn como hermana, pero iba a serlo de todos modos. Porque iba a casarse con mi hermano mayor, James.

–Estoy viendo el Golden Gate –comentó Sophie Crush desde el asiento delantero del taxi.

Yo estaba en la parte de atrás, entre Brooklyn y Nat Remington.

–¿Tendremos buenas vistas desde la habitación del hotel? –preguntó Nat.

–Yo quiero vistas al spa –le respondió Brooklyn–. Desde dentro del spa.

–Ya habéis oído a la novia –dije yo.

Me encogí de hombros solo de pensar en que me dieran un masaje y pensé también en los tratamientos faciales. Quería estar lo más guapa posible para el gran día.

Brooklyn había elegido unos vestidos preciosos para sus damas de honor, largos, con mucho vuelo, palabra de honor y de color celeste claro.

Mi pelo cobrizo no era fácil de combinar, pero el azul me sentaba bien. Y aquello era importante para mí porque, con veintiséis años, una boda era un muy buen lugar para conocer a chicos.

En esta estaría en desventaja porque la mitad de los invitados eran familiares míos. Además, ya conocía a casi todos los invitados de Brooklyn, aunque siempre podía quedar algún primo segundo, y no había que despreciar ninguna oportunidad.

El taxi se detuvo delante del hotel Archway.

Tres hombres vestidos con chaquetas de manga corta grises nos abrieron las puertas.

–Bienvenidas a The Archway –le dijo uno de ellos a Brooklyn, mirándola a los ojos azules claros antes de fijarse en mí.

Tenía una sonrisa agradable y no estaba mal, pero no me interesaba.

No porque tuviese nada en contra de los aparcacoches, tal vez estuviese estudiando a la vez que trabajaba, o le gustaba vivir cerca de la playa y tener horarios flexibles.

Brooklyn salió del coche y el chico me tendió la mano a mí.

La tomé.

Era una mano fuerte, ligeramente rugosa y bronceada. Tal vez fuese un surfero.

Yo no era elitista con respecto a las profesiones. Mi trabajo, el de profesora de matemáticas de secundaria, no era precisamente el más prestigioso del mundo. Así que estaba dispuesta a conocer a todo tipo de personas.

Tenía unos bonitos ojos marrones, la barbilla fuerte y una sonrisa deslumbrante.

Salí del coche y él me soltó la mano y retrocedió.

–Nos ocuparemos de sus maletas –dijo, sin apartar la mirada de mis ojos.

Yo tardé un momento en darme cuenta de que estaba esperando una propina.

Estuve a punto de echarme a reír. No estaba coqueteando conmigo. Hacía aquello con todos los clientes que llegaban al hotel. Así era como se compraba las tablas de surf.

Busqué en mi bolso un billete de cinco dólares y se lo di.

Me recordé que era un fin de semana especial.

Dos botones llevaron nuestras maletas al interior del hotel y nosotras les seguimos.

–Podríamos a ver un espectáculo de bailarines exóticos –dijo Nat.

–Paso –le respondió Brooklyn torciendo el gesto.

Yo sonreí. Sabía que Nat no hablaba en serio. Si lo hubiese dicho Sophie, tal vez me la habría tomado en serio.

–No digas que no antes de tiempo –intervino Sophie–. Al fin y al cabo, ¿qué piensas que estará haciendo James con los chicos?

–¿Piensas que pueden estar viendo un espectáculo de bailarines exóticos? –le preguntó Brooklyn.

–Bailarinas –la corrigió Sophie.

–Los chicos se han ido a ver dos partidos de softball seguidos.

–¿Y después? –insistió Sophie.

Yo no me imaginaba a James en un espectáculo de striptease, pero Brooklyn hizo una mueca, como si le pareciese una posibilidad, aunque la idea fuese ridícula.

–¿Acaban de llegar al hotel? –preguntó la mujer que había detrás del mostrador en tono alegre.

–Aquí está la reserva –le respondió Nat, dejando un papel encima del mostrador.

Yo retrocedí y le pregunté a Brooklyn en voz baja:

–No estás preocupada por James, ¿verdad?

Brooklyn frunció el ceño y se encogió de hombros. Después se acercó al mostrador y buscó en su bolso.

–¿Necesita mi tarjeta de crédito?

–Solo necesito una para hacer el check-in –respondió la recepcionista–. El último día pueden pagar por separado si quieren.

Yo me coloqué al lado de Brooklyn.

–No va a ir a ver un striptease –susurré, preguntándome cómo era posible que Brooklyn considerase aquella posibilidad.

James era economista, trabajaba en una de las consultoras más conservadoras de Seattle y gestionaba sus redes sociales como si de bombas nucleares se tratase, así que no iba a ir a un club de striptease.

No me lo imaginaba arriesgándose a que alguien le hiciese una fotografía en un lugar así. Además, ya tenía a Brooklyn, que era la mujer más bella del país.

Brooklyn se dedicaba a comprar moda para una cadena de tiendas de Seattle, pero habría podido ser estrella de cine o modelo.

–¿Qué ocurre? –le pregunté.

Ella giró la cabeza y sonrió.

–Nada, ¿qué podría ocurrir?

Pero había algo extraño en su mirada.

–¿Te ha hecho algo James? –le pregunté.

–No.

–Entonces, ¿qué…?

–Nada –insistió Brooklyn, volviendo a sonreír–. Es perfecto. James es perfecto. Voy a reservar una cita en el spa.

–Yo puedo ayudarla –le dijo la recepcionista, devolviéndole la tarjeta de crédito.

Yo no me quedé completamente convencida de que Brooklyn estuviese bien, pero pensé en un masaje con piedras calientas y decidí que todo lo demás podía esperar.

 

 

Después del masaje, de ducharme y de vestirme, vi a Sophie en el bar del hotel. Había un trío tocando jazz en un rincón y velas encima de las mesas de cristal.

Yo me había puesto tacones y mi vestido de cóctel plateado, así que me senté en un taburete a su lado para descansar los pies.

–¿Qué estás tomando? –le pregunté.

–Un martini con vodka.

El camarero se acercó, también era un chico guapo.

–¿Qué va a tomar?

Su sonrisa era agradable y sensual y tenía una belleza clásica, unos treinta años, y unos inteligentes ojos grises.

Yo tampoco tenía nada en contra de los camareros, salvo cuando los conocía en su lugar de trabajo. Allí coqueteaban con todo el mundo, como los aparcacoches, ya que también se ganaban la vida con las propinas.

–Uno de esos –dije, señalando la copa de Sophie.

Le sonreí, pero solo un instante. No quería pasarme la noche charlando con un camarero. Quería pasar la noche con mis amigas.

Al otro lado del bar vi llegar a un chico muy guapo, lo que me distrajo.

Aquel no era camarero, ni aparcacoches, ni tampoco profesor, eso era seguro.

Llevaba un traje perfecto sobre su cuerpo perfecto, iba perfectamente despeinado y tenía un rostro muy atractivo y los ojos brillantes, azules. Parecía recién salido de la portada de una revista de moda.

Se dio cuenta de que lo miraba, pero no me sonrió. Aun así, yo me ruboricé.

Y, entonces, se acabó. Él continuó andando como si nuestras miradas jamás se hubiesen cruzado, como si no me hubiese visto. Y yo pensé que tal vez ni me había visto, que era posible que yo me lo hubiera imaginado.

Había leído una estadística que decía que sesenta y siete por ciento de las mujeres conocían a sus maridos antes de acabar la universidad, así que yo estaba ya en el treinta y tres por ciento restante.

A eso había que añadir que el veintidós por ciento de las mujeres no se casaban nunca, así que mi futuro era sombrío. Solo tenía un doce por ciento de posibilidades de conocer al hombre perfecto.

Por no hablar del cincuenta por ciento de divorcios, porque, en ese caso, me quedaba con un seis por ciento. Y un seis por ciento era una cifra desmoralizante.

–Tierra llamando a Layla –dijo Sophie.

Yo intenté volver a la realidad. Iba a pasar un fin de semana con mis amigas.

–¿Ha bajado ya Brooklyn? –pregunté.

Brooklyn y yo compartíamos una habitación y Sophie y Nat, otra, un piso más arriba. Al final, nosotras teníamos vistas al puente y ellas, al edificio de enfrente. Les habíamos ofrecido cambiar, pero a nadie parecía importarle mucho las vistas.

Ambas habitaciones tenían unas bañeras enormes, duchas de vapor y unas camas muy cómodas.

–Todavía no la he visto –me respondió Sophie.

Yo miré a nuestro alrededor, pero tampoco la vi.

–Tengo ocho cojines –le comenté a Sophie.

–¿Los has contado?

–Los he contado.

–¿Y has sacado la raíz cuadrada? –me preguntó ella sonriendo con malicia.

–Si incluyo la almohada, la raíz cuadrada es tres.

–Layla –me susurró Brooklyn al oído, poniendo el brazo alrededor de mis hombros–. Pensé que no ibas a salir nunca de la ducha.

–Es una ducha estupenda –le respondí.

–¿Qué estáis bebiendo? –preguntó Brooklyn, que parecía muy contenta.

–Martini con vodka –le dijo Sophie–. ¿Y tú?

–Me he tomado un sunburst bramble en la otra punta del vestíbulo. No os lo recomiendo.

Llevaba un vestido color malva, corto y con escote halter y tacones altos. Como siempre, estaba muy guapa y estilosa.

El camarero apareció como por arte de magia.

–¿No le ha gustado el sunburst bramble? –le preguntó a Brooklyn–. ¿Quiere que se lo cambie por otra cosa?

–¿Sería tan amable? –le dijo Brooklyn–. Qué detalle.

Él le dio la carta de cócteles.

–¿Por qué no elige por mí? –le pidió Brooklyn, tocándose la larga melena rubia–. ¿Algo que sea más dulce, tal vez con fresas o un poco de irish mist?

Yo puse los ojos en blanco. Aquella era la Brooklyn que había conseguido que nos invitasen a batidos durante todo un verano, salvo que por aquel entonces no había estado a punto de casarse.

–¿Cuántas copas te has tomado? –le pregunté, pensando que tal vez hubiese vaciado el minibar mientras yo estaba en la ducha.

–Solo una, pero me iba a tomar otra.

Yo me dije que no tenía de qué preocuparme. Brooklyn estaba de muy buen humor, y eso era algo estupendo. Al fin y al cabo, aquel era su fin de semana.

El camarero trajo mi copa.

–Voy un momento al baño –nos dijo Brooklyn–. Guardadme la copa si me la traen.

–Hecho –le aseguré yo.

Vi cómo tres hombres la seguían con la mirada. Siempre era así, seguro que Brooklyn ya no se daba ni cuenta.

–Me parece que Nat está empeñada en ver el espectáculo masculino de baile –me dijo Sophie.

–De eso, nada –le contesté yo.

Nat era la más puritana de las cuatro. Era como James, pero en femenino.

–Pues yo tengo la sensación de que quiere liberarse.

El novio de Nat la había dejado un par de meses antes y, desde entonces, no había salido con nadie. Henry le había hecho mucho daño a su autoestima.

Nat llevaba gafas y tenía las mejillas cubiertas por unas bonitas pecas. Su pelo castaño tal vez no fuese muy exótico, y no era tan elegante como Brooklyn, pero tenía una sonrisa preciosa que hacía que se le iluminasen los ojos azules.

–Ahora mismo está charlando con un chico –me dijo Sophie, inclinándose hacia mí.

Yo seguí su mirada con disimulo.

Nat estaba sentada a una mesa, en un rincón, hablando con un chico vestido con chaqueta de traje y camisa blanca. Era atractivo, aunque no mi tipo.

Se oyó un fuerte ruido y yo agaché la cabeza.

La habitación se quedó a oscuras y se oyeron varios gritos.

Después, todo el mundo se quedó en silencio.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó Sophie en la oscuridad.

–Se ha roto algo –dije yo.

–Sí.

Mis ojos se acostumbraron a la luz de las velas y pude ver las luces de la bahía por las ventanas.

–Ha sido solo un corte de electricidad –anunció el camarero en tono alegre–. Ocurre a veces. Por favor, siéntense y disfruten del ambiente. La luz no tardará en volver.

–Al menos tenemos bebidas –comentó Sophie, levantando su copa y dándole otro sorbo.

–Eh, chicas –dijo Nat, acercándose y sentándose al lado de Sophie.

–¿Qué ha pasado con tu hombre? –le preguntó esta.

–Cuando se han pagado las luces, ha gritado como una niña asustada.

–Qué decepción –le dije yo.

En ocasiones me preguntaba si quedaban hombres buenos en el mundo. Había hecho una lista de cualidades. No pedía mucho, solo características como integridad y temperamento, pero lo de gritar como una niña asustada no estaba en mi lista.

–Así que jamás te rescataría de un oso –le dijo Sophie a Nat.

–¿Quién necesita que la rescaten de un oso? –le preguntó esta riendo.

–Yo a lo mejor me voy de camping –le respondió Sophie.

–¿Tú?

Sophie era la gerente de un restaurante de cinco estrellas y no era de las que disfrutaban con la naturaleza.

–En cualquier caso, un tipo al que le da miedo la oscuridad no es tu tipo ni el mío –comentó Nat.

Yo pensé que sería estupendo que Nat conociese al hombre de su vida aquel fin de semana, en el que las cuatro estábamos en San Francisco celebrando la despedida de soltera de Brooklyn.

Todas estábamos solteras. Bueno, Brooklyn, por poco tiempo, pero Sophie, Nat y yo no habíamos tenido mucha suerte con los hombres.

Era difícil encontrar buenos candidatos. Habría podido hacer una lista de los defectos de los chicos con los que había salido en los últimos seis meses: demasiado ruidosos, demasiado cerebritos, demasiado intelectuales, demasiado serios.

Sabía cómo sonaba aquello. Y sabía muy bien lo que estaba haciendo con aquella lista. Si me centraba en los defectos de los chicos, no pensaba en que el problema podía ser yo. Aunque en el fondo sabía que el problema era yo.

–¿Dónde está Brooklyn? –preguntó Nat.

–En el baño –le contesté yo.

–Pues ya debería estar de vuelta –comentó Sophie–. Espero que no se haya quedado encerrada en el ascensor –comentó Sophie.

–Voy a buscarla –dije, bajando del taburete.

–Te vas a perder tú también –me advirtió Nat–. O te vas a tropezar y te vas a romper un tobillo.

Pensé que a Nat no le faltaba razón.

Saqué el teléfono y le mandé un mensaje a Brooklyn.

Entonces, volví a subirme al taburete y le di un sorbo a mi copa.

Las cuatro miramos nuestro teléfono, pero pasaron varios minutos y Brooklyn no respondió.

–Se ha quedado encerrada en el ascensor –sentenció Nat.

–O en una ambulancia –intervino Sophie–. Apuesto a que venía corriendo y se ha caído.

–No digas eso ni de broma –la reprendí–. Hay quinientos invitados a la boda.

–Y el pasillo de la iglesia es muy largo –añadió Nat–. ¿Y si se ha roto una pierna?

–No se ha roto una pierna –le dije yo, dándome cuenta de que estaba tentando al destino–. Quiero decir, que espero que no se haya roto una pierna.

Eso habría sido un desastre.

 

 

La luz tardó media hora en volver. Cuando eso ocurrió, todo el mundo aplaudió.

El barman se puso a trabajar de nuevo y las camareras empezaron a circular por el salón. Brooklyn todavía no había vuelto del baño y yo miré hacia el vestíbulo en su busca.

–Ahí está –anunció Sophie.