Rosa de papel - Diana Palmer - E-Book
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Diana Palmer

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Beschreibung

Tate Winthrop salvó a Cecily Blake de las garras de su pervertido padrastro, y, desde entonces, su devoción por él no conocía límites. Sin embargo, no pudieron dar rienda suelta a la pasión que ambos sentían. Destrozada por su rechazo, Cecily se vio obligada a abandonar al hombre de sus sueños. Pero ahora, Tate estaba envuelto en un sorprendente escándalo político y, en esta ocasión, sería Cecily quien acudiría en su ayuda...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

Rosa de papel, Nº 13B - enero 2019

Título original: Paper Rose

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Publicado en español en 2000.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier pare-

cido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Tiffany son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-489-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Cecily Peterson hacía girar una preciosa rosa de papel rojo entre los dedos, deleitándose en su perfección con los ojos llenos de sueños rotos. Estaba enamorada de un hombre que nunca iba a poder devolverle ese amor. Su vida era como aquella rosa de papel, una imitación de la belleza capturada en un medio que nunca envejecería, ni se marchitaría, ni moriría. Pero era un medio frío, un medio muerto a pesar de que nunca había vivido. Tate Winthrop le había llevado aquella delicada rosa de Japón. En aquel momento, había hecho crecer en ella la esperanza de que un día llegaría a quererla, pero, a medida que los años habían ido pasando, esa esperanza se había ido apagando, hasta que al fin se había dado cuenta de que la rosa hablaba por él. Le estaba diciendo del modo más delicado posible que lo que sentía hacia ella era sólo un pálido reflejo de la pasión y el amor. Estaba diciéndole, sin pronunciar una sola palabra, que el cariño nunca podía ser sustituto del amor. Recordaba con tanta nitidez cómo había empezado su turbulenta relación hacía ya tantos años…

 

 

Ocho años antes

 

El polvo dibujaba la silueta del camino que llegaba de Corryville, Dakota del Sur. Tate Winthrop entornó los ojos, subido como estaba al poste más alto de la valla del corral, para observar el progreso de aquella vieja camioneta gris que debía traerle el pedido que había hecho en Piensos Blake.

Lo mejor sería no empezar aún con la doma de bocado de su yegua, pensó, bajándose de la valla. Los viejos vaqueros que llevaba se ceñían cómodamente a su cuerpo. Tate era un hombre alto, delgado y fuerte, con manos elegantes y pies grandes. Tenía el pelo negro y liso, que le llegaba a la cintura cuando no se lo recogía en una coleta como en aquel momento. El abuelo de su madre había estado en Little Big Horn y se había desplazado después a Washington con una delegación al juramento de Teddy Roosevelt en su cargo de presidente. Algunos de los mayores decían que se parecía mucho al viejo guerrero.

Sacó el habano que se había guardado en el bolsillo de la camisa de franela y prendió una cerilla para encenderlo en el hueco de sus manos. Los chicos de la agencia siempre querían saber cómo se las arreglaba para conseguir cigarros de contrabando, pero él no se lo había dicho a nadie. Guardar secretos era precisamente su forma de vida. Era el alma de su trabajo.

La camioneta subió la cuesta y volvió a aparecer junto a la casa, el granero y el corral en el que una yegua blanca como la nieve golpeaba impaciente la tierra con los cascos, agitando su melena.

Una chica joven y delgada bajó de la cabina de aquel viejo trasto. Era rubia, llevaba el pelo corto y tenía los ojos verdes. Estaba demasiado lejos como para verlos, pero los conocía mejor de lo que le hubiera gustado. Se llamaba Cecily Peterson. Era la hijastra de Arnold Blake, el hombre que acababa de heredar Piensos Blake, y el único empleado que no tenía miedo de ir hasta allí para llevar el pedido. El rancho de Tate, que no quedaba demasiado lejos de la Reserva Sioux Pine Ridge, quedaba junto al límite sur de la Reserva Sioux Wapiti Ridge. La misma ciudad de Corryville se asentaba junto al gran río Wapiti. La madre de Tate, Leta, vivía en la reserva Wapiti, que quedaba a un tiro de piedra de Corryville. Tate había crecido en la discriminación. Quizás fuera esa la razón de que se hubiera comprado el rancho lejos de la tribu en cuanto había podido permitírselo.

La gente no le gustaba demasiado, y sobre todo mantenía las distancias con las mujeres blancas, pero Cecily era su debilidad. Era una chica de diecisiete años dulce y amable, aunque la vida había sido dura con ella. Su madre, inválida, había muerto hacía poco, y ahora vivía con su padrastro y un hermano de éste. El hermano era un tipo decente, lo bastante mayor para haber sido abuelo de Cecily, pero el padrastro era un vago y un borracho.

Todo el mundo sabía que era Cecily quien hacía la mayor parte del trabajo en la tienda de piensos que había abierto su padre y que su padrastro había heredado tras la muerte de su madre. Y, al paso que iba, no tardaría mucho en arruinarla.

Cecily era un poco más alta que el resto de chicas de su edad y delgada como un ciervo. No iba a ser una belleza, pero tenía una fuerza interior que iluminaba sus ojos verdes y los hacía parecer esmeraldas salpicadas de cobre.

Tate frunció el ceño. Cecily no era más que una niña y su único contacto con ella eran los pedidos que hacía a la tienda, y el interés que despertaba en ella la cultura ancestral de los indios. Casi sin darse cuenta, se había encontrado instruyéndola sobre sus costumbres, pero su unión con él no había resultado evidente hasta que sobrevino la muerte de su madre. No acudió a su padrastro, ni al hermano de éste, ni a los amigos que pudiera tener en la ciudad el día en que murió su madre, sino a él. Con los ojos enrojecidos y las mejillas emborronadas de lágrimas. Y él, que nunca había permitido que se le acercase nadie excepto su propia madre, la había abrazado y había intentado consolarla mientras lloraba. Había sido lo más natural del mundo enjugar sus lágrimas, pero más tarde, el cariño que parecía sentir por él había empezado a preocuparle. Por nada del mundo podía permitir que se enamorase de él. No era sólo por la clase de vida que llevaba, nómada y solitaria, sino la escasez de sangre Lakota pura que había en el mundo. Para conservarla, debía casarse con alguien de la tribu Sioux, y no entre sus parientes, sino que perteneciese a otros Sioux. Si es que se casaba alguna vez…

Sus pensamientos volvieron al presente, a Cecily, que se acercaba. Deliberadamente no acudió a recibirla.

Pero ella no se arredró. Traía una factura en la mano que tenía que firmarle. La mano le temblaba un poco, como siempre que se acercaba a él, pero apretó el papel y el bolígrafo al acercarse. Incluso con las botas de tacón grueso que llevaba para trabajar, Tate era mucho más alto que ella. Cecily iba vestida con vaqueros y una camisa de cuadros de hombre. Nunca la había visto con algo femenino o que enseñase lo más mínimo.

Le entregó la factura sin mirarlo a los ojos.

–Mi padrastro dice que es lo que habías pedido, pero que lo revise contigo antes de descargarlo.

–¿Por qué siempre te envía a ti? –le preguntó mientras revisaba la lista.

–Porque sabe que no te tengo miedo –contestó.

Levantó la mirada y clavó sus ojos negros en ella. A veces le daban miedo. Parecían los de una cobra, imperturbables y fijos. Cuando se acercó a él por primera vez, sintió deseos de retroceder, pero ya había dejado de tenerle miedo. La había tratado con ternura, más que ninguna otra persona y sabía, a diferencia del resto de los habitantes de la ciudad, que había mucho más dentro de Tate Winthrop de lo que él dejaba entrever.

–¿Estás segura de que no me tienes miedo? –le preguntó en voz baja.

Ella sólo sonrió.

–No creo que me estrangulases si me hubiera equivocado en el pedido –replicó, ya que había oído que era eso precisamente lo que había pretendido hacer con su padrastro una vez que no le llevó el pienso que había pedido y perdió varios animales en una tormenta por su culpa.

Tenía razón. Jamás la tocaría, por ninguna razón. Firmó la factura y se la devolvió.

–Está todo lo que había pedido, sí.

–De acuerdo –contestó ella alegremente–. Voy a descargarlo.

Él no dijo nada, pero apagó el cigarro, volvió a guardárselo en el bolsillo y la siguió hasta la camioneta.

Ella lo miró con dureza.

–No soy un pastelillo de crema –protestó–. Puedo descargar unos cuantos sacos de nada sin ayuda.

–Estoy seguro, pero no lo vas a hacer. Aquí, no.

–Tate, no deberías hacerlo tú. Tendría que estar aquí mi padrastro. Ya que se ha quedado con el almacén, debería llevarlo en condiciones, ¿no?

–¿Por qué, si te tiene a ti para hacerlo? –iba a descargar un saco de fertilizante cuando se quedó mirándola –. ¿Qué te ha pasado en el cuello, Cecily?

Ella se echó mano a la base de la garganta. Había salido de casa con el cuello abrochado, pero hacía demasiado calor para llevarlo así, y no se había dado cuenta de que se le iban a ver las marcas.

Tate se quitó los guantes de trabajo, los echó sobre los sacos y empezó a desabrocharle la camisa.

–¡No! –exclamó ella–. ¡Tate, no puedes…

Pero ya lo había hecho. Sus ojos brillaban como brasas mientras apartaba la tela para ver otros moretones en la línea de la clavícula y por encima del viejo sujetador que llevaba… marcas de las manos de un hombre. Apretó los dientes y la miró fijamente. Ella enrojeció y se mordió un labio–. No quiero avergonzarte, pero vas a decirme si tienes esa misma clase de moretones en los pechos.

Ella cerró los ojos y una lágrima se escapó de debajo de sus párpados.

–Sí –musitó.

–¿Ha sido tu padrastro?

Ella tragó saliva. Era incapaz de mirarlo a los ojos, así que asintió.

–Háblame.

–Estaba intentando tocarme… ahí. Siempre lo ha intentado, incluso recién casado con mi madre. Intenté decírselo, pero ella no quiso escucharme. Les gustaba beber juntos –se cruzó los brazos sobre el pecho–. Anoche llegó borracho como una cuba y entró en mi habitación –recordarlo le producía náuseas–. Yo estaba dormida –la repulsión que sentía le brillaba en la mirada–. ¿Por qué los hombres son tan animales? –preguntó con un cinismo demasiado exacerbado para su edad.

–No todos lo somos –contestó, y su voz pareció de hielo. Le abrochó la camisa con presteza–. Ni siquiera tienes un sujetador en condiciones.

Ella enrojeció.

–Se suponía que nadie iba a verlo.

Le cerró la camisa hasta el cuello y apoyó las manos en sus hombros.

–No vas a tener que volver a soportar algo así.

Ella lo miró con los ojos desmesuradamente abiertos.

–¿Qué?

–Lo que has oído. Venga, vamos a descargar esto. Luego hablaremos y tomaremos la decisión que haya que tomar.

Poco después, la tomaba de la mano y la obligaba casi a entrar en su casa. Le ofreció una silla, llenó de café una taza y se la dejó delante.

Cecily, sorprendida, se sentó y miró a su alrededor. Era la primera vez que entraba en su casa, y le sorprendió que no resultara ser lo que parecía desde fuera. Estaba llena de equipos electrónicos, ordenadores, impresoras, una especie de centralita de teléfonos y varios receptores de radio de onda corta. En una de las paredes había una colección de pistolas y rifles que no se parecían a nada que hubiera visto antes.

El mobiliario también era impresionante. Como todos los demás, había oído rumores sobre aquel hombre tan solitario que, siendo un lakota, no vivía en la reserva, que tenía un pasado misterioso y una profesión aún más misteriosa. A diferencia de muchos lakotas, que eran víctimas de los prejuicios, nadie se atrevía a tocar a Tate Winthrop. Era más, muchos de los habitantes de Corryville le tenían un poco de miedo.

Él también se sentó, dejó el sombrero en el suelo y la miró atentamente. Sacó de nuevo el cigarro y lo encendió.

–Anoche, ¿llegó a violarte tu padrastro? –preguntó sin rodeos.

Ella enrojeció violentamente y cerró los ojos. Sería inútil no decirle la verdad.

–Lo intentó –dijo con voz ahogada–. Yo me defendí con un golpe, pero él me sujetó. Estaba muy borracho; de lo contrario no habría podido escaparme. Siempre me había molestado, pero nunca como anoche… –lo miró, angustiada–. Me escondí en el bosque hasta que se quedó dormido, pero no me atreví a volverme a dormir –hizo una pausa–. Preferiría morir de hambre antes que dejárselo hacer. ¡Lo digo en serio!

Siguió observándola mientras el humo de su cigarro subía hacia el techo. La conocía lo bastante para saber que nunca faltaba a sus obligaciones, jamás se quejaba, nunca pedía nada. La admiraba por ello, y eso era raro, porque la mayoría de las mujeres provocaba una especie de desprecio en él. Especialmente las blancas. Pero pensar en el asalto de su padrastro le hacía desear estrangularle con sus propias manos. Nunca había deseado de ese modo hacerle daño a alguien.

Quitó la ceniza del puro en un gran cenicero de cristal y quedó en silencio durante un par de minutos.

Ella tomó varios sorbos de su café, incómoda. Aquel hombre seguía siendo casi un extraño para ella, y la había visto en ropa interior. Era una incomodidad diferente y extraña, una sensación que no había experimentado con nadie.

–¿Qué quieres hacer con tu vida, Cecily? –le preguntó de pronto.

–Quiero ser arqueóloga –contestó sin dudar.

Él arqueó las cejas.

–¿Por qué?

–Tuvimos un profesor, justo el último año de instituto, que era arqueólogo. Había participado en la excavación de unas ruinas mayas en la península de Yucatán –el entusiasmo iluminó sus ojos verdes–. Me parece que debe ser algo maravilloso sacar a la luz los restos de una antigua civilización y mostrárselos al mundo… –su voz perdió intensidad. Era un sueño imposible–. Pero no hay dinero para eso. Mi madre tenía unos ahorrillos, pero mi padrastro se los ha gastado ya.

–¿Cuánto tiempo hace que murió tu padre?

–Seis años, pero mi madre se casó con él el año pasado –cerró los ojos y se estremeció–. Se sentía muy sola, y él la prestaba mucha atención. Pero yo comprendí qué clase de tipo era desde el principio. ¿Por qué mi madre no se daría cuenta?

–Porque hay personas que carecen de percepción –contestó, y siguió analizándola con la mirada–. ¿Qué notas sacaste en el instituto?

–Sobresalientes y notables. Las ciencias siempre se me han dado bien –de pronto se le ocurrió una posibilidad desagradable–. ¿Vas a intentar que encierren a mi padrastro? Todo el mundo se enteraría de que…

Tenía miedo de la opinión de los demás, del juicio, de las miradas.

–¿Es que no crees que la violación sea causa suficiente?

–No llegó a hacerlo, pero tienes razón. Va a estarse todo el día sentado en casa, pensándolo. Esta noche ya no podré escapar. Ni siquiera si me escondo en el bosque.

Tate se inclinó hacia delante, una mano apoyada en la pulida superficie de la mesa de madera de cerezo. Cecily sentía ganas de vomitar. Se cruzó de brazos y dejó vagar la mirada, temblando. Era la peor pesadilla que había vivido en su corta vida.

–Deja de darle vueltas –dijo él. Daba la impresión de que nada podía desestabilizarle–. No volverá a tocarte, eso te lo garantizo. Tengo una solución.

–¿Una solución?

Sus ojos estaban llenos de esperanza.

–Podrías conseguir una beca de la universidad George Washington, en Washington D.C. –dijo, alegrándose de haber aprendido a mentir tan bien, sin delatarse y sin contemplar la posibilidad de que una mentira siempre podía volver y complicarle la vida–. Libros y manutención. Es para personas necesitadas, y tú desde luego reúnes los requisitos. ¿Te interesa?

–Sí, bueno… pero ¿cómo voy yo a llegar hasta allí y a solicitar la beca?

–Olvídate por ahora de esos detalles. En esa universidad tienen un buen programa de arqueología y estarías lejos del alcance de tu padrastro. Si te parece bien, no tienes más que decirlo.

–¡Claro que me parece bien! –exclamó–. Pero de todas formas, tendré que volver a casa y…

–No, no vas a volver –le interrumpió–. Nunca más.

Se levantó de la silla y marcó un número de teléfono. Esperó un instante y luego empezó a hablar en un idioma incomprensible para ella.

Había convivido con lakotas durante casi toda su vida, pero nunca había oído hablar así su lengua. Estaba llena de matices de la voz, de musicalidad, y parecía hablar de lugares olvidados y traer el sonido del viento. Le encantaba cómo sonaba con su voz profunda.

La conversación no tardó en terminar.

–Vámonos.

–La camioneta… yo tengo que… los pedidos…

–Yo haré que le devuelvan la camioneta a tu padre junto con un mensaje.

No mencionó que sería él personalmente quien haría ambas cosas.

–Pero ¿dónde voy a ir?

–A la reserva de mi madre. Mi padre trabaja en Chicago, así que está sola. Le gustará tu compañía.

–No tengo ropa –protestó.

–Ya me ocuparé yo de recogerla de tu casa.

–Haces que parezca tan fácil… –exclamó, sorprendida.

–La mayoría de las cosas lo son si eres capaz de quitar la paja que las rodea. Hace tiempo que aprendí a ir directo al grano –abrió la puerta–. ¿Vienes?

Cecily se levantó. De pronto se sentía libre y llena de esperanza. Era como uno de esos milagros imposibles de creer.

–Sí.

I

 

 

En la actualidad

Washington, D.C.

 

 

Las cámaras y sus flashes se disparaban sin parar alrededor de Cecily Peterson. Micrófonos blandidos por acrobáticos periodistas aparecían frente a su cara mientras caminaba sin premura para salir de la cena para recaudar fondos ofrecida por el senador Matt Holden.

A su espalda, quedaba un hombre alto y con una larga coleta de cabello negro esperando a que toda una sopera de crema de cangrejo acabase de escurrir del que hasta un momento antes había sido un inmaculado pantalón de esmoquin. Tenía que esperar para poder moverse. La rubia que le acompañaba, adornada con tantos diamantes que parecía un árbol de Navidad, había arponeado con la mirada la espalda de Cecily.

Y Cecily seguía caminando.

–Que salga en las noticias de las once –murmuró, dirigiéndose a nadie en particular y con una sonrisilla.

No parecía una mujer cuya vida acababa de quemarse y hundirse en el espacio de unos pocos minutos. Su vida estaba como el esmoquin de Tate Winthrop… destrozada. Todo iba a cambiar.

Se encaminó al coche negro en el que su acompañante la había llevado y esperó a que saliese. Los zapatos se le habían humedecido al pisar sobre la hierba y notaba cómo el pelo empezaba a soltarse del complicado moño. La calle y las luces de los coches eran para ella borrones de color, ya que no llevaba las gafas y no podía utilizar lentes de contacto. Llevaba puesto un vestido negro de finas hombreras, y el chal negro que le adornaba apenas servía para darle calor. No podía entrar en el coche sin tener la llave, pero eso no importaba. Estaba demasiado aturdida para sentir el frío de la noche, o para preocuparse por el denso tráfico de Washington. La enfurecía haber tenido que saber la verdad sobre el estado de sus cuentas y de su supuesta beca de formación a través de la rubia teñida que acompañaba últimamente a Tate Winthrop, y mentalmente retrocedió dos días. Todo parecía tan perfecto entonces que sus sueños parecían a punto de convertirse en realidad…

 

 

El aeropuerto de Tulsa estaba abarrotado. Cecily tenía que hacer malabarismos para que su bolsa de viaje y la del equipo no fueran arrastradas por la marea humana mientras oteaba el horizonte en busca de Tate Winthrop. Iba vestida con su atuendo habitual de trabajo: botas, pantalón caqui, chaqueta de safari y un sombrero colgándole a la espalda. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño en lo alto de la cabeza, y a través de sus gafas de cristales gruesos, sus ojos verdes brillaban de alegría. No era corriente que Tate le pidiese ayuda para resolver un caso. Era toda una ocasión.

De pronto lo vio aparecer, más alto que el resto de la gente. Era un sioux lakota, y lo parecía. Tenía unos pómulos muy marcados, la mandíbula firme y su ojos eran negros y profundos; su labio superior era fino, pero el inferior carnoso y bien marcado; el pelo liso y negro como la noche, y le caía hasta la cintura, de no llevarlo en coleta como en aquella ocasión. Era alto y fuerte, pero sin exageración, y una vez había trabajado para una agencia secreta del gobierno. Se suponía que ella no debía saberlo, claro; ni eso ni que se mantenía en contacto con ellos bajo cuerda para intentar solventar un caso de asesinato en Oklahoma.

–¿Dónde está tu equipaje? –le preguntó Tate con su voz profunda.

Ella lo miró descaradamente. Estaba muy elegante con su traje de tres piezas.

–¿Y dónde está tu atuendo de trabajo? –replicó con la soltura que dan los años de confianza.

Tate la había salvado de los avances de un padrastro borracho cuando sólo tenía diecisiete años llevándola a casa de su madre en la reserva sioux de Wapiti, cerca de Black Hills, y allí se quedó hasta que le consiguió una beca para la universidad George Washington, cerca del apartamento que él tenía en Washington D.C. Había sido su ángel guardián durante cuatro años de universidad y su curso posgrado que estaba empezando en aquel momento: arqueología forense. Estaba empezando a ganarse el respeto de los demás por su forma de trabajar. Había sacado las mejores notas durante toda la carrera, lo cual no era sorprendente, ya que carecía de vida social. No necesitaba salir con nadie, ya que no tenía ojos para otro hombre que no fuese Tate.

–Soy jefe de seguridad de la corporación Hutton –le recordó–. Esto es un favor que les estoy haciendo a un par de amigos, así que éste es mi atuendo de trabajo.

–Te vas a poner perdido –le advirtió con una mueca.

–Ya me cepillarás tú después –bromeó.

Cecily sonrió de oreja a oreja.

–¡Eso sí que es un incentivo!

Tate se echó a reír.

–Ya basta. Tenemos una situación complicada en nuestras manos.

–Eso me pareció al hablar contigo por teléfono –miró a su alrededor–. ¿Dónde está la retirada de equipajes? He traído unas cuantas herramientas y equipo electrónico.

–¿Y ropa?

–¿Para qué voy a necesitar un montón de ropa quitándole sitio a mi equipo? Todo lo que llevo puesto es de lavar y poner.

Tate hizo una mueca.

–Pero no pensarás ir a un restaurante así, ¿no?

–¿Por qué no? Además, ¿quién va a llevarme a un restaurante? Tú nunca lo has hecho.

–Es que pretendo hacer esa penitencia mientras estés aquí –replicó, encogiéndose de hombros.

–¡Genial! ¿Tu cama o la mía?

Tate se echó a reír. Cecily era la única persona que era capaz de hacerle sentir despreocupado, aunque fuera sólo durante un momento. Hacía nacer algo en su interior; algo que él se cuidaba mucho de no mostrar.

–Nunca te rindes, ¿verdad?

–Algún día cederás –le aseguró–, y pienso estar preparada. Llevo una caja de preservativos sin estrenar en la mochila.

–¡Cecily!

Ella se encogió de hombros.

–Una mujer tiene que pensar en esas cosas, y ya tengo veintitrés años. Además, tú apareciste en escena y me rescataste de algo terrible. ¿Qué culpa tengo yo si a tu lado el resto de amantes potenciales parecen sólo pedazos de alcornoque?

–No te he traído aquí para hablar de tu vida sexual –puntualizó.

–¡Y yo que esperaba que pusieras a mi disposición tu vasta experiencia!

El comentario le valió una mirada severa y Cecily suspiró.

–Está bien –dijo a regañadientes–. Me rindo… por ahora. ¿Para qué me has traído? –le preguntó–. Mencionaste algo sobre restos de esqueletos.

Tate miró a su alrededor antes de hablar.

–Hemos recibido un soplo en el que nos dijeron que podríamos solventar un caso de asesinato si investigábamos en un lugar concreto. Hace unos veinte años, un agente doble extranjero desapareció cerca de Tulsa. Llevaba consigo un microfilm en el que se identificaba a un topo infiltrado en la CIA. Sería muy embarazoso para todo el mundo que el cadáver resultase ser el de ese topo y el asunto del microfilm volviese ahora a la superficie.

–Supongo que ese topo ha escalado muchos peldaños en el mundo, ¿verdad?

–Mejor no quieras saberlo –contestó, y con una sonrisa añadió–: no quiero tener que ponerte en el programa de protección de testigos. Lo único que tienes que hacer es decirme si el cadáver es el del hombre que andamos buscando.

–¿No teníais a un experto trabajando en ello?

–No te imaginas la clase de experto que han enviado.

Sí que se lo imaginaba, pero no dijo nada.

–Además –añadió–, tú eres discreta. Sé por experiencia que no dirás todo lo que sepas.

–¿Qué os ha dicho ese experto sobre los restos?

–Pues que son muy antiguos –replicó, exagerando el tono–. ¡De hace miles de años, seguramente!

–¿Y por qué crees que no es así?

–Pues porque hay un agujero del calibre treinta y dos en el cráneo.

–Ya. Así que queda descartado que se trate de un cazador indio del paleolítico.

–Exacto. Pero necesito que sea un experto quien lo diga; si no, el caso se cerrará, y no sé qué opinarás tú, pero yo no quiero tener a un antiguo agente del KGB dirigiéndome desde el gobierno.

–Yo tampoco. ¿Te has parado a pensar que alguien podría haber utilizado el cráneo para hacer prácticas de tiro?

Él asintió.

–¿Podrás fechar los restos?

–No lo sé. La prueba del carbono es la más fiable, pero se toma su tiempo. Haré todo lo que pueda.

–Con eso me basta. Los expertos en arqueología india no abundan últimamente en la compañía. Tú has sido la única persona a la que he podido recurrir.

–Me siento halagada.

–Eres buena en tu trabajo; no es cuestión de halagos. ¿Qué traes en esas maletas, si no es ropa? –quiso saber.

–Un ordenador portátil con módem y fax, un teléfono móvil, herramientas varias para excavar, incluyendo una pala plegable, dos libros de consulta sobre restos de esqueletos humanos…

Le costaba trabajo levantarla y Tate se la quitó de la mano.

–Dios mío, te vas a herniar con este peso. ¿Es que no has oído hablar de esos carritos que venden para llevar las maletas.

–Claro que sí. Tengo tres, pero están todos en el armario de Washington.

La condujo a un utilitario que había aparcado cerca de la puerta, metió sus cosas en el maletero y le abrió la puerta.

Cecily no era guapa, pero tenía algo especial. Era inteligente, vivaracha, descarada y le hacía sentirse bien por dentro. Podría haber llegado a ser todo su mundo, si él se lo hubiera permitido, pero su sangre era lakota, y la de ella no. Si alguna vez llegaba a casarse, algo que su profesión hacía muy poco probable, no le gustaba la idea de mezclar su sangre.

Subió al coche y con un gesto de impaciencia abrochó el cinturón de seguridad de Cecily.

–Siempre se te olvida –murmuró, mirándola a los ojos.

Ella sintió que la respiración se le volvía algo dificultosa al encontrarse con su mirada tan cerca. Siempre le pasaba lo mismo. Tate era un hombre atractivo y muy sensual, y ella le quería más que a su propia vida. Llevaba años queriéndolo, pero era un amor sin esperanza, una adoración que no le devolvían. Jamás la había tocado, ni de la forma más inocente. Sólo la miraba.

–Debería cerrarte la puerta para siempre –le dijo–. No debería hablarte, ni verte siquiera, y seguir adelante con mi vida. Eres un tormento.

Inesperadamente, él le rozó la mejilla con la yema de los dedos y suavemente llegó hasta su labio inferior.

–Yo soy lakota –dijo–. Tú, blanca.

–Existe una cosa que se llama control de natalidad –contestó con voz temblorosa.

De pronto se quedó muy serio, casi solemne.

–¿Es sexo todo lo que quieres de mí, Cecily? –se burló–. ¿Nada de hijos?

Era la conversación más seria que habían tenido. No podía apartar la mirada de sus ojos. Le deseaba, sí, pero también quería llegar a tener hijos algún día. Su expresión se lo dijo todo.

–No, Cecily –continuó casi con dulzura–. Sexo no es lo que tú quieres, y lo que de verdad deseas, yo no puedo dártelo. No tenemos futuro juntos. Si me caso algún día, es importante para mí que lo haga con una mujer que tenga el mismo bagaje que yo. Y no quiero vivir con una jovencita blanca e inocente.

–No sería tan inocente si tú quisieras cooperar un poco –protestó.

Sus ojos negros brillaron.

–En otras circunstancias, lo haría –dijo, y de pronto percibió algo peligroso en su sonrisa, algo que le aceleró aún más el pulso–. Me encantaría desnudarte, meterme en la cama contigo y curvarte como la rama de un sauce bajo mi cuerpo.

–¡Basta! –exclamó ella teatralmente–. ¡Voy a desmayarme!

Su mano se deslizó bajo su nuca y tiró de ella hasta que sus alientos se rozaron.

–Me estás tentando demasiado –le dijo en voz baja, y Cecily percibió el olor a café de su respiración–, y es más peligroso de lo que te imaginas.

Ella no contestó. No podía. Estaba temblando, excitada, enferma de deseo. En toda su vida sólo aquel hombre conseguía que se sintiera viva, que sintiera verdadera pasión. A pesar de su traumática experiencia como adolescente, sentía una fiera atracción física hacia Tate, algo que era incapaz de sentir con otros hombres.

Ella rozó su mejilla con los dedos y avanzó por su cuello hasta llegar al cabello que llevaba siempre recogido, controlado… como sus pasiones.

–Podrías besarme –susurró–, sólo por ver qué se siente.

Tate se quedó inmóvil, a menos de un centímetro de los labios entreabiertos de ella. El silencio que reinaba en el coche era tenso, lleno, palpitante de posibilidades. La miró a los ojos y en el verde de sus pupilas vio el calor que no podía ocultar. Su propio cuerpo sintió la tibieza del de ella y comenzó a reaccionar en contra de su voluntad.

–Tate –susurró, acercándose a su boca, a sus labios perfectamente dibujados que prometían el cielo, la satisfacción, el paraíso.

Los dedos de Tate se enredaron en su pelo y tiró, pero a ella no le importó. Todo el cuerpo le dolía.

–Cecily, estás loca –masculló.

Entreabrió un poco más los labios. Él estaba cediendo. Sentía su debilidad. Podía ocurrir. Podría sentir su boca, saborearla, respirarla. Le sintió dudar. Sintió la explosión de su aliento cerca de sus labios y supo que su control había cedido. Su boca se abrió y lo vio inclinarse hacia ella. Le deseaba. Oh, Dios, cómo le deseaba…

 

 

El alarido de un claxon la trajo de golpe al doloroso presente en el frío que reinaba junto al capitolio, delante del exclusivo restaurante donde acababa de dar la nota rociando a Tate Winthrop con una sopera llena de crema de cangrejo.

Un claxon también la había separado de Tate dos años antes. Se había separado de ella como golpeado por un rayo, y ése había sido el final de sus sueños. Le había ayudado a solventar el misterio del asesinato, que había resultado ser sólo un cráneo indio al que le habían disparado una bala intentando complicarle la vida a un miembro del congreso. Cualquier antropólogo medianamente profesional habría podido calcular la edad del esqueleto por sus dientes y algunos indicios más que el ejecutor del disparo no había podido conocer.

Que la hubiese incluido en aquella investigación le había dado esperanzas, pero, a partir de aquel momento, se había vuelto a mantener a distancia, y durante los dos años de sus estudios de posgrado, su amistad se había enfriado. Y aquella noche, la había hecho añicos.

El doctorado era un sueño que también se desvanecía rápidamente. Tate le había dicho que sus estudios, su apartamento, la ropa, la comida y demás necesidades quedaban cubiertas por la beca de una fundación anónima que ayudaba a las mujeres sin recursos a cursar sus estudios, y con regularidad, había recibido en la cuenta del banco los fondos necesarios para todo ello. Pero aquella noche había descubierto que se trataba de una mentira. Tate había corrido con todos los gastos, todos, con dinero de su propio bolsillo.

Intentó taparse más con el chal para evitar el frío cuando una figura alta y delgada atravesó el aparcamiento y llegó a su lado.

–Ya eres famosa –le dijo Colby Lane, y los ojos le brillaron sobre las mejillas descarnadas–. Te vas a ver en las noticias de la noche, si es que vives lo bastante para verlas –señaló con el pulgar por encima del hombro–. Tate viene hacia aquí.

–¡Abre el maldito coche y sácame de aquí!

Él se echó a reír.

–Cobarde…

Abrió la puerta y subió al coche. Cuando Colby se sentaba tras el volante y arrancaba el motor, Tate se acercaba a ellos por el aparcamiento y Cecily le tiró un beso mientras el coche se incorporaba al tráfico de la calle.

–Estás jugando con fuego esta noche –le dijo Colby–. Sabe dónde vives.

–Claro que lo sabe. Él paga el alquiler –añadió, herida, arrebujándose bajo el chal–. No quiero ir a casa, Colby. ¿Puedo quedarme esta noche en la tuya?

Sabía que Colby Lane seguía enamorado de su ex mujer, Maureen, cosa que sabían muy pocas personas. No quería saber nada de otras mujeres incluso habiendo pasado ya dos años desde su divorcio. Se emborrachaba de vez en cuando como único exceso, pero no era peligroso. Llevaba años siendo un buen amigo, lo mismo que Tate.

–No le va a gustar –dijo.

Ella suspiró.

–¿Y eso qué importa ya? –preguntó–. Acabo de quemar todos los puentes.

–No sé qué te habrá dicho esa idiota de Audrey, pero fuera lo que fuese, no era asunto suyo.

–Puede que quiera que Tate le ponga un pedrusco en el dedo, y no podrá permitírselo mientras siga corriendo con todos mis gastos –contestó con amargura.

–Sabes que Tate no va a casarse con ella –contestó

–¿Por qué no? Lo tiene todo: dinero, posición, poder y belleza… y una licenciatura por Vassar.

–En psicología –murmuró Colby.

–Lleva varios meses saliendo con él.

–Tate sale con un montón de mujeres, pero no se casará con ninguna de ellas.

–Desde luego, conmigo no –le aseguró–. Soy blanca.

–Dejémoslo en tostadita –bromeó–. Podrías casarte conmigo. Te cuidaría bien.

–Me llamarías Maureen en sueños y yo te abriría la cabeza con la lámpara.

Colby inspiró profundamente y apretó el volante en las manos. Una de ellas era artificial. Había perdido un brazo en África. Era mercenario, soldado profesional. A veces trabajaba para agencias secretas de distintos gobiernos, y otras ofrecía sus servicios libremente. Ella nunca le preguntaba nada. Salían juntos de vez en cuando, y ambos eran sufridores de pasiones no correspondidas.

–Tate es un idiota –dijo sin más.

–No le atraigo –le corrigió–. Es una pena que no sea lakota.

–Leta Winthrop tendría mucho que decir al respecto –murmuró–. ¿No fuiste tú quien presionó el mes pasado en el senado para conseguir la autonomía?

–Otros activistas y yo. A algunos lakota no les hace gracia que una mujer blanca abogue por su caso, pero lo he hecho lo mejor que he sabido.

–Lo sé.

–Gracias por tu apoyo –se recostó en el respaldo–. Ha sido una noche horrible. Supongo que el senador Holden no volverá a hablarme en la vida, y mucho menos invitarme a otra cena con fines políticos.

–No te creas, que la publicidad que le has dado a la cena le va a salir gratis –bromeó–. Además, tengo entendido que ha estado intentando convencerte de que ocupes el puesto de conservadora a cargo de las adquisiciones de su nuevo Museo Nativo Americano.

–Sí, es cierto. Puede que ahora tenga que aceptarlo. No creo que pueda seguir con mis estudios, dadas las circunstancias.

–Yo tengo algo de dinero en Suiza. Puedo ayudarte si quieres.

–Gracias, pero no. Quiero ser totalmente independiente.

–Como quieras. Si aceptas ese trabajo, no ganarás muchos puntos con Tate –le advirtió–. Matt Holden y él son viejos enemigos.

–El senador Holden no quiere que se otorgue la licencia a un casino en la reserva de Wapiti, y Tate sí. Han estado a punto de llegar a las manos un par de veces.

–Eso había oído yo también.

–Hay más casinos sioux en Dakota del Sur, pero el senador se opone a éste con uñas y dientes, y nadie sabe por qué. Tate y él han tenido enfrentamientos muy duros por ello.

–Ésa es la excusa, y tú lo sabes. En realidad, Tate no le soporta –Colby se apartó un mechón de pelo negro que le caía sobre los ojos–. Sé que ya te lo he dicho antes, pero no me importa repetirme: a Tate no le va a gustar nada que te quedes conmigo.

–No me importa. No tengo por qué rendirle cuentas de dónde duermo. Ya no es asunto suyo lo que yo haga.

–¿Te imaginas lo que va a pensar si pasas la noche en mi apartamento?

Cecily inspiró profundamente.

–Está bien. No quiero que tengáis problemas por mi culpa, después del tiempo que lleváis siendo amigos. Llévame a un hotel.

Colby pareció dudar, algo que no era corriente en él.

–Si a ti no te importa lo que piense, a mí tampoco.

–No sé si me importa o no. Ya tengo bastante lío en la cabeza como para pararme ahora en eso. Además, si no me encuentra en casa, irá a buscarme a la tuya, y no quiero que me encuentre hasta dentro de un par de días. Quiero tener tiempo de acostumbrarme a la nueva situación y de tomar decisiones sobre mi futuro. Quiero hablar con el senador Holden y buscarme otro apartamento. Puedo hacerlo todo perfectamente desde un hotel.

–Como quieras.

–Pero que no sea de los caros –puntualizó, sonriendo–. Ya no soy mujer de posibles. A partir de ahora, voy a tener que asumir la responsabilidad de pagar todas mis cuentas.

–Deberías haber vaciado esa sopera sobre quien se lo merecía–murmuró él.

–¿Y quién se lo merecía más que Tate?

–Audrey Gannon –replicó sin dudar–. No tenía derecho a decirte que Tate es tu benefactor. Lo ha hecho por pura maldad, para enfrentaros a Tate y a ti. Esa mujer sólo sirve para causar problemas. Llegará el día en que Tate lamente haberla conocido.

–Ha durado más que otras.

–No has pasado tiempo suficiente hablando con ella para saber cómo es. Yo sí. Tiene enemigos, entre ellos un ex marido que vive en un apartamento mínimo porque ella se quedó con la casa, el Mercedes y la cuenta en Suiza.

–Así que de ahí es de donde salen tantos diamantes, ¿eh?

–Sus padres también tenían dinero, pero se lo habían gastado casi todo cuando murieron en un accidente de aviación. Dicen que le gustan los hombres poco corrientes, y Tate lo es.

–No creo que le apetezca ir a la reserva a ver a Leta –comentó.

–Por supuesto –pararon en un semáforo en rojo–. ¡Audrey Gannon en una reserva de nativos, por Dios!

Cecily se rió y le sacó la lengua.

–Leta vale por dos Audreys.

–Por tres. Bueno, busquemos un hotel, que luego tengo que marcharme de la ciudad antes de que Tate me encuentre.

–Siempre puedes colgar un cangrejo en la puerta –bromeó–. Puede que le asuste.

–¡Ja!

Cecily se volvió a mirar por la ventanilla. Se sentía vacía, sola y un poco asustada, pero todo iba a salir bien. Tenía que salir bien. Era una mujer adulta y capaz de cuidar de sí misma, y aquella era la oportunidad de demostrarlo.

II

 

 

 

 

 

Y salió en las noticias de las once. Al senador Holden le hizo tanta gracia que cuando Cecily le llamó para preguntarle por el trabajo que le había ofrecido en el nuevo museo, se lo dio inmediatamente y sin hacer preguntas.

A primera hora del lunes, encontró un pequeño apartamento que podría pagar con el salario que iba a ganar y dejó el apartamento que le había estado pagando Tate. Dejó las clases de la universidad. A partir de aquel momento, se iba a pagar hasta el último de sus gastos, y un día le devolvería a Tate todo lo que se había gastado en ella, hasta el último céntimo. Pero por el momento, dolida como estaba y asqueada de no ser para él más que un caso de caridad, no quería saber absolutamente nada del hombre al que había querido durante tanto tiempo.

Se vio obligada a utilizar los pocos ahorros que tenía para pagar la fianza del apartamento, pequeño y modesto, la mudanza de sus pocas posesiones y poder mantenerse mientras llegase el primer cheque del trabajo. Como no estaba amueblado, empezó con muy poco. Ni siquiera tenía televisión. Por lo menos, estaba más cerca del museo.

Colby fue a ayudarla a instalarse. Se presentó con una pizza, unas cuantas cintas grabadas y un regalo de bienvenida. Comieron mientras desembalaban lámparas y platos.

–No me gusta la cerveza –se quejó, pero era lo único que Colby había llevado para beber.

–Si bebes la suficiente, ya no te importará el sabor –bromeó, y Cecily sonrió–. Es la primera sonrisa que te veo desde hace días –comentó él.

–Lo estoy superando –le aseguró–. Empiezo a trabajar el lunes. Estoy deseando que llegue el día.

–Ojalá pudiera estar aquí para que me contaras qué tal te va, pero tengo un trabajo fuera del país.

Iba a tomar un bocado de la pizza, pero volvió a dejarla en la caja.

–Colby, ya has perdido un brazo…