Salambó - Gustave Flaubert - E-Book

Salambó E-Book

Gustave Flaubert

0,0
1,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La escena es en Megara, arrabal de Cartago, y en los jardines de Amílcar.
Los soldados que este había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran banquete el aniversario de la batalla de Eryx. Ausente el jefe, los numerosos soldados comían y bebían a sus anchas.
Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían situado en el camino del centro, bajo un velo de púrpura con franjas de oro que se extendía desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se desparramaba bajo los árboles, desde los que se veían una porción de edificios de techo plano, lagares, graneros, almacenes, panaderías y arsenales; un patio para los elefantes, fosos para las bestias feroces y una prisión para los esclavos.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



SALAMBÓ

Gustave Flaubert

© 2023 Librorium Editions

ISBN : 9782385741211

GUSTAVO FLAUBERT.

I

EL FESTÍN

La escena es en Megara, arrabal de Cartago, y en los jardines de Amílcar.

Los soldados que este había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran banquete el aniversario de la batalla de Eryx. Ausente el jefe, los numerosos soldados comían y bebían a sus anchas.

Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían situado en el camino del centro, bajo un velo de púrpura con franjas de oro que se extendía desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se desparramaba bajo los árboles, desde los que se veían una porción de edificios de techo plano, lagares, graneros, almacenes, panaderías y arsenales; un patio para los elefantes, fosos para las bestias feroces y una prisión para los esclavos.

Las cocinas hallábanse rodeadas de higueras; un bosque de sicomoros se extendía hasta unos manchones verdes, en los que las granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Viñas cargadas de racimos trepaban hasta el ramaje de los pinos; un campo de rosas florecía bajo los plátanos; en el césped, de trecho en trecho, se balanceaban las azucenas; una arena negra, mezclada con polvo de coral, cubría los senderos, y en medio, la avenida de los cipreses formaba de un extremo a otro como una doble columnata de obeliscos verdes.

El palacio, hecho de mármol númida, con vetas amarillas, elevaba en el fondo, sobre anchos basamentos, sus cuatro pisos con azoteas. Con su gran escalinata recta, de madera de ébano, adornada en los ángulos de cada peldaño con la proa de una galera vencida; con sus rojas puertas cuarteladas por una cruz negra; sus verjas de bronce, que a ras de tierra le defendían de los escorpiones, y su enrejado de varillas doradas, que cerraban las aberturas en lo alto, se ofrecía a los soldados, con su feroz opulencia, tan solemne e impenetrable como el rostro de Amílcar.

El Consejo había señalado la casa de Amílcar para este festín; los convalecientes que moraban en el templo de Eschmún se habían puesto en marcha al despuntar la aurora, ayudándose con sus muletas. A cada instante llegaban otros comensales, afluyendo de todos los caminos, como torrentes que se precipitan en un lago. Veíase correr entre los árboles a los esclavos de las cocinas, azorados y medio desnudos; las gacelas, balando, huían de los prados; el sol declinaba, y el perfume de los limoneros hacía más pesadas aún las emanaciones de aquella multitud sudorosa.

Hallábanse representadas allí todas las naciones: ligures, lusitanos, baleares, negros y prófugos de Roma. Junto al pesado dialecto dórico, resonaban las sílabas celtas, sonantes como los látigos de los carros de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, parecidas a gritos de chacales. Se reconocía al griego por su talla menuda, al egipcio por sus altos hombros, al cántabro por sus gruesas pantorrillas. Los carios balanceaban orgullosos las plumas de su casco; los arqueros de Capadocia se habían pintado en el cuerpo, con el zumo de hierbas, anchas flores, y algunos lidios, vestidos con traje femenino, comían con zapatillas y luciendo en las orejas grandes pendientes. Otros, que para más gala se habían pintado de bermellón, parecían estatuas de coral.

Extendíanse a lo largo de los corredores; comían agrupados junto a las mesas o bien echados sobre el vientre, cogían los pedazos de carne, y se hartaban, apoyados en los codos, con la magnífica postura de los leones cuando desgarran su presa. Los últimos en llegar, de pie junto a los árboles, veían las mesas bajas que casi desaparecían bajo los tapices de escarlata, y aguardaban su turno.

No bastando las cocinas de Amílcar, el Consejo había enviado esclavos, vajilla y lechos; en medio del jardín lucían, como en un campo de batalla cuando se queman los muertos, grandes hogueras en que se asaban bueyes. Los panes, polvoreados de anís, alternaban con grandes quesos, más pesados que discos; las cráteras de vino y los cántaros de agua hallábanse colocados en canastillas filigranadas de oro y llenas de flores. La alegría de comer y de beber sin tasa dilataba todos los ojos, y aquí y acullá empezaban las canciones.

Se les sirvió primero aves con salsa verde, en platos de roja arcilla, decorados con dibujos negros; luego, todas las especies de moluscos que crían las costas púnicas; sopas de harina, de habas y de cebada y caracoles con comino, en platos de ámbar amarillo.

En seguida se cubrieron las mesas con carnes: antílopes con sus cuernos, pavos reales con sus plumas, carneros enteros cocidos con vino dulce, piernas de camello y de búfalo, erizos en salsa de azafrán, cigarras fritas y lirones confitados. En gamellas de madera de Tamrapani flotaban, entre azafrán, grandes pedazos de grasa. Todo cargado de salmuera, trufas y asafétida. Pirámides de frutas se desmoronaban sobre pasteles de miel, sin que los cocineros hubieran olvidado servir algunos de los perritos ventrudos y de lana rosada, que se engordaban con caldo de aceitunas, manjares cartagineses de que abominaban otros pueblos. La sorpresa de los nuevos manjares excitaba la avidez de los estómagos. Los galos de largos cabellos recogidos encima de la cabeza, se disputaban las sandías y los limones, que comían con la corteza. Negros que nunca habían visto langosta de mar, se laceraban el rostro con sus rojas antenas. Griegos afeitados, más blancos que el mármol, tiraban detrás de sí las sobras de su plato, en tanto que pastores de Brucio, vestidos con piel de lobo devoraban silenciosamente su ración, sin apartar de ella los ojos.

Iba anocheciendo. Fue quitado el velario que sombreaba la avenida de los cipreses y encendidas las antorchas.

Los vacilantes resplandores del petróleo, que ardía en vasos de pórfido, asustaron a los monos encaramados en los cedros y consagrados a la luna. Sus gritos alegraban a los soldados.

Llamas oblongas temblaban al reflejarse en las corazas de bronce y arrancaban un haz de chispas en los platos, incrustados de piedras preciosas.

Las cráteras, de bordes de espejos convexos, multiplicaban la imagen agrandada de las cosas: los soldados se apretujaban en torno, mirándose embobados y haciéndose muecas para reírse. Por encima de las mesas se arrojaban los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Trasegaban los vinos griegos contenidos en odres, los de Campania encerrados en ánforas, los de los cántabros, que se transportan en toneles, y los vinos de azufaifo, de cinamomo y de loto. A causa del líquido vertido el piso estaba resbaladizo. El humo de las viandas subía hasta el follaje, mezclado al vapor de los alientos. Oíase a un mismo tiempo el crujido de las mandíbulas, el ruido de las palabras, de las canciones, de las copas, el estrépito de los vasos campanios rotos en mil pedazos o bien el limpio sonido de las fuentes de plata.

A medida que aumentaba su embriaguez, los soldados se acordaban mejor de la injusticia de Cartago. La República, agotada por la guerra, había dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios. Giscón, su general, había tenido la prudencia de irlos licenciando poco a poco para facilitar el pago de los sueldos; el Consejo confiaba en que acabarían por transigir con alguna rebaja; pero se veía ya en la imposibilidad de pagarles.

Esta deuda se enlazaba en la opinión pública con los tres mil doscientos talentos exigidos por Lutacio, y como Roma, los mercenarios eran un enemigo para Cartago. Así lo entendían ellos, y por esto estallaba su indignación en amenazas y revueltas. Acabaron por solicitar permiso para reunirse a fin de celebrar una de sus victorias, y el partido de la paz cedió, vengándose así de Amílcar, el propulsor de la guerra. Esta había terminado, contra todos sus esfuerzos, si bien temiendo por Cartago había entregado a Giscón el mando de los mercenarios. Designar su palacio para recibirlos era atraer sobre él algo del odio que los bárbaros despertaban. Además, el gasto era exorbitante, y Amílcar lo sufragaría casi todo.

Orgullosos de haberse impuesto a la República, creían los mercenarios que al fin iban a volver a sus hogares con el precio de su sangre en la capucha de su manto; pero sus fatigas, vistas a través de su embriaguez, les parecían prodigiosas y míseramente recompensadas. Se enseñaban unos a otros sus heridas; se contaban sus combates, sus viajes y las cazas de su país. Imitaban los gritos y hasta los saltos de las fieras. Recordaron después a los inmundos reclutadores, y hundían la cabeza en las ánforas, dándose a beber sin tregua, como dromedarios sedientos. Un lusitano, de talla gigante, que llevaba un hombre colgado de cada brazo, recorría las mesas, echando fuego por las narices. Los lacedemonios, que no se habían quitado las corazas, saltaban pesadamente. Algunos avanzaban como mujeres, haciendo gestos obscenos; otros se desnudaban por completo para pelear al modo de los gladiadores, y un grupo de griegos bailaba alrededor de un vaso en el que estaban pintadas unas ninfas, al son de un escudo de cobre que golpeaba un negro con un hueso de buey.

Súbitamente, oyeron un canto quejumbroso, un canto sonoro y apacible, que subía y bajaba en los aires, como aleteo de un pájaro herido.

Era la voz de los esclavos en las ergástulas. Los soldados se levantaron de un salto, para libertarlos, y desaparecieron, para volver trayendo en medio de gritos una veintena de hombres de cara pálida. Cubría su cabeza afeitada un bonetillo cónico, de fieltro negro; calzaban todos sandalias de madera y hacían un ruido de hierro viejo, como las carretas en marcha.

Llegaron a la avenida de los cipreses, donde se perdieron entre la multitud que les interrogaba. Uno de ellos se había quedado de pie, apartado de los demás. A través de los desgarrones de su túnica, se veían sus espaldas surcadas por largas heridas. En actitud pensativa miraba en torno suyo con desconfianza, y bajaba algo los párpados, deslumbrado por las antorchas; pero advirtiendo que ninguno de los soldados le molestaba, dio un profundo suspiro; balbuceó, se sorbió las lágrimas que bañaban su rostro; luego, tomando por las asas un cántaro lleno, lo levantó en el aire con sus brazos cargados de cadenas, y mirando al cielo, sosteniendo siempre la vasija, exclamó:

—¡Salud, ante todo, a ti, Baal-Eschmún, libertador, llamado Esculapio por la gente de mi nación! ¡Y a vosotros, genios de las fuentes, de la luz y de los bosques! ¡Y a vosotros, dioses ocultos bajo las montañas y en las cavernas de la tierra! ¡Y a vosotros, hombres fuertes, de relucientes armaduras, que me habéis libertado!

Y dejando caer la vasija contó su historia. Le llamaban Espendio. Los cartagineses le habían hecho prisionero en la batalla de los Egineses. Como hablaba griego, ligur y púnico, pudo una vez más dar las gracias a todos los mercenarios; les besaba las manos, y acabó felicitándoles por el banquete, aunque muy asombrado de no ver en él las copas de la Legión sagrada. Estas copas, que llevaban una vid de esmeralda en cada una de sus seis facetas de oro, pertenecían exclusivamente a una milicia formada de jóvenes patricios, escogidos entre los de más estatura. Constituían las copas un privilegio, casi un honor sacerdotal, y por eso mismo, los mercenarios las codiciaban entre todos los tesoros de la República. Detestaban a la Legión por las copas, y se había dado el caso de arriesgar la vida por el inconcebible placer de beber en ellas.

Así, pues, mandaron traer esas copas, que estaban depositadas en poder de los Sisitas, compañías de comerciantes que comían reunidos. Volvieron los esclavos sin ellas, porque a tal hora dormían todos los Sisitas.

—¡Que los despierten! —gritaron los mercenarios.

Después del segundo recado, supieron que los Sisitas se hallaban encerrados en su templo.

—¡Que lo abran! —replicaron.

Y cuando los esclavos, temblando, confesaron que las copas estaban en poder del general Giscón, gritaron:

—¡Que las entregue!

Pronto apareció Giscón en el fondo del jardín, con una escolta de la Legión sagrada. Su amplio manto negro, sujeto a la cabeza por una mitra de oro constelada de piedras preciosas, y que colgaba cubriendo el caballo hasta los cascos, se confundía de lejos con las sombras de la noche. No se veía más que su barba blanca, el brillo de su tocado y su triple collar de anchas placas azules que le golpeaban el pecho.

Al verle los soldados, saludáronle con una gran aclamación, gritando todos:

—¡Las copas! ¡Las copas!

Giscón empezó por declarar que las merecían, atendiendo a su valor. Con esto la turba aulló de alegría y aplaudió.

Nadie mejor que él podía decirlo, porque los había capitaneado y había venido con la última cohorte en la última galera.

—¡Es verdad! ¡Es verdad! —respondían todos.

—Sin embargo —siguió diciendo Giscón—, la República ha respetado vuestras divisiones por pueblos, vuestras costumbres, vuestros cultos; sois libres en Cartago. En cuanto a los vasos de la Legión sagrada, son de propiedad particular.

De pronto, al lado de Espendio, un galo se lanzó, por encima de las mesas y fue derecho a Giscón, al que amenazó esgrimiendo dos espadas.

El general, sin dejar de hablar, le dio en la cabeza con su bastón de marfil, y el bárbaro cayó. Los galos aullaban y transmitían su furor a los demás legionarios. Giscón se encogió de hombros; mas palideció. Pensó que su valor personal sería inútil contra aquellos salvajes exasperados. Valdría más dejar su venganza para más tarde, valiéndose de algún ardid; hizo, pues, una señal a sus soldados y fuese lentamente. Al llegar a la puerta se volvió a los mercenarios, gritándoles que se arrepentirían.

Siguió el festín. Pero Giscón podía volver, y cercando el arrabal, que lindaba con las últimas fortificaciones, aplastarlos contra las paredes. Entonces se sintieron solos, a pesar de ser muchedumbre; la gran ciudad que dormía a sus pies, en la sombra, les dio miedo, de pronto, con sus graderías, sus altas casas negras y sus dioses, más feroces aún que su pueblo. A lo lejos brillaban algunos fanales en el puerto y las luces del templo de Kamón. Se acordaron de Amílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué les abandonaba, hecha la paz? Sus disensiones con el Consejo serían sin duda un pretexto para perderlos. Su odio cayó entero sobre él y le maldecían, exasperándose unos a otros con su cólera. En este momento se formó un grupo bajo los plátanos. Era para ver a un negro que se retorcía golpeando el suelo con sus miembros, inmóviles las pupilas, torcido el cuello y espumeantes los labios. Alguien gritó que estaba envenenado, y todos creyeron estarlo también. Cayeron sobre los esclavos. Se levantó un clamoreo espantoso, y un vértigo de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al acaso, destrozaban, mataban; algunos tiraban las antorchas en la enramada; otros, inclinándose en la balaustrada de los leones los mataban; a flechazos; los más atrevidos corrieron a los elefantes, queriendo abatirles la trompa y comer el marfil.

Sin embargo, los honderos baleares, que para saquear más cómodamente, habían doblado el ángulo del palacio, se vieron detenidos por una alta barrera hecha con cañas de las Indias. Cortaron con sus puñales las correas del cerrojo y se encontraron debajo de la fachada que miraba a Cartago, en otro jardín lleno de plantíos artísticamente recortados. Continuadas líneas de blancas flores describían en la tierra azulada largas parábolas, como regueros de estrellas. Los obscuros matorrales exhalaban olores cálidos y suaves. Había troncos de árboles bañados de cinabrio, que parecían columnas sangrantes. En el centro, doce pedestales de cobre sostenían grandes bolas de vidrio; rojizas luces fulguraban en aquellos globos huecos, como enormes pupilas palpitantes. Los soldados se alumbraron con antorchas, tambaleándose en los declives del terreno, profundamente labrado.

Divisaron de pronto un pequeño lago, dividido en muchos estanques por paredes de piedras azules. El agua era tan limpia, tan clara, que las llamas de las antorchas penetraban hasta el fondo, formado por guijas blancas y polvos de oro. Empezó a hervir el agua, y grandes peces de brillantes escamas subieron a la superficie.

Riéndose mucho, los soldados los cogieron por las agallas y los llevaron a las mesas.

Eran los peces de la familia Barca. Todos descendían de esos rapes primordiales que habían puesto el místico huevo en el que se ocultaba la Diosa. La idea de cometer un sacrilegio avivó la glotonería de los mercenarios; pusieron vasos de cobre sobre el fuego y se divirtieron en ver cómo los hermosos peces se debatían en el agua hirviente.

Los soldados habían perdido ya el miedo y volvían a beber. Los perfumes que les caían de la frente mojaban a grandes gotas sus túnicas hechas jirones, y de codos en las mesas, que les parecía oscilaban como navíos, paseaban alrededor sus ojos de borracho, para devorar con la vista lo que no estaba al alcance de su mano. Había quien, andando entre los platos sobre los manteles de púrpura, rompían a puntapiés los escabeles de marfil y las ampollas tirias de cristal. Mezclábanse las canciones al estertor de los esclavos agonizantes entre las copas rotas. Pedían más vino, comida, oro. Gritaban queriendo mujeres. Se deliraba en cien lenguas distintas. Algunos se creían en los baños, a causa del vapor que flotaba en torno de ellos, o bien, mirando al follaje, imaginaban estar de caza y corrían a sus camaradas como a bestias salvajes. El incendio se propagaba de un árbol a otro, y los altos macizos de verdura, de los que se escapaban largas espirales blancas, parecían volcanes que empezaran a humear. Redoblaba el clamoreo; los leones heridos rugían en la obscuridad.

De repente se iluminó la azotea más alta del palacio; abriose la puerta del centro y apareció en el umbral una mujer vestida de negro: la hija de Amílcar. Bajó la primera escalera que bordeaba oblicuamente el primer piso, luego el segundo y el tercero, y detúvose en la última terraza, en lo alto de la escalera de las galeras. Inmóvil y con la cabeza baja, contempló a los soldados.

Detrás de ella y a cada lado estaban dos largas filas de hombres pálidos, vestidos de blancas túnicas con franjas rojas que caían rectas sobre sus pies. No tenían barba, ni cabello, ni cejas. En sus manos, deslumbrantes de anillos, llevaban enormes liras, y todos cantaban con voz aguda un himno a la divinidad de Cartago. Eran los sacerdotes eunucos del templo de Tanit, a los que Salambó llamaba con frecuencia a su casa.

Al fin, la joven bajó la escalera de las galeras, siguiéndola los sacerdotes. Avanzó por la avenida de los cipreses y anduvo lentamente por entre las mesas de los capitanes, que se apartaban al verla pasar.

Su cabellera, empolvada de arena violeta y apilada en forma de torre, a la usanza de las vírgenes cananeas, le hacía parecer más alta de lo que era. Trenzas de perlas pegadas a sus sienes bajaban basta las comisuras de la boca, rosada como una granada entreabierta. Llevaba sobre el pecho un collar de piedras luminosas que imitaban, por sus variados colores, las escamas de una lamprea. Sus brazos, adornados con diamantes, salían desnudos de una túnica sin mangas, constelada de rojas flores, sobre un fondo negro. Anudada a los tobillos llevaba una cadeneta de oro para regular el paso, y su gran manto de púrpura sombría, cortado de un paño desconocido, arrastraba colgante, describiendo a cada paso como una amplia onda que la seguía.

A ratos, los sacerdotes pulsaban las liras de acordes casi ahogados, y en los intervalos se oía el pequeño ruido de la cadeneta de oro con el chasquido acompasado de las sandalias de papiro.

Nadie la conocía. Únicamente se sabía que vivía retirada en prácticas piadosas. Los soldados la habían visto de noche, en lo alto del palacio, arrodillada ante las estrellas, entre torbellinos de pebeteros encendidos. Era la luna la que la había vuelto tan pálida, y algo de los dioses la envolvía como un vapor sutil. Las pupilas parecían mirar a lo lejos, más allá de los espacios terrestres. Andaba con la cabeza inclinada, y en la derecha mano llevaba una pequeña lira de ébano.

La oyeron murmurar:

—«¡Muertos, muertos todos! Ya no vendréis más, obedientes a mi voz, como cuando sentada al borde del lago, os echaba en la boca pepitas de sandía. El misterio de Tanit rodaba en el fondo de vuestros ojos, más límpidos que manantiales. Y llamaba a los peces por sus nombres, que eran los de los meses —Siv, Siyan, Tamuz, Elul, Tischri, Schebar—. ¡Ah! ¡Piedad para mí, Diosa!»

Los soldados, sin comprender lo que ella decía, se apiñaban a su alrededor. Se asombraban de su tocado; pero ella paseaba sobre todos una larga mirada asustada, y luego, hundiendo la cabeza entre los hombros, separando los brazos, les preguntaba muchas veces:

—¿Qué habéis hecho? ¿Qué habéis hecho? ¿No teníais, para hartaros, pan, carnes, aceite, toda la flor de los graneros? ¡Yo había hecho traer bueyes de Hecatompila y enviado cazadores al desierto!

Subía el tono de su voz, sus mejillas se coloreaban, y añadió:

—¿Dónde estáis? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un amo? ¡Y qué amo! ¡El sufeta Amílcar, padre mío, servidor de los Baales! Vuestras armas, rojas con la sangre de sus esclavos, son las que él ha apresado a Lutacio. ¿Sabéis de alguien en vuestras tierras que sepa dirigir mejor las batallas? Mirad. ¡Los peldaños de nuestro palacio están obstruidos por nuestros trofeos! ¡Seguid incendiándolo todo! Me llevaré conmigo el Genio de mi casa, mi serpiente negra, que duerme allá arriba, sobre hojas de loto. Silbaré y ella me seguirá; y, si embarco en mi galera, correrá sobre la estela de la nave, entre la espuma de las olas.

Palpitaban sus finas narices; aplastaba las uñas contra la pedrería de su pecho. Sus ojos languidecían, y añadió:

—¡Ah, pobre Cartago! ¡Lamentable ciudad! No tienes para defenderte los hombres fuertes de antes, que iban más allá de los mares a levantar templos en las playas. Todos los países trabajaban en torno tuyo, y las llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.

La joven empezó a cantar las aventuras de Melkart, dios de los Sidonios y padre de su familia.

Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia, el viaje a Tarteso y la guerra contra Masisabal para vengar a la reina de las serpientes.

—Él perseguía en el bosque al monstruo hembra, cuya cola ondulaba sobre las hojas muertas como un arroyo de plata; él llegó a una pradera en que las mujeres de grupa de dragón estaban alrededor de una gran hoguera, enhiestas en la punta de su cola. La luna de color de sangre resplandecía en un halo pálido, y sus lenguas de escarlata, hendidas como arpones de pescadores, se alargaban encorvándose hasta el borde de la llama.

Sin interrupción, Salambó fue contando cómo Melkart, después de haber vencido a Masisabal, puso en la proa de su nave la cabeza cortada de este:

—A cada oleada, la cabeza se hundía en las espumas; pero el sol la embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; los ojos no cesaban de llorar y las lágrimas caían continuamente en el agua.

Cantaba Salambó todo esto en un antiguo idioma cananeo, que no entendían los bárbaros, los cuales se preguntaban qué es lo que ella diría con los gestos espantosos que subrayaban sus palabras. Subidos alrededor de ella, sobre las mesas, sobre los escabeles y en las ramas de los sicomoros, con la boca abierta y alargando el pescuezo, trataban de retener estas vagas historias que oscilaban ante su imaginación, a través de la obscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.

Únicamente los sacerdotes sin barba comprendían a Salambó. Temblaban sus manos rugosas, en tanto que pulsaban las liras, a las que de vez en cuando arrancaban un lúgubre acorde; más débiles que viejas mujeres, temblaban a un tiempo, de emoción mística y del miedo que les causaban los hombres. Los bárbaros no se cuidaban de ellos: solo atendían a la virgen cantora.

Pero nadie la miraba como un joven capitán númida, que estaba en la mesa de los jefes, entre los soldados de su nación. Su cintura estaba tan erizada de dardos que ahuecaban su amplio manto, anudado a las sienes por un lazo de cuero, y que flotante sobre sus hombros ensombrecía su rostro, del que no se veían más que las llamas de sus dos ojos fijos. Se encontraba por casualidad en el festín. Por orden de su padre vivía con los Barcas, según la costumbre de los reyes, que enviaban sus hijos a las grandes familias, a fin de preparar futuras alianzas; pero hacía seis meses que Narr-Habas vivía allí, y aún no conocía a Salambó. Sentado sobre los talones y con la barba tocando las astas de sus jabalinas, la contemplaba, inflamadas las ventanas de la nariz, como leopardo agazapado en los bambúes.

Al otro lado de las mesas hallábase un libio de colosal estatura y de cabellos cortos y rizados. Vestía únicamente un sayo militar, cuyos adornos metálicos rasgaban la púrpura del escabel. Entre el vello de su pecho brillaba un collar con una luna de plata. Manchaban su rostro salpicaduras de sangre; apoyado en el codo izquierdo y con la bocaza abierta, sonreía a la cantora.

Dejando Salambó el ritmo sagrado, empleó simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, a fin de enternecerlos con aquella delicadeza de mujer. Hablaba en griego a los griegos; luego se dirigía a los ligures, a los campanios, a los negros, y todos, al escucharla, hallaban en su voz la dulcedumbre de sus patrias. Impulsada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma; y ellos aplaudían. Se entusiasmaba al resplandor de las desnudas espadas; gritaba con los brazos abiertos. Calló su lira y enmudeció, y apretándose el corazón con las dos manos, quedó por algunos momentos con las pupilas cerradas, saboreando la agitación de todos aquellos hombres.

El libio Matho estaba junto a ella. Involuntariamente, la joven se acercó a él, e impulsada por el conocimiento de su orgullo, le echó en una copa de oro un gran chorro de vino, para reconciliarse con el ejército.

—¡Bebe! —dijo Salambó.

Tomó él la copa, y ya la acercaba a los labios cuando un galo, el mismo que Giscón hirió, le golpeó la espalda, se acercó a él con aire jovial, bromeando en la lengua de su país. Espendio, que allí estaba, se ofreció a traducir las palabras.

—Habla —le dijo Matho.

—¡Los dioses te protegen! Llegarás a rico. ¿Cuándo es la boda?

—¿Qué bodas?

—Las tuyas; porque entre nosotros —explicó el galo—, cuando una mujer da de beber a un soldado, es que le brinda con el tálamo.

No había acabado de decir esto, cuando Narr-Habas dio un salto, y sacando un dardo de la cintura y apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.

Silbó el dardo entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel con tal fuerza, que la empuñadura temblaba en el aire.

Matho se la arrancó aprisa; pero no tenía armas: estaba desnudo. Al fin, levantando con ambos brazos la cargada mesa, se la tiró a Narr-Habas en medio de la turba que se precipitaba a separarlos. Hasta tal punto se apretaban númidas y soldados, que no podían desenvainar las espadas. Matho avanzaba abriéndose paso con la cabeza. Cuando se irguió, Narr-Habas había desaparecido. Le buscó con los ojos, y entonces vio que Salambó también se había ido.

Volvió entonces su mirada al palacio; vio en lo alto que la puerta roja de la cruz negra se cerraba, y se precipitó hacia ella.

Viéronle todos correr entre las proas de las galeras; aparecer luego a lo largo de las tres escaleras, hasta la puerta roja, que empujó de un empellón. Jadeante, se apoyó en la pared para no caer.

Un hombre le había seguido, y en medio de la obscuridad, porque las luces del festín, que daban vueltas, estaban tapadas por el ángulo del palacio. Matho reconoció a Espendio.

—¡Vete! —le dijo.

El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; arrodillándose luego ante Matho, le tomó el brazo delicadamente, palpándoselo para dar con la herida.

A la luz de un rayo de luna que rompió entre las nubes, Espendio vio en medio del brazo una enorme herida. La cubrió con un ancho vendaje; pero el otro, irritado, decía:

—¡Déjame! ¡Déjame!

—¡Oh, no! —dijo el esclavo—. ¡Tú me has librado de la ergástula: te pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Manda!

Matho, rozando las paredes, dio la vuelta a la terraza, aguzando el oído a cada paso, y hundiendo la mirada por entre las cañas doradas, registraba las silenciosas habitaciones. Por fin, se detuvo, desesperado.

—Óyeme —le dijo el esclavo—, no me desprecies por mi debilidad; he vivido en este palacio y puedo, como una víbora, introducirme por las paredes. Ven; hay en la Cámara de los Antepasados un lingote de oro debajo de cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.

—¡Bah! ¿Qué me importa? —repuso Matho.

Espendio se calló.

Estaban en la azotea. Una sombra enorme se extendía ante ellos; los manchones de la sombra parecían enormes olas de un negro mar petrificado.

En este instante se advirtió una franja luminosa por el lado del Oriente. A la izquierda y muy en lo hondo, los canales de Megara empezaban a rayar con sus blancas sinuosidades la verdura de los jardines. Los techos cónicos de los templos heptágonos, las escaleras, las terrazas, los baluartes, íbanse perfilando en la claridad del alba; y en torno de la península cartaginesa oscilaba un cinturón de blanca espuma, en tanto que el mar, color de esmeralda, parecía como cuajado con el frescor de la mañana. A medida que el rosado cielo iba ensanchándose, se agigantaban las altas casas inclinadas en las vertientes del terreno, y se apiñaban como rebaño de cabras negras que bajaran de la montaña. Las calles desiertas parecían alargarse; las palmeras, que se destacaban saliendo aquí y acullá sobre las paredes, estaban quietas; las cisternas, repletas de agua, simulaban escudos de plata perdidos en los patios; empezaba a palidecer el faro del promontorio Hermeo. En lo alto de la Acrópolis, en el bosque de cipreses, los caballos de Eschmún, al surgir la luz, ponían los cascos sobre el parapeto de mármol y relinchaban del lado del sol.

Surgió el astro, y Espendio, alzando los brazos, dio un grito.

Todo se agitaba en un espacio rojizo, porque como si el Dios se desgarrara, lanzaba a rayos sobre Cartago la lluvia de oro de sus venas. Brillaban los espolones de las galeras, el techo de Kamón parecía irradiado de llamas, y se veían luces en el fondo de los templos, cuyas puertas empezaban a abrirse. Grandes carretas llegadas de la campiña rechinaban en las losas de las calles; los dromedarios, cargados de bagajes, bajaban las rampas. Los cambistas ponían en las encrucijadas las muestras de sus tiendas. Volaban las cigüeñas y palpitaban las blancas velas. Oíase en el bosque de Tanit el tamboril de las cortesanas sagradas, y en la punta de Mapales empezaban a humear los hornos en que se cocían los ataúdes de arcilla.

Espendio se asomó a la terraza; rechinábanle los dientes, y repitió:

—¡Ah, sí..., sí, amo! Comprendo por qué desdeñas ahora el saqueo de la casa.

Pareció que Matho volvía en sí al eco de estas palabras; pero no que las entendiera. Espendio continuó:

—¡Ah, cuántas riquezas! ¡Los hombres que las guardan ni hierro tienen para defenderlas!

Y señalándole con la diestra algunos plebeyos que bordeaban el muelle por la arena, para buscar lentejuelas de oro:

—Mira —añadió—, la República es como esos miserables: encorvada al borde de los mares, hunde en todas las playas sus ávidos brazos, y el ruido de las olas llena de tal modo su oído que no percibe tras ella la pisada de un amo.

Llevó a Matho al otro extremo de la terraza, y mostrándole el jardín, en el que resplandecían las espadas de los soldados, colgadas de los árboles:

—Aquí hay hombres fuertes, exasperados por el odio. ¡Nada les liga a Cartago: ni sus familias, ni sus juramentos, ni sus dioses!

Matho seguía apoyado en la pared; acercándose Espendio, siguió diciéndole en voz baja:

—¿Me entiendes, soldado? Los dos nos pasearemos cubiertos de púrpura, como sátrapas. Nos lavarán con perfumes; yo tendré esclavos, a mi vez. ¿No estás cansado de dormir en el duro suelo, de beber vinagre de los campos y oír siempre la trompeta? Que ya descansarás, ¿no es verdad? Será cuando te arranquen la coraza para arrojar tu cadáver a los buitres; o quizás cuando, apoyándote en un bastón, ciego, cojo y débil, vayas de puerta en puerta contando las hazañas de tu juventud a los niños y a las vendedoras de salmuera. Acuérdate de las injusticias de tus jefes, de los campamentos en la nieve, de las carreras al sol, de las tiranías de la disciplina y de la eterna amenaza de la cruz. Después de tantas miserias, te han dado un collar de honor, así como se cuelga del pecho de los asnos una collera de cascabeles para aturdirlos en su marcha y que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú, más valiente que Pirro! ¡Ah, si tú quisieras! ¡Ah, qué feliz serías en las grandes salas frescas, al son de las liras, acostado sobre flores, con bufones y con mujeres! ¡No me digas que la empresa es imposible! ¿Acaso los mercenarios no han poseído Regio y otras plazas fuertes de Italia? ¿Quién te lo impide? Amílcar está ausente; el pueblo odia a los ricos; Giscón no puede hacer nada con los cobardes que le rodean. ¡En cambio, tú eres valiente; todos te obedecerán! ¡Mándalos! ¡Cartago es nuestro!: ¡lancémonos!

—No —dijo Matho—; la maldición de Moloch pesa sobre mí. La he sentido en sus ojos, y acabo de ver en un templo un carnero negro que reculaba.

Y añadió, mirando en torno suyo:

—¿Dónde está ella?

Comprendió Espendio la inmensa inquietud que le obsesionaba, y no se atrevió a hablarle más.

Detrás de ellos, los árboles seguían humeando; de sus ennegrecidas ramas caían de tiempo en tiempo esqueletos de monos medio quemados, en medio de los platos. Ebrios los soldados, roncaban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que no dormían, bajaban la cabeza, deslumbrados por el día. El suelo desaparecía bajo charcos rojos. Los elefantes balanceaban entre las estacas de un parque las sangrientas trompas. En los graneros abiertos se veían sacos de harina esparcidos, y bajo la puerta, una línea espesa de carretas amontonadas por los bárbaros. Los pavos reales subidos en los cedros hacían la rueda y empezaban a gritar.

Sin embargo, la inmovilidad de Matho extrañaba a Espendio. Estaba más pálido que antes; fijas las pupilas, parecía seguir algo en el horizonte, apoyando los codos en el pretil de la azotea. Se asomó Espendio, y acabó por descubrir lo que él contemplaba. Un punto de oro brillaba a lo lejos, entre el polvo, en el camino de Útica; era el cubo de un carro de dos mulas. Un esclavo, a la cabeza del timón, las llevaba de las riendas. En el carro iban dos mujeres sentadas. Las crines de los animales formaban bucles entre las orejas, a la usanza persa, bajo una red de perlas azules.

Las conoció Espendio y contuvo un grito.

Por detrás del carro flotaba al viento un gran toldo.

 

II

EN SICCA

Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago.

Se les dio a cada uno una moneda de oro, a condición de que fueran a acampar en Sicca; se les había halagado, además, con toda clase de lisonjas.

—Sois los salvadores de Cartago; pero permaneciendo en ella la reduciríais al hambre y la ruina. La República os pagará más tarde esta condescendencia. Inmediatamente vamos a levantar impuestos; se completará vuestra soldada y se equiparán galeras que os lleven a vuestros países.

No había nada que contestar a tales promesas. Aquellos hombres acostumbrados a la guerra, se aburrían en la paz de una ciudad; no costó trabajo convencerlos, y el pueblo subió a las murallas para verlos partir.

Desfilaron por la calle de Kamón y la puerta de Cirta, todos mezclados en montón: arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos. Marchaban a paso largo, haciendo sonar en las losas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas, y ennegrecidas sus manos por el polvo de las batallas. Broncos gritos salían de las espesas barbas; sus aceradas cotas, desgarradas, entrechocaban con los pomos de las espadas, y por los agujeros del cobre, se veían los miembros desnudos, espantosos como máquinas de guerra. Los montantes, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro y los cascos de bronce oscilaban a la vez, con un mismo movimiento. Llenaban la calle hasta el punto de parecer que iban a estallar las murallas; esta interminable masa de soldados armados se deslizaba entre altas casas de seis pisos, cubiertas de betún. Detrás de sus rejas de hierro o de cañas, las mujeres, tapadas con un velo, veían pasar en silencio a los bárbaros.

Las azoteas, las fortificaciones, las murallas, desaparecían bajo la multitud de cartagineses, vestidos de negro, que las llenaban. Las túnicas de los marineros parecían manchas de sangre entre aquella sombría muchedumbre; los niños, casi desnudos, de piel brillante, con brazaletes de cobre, gesticulaban en el follaje de las columnas o en las ramas de las palmeras. Algunos ancianos ocupaban las plataformas de las torres, y de trecho en trecho, un personaje de luenga barba, en actitud soñadora, parecía de lejos, en el fondo del cielo, un fantasma, tan inmóvil como las piedras.

Todos se sentían oprimidos por la misma inquietud: se temía que los bárbaros, considerándose fuertes, tuvieran el capricho de permanecer en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses se animaron y se mezclaron con los soldados. Se les abrumaba con juramentos y apretones de mano. Había quien les incitaba a que no abandonaran la ciudad, por ardid de política y audacia de hipocresía. Se les echaba perfumes, flores y monedas de plata. Se les daba amuletos contra las enfermedades; pero no sin haber escupido antes tres veces encima de ellos, para atraer la muerte, o encerrado tres pelos de chacal, que vuelven al corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el favor de Melkart, y, en voz baja, su maldición.

Vino luego la impedimenta de bagajes, de acémilas y de rezagados. Los enfermos gemían sobre dromedarios; otros se apoyaban, renqueando, en el asta de una pica. Los borrachos cargaban con odres; los voraces, con cuartos de carne, pasteles, frutas, manteca envuelta en hojas de higuera y nieve en sacos de tela. Los había con quitasoles en la mano y loros en los hombros. Hacíanse seguir de dogos, gacelas o panteras. Las mujeres de raza libia, montadas en asnos, increpaban a las negras que abandonaban por los soldados los lupanares de Malqua; muchas daban de mamar a criaturas colgadas del pecho con una correa de cuero. Las mulas, aguijoneadas con la punta de las espadas, hundían el lomo bajo el peso de las tiendas; y había innumerables criados y portadores de agua, macilentos, amarillos por las fiebres y llenos de sabandijas, escoria de la plebe cartaginesa que seguía a los bárbaros.

Así que todos salieron se cerraron las puertas, sin que el pueblo dejara las murallas. El ejército se derramó en seguida por la anchura del istmo.

La soldadesca se dividió en masas desiguales. Las lanzas, al alejarse, parecían altos tallos de hierba, y al fin, todo se desvaneció en una densa polvareda. Aquellos de los soldados que se volvían para mirar a Cartago, no vieron más que sus largas murallas, recortando en el horizonte sus almenas vacías.

Entonces los bárbaros oyeron un gran grito. Creyeron que algunos de sus compañeros, quedados en la ciudad, se entretenían en saquear cualquier templo. Rieron mucho de esta idea y continuaron su camino.

Se sentían alegres de encontrarse, como antes, marchando juntos en campo abierto; los griegos cantaban la vieja canción de los mamertinos:

—Con mi lanza y mi espada, trabajo y siego; yo soy el amo de la casa. El hombre desarmado cae a mis rodillas y me llama Señor y Gran Rey.

Gritaban, saltaban, y los más alegres narraban cuentos; se había acabado el tiempo de las miserias. Al llegar a Túnez, algunos observaron que faltaba una tropa de honderos baleares. No estarían lejos, sin duda, y no se preocuparon más de ellos.

Unos se alojaron en las casas, otros acamparon al pie de las murallas, y la gente de la población vino a hablar con los soldados.

Durante toda la noche viéronse fogatas que iluminaban el horizonte, del lado de Cartago; lumbreras como antorchas gigantes, que se agrandaban en el lago inmóvil. Ninguno, en el ejército, podía decir qué fiesta se celebraba con aquellas luminarias.

Al otro día, los bárbaros atravesaron una campiña cultivada. Las granjas de los patricios se sucedían unas a otras en los bordes del camino; las acequias corrían entre palmerales; los olivos formaban largas líneas verdes; rosados vapores flotaban en las gargantas de las colinas; montañas azules se erguían por atrás. Soplaba un viento caliente. Los camaleones rastreaban por las anchas hojas de las pitas.

Los bárbaros marchaban cada vez con más lentitud. Se disgregaron en destacamentos sueltos o seguían unos tras otros, con largos intervalos. Comían uvas al borde de las viñas, se acostaban en la hierba, miraban estupefactos los grandes cuernos de los bueyes, artificialmente torcidos, las ovejas revestidas de pieles para proteger su vellón, los barbechos que se entrecruzaban formando losanges, las rejas de los arados, como anclas de naves, y los granados que rociaban con silfio. Les deslumbraba esta opulencia de la tierra y esos inventos de la sabiduría.

Por la noche se echaron sobre las tiendas, sin desplegarlas, y dormitando de cara a las estrellas, soñaron con el festín de Amílcar.

Al mediodía siguiente se hizo alto a orillas de un río, entre matas de adelfas. Aquí se apresuraron a dejar lanzas, escudos y cinturones. Se lavaban a gritos, llenaban sus cascos de agua y otros bebían de bruces, entremezclados con las acémilas, a las que se les caía la carga.

Espendio, sentado en un dromedario robado al parque de Amílcar, vio de lejos a Matho, que con el brazo junto al pecho, desnuda la cabeza y la mirada baja, dejaba beber a su mula viendo correr el agua. El esclavo se abrió paso a través de la turba, llamándole:

—¡Amo! ¡Amo!

Apenas si Matho le dio las gracias. Sin preocuparse por ello, Espendio siguió andando detrás de él, y de vez en cuando volvía los ojos inquietos hacia donde estaba Cartago.

Era hijo de un retórico griego y de una prostituta campania. Al principio se había enriquecido vendiendo mujeres; luego, arruinado por un naufragio, había hecho la guerra a los romanos con los pastores del Samnio. Le cogieron prisionero y se escapó; le volvieron a apresar y entonces trabajó en las canteras, se quemó en las estufas, gritó en los suplicios, conoció muchos amos y todo género de miserias. Un día, al fin, desesperado, se lanzó al mar desde lo alto de la trirreme en que bogaba. Marineros de Amílcar recogiéronle moribundo y le encerraron en la ergástula de Megara. Pero como los tránsfugas debían ser devueltos a los romanos, aprovechó el desorden del festín para huir con los soldados.

Durante toda la marcha estuvo cerca de Matho; le llevaba comida, le ayudaba a apearse y de noche le extendía su tapiz bajo la tienda. Matho acabó por conmoverse con estas atenciones, y poco a poco fue haciéndose comunicativo: contó al esclavo su historia.

Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre le llevó en peregrinación al templo de Ammón. Cazó después elefantes en los bosques de los Garamantes. En seguida se alistó al servicio de Cartago. Le nombraron tetrarca en la toma de Drepanum. La República le debía cuatro caballos, veintitrés medimnas de trigo y la soldada de un invierno. Temía a los dioses y deseaba morir en su patria.

Espendio le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había visitado, y de muchas cosas que él sabía, como fabricar sandalias, venablos y sedas, domesticar animales feroces y cocer venenos.

A veces, interrumpiéndose, brotaba del fondo de su garganta un grito ronco; la mula de Matho apretaba la marcha; las demás se apresuraban a seguirla; luego, Espendio volvía a empezar, agitado siempre por su angustia. Esta se calmó en la noche del cuarto día.

Iban juntos, a la derecha del ejército, por el flanco de una colina. Abajo se prolongaba la llanada, perdida en los vapores de la noche. Las líneas de soldados que desfilaban por abajo producían ondulaciones en la sombra. A veces pasaban por las eminencias de terreno alumbradas por la luna; entonces temblaba una estrella en la punta de las picas, espejeaban por un instante los cascos; desaparecía todo y otros seguían haciendo lo mismo. En lontananza, balaban los rebaños despertados, y algo, de una infinita dulcedumbre, parecía cernerse sobre la tierra.

Espendio, doblada la cabeza y con los ojos entornados, aspiraba a bocanadas el aire fresco; separaba los brazos y movía los dedos para sentir mejor esta caricia que le corría por el cuerpo. Se ilusionaba con nuevas esperanzas de venganza. Se tapó la boca con la mano para contener sus suspiros y, como abstraído, soltaba el cabestro de su dromedario, que andaba a paso acompasado. Matho había vuelto a su tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo, y las hierbas, al restregarse en sus coturnos, producían un chirrido continuado.

Sin embargo, el camino se alargaba sin acabarse nunca. Al extremo de una llanada, se llegaba siempre a una planicie redonda; luego se bajaba a un valle y las montañas que fingían cerrar el horizonte parecían deslizarse conforme iban acercándose a ellas. A trechos surgía un río entre tamariscos, para perderse al volver una colina. A veces se erguía una enorme roca, a manera de proa de una nave o de pedestal de un coloso derribado.

Encontrábanse, a intervalos regulares, pequeños templos cuadrangulares, que servían de estaciones a los peregrinos que iban a Sicca. Estaban cerrados como tumbas. Los libios, para que los abrieran, golpeaban con fuerza la puerta, pero nadie contestaba desde dentro.

Iban escaseando los labrantíos, porque se entraba en un terreno arenoso erizado de matas espinosas. Rebaños de carneros ramoneaban entre las piedras, guardados por una mujer, de talle ceñido por un vellón azul, y que huía dando gritos, al ver entre las rocas las picas de los soldados.

Seguía el camino por una especie de corredor bordeado por dos cadenas de rojizos montículos. De repente un olor nauseabundo hirió el olfato de los soldados, que creyeron advertir algo extraordinario en lo alto de un algarrobo: por encima de las hojas se erguía una cabeza de león.

Corrieron a verlo. Era un león sujeto a una cruz por los cuatro miembros, como un criminal. El enorme hocico le caía sobre el pecho, y sus dos patas anteriores, que medio desaparecían tapadas por las melenas, estaban tan separadas como alas abiertas de un pájaro. Apuntábanse sus costillas, una a una, por debajo de la piel distendida; sus patas traseras, clavadas una encima de otra, aparecían encorvadas; la negra sangre, que manaba entre los pelos, formaba estalactitas bajo la cola que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados rieron el encuentro: llamaron al león cónsul y ciudadano de Roma y le tiraron guijarros a los ojos para quitarle los mosquitos.

Cien pasos más adelante vieron otros dos y en seguida una larga fila de cruces con leones clavados. Algunos llevaban muertos tanto tiempo, que solo quedaban en los maderos los restos de los esqueletos; otros, medio roídos, torcían las fauces con una horrible mueca; los había enormes, que se balanceaban en vilo, en el árbol de la cruz, en tanto que sobre sus cabezas revoloteaban bandas de cuervos, sin pararse nunca. Así procedían los campesinos cartagineses cuando apresaban una fiera, creyendo atemorizar a las demás con este ejemplo. Los soldados, dejando de reír, quedaron asombrados. «Qué pueblo es este», pensaban, «que se entretiene crucificando leones.»

Por lo demás, estaban los hombres, los del Norte, sobre todo, vagamente inquietos, enfermos ya; se laceraban las manos con las puntas de los áloes; nubes de mosquitos zumbaban en sus oídos y la disentería empezaba a hacer estragos. Se aburrían de no llegar a Sicca. Temían perderse y entrar en el desierto, la región de las arenas y de los espantos. No querían seguir adelante y muchos tornaron al camino de Cartago.

Al fin, en el séptimo día, después de haber seguido largo rato la base de una montaña, esta torció bruscamente a la derecha y apareció una línea de murallas sobre blancas rocas, confundiéndose con ellas. No tardó en verse toda la ciudad; unos rasos blancos, azules y amarillos se agitaban sobre las murallas en la rojiza tarde: eran las sacerdotisas de Tanit que acudían a recibir a los hombres. Estaban alineadas a lo largo del baluarte, tocando tamboriles, pulsando liras, agitando crótalos; y los rayos del sol poniente, por las montañas de Numidia, pasaban por entre las cuerdas de las arpas que recorrían los brazos desnudos de las vírgenes. A intervalos, cesaba la música y estallaba un grito estridente, precipitado, furioso, continuado; especie de ladrido que las mujeres hacían azotando con la lengua los dos ángulos de la boca. Otras se quedaban acodadas, con la barbilla en la mano, más inmóviles que esfinges, asaetando con sus negros ojos al ejército que iba subiendo.

Por más que Sicca era una ciudad sagrada, no podía contener tanta multitud; solo el templo con sus dependencias ocupaba la mitad. Los bárbaros se establecieron en la llanada; unos disciplinados como tropas regulares, otros por naciones o según su capricho.

Los griegos plantaron en líneas paralelas sus tiendas de pieles; los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de tela; los galos construyeron barracas de tablas; los libios cabañas con piedras; los negros cavaron en la arena, con las uñas, fosos para dormir. Muchos, no sabiendo dónde meterse, ambulaban entre los bagajes, y llegada la noche se acostaban en tierra envueltos en sus mantos.

La llanura se extendía alrededor de ellos, bordeada de montañas. Aquí y allá, una palmera se cimbreaba sobre una colina de arena; abetos y encinas manchaban los flancos de los precipicios; la lluvia caía, como una larga banda que la tempestad colgaba, del cielo, en tanto que en el resto de la campiña el cielo seguía azul y sereno; después, un viento tibio lanzaba torbellinos de polvo y un arroyo bajaba en cascadas de las alturas de Sicca, en las que se levantaba, con su tejado de oro sobre columnas de cobre, el templo de Venus cartaginesa, dominadora de la comarca, a la que parecía infundir su alma. Por estas convulsiones de la tierra, por estas alternativas de la temperatura y por esos juegos de luz, la diosa manifestaba la extravagancia de la fuerza junto con la belleza de su eterna sonrisa. Las cimas de las montañas tenían unas la forma de una luna creciente; otras parecían pechos de mujer mostrando sus senos hinchados. Los bárbaros sentían pasar sobre sus fatigas un abatimiento lleno de delicias.

Espendio, con el dinero de su dromedario se había comprado un esclavo. La mayor parte del día lo pasaba durmiendo tendido ante la tienda de Matho. A menudo se despertaba creyendo, en su sueño, oír silbar las correas; entonces, sonriéndose, se pasaba las manos por las cicatrices de sus piernas en el sitio que habían lacerado los grilletes y luego se dormía.

Matho aceptaba su compañía. Siempre que salía, Espendio le escoltaba como un lictor, armado con un espadón; o bien Matho se apoyaba en su espalda, porque Espendio era de baja estatura.

Una tarde que atravesaban juntos las calles del campamento, vieron unos hombres cubiertos con mantos blancos, y entre ellos a Narr-Habas, el príncipe de los númidas. Matho se estremeció.

—¡Dame tu espada! —exclamó—; ¡Quiero matarle!

—Todavía no —contestó Espendio, conteniéndole, porque ya Narr-Habas venía a su encuentro.

Besó el númida sus dos pulgares en señal de alianza, acallando la cólera que tuvo en la embriaguez del festín; luego habló extensamente contra Cartago, pero sin decir lo que le había traído entre los bárbaros.

¿Era para traicionarlos, o en bien de la República?, se preguntaba Espendio; y como esperaba aprovecharse de todos los desórdenes, suponía también a Narr-Habas capaz de todas las perfidias.

El jefe de los númidas se quedó con los mercenarios. Parecía querer intimar con Matho. Enviaba a este cabras gordas, polvo de oro y plumas de avestruz. El libio, desconcertado con estos halagos, no sabía si corresponder a ellas o exasperarse. Espendio le apaciguaba y Matho se dejaba gobernar por el esclavo, pues era un irresoluto, lleno de invencible sopor, como aquel que ha bebido un brebaje que le ha de ocasionar la muerte.

Una mañana que salieron los tres a caza de un león, Narr-Habas ocultó un puñal en su manto. Espendio iba siempre detrás de él y volvieron sin que el númida sacara el arma.

Otra vez Narr-Habas los llevó muy lejos, hasta los confines de su reino. Llegaron a un desfiladero, y allí, sonriendo, declaró que había perdido el rumbo; Espendio lo halló.

Lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augur, saliera, no bien aparecía el sol, a vagabundear por la campiña. Se echaba en la arena y permanecía inmóvil hasta la noche.

Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército; a los que observan la marcha de las serpientes, a los que leen en las estrellas, a los que soplan en la ceniza de los muertos. Tragó gálbano, seselí y veneno de víbora que hiela el corazón; mujeres negras cantando, a la luz de la luna, bárbaras canciones, le picaron la frente con estiletes de oro; se cargaba de collares y de amuletos; invocaba, ora a Baal-Kamón, ora a Moloch o a los siete Kabiros, a Tanit y a la Venus de los griegos. Grabó un nombre en una placa de cobre y la hundió en la arena, en el dintel de su tienda. Espendio le oía gemir y hablar solo.

Una noche entró.

Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una piel de león, con la cara entre las manos. Una lámpara suspendida alumbraba sus armas, colgadas sobre su cabeza en el mástil de la tienda.

—¿Sufres? —le preguntó el esclavo—. ¿Qué necesitas? Dímelo.

Y le tocaba en la espalda, llamándole muchas veces:

—¡Amo! ¡Amo!

Al fin, Matho le miró con ojos turbados.