Samkhya y Yoga - Raquel Ferrández - E-Book

Samkhya y Yoga E-Book

Raquel Ferrández

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Beschreibung

Esta obra invita a pensar las filosofías clásicas del Sāṃkhya y el Yoga, adaptándolas a una perspectiva contemporánea en la que se conjugan la investigación filosófica y la contemplación práctica. Los planteamientos de ambas filosofías son de vital importancia para los practicantes de Yoga dado que representan un estudio pormenorizado de la mente humana, y de los procesos cognitivos que atraviesa el practicante en su camino de autoconocimiento. Por esta razón, ambos sistemas son aquí estudiados desde disciplinas como la Filosofía de la mente y la Neurociencia de la meditación. Por otro lado, cuestionamos abiertamente el estatuto «clásico» que se le concede a los dos textos que analizamos, las Sāṃkhyakārikāy los Yogasūtra, mostrando la riqueza y heterogeneidad de la Filosofía india, cuya historia en ocasiones se ha visto reducida a planteamientos simplistas que no hacen justicia al hervidero de ideas, pensadores, y corrientes que la componen. La interpretación postmoderna que ofrecemos en este texto no pretende ser la definitiva, sino contribuir a un debate filosófico –y no meramente filológico o historiográfico- sobre los temas que estas filosofías contemplativas nos exhortan a reflexionar y practicar, a nosotros, seres humanos del siglo xxi.

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Seitenzahl: 410

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Raquel Ferrández Formoso

Sāṃkhya y Yoga

Una lectura contemporánea

Incluye la traducción de los tratados Sāṃkhyakārikā y Yogasūtra

© 2020 Raquel Ferrández Formoso

© de la edición en castellano:

2020 Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Editorial Kairós

Primera edición en papel: Diciembre 2020

Primera edición en digital: Noviembre 2021

ISBN papel: 978-84-9988-818-7

ISBN epub: 978-84-9988-978-8

ISBN kindle: 978-84-9988-979-5

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A Silvia R. Gopika, Mataji Radha y Saranagati Das

Sumario

AgradecimientosIntroducciónLa experiencia en tiempos dataístas1. Sāṃkhya y Yoga «clásicos»Deconstruyendo el punto de partidaCoordenadas históricasLa liberación upaniṣádica: ¿de los márgenes a la ortodoxia?La presunta ortodoxia de los darśanasSāṃkhya-darśanaYoga-darśana2. El cuidado de sí en el Sāṃkhya-Yoga clásicos3. Mente y conciencia en el Sāṃkhya clásicoEl esquema sāṃkhyano: un mapa cognitivo para meditadoresKaivalya, aislamiento: la meta y el punto de partidaSaṃyoga, la unión: el germen del errorLos guṇa sāṃkhyanos: tres estados emocionales básicosAntaḥkaraṇa: intelecto-ego-síntesis, obstáculos del aislamientoManas e indriyas: la síntesis cognitiva y las capacidades sensorialesTanmātras y bhūtas: impresiones formales de los sentidosLa relación entre mapa y meditación: la lectura inversaConciencias pasivas pero múltiples: controversias éticasBhāvas y liṅga: impresiones subliminales y anatomía energéticaLa mente externa del meditador: Sāṃkhya en el siglo XXI4. Mente y conciencia en el Yoga clásicoSaṃskāra: el papel de las impresiones subliminalesLa jerarquía de los estados meditativos según PatañjaliKaivalya o el deseo de arrojarse al aguaLa globalización del Yoga en el siglo XXIApéndice I. Las estrofas del SāṃkhyaSāṃkhyakārikā de ĪṣvarakṛṣṇaApéndice II. Los aforismos del YogaYogasūtra de PatañjaliBibliografía

Agradecimientos

Esta obra no habría sido posible sin el apoyo de Vicente Merlo, a quien agradezco sus revisiones, su entusiasmo, así como la ayuda que desde siempre me ha brindado en mis estudios filosóficos y en mi camino espiritual, con la mayor generosidad y lucidez.

La profesora Piedad Yuste, del Departamento de Filosofía de la UNED, ha sido también un apoyo constante, animándome a continuar mis investigaciones sobre filosofía india, en un país que todavía está empezando –tímidamente– a reconocer esta disciplina en sus universidades. Por ello, le estoy muy agradecida.

La idea de sentarme a escribir este libro, sin embargo, se la debo a Silvia R. Gopika, pues el libro que tienen entre sus manos surgió en un intento por escribir el manual de Formación de Profesores de Yoga de la Escuela Om Shanti. A todos los alumnos y alumnas tengo que rendirles aquí mi gratitud, dado que han sido ellos –sin saberlo– los que con sus objeciones, preguntas y su continuo interés por estas dos filosofías extraordinarias han contribuido a mejorar este manual, y lo más importante, a llenarlo de vida.

En tanto directora de la Escuela Om Shanti, y sobre todo como maestra y amiga, le debo a Silvia R. Gopika toda mi admiración y gratitud por no dejar que me pierda tras el velo de las palabras. Su ejemplo me ha hecho recordar, infinitas veces, que sin personas que encarnen los métodos de autoconocimiento, las teorías que los sostienen serían una mera quimera, y los que las estudiamos, unos pobres desmemoriados.

Mi camino en el yoga se inició con la enseñanza de Saranagati Das, quien ha sido un constante ejemplo de aspiración, sinceridad y compromiso con este sendero de autoconocimiento. Por esto, y por su apoyo continuo a mis estudios de Filosofía, con esta obra quisiera rendirle a su labor un sincero homenaje.

Finalmente, toda una enciclopedia no sería suficiente para expresar el agradecimiento y la admiración que siento por mi hermana Mataji Radha. Dadas las circunstancias, creo que lo mejor sería, no agradecerle a ella, sino a algo más grande que nosotras, el habernos unido en esta vida. Vaya todo mi reconocimiento a esa maravillosa incertidumbre que nuestra intuición se sabe de memoria.

Introducción

La experiencia en tiempos dataístas

Pero sé pocas cosas, en el fondo, de la India […]. Los pocos juicios a los que me atengo –más de alejamiento que de recepción– se unen a mi propia ignorancia. No tengo dudas sobre dos puntos: los libros de los hindúes son, si no pesados, desiguales; esos hindúes tienen en Europa amigos que no me gustan.

GEORGE BATAILLE

Desde hace ya unas décadas, se está produciendo un cambio importante en nuestro modo de leer e interpretar la filosofía india. Se trata de un desplazamiento que va desde la ontología a la experiencia, desde el dominio de lo objetivo al de lo subjetivo; por ejemplo, desde la lectura de una teoría cosmológica, abstracta y realista, a una interpretación que revela otro sentido, gracias al cual dicha teoría trataría también, o sobre todo, del microcosmos humano, y solo podría ser comprendida a la luz de un sujeto que experimenta. Este giro puede leerse en las obras de Sue Hamilton, respecto al buddhismo originario, Identity and Experience (1996) y Early Buddhism: a new approach (2000), donde se enfatiza el hecho de que Gautama Buddha no consideraba provechosas las cuestiones especulativas, aquellas que no podían ser experimentadas empíricamente por los individuos. Como consecuencia, la tesis fundamental de Hamilton sostiene que las enseñanzas de Buddha no se ciernen sobre el ámbito de la realidad externa, objetiva, tal y como tradicionalmente han sido interpretadas. En su lugar, constituyen un análisis acerca de cómo las cosas son para nosotros, o una explicación acerca de los «procesos o sucesos» que constituyen nuestra experiencia, sirviéndose de un lenguaje metafórico que no debe ser entendido de forma literal, pues alude al ámbito subjetivo de nuestra experiencia. Este mismo giro está también presente en la obra de Mikel Burley, Classical Sāṃkhya and Yoga: metaphysics of experience (2012), en la que el autor se enfrenta a la interpretación «estándar» del Sāṃkhya, que convierte a esta filosofía en una cosmología racionalista, difícil de conciliar con su filosofía hermana, el Yoga clásico de Patañjali, cuyo tema central es la diferencia entre la mente y la conciencia. La interpretación cosmológica del Sāṃkhya es incluso difícil de conciliar hasta con el propio texto clásico que la representa, las Sāṃkhyakārikā («Estrofas del Sāṃkhya») de Īśvarakṛṣṇa (s. IV d.n.e.), tal y como Burley analiza, reorientando el sentido de este sistema desde la materia cósmica hacia las profundidades de la experiencia humana. Este cambio de rumbo nos permite entender el Sāṃkhya como base metafísica del Yoga clásico, ya no como una cosmología emparentada con una teoría de la mente, sino como dos sistemas que se sitúan en el mismo nivel de explicación, es decir: en el interior del individuo mismo. El hecho de que el Sāṃkhya fuese siempre considerado una teoría racionalista, cosmológica y abstracta ha hecho que la mayor parte de practicantes de Yoga desconozcan esta filosofía, o la consideren de poco interés. Coincidimos con Geoffrey Samuel en que «el practicante de Yoga está menos comprometido con la ontología de "Espíritu" (puruṣa) y "materia" (prakṛti) que con el desarrollo de estados yóguicos y su consecuente transformación interna».1 Lo que ahora se pone de manifiesto es que, tal vez, la teoría del Sāṃkhya esté más comprometida con esta transformación interna que con la explicación del cosmos. Y aunque siempre se consideró el Yoga clásico como una indagación en el dominio de la mente, Ian Whicher reclamó un nuevo sentido para el término nirodha o «detención», con el que se define a esta disciplina en su texto canónico, los Yogasūtra: «El Yoga es la detención (nirodha) de los estados mentales» (YS, 1.2). En su obra The Integrity of Yoga Darśana. A Reconsideration of Classical Yoga (2002), Whicher reivindica que esta detención no debe ser entendida de forma literal, es decir, ontológicamente, como si se tratase de una destrucción o parálisis definitiva de la mente. Se trata más bien de la cesación de una forma o tendencia de experimentar, en la cual la conciencia se identifica erróneamente con los procesos mentales, a causa de la ignorancia. Una vez que esta identificación se ha detenido, la mente continúa funcionando en un estado de purificación en el que ya no se produce esta identificación errónea entre conciencia y mente, origen del sufrimiento humano. Por tanto, nirodha marcaría el paso desde una clase de experiencia o funcionamiento mental, enraizada en la ignorancia (avidyā), a otra enraizada en el conocimiento intuitivo o trascendental (jñāna). Esta nueva lectura nos obliga a revisar el sentido de la «liberación» (apavarga, kaivalya) a la que aspira el Yoga, entendiéndola ya no como la huida definitiva de la experiencia, o como la interrupción del renacimiento en la rueda metafísica del saṃsāra, sino como una «liberación encarnada», tal y como Whicher la denomina. De este modo, la emancipación yóguica pasa de ser una liberación definitiva de la experiencia, a ser una liberación en la experiencia, por la experiencia y para la experiencia.

Por un lado, no se trata de hacer decir a estas filosofías lo que nos gustaría que dijesen; por otro lado, no les hacemos ningún favor considerándolas fósiles o piezas arqueológicas incapaces de ser reinterpretadas, releídas o condicionadas por nuestra mirada occidental y contemporánea. Se presenta aquí una pregunta fundamental para nosotros, ¿este desplazamiento, desde la realidad objetiva a la experiencia subjetiva, es una lectura que ha sido –descubierta– en el fondo de los textos clásicos?, ¿o responde a un condicionamiento de nuestra propia época, a un imperativo de nuestras propias circunstancias sociales? No hay duda de que nuestro momento histórico se encuentra en el abismo de una paradoja crucial: la devaluación de la experiencia subjetiva como fuente de autoridad, por un lado, y el reclamo acuciante de prácticas destinadas a mejorar la calidad de nuestra «vida interior», por otro. Lo que se produce, como resultado, es un choque estrepitoso de perspectivas. La devaluación de la experiencia subjetiva está relacionada con la concepción científica del mundo; las revoluciones científicas en sectores como la medicina, la comunicación, la tecnología, etcétera, han mejorado considerablemente nuestra forma de vida, y no creo que ningún ser humano esté dispuesto a negarlo. Sin embargo, aunque pocas veces quiera reconocerse esto, el precio que hemos pagado no ha sido bajo. La tercera perspectiva, regida por la objetividad –que es el resultado del consenso entre la subjetividad de varios individuos (intersubjetividad)–, ha eclipsado dominios de nuestra vida en los que es incapaz de tener ninguna competencia. La relación de un ser humano consigo mismo, la «transformación interna», o la experiencia meditativa, por citar solo algunos casos, no son procesos científicos, y aunque puedan ser estudiados por la ciencia –a nivel biológico o neurobiológico–, siguen siendo vivencias personales que tienen en la experiencia consciente su máxima autoridad, y que no necesitan ninguna sanción científica para ser válidas o auténticas. La primera perspectiva, la de la experiencia consciente, tiene un campo de acción; la tercera perspectiva, la de la observación «neutra» y objetiva, se centra en otro objeto de trabajo. Ninguna de las dos es sustituible y ninguna puede ser menospreciada en detrimento de la otra; de lo contrario, terminaremos empleándolas en contextos que no son los adecuados, por ejemplo, argumentando que lo que llamamos «experiencia subjetiva» no es más que el proceso mecánico de un conjunto de algoritmos biológicos, o reivindicando la soberanía de esta experiencia interna sobre las investigaciones científicas en relación con el funcionamiento de nuestro organismo. Este choque estrepitoso nos aboca al reduccionismo, como decía, no solo entre perspectivas, sino entre defensores y detractores, y cada lado del problema busca compensar los excesos del otro bando aportando posiciones más radicales a la ecuación. De este modo, se somete a ambas perspectivas a una incompatibilidad ridícula: nadie querría un escenario en el que la sociedad solo contase, para conocer el mundo, con los medios de la voz interior de sus individuos, del sentido común y la propia sensación subjetiva acerca de la naturaleza; y nadie querría un escenario en el que nuestra voz interior no tuviese ninguna validez y se nos enseñase que nuestra experiencia consciente en realidad es un engaño, una ilusión de un órgano físico cerebral que se dedica a crear narrativas ficticias acerca de nosotros mismos, del mundo y de la vida. De alguna manera, es esta incompatibilidad la que está aconteciendo en nuestra época, cuanto más avanzan disciplinas emergentes como la neurociencia, y cuanto más se arraigan y se globalizan prácticas de autoconocimiento como la meditación buddhista o el Yoga. Aunque hay profesionales trabajando por unir ambos campos de trabajo, tendiendo un puente para el diálogo entre la meditación y la neurociencia, a veces se malinterpreta que lo que se busca con esto es otorgarle «legitimidad» científica a dichas prácticas. Por esta razón, investigadores como Francisco Varela, E. Thompson o E. Rosetz tuvieron que aclarar este punto a la hora de incluir la práctica meditativa en su investigación científica: «No recurrimos a las neurociencias para convalidar la experiencia, pues eso sería imperialismo científico».2 Pues, a menudo, se pasa por alto el hecho de que tales prácticas se orientan a un campo de acción que no es, en sí mismo, científico, por mucho que cueste admitir esto en las instancias legisladoras de la ciencia, y me refiero al ámbito exclusivamente subjetivo de la interioridad humana. Como resultado de este enfrentamiento poco afortunado entre dos perspectivas necesarias para el ser humano, se nos presentan nociones tremendamente diversas acerca de la conciencia y la experiencia. Ninguna de estas perspectivas puede ofrecernos una explicación completamente satisfactoria sobre estas dos nociones complejas, los unos por un afán de reducción y restricción objetivista, y los otros por un exceso de vaguedad e imprecisión en sus conclusiones subjetivistas.

Desde el dominio científico se ha intentado por activa y por pasiva explicar la conciencia como un rasgo más del funcionamiento cognitivo. Sin embargo, el problema «difícil» de la conciencia, como lo denominó David Chalmers, sigue sin encontrar una solución científica satisfactoria. Este problema alude a la experiencia subjetiva, al carácter consciente (fenoménico) de nuestras vivencias personales, dado que no cumple, aparentemente, ninguna función que pueda encajar de manera adecuada en el marco de la teoría evolutiva, ni tampoco es un fenómeno que se deje apresar en el contexto de un laboratorio. De hecho, como afirma Tim Crane en su obra La mente mecánica: «A menudo se dice que la conciencia es lo que presenta el máximo obstáculo a una exposición científica de la mente».3 En consecuencia, se ha buscado desmitificar este «rasgo de la vida mental» –así describe Tim Crane la conciencia–, planteándolo como una «función inútil» de la vida cognitiva,4 incluso como un rasgo nocivo al que los seres humanos hemos concedido una importancia exagerada,5 y en todo caso como una pieza más de la maquinaria cognitiva a la espera de ser debidamente diseccionada, a medida que los recursos de la ciencia se incrementan. Como es lógico, lo que no se admite desde este dominio es la posibilidad de explicar la conciencia en términos «paramecánicos», como si fuese una excepción «mística» al planteamiento mecánico de la mente, según el cual los estados mentales, o son idénticos a los procesos cerebrales, o se definen por la función, a menudo mecánica, que desempeñan. En el fondo, lo que no se admite es la posibilidad de que la conciencia se sustraiga a la explicación científica, cualquiera que sea el enfoque utilizado. La cognición se ha independizado de la conciencia, y esta última se ha convertido en un mero rasgo de nuestra actividad mental. Algunas teorías radicales, como el materialismo eliminativo, rechazan cualquier explicación de la vida mental en términos de folk psychology o «psicología del sentido común», es decir, en términos de conceptos mentales como el dolor, la alegría, etcétera. Todos estos conceptos aluden a procesos químicos cerebrales, es decir, a propiedades físicas, y terminarán desapareciendo de nuestro vocabulario en favor de otro más técnico, neurocientífico, que emplearemos para describir nuestras vivencias. Carlos J. Moya explica así la posición de estos materialistas radicales: «Una neurociencia desarrollada mostrará, previsiblemente, que los seres humanos no tienen en realidad creencias, deseos, intenciones y demás propiedades mentales invocadas por la psicología del sentido común, y nuestras explicaciones de la conducta apelarán más bien a factores tales como nuestros estados neurofarmacológicos, la actividad neurológica en áreas especializadas del cerebro o cualesquiera otros estados que la nueva teoría considere pertinentes».6 Por supuesto, es muy poco probable que estas investigaciones se traduzcan en un cambio en el uso del lenguaje común por parte de los individuos, pero es evidente que la posición del ser humano está siendo desplazada: ha dejado de ser el maquinista y ahora forma parte de la máquina. El imperialismo científico tiene sus profetas, que no siempre son, ellos mismos, científicos. Y los profetas, como es sabido, tienden a la exageración y, en este caso, convierten todas estas investigaciones en una teoría maquínica desproporcionada con la que se busca «anunciar» un nuevo cambio de rumbo a efectos humanitarios. Una de estas profecías contemporáneas, cifrada en el avance computacional y tecnológico, es la que se nos presenta en la obra monumental Homo Deus. Breve historia del mañana, de Yuval Noal Harari. En realidad, esta obra expone las consecuencias, un tanto apocalípticas, de una visión exclusivamente objetivista, nos muestra un escenario en el que la autoridad de la experiencia interior ha sido absolutamente anulada. Especialmente interesante resulta su exposición al respecto del «dataísmo», lo que Harari denomina la «nueva religión de los datos». En el seno de esta religión tecnológica, las experiencias humanas se reducen a procesamientos de datos, y no tienen más valor que el de su utilidad en esta red global de información: «El dataísmo adopta un enfoque estrictamente funcional de la humanidad y tasa el valor de las experiencias humanas según su función en los mecanismos de procesamiento de datos. Si desarrollamos un algoritmo que cumpla mejor la misma función, las experiencias humanas perderán su valor».7 Más allá de su intención provocativa y sensacionalista, esta visión ilustra el punto álgido de la devaluación de la experiencia humana que se viene gestando en ciertos sectores científicos, desde hace décadas: «Así, si podemos sustituir no solo a taxistas y a médicos, sino también a abogados, a poetas y a músicos con programas informáticos superiores, ¿por qué habría de preocuparnos que dichos programas no tengan conciencia ni experiencias subjetivas?».8 Obviamente, la religión dataísta se confiesa antihumanista y se entiende como una superación del humanismo laico gestado a partir del movimiento de la Ilustración, que dio primacía a la razón sobre los dogmas religiosos; ahora, esa razón está siendo reducida a un conjunto de algoritmos bioquímicos cuyas funciones pueden ser realizadas por máquinas, gracias a programas de Inteligencia Artificial: «En el siglo XVIII, el humanismo dejó de lado a Dios al pasar de una visión del mundo teocéntrica a una visión del mundo homocéntrica. En el siglo XXI, el dataísmo podría dejar de lado a los humanos al pasar de una visión del mundo homocéntrica a una visión del mundo datacéntrica».9 Pero no está tan claro que esta «revolución religiosa», como Harari la concibe, vaya a desbancar fácilmente los planteamientos humanistas. Puede que en el ámbito académico dichos enfoques hayan decaído, o sean considerados nada más que un anacronismo romántico y coqueto, propio de tiempos más metafísicos. Sin embargo, el humanismo no solo se asienta sobre la razón, ni tiene su única esfera de acción en la academia universitaria. De hecho, mientras desde ciertos sectores de la población se da preeminencia a la exploración de la Inteligencia Artificial, desde otros, se produce una demanda creciente de métodos para cultivar la conciencia natural.

El reclamo incipiente de prácticas destinadas a mejorar la calidad de nuestra «vida interior» representa también una especie de humanismo popular, cada vez más arraigado en Occidente, y cuya consideración de la experiencia se sitúa en el lado opuesto al de la técnica. El propio Harari dedica su obra profética al que considera «su maestro», S.N. Goenka (1924-2013), el mayor exponente en Occidente y en la India del método de meditación buddhista denominado Vipassanā. De alguna forma, se da una alianza híbrida entre ambas posturas, ya que se encuentran inevitablemente mezcladas, y a menudo confundidas, en nuestra vida diaria. Para comprender el arraigo de prácticas como el Yoga o la meditación en Occidente, y la forma diversa en la que se ha encarnado este humanismo popular, debemos remontarnos al Movimiento New Age. Este movimiento nació formando parte de la contracultura norteamericana en la década de los sesenta, y aunque ha experimentado numerosos giros y transformaciones hasta nuestros días, se ha ido globalizando hasta dar lugar a numerosas técnicas de autoconocimiento, bajo diferentes métodos difundidos por una multitud de escuelas, todos destinados a fines similares, y empleando, de fondo, un mensaje común. En primer lugar, como reafirma Paul Heelas, no se trata de un «movimiento» cohesionado, dado que es extremadamente heterogéneo y tiende al sincretismo desmesurado; en segundo lugar, tampoco promueve técnicas totalmente novedosas, porque, en términos generales, se caracteriza por adaptar prácticas orientales al contexto occidental, con una clara intención de romper con los parámetros de la religiosidad dogmática, vivida en la distancia de un Dios trascendente e inaccesible. Así, se le devuelve al ser humano la autoridad sagrada de su propia experiencia, pues solo a través de ella podrá tener una vivencia de su «Ser interior», según la filosofía esencial de este movimiento, dentro del cual no pocas veces se reduce dicha vivencia a la simple sensación de un «bienestar emocional». Esta clase de humanismo se inscribe en Occidente bajo la forma de lo que Heelas denomina «espiritualidades de vida», según las cuales «la espiritualidad se encuentra dentro de las profundidades de la vida subjetiva».10 Por supuesto, estas iniciativas que buscan guiar al ser humano al «reencuentro» con su Sí mismo se sitúan en el polo opuesto al criterio racionalista de las instituciones académicas, y en cierta medida lo hacen de forma deliberada. Sin minusvalorar nuestras facultades intelectivas, lo que se busca al ahondar en la propia experiencia subjetiva no es algo que uno pueda encontrar empleando los instrumentos de la argumentación racional. En su lugar, se le otorga preeminencia al «conocimiento intuitivo», bajo la forma de una exploración iniciática que se apoya casi exclusivamente en la experiencia personal, o en la experiencia de seres más aventajados en el camino del autoconocimiento. El conjunto de valores reivindicados por estos defensores de la experiencia, en parte, nos remite al movimiento romántico alemán del siglo XVIII, tal y como advierte lúcidamente Heelas. Salvo que, en este caso, el cultivo de la conciencia natural se está llevando a cabo en sectores a menudo totalmente independientes de las esferas intelectuales; un divorcio que, a nuestro entender, solo puede resultar en un perjuicio para ambas partes. El trabajo sobre la experiencia subjetiva tiene que reconciliarse con la reflexión intelectual, en la medida en que esta última tiene que saber lidiar con los desafíos de una ética antihumanista, o con los objetivos omnívoros de un cientificismo extremo. Y sobre todo, en la medida en que solo un ejercicio crítico de reflexión puede evitar que la reivindicación de la experiencia interior pierda su perspectiva humanista y pase a ser portavoz de una ética consumista. Estas son, precisamente, las dos vías que Paul Heelas le atribuye a la manifestación de este movimiento: la ética humanista y la ética consumista. Normalmente, diríamos que ambas son, por definición, opuestas; sin embargo, la ética consumista hace suyas todas las propagandas, incluidos los valores que parecen ser contrarios al engranaje del marketing, y por ello la apelación a la conciencia puede degenerar en un consumo inconsciente de experiencias triviales. Los detractores de este movimiento, según Heelas, insisten en que la filosofía New Age contribuye de manera exacerbada a la lógica consumista de la acumulación, al convertir la experiencia en una mercancía.11 Sin embargo, la vertiente consumista de este movimiento no anula su vertiente humanista, basada en valores como la responsabilidad, la singularidad y la autonomía interior, en el marco de un trabajo individual que no tiene por qué ser sinónimo de individualismo. Las pocas investigaciones académicas acerca de este movimiento trabajan con la asunción acrítica de que lo único que le subyace es una ética consumista; bajo la lupa de una multitud de prejuicios, lo presentan como un conjunto de banalidades nocivas para un público «ingenuo». En ocasiones, da la impresión de que esta conclusión es la que ha motivado la investigación, y de que la sentencia judicial anticipaba ya el estudio del fenómeno; en esos casos, nos encontramos con un enfoque sesgado que no nos permite entender las dimensiones sociales de estas prácticas, ni tampoco la filosofía que les subyace. Ni el movimiento New Age puede reducirse a un grupo de curanderos y charlatanes, ni toda su literatura es un catálogo de autoayuda comercial. Del mismo modo que no todos los científicos están dispuestos a renunciar a la experiencia subjetiva, ni todos secundarían la profecía apocalíptica de una humanidad explicada en términos algorítmicos. De hecho, solo si reconocemos el reclamo humanista que hay detrás de esta demanda de experiencia interior, podemos entender el arraigo que ha adquirido la práctica del Yoga en la cultura occidental, y la razón de que no haya desaparecido como una moda más, por la puerta giratoria de los entretenimientos. Incluso si esta práctica se ha visto tremendamente transformada de modos diversos y hasta contrarios, ha echado raíces como un método vivo y necesario de autoconocimiento, en un momento global de inseguridad, extrañamiento y saturación tecnológica. Constituye, por tanto, uno de los bastiones que se alzan en favor de la experiencia humana y que invitan al cultivo de la relación del ser humano consigo mismo.

En el primer capítulo llevamos a cabo una tarea importante de deconstrucción, al preguntarnos por qué el compendio de técnicas yóguicas de Patañjali ha llegado a ser considerado el modelo «clásico» o «canónico» del Yoga. Como veremos, los Yogasūtra (ss. II-V d.n.e.) adquirieron una importancia sin precedentes a partir del siglo XIX de la mano de ciertos reformadores y maestros indios encargados de difundir el Yoga en Occidente, y también gracias a ciertos orientalistas occidentales. Sin embargo, la historia del Yoga es un árbol de raíces complejas y múltiples ramas, que nos ofrece una multitud de modelos y métodos posibles. Del mismo modo, a la hora de explicar el lugar que ocupan disciplinas clásicas como el Sāṃkhya y el Yoga en la historia de la filosofía india, consideramos importante cuestionar ciertos aspectos del esquema con el que suele resumirse esta historia. En la India han existido tradiciones de pensamiento materialistas, de las que apenas sabemos nada, y una diversidad de filosofías que no deberían ser explicadas basándose en su adhesión a las escrituras sagradas (los Vedas), o basándose en la finalidad supuestamente «mística» que persiguen. Detrás de estas cuestiones se oculta, muchas veces, la verdadera filosofía, una forma particular de interpretar el ser humano, el mundo y la vida.

En el segundo capítulo revisamos el particular «cuidado de sí» que forma parte del método yóguico indio, inscrito no solo bajo la rúbrica del Sāṃkhya-Yoga clásico, sino también bajo el ala de otras filosofías (Vedānta, Buddhismo, Tantra) que han desarrollado sus propios métodos de Yoga como medio singular de autoconocimiento. La expresión «cuidado de sí» (en griego: epimeleia hautou) nos remite, obligatoriamente, a la Grecia antigua de la mano de Michel Foucault, y su célebre ensayo sobre este cuidado espiritual en las filosofías helenísticas. Recientemente, Martha Nussbaum resaltaba que este «cuidado de sí» en la Grecia antigua tomó siempre la forma de un método reflexivo y discursivo de autocuración, estableciéndose una terapia filosófica basada en el trabajo racional del individuo sobre sí mismo y su entorno. En este sentido, el cuidado de sí que nos propone el Sāṃkhya-Yoga clásico adquiere otras características, ya que se sitúa en un estrato anterior al del trabajo reflexivo, al considerar que, antes de iniciar la andadura del pensamiento, el ser humano debe aprender a observar el funcionamiento de su maquinaria psíquica.

En los capítulos tercero y cuarto, tratamos de contribuir a la interpretación contemporánea centrada en el aspecto experiencial de estas filosofías, revisando el Sāṃkhya y el Yoga clásico en clave fenoménica, y ligándolos al estudio actual de la filosofía de la mente. Defendemos que tanto el Sāṃkhya como el Yoga proponen un modelo funcionalista de la mente, entendiéndola como un conjunto de procesos cognitivos mecánicos, predecibles, inconscientes y, lo más importante, externos a una conciencia-testigo con carácter no intencional. Entender el dualismo que se nos plantea es fundamental para comprender el estado final en el que culminan ambos métodos, el aislamiento liberador (kaivalya). Actualmente, disponemos de un cúmulo de teorías tanto filosóficas como científicas que nos permiten arrojar luz sobre estos mapas cognitivos. Además, la concepción de la mente que subyace a ambas filosofías está en consonancia con ciertos descubrimientos realizados desde el ámbito de la neurociencia de la meditación.

La interpretación que proponemos en este ensayo no es la definitiva, dado que siempre existirán diversos niveles interpretativos desde los que podemos acercarnos a filosofías tan complejas. No obstante, buscamos suplir una carencia al alejarnos deliberadamente, en primer lugar, del enfoque religioso, en segundo lugar, de un tratamiento excesivamente académico y también, por último, de la aproximación espiritualista, perspectivas que han copado las interpretaciones de estas dos filosofías. Finalmente, acompañamos este estudio de una modesta traducción de los dos textos clásicos, las Sāṃkhyakārikā de Īśvarakṛṣṇa (s. IV d.n.e.) y los Yogasūtra de Patañjali (s. II-V d.n.e.), cuya lectura pausada resulta imprescindible para explorar el universo filosófico de estos sistemas.

1.Sāṃkhya y Yoga «clásicos»

Deconstruyendo el punto de partida

Existe un árbol muy antiguocon las raíces hacia arribay las ramas hacia abajo.

Kaṭha Upaniṣad (2.3.1)

Lo primero que deberíamos revisar en la expresión «Sāṃkhya y Yoga clásicos», es el adjetivo «clásico». Este título indica, por un lado, la relación de estas filosofías con una determinada época, pero también, y sobre todo, se emplea para atribuirle a estos modelos una cierta legitimidad o superioridad canónica. Así, el formato «clásico» del Sāṃkhya está representado por el tratado Sāṃkhyakārikā de Īśvarakṛṣṇa, del que no puede darse una fecha exacta, aunque se sitúa en torno al siglo IV d.n.e. A pesar de que el término «sāṃkhya», así como ciertas ideas y conceptos básicos de este sistema, se encuentra diseminado por numerosos textos (Upaniṣads, Bhagavad-gītā, Carakasaṃhitā, etcétera) anteriores a la composición de este texto, se reconoce que la versión normativa de esta doctrina se encuentra sintetizada en este tratado. Es decir, el Sāṃkhya como «sistema de filosofía», o como darśana («observación», «punto de vista»), se establece a partir de las Sāṃkhyakārikā, el texto más antiguo que conservamos de esta tradición de pensamiento. En realidad, esta consideración no suscita demasiados problemas, dado que esta filosofía cuenta actualmente con muy pocos adeptos o practicantes –entre los que hay que mencionar, en el siglo pasado, al asceta sāmkhyano Hariharānanda Āraṇya (1869-1947)–, y en Occidente apenas se conoce el Sāṃkhya fuera del ámbito académico, si no es por alusión a Patañjali o al Yoga «clásico». Ciertamente, se reconoce que el Sāṃkhya es la base metafísica del Yoga clásico, y desde luego, conviene saber algo de este sistema cuando uno se inicia en la lectura de los Yogasūtra de Patañjali. Sin embargo, lo que parece ser una asunción acrítica, por parte de ciertos investigadores y de una multitud de practicantes, es la consideración del Yoga de Patañjali como «modelo clásico» o «autoritativo», exponente de una supuesta «tradición yóguica» continua y ancestral. Independientemente del estilo de Yoga que se practique, hoy en día la mayoría de las escuelas de Yoga en Occidente –y también en la India– adoptan este texto como el pilar filosófico del Yoga «auténtico», dotado de una autoridad incontestable con respecto a otros modelos y a otras prácticas yóguicas. Esta consideración continúa siendo la predominante, a pesar de que disponemos de numerosos estudios que acreditan el carácter convencional de esta creencia. La mayor parte de investigadores atribuyen un papel especial al maestro vedántico Svāmī Vivekānanda en esta «reconstrucción» ortodoxa del Yoga, cuando a finales del siglo XIX llevó a Estados Unidos una visión del Yoga basada en una interpretación particular de ciertos pasajes de los Yogasūtra, y defendió la imagen unitaria de una tradición y un linaje continuos con respecto a la enseñanza de esta práctica en la India. Así lo expresa, por ejemplo, Farah Godrej cuando menciona el discurso «esencialista» que se defiende hoy desde diversas esferas del Yoga, y con el que se trata de legitimar de modos distintos, una «tradición pura y auténtica» de esta práctica, por cierto, inexistente. «Vivekānanda construyó una versión monolítica y aparentemente “auténtica” de la historia del Yoga “clásico” que constituye actualmente su narrativa predominante: “Desde que fue descubierto, hace más de cuatro mil años, el Yoga fue perfectamente delineado, formulado y enseñando en India”.»12 Elizabeth de Michelis también da cuenta de esta «reconstrucción» ortodoxa, y llega a denominar el método de Vivekānanda como «Yoga psicosomático moderno», cuya piedra angular sería el Yoga de Patañjali, con el añadido de ciertas características procedentes del neohinduismo, y de diversas tradiciones esotéricas occidentales.13 P.V. Karambelkar también lo indica, en su traducción a los Yogasūtra, cuando nos dice que no es correcto llamar «Rāja Yoga» al Yoga de Patañjali. «Probablemente, Svāmī Vivekānanda fue el primero en denominar así al Yoga reflejado en los Yogasūtra de Patañjali. Sin embargo, no hay nada en el texto mismo que sustente esta designación. […] El Yoga de Patañjali no puede y no debería ser llamado “Rāja Yoga”.»14 Pero, en este punto, Karambelkar emite una opinión personal que nos parece muy importante: «Sin embargo, si el título “Rāja Yoga”, que significa el “Rey del Yoga”, se usa para hacer referencia al sistema superlativo del Yoga, entonces, definitivamente, el Yoga de los Yogasūtra debe ser llamado Rāja Yoga».15 Precisamente, este es el quid de la cuestión: ¿por qué se ha llegado a considerar el Yoga de Patañjali como el «rey» o el modelo más importante de entre la multitud de prácticas y tradiciones yóguicas existentes? Si nos ceñimos a la época «clásica» en la que se sitúa la redacción de los Yogasūtra, de fecha incierta pero ubicado en torno a los siglos II-V d.n.e., tendríamos que reconocer que no existe un solo modelo clásico del Yoga, sino muchos.16 Por esta razón, Karen O’Brien Kop se pregunta: «¿Por qué no ha sido asociado el Yoga clásico con el tratado buddhista Yogācārabhūmiśāstra, un vasto compendio sobre la práctica del Yoga cuya redacción final se sitúa en los siglos cuarto o quinto? Esta omisión nos parece importante, dado que disponemos de más información sobre el Yoga buddhista que sobre el Yoga de Patañjali en este período».17

No es nuestra intención generar confusión en este punto, sino mostrar, precisamente, que la historia del Yoga no tiene nada de lineal, de transparente o de unívoca. Y por eso mismo podemos llamarla «historia», porque se trata de un nido de movimientos, tendencias y tradiciones que se influyen inevitablemente unas a otras, que dialogan entre sí a lo largo del tiempo, y que dan lugar a vías y métodos yóguicos diversos, apoyados en filosofías diversas. El Yoga de Patañjali solo es uno más entre ellos. La idea común de que este texto supuso la fundación del Yoga en tanto filosofía (en tanto darśana) se atribuye, una vez más, a Vivekānanda.18 En todo caso, se trataría de una reelaboración histórica por parte de diversos reformadores intelectuales indios y de ciertos orientalistas occidentales, que solo cobraría fuerza a partir del siglo XIX. Por otro lado, los yogas que se practican hoy en día, a menudo guardan muy poca relación con la práctica prescrita por Patañjali. El modelo «general» del Yoga –más allá de los matices particulares de cada senda y cada estilo–, tal y como se imparte actualmente, tiene raíces más «medievales» que «clásicas», según Kenneth Liberman, y constituye «una mezcla de buddhismo, śivaísmo, vaishnavismo, con influencias incluso islámicas y procedentes de un ascetismo tribal no hinduista. […] En ningún momento existió un yoga “puro”, salvo quizás en la experiencia subjetiva del practicante realizado».19 Y en esto concuerdan investigadores como Mark Singleton, Mikel Burley, Elizabeth de Michelis, Joseph Alter, Andrea R. Jain, y un largo etcétera. Tengamos en cuenta que el comentario más antiguo e importante de los Yogasūtra, realizado por Vyāsa, data del siglo V d.n.e, y se considera que este célebre comentador ya «había perdido contacto con la tradición, si es que llegó a haber una».20 Como señala Mark Singleton, esto reabre el debate sobre cómo y por qué «surgió la creencia en una supuesta tradición del Yoga clásico de Patañjali, y cómo llegó a convertirse en la piedra angular ideológica de los exportadores del Yoga más populares a principios del siglo XX».21

La compilación de Patañjali reúne un buen número de técnicas yóguicas diversas, por lo que los Yogasūtra representan, ante todo, la síntesis de un cruce de tradiciones. Ninguna de las técnicas recogidas por Patañjali incluye la práctica postural, y mucho menos la forma en que cualquier persona en nuestros días visualizaría una clase de Yoga. Son tradiciones que responden todas ellas a una vertiente śramaṇa o ascética, sustentada en la renuncia y en la búsqueda del control mental. El āsana empleado por los ascetas upaniṣádicos, o por los ascetas śramánicos de tiempos de Patañjali, consistía en una postura de corte meditativo, con la que se buscaba conseguir estabilidad para el verdadero trabajo interno, centrado en la meditación estática. Vivekānanda mismo, basándose en este texto, y difundiendo su particular «Rāja Yoga», se desentendía de las prácticas físicas a las que no reconocía como el objetivo del Yoga. Sin embargo, tampoco sería del todo correcto relacionar exclusivamente el Yoga físico contemporáneo con el Haṭha Yoga medieval desarrollado por los yoguis tántricos. Incluso si ciertos manuales como el Siddhasiddhāntapaddhati (s. XI), el Gorakṣaśataka (ss. XI-XII) o el Haṭhayogapradīpīka (s. XIV) son reivindicados como la base del Yoga físico practicado en la actualidad, no hay que olvidar que los sistemas posturales que han llegado a adquirir mayor celebridad fueron también ellos el resultado de una reconstrucción elaborada en el siglo XX. A fin de cuentas, como indica K. Liberman, los yoguis tántricos como los nāths –a quienes, según este autor, les debemos los aspectos más populares del Yoga contemporáneo– «no usaban el āsana con propósitos meditativos o para mejorar su salud, sino para despertar la kuṇḍalinī y adquirir ciertos poderes como volar, habilidades alquímicas y escapar de la muerte».22 Por tanto, en el Yoga globalizado u occidentalizado de nuestros días, se da una fusión entre la línea ascética, ética y meditativa de Vivekānanda –cuyo pilar son los Yogasūtra–, y las prácticas físicas y respiratorias procedentes de la amalgama de tradiciones medievales tántricas. Mark Singleton ha sido, tal vez, el investigador que más ha ahondado en la cuestión de la exportación del Yoga, en el siglo XX, como una técnica postural que encajaba perfectamente con la moda fitness y la tendencia al culto físico que cobraba fuerza en Occidente. Nuevos sistemas posturales fueron recreados y adaptados entonces por maestros tan célebres como Kṛṣṇamācārya (1888-1989) o Svāmī Śivānanda (1887-1963), sistemas «específicos de ese período particular, que no habían sido considerados yoga antes de esa época en la historia de la India».23 Andrea R. Jain señala la importancia que tuvieron Kṛṣṇamācārya y Svāmī Śivānanda en «el proceso de reconstrucción del yoga en tanto yoga postural», pues muchos de sus discípulos se encargaron de difundir y enseñar este enfoque moderno del yoga tanto en la India como en Occidente, por ejemplo, Pattabhi Jois (1915-2009) y B.K.S. Iyengar (1918-2014), discípulos del primero, y Svāmī Viṣṇudevānanda (1927-1993), discípulo del segundo.

Aunque todos estos maestros han contribuido a ampliar y difundir –de forma transnacional– la riqueza extraordinaria del método yóguico, heterogéneo desde el seno mismo del término «yoga» (cuya polisemia es apabullante), estas innovaciones posturales tampoco pueden explicar sus raíces apelando a una tradición o linaje ininterrumpidos de corte haṭha-yóguico. Del mismo modo que no ha existido una tradición lineal y continua del Yoga clásico de Patañjali, tampoco el Yoga postural moderno puede apelar a una «pureza» de corte medieval, fundada en los textos tántricos de Haṭha Yoga antes mencionados. A esto hay que añadir que los modelos del yoga postural moderno (desde Śivānanda hasta Iyengar) son, paradójicamente, los que más reivindican la centralidad de los Yogasūtra de Patañjali, a pesar de que la práctica impartida guarde poca relación con la filosofía Sāṃkhya que sustenta este texto y con las técnicas meditativas descritas por Patañjali. El método Aṣṭāṅga Yoga de Patthabi Jois, centrado en el trabajo corporal y respiratorio, también rinde devoción a los Yogasūtra como piedra angular de la filosofía yóguica, y se aleja de las metas alquímicas de los haṭha yoguis tántricos que podrían, en un primer momento, resultar una fuente más coherente para legitimar su práctica.24 Ha existido un intento notable por desvincularse de las prácticas y las conductas transgresoras de los haṭha yoguis tántricos, mal considerados tanto por los reformistas hindúes como por los académicos orientalistas del siglo XIX.25 Este intento por alejarse de los nāths tántricos, irrespetuosos con la estructura social-jerárquica de la India, y dedicados al trabajo sobre el cuerpo sutil y la sublimación de las energías ocultas en el cuerpo, podría haber redundado en una sobrevaloración convencional del texto de Patañjali, mucho más ortodoxo y comedido en comparación. Pero, posiblemente, esta solo sea una razón más del cúmulo de factores que impulsaron la consagración de este texto como el modelo escritural canónico del Yoga, a partir del siglo XIX.

Con todo, es innegable la importancia y la relevancia de los Yogasūtra de Patañjali, y también de los comentarios a este texto que se fueron desplegando con el curso del tiempo, desde Vyāsa (s. V) a Bhoja Rāja (ss. X-XI). Sin embargo, sin el «renacimiento» de los Yogasūtra en tiempos contemporáneos, reivindicado como pilar de una supuesta tradición lineal del Yoga «clásico», tal vez hoy estaríamos considerando este tratado como uno más entre otros, es decir, como una síntesis más de ciertas técnicas yóguicas entre la multiplicidad de modelos y técnicas existentes. La influencia de las técnicas recogidas por Patañjali, por ejemplo, es mínima en el caso de las prácticas y textos yóguicos sivaítas, y lo mismo sucede en el caso de ciertos trabajos jainistas que se ven mucho más influidos por el Sāṃkhya, el buddhismo, o el śivaísmo, a la hora de exponer su método yóguico. Según Mark Singleton, «cuando se registra la influencia de los Yogasūtra [en estos trabajos], a menudo se le considera un competidor más entre los diferentes sistemas del Yoga, y no necesariamente el más prominente».26

En el capítulo cuarto dedicamos un pequeño epígrafe a sintetizar la evolución del Yoga en la época contemporánea. Sin embargo, nos parece imprescindible tener en cuenta, desde el principio, el carácter convencional del estatus «clásico» otorgado a los Yogasūtra. En primer lugar, concederle la hegemonía a este texto implica renegar de la riqueza de métodos de Yoga que se han desarrollado a lo largo de la historia de la India, dado que nos invita a situar otros modelos de Yoga en una posición «jerárquica» inferior a la de Patañjali, una clasificación que sería fruto de una convención moderna. En segundo lugar, entendemos que no es por esa convención por lo que la obra de Patañjali debería ser considerada valiosa, ni tampoco la metafísica en la que se apoya, el Sāṃkhya clásico. Como veremos, estas dos filosofías nos ofrecen una teoría y una práctica de la mente humana que merecen ser estudiadas sin necesidad de sobreimponerles un valor añadido, en términos de tradiciones, linajes u otros desarrollos históricos infundados. Con todo, a lo largo de esta obra seguiremos designando el Sāṃkhya de Īśvarakṛṣṇa como «Sāṃkhya clásico», y el Yoga de Patañjali como «Yoga clásico», tal y como suele hacerse, aunque no pretendemos con ello apelar a una supuesta «hegemonía» o «superioridad» de estos modelos sobre otros.

Coordenadas históricas

La historia de la filosofía india también ha sido reducida a un modelo lineal, y normalmente se estudia como un horizonte perfectamente ordenado. Así, el relato tradicional nos obligaría a explicar el Sāṃkhya y el Yoga clásicos como dos de los seis sistemas (ṣaḍ-darśana) ortodoxos de la filosofía india. La palabra sánscrita darśana es un derivado de la raíz verbal «dṛś» (observar, mirar) y significa «visión», «observación». El verbo dṛṣyate no solo hace referencia al acto físico y literal de ver a través del ojo (dṛṣṭā), sino que, en un sentido figurado, puede aludir a una visión intuitiva, mística o intelectual (dṛṣṭi). Si fuésemos a hacer una exposición realmente ortodoxa, pasaríamos a explicar que estos seis sistemas clásicos son reconocidos como «āstika», es decir, como ortodoxos, sujetos a la autoridad de los Vedas, las escrituras reveladas del hinduismo, así como a las normas religiosas y sociales propias de esta religión. Se las diferencia, a grandes rasgos, de las filosofías «nāstika», aquellas que no concuerdan, de modos distintos, con la ortodoxia védico-hindú. Dentro de esta última vertiente, tendríamos que mencionar filosofías como el buddhismo, el jainismo o el materialismo hedonista de los cārvākas. Añadiríamos, entonces, que los seis darśanas reconocidos por la ortodoxia brahmánica suelen estudiarse agrupados en forma de tres parejas, en función de la afinidad de sus perspectivas: a) Sāṃkhya-Yoga; b) Nyāya-Vaiśesika, y c) Mīmānsa-Vedānta.

Todas estas disciplinas se ocupan de temas diversos como la lógica (Nyāya), el estudio metafísico de la realidad (Vaiśesika), la cosmología (Sāṃkhya), la disciplina del control mental (Yoga), la interpretación de los himnos y rituales védicos (Mīmānsa) o la interpretación del idealismo místico de los textos upaniṣádicos, que constituyen la última parte de los Vedas (Vedānta). Por último, esta explicación estándar debería terminar vertebrando todas estas escuelas, a pesar de su diversidad temática y de la propia historia de pensadores que caracteriza a cada corriente en particular, resaltando la finalidad común que comparten todas ellas: la liberación (mokṣa)27 del ciclo de renacimientos (saṃsāra). Rápidamente, todas estas disciplinas serían explicadas como métodos diversos para obtener esta liberación del sufrimiento, que a menudo se asocia con una liberación de la experiencia del mundo y del deseo por esta experiencia.

Asumir este esquema cultural prefabricado ofrece numerosas ventajas, aunque estas no contribuyan al estudio de la historia o la filosofía, sino más bien todo lo contrario. A simple vista, se nos presenta como un escenario ordenado, de doctrinas cerradas y ya etiquetadas en función de su estatus ortodoxo/heterodoxo, cuya meta salvífica las vuelve homogéneas y fácilmente conciliables. La creencia en el ciclo de renacimientos, el propósito de la liberación, o el papel de la retribución de los actos (karma), se aplica a todas ellas por igual y en la misma medida; la autoridad que las escuelas «ortodoxas» rinden a los Vedas es la misma y se ejerce del mismo modo, y lo contrario puede decirse de las escuelas heterodoxas: su falta de consideración hacia las escrituras es homogénea y se lleva a cabo por razones similares. Se trata de un panorama liso y perfectamente reglado que no nos dice nada acerca de la filosofía india ni de las historia de sus ideas, ofreciéndonos a cambio una segmentación ya preparada según criterios convencionales, que pocos autores entran a cuestionar. De hecho, esta supuesta soteriología, o búsqueda de salvación, que impregnaría casi todo el escenario filosófico de la India ha contribuido a que la filosofía occidental recele del pensamiento indio y lo vincule antes al estudio dogmático de la religión que al estudio de la mente, la lógica, la metafísica o la meditación. Si todas ellas se rigen por la misma finalidad trascendental, y se estudian basándose en la relación que mantienen con las escrituras sagradas, ¿dónde queda la consideración de su diversidad temática, los temas y preguntas que cada escuela plantea, y los propios cambios internos que cada pensador desarrolla en la historia particular de las mismas? Estos aspectos, anecdóticos, formarían parte de un estudio especializado que queda relegado a los profesionales y eruditos, y que no interfiere, en último término, con las bases generales del orden establecido. A la hora de tratar el Sāṃkhya y el Yoga clásicos, no solo no usaremos este esquema como punto de partida, sino que consideramos necesario entrar a cuestionarlo. Pues este escenario unívoco se nos presenta como un horizonte congelado que ha paralizado en ocasiones el estudio de la filosofía india, ofreciendo una historia lineal y rígida de sus ideas, en pleno contraste con el curso cambiante, progresivo y complejo de la filosofía occidental. Pero la historia de la filosofía india es tan cambiante, progresiva y compleja como la de Occidente, aunque pueda servirse de otros valores, otros objetivos y otros métodos de investigación. A continuación, presentamos ciertos interrogantes que pueden ayudar a deshacer la homogeneidad obsoleta del relato tradicional. En primer lugar, revisaremos la idea de liberación que se le atribuye a las filosofías indias y, luego, pasaremos a revisar el estatus ortodoxo que supuestamente comparten los seis darśanas. Después de plantear estos interrogantes que consideramos necesarios, ofrecemos al final del capítulo un breve desarrollo histórico del Sāṃkhya y el Yoga.

La liberación upaniṣádica: ¿de los márgenes a la ortodoxia?

Los indólogos occidentales escriben esencialmente para otros indólogos occidentales.

DILIP K. CHAKRABARTI

Defendemos que la indología, sorprendentemente, tiene poco que ver con la India.

VISHWA ADLURI y JOYDEEP BAGCHEE

Nuestro punto de partida es la asunción general de que todas las filosofías indias, con excepción de la corriente materialista Lokāyata, comparten una meta común, es decir, la liberación (mokṣa