Sanadora - Miri Zanni - E-Book

Sanadora E-Book

Miri Zanni

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Beschreibung

María, una talentosa violonchelista de Buenos Aires, se enfrenta a una vida marcada por la ansiedad, el desamor y una inquietante sensación de estar atrapada en un ciclo generacional de sufrimiento. Tras una crisis que la lleva al hospital, comienza una terapia de hipnosis con la doctora Levis, quien la guía en un viaje introspectivo a través de los traumas de las mujeres de su linaje. Desde su bisabuela en la campiña francesa hasta su abuela, María descubre cómo estas historias familiares de amor y desamor siguen afectando su vida actual. En su búsqueda de sanación, María deberá enfrentarse a sus demonios internos y romper con un pasado que la persigue.

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Seitenzahl: 280

Veröffentlichungsjahr: 2024

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MIRI ZANNI

Sanadora

Zanni, Miriam Mabel Sanadora / Miriam Mabel Zanni. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5630-1

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

PRIMERA SESIÓN

SEGUNDA SESIÓN

TERCERA SESIÓN

CUARTA SESIÓN

QUINTA SESIÓN

SEXTA SESIÓN

SÉPTIMA SESIÓN

OCTAVA SESIÓN

NOVENA SESIÓN

DÉCIMA SESIÓN

ÚLTIMA SESIÓN

EPÍLOGO

Verano en Buenos Aires, una de esas noches en donde la temperatura no da tregua. María se acostó temprano. Un día difícil, uno de tantos otros. El ensayo con la orquesta durante más de seis horas había sido extenuante. Le dolía la espalda, las yemas de los dedos quemaban, y la música del ensayo no dejaba de sonar en su cabeza. El estreno sería en dos semanas y aún no lograban los ajustes necesarios. Todavía tenía que llevar a calibrar el puente y las cuerdas del violonchelo y no encontraba el momento. Agotada, apoyó la cabeza en la almohada y se quedó dormida.

A las cuatro de la madrugada, despertó sobresaltada, el cuerpo sudado, el corazón latiendo a mil. Salió de la cama. Se dirigió al balcón, abrió el ventanal buscando aire. Daba bocanadas como un pez salido del agua. No podía respirar, le temblaban las manos, sentía que la muerte acechaba a su lado, la miraba, la olía, tenía sus garras preparadas para atraparla tan pronto como se diera por vencida. Tenía que pensar en otra cosa, pero el pánico la dominaba. Fue hasta la mesa de luz, tanteó a oscuras en el cajón y encontró los tranquilizantes. El temblor de las manos era tan fuerte que le resultaba imposible sacar solo una pastilla del envase. Cayeron muchas en su mano, de un impulso puso todas las pastillas en su boca e intentó tragarlas. Algunas pasaron otras quedaron trabadas en la epiglotis, ese lugar donde se quedan las cosas que no pueden seguir su camino, que son difíciles de digerir. Tosió fuerte y comenzó a hacer arcadas, el aire no pasaba por su garganta, sus ojos se llenaron de lágrimas, corrió hacia el baño tanteando a oscuras, boqueando, pero el aire no pasaba, sentía las pastillas clavadas en su garganta, en su tracto digestivo, en su estómago. La luz prendida del baño la hizo reaccionar. Su cuerpo vomitó algo parecido a un puré azul. Parte de las pastillas deshechas quedaron en la bacha y un gusto amargo invadió toda tu boca.

Caminó hacia la cocina, sentía a los demonios seguir sus pasos de cerca, podían verla, estaban a su lado, le sonreían y esperaban. Buscó un vaso, volvió al baño, llenó el vaso con agua de la canilla, recogió el puré de ansiolíticos y se lo metió en la boca. El sabor amargo de las pastillas desechas mezcladas con saliva la hacía sentir peor, bebió todo el vaso de agua y regresó a sentarse en el balcón. Se quedó acurrucada en el sillón de mimbre, a un al lado de ella, esas criaturas infernales, no le quitaban la vista de encima. Sabía que debía pensar en otra cosa, miró hacia afuera, vio la sombra de las ramas de los árboles proyectadas sobre el edificio de enfrente. Una ventana tenía las luces prendidas. Se preguntó quién estaría levantado a esas horas. Las pastillas comenzaban a hacer efecto, el aire ingresaba a sus pulmones nuevamente, hasta el fondo.

Marcos se despertó, tanteó para acariciar el cuerpo de María, y al ver que no estaba allí, se levantó a buscarla. Cuando la encontró, ya había pasado la lucha con los demonios. Estaba sentada observando hacia la calle.

—¿No creés que esto puede llegar a ser como eso a lo que llaman Karma? —dijo María.

—No lo sé. No sé si creo en esas cosas.

Él sabía que luego de sus ataques de ansiedad, ella necesitaba que la escuchen y eso le molestaba. No quería escucharla, no tenía ganas de soportar sus niñeces y sus eternos sufrimientos. No tenía ganas de ella cuando se comportaba así. Sin embargo, esa noche no se dio media vuelta y se fue a dormir como tantas otras veces, esa noche se quedó allí parado mirándola, descolocado, sin saber qué hacer ni cómo actuar.

—Creo que la historia se repite de generación en generación. Todas las mujeres de esta familia sufren por lo mismo, es como si estuvieran condenadas, no lo sé. En algún momento se hartan de todo, algo las domina, y se van, se alejan, se encierran en sí mismas o simplemente parece que se desvanecen ante sus propias miradas. Dijo ella.

—Quizás sea pura casualidad.

—No lo creo, no creo en las casualidades. Sí en las causalidades. De lo que sí estoy segura es que estas situaciones suceden una y otra vez, desde siempre, va, desde que tengo uso de razón. Y ninguna de las mujeres de mi familia hizo nada para que la historia no se vuelva a repetir. Por ahí porque ninguna se puso a pensar en las similitudes a lo largo de sus vidas. La cosa es que ninguna buscó cortar esa maldición, karma o como quieras que lo llame. Quizás sea yo quien tenga que hacerlo, por mi bien y por el bien de las que estén por venir.

Las pastillas comenzaban a hacer efecto. Sus ojos parpadeaban más lentamente.

—Te estás haciendo cargo de algo que ni siquiera podés confirmar que sea verdadero. Por ahí son solo ideas tuyas. Es demasiado lo que decís. Dejá de joder y volvé a la cama.

Volvió a observar las sombras que las ramas, que ahora parecían desdoblarse hasta el infinito.

—No es empíricamente demostrable, querés decir. Quizás. —Contestó María con un gesto de hastío, no solo por el efecto de las pastillas, sino por el desagrado que le producía que Marcos no tuviera ni un ápice de empatía con lo que ella pensaba.

El puré azul seguía haciendo sus efectos. María ya no veía con nitidez las ramas proyectadas en el edificio de en frente. Todo se tornaba nublado.

Prosiguió:

—Aunque creo que con todo lo que sé y conocí, hay bastante evidencia “empírica” para vos, hombre de poca fe, que pone todo en valor a través de la ciencia. Lo cierto es que después de indagar un poco más profundamente, me di cuenta de que las mujeres de mi familia, sufren y sufrieron por amor. Por amor a una madre, por amor a un padre, por amor a un hijo, por amor a un amante, o mejor dicho, por el desamor. Y a causa de ello se alejaron, o se desvanecieron en vida. Pienso que alguien tiene que poner las cartas en la mesa, por el bien de todas. Creo, hasta donde puedo entender, que comenzó con mi bisabuela Marie. Quizás haya comenzado antes, la verdad es que no lo sé, porque no tengo contacto con algún pariente que la precediera.

—No sé, no entiendo de qué estás hablando. Vayamos a dormir, es tarde, mañana tengo que estar temprano en la oficina, dijo Marcos.

—Andá vos, yo me quedo otro rato. —Contestó María no sin dejar de sentir miedo a la reacción de Marcos por su decisión de quedarse sola, de buscar su espacio, algo que él no soportaba.

Comenzó a sentir una gran opresión en el pecho. La garganta se le cerraba, nuevamente no podía respirar. Tuvo la necesidad de salir corriendo a la calle. El efecto de los ansiolíticos y el miedo la paralizaban. Nada podía hacer. De golpe todo se desvaneció.

Cuando despertó, estaba en la cama de un hospital.

—No te asustes, le dijo una voz extraña.

A María le era imposible abrir los ojos. Le pesaban como si tuviese una piedra sobre cada uno de ellos. Apenas si podía entrever el contorno de una figura, no sabía quién era.

—Tranquila, le dijo la voz acariciándole el pelo. Pronto te vas a sentir mejor y nos conoceremos.

Al día siguiente despertó y estaba en la misma sala de aquello que suponía que era un hospital. Se incorporó e intentó abrir la puerta, no pudo. Fue hacia la ventana de rejas y cortinas blancas. Recorrió la habitación con la mirada. Era un lugar blanco. Las paredes estaban cubiertas de azulejos blancos. El piso era de baldosas color gris con pedacitos negros. No había más que la cama donde había pasado la noche, o quizás los días durmiendo, no lo sabía. Una mesa de luz vacía revelaba que ese era un lugar de paso. En un extremo de la habitación había un armario gris de chapa cerrado con llave. Se levantó y fue hacia la puerta. Intentó ver por a través del vidrio esmerilado. Solo veía siluetas distorsionadas que pasaban haciendo barullo.

Volvió a sentarse en la cama. Su último recuerdo era escuchar la voz de Marcos diciendo vamos a dormir, es muy tarde. Y esa sensación de hastío, de no aguantarlo más, de culpa por querer su propio espacio.

De pronto la puerta se abrió. Una mujer joven, con el pelo atado y guardapolvo ajustado al cuerpo se acercó y le dijo:

—Hola, María, buenos días, soy la doctora Levis. Estaremos trabajando juntas durante los próximos días. ¿Sabés por qué te encontrás aquí?

—No. —Dijo María. —¿Dónde estoy? ¿Qué pasó? ¿Por qué me tienen encerrada?

—No te preocupes, esto ha sido por precaución. Pero de seguro, no volverá a suceder. Solo estoy aquí para ayudarte.

—Quiero volver a mi casa. ¿Dónde está Marcos? Tengo que volver, en dos semanas es el estreno y tengo aún mucho que preparar con la orquesta, hay cosas que todavía hay que ajustar.

—María, escucha, dijo la doctora, apoyando su mano sobre la mano de María. ¿Sabes qué día es hoy?

—Jueves, contestó María, jueves 4 de abril.

—No es así María, es lunes. Lunes 15.

—¡No es posible! ¡Quiero irme ya! ¡Donde están mis cosas!

—Cálmate María o me veré en la obligación de volver a medicarte.

—María sentía otra vez que las cosas se ponían difíciles. La garganta se le cerraba, sus manos comenzaron a transpirar frío.

—Tranquila María, estoy aquí. Vamos a respirar. Contemos juntas. Contemos cuantos azulejos tiene la pared. Vamos empecemos.

María comenzó a contar azulejos junto con la doctora. Y mientras pasaba por cada uno de los azulejos, una voz interna repetía, qué — te — pasa. Qué — te — pasa. No lograba callar esa voz en su cabeza. Una obsesión. Qué te pasa, qué te pasa, qué te pasa. Todo se volvió oscuro.

Al abrir los ojos, una voz en medio de la oscuridad le recordaba a su abuela, agudizo la vista entre tanta oscuridad y la vio, frente a ella.

—Lala, dijo María.

—No te asustes, vine a que desandemos caminos. Mirá mis venas, siguen siendo verdes y azules, marcan caminos, lugares que tenés que seguir, ahora tengo uno nuevo, y es el que recién empieza, aún no sabemos a dónde lleva, ni sabemos que nos quiere contar, pero eso no importa, lo ineludible es que lo recorras.

Un rayo de luz iluminó de golpe toda esa oscuridad y cegaron los ojos de María, cuando los volvió a abrir, estaba en la habitación junto a la doctora Levis sosteniendo su mano.

—¿Qué sucedió? —preguntó María.

—¿Escuchaste alguna vez hablar de terapia sustitutiva de hipnosis múltiple?

—Nunca, contestó María. He pasado por miles de terapias, he probado miles de remedios. Alopáticos, homeopáticos. Pero ese nombre jamás.

—Entonces bienvenida. Estás en el centro TSHM.

—¿Y cómo llegué acá? —preguntó María.

—Eso ahora no importa. Lo importante es que acá podremos trabajar juntas. Ya verás. Solo deja que tu mente se abra. Solo déjame llegar a esas mujeres que te precedieron. Trabajemos para saber qué pasó. Trabajemos para sanarlas, Trabajemos para sanarte.

Al día siguiente María despertó temprano. No podía establecer exactamente la hora. Incipientes rayos teñían el cielo de color anaranjado augurando la llegada del alba. Los zorzales, vigías eternos y compañeros de su insomnio frecuente, eran dueños de ese momento, permaneció en la cama, con los ojos cerrados, pensando en esa imagen de su abuela diciéndole: “Mirá mis venas, siguen siendo verdes y azules, marcan caminos, lugares que tenés que seguir, ahora tengo uno nuevo, y es el que recién empieza, aún no sabemos a dónde lleva, pero eso no importa, lo ineludible es que lo recorras”.

Miró por la ventana. Siempre miraba el cielo. Le encantaba mirar las nubes y buscarles alguna forma. De alguna manera buscaba una respuesta. Como un reflejo primitivo, buscando la existencia de alguna entidad superior.

Su mente voló y la llevó a esos momentos en los que Marcos cada vez que ella miraba las nubes le decía: “Lo que vos tenés, se llama pulsión pictórica. Tu mente busca encontrarles un sentido o significado a todas las cosas y es por eso que vez imágenes donde no existen”.

Marcos era una persona que podríamos catalogar como agnóstica. Él creía que algo solo era verosímil si la ciencia podía demostrarlo. Cosa que a María le resultaba un tanto insoportable. Solo podían mantener conversaciones sobre aquellos temas a los que él llamaba razonables, empíricos. Si a ella se le ocurría charlar sobre santos, brujas y otras yerbas, él cerraba todo canal de comunicación y no había manera de sacarlo de su postura. Si estaban en la casa, Marcos miraba la televisión, o bien partidos de fútbol o programas de política, evitando cualquier tipo de conversación que pudieran llegar a dejar ver un atisbo de sus propias inseguridades.

Esa manera de ser de Marcos había provocado en María algún tipo de desencantamiento. Lo quería, pero ya no lo amaba. Había aprendido a vivir con él, aunque sentía que no podía ser ella. Él solo se mostraba feliz cuando ella obedecía todos sus caprichos calladita, sin emitir su propio juicio.

Esporádicamente, encontraba a uno que otro que le daba aquello que Marcos no podía o no quería, eso no lo sabemos. Y en esos encuentros ocasionales conoció de todo un poco. Algunos iguales a Marcos, otros que tenían conversaciones interesantes, abiertas y esotéricas. Como ese último que había conocido en un viaje hacia el conservatorio de música que hablaba de todo. Sin embargo, todos y cada uno de ellos no eran más que figuritas intercambiables para ella. No significaban nada. Ella sabía que solo buscaban un buen revolcón en la cama para sentirse más machos, más hombres. No era tonta, sabía cómo se comportaban, pero sacaba su provecho, con ellos hablaba, sabía que a ellos les importaba un bledo lo que ella contaba, pero de esa manera se desahogaba.

Con algunos tuvo un sexo formidable, con otros después de coger, se sentaba a hablar de la vida, la muerte, lo sagrado, lo demoníaco, sobre la vida sin ningún tipo de prejuicios. Todas palabras en vano, pensaba María. Porque a pesar de que aprovechaba esos encuentros únicos para hablar, nunca hablaba de lo que realmente le pasaba. Eso no lo podía hacer, cada vez que intentaba hablar de verdad se le cerraba la garganta.

Todos esos encuentros le resultaban aburridos, más de lo mismo pensaba, más de lo mismo de lo que hacen todos para buscar un poco de adrenalina en sus vidas aburridas y opacas. Ella sabía muy en su interior que no era por allí.

Inmersa en sus pensamientos, sin darse cuenta, los minutos pasaron. Su mente regresó al presente y las nubes ya habían cambiado su forma dejando paso a un inmenso sol.

La Dra. Levis entró en la habitación:

—Buenos días, María, espero que hayas descansado, en unos instantes te acompañarán al salón para tomar el desayuno. Luego a las 10 tendremos nuestra primera sesión. Nos vemos en un rato.

María no atinó a decir nada. Aún estaba envuelta en ese sopor que la embriagaba cada vez que pensaba en sus encuentros fortuitos, en Marcos y su falta de empatía, en esa vida de mierda que estaba llevando.

El cuarto contiguo al comedor era como una especie de biblioteca o lugar para las actividades creativas. La enfermera que la acompañaba hasta el lugar del desayuno dijo:

—En este cuarto los internados pueden pasar todo el tiempo que quieran escribiendo, pintando, leyendo o haciendo nada. Aunque los que escriben son muy pocos o inexistentes creo —dijo la enfermera.

Con el tiempo María se daría cuenta de que no solo los que escribían eran pocos, sino que los que hablaban eran muy pocos también. Por lo general, la gente que llegaba hasta ese lugar se había quedado sin palabras.

Miró a su alrededor, en una esquina oscura de la sala, un hombre viejo, sentado en una silla de esterillas, murmuraba algo que María no podía comprender mientras se mecía y abrazaba una foto antigua.

La enfermera continuó.

—Tengo la sensación de que las palabras están encerradas en algún lugar de la mente de cada uno de los internos. Aprisionadas, sin poder salir. Son palabras que no suenan en el aire, suenan en la cabeza, retumban. Se golpean con los muros de la mente y eso mata. Por eso hay que sacarlas afuera, para no morir por dentro.

A María le llamó mucho a la atención las palabras de la enfermera. Más que enfermera, por sus palabras, parecía más una persona que le daba la bienvenida a algo más que una institución ¿mental?

Durante su camino hacia el comedor, observó cómo algunos de los internos permanecían con la boca abierta mirando a la nada, como suplicando que las palabras decidieran salir por sí solas, para liberarlos de tanta presión en su mente. Pero eso no sucedía y terminaban desmayándose o bien llorando en silencio.

En ese lugar estaba ahora María, rodeada de personas nuevas, raras, extrañas en un lugar más extraño aún.

El comedor era blanco con azulejos blancos. Los mismos azulejos de la habitación, pensó. En el costado había una especie de barra desayunadora donde los internos podían servirse alguna infusión y comer tostadas o medialunas. Las mesas estaban dispuestas una al lado de la otra, no tenían manteles, eran mesas de formica gris, fáciles de limpiar, brillantes.

Algunos estaban allí desayunando en silencio. Más allá, un televisor anclado en un programa de carrera de autos que solo un hombre miraba ensimismado y sonreía.

Bebió solo un sorbo del café con leche y sintió náuseas. No pudo probar bocado alguno.

Se levantó sin hacer ruido, no quería molestar a nadie, y se dirigió a la biblioteca nuevamente. Los libros siempre habían sido su refugio, sería por ello que, en ese lugar extraño, a pesar de la gente extraña, se sentía a salvo. Tomo uno cualquiera al azar, sin siquiera prestar importancia al título, como si fuera su amuleto de protección. Se sentó en una de las esquinas de la habitación, al lado del ventanal de vidrio esmerilado. Su mirada fija observaba al parque, más allá divisó a una mujer vestida de blanco, sentada en un banco de cemento.

Alguien le susurró al oído: es hora.

El consultorio de la doctora Levis era la otra cara de la moneda. Ahí, ya desde la antesala, se respiraba un ambiente cálido y acogedor. Las paredes estaban cubiertas de estantes con libros antiguos, algunos de ellos tenían los lomos agrietados de tanto abrirlos y cerrarlos. Un sillón blanco sin apoyabrazos invitaba a sentarse.

Se sentó. Observó los libros, algunos trataban sobre filosofía, otros sobre arte, algunos otros sobre psicología, pero había uno que le llamaba la atención, era color violeta oscuro, su título en plateado: “Malleus”1.

Antes de que tuviese la oportunidad de tomarlo entre sus manos, la doctora Levis abrió la puerta del consultorio.

—Buenos días, por segunda vez, dijo la doctora con una sonrisa amplia. —Pasá por favor.

María entró con temor. Lo primero que le llamó la atención fue la sonrisa de la doctora Levis. Sonreía mostrando toda su encía. Sin desparpajo. “Las mujeres no se ríen con la boca abierta” le había machacado su tía Berta durante toda su infancia, “y menos si los dientes están torcidos o si se te ve la encía”. María aún no lograba comprender por qué estaba en ese lugar, quiénes eran todas esas personas.

—Te preguntarás qué haces aquí. Todo esto te debe parecer una pesadilla o al menos un sueño raro. No te preocupes, las respuestas irán apareciendo si las preguntas son las correctas. Estamos acá para sanar.

Sin permitir que María pronunciase palabra, continuó.

—Como te expliqué la primera vez que no vimos, este es un centro de terapia sustitutiva de hipnosis múltiples, más conocido como TSHM. Nuestro método consiste en hacer uso de la hipnosis. Indagamos así en lo más profundo de tu subconsciente. Cada una de nosotras está conectada con las mujeres que nos precedieron. Y eso está allí, en nuestro cerebro que funciona como un receptor y almacenador de las experiencias de nuestro linaje. Algunas personas pueden llegar a ver ese camino, ese linaje, otras no. Las personas que lo logran, pueden conocer y aprender de aquellas que las antecedieron en su vida. De esa manera van tejiendo una red entre ellas para saber que hay que descubrir, que hay que ver que esas personas no pudieron ver. Somos como una especie de intérpretes. Y una vez que podamos sacar a la luz aquello que nos hace falta sanar, cuando logramos tener eso frente a nosotros, buscamos aliviar, perdonar, y restablecer esas heridas que producen atascos. Para ello vamos a hacer uso de una herramienta muy poderosa. Un instrumento que fue usado por dinastías muy antiguas. No te asustes, dijo la doctora, no estamos acá para hacer magia ni nada de eso. El péndulo es una herramienta importante para inducir a la hipnosis y conectarse así con nuestros antepasados.

La doctora Levis tomó de su escritorio una caja color marrón. El troquel de la tapa formaba hojas y flores de hortensia que se iban tocando y enredando unas con otras.

—Adentro de esta caja hay 9 péndulos, dijo la doctora. Fueron preparados especialmente para vos. Cada persona que decide adentrarse en su propio mundo subconsciente tiene designados sus péndulos únicos e irrepetibles. En cada sesión utilizaremos uno de ellos. Casi nunca se repiten.

—¿Pero por qué nueve?, preguntó María.

—Porque ese número lo repetías mientras estabas en la cama sin despertar. Porque fueron 9 las pastillas que tomaste para sosegar tu último ataque de ansiedad. Porque en la orquesta ocupas el asiento número 9. Porque hace 9 años que vivís con Marcos. Y quizás por algunas cosas que aún no descubrimos.

—¿Cómo sabés que hace 9 años que vivo con Marcos?

—Lo sé porque quien te llevó a la guardia de emergencias fue él. Allí intentamos saber algo más de vos. Y nos contó que vivían juntos hacía nueve años.

—¿Y qué más les contó? ¿A dónde está ahora?

—Ya llegará el momento en que entiendas todo. Ahora vamos a trabajar. Elegí uno de los péndulos por favor.

Al abrir la caja se presentaron frente a María nueve péndulos hermosos. Uno rojo, uno azul, uno negro, uno blanco, uno violeta, uno dorado, uno verde, uno gris y uno con todos los colores anteriores.

—Son hermosos, dijo María. Aunque algunos de ellos me producen cierta tristeza al verlos.

—Nada es casualidad, María, dijo la doctora, todo es por algo, y eso vos ya lo sabés. Vamos a saber por dónde comenzamos. Respirá profundo y elegí uno.

María respiró profundamente. Cuando volvió a abrir los ojos, el péndulo dorado parecía brillar más que antes, entonces lo señaló.

—No seas tímida, dijo la doctora, dejá de pedir permiso, levántalo, es tuyo. Te está llamando.

—Es extraño, comentó María. Apenas lo puse entre mis manos me di cuenta de que, lo trataba como un él, pero en realidad es una ella. Es femenina.

—Te voy a pedir que la uses como un dije hasta nuestra próxima sesión.

La doctora la condujo hasta la puerta del consultorio.

—Hasta entonces, se despidió ella.

—Hasta entonces, respondió la doctora.

María salió del consultorio, volviendo a mirar con disimulo el libro violeta con letras plateadas.

Las horas del día parecían haberse ralentizado. Por primera vez después de muchos años, María miraba a su alrededor y podía ver. Siempre ocupando su tiempo con miles de cosas. Siempre corriendo a propósito para no parar. Quizás para no ver. El único lugar donde el tiempo realmente parecía detenerse era cuando tocaba el violonchelo. Allí estaba en su lugar. Allí el tiempo parecía no existir.

El ensayo, dijo para sí misma sobresaltada. Tengo que volver al ensayo. Ellos tienen que saber que estoy aquí. Tengo que contactar al director.

Se dio vuelta y se dirigió al consultorio de la doctora Levis. No pudo encontrar el camino de regreso. Algo parecía haber cambiado en el entorno. Se sintió perdida.

Mi teléfono celular, pensó. Siguió caminando mirando en cada rincón buscando algo que la pudiera conectar con el exterior de ese lugar tan extraño.

Caminó por un pasillo muy largo que conducía a un patio trasero. El piso era un damero blanco y negro. Los sillones eran de hierro forjado color blanco y sus almohadones eran negros haciendo juego con los colores del piso. Las paredes blancas. Los muebles parecían flotar sobre el damero. Se sentía inmersa en un cuadro surrealista. En ese lugar no había nadie. Parecía un lugar onírico.

—¿Estaré soñando? —se preguntó.

Más allá divisó una puerta pintada de blanco. Se acercó, intentó abrirla y no pudo. Estaba cerrada con llave. De repente una voz le dijo:

—Solamente podrás ingresar cuando la puerta te lo permita. Ni un segundo antes ni un segundo después.

María se dio vuelta para ver quién le hablaba y no había nadie.

Asustada decidió que era mejor regresar adentro.

Llegó hasta la biblioteca. Volvió a sentarse en el mismo lugar donde se había sentado antes de la sesión con la doctora Levis, al lado de la ventana de vidrios esmerilados. La mujer vestida de blanco aún estaba allí.

La enfermera que la había conducido al consultorio de la doctora entró a acomodar algunos lápices que estaban desparramados sobre la mesa.

—¿Cómo hago para llegar a ese jardín? —preguntó María.

—Es cruzando el patio con piso de damero. —Contestó la enfermera—. Traspasando la puerta de hierro pintada de blanco.

María estuvo a punto de contarle a la enfermera lo de la voz que había escuchado, pero se arrepintió y no dijo nada.

Volvió a mirar por la ventana, la mujer de blanco ya no estaba.

Después del almuerzo deambuló por los pasillos. Estaba inquieta. Tenía la sensación de que algo grande estaba por suceder. Su cabeza pensaba en mil cosas a la vez, el ensayo, Marcos, el puré de pastillas que había vomitado, esa visión que había tenido de su abuela. No veía la hora de volver al consultorio. Pasó varias veces por delante de la puerta de hierro blanca e hizo varios intentos infructíferos. Quiso ir a ver a la doctora Levis, pero nuevamente no encontró el camino. La ansiedad empezaba a adueñarse de su mente una vez más.

Se recostó en la cama y se durmió. En sueños su abuela volvió a mostrarse frente a ella. Otra vez, el sueño era un lugar oscuro, El único ruido lejano y constante era el de una gota de agua cayendo. Ahora llegó el momento en el que deberás hablar vos, sos la elegida, dijo su abuela.

Se despertó sobresaltada. Volvió a mirar por la ventana. Los colores rojos y azulinos del cielo marcaban el comienzo del atardecer.

1Malleus Maleficarum, del latín “Martillo de las brujas”, fue un tratado sobre la brujería escrito por los frailes dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger y publicado en Estrasburgo en 1487.

PRIMERA SESIÓN

Esta vez la doctora Levis ya no le era tan ajena. María había esperado ese momento ansiosamente.

—Bien —dijo la doctora sonriendo y mostrando sus encías con total desparpajo-, es hora de empezar. Te voy a pedir que te recuestes, cierres los ojos y tomes con la mano izquierda el péndulo dorado.

María estaba entregada a la situación. Solo quería saber de qué se trataba todo aquello.

—Te voy a contar una historia. Dijo la doctora.

María no escuchó ni una sola palabra de la historia. Súbitamente se encontró en otro lugar. Cuando abrió los ojos estaba en una habitación circular. Algo parecido a una cámara o recinto de un castillo medieval. Era lúgubre y oscuro. Las paredes eran de piedra. El techo parecía abovedado, aunque la falta de luz no la dejaba ver donde terminaba. En la habitación había nueve puertas. Cada puerta tenía una especie de cerradura de encastre. Cuando se acercó a ellas, pudo ver que aquello que debía encastrar tenía forma de péndulo. Lo primero que hizo fue intentar meter el péndulo dorado en la cerradura, pero no funcionó.

Recordó las palabras que había escuchado frente a la puerta blanca “Solamente podrás entrar ahí cuando la puerta te lo permita. Ni un segundo antes ni un segundo después”.

Luego vino a su mente las palabras de la doctora Levis “Las respuestas irán apareciendo si las preguntas son las correctas”.

—¿Por dónde empezar?, preguntó María. Su pregunta resonó en cada rincón de la habitación. Una luz bañó todo su cuerpo.

—Por aquí, dijo una voz.

Todo aquel escenario medieval fue desapareciendo lentamente y frente a ella se levantaba un arco de piedra y desde un cartel que colgaba de un poste cercano se podía leer “Bienvenue Sarlat La Canela”.

Atravesó el arco como si estuviera atravesando el tiempo. La calle por la que caminaba estaba bordeada de árboles de copas frondosas de color verde oscuro que a su vez desembocaba en una plaza llena de árboles reverdecidos que dejaban ver los incipientes capullos de las magnolias que pronto estarían colmando el lugar de vistosos rosas y fucsias. Las hortensias verdes y azules acompañaban al camino de piedras. Todo parecía haber salido de un cuadro impresionista. Una mezcla de olores cítricos y dulces comenzaba a perfumar toda la aldea. Era principios de la primavera del año 1885 y estaba en La Canela, una aldea de la campiña francesa.

Intentó hablar con los lugareños que se cruzaban en su camino. No la veían. María entendió que era una testigo invisible. Podía ver todo lo que sucedía, pero nadie la veía a ella. Pasó por el convento de la Orden de Notre-Dame. Más adelante divisó el cementerio de Saint-Benoit. Al otro lado de la plaza distinguió la Iglesia de Santa María y su mercado. Las edificaciones eran bellísimas. Pensó en la habitación circular, en las nueve puertas. Todo era del mismo estilo. Las casas altas con techos de tejas a dos aguas de color rojo, aunque desgastadas por el tiempo. Algunas tenían construidas una especie de torre como la de los cuentos en donde las princesas quedaban encerradas esperando a ese príncipe que las rescate. Las paredes blancas cubiertas de enredaderas florecidas hacían de la aldea un lugar soñado.

Un presentimiento hizo que se detuviese frente a una de las casas. Observó por la ventana. En aquella habitación una mujer embarazada, con el camisón blanco manchado de sangre y fluidos, estaba sentada en la cama con las piernas abiertas, gritaba y maldecía, estaba a punto de dar a luz. Una mujer vestida de negro con el pelo recogido y tollas humeantes en sus manos parecía hurgar entre las piernas de la parturienta intentando asistir a la mujer.

La madre, a pesar de los agobios de los dolores de parto, no dejaba de dar órdenes y de excretar a su marido por el mal momento que, por tercera vez, la hacía pasar.

—Esta es la tercera vez que paso por lo mismo —vociferaba. ¡No me volverás a tocar un pelo! ¡Lo juro por Dios! ¡Lo único que espero es que esta vez hayas hecho las cosas bien! ¡Espero que sea un niño! Para que te ayude a trabajar en la campiña. —Gritaba la mujer para asegurarse que el supuesto padre de la criatura escuchase desde la otra habitación.

Los dolores de parto parecían hacerse cada vez más intensos, situación que no ayudaba a que la dulce parturienta dejara de desparramar improperios por doquier.

La comadrona dijo: —¡Es ahora, puedo ver su cabecita! ¡Puje señora!

La cara de la parturienta pasó de rosa a rojo y de rojo a bordó de tanta fuerza. Se agarró fuerte de las sábanas y pujó como nunca antes. Abrió su boca para gritar con todas sus fuerzas. Pero ese grito no se escuchó. Ese grito quedó atascado en la garganta y en su lugar, miles, que digo miles, millones de pequeñas lucecitas de colores inundaron la habitación, dejándola pasmada, sin aliento.

—Una buenaventura —dijo la comadrona.

Las dos mujeres quedaron absortas viendo cómo la habitación se llenaba de pequeñas lucecitas de colores.

La criatura lloró muy fuerte. Al punto tal que el sonido llegó hasta la campana de la Iglesia de Santa María y las ondas sonoras hicieron que la campana no dejase de repiquetear asustando a todos los aldeanos que solo escuchaban ese sonido en horas de misa o cuando había ocurrido alguna desgracia.

La mujer, sin siquiera haber recuperado el aliento, como si estuviese endemoniada preguntó.

—¿Qué es?

—Una nena, qué va a ser, no ve cómo llora, respondió la partera.

—¡Otra niña! —maldecía. No sirven para trabajar, son débiles, lloran, no tiene fuerza, necesitamos varones, pero ni Jesús se apiada de mis súplicas. ¡Por qué me castiga de esta manera!

Una mujer a la que, como podrán observar, no se le advertía un ápice de cariño y empatía.

Las palabras blasfemas de la parturienta quedaron flotando en el aire, y de a poco los vestigios de colores se fueron desvanecieron lentamente, dando paso a la cotidiana tristeza que inundaba esa casa desde hacía mucho tiempo.