Sapphira y la joven esclava - Willa Cather - E-Book

Sapphira y la joven esclava E-Book

Willa Cather

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Beschreibung

Publicada en 1940, Sapphira y la joven esclava es la última novela que Willa Cather escribió antes de morir. Representa, pues, su testamento literario y un regreso a los escenarios de su infancia, en un retrato retrospectivo del viejo Sur que se desvanece, con el telón de fondo de la esclavitud y su progresiva abolición.Black Creek Valley, Virginia, 1856. Sapphira Colbert es una de las pocas propietarias que mantienen esclavos en sus tierras. Una práctica que su marido, Henry, considera cada vez más difícil de defender. Sapphira, matriarca implacable, confinada a una silla de ruedas, maneja con mano de hierro la propiedad con ayuda de su fiel criada negra, Till, y de la hija de esta, la joven y bella Nancy. Henry es dueño de un molino, pero no solo trabaja en él, sino que duerme allí cada vez que puede ya que su matrimonio constituye una mera formalidad. La vida de Sapphira es monótona. Tiene mucho tiempo para pensar, y cuando descubre que su marido desea que solo sea Nancy quien ordene su habitación en el molino, empezará a sospechar de ellos y su ira hará que se desate un enorme poder de resentimiento contra la niña esclava.

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Publicada en 1940, Sapphira y la joven esclava es la última novela que Willa Cather escribió antes de morir. Representa, pues, su testamento literario y un regreso a los escenarios de su infancia, en un retrato retrospectivo del viejo Sur que se desvanece, con el telón de fondo de la esclavitud y su progresiva abolición.

Black Creek Valley, Virginia, 1856. Sapphira Colbert es una de las pocas propietarias que mantienen esclavos en sus tierras. Una práctica que su marido, Henry, considera cada vez más difícil de defender. Sapphira, matriarca implacable, confinada a una silla de ruedas, maneja con mano de hierro la propiedad con ayuda de su fiel criada negra, Till, y de la hija de esta, la joven y bella Nancy. Henry es dueño de un molino, pero no solo trabaja en él, sino que duerme allí cada vez que puede ya que su matrimonio constituye una mera formalidad. La vida de Sapphira es monótona. Tiene mucho tiempo para pensar, y cuando descubre que su marido desea que solo sea Nancy quien ordene su habitación en el molino, empezará a sospechar de ellos y su ira hará que se desate un enorme poder de resentimiento contra la niña esclava.

Willa Cather

Sapphira y la joven esclava

Título original: Sapphira and the Slave Girl

Willa Cather, 1940

A la mesa del desayuno, 1856.

1

Henry Colbert, el molinero, desayunaba siempre con su esposa; más allá de esto, sus apariciones en la mesa familiar eran irregulares. A la caída de la tarde, cuando llegaba la hora de la cena, solía demorarse en el molino. No obstante, siempre se disponía un servicio para él en la mesa, y él podía acudir o bien mandar a uno de los peones de molino para que le llevase una bandeja de la cocina. Al ama, sin embargo, se la servía puntualmente. Y ella jamás preguntaba por su marido ni por dónde paraba.

En esta mañana de marzo de 1856, a las ocho en punto, Colbert entró en el comedor. Venía del molino, donde ya llevaba dos horas trajinando, si no más. Le dio a su esposa los buenos días, expresó su deseo de que hubiese dormido bien y tomó asiento en el butacón de respaldo alto situado en el extremo opuesto de la mesa, frente a ella. Un anciano de color, con el pelo blanco y una chaqueta de algodón a rayas, le trajo el desayuno. El ama sirvió el café de una cafetera de plata que descansaba sobre cuatro patitas curvadas. La porcelana era de la mejor calidad (como todas las cosas que el ama poseía), sorprendentemente fina para tratarse de la mesa de un molinero rural de los bosques de Virginia. Ni el molinero ni su esposa eran nativos de la zona: procedían de un condado mucho más próspero, al este de Blue Ridge. Constituían una pareja peculiar para Back Creek, si bien hacía ya más de treinta años que vivían aquí.

El molinero era un hombre de porte robusto y poderoso, cuya estatura se correspondía con su peso. Lucía una abundante mata de pelo negro, todavía húmeda de haberse lavado la cara y la cabeza antes de subir a la casa; se había pasado los dedos por el pelo, que se le veía de punta y algo ahuecado. Tenía una cara rellena, cuadrada y ostensiblemente rubicunda; un curtido bronceado le otorgaba un tono marrón rojizo, como el de un oporto añejo. Iba completamente afeitado, algo nada habitual en un hombre de su edad y posición. Como excusa, aducía que la barba de un molinero se cubría de polvo de harina y que cuando el sudor le resbalaba por el rostro, la harina se mojaba y le dejaba la barba grumosa. Su semblante lo definía como un hombre de carácter recto, franco y decidido. Solo sus ojos resultaban inquietantes: oscuros y graves, rehundidos bajo un ceño cuadrado y poblado. Aquellos ojos, reflexivos, casi soñadores, parecían desentonar con el simple vigor de su cara. De haber nacido mujer, las largas pestañas le habrían granjeado más de una conquista.

Colbert dirigía su molino con tesón. Es más, podía decirse que se dejaba la vida en él. Se le conocía por ser justo en los tratos, y se había ganado la confianza de una comunidad en la que ingresó como un forastero. Pero igual que se había ganado la confianza, contaba con escasas simpatías entre sus vecinos. La gente de Back Creek y de Timber Ridge y de Hayfield no olvidaba jamás que Colbert no era uno de los suyos. Era callado y poco comunicativo (un rasgo que les desagradaba en extremo), y la ausencia de acento sureño en él equivalía casi a un acento extranjero. Su abuelo había emigrado desde Flandes. Henry había nacido en el condado de Loudoun y en su vecindario todos eran colonos ingleses. Así que hablaba la misma lengua que ellos. La hablaba con claridad y rotundidad, y en Back Creek esa no era una forma de hablar del todo amable.

Su esposa también hablaba distinto a la gente de Back Creek; pero todos se hacían cargo de que en tanto mujer y heredera estaba en su derecho a hacerlo. Su madre había llegado desde Inglaterra, y aquel era un hecho que ella se cuidaba de tener siempre presente. De qué modo acabaron viviendo estas dos personas en la Granja del Molino es una larga historia; demasiado larga para un cuento de mesa de desayuno.

El molinero bebió su primera taza de café en silencio. El anciano negro permanecía de pie detrás de la silla del ama.

—Puedes retirarte, Washington —dijo ella por fin. Mientras servía otra taza de café de la cafetera con sus tumefactas manos blancas, se dirigió a su marido—: El mayor Grimwood estuvo ayer aquí, iba de camino a Romney. Tendrías que haber subido a saludarle.

—No podía dejar el molino en ese momento. Tenía unos clientes que habían venido desde muy lejos con su grano —replicó él con seriedad.

—Si tuvieras un capataz como todo el mundo, dispondrías de tiempo suficiente para mostrarte cortés con las visitas importantes.

—¿Y descuidar mi negocio? Sí, Sapphira, sé todo lo que hay que saber sobre esos capataces. Así es como se hace en el condado de Loudoun. El jefe manda al capataz, el capataz manda a su negro de confianza y es el negro de confianza quien manda a los demás. No olvides que soy el primer molinero de la zona que consigue ganarse la vida con esto.

—Y bien humildemente que vives, sí, todo hay que decirlo —añadió su esposa con una risita indulgente—. Y hablando de negros, el mayor Grimwood me dice que su esposa anda necesitada de una chica mañosa. Él sabe que mis criados están bien enseñados, y le gustaría quedarse con uno.

—Pues lo primero que necesita saber es que tú enseñas a tus criados para tu uso personal. Nosotros no vendemos a nuestra gente. ¿Puedes llamar y pedir un poco más de beicon? Me muero de hambre esta mañana.

Ella hizo sonar una pequeña campanilla. Washington trajo el beicon y volvió a ocupar su lugar detrás de la enorme y aparatosa silla de su ama. Ella, sin dirigirle la palabra esta vez, estiró la mano en dirección a la puerta. El anciano se escabulló rápidamente con un ruidoso chancleteo.

—Por supuesto que no vendemos a nuestra gente —convino ella con voz melosa—. Desde luego que nunca pondríamos a ninguno en venta. Pero complacer a los amigos es otra cosa. Y tú mismo has dicho más de una vez que no quieres interponerte en el camino de nadie. Vivir en Winchester, en una mansión como la de los Grimwood… Bueno, cualquier negro se lanzaría para atrapar al vuelo una oportunidad como esa.

—No nos sobra ninguno, exceptuando alguno que otro que el mayor Grimwood no querría. Se lo diré.

—Pero está Nancy —prosiguió la señora Colbert con su voz melosa y considerada—. Podría prescindir de ella perfectamente para complacer a la señora Grimwood, y no creo que la chica pudiese encontrar un lugar mejor. Sería una excelente oportunidad para ella.

El rostro del molinero adquirió un tono encarnado que le llegó hasta las raíces de su espesa mata de pelo. Los ojos parecieron hundírsele todavía más bajo su poblado ceño, a la vez que miraba a su esposa de hito en hito. Su mirada parecía decir: «Veo lo que hay detrás de todo esto, lo veo hasta el fondo». Ella no buscó su mirada. Contemplaba absorta y pensativa la cafetera.

Su marido apartó el plato.

—¡Nancy menos que nadie! Su madre está aquí, también la vieja Jezebel. Su gente lleva con tu familia más de cuatro generaciones. No has enseñado a Nancy para que le aproveche a la señora Grimwood. Nancy se queda.

La gelidez, esa cualidad que tan eficaz le resultaba con los criados, inundó la voz de la señora Colbert cuando contestó a su esposo.

—No hace falta ponerse nervioso, Henry. Como bien dices, su madre y su abuela y su bisabuela han sido todas negras de los Dodderidge. Me parece, por tanto, que yo debería poder disponer del futuro de Nancy. Su madre estaría de acuerdo conmigo. Sabe que una criada digna de una señora jamás podrá aprender el oficio en estos parajes sin civilizar.

El ceño del molinero se ensombreció.

—No puedes venderla sin que yo estampe mi nombre en el contrato de venta. Y jamás lo haré. Se diría que no fuiste consciente, cuando llegamos aquí por primera vez, de lo mucho que se nos criticó por la tropa de negros que traías. Este no es un vecindario de esclavistas. Si vendieses a una buena chica como Nancy a Winchester, la gente de por aquí te lo echaría en cara, no lo dudes. Dirían cosas muy feas…

La boca de la señora Colbert se torció. Luego dedicó a su esposo una sonrisa tolerante, llena de malicia.

—Nos han criticado antes, Henry, y hemos sobrevivido. Ya lo hicieron, y de qué manera, cuando la negra Till dio a luz a una criatura de piel amarilla después de que dos de tus hermanos pasaran tanto tiempo en la zona. Unos se la adjudicaron a Jacob, otros a Guy. ¿No será que profesas algún tipo de sentimiento familiar hacia Nancy?

—Sapphira, sabes perfectamente que el responsable fue aquel artista de Baltimore.

—Quizá. Sea como fuere, conseguimos los retratos, y puede que hasta una bonita niña amarilla por el mismo precio. —La señora Colbert se rio discretamente, como si la idea la divirtiese e incluso la agradase bastante—. Till estaba en su derecho, obligada como estaba a vivir con el viejo Jeff. Jamás se lo eché en cara…

El molinero se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Un momento, Henry. —Él había empezado a darse la vuelta, pero ella le invitó a regresar con un gesto—. En serio, no pretenderás impedirme que me deshaga de uno de mis propios sirvientes, ¿verdad? Firmaste cuando Tom y Jake y Ginny y los demás regresaron.

—Sí, pero porque regresaban con los suyos, y al lugar donde nacieron. Jamás firmaré por Nancy.

Los ojos azul pálido de la señora Colbert siguieron a su marido cuando este salía por la puerta. Su pequeña boca se torció en un gesto burlón.

—Entonces, tendremos que buscar otra forma… —se dijo en voz baja.

Pasados unos instantes hizo sonar la campanilla para requerir la presencia de Washington. Cuando este se presentó, ella no dijo nada. Estaba perdida en sus pensamientos. Apoyó las manos en los brazos de la silla cuadrada de alto respaldo en la que estaba sentada, y el anciano se apresuró a abrir las dos hojas de la puerta. Luego apartó de la mesa la silla del ama, recogió el cojín sobre el que habían estado reposando sus pies, se lo encajó bajo el brazo y, con solemnidad, salió del comedor empujando la silla, que resultaba estar montada sobre unas ruedecillas, y la hizo rodar a lo largo del extenso pasillo hasta la alcoba de la señora Colbert.

El ama sufría hidropesía y no podía caminar. Todavía alcanzaba a recibir de pie a las visitas: los vestidos le llegaban hasta el suelo y ocultaban la deformidad de sus pies y de sus tobillos. Era cuatro años mayor que su esposo —y detestaba que así fuera—. Esta afección resultaba tanto o más cruel cuanto que ella había sido una mujer muy activa y había dirigido la granja con el mismo celo con el que su marido dirigía ahora su molino.

2

A la misma hora que Sapphira Dodderidge Colbert abandonaba la mesa del desayuno en su silla de ruedas, una mujer menuda y robusta, tocada con una capota y portando un pesado chal sobre el vestido de percal recién planchado, cruzaba los prados por un estrecho sendero que conducía a la Casa del Molino desde la carretera. Tendría unos treinta y seis o treinta y siete años, aunque parecía mayor, y guardaba tanto parecido con Henry Colbert que no resultaba difícil adivinar que se trataba de su hija: la cabeza, con el mismo porte apesadumbrado pero resuelto al mismo tiempo; la cara ancha, tan tostada; y aquella nariz carnosa con la punta profundamente remachada. Tenía los ojos graves y oscuros del molinero, rehundidos también bajo una ancha frente.

Tras dejar atrás la escalerilla que salvaba la cerca de la Casa del Molino, la señora Blake tomó el sendero que conducía a las cabañas de los negros. Tenía que visitar a tía Jezebel, la más anciana de los negros de los Colbert, quien hacía ya un tiempo que no se encontraba bien de salud. A la señora Blake siempre se la requería allí donde medraba la enfermedad. Poseía talento y experiencia como enfermera; de hecho, resultaba de más ayuda a los enfermos que el médico rural, quien no había realizado estudios de medicina en ninguna escuela y en su lugar trataba a sus pacientes siguiendo los dictados del Libro de Medicina de Familia de Buchan.

Cuando le dijeron que tía Jezebel estaba durmiendo, la señora Blake dejó atrás la cocina (separada de la vivienda por unos treinta pies) y entró en la casa por la puerta trasera que empleaban los sirvientes cuando transportaban la comida caliente desde la cocina al comedor en fuentes con tapas de metal. Mientras avanzaba por el largo pasillo alfombrado en dirección a la alcoba de la señora Colbert, escuchó elevarse, enojada, la voz de su madre: una voz enojada pero no alterada, sino cargada, más bien, de frío y burlón desdén.

—¡Deshazlo ahora mismo! Sabes hacerlo perfectamente. ¡He dicho que lo deshagas! Las horquillas no sirven de nada. ¡Me haces daño, burra!

Entonces llegó hasta sus oídos un chasquido, y de nuevo otro, y otro más: el sonido de la parte posterior de madera de un cepillo golpeando la mejilla o el brazo de alguien. La fina línea que dibujaban los labios de la señora Blake se estrechó todavía más cuando llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó la misma voz con tono imponente.

—Solo soy yo, Rachel.

Cuando la señora Blake abrió la puerta, su madre se dirigió con frialdad a una muchacha agazapada junto a su silla.

—Ahora puedes retirarte. Y cuando vuelvas, procura que sea con mejor disposición.

La muchacha pasó como una exhalación junto a la señora Blake sin emitir el menor sonido, apartando el rostro y con los hombros encogidos.

La señora Colbert, en su silla de ruedas, estaba sentada ante un tocador con un espejo de marco dorado. Llevaba sobre los hombros un peinador blanco que arrojó a un lado al entrar su hija.

—Acércate una silla, Rachel. Llegas pronto. —Hablaba con cortesía, pero era evidente que había querido decir «demasiado pronto».

—Sí, llego antes de lo que tenía pensado. He pasado a ver a la vieja Jezebel, pero estaba durmiendo, así que he entrado directamente.

La señora Colbert sonrió. Siempre le divertía que la gente obrara de forma tan previsible. En vez de molestar a una negra enferma, Rachel había venido a molestarla a ella a la hora de su aseo personal, momento en el que era bien sabido por todos que no aceptaba visitas de nadie. ¡Qué típico de Rachel!

Hasta donde la señora Blake alcanzaba a ver, el pelo gris y castaño de su madre estaba en perfecto estado. Lo llevaba peinado hacia arriba desde el cuello, con una trenza recogida en un rodete plano sobre la coronilla, y sendas alas onduladas le caían a ambos lados de la frente.

—Puedes sacarme una cofia limpia del cajón de arriba, Rachel. Detesto lucir una cabeza desaliñada de buena mañana. Gracias. Ya me lo arreglo yo. —Se prendió el diminuto tocado de lazo y muselina almidonada sobre el rodete plano—. Y ahora —dijo, afable— puedes girarme un poco para que te vea.

La silla estaba tallada en nogal, con el respaldo de mimbre y los brazos ligeramente curvados hacia abajo. Se trataba de una de las sillas del comedor, modificada para ella por el señor Whitford, el carpintero y fabricante de ataúdes rural. Whitford la había acolchado y dispuesto sobre una plataforma de nogal con unas ruedecillas de hierro debajo. La señora Blake la giró de modo que su madre estuviera al sol y de cara a las ventanas que daban al este, en lugar de mirando al espejo.

—Bien, supongo que es una buena señal que Jezebel pueda dormir tanto, ¿no te parece?

La señora Blake sacudió la cabeza.

—Till no consigue hacerla comer. Cada día que pasa está más débil. No durará mucho.

La señora Colbert sonrió con malicia ante la expresión solemne de su hija.

—Ha conseguido durar un tiempo más que considerable: algo más de noventa años. A mi no me gustaría vivir tanto, ¿y a ti?

—No —admitió la señora Blake.

—Entonces no veo la necesidad de poner caras largas. Ha estado bien atendida en su vejez y en su última enfermedad. Tengo intención de salir e ir a visitarla; puede que hoy mismo. Rachel, tengo aquí una carta de mi hermana Sarah que debo leerte.

La señora Colbert sacó sus anteojos de una bolsa de redecilla prendida al brazo de la silla. Leyó la carta procedente de Winchester prácticamente con la única intención de poner fin a su conversación. Sabía que su hija había oído cómo reprendía a Nancy y sabía también que ahora la iba a mirar con mala cara y con reproche. Como nunca había dispuesto de sirvientes de su propiedad, Rachel no tenía ni idea de cómo tratarlos. Siempre fue una muchacha difícil, rebelde hacia unas costumbres bien arraigadas que satisfacían a los demás. De modo que para la señora Colbert supuso un auténtico alivio casarla y tenerla fuera de casa a los diecisiete años.

Durante la lectura de la carta, la señora Blake permaneció sentada, contemplando a su madre y pensando en el buen aspecto que tenía a pesar de llevar casi cinco años aquejada de hidropesía. Había de reconocer que la enfermedad le había arrebatado todo su color. Ahora siempre estaba pálida y, por las mañanas, amanecía con la cara un tanto hinchada bajo los ojos. Pero los ojos en sí eran cristalinos, de un vívido azul verdoso, sin profundidad. Su rostro resultaba agradable, incluso muy atractivo para aquellos a quienes no irritara la leve sombra de plácida autoestima. Soportaba su discapacidad con coraje. Rara vez se refería a ella, y ocupaba su tosca silla de inválida como si de un asiento de privilegio se tratara. Podía sostenerse de pie con gracia cuando recibía visitas y podía caminar hasta el retrete privado de detrás de su alcoba del brazo de su criada. Su habla, al igual que su caligrafía, era más cultivada de lo habitual en ese distrito rural. Su hija percibía en ocasiones una suerte de falsa afabilidad en su voz. Y, sin embargo, reflexionó mientras escuchaba la lectura de la carta, no tenía casi nada de falso: era la única afabilidad de la que su madre era capaz; una afabilidad no del todo cálida.

Cuando la señora Colbert hubo finalizado la lectura, la señora Blake habló con mucha efusividad.

—Una carta fabulosa, sin duda. Tía Sarah siempre escribe buenas cartas.

La señora Colbert se retiró los anteojos y miró a su hija con una sonrisa traviesa.

—¿No te molesta que se burle un poco de tus baptistas?

—No. Está en su derecho. Jamás me habría unido a los baptistas si hubiese podido acudir a nuestra Iglesia en Winchester. Pero el cuerpo necesita un lugar de culto. Además, los baptistas son gente buena.

—Eso opina tu padre. Claro que a él nunca le ha importado mezclarse con gente corriente. Digo yo que forma parte del oficio de molinero.

—Sí, la gente corriente de por aquí necesita harina de trigo y de maíz, y solo hay un molino donde obtenerlas.

La señora Blake pronunció estas palabras con un tono bastante cortante. Y estaba pensando que no debería haber utilizado aquel tono, cuando su madre le habló de forma inesperada y con bastante indulgencia:

—Bueno, Rachel, desde luego que tú sí que has sido una buena amiga para ellos.

La señora Blake se despidió de su madre y se alejó rápidamente por el pasillo. En ocasiones tenía que defender la fe que llevaba en su interior. Una fe que no se centraba tanto en los baptistas como secta (ella todavía leía su Libro de Oración[1] todos los días), sino en ellos como hombres y mujeres de buena voluntad.

Al salir de la casa por la puerta trasera, vio la puerta del lavadero abierta y a Nancy a la tabla de planchar en su interior. Se desvió de su camino y entró en la caseta del lavadero.

—Vaya, Nancy, ¿cómo te va? —Acostumbraba a hablar a la gente de la condición de Nancy con una resuelta jovialidad que no siempre sentía.

La muchacha de piel amarilla sonrió con deleite, mostrando todos sus blancos dientes.

—Muy bien, señora, muy bien. Oh, siéntese, haga el favor, señorita Blake. —Arrastró una silla que tenía el respaldo roto hasta un espacio que quedaba abierto ante la tabla de planchar. Los ojos se le iluminaron con entusiasmado afecto, si bien los párpados todavía estaban enrojecidos de haber llorado.

—Continúa con la plancha, niña. Lo último que quiero hacer es entretenerte… ¿Es esa una de las cofias de Madre? —Y señaló un gurruño de encaje húmedo que descansaba sobre la sábana blanca.

—Sí, señora. Esta es una de las que se pone para las visitas. Me gusta tenerlas bonitas. —Sacudió la pelota de arrugado encaje, sopló sobre ella y empezó a pasar una plancha diminuta sobre los frunces—. Esta es una plancha de niña. Me la conseguí de la señorita Sadie Garret. Ella no la usaba para nada, y es de lo más útil para las cofias.

—Sí, ya veo que lo es. Eres buena planchadora, Nancy.

—Gracias, señora.

La señora Blake se quedó observando las finas y hábiles manos de Nancy, tan flexibles que cualquiera habría afirmado que no tenían huesos: parecían comprimibles, como las de una niña. Eran solo un tono más oscuras que su cara. Si sus mejillas eran de color dorado pálido, sus manos eran de ese color que la señora Blake llamaba «oro viejo». Mientras estaba allí sentada, reflexionó sobre el caso de Nancy (las marcas encarnadas del cepillo todavía eran visibles en el brazo derecho de la muchacha) y le sorprendió comprobar lo mucho que le dolía el cariz que estaban tomando las cosas. Nancy había perdido el favor de su ama. Todos estaban al tanto de aquello, pero nadie sabía por qué. Ningún negro que se preciase se quejaba jamás si lo trataban con dureza. Se lo tomaban a broma y se reían entre ellos del trato que recibían, igual que los rudos niños montañeses se reían de los azotes que recibían en la escuela. A Nancy no la habían criado para ser humilde. Hasta hacía muy poco, la señora Colbert había mostrado hacia ella un marcado favoritismo; le daba bonitos vestidos que hicieran destacar su bello rostro, y disfrutaba de su compañaía cuando recibía visitas o cuando salía de viaje.

—Bueno, niña, he de irme —dijo la señora Blake al cabo de un rato. Salió del lavadero y paseó entre las viviendas de los negros para contemplar la multitud de junquillos que con sus afilados tallos verdes brotaban de los arriates de delante de las cabañas. No tardarían en florecer. Ella las llamaba «flores de Pascua», pero los negros las llamaban «pipas» porque las flores amarillas brotaban del tallo verde exactamente con el mismo ángulo que la cazoleta de sus pipas de arcilla con la caña.

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