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Tu familia la forma quien tú decidas. "Me voy a mojar y va a ser culpa tuya". Esas fueron las últimas palabras que Eric escuchó de su hermana, Sara. Cuatro meses después, este joven de diecinueve años lucha desesperado por sacar adelante al hijo de Sara. Todo parece ir bien hasta que comete el error de ir a ver al padre del niño. Jonah Katsaros es un reputado chef de veintisiete años a quien la vida sonríe, tiene todo por lo que siempre ha luchado y cree no necesitar nada más. Sin embargo, un día todo su mundo se desmorona al enterarse de su posible paternidad. Eric y Jonah no se conocen y tampoco tienen nada en común, salvo ese pequeño niño llamado Lucas. Una historia tierna sobre cómo derribar barreras, un amor nacido de las circunstancias más extrañas, incomprensible para muchos, incluso para sus propios protagonistas. El amor es mejor cuando se cocina a fuego lento.
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Seitenzahl: 359
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Roser Amat Ochoa
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Seamos una familia, n.º 2 - enero 2021
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1375-305-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Epílogo
Extra
Agradecimientos
Nunca cinco minutos habían pasado de una manera tan lenta.
Sara y Laura jugueteaban con la caja entre sus manos, el prospecto era simple, tres indicaciones y algunas advertencias. No era algo difícil de hacer, puede que lo que más costara era encontrar la fortaleza para dar el paso. Sara se levantó de la cama con determinación.
—¿Necesitas ayuda? —inquirió Laura.
—Es mear en un palito, creo que voy a poder sola —soltó Sara con sarcasmo, y Laura no se lo tuvo en cuenta, eran los nervios los que hablaban.
Sara dejó la botella de agua de litro y medio sobre la mesilla de noche y entró con decisión en el baño, para salir de él pocos instantes después.
—¿Ya? —preguntó Laura.
—Cinco minutos —recordó Sara, mirando entonces el reloj de su móvil.
Ambas amigas se sentaron al borde de la cama a esperar, les pareció que había transcurrido mucho tiempo, sin embargo, el cronómetro no llegaba a los treinta y tres segundos. Ambas soltaron un suspiro al unísono.
—¿Folla bien? —indagó Laura tratando de entablar una conversación.
—¡Calla! —la reprendió Sara, sintiendo cómo todo su rostro se enrojecía—. Maldita sea, te imaginas qué… —empezó, y su mirada se dirigió a la puerta del baño entreabierta, mientras meneaba la cabeza de un lado a otro.
—Al menos es guapo —se burló Laura—, muuuy guapo —repitió.
—Y simpático —se apresuró a añadir Sara.
—Y su familia tiene pasta. Aunque para mi gusto es un poco serio… —opinó Laura, llevando una mano a la cabeza para rascársela—. Parece del tipo que se toma las cosas demasiado a pecho.
—¿Verdad? —dijo Sara, girándose de un bote hacia su amiga, feliz de que alguien más hubiese observado eso en el chico—. Es como… —empezó, moviendo las manos de un lado a otro—, puaj —dijo Sara abriendo mucho los ojos y poniendo caras raras.
—Además siempre está como… —siguió Laura, haciendo gestos rápidos—, ¿no?
—¡Sí! —confirmó Sara en una exclamación.
—Pero es un buen tío —soltó Laura, mirando nerviosa de nuevo al baño—. ¿Cuánto ha pasado?
Sara comprobó el cronometro y soltó un soplido, ¿cómo podía el tiempo pasar tan despacio?
—Solo dos minutos —dijo.
Ambas se quedaron calladas un rato más, los nervios se acumularon en esa habitación.
—¿Qué vas a hacer si…?
—No lo sé —afirmó Sara—. Tan solo hace unos meses que salí de la facultad y el trabajo en el hotel no es malo, creo que podría ascender rápido…
—Dicen que él va a irse a trabajar a un restaurante con una estrella Michelin —apuntó Laura.
—Parece de los que no eluden sus responsabilidades, de esos tipos que se casan y forman una familia —meditó Sara.
—Lo dices como si fuera algo malo —advirtió su amiga, por el tono empleado.
—Tampoco es que sea algo bueno —convino Sara, alzando los hombros—. No era lo que había planeado —soltó, dejándose arrastrar momentáneamente por el pesimismo.
—Nadie planea esto a los veinte —añadió Laura—. ¿Te casarías con él?
—Es un buen tío —pensó en voz alta Sara—, guapo, trabajador… Es una buena persona…
—Pero…
—No hace que salten chispas —dijo Sara sin más—. Creo que no podría enamorarme de alguien como él.
—Siempre puedes… Ya sabes —comentó Laura, haciendo el gesto de tijeras con la mano—. Y olvidarte del tema.
—Es otra opción —declaró Sara—. Creo que ya han pasado los cinco minutos.
—Dará negativo y lo sabes.
—Sí —afirmó Sara—, me estoy comiendo la cabeza por nada, en un rato nos estaremos partiendo el culo de esto —soltó levantándose—. Vamos allá —añadió al entrar al baño.
Las dos chicas se sentaron la una al lado de la otra, entre la toalla de mano se intuía un pequeño trozo de plástico de no más de diez centímetros de largo, ambas se miraron y sonrieron.
—¿A la de tres? —dijo Laura.
—¡Venga! A la de tres… Un, dos… Tres.
5 años después
Eric se sentó en ese banco de madera pintado de alegres colores dispuesto a esperar. La verdad, era muy melancólico, el colegio no había cambiado demasiado en todos esos años, de hecho, algunos profesores de los que seguían impartiendo clases eran los mismos que cuando él había sido alumno del centro, de eso hacía ya tiempo. Sacó el móvil del bolsillo de la cazadora tejana y se entretuvo con el Candy Crush mientras esperaba.
—¿Vienes a por Lucas? —le preguntó una chica, parada justo en la bifurcación del pasillo.
—¡Sí! —confirmó Eric levantándose y guardando el móvil.
—Hoy ha estado un poco triste… —le dijo la joven, acercándose a él un par de pasos—. Soy Anna, la profesora de música —se presentó, alargando la mano que ambos encajaron.
Eric soltó un suspiro al aire y sonrió sin demasiadas ganas a la chica, que le devolvió el mismo tipo de sonrisa, esas que huelen a cortesía. No tuvo tiempo de preguntar si había pasado algo durante la mañana para que Lucas se hubiera puesto triste, pues otra profesora, esta vez algo más mayor, apareció con el pequeño de la mano. El niño caminaba cabizbajo y con el rostro inexpresivo hasta que vio a Eric, entonces, soltando la mano que lo tenía agarrado, corrió a los brazos de su tío, que lo recibió alzándolo del suelo y cargándolo mientras lo besaba.
—¿Este es tu tío, Lucas? —le preguntó Anna, la profesora de música, mientras le ofrecía al niño una enorme sonrisa y acariciaba su cabeza.
—Vaya, que contento te has puesto al verlo —añadió la otra mujer, también con una sonrisa de esas que mostraban todos los dientes.
«Compasión», pensó Eric, que se obligó a devolver ese gesto amable, ampliando esa sonrisa forzada que ponía frente a todos.
—¿Crees que lo traerás esta tarde? —indagó la mujer más mayor, mirando a Eric.
—No. Después del médico nos iremos a comer por ahí —respondió con sinceridad. De reojo, Eric observó cómo los ojos de Lucas se abrían un poco y su gesto parecía algo más feliz—. Creo que hoy me darán el informe y el psicólogo dijo que llamaría para poder venir un día para hablar con la tutora y poder ofrecer algunas pautas…
—Tranquilo, no te preocupes por nada de eso —le dijo la mujer, poniendo la mano encima del brazo del chico—. Lucas, pásalo muy bien con tu tío, nos veremos el lunes, ¿vale? —añadió con tono dulce y algo forzado.
Todos se quedaron callados unos instantes aguardando esperanzados, sin embargo, Lucas no respondió. Desde hacía cuatro meses, Lucas no hablaba, salvo contadas palabras y solo dirigidas a su tío. Eric se había convertido, de la noche a la mañana, en lo único que le quedaba a Lucas, del mismo modo que Lucas, en ese momento, era lo único que Eric tenía. La repentina muerte de Sara los había destrozado por igual, pero Eric era el adulto, tenía que seguir con una enorme sonrisa, por el bien de los dos.
—¡Vamos! —exclamó Eric, dando un pequeño bote para cargar un poco mejor al niño.
Descendió por la empinada calle en lo alto de la cual estaba situado el centro escolar mientras le explicaba al pequeño qué había hecho durante la mañana, en el escaso tiempo entre que lo había dejado en el colegio a las nueve para volverlo a recoger a las doce y media. Eric iba narrándole las cosas de manera alegre y distendida, de vez en cuando se callaba para ver si Lucas decía algo, pero el niño no respondió a nada, aunque parecía escuchar con atención y reaccionaba a todo lo que su tío le decía.
—Y después de fregar los platos me he encontrado un cocodrilo —dijo Eric, sin cambiar el tono de voz, que seguía siendo de lo más natural, aunque de reojo sí se fijó en cómo Lucas lo miraba con incredulidad—. ¿No me crees? —inquirió el joven, a lo que el niño meneó la cabeza de forma enérgica—. Oye, pues podría ser verdad, como no recojas tus juguetes de entre toda la porquería podría salir uno —le reprendió, ahora sí con algo de severidad, lo que hizo que el pequeño frunciera el entrecejo.
Ambos se sentaron uno al lado del otro en el vagón de metro, mientras Lucas jugaba con el móvil de Eric, este último se quedó con la mirada fija en esas parpadeantes luces que indicaban por dónde se encontraban. Si ese día de hacía cuatro meses no hubiera llovido, su hermana habría cogido esa misma línea. Si esa noche hubiera ido a recoger a Sara como le pidió y no hubiese sido un gilipollas con ella… Eric sacudió la cabeza para no dejarse atrapar por los fantasmas. Era irónico, esa fatídica noche se quedó estudiando hasta tarde en la biblioteca para los exámenes, y ahora, cuatro meses después, había tenido que dejar la universidad para poder hacerse cargo de Lucas. Algo tiró de la manga de Eric, que giró la cabeza en dirección a su sobrino, el cual soltó la manga para alzar entonces el dedo señalando las indicaciones luminosas encima de la puerta.
—Sí —confirmó Eric—, es la siguiente —dijo, alargando la mano para que el niño le devolviera el móvil—. ¡Joder! Te has fundido media batería —le regañó.
Eric tomó con paciencia la hora de espera sentado en esa consulta, mientras el doctor estaba con Lucas. Se sentó y levantó diversas veces, metió las manos en los bolsillos y se encontró un paquete de chicles que a saber desde cuando estaba allí, sin embargo, no le importaba mucho pues al menos lo entretendría un rato. Pasados más de sesenta minutos la puerta se abrió y apareció el niño junto al doctor, que le hizo un gesto para que lo acompañara.
A pesar de todo, ese médico no le dijo nada que no supiera ya. La muerte de Sara había sido un duro golpe para todos, en especial para Lucas. Nadie podía determinar a ciencia cierta lo que tardaría la pequeña mente de Lucas en asimilar la pérdida de su madre. Que tuviera paciencia, que lo apoyara, que estuviese a su lado y que poco a poco todo volvería a la normalidad. Y que, si eso no ocurría, seguirían haciendo pruebas.
—Lo estás haciendo bien, Eric —apuntó el médico, mientras apretaba con fuerza su mano a modo de despedida—. Bueno, Lucas, nos veremos en unas semanas.
Eric no tenía tan claro que estuviera haciéndolo tan bien. Todo el mundo tenía palabras amables para con ellos, todos ofrecían su ayuda, y todos lo reconfortaban con esas frases aprendidas en el manual de «cómo ser un verdadero hipócrita». Sin embargo, lo único que él veía era que Lucas cada vez se cerraba más al mundo, y estaba preocupado, claro que lo estaba. Eric aferró con fuerza la mano de su sobrino y los dos, en silencio, emprendieron el camino de regreso a casa, después de una hamburguesa rápida y un helado.
Los días transcurrían tranquilos en ese perenne silencio que se había instaurado en sus vidas. Solo roto de manera ocasional por el televisor, o por esos monólogos de Eric, que nunca obtenían respuesta.
—¿Te has cepillado los dientes? —preguntó desde la cocina—. ¡No te hagas el mudo conmigo! —le gritó mientras, secándose las manos con un trapo, caminaba en dirección al baño.
Cuando llegó no encontró a Lucas, pero sí el cepillo que estaba húmedo, y la pasta de dientes abierta, aparte de derramada por todo el lavabo. Un golpe sonó desde el dormitorio a donde Eric dirigió entonces su atención, cuando se acercó, una pila de libros estaba en el suelo y Lucas lo miraba con cara de «no ha sido culpa mía». Eric soltó un suspiro y empezó a recogerlos con Lucas ayudándolo al lado.
—Abre la boca —ordenó al niño, se acercó a su rostro y aspiró hasta notar el olor a fresa del dentífrico, lo que dio por bueno y no insistió más con el tema de los dientes.
Lucas lo miró con insistencia mientras mantenía uno de los libros entre las manos y lo alzaba hasta ponérselo a su tío delante de los ojos, a lo que Eric fingió no verlo, hasta que Lucas gruñó enfadado y empujó con más insistencia el libro, estampándoselo en la cara.
—¡Vale! —exclamó Eric—, vale, lo pillo… —dijo este, cogiendo el libro—. ¿Otra vez el del astronauta? —se lamentó—. Oye, ¿qué te parece si vamos una tarde a la biblioteca? Podemos coger libros nuevos y… —Lucas negó con la cabeza—. ¡Cabezón! —le reprendió, alzándolo del suelo desde debajo las axilas y tirándolo sobre el colchón, donde el niño rebotó un par de veces—. ¿Has hecho pipí? —El niño asintió.
Eric arropó al pequeño, aunque después se lo repensó y bajó un poco las sábanas, empezaba a hacer calor y Lucas siempre sudaba mucho, a veces tenía que cambiarle el pijama más de una vez a lo largo de la noche porque estaba empapado. Se sentó al lado, apagó la luz del techo y dejó solo prendida la de la mesilla de noche, abrió el libro dispuesto a volverlo a leer, como casi todas las noches. Lucas quería ser astronauta. Eric de niño había tenido el mismo sueño, puede que el deseo de Lucas estuviese algo influenciado por él. Siete meses atrás, Eric había empezado a estudiar Física en la universidad, aún no tenía muy claro hacia dónde decantaría sus estudios, pero era obvio que la Astrofísica era un campo que le apasionaba desde pequeño. Aunque, en ese momento, su vida se encontraba en un paréntesis, un impase en el que todo lo que él quería y soñaba había quedado relegado y olvidado, lo único que importaba en este momento era Lucas. Por eso había dejado la carrera después de los exámenes del primer semestre y ahora trabajaba a media jornada en el supermercado del barrio.
Leyó de manera tranquila mientras era el narrador, aflautando la voz cuando era el astronauta quien hablaba o agravándola cuando lo hacía el alienígena. A Lucas le encantaba ese cuento, sobre todo si se lo explicaba haciendo un poco de teatrillo. Cuando terminaron de leerlo, Eric besó la frente del niño, le deseó buenas noches y apagó la luz antes de salir de la habitación. Una vez solo en el comedor se dejó caer en el sofá agotado y encendió el televisor para que Lucas no lo oyera llorar.
Los fines de semana siempre eran muy ajetreados para Jonah, sobre todo ahora que se acercaba el verano. Los días de mayo en la costa catalana eran temperados y agradables, cosa que se notaba en la afluencia del restaurante. Además, había elegido un enclave privilegiado, lo suficiente cerca de Barcelona como para que no resultara pesado ir hasta allí y, a la vez, un poco lejos como para ser un pueblo tranquilo. Le gustaba Canet de Mar, era un bonito lugar para vivir, a pesar de que su familia disintiera y prefiriera la gran ciudad, moderna y cosmopolita.
Los días de Jonah acostumbraban a empezar a las seis de la mañana, cuando el despertador sonaba y se levantaba para salir a correr. Después de un buen desayuno era momento de la visita al mercado local para poder comprar productos frescos y de buena calidad. Le encantaba su trabajo. Su madre siempre decía que nació con un cucharón en la mano, ya de pequeño era sumamente exigente con las comidas y nunca se cerró a probar cosas nuevas, de hecho, adoraba los nuevos sabores, las texturas, las mezclas… ¡Le encantaba experimentar!
Compaginó la carrera de Turismo con un trabajo mal pagado en la cocina de un restaurante fusión, donde aprendió muchas cosas, en especial todo aquello que no se debía hacer. Después llegó un Erasmus que lo llevó de vuelta a sus orígenes. A pesar de que de griego solo le quedaba el apellido y un extraño gusto por las cosas agrias, poder estudiar en el país de sus antecesores fue una grandísima experiencia. Al regresar de ese año en tierras griegas le llegó una gran oportunidad de aprender con uno de los mejores chefs del país. Al final todo ese conocimiento y pasión desmedida cultivado a lo largo de los años, ahora se traducía en uno de los restaurantes más prósperos de la costa del Maresme.
Jonah ojeó el reloj y alzó la mirada en dirección a la puerta, hizo la cuenta regresiva mentalmente y justo cuando llegó al cero esta se abrió dando paso a Víctor, uno de sus mejores amigos a la par que uno de sus peores trabajadores.
—Me duele la cabeza —advirtió el chico, antes de que Jonah pudiese decirle nada.
Jonah mantuvo el silencio, ya que había decidido ignorarlo, encendió la cafetera y, a pesar de no ser su trabajo y sí el de Víctor, aprovechó para repasar que no faltara nada en las neveras de las bebidas.
—Oye —dijo Víctor acercándose y sentándose, como si el trabajo no fuera con él—, ¿cómo terminó la historia con el tipo ese del cochazo? ¿Ha vuelto a llamarte?
—¿Has avisado a Lucía de que tenía que venir una hora antes? —le preguntó Jonah, con su agenda entre las manos.
—Sí —confirmó Víctor, mientras se rascaba los ojos como si pretendiera sacárselos de las cuencas.
—La semana que viene empezaremos a hacer las entrevistas para coger refuerzos para el verano, yo necesito mínimo dos personas en la cocina, ¿qué necesitas tú aquí fuera? —siguió Jonah.
—¿Puedo pedir lo que me dé la gana? —inquirió Víctor, dejándose en paz los enrojecidos ojos y mirando con la ceja alzada de manera pícara a su amigo.
—Siempre que no sea descabellado… —murmuró Jonah, agachado reorganizando la parte baja de un armario.
—Dos chicas —soltó Víctor con socarrona sonrisa y haciendo el gesto internacional de «grandes pechos», a pesar de que Jonah no pudo verlo.
—Ajá… —siguió el otro, cerrando el armario y dirigiéndose a la cocina, mientras continuaba hablando, esperando que su amigo lo siguiera o, al menos, hiciera el amago de ello—. ¿Solo dos camareros nuevos? El verano pasado dijiste que te faltaban manos…
—No me has entendido —dijo Víctor con resignación desde el comedor—. Joder, Jonah, es que contigo no merece la pena ni intentar hacer bromas —bufó, entrando en la cocina donde Jonah ya se había puesto un delantal y estaba empezando con su obsesivo ritual de limpieza, a pesar de que la cocina estaba impoluta.
—¿El qué era una broma? —demandó Jonah mirándolo confundido—. ¿Necesitas dos camareros o no?
—Tres —resopló Víctor, y dándose por vencido cogió uno de los delantales, fastidiado—, no, mejor que sean cuatro, a poder ser con experiencia.
—Hablaré con Ina.
—Ina, Ina, Ina… Parece la dueña de esto —murmuró entre dientes Víctor.
—No te metas con mi hermana —dijo Jonah molesto.
—Tu hermana es una bruja —soltó de tal manera que no admitía discusión—. Cada vez que viene al restaurante algún camarero coge la baja por depresión.
Jonah meneó la cabeza mientras rebufaba. Cierto que Ina era un tanto… fría. La verdad era que tenía cero mano izquierda, y era bastante brusca diciendo las cosas. Pero era su hermana. Si él había nacido con un don para los fogones, Ina lo había hecho para las finanzas. Se fiaba de ella, y sus decisiones siempre terminaban siendo acertadas, por eso Jonah había delegado en su hermana parte de esa tediosa faena que era dirigir el restaurante. No quería desentenderse del todo, pero sí le resultaba un trabajo nada estimulante, y a pesar de estar siempre al tanto de todo, traspasaba a Ina algunos de los asuntos. A él lo que le gustaba era cocinar.
—Señor Katsaros. —Ambos amigos se vieron sorprendidos por una tímida voz que llegaba de la puerta trasera.
Jonah dejó el trapo sobre la encimera y fue a abrirla, Oriol apareció tras ella sonriente, sudado y cargado con cajas. Jonah alargó las manos para hacerse con parte de ellas y aligerar el peso al muchacho.
—Víctor, encárgate de las cosas de nevera —pidió Jonah, mientras él dejaba las verduras sobre el mostrador metálico—. Vaya, esto es genial —exclamó, cogiendo unas grandes y redondas berenjenas que solo les faltaba brillar para ser consideradas una joya.
—Señor Katsaros… —dijo de nuevo Oriol, entrando en la cocina tras el dueño de la misma—. Mire… —continuó el chico, alzando una caja de cerezas—. Están muy buenas.
Jonah se sorprendió, no las había visto cuando había pasado por el mercado, pero la verdad es que se veían gordas y jugosas, ¡perfectas! Oriol sabía que a Jonah le encantaban las frutas de temporada, por eso había añadido una caja para el restaurante a pesar de que no la hubieran pedido.
—¿Quieres un trozo de ravani? —ofreció Jonah, hacía mucho tiempo que Oriol y él se conocían y sabía a la perfección la pasión del chico por los dulces, en especial por ese pastel en concreto—. Y un café —añadió a su ofrecimiento, recordando que la cafetera ya estaba encendida.
—Gracias —dijo Oriol, siguiendo a Jonah por la cocina para pasar a través de la puerta abatible hasta el comedor.
Katsaros era un restaurante pequeño pero deslumbrante. Afincado en un antiguo edificio de estilo modernista a pocas calles del mar. Su fachada era, en sí sola, una auténtica obra de arte, y el interior no se quedaba atrás. Cuando Jonah se hizo con la propiedad decidió mantener la originalidad y el estilo en todo su esplendor, no había querido quitarle nada de alma a esa construcción que a veces parecía tener vida propia. Era un pensamiento irracional que derivaba de sensaciones que tenía a veces, cuando estaba a solas entre esas paredes. Como si quisieran hablar y contarle su historia, que a buen seguro la tenía.
Terminó de preparar el café y lo dejo frente a Oriol, junto con un trozo de ravani recién cortado. De la cocina llegaban exclamaciones y maldiciones de Víctor, sobre el frío que hacía dentro del frigorífico. Jonah lo ignoró.
—¿Cómo está tu padre? —le preguntó al muchacho, jugueteando con el cordel de la bolsita del té, haciéndola ascender y descender por turnos.
—Mejor, nos han dicho que le darán el alta durante esta semana que entra.
—Me alegra —suspiró Jonah—. Ahora deberá tomarse las cosas con calma.
—Eso es lo que le decimos, pero ya lo conoces… Para que estuviera quieto lo deberíamos atar a la cama.
Jonah soltó una carcajada imaginando al viejo señor Torras maldiciendo a sus vástagos mientras ellos trataban de inmovilizarlo. Había almas que eran inquietas por naturaleza. Sacó la bolsita de té y la arrojó a la basura antes de dar el primer sorbo cuando Víctor sopló con fuerza en su oído, haciendo que diera un bote que casi derramó todo el contenido de la taza.
—¡Serás gilipollas! —gruñó Jonah.
—¡Ooohh! El jefe ha dicho una palabrota —se burló Víctor, sacándole la lengua al muchacho de la tienda—. Anda que ofreces… —se quejó, señalando el café.
—No sabía que te tuviera que dar permiso para saquearme la despensa —se quejó Jonah.
Puede que las mañanas fuesen un tanto relajadas y distendidas, sin embargo, después la cocina se volvía un caos, un ir y venir de un lado a otro, el olor de las especias, el calor de los fuegos y los hornos, el cansancio que se iba acumulando en el paso de las horas. Ese agotamiento era la recompensa por un trabajo bien hecho. Cuando terminó el turno de cenas y el restaurante se cerró, todavía aguardaba el laborioso momento de la limpieza, poco a poco los trabajadores fueron marchándose y, al final, solo quedó él, agotado pero satisfecho.
Jonah se dejó caer en la silla tras la mesa de ese pequeño despacho de dirección que empleaba a veces para… apenas para nada. Solía usarlo más Ina cuando se desplazaba para hacerles alguna visita. Sacó del primer cajón del escritorio una de las viejas libretas de recetas y empezó a ojearla, descartándola al rato para tomar otra, hasta que por fin encontró lo que buscaba. Era una suerte ser tan organizado. Leyó las notas, cogió un marcador de página y lo pegó a la esquina, metió la libreta en la mochila que solía llevar siempre. Apagó las luces para marcharse a casa, a las seis de la mañana tocaba volver a empezar.
Al tirar de una de las camisetas, el resto cayeron al suelo creando una alfombra cien por cien algodón, de diferentes colores y logotipos publicitarios. Eric soltó un gruñido al cielo maldiciendo la poca estabilidad que ofrecía una pila de camisetas amontonadas. Pero como no tenía tiempo de recogerlas, las dejó allí y, desde esa perspectiva, ellas abajo y él mirándolas desde las alturas, le pareció que era más fácil poder elegir una. Podía plantearse patentar ese sistema, no sería el único con una idea alocada que había tenido éxito. En este caso optó por lo más formal que tenía, una camiseta negra con unos dibujos de estrellas en el pecho.
—Listo —se dijo a sí mismo, dando por bueno su aspecto frente al espejo—. ¡Lucas! Como tardes cinco segundos más en terminar las galletas, te juro que te las quito y te vas al colegio sin desayunar, ¡no me provoques!
Todo eso fue gritado en el trayecto de la habitación de Eric hasta el baño, sin ni siquiera acercarse a comprobar la cantidad de galletas ingeridas, no le hacía falta, ya que sabía que Lucas seguía con la primera de la mañana. La ventaja del mutismo de Lucas era que no le replicaba. Eric empezó a cepillarse los dientes al tiempo que hacía una primera visita al salón, comprobando como, en efecto, Lucas estaba embobado con la tele y seguía con las galletas intactas. Eric estiró la mano por encima de la mesa y, a pesar de que Lucas intentó alejar el mando a distancia, la longitud de los brazos de un adulto eran una ventaja, así que, haciéndose con el mando, apagó la tele y miró al niño con los ojos entrecerrados.
Lucas miró a su tío enfadado, no solo le quitaba los dibujos, sino que encima se estaba cepillando los dientes por toda la casa cuando a él le obligaba a no moverse del baño cuando lo hacía. Lucas alzó los brazos y los cruzó a la altura del pecho mostrando su enfado, pero su tío lo ignoró por completo y señaló las galletas, después se tocó el reloj, indicando que el tiempo corría y que, o se apresuraba, o lo dejaba sin desayunar. Nunca cumplía su amenaza. Cuando Eric salió del salón, Lucas volvió a encender el televisor.
A las nueve menos diez de la mañana, Eric arrastraba a Lucas calle abajo para no llegar tarde al colegio.
—Mañana te quedas sin desayuno, te lo juro —le amenazó Eric, a lo que Lucas respondió alzando tan solo una ceja. Su cara decía: «Sí, claro»—. ¡Maldito niño! —se quejó Eric, con ese niño era imposible ganar.
Llegaron frente a la puerta del colegio por la que ya casi todos habían entrado, pero aún no estaba cerrada, eso era casi un récord para ellos.
—Recuerda que hoy te quedas a comedor. —Lucas asintió, aunque con mala cara—. Por la tarde vendrá a buscarte Marta. —Lucas volvió a afirmar con la cabeza—. Nos veremos por la noche, ¿vale? —Lucas lo miró con tristeza y Eric soltó un suspiro, agachándose frente a su sobrino y revolviéndole el pelo—. Por la noche, ¿vale? —Lucas volvió a menear la cabeza de manera afirmativa—. Pórtate bien —añadió, viéndolo correr por el patio en dirección a la puerta del edificio principal.
Lucas siempre había sido un niño muy bueno, muy callado y poco movido. A Eric le chiflaba chincharle por todo, hasta que Sara se enfadaba y le decía que no lo volvería a dejar de canguro, sin embargo, al siguiente turno en el hotel donde trabajaba volvía a necesitarlo y a él le encantaba pasar tiempo con el niño. Ahora ese tiempo eran las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Eric se rascó la cabeza, aún parado frente a la verja del colegio mirando en dirección a la ventana de la clase de Lucas, viendo cómo entraba y se sentaba solo, en el más absoluto silencio, en esa silla de color naranja. Desde que Sara había muerto, Lucas era aún más difícil de tratar, por suerte en el colegio estaban siendo muy comprensivos y lo estaban ayudando bastante.
Miró el reloj y apresuró el paso en dirección a la boca de metro más cercana. Por fin había llegado el día de su cita con el abogado, no sabía si estar más ansioso que nervioso, o viceversa. El tipo cobraba un dineral, así que tenía que ser bueno, había buscado opiniones por Internet y todas las que encontró eran positivas. Estaba en un bufete de lujo, se lo confirmó el hecho de que le ofrecieran un café mientras esperaba.
El hombre tras la mesa era un tipo de unos cincuenta años, orondo y calvo, que examinó a conciencia los papeles, mientras Eric tamborileaba nervioso los dedos contra la madera de la mesa. Se sentía como en un concurso de televisión, esperando si había pasado de ronda o lo mandaban a casa sin ni siquiera premio de consolación.
—Mi consejo, señor Costa… —«Señor Costa, acabo de envejecer cien años», pensó Eric—. ¿Lo ha entendido?
«Mierda de déficit de atención», se lamentó Eric para sí mismo.
—No, lo siento… ¿Puede volver a repetirlo? —pidió de manera educada.
—Lo mejor sería que intentara localizar al padre de Lucas, debemos entender que, si ya en su día no quiso saber nada del niño, no debe de tener el menor interés en hacerse cargo de él ahora que la madre ha fallecido. Sin embargo, debería conseguir que firmara una carta de renuncia de sus derechos y deberes como progenitor. —El hombre dejó los papeles a un lado y lo miró de manera directa a los ojos—. Su hermana Sara le dejó a usted como tutor legal del niño, no debería existir ningún problema, pero siempre sería mejor y se ahorraría una sorpresa en el futuro, si el padre renunciara de forma oficial a sus derechos —volvió a explicarle el abogado.
—Entendido, encontrar a ese imbécil y hacer que diga que no quiere a Lucas —replicó Eric, rascándose la cabeza.
—Ese sería el resumen más o menos, sí.
—¡Genial! Entonces, después, ¿podré adoptarlo? —inquirió Eric ansioso.
—Tiene un hogar estable, un contrato fijo y un entorno saludable. Veo que ha adjuntado dos informes médicos en los que se recomienda que sea usted quien siga al cuidado del menor, como estos últimos meses… No veo mayor problema en que se formalice la adopción —declaró el hombre orondo, frotándose la barriga con gesto satisfactorio.
—¡Bien! —exclamó Eric, haciendo un gesto de victoria.
—¿Está seguro de que es lo que desea? —le interrogó el abogado.
La pregunta cogió a Eric con la guardia baja, a pesar de que no era la primera vez que alguien se la lanzaba para que la cogiera al vuelo. Tenía diecinueve años recién cumplidos, adoptar a Lucas iba a mandar por el retrete todos sus sueños futuros, no obstante, eso le importaba una mierda. Nunca había tenido nada tan claro en toda su vida. Así que, Eric solo sonrió con amabilidad ante la preocupación de ese hombre que no lo conocía de nada, ni a él, ni a Sara, ni a Lucas. Eric siguió sonriendo, como si estuviera agradecido de ese arranque de preocupación paternalista por su parte.
—Sin ninguna duda —afirmó de manera escueta pero tajante, alargando la mano después para encajarla con el hombre.
Cuando por la noche llegó a casa, el bocadillo del mediodía lo tenía en los pies, estaba hambriento y cansado por el trabajo. Eran cerca de las nueve y Lucas, casi con toda seguridad, estaba esperándolo en la cama para leer un libro. Agradeció a Marta, la vecina de enfrente, que hubiera cuidado del pequeño durante toda la tarde.
—A ver, enano, ¿los dientes? —preguntó desde el pasillo, caminando hacia la habitación de Lucas.
Cuando entró, no había rastro del niño en ninguna parte, Eric miró alrededor un par de veces, se agachó para buscarlo bajo la cama, pero tampoco lo encontró ahí.
—¡Tú! Zarigüeya, ¿dónde te has metido? —inquirió, saliendo de la habitación de astronauta para meterse en la suya propia—. Eeeeehhhhh, me habéis recogido las camisetas del suelo. ¡Mola! —exclamó Eric feliz. Dio un vistazo rápido, el bulto bajo sus sábanas se movió, sin embargo, Eric fingió no verlo—. Qué pena, mofetilla, había comprado un McFlurry —soltó, chasqueando la lengua.
Justo terminó de dejar caer esas palabras, cuando las sábanas saltaron y de debajo de ellas apareció Lucas, con expresión feliz alzando las manos en su dirección, exigiendo el helado.
—¡Lucas! —gritó Eric, fingiendo sorpresa y cogiéndolo en brazos. Sin embargo, situando ambas manos sobre su pecho, el niño empezó a empujar con fuerza para que lo soltara—. ¡Aaaahhh! El helado, ¿no? Como te he dicho, he comprado uno… Pero… Cachis, me lo he comido por el camino —comentó Eric riendo como un loco, cuanto más reía él, más enfadado se ponía Lucas—. ¡Qué quieres! Se estaba derritiendo, era una pena.
¿Cómo no iba a estar seguro de querer adoptar a Lucas? Eric abrazó al niño con fuerza, a pesar de la resistencia que el pequeño ofrecía, pues estaba muy enfadado por no tener helado.
—Mañana te compro una tarrina entera para ti solo —le prometió Eric, besando su frente, empezando a luchar contra esas lágrimas que estaban a punto de golpear sus ojos a traición—. Venga, es muy tarde, te tienes que ir a dormir —apuntó el chico, recomponiéndose y llevándose al pequeño hasta la habitación para dejarlo con ternura sobre la cama—. Hoy no hay tiempo de cuento —lamentó, además estaba muerto de hambre, no veía el momento de arramblar con cualquier cosa que hubiera en la nevera, lo que fuese—. Vamos, vamos, no seas pesado —dijo Eric, ante los pucheros del niño—. Buenas noches, enano.
Agachándose al lado de la cama, Eric besó la frente de Lucas y este alargó la mano para acariciar la mejilla de su tío, cosa que lo cogió por sorpresa. Lucas alzó un poco la mano para asir a Eric por la nuca y hacer que se acercara un poco más, este, intuyendo lo que pretendía, ladeó un poco la cabeza, acercando el oído a los labios de Lucas, que empezaron a moverse despacio.
—Buenas noches —susurró el niño, con un hilo de voz tan suave, que Eric lo sintió como una leve brisa erizándole la piel. Como un beso de mariposa.
—Te quiero, zarigüeya.
Ambos se miraron aún unos instantes más, poco a poco, el pequeño fue cerrando los ojos hasta que su respiración se ralentizó. Una vez en la cocina y mientras tomaba un trozo de tortilla de patatas que había dejado hecha Marta, repasó todos los papeles que el abogado le había dado esa mañana, hasta que llegó a esa «renuncia» que debía firmar el padre de Lucas. Tenía que quitarse cuanto antes este tema de encima, puede que después de eso consiguiera conciliar mejor el sueño por las noches.
—Bueno, señor Katsaros, más vale que no me lo pongas muy difícil.
Cuando salió de la ducha después de sus quince kilómetros diarios, Jonah pudo observar cómo el cielo, que ya al amanecer estaba teñido de gris, ahora había mutado a un negro extraño, y hasta empezaban a escucharse truenos lejanos. Iba a llover lo que, en el mundo de la hostelería, podía traducirse en dos cosas totalmente opuestas: que el restaurante se llenara hasta la bandera o que estuviera vacío por completo. Era extraño, a veces con la lluvia era como si a la gente dejara de apetecerle cocinar, esos días el restaurante bullía, sobre todo de vecinos de la zona. Por el contrario, había veces que, con tormenta, la gente pensaba que mojarse era algo insoportable y se encerraba en casa. Aunque esos días tampoco eran malos, los aprovechaba para probar nuevas recetas y usaba a sus trabajadores como conejillos de Indias.
En los últimos meses de primavera había incluido tres platos nuevos en la carta. Además, el día se le presentaba complicado pues, a media tarde, entre el servicio del mediodía y de la cena, empezarían con las entrevistas para incorporar personal en la temporada de verano. De hecho, ya iban un poco tarde. La gente de sala solía ser cosa de Víctor, ya que, a fin de cuentas, él era quien tendría que lidiar con ellos. Jonah no solía salir mucho de la cocina, lo que él necesitaba era un par de buenos ayudantes, rápidos en pequeñas tareas y a poder ser con algo de experiencia.
Al final, la mañana fue relativamente tranquila. Hubo comensales, pero dentro de la normalidad, seguramente porque, a pesar de la amenaza del cielo nublado y los truenos, aún no había empezado a llover; el tiempo había aguantado. Jonah miró el reloj haciendo un cálculo mental y terminó por decidir que le daba tiempo de ir a casa a darse una ducha, antes de que su hermana llegara. Después de tantas horas con el calor de la cocina estaba sudado e Ina odiaba que oliera a comida, cosa que a él le encantaba.
—Jefe, ¿quieres que venga después? —se ofreció Víctor, siguiendo a Jonah por la cocina. Observando cómo su amigo terminaba de limpiar un par de cosas.
—¿Quieres venir? —cuestionó sorprendido Jonah, ya que, aunque Víctor no era de los que se escaqueaban de sus obligaciones, tampoco solía trabajar más de lo estrictamente necesario.
—Aaaahhhh, bueno, no me importaría si es por echarte una mano —tanteó el chico, ayudando a Jonah a guardar unas cosas en la cámara frigorífica.
Jonah cerró la puerta del congelador y se giró para observarlo, no obstante, Víctor seguía con una mirada indiferente, como si se ofreciera por ayudar y sin motivo oculto en realidad. Jonah no pudo evitar sonreír, a veces su amigo era tan obvio.
—Va a venir Ina —le informó Jonah, a pesar de que eso debería ser algo más que evidente y, de hecho, era lo que esperaba su amigo.
—¿En serio? —fingió sorpresa Víctor, como si no supiera nada y en realidad esa información le viniera de nuevas—. Bueno, igualmente, si me necesitas… puedo venir —siguió el muchacho.
—Víctor, si quieres venir, ven —se rindió Jonah al fin—. Oye, voy a ir a casa a darme una ducha, estaré de vuelta en una hora…
—Vale, jefe, yo cierro —comentó Víctor.
Empezaba a chispear cuando llegó a casa. En algún momento no muy lejano en el tiempo tendría que llamar a la empresa de mantenimiento del jardín, para que dejara todo preparado para la llegada del verano. Durante la época del frío, la piscina había adquirido un nada llamativo tono verdoso que no invitaba a darse un chapuzón. Él era un desastre con todas esas cosas, además, tampoco tenía tiempo para dedicarle a la casa o al exterior de la misma. Jonah se peinó el pelo hacia atrás echando un poco de gomina para fijarlo, dándole un efecto despeinado y húmedo. Se estaba esforzando un poco más de lo habitual, porque Ina siempre le daba el toque de atención de que debía cuidar su aspecto. Decía que no solo tenía que ir bien en el negocio, sino que además tenía que parecerlo. Él no entendía muy bien qué significaba eso, lo resumió en «aparentar», algo en lo que su hermana era realmente buena.
Tres minutos le duró la paciencia de intentar anudarse la corbata, al final la tiró sobre la cama y dejó el cuello de la camisa abierto. Se miró al espejo y le pareció una apariencia lo suficiente correcta como para entrevistar a nuevos empleados y, al tiempo, complacer los altos estándares de su hermana.
Cuando salió a la calle empezaba a llover con más insistencia, así que cogió las llaves del coche, no le apetecía mojarse, además, a esas horas no tendría problemas para aparcar. Estaba llegando al restaurante y ya había un chico esperando frente a la puerta, a pesar del mal tiempo estaba sin paraguas. Jonah se apresuró en estacionar el coche y salió corriendo para poder abrir la puerta y que el joven no se mojara más de lo que ya estaba.
—¡Hola! —saludó Jonah de lejos, caminando de manera rápida hacia él y sacando las llaves—. Menudo día, ¿eh? —comentó como de pasada en tono afable—. Rápido, pasa dentro —ofreció con amabilidad—. Espera, encenderé las luces.
Después de encender las luces del comedor entró un segundo al vestuario del personal a por un par de toallas, y mientras iba pasándosela por el pelo, se acercó al muchacho para darle una también.
El chico seguía detenido en la entrada, Jonah pensó que podría deberse a que no quería mojarlo todo, aunque con ese día y la cantidad de gente que entraba y salía del restaurante, que se mojara el suelo era algo inevitable. El chico empezó a pasarse la toalla por el pelo, bastante oscuro sin llegar a ser negro, lo hizo de manera lenta, como sin ganas. De hecho, toda la expresión de su rostro era extraña, como si no quisiera estar ahí. Además, seguía