Secretos familiares - Candace Camp - E-Book
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Secretos familiares E-Book

Candace Camp

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Beschreibung

Lady Irene Wyngate juró que nunca se casaría, y había mantenido a los pretendientes a raya con su afilada lengua. Sin embargo, se topó un hombre al que no pudo asustar: Gideon, el heredero del conde de Radbourne. De niño, Gideon fue secuestrado, y se crió en las duras calles de Londres. Y, aunque finalmente volvió con su familia, se sentía más cómodo en los antros de juego que en los majestuosos salones de baile de la alta sociedad. A Irene no le atraía Gideon, o eso le decía a la casamentera Francesca Haughston cuando la dama le pidió ayuda para que lo volviera civilizado, de modo que pudiera encontrarle una prometida. Después de todo, él era un verdadero pícaro con un pasado dudoso; aunque Irene debía admitir que era un pícaro muy guapo. Sin embargo, a medida que ella comenzaba a caer en las redes del amor, salieron a la luz antiguos Secretos familiares que tendrían consecuencias abrumadoras para los reacios amantes. Candace Camp sabe cómo llegar al corazón de sus lectores. Romantic Times

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Candace Camp

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Secretos familiares, n.º 87 - junio 2014

Título original: The Bridal Quest

Publicada originalmente por HQN™ Books

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Romantic Stars y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4317-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Londres, 1807

Lady Irene Wyngate se sobresaltó al oír un portazo. El libro que tenía entre las manos se le cayó al suelo.

Eran más de las doce de la noche, y todo el mundo, aparte de ella, estaba durmiendo. De hecho, Irene se había acostado una hora antes, pero como no podía conciliar el sueño, había decidido ir a la biblioteca en busca de un buen libro. No debería haber nadie haciendo ruido en la casa, y mucho menos dando portazos.

Irene permaneció inmóvil, y el silencio de la noche se vio alterado de nuevo por un golpe, seguido en aquella ocasión de un juramento. Irene se relajó e hizo un gesto de alivio. Al menos, ya sabía quién estaba haciendo ruido en el piso de abajo. Sin duda su padre, lord Wyngate, había llegado a casa y avanzaba por ella tambaleándose en su habitual estado de embriaguez.

Rápidamente, Irene se agachó y tomó el libro del suelo. Después tomó su palmatoria y salió de la biblioteca. Aunque sólo tenía dieciséis años, era la única que hacía frente a los abusos de su padre. A menudo había tenido que interponerse entre él y su madre o su hermano, las personas en las que era más probable que él intentara descargar su ira. Sin embargo, Irene no era tonta; como todos los demás, hacía lo posible por mantenerse alejada de su padre, sobre todo cuando estaba borracho.

Recorrió sigilosamente el pasillo con la esperanza de poder llegar a su habitación antes de que su padre consiguiera subir las escaleras. Desde el piso de abajo le llegó el sonido de una voz enfadada, grave, que fue seguida de una respuesta. Irene se detuvo y frunció el ceño, preguntándose quién estaría hablando con su padre. Hubo un fuerte golpe, como de carne golpeando contra carne, y otro ruido.

Irene corrió hacia la barandilla de las escaleras y miró al vestíbulo. Su padre estaba tendido en el suelo, sobre la alfombra, boca arriba y rodeado por los añicos de un jarrón. La peluca blanca que se empeñaba en llevar, pese a que ya estaba pasada de moda, se le había desplazado a un lado de la cabeza; parecía un animal peludo que le colgaba de la calva. Además, lord Wyngate estaba sangrando por la nariz.

Mientras Irene observaba con estupor la escena, inmóvil, un hombre entró en su campo de visión, avanzando a grandes zancadas hacia su padre. El extraño estaba de espaldas a ella. Llevaba un traje negro y el pelo, también muy oscuro, largo y sin recoger.

Ante los ojos de Irene, el intruso se agachó y agarró a lord Wyngate de las solapas del traje para obligarlo a que se pusiera en pie.

–Maldito cachorro –gruñó lord Wyngate, arrastrando las palabras–. ¿Cómo te atreves?

–¡Me atrevo a mucho más! –respondió el interpelado, y le lanzó un golpe.

Irene no se quedó a ver el impacto. Se dio la vuelta y corrió hacia el despacho de su padre. Allí abrió una de las vitrinas, sacó un estuche y lo abrió. Dentro, descansando sobre terciopelo rojo, estaban las dos pistolas de duelo de su padre. Ella sabía que las guardaba cargadas, pero de todos modos lo comprobó rápidamente antes de salir de nuevo hacia el pasillo con un arma en cada mano.

Irene comenzó a bajar rápidamente y, al llegar al primer descansillo, comprobó que los dos hombres estaban junto al último peldaño, enzarzados en una lucha cada vez más intensa. El joven le hundió el puño a lord Wyngate en el estómago, y cuando el noble se inclinó hacia delante a causa del dolor, le propinó un puñetazo en la barbilla. Lord Wyngate se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo.

–¡Basta! –gritó Irene–. ¡Basta ya!

Ninguno de los dos le prestó atención. Ni siquiera la miraron. El extraño dio una zancada hacia su padre y le obligó a levantarse.

–¡Alto! –gritó Irene una vez más.

Sin embargo, al verse ignorada nuevamente, alzó una de las pistolas y disparó al aire. Oyó el tintineo de las lágrimas de cristal de la lámpara, y algunas de ellas cayeron al suelo.

Ambos contendientes quedaron petrificados. El extraño se irguió y miró hacia arriba, y su padre hizo lo mismo. Irene apenas notó la mirada de lord Wyngate. Sus ojos estaban fijos en el otro hombre.

Era alto y ancho de espaldas. Tenía el pelo tan negro como el carbón, y lo llevaba un poco más largo de lo que imponía la moda en aquellos momentos. Tenía los rasgos faciales afilados, angulosos. Era guapo, pero tenía una expresión dura e impenetrable. Las únicas señales de su estado de ánimo eran un cierto rubor en los pómulos y el brillo de la ira en los ojos.

Irene había visto a hombres más guapos que él; aquel hombre tenía algo más duro y tosco que el resto de los caballeros con los que ella estaba acostumbrada a tratar. Sin embargo, la atraía mucho más que cualquier otro. Al mirarlo, sintió un tirón extraño y visceral, una especie de estremecimiento en lo más profundo de su ser, y no pudo apartar la vista de él.

–¿Irene? –dijo quejumbrosamente lord Wyngate, y se puso en pie con dificultad.

–Sí, soy yo –respondió ella con irritación. No estaba segura de si estaba más molesta con su padre por llevar el caos a su casa o con aquel hombre desconocido por provocarle una reacción tan extraña–. ¿Quién iba a ser?

–Ésa es mi chica –dijo Wyngate, tambaleándose–. Contaba contigo.

Irene apretó los dientes. Le molestaba profundamente tener que ayudar a su padre.

Desde que ella tenía uso de razón, su padre había sido la mayor causa de tristeza y malestar de la vida de todos aquéllos que lo rodeaban. Los sirvientes, su madre, su hermano y ella misma lo habían temido siempre. Tenía un humor endiablado, una insaciable sed de alcohol y una gran tendencia a meterse en problemas.

Cuando Irene era niña, sólo sabía que hacía llorar a su madre y temblar a los criados. Había aprendido a mantenerse apartada de su camino, sobre todo cuando estaba embriagado. Durante los últimos años, había comprendido los muchos pecados que cometía, el juego, las prostitutas, la bebida, los gastos... Lord Wyngate era un libertino; y además, era un hombre cruel que disfrutaba de la inquietud que les hacía sentir a los demás.

Sin embargo, a Irene se le había enseñado que debía quererlo y respetarlo simplemente porque era su padre. No era una lección que ella pudiera poner en práctica con facilidad. Irene sabía que no era lo suficientemente buena como para quererlo pese a sus defectos, como parecía que podía hacer su madre. Ni tampoco era como Humphrey, su hermano, tan cumplidor de todo lo establecido que era capaz de mostrar lealtad y respeto a su padre sólo porque lo requería la tradición.

Irene tenía la opinión de que, si alguien había atacado a su padre, era porque se lo merecía. De todos modos, era su padre, y no podía permitir que aquel extraño lo matara.

–¿No crees que es un poco tarde para estar de pelea en el vestíbulo? –le preguntó en el tono frío y autoritario que, según tenía comprobado, era mejor usar con su padre.

Lord Wyngate se tiró de la chaqueta y se la sacudió con la actitud de cuidadosa dignidad que adoptaban los borrachos a menudo. Se pasó la mano por la cara y, con sorpresa, descubrió que tenía sangre en la palma.

–Maldita sea... ¡me has roto la nariz, tramposo! –le dijo lord Wyngate al otro hombre.

Sin embargo, su enemigo no le prestó ni la más mínima atención. Siguió mirando a Irene.

Ella recordó, de repente, el aspecto que debía de tener. No se había molestado en ponerse la bata cuando había salido de su dormitorio en busca de un libro. Iba descalza y llevaba el pelo, rubio y ondulado, suelto por la espalda y los hombros.

Pensó que los apliques de la pared debían de iluminarla desde detrás, y que seguramente revelaban la silueta de su cuerpo desnudo bajo el camisón. Irene enrojeció hasta la raíz del cabello. ¿Por qué no apartaba la mirada aquel hombre? Claramente, era un rufián sin modales.

Ella alzó la barbilla y le devolvió la mirada. Se negó a permitir que aquel patán supiera que se avergonzaba. Sin embargo, vio por el rabillo del ojo que su padre daba unos sigilosos pasos hacia atrás y que tomaba una pequeña figura que descansaba en un pedestal, junto a la pared. Lord Wyngate elevó la estatuilla en el aire para estampársela al extraño en la cabeza.

–¡No! –gritó Irene, y apunto a su padre con la pistola de la mano izquierda–. ¡Deja eso inmediatamente!

Lord Wyngate le lanzó una mirada fulminante, pero obedeció.

El intruso miró a lord Wyngate con una mueca de desprecio. Después se giró y le hizo una reverencia a Irene.

–Gracias, milady –dijo. Su voz era grave y áspera. No tenía el acento de un caballero.

–No quiero que caiga más sangre en la alfombra persa. Es difícil de limpiar –respondió Irene secamente.

Su padre se apoyó contra la pared, malhumorado, sin querer mirar a Irene. Sorprendentemente, el extraño soltó una carcajada con el rostro iluminado por una diversión que le suavizó los rasgos. Ella no pudo evitar sonreír también.

–No entiendo cómo este viejo asno puede tener una hija tan bella –dijo el hombre.

Irene sonrió, aunque se sentía tan molesta consigo misma como con él. Debía de tener mucha frescura para reírse de aquel modo. ¿Y cómo podía ella devolverle la sonrisa a aquel rufián?

–Creo que debéis marcharos –le dijo–. De lo contrario, me veré obligada a llamar a los sirvientes para que os expulsen.

Él arqueó una ceja para darle a entender lo poco que le afectaba aquella amenaza, pero dijo:

–De acuerdo. No deseo alterar vuestra paz.

Después se acercó a lord Wyngate, que se echó hacia atrás con nerviosismo. El hombre lo agarró por las solapas y se inclinó ligeramente hacia él.

–Si me entero de que vuelves a molestar a Dora, volveré y te romperé todos los huesos del cuerpo, ¿entendido?

Lord Wyngate enrojeció de furia, pero asintió.

–Y no vuelvas por mi local nunca más.

Después de clavarle una larga mirada de advertencia, aquel hombre soltó a lord Wyngate y se encaminó hacia la puerta. La abrió y se volvió hacia Irene antes de salir, con una sonrisa sardónica.

–Buenas noches, milady. Ha sido un placer conoceros.

Después, con una reverencia, se marchó.

Irene se relajó. Al darse cuenta de que todo había terminado, se dio cuenta de lo tensa que había estado. Notó que le temblaban las rodillas.

–¿Quién era? –preguntó.

–Nadie –respondió su padre, y comenzó a andar hacia las escaleras con paso vacilante–. Sucio patán... se cree que puede hablarme de ese modo, debería enseñarle... –miró a Irene con una expresión calculadora y astuta–. Dame esa pistola, niña.

–Oh, cállate –le dijo ella, que de repente se sentía muy cansada–. No hagas que me arrepienta de haberle impedido que te matara.

Después, Irene se dio la vuelta y comenzó a subir las escaleras. Sólo para sentirse tranquila, se llevaría las pistolas a su dormitorio, donde su padre no pudiera encontrarlas.

–Ése no es modo de hablarle a tu padre –le gritó lord Wyngate–. Tienes que respetarme.

Irene se giró hacia él.

–Te respetaré cuando te lo merezcas.

–Eres una mala hija –replicó el noble, mirándola con los ojos entrecerrados–. Y ningún hombre querrá casarse contigo con los aires que te das. Qué harás entonces, ¿eh?

–Me alegraré –respondió ella–. Por lo que veo, la vida sin un marido debe de ser bastante agradable. Yo, señor, nunca me casaré.

Con la satisfacción de comprobar que aquellas palabras dejaban perplejo a su padre, Irene siguió su camino hasta el dormitorio.

Uno

Londres, 1816

Irene se tapó la boca para disimular un bostezo mientras su cuñada continuaba su detallada descripción del vestido que se había comprado la tarde anterior. A Irene no le desagradaba la moda, pero oír a Maura hablar de ropa la aburría muchísimo, porque todo aquello de lo que hablaba Maura tenía que ver más consigo misma y con sus gustos y su belleza que con el tema de la conversación.

Maura era el sol alrededor del cual giraban todos los demás, al menos, en su opinión. Era una egocéntrica rematada. A Irene no le habría importado demasiado aquel detalle si además no fuera aburrida y prosaica.

Irene miró las caras de las demás mujeres. Ninguna de sus tres visitantes parecía tan indiferente ni aburrida como ella. Irene se preguntó si la expresión de su propia cara transmitía tan poco de su sensación interior. Era difícil saberlo, porque todas las mujeres de buena educación, como ella, debían mostrar un interés amable hacia las conversaciones de los demás, por muy tediosas que fueran.

La madre de Irene, lady Claire, era una de las mujeres que estaba escuchando en aquel momento a Maura, con una agradable expresión de interés. Por supuesto, a ella le habría parecido mal dejar que otro tipo de expresión le hubiera afeado el rostro, pero Irene era consciente de lo que ocurría: su madre tenía miedo de expresar disgusto o desinterés por cualquier cosa que pudiera decir su nuera.

Durante el año que había pasado desde que Humphrey se había casado con Maura y la había llevado a vivir con ellos, lady Claire había caminado con pies de plomo, sabiendo que Maura era la verdaderamente poderosa de toda la casa, y que podría convertir su vida y la de Irene en una pesadilla.

Por supuesto, en opinión de Irene, el hecho de tener que ceder a todos los caprichos de Maura ya era suficiente desgracia, así que le parecía una tontería esforzarse tanto en evitar la ira de su cuñada. Además, no pensaba que su hermano Humphrey tuviera un carácter tan débil como para echar de casa a su madre y a su hermana si Maura se lo pedía.

No obstante, Irene sabía que él podía hacerlo, y sabía también que Maura era tan egoísta como para exigírselo. Desafortunadamente, a su muerte, lord Wyngate había dejado sin un penique a lady Claire y a Irene, que habían pasado a depender de la generosidad de Humphrey.

Lord Wyngate había muerto tres años antes, a causa de una caída del caballo después de haber bebido profusamente. Irene se había quedado sorprendida al sentir pena. Después de todos aquellos años de lucha con su padre, y pese a todo el desprecio que había sentido por él, parecía que Irene tenía una reserva de amor que ni siquiera el corrompido comportamiento de su padre había conseguido agotar. Sin embargo, no podía negar que la muerte de lord Wyngate también había significado un gran alivio para ella.

Ya no habría más acreedores acechando cerca de la puerta de su casa; aquello había cesado después de que Humphrey se sentara con ellos y trazara un plan para pagar todas las deudas de su padre. Tampoco aparecerían sujetos turbios preguntando por lord Wyngate. Irene y los demás ya no tendrían que temer que sometiera el nombre de la familia a algún escándalo. Y sobre todo, su presencia ya no se cerniría sobre la casa como una nube negra, obligando a todos a hacer lo posible por evitarlo y a no hacer nada que pudiera enfurecerlo.

Después de la muerte de lord Wyngate, al oír canturrear a una de las criadas mientras abrillantaba los muebles, Irene se dio cuenta de lo silenciosa que había estado la casa hasta aquel momento. De repente, pese a la guirnalda negra que colgaba de la puerta principal y el paño negro que cubría el retrato de lord Wyngate, la casa era un lugar más ligero y más luminoso.

Su hermano menor, un joven tímido y bastante serio, había heredado el título y las posesiones de su padre. Aparte de las tierras pertenecientes al título y la casa de Londres, lord Wyngate le había dejado poco aparte de las deudas; para su hija y su esposa no había quedado nada.

Sin embargo, Humphrey era un hermano y un hijo bueno y cariñoso, y estaba feliz de poder mantener a Irene y a Claire. Era dos años menor que Irene, y siempre había confiado en ella. Cuando eran niños, había sido Irene la que lo había protegido de las imprecaciones y los golpes de su padre.

Humphrey se había ocupado de saldar las deudas de su padre y de reorganizar el patrimonio, y había dejado en manos de su hermana el funcionamiento de la casa, tal y como Irene había hecho para su madre cuando vivía lord Wyngate. La vida había transcurrido suavemente hasta que habían salido del período de luto y habían retomado sus actividades sociales.

Una vez que habían liquidado las deudas, aunque las tierras estaban hipotecadas, la situación financiera se había aliviado lo suficiente como para poder comprar algunos vestidos y trajes nuevos, para asistir a fiestas y para celebrarlas también.

Irene sabía que algunos le tenían lástima, porque al tener cerca de veinticinco años y no haberse casado todavía, se enfrentaba a una vida de solterona. Sin embargo, a ella no le importaba; era feliz y se sentía útil, y no era una de aquellas mujeres que encontraba vacía su vida si no estaba vinculada a la de un hombre. De hecho, después de haber sido testigo de una tormentosa relación matrimonial, estaba segura de que era preferible permanecer soltera a casarse.

Entonces, Humphrey había hecho un viaje de caza al norte de Inglaterra con un amigo. Su visita se había extendido una semana, después dos, y después, al final de la tercera semana, Humphrey había vuelto a casa y había anunciado con una felicidad radiante que se había comprometido y que iba a casarse.

Maura Ponsonby, la hija de un noble rural, había capturado su corazón. Era una joya, según les había dicho Humphrey, y se sentía como el hombre más afortunado del mundo. Ellas querrían a Maura tanto como él en cuanto la conocieran.

Y cuando la conocieron, a ambas les resultó fácil darse cuenta de por qué se había enamorado de ella. Era muy guapa, y le dedicaba muchas atenciones y muestras de afecto. Sin embargo, tampoco pasó mucho tiempo antes de que vieran que también lo controlaba con sus bonitos mohines, y con un coqueteo que se transformaba en una actitud férrea cuando no se salía con la suya.

Antes de casarse con Humphrey, todo eran sonrisas para lady Claire, pero después de la boda, Maura entró en la casa llena de suficiencia. Como la nueva lady Wyngate, dejó bien claro para su suegra y su cuñada que ella estaba a cargo de todo. Aunque Irene había intentado cederle la dirección de Wyngate Hall a Maura, ella no le dio la oportunidad de hacerlo; se limitó a informar al ama de llaves y al mayordomo que desde aquel momento en adelante, ella tomaría las decisiones.

Maura aprovechaba todas las oportunidades para demostrar que ella era la personalidad más importante de la casa: se involucraba en todas las conversaciones, le decía al mayordomo a quién iban a recibir y a quién no, y cuándo se encontraban en casa para esas visitas, y aceptaba o declinaba atrevidamente invitaciones en nombre de todos, incluidas Claire e Irene.

Lady Claire se había sometido dócilmente a semejante comportamiento, pero Irene se había negado a ceder y, como resultado, su cuñada y ella habían tenido varios desencuentros.

En aquel momento, Maura, quizá notando el desinterés de Irene, se interrumpió en mitad de la detallada descripción que estaba haciendo sobre los volantes que adornaban el bajo de su vestido y se dirigió a ella con los ojos muy abiertos y una sonrisa de malicia.

–Pero, parece que estamos aburriendo a la pobre Irene con nuestra charla de moda, ¿no es así, querida? –dijo. Después se volvió hacia las demás mujeres y añadió–: Me temo que Irene tiene poco interés en la ropa. Por mucho que yo lo haya intentado, nunca he conseguido convencerla para que me permita comprarle algo nuevo que ponerse.

Maura sacudió la cabeza con un aire de resignación cariñosa, que hizo que sus rizos oscuros se balancearan.

–Sois tan generosa, mi querida lady Wyngate –murmuró la señora Littlebridge.

–Estoy satisfecha con mi ropa –respondió Irene con frialdad.

Como siempre, lady Claire intervino rápidamente en la conversación para evitar un posible conflicto.

–Señorita Cantwell, podría contarnos cómo fue la boda de Redfields. Estoy convencida de que a todas nos gustaría saberlo.

La madre de Irene había elegido bien el tema. El matrimonio del vizconde Leighton con Constance Woodley, que se había celebrado una semana antes, había sido lo más destacado de la temporada social, y todos habían esperado la invitación para asistir al evento. Aquellos que habían podido estar presentes eran muy solicitados en todas partes, debido a que podían proporcionar una narración de la boda.

–Sí, desde luego –convino la señora Littlebridge–. ¿Estaba guapa la novia?

–Es guapa, a su modo –admitió la señorita Cantwell–. Pero no tiene un apellido importante. No se puede evitar pensar que el vizconde no ha hecho un matrimonio ventajoso.

–Claro que no –dijo la señora Littlebridge–. Es una completa desconocida que siempre ha vivido en el campo.

–Exactamente –dijo la señorita Cantwell–. Pero bueno, Leighton siempre ha sido un poco... bueno, nada convencional.

Irene, que estaba segura de que aquella opinión de la señorita Cantwell estaba basada en el completo desinterés que el vizconde siempre le había demostrado, dijo:

–Pues a mí me agrada mucho la señorita Woodley... o debería decir lady Leighton. Me parece una persona sencilla y encantadora.

Maura soltó una risita.

–Claro que a ti te parece admirable, Irene. Nadie admira como tú la falta de refinamiento.

–Tengo entendido que lady Leighton era buena amiga de la hermana del vizconde, ¿no? –dijo rápidamente lady Claire.

–Oh, sí, lady Haughston hizo de ella uno de sus proyectos –afirmó la señora Littlebridge–. Le presentó la chica a su hermano.

–Y antes de eso, la transformó por completo –intervino la señora Cantwell–. Constance Woodley era del montón antes de que lady Haughston la convirtiera en un cisne.

–Tiene ese don –comentó lady Claire–. La temporada pasada ayudó a la hija de los Bainborough, y antes, a la señorita Everhart. Ambas hicieron excelentes matrimonios.

–Pues sí, pues sí –dijo la señora Cantwell, asintiendo–. Lady Haughston tiene muy buena mano. Todo el mundo sabe que si ayuda a una chica, esa chica hace un buen matrimonio.

–Vaya, Irene –dijo Maura–. Quizá debiéramos pedirle a lady Haughston que te ayude a encontrar marido.

–Gracias, Maura, pero no estoy buscando –respondió secamente Irene, mirando a los ojos a su cuñada.

–¿No? –dijo la señora Littlebridge, y se rió–. De verdad, lady Irene, ¿qué chica joven no está buscando marido?

–Yo, por ejemplo –respondió Irene.

La señora Littlebridge arqueó las cejas con incredulidad.

–Lo dice por orgullo –indicó Maura a sus interlocutoras con una sonrisa de petulancia–. Pero aquí estás entre amigas, Irene. Todas sabemos que la meta de toda mujer es casarse. De lo contrario, ¿qué puede hacer? ¿Vivir en casa de otra mujer durante toda su vida? Claro que a lord Wyngate y a mí nos gustaría tenerte como compañía para siempre, pero yo estoy pensando en ti y en tu felicidad. Deberías hablar con lady Haughston sobre ello. Es amiga tuya, ¿no?

Irene percibió la amargura que había bajo el tono dulce de su cuñada. Maura siempre había tenido una espina clavada: era el hecho de provenir de una familia provinciana, de buena cuna, pero de apellido sin importancia. Y también el hecho de no haber pasado su vida, como había hecho Irene, entre el círculo social más importante de Londres, conocida y recibida por todo aquél de trascendencia.

–Por supuesto que conozco a lady Haughston –respondió Irene–, pero superficialmente. No diría que es mi amiga.

–Ah, pero en realidad, hay muy pocas personas a las que tú podrías llamar amigos –replicó Maura.

Hubo un momento de silencio embarazoso tras aquel punzante comentario, pero después, Maura adoptó una expresión de azoramiento y se llevó las manos a las mejillas.

–Oh, vaya, ¡cómo ha sonado eso! Por supuesto, no quería decir que no tienes amigas, querida hermana. Tienes varias. ¿Verdad, lady Claire? –dijo, y le lanzó una mirada suplicante a la madre de Irene.

–Sí, claro –dijo Claire, que tenía las mejillas enrojecidas–. La señorita Livermore.

–¡Claro! –exclamó Maura, aliviada por el hecho de que su suegra hubiera dado con un ejemplo–. Y la mujer del párroco del pueblo te tiene mucho cariño –prosiguió. Después hizo una pausa, se encogió de hombros y miró a Irene fijamente–. Sabes que lo único que quiero es lo mejor para ti, ¿verdad, querida? Lo que todas queremos es que seas feliz, ¿verdad, lady Claire?

–Sí, por supuesto –convino Claire, mirando a su hija con tristeza.

–Pero si soy feliz, mamá –mintió Irene, y después se volvió hacia Maura–. ¿Cómo no iba a ser feliz, después de todo, viviendo aquí contigo, querida hermana?

Maura no hizo caso de sus palabras y continuó hablando en el mismo tono.

–Yo sólo quiero ayudarte, Irene. Mejorar tu vida. Por desgracia, no todo el mundo te conoce tan bien como yo. Sólo ven tu conducta. Tu afilada lengua mantiene a la gente a raya. Por mucho que quieran conocerte mejor tu... bueno, tu ingenio y tu franqueza asustan a la gente. Por esa razón tienes tan pocos amigos, tan pocos pretendientes. Tu comportamiento no es atractivo para los hombres.

Maura miró a sus amigas, buscando su confirmación.

–Ningún hombre quiere tener una mujer que lo corrija, ni que lo reprenda cuando ha hecho algo mal. ¿No es así, señoras?

Irene dijo con tirantez:

–Tu información, aunque sin duda bienintencionada, tiene poca utilidad para mí. Como ya te he dicho, no me interesa conseguir marido.

–Vamos, vamos, lady Irene –dijo la señora Cantwell, con una sonrisa de condescendencia que irritó a Irene.

Irene se volvió hacia ella, y el brillo de sus ojos hizo que la señora se tragara lo que tuviera pensado decir.

–No deseo casarme. Me niego a casarme. No tengo intención de darle a ningún hombre la capacidad de controlarme. No me convertiré en la esposa dócil de ningún hombre, ni permitiré que un hombre con menos inteligencia que yo me diga lo que debo pensar ni lo que debo hacer.

De repente se quedó callada y apretó los labios. Se arrepentía de haber permitido que Maura la empujara a revelar hasta aquel punto sus pensamientos.

Su cuñada se rió y miró irónicamente a las demás mujeres.

–Una mujer no tiene por qué estar bajo el mandato de un hombre, querida. Sólo tiene que hacerle pensar que él es quien tiene la sartén por el mango. Tiene que aprender a guiar a un hombre para que haga exactamente lo que ella quiere. El truco, por supuesto, está en conseguir que él piense que todo ha sido idea suya.

Las visitantes se unieron al coro de risas, y la señora Littlebridge añadió:

–Verdaderamente, lady Wyngate, así son las cosas.

–A mí no me interesan todos esos trucos y engaños –dijo Irene–. Prefiero seguir soltera que tener que engatusar y mentir a los demás para hacer lo que tengo derecho a hacer por mí misma.

Maura chasqueó la lengua, mirándola condescendientemente.

–Irene, querida, no estamos diciendo que tengas que engañar a nadie. Sólo estoy hablando de que saques el mejor partido de tu aspecto y de que disimules ciertos rasgos de carácter. Te vistes con demasiada sencillez. Por ejemplo, ese vestido que llevas, ¿por qué tiene que ser de ese tono marrón tan insípido? Y tampoco tienes necesidad de llevar un escote tan alto. ¿Por qué no enseñas un poco el cuello y los hombros? Incluso tus vestidos de noche son demasiado recatados... ¡no me extraña que ningún hombre quiera sacarte a bailar! ¿No es suficiente que seas tan alta? ¿Es que tienes que caminar tan erguida y esconder tu silueta?

Irene notaba la frustración que sentía Maura, y sabía que estaba realmente consternada por la falta de pretendientes de Irene. A su cuñada le encantaría librarse de ella, y el matrimonio de Irene era la única oportunidad que tenía de conseguirlo, aparte del asesinato; y ni siquiera Irene acusaría a Maura de ser capaz de aquello.

–¡Y tu pelo! –continuó su cuñada, temerariamente–. Dios sabe que es... rebelde –dijo, mirando con el ceño fruncido la melena rizada, de color dorado oscuro, que Irene se había recogido sin piedad en un moño–. Sin embargo, el color es bonito. Y tienes las pestañas largas y castañas, no claras, así que no parece que no tengas pestañas, como les sucede a algunas rubias.

–Vaya, gracias, Maura –murmuró Irene con ironía–. Tus cumplidos me abruman.

Maura se encogió de hombros.

–Sólo digo que podrías ser mucho más atractiva si te esforzaras un poco. Parece que quieres espantar a los hombres en vez de atraerlos.

–Quizá sea cierto.

Hubo un momento de silencio. Después, la señorita Cantwell dijo con nerviosismo:

–¡Lady Irene! Casi parece que habláis en serio.

Irene no se molestó en responder al comentario de la muchacha. La señorita Cantwell nunca la entendería, porque en aquel momento estaba enzarzada en la lucha vital de encontrar un buen marido, con la ayuda de su madre. Seguramente, pensarían que las protestas de Irene eran debidas a que ella había perdido la batalla, porque era una solterona de veinticinco años sin más expectativas en la vida que vivir con su familia durante el resto de su vida.

Irene suspiró. Ella no envidiaba a la señorita Cantwell por el matrimonio que la esperaba, pero sí deseaba poder tener serenidad para enfrentarse al futuro que viviría sin casarse.

Maura se inclinó ligeramente hacia ella y le posó la mano en el brazo, sonriendo dulcemente.

–Vamos, cariño, no suspires. No es tan malo. Te encontraremos un marido. Quizá debiéramos hacerle una visita a lady Haughston.

Irene hizo una mueca de desagrado, irritada por el hecho de haber dejado que Maura percibiera su descontento.

–No seas absurda –le dijo–. Ya te he dicho que no estoy buscando marido. Y si así fuera, no le pediría ayuda a una persona tan superficial como Francesca Haughston.

Dicho aquello, se puso en pie; se sentía demasiado molesta como para preocuparse de las buenas maneras.

–Disculpadme, por favor. Tengo dolor de cabeza.

Después salió de la habitación sin dignarse a esperar respuesta.

A unas cuantas manzanas, sin saber que era el tema de conversación de lady Wyngate y sus amigas, Francesca Haughston estaba sentada en la sala de estar de su casa, su estancia favorita. Era más pequeña e íntima que el salón, y estaba pintada de un alegre color amarillo que atrapaba todos los rayos de sol que entraban por las ventanas, orientadas al oeste.

Era un lugar agradable. Estaba amueblada con piezas que, aunque un poco gastadas, era cómodas y muy queridas para ella. Era la habitación que más usaba Francesca, sobre todo en el otoño y el invierno, porque era más cálida que las demás estancias, y resultaba más barato mantener el fuego encendido allí que en el salón grande. En realidad, el fuego no tenía importancia en aquel momento, porque estaban en agosto, pero de todos modos era su sala preferida.

Como la temporada social había terminado y la mayor parte de los miembros de su círculo habían vuelto a sus fincas del campo, Francesca tenía pocas visitas; sólo sus mejores amigos y amigas.

En aquel momento, estaba sentada ante un pequeño escritorio, junto a la ventana, con el libro de cuentas abierto frente a sí. Su problema era, como siempre, el dinero. Más bien, la falta de dinero. Su difunto marido había sido un derrochador y un inversor poco inteligente, y cuando murió, la dejó sólo con su guardarropa y sus joyas. El patrimonio, por supuesto, estaba vinculado al título nobiliario, y había pasado a manos del primo de lord Haughston.

Así pues, ella ya no tenía residencia, salvo en Londres. Aquella casa la había comprado Andrew y también se la había dejado en herencia a Francesca. Ella había cerrado gran parte de las habitaciones para economizar, y con tristeza, había tenido que dejar marchar a gran parte de los sirvientes; sólo tenía algunos de mucha confianza. También había reducido drásticamente sus gastos.

Pese a todo, Francesca apenas conseguía arreglárselas para sobrevivir. La forma más fácil por la que podría volver a ser rica, el matrimonio, no entraba en sus planes. Tendría que verse en una situación mucho más acuciante para recorrer aquel camino nuevamente.

Oyó que alguien llamaba a la puerta y volvió a la cabeza. Su doncella, Maisie, estaba allí con una expresión dubitativa. Francesca sonrió y le indicó que pasara.

–Milady, no quisiera molestarla, pero el carnicero ha venido otra vez, y es muy insistente. La cocinera dice que se niega a venderle más carne hasta que pague la cuenta.

–Sí, claro –respondió Francesca. Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una moneda de oro. Se la tendió a Maisie y dijo–: Supongo que esto será suficiente para contentarlo.

Maisie tomó la moneda, pero siguió allí, mirando con preocupación a su señora.

–Podría llevar algo a vender, si quiere. Quizá esa pulsera...

Durante los años que habían transcurrido desde la muerte de su marido, para sobrevivir, Francesca había vendido la mayor parte de sus joyas y otros artículos de valor. Maisie los había llevado a empeñar. Su doncella era la persona en quien más confiaba en el mundo.

Maisie sólo tenía unos años más que Francesca, y había estado con Francesca desde que se había casado con lord Haughston. Maisie la había acompañado en todas las situaciones, las buenas y las malas. Era Maisie la única que nunca le había sugerido que resolviera su difícil situación económica aceptando la proposición de alguno de sus muchos pretendientes.

En aquellos años, Francesca se había mantenido ingeniosamente, ayudando a algunas jóvenes a presentarse en sociedad y a encontrar un marido adecuado. Cuando había tenido que enfrentarse al hecho de que no tenía más joyas que empeñar, y que no le quedaba más remedio que volver a casarse o que vender su virtud, había tomado una determinación: utilizar su habilidad más grande, la de atraer admiradores, para ganarse la vida.

Ella tenía ventajas naturales: era elegante y esbelta, tenía el pelo dorado y los ojos grandes de un azul oscuro y brillante. Además, su familia era de un linaje antiguo y respetado; y por último, Francesca tenía algo muy importante: estilo y personalidad. Era inteligente y tenía un ingenio rápido, y podía mantener una conversación agradable sobre casi cualquier tema y hacer sonreír a sus interlocutores; sabía cómo vestirse para cualquier ocasión y se encontraba como pez en el agua en las reuniones sociales. Daba fiestas memorables, y como invitada, era capaz de animar hasta la más aburrida de las celebraciones.

Durante toda su vida había ayudado a sus amigas en las cuestiones del buen gusto y del estilo, y cuando había guiado con éxito a la hija de uno de los parientes de su difunto marido por entre las aguas traicioneras de la temporada social de Londres, había recibido un generoso regalo de los padres de la muchacha: un gran centro de mesa de plata.

Francesca había encontrado en aquel suceso un modo de mantener su estilo de vida sin tener que rebajarse a aceptar la circunstancia más terrorífica para los aristócratas ingleses: el empleo remunerado.

Había empeñado el centro de mesa y con el dinero había pagado a los sirvientes y había cancelado muchas de las deudas de la casa. Después se había insinuado a algunas de las madres de hijas casaderas; una sugerencia por allá, un ofrecimiento por allí, y pronto se había encontrado con numerosas muchachas que acudían a ella para encontrar un buen marido.

Su proyecto más reciente había sido resultado de una apuesta con el duque de Rochford. El duque le había prometido que le regalaría una pulsera si ganaba aquella apuesta, y ella había prometido, de perderla, que acompañaría al duque a visitar a su tía abuela Odelia, que era una mujer bastante terrorífica. Había sido una apuesta absurda, y ella había aceptado solamente porque Rochford la había provocado.

Sin embargo, y para sorpresa de Francesca, como resultado de aquella apuesta su propio hermano se había enamorado de la señorita Constante Woodley y se había casado con ella. No era lo que Francesca había previsto, pero todo había terminado mucho mejor de lo que ella hubiera podido pensar.

Además, el duque le había regalado la pulsera, un brazalete de zafiros y diamantes. Aquella joya estaba guardada en su dormitorio del piso de arriba, en un compartimento secreto de su joyero, junto a un par de pendientes de zafiros que le habían regalado mucho tiempo atrás y que nunca había empeñado.

Francesca miró a su doncella, que la estaba observando con expectación. Después negó con la cabeza.

–No, no la venderé todavía. Después de todo, debemos tener una reserva.

Maisie asintió con poco convencimiento mientras se guardaba la moneda en el bolsillo y se daba la vuelta para salir de la estancia. En la puerta, la muchacha se detuvo y volvió a mirar a su señora pensativamente antes de marcharse definitivamente.

Francesca vio aquella mirada. Sabía que su doncella tenía curiosidad, pero Maisie no era de las que fisgoneaban, y de todos modos, Francesca no tenía una respuesta que darle. Tanto aquella pulsera como Rochford eran temas que no debían abordarse.

Lo que sí debía pensar Francesca era cómo iba a arreglárselas hasta que comenzara la siguiente temporada. Tenía pocas probabilidades de recibir otro encargo de unos padres deseosos de casar bien a su hija hasta que diera comienzo la próxima temporada social de Londres, en abril del año siguiente. Quizá diera con alguna bandeja de plata o algo parecido que vender por la casa. Debía ir a buscar en la buhardilla, entre todos los baúles. Sin embargo, no creía que encontrara más que una o dos piezas de plata, y con aquello no podría mantenerse durante casi un año.

Por supuesto, podía cerrar la casa e ir a pasar aquellos meses a Redfields, la casa de su familia, donde había crecido; sabía que su hermano Dominic y su cuñada Constance la recibirían con cariño; pero no quería molestar a los recién casados. Dominic y Constance acababan de volver de su luna de miel, y ya era suficientemente malo que tuvieran a sus padres viviendo en la casa de campo que había en la finca, frente a la casa principal. Sería injusto que también tuvieran que vivir con su hermana.

No. Francesca pasaría solamente un mes en Redfields, por Navidad, como de costumbre.

Quizá fuera agradable visitar a alguna de sus tías, o escribir a sus amigos y mencionar lo aburrido que estaba Londres desde que todo el mundo se había marchado...

Estaba distraída con aquellos pensamientos cuando una de las doncellas la avisó.

–Milady, tiene visita –dijo la muchacha, mirando con nerviosismo hacia atrás–. Les pedí que me dejaran comprobar si estaba en casa...

–¡Tonterías! –exclamó una mujer de voz potente–. Lady Francesca siempre está en casa para mí.

Francesca abrió unos ojos como platos. La voz le resultaba familiar. Se levantó, impelida por la aprensión. Aquella voz...

Una mujer alta y fuerte, vestida de morado, entró en la habitación como un ciclón. El estilo de su atuendo era de la moda de diez años atrás. Lo extraño de aquel detalle era que no se debía a la falta de fondos, porque estaba claro que el terciopelo con el que estaba confeccionado su traje era de la mejor calidad, y que estaba cortado y cosido por unas manos expertas. Más bien, era una prueba fehaciente de que lady Odelia Pencully había pasado por encima de las indicaciones de alguna modista, como hacía con todos aquellos que se interponían en su camino.

–Lady Odelia –dijo Francesca con un hilillo de voz, mientras daba un paso adelante–. Yo... qué placer más inesperado.

La matrona resopló.

–No tienes por qué mentir, muchacha. Sé que me tienes miedo –dijo, y por su tono de voz quedó claro que no lo lamentaba.

Francesca miró más allá de lady Odelia, hacia el hombre que la había seguido por el pasillo. Era muy alto y de porte aristocrático, elegante y guapísimo desde su pelo negro como el ala de un cuervo hasta sus botas brillantes y negras también. Ni uno solo de sus cabellos estaba fuera de lugar, y su semblante era inexpresivo. Sin embargo, Francesca detectó el brillo de una perversa diversión en sus ojos oscuros.

–Lord Rochford –dijo. El saludo fue más bien frío, con un matiz de irritación–. Qué amable sois por traer a vuestra tía a visitarme.

Él frunció los labios al oírla, pero su expresión permaneció imperturbable mientras hacía una perfecta reverencia.

–Lady Haughston. Es un placer veros, como siempre.

Francesca hizo un delicado gesto a la criada.

–Gracias, Emily. Tráenos un poco de té, por favor...

La muchacha se marchó con cara de alivio. Lady Odelia pasó por delante de Francesca hacia el sofá.

Mientras el duque la seguía, Francesca se inclinó ligeramente hacia él y le susurró:

–¿Cómo has podido?

Rochford sonrió durante un instante, y respondió en voz baja:

–Te aseguro que no me ha quedado más remedio.

–No culpes a Rochford –dijo lady Odelia, con su voz resonante, desde su sitio en el sofá–. Le dije que vendría a verte con o sin él. Sospecho que ha venido a intentar imponerme restricciones, más que nada.

–Querida tía –respondió el duque–. Yo nunca sería tan atrevido como para imponerte restricciones de ningún tipo.

Lady Odelia resopló nuevamente.

–He dicho que has venido a intentarlo –replicó la dama.

–Claro –Rochford inclinó respetuosamente la cabeza.

–Bueno, siéntate, niña –le dijo lady Odelia a Francesca, señalándole una butaca con un gesto de la cabeza–. No tengas de pie al muchacho.

–Oh. Sí, por supuesto –respondió Francesca, y rápidamente se dejó caer en el asiento más cercano.

El duque se colocó junto a su tía, en el sofá, y Francesca se obligó a sonreír a la dama.

–Debo admitir que me sorprende mucho vuestra visita. Tenía entendido que ya no venís nunca a Londres –le dijo a lady Odelia.

–No, si puedo evitarlo. Seré franca contigo, hija mía. Nunca pensé que vendría a pedirte ayuda. Siempre he pensado que eras una muchacha frívola.

Francesca siguió sonriendo con tirantez.

–Ya.

El duque se movió con incomodidad en su sitio.

–Tía...

–Oh, cálmate –le cortó lady Odelia–. No quiero decir que no le tenga aprecio. Siempre le he tenido cariño, no sé por qué.

Rochford apretó los labios con fuerza para contener la sonrisa, y evitó mirar la expresión de Francesca.

–Francesca lo sabe –continuó lady Odelia, asintiendo–. Lo cierto es que necesito tu ayuda. He venido a rogarte que me hagas un favor.

–Claro que sí –murmuró Francesca, preguntándose con ansiedad cuál sería la tarea, sin duda desagradable, que iba a encomendarle aquella mujer.

–La razón por la que he venido... bueno, lo diré sin rodeos. He venido para buscarle esposa a mi sobrino nieto.

Dos

Hubo un momento de silencio en la habitación después del anuncio de aquella mujer imponente. Francesca se quedó mirando con perplejidad a la dama, y movió los ojos involuntariamente hacia Rochford.

–Yo... eh... –tartamudeó, y notó que enrojecía de pies a cabeza.

–¡No, él no! –exclamó lady Odelia, y soltó una carcajada–. He estado intentándolo con éste durante más de quince años. Incluso yo he abandonado toda esperanza. No, el linaje de los Lilles tendrá que continuar con ese tonto de Bertrand, si es que continúa –dijo, y suspiró.

–Lo siento –dijo Francesca, con las mejillas encendidas–. No quería... no estoy segura de si entiendo lo que queréis...

–Estoy hablando del nieto de mi hermana.

–¡Ah! Ya entiendo. Creo que... eh... no conozco a vuestra hermana, milady.

–Pansy –dijo lady Odelia, y suspiró otra vez–. Éramos cuatro. Yo era la mayor, y después iba mi hermano, que lógicamente se convirtió en el duque. Era el abuelo de Rochford. Después de él iba nuestra hermana Mary, y después, la pequeña, Pansy. Pansy se casó con lord Radbourne, Gladius. Un nombre muy tonto. Su madre lo eligió, y yo nunca he conocido a una mujer más boba. Pero no es ésa la cuestión. El problema es el nieto de Pansy, Gideon. El hijo de lord Cecil.

–Oh –dijo Francesca, que reconocía el nombre–. Lord Radbourne.

Lady Odelia asintió.

–Veo que ahora me entiendes. Has oído las murmuraciones.

–Bueno...

–No tiene sentido que intentes negarlo. No se ha hablado de otra cosa en los últimos meses.

Lady Odelia estaba en lo cierto. Francesca había oído aquella historia. Gideon Bankes, el heredero del título Radbourne y de su patrimonio, había sido secuestrado junto a su madre mucho tiempo antes, cuando sólo tenía cuatro años. Nunca se había vuelto a saber nada de la madre ni del hijo. Entonces, cuando todo el mundo lo daba por muerto desde años atrás, Gideon Bankes había aparecido de nuevo.

Aquella reaparición y el hecho de que hubiera heredado el título y el patrimonio habían sido la comidilla de la ciudad durante muchas semanas. Todos aquellos a quienes Francesca conocía tenían opinión propia sobre el asunto: hablaban sobre cómo era el heredero, sobre dónde había estado durante todos aquellos años y sobre si era o no un impostor. Todo eran conjeturas más que hechos, porque muy pocos habían conocido al nuevo conde, y de aquellos, muy pocos más habían contado detalles.