Secretos y amenazas - Diana Palmer - E-Book
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Secretos y amenazas E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Diana Palmer es una hábil narradora de historias que capta la esencia de lo que una novela romántica debe ser. Affaire de Coeur El agente del FBI Jon Blackhawk era uno de los solteros más codiciados de Texas, pero lo último que quería era que una mujer le echara el lazo. Su eficiente y leal ayudante, Joceline Perry, lo ayudaba a mantener a raya a las pretendientes, y cuanto más confiaba en ella, más se percataba de lo extremadamente valiosa que era en todos los aspectos. Joceline no podía negar el atractivo de su jefe, pero ella era una madre soltera con muchas responsabilidades y estaba decidida a mantener una relación estrictamente profesional. Sin embargo, cuando Jon empezó a sufrir las amenazas y ataques de un delincuente vengativo, el inquebrantable apoyo de Joceline hizo que se avivara la chispa que siempre había prendido entre ellos. ¿Se daría cuenta Jon de que todo cuanto necesitaba lo había tenido siempre a su lado? ¿Podría conseguir Joceline que aquel hombre solitario y reacio al compromiso bajara sus defensas y aceptara lo que sentían el uno por el otro?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

SECRETOS Y AMENAZAS, Nº 131 - abril 2012

Título original: Merciless

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Daniel García Rodríguez

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0056-4

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

A Jon Blackhawk se le había acabado la paciencia y su humor empeoraba por momentos. La atractiva rubia sentada frente a su mesa en la oficina del FBI de San Antonio era tan irritante como cualquiera de las candidatas matrimoniales que su madre le enviaba con la mejor de las intenciones. Jon tenía que declarar en un juicio inminente y aquella mujer no paraba de hablarle de la última moda en peluquería.

—El mío es obra de Mr. Janes, en Sherigan’s —la chica se señaló el peinado y Jon tuvo que morderse la lengua para no hacer ningún comentario. Era como si le hubiesen metido la cabeza en una licuadora—. Podría hacer maravillas contigo… ¡Ese pelo largo es tan retro!

En ese momento llamaron a la puerta y Joceline Perry, la ayudante de Jon, asomó la cabeza.

—Disculpe, señor Blackhawk, pero lo esperan en el juzgado dentro de diez minutos.

Él asintió y se contuvo para no dar un salto de alegría. No habría sido una reacción muy apropiada, pero la media hora que se había pasado escuchando las últimas tendencias estilísticas lo estaba volviendo loco. Jamás bebía, pero empezaba a considerar seriamente la posibilidad de un trago.

Se puso rápidamente en pie.

—Me ha encantado verte, Charlene. Por favor, dale recuerdos a mi madre cuando la veas.

—La veré esta noche para ir juntas al teatro. Vamos a ver una versión moderna de una comedia de Shakespeare. Tu madre tiene tres entradas… —añadió con una sonrisa esperanzada.

Jon carraspeó incómodamente y trató por todos los medios de encontrar una excusa.

—A las siete tiene una reunión con su informante —intervino Joceline con un brillo malicioso en sus ojos azules.

—Ah… Sí, es verdad, gracias —respondió él, intentando no mostrar el alivio que le producía la providencial mentira de Joceline—. En otra ocasión, quizá.

Charlene hizo un gesto de resignación con los hombros.

—Supongo que este trabajo tuyo te exige una dedicación total… Deberías pensar en otra profesión —sugirió con el ceño fruncido—. Cuando te cases, no tendrás tiempo para trabajar a todas horas.

—No tengo ninguna intención de casarme —declaró él.

—Tu madre me dijo que estabas dispuesto a formar una familia —dijo ella en tono suave.

Jon le clavó una intensa mirada con sus ojos negros.

—Mi madre tiene sus planes y yo tengo los míos. Charlene le dedicó una sonrisa encantadora y le tocó la manga de la chaqueta gris con una mano esbelta y delicada.

—La mayoría de los hombres no quieren casarse y formar una familia hasta que descubren lo bonito que puede ser.

Jon no cedió ni un ápice.

—Roma no se construyó en un día —insistió Charlene.

—Pero sí bastó un día para que Carlos V la saqueara en uno de los ataques más despiadados de la historia —volvió a intervenir Joceline—. Hasta el Papa tuvo que huir para salvar la vida —sus ojos azules destellaron con regocijo, enmarcados por la corta y lisa melena de color negro que apenas le cubría sus pequeñas orejas—. Carlos V era el suegro de María Tudor, hermana de Isabel I. María y Felipe II se casaron siendo ella diez años mayor que él. Fue una unión bastante peculiar, pero así era la realeza del siglo XVI… ¿Has estudiado Historia? — le preguntó sonriente a Charlene.

—Puaj —Charlene se estremeció exageradamente—. No sé cómo a alguien le puede interesar una cosa tan fea e inútil.

Joceline arqueó las cejas.

—El pasado condiciona el futuro. Por ejemplo, ¿sabías que en la Norteamérica del siglo XVII a las mujeres se las acusaba de brujería y se las condenaba a morir en la horca sólo por una conducta sospechosa? —ladeó la cabeza—. Esa blusa que llevas habría bastado para que tu cuerpo se arrojara sin el menor miramiento a algún río de Massachusetts. Se creía que las brujas flotaban cuando se las arrojaba al agua —explicó con otra sonrisa.

—Esta blusa es la última moda —señaló Charlene, mirando despectivamente el atuendo de Joceline: blusa azul abotonada hasta el cuello, falda negra y recatada y zapatos negros de tacón bajo—. A ti sí que te habrían encerrado por llevar una ropa tan horrible.

—No, no metían a una mujer en la cárcel. En todo caso le ponían el cepo, pero no por ir decentemente vestida —replicó Joceline sin perder la compostura—. A las mujeres que engañaban a sus maridos, sin embargo, las marcaban con una gran letra A.

Charlene carraspeó y le lanzó una mirada de odio.

—Me estoy divorciando de mi marido.

—¿En serio? —preguntó Joceline con los ojos muy abiertos—. Vaya… es una suerte que vivamos en el siglo XXI, ¿verdad?

—¡Yo no lo he engañado! —exclamó Charlene.

Joceline la miró con sus ojos azules llenos de inocencia.

—¡No he insinuado tal cosa!

Charlene se puso colorada y apretó los puños contra sus esbeltas caderas.

—¡Sólo fue una cena después del teatro!

—Por supuesto —repuso Joceline con una amable sonrisa. Jon estaba disfrutando mucho con aquella conversación, pero se obligó a intervenir.

—Señorita Perry, ¿no está trabajando en un caso?

Ella parpadeó con asombro.

—¿Un caso, señor?

—El juicio por secuestro.

—El juicio por secuestro… Sí, naturalmente —permaneció en su sitio sin moverse.

Charlene agarró su bolso sin disimular su irritación.

—Ya veo que no es el mejor momento para hablar —le dijo a Jon, y se acercó a él para envolverlo con una bocanada de su carísimo perfume—. Hablaremos en otro momento, en un ambiente más… íntimo, ¿de acuerdo?

Jon carraspeó y deseó que aquella mujer se marchara de una vez.

—KK —respondió él, usando la abreviatura para «okey» que usaban los aficionados a los videojuegos.

Charlene le lanzó una torva mirada.

—Esa forma de hablar es propia de un crío. A ti también te encantan esos ridículos videojuegos, igual que a tu hermano, ¿verdad? Pues tendrás que cambiar esos hábitos. ¡Ninguna mujer aceptará a un hombre que se pase el tiempo libre jugando al ordenador!

—A menos que sea una mujer a la que también le gusten los videojuegos —volvió a intervenir Joceline con una dulce sonrisa—. A muchas mujeres nos gusta jugar.

Jon la miró boquiabierto.

—Me lo imaginaba —masculló Charlene en tono cortante, pero Joceline siguió sonriendo y miró el peinado de la otra mujer.

—Por Dios… ¿qué has hecho con tu pelo? ¿Has metido la cabeza en una batidora?

Jon tosió exageradamente para intentar ocultar la risa.

—Para que lo sepas, ¡este corte me ha costado cien dólares! —gritó Charlene, fuera de sí.

Joceline levantó una mano.

—Por favor, baja la voz. Estamos en una oficina federal. Aquí no se permiten los gritos.

Charlene los miró a uno y a otro echando fuego por los ojos.

—¡No volveré aquí nunca más! Te veré en casa de Cammy cuando tengas tiempo para una conversación civilizada.

Jon no respondió, y Joceline sostuvo la puerta abierta con una sonrisa impersonal.

—Que tengas un buen día.

Charlene se marchó farfullando entre dientes, y sólo entonces Jon dejó escapar la risa contenida.

—Has sido muy dura con ella —le dijo a Joceline.

—¿De verdad? —miró hacia la puerta—. ¿Quiere que la llame y me disculpe? —sugirió inocentemente.

—Hazlo y estás despedida —le advirtió Jon.

Ella se encogió de hombros.

—A una mujer que sabe mecanografía y que le da a su jefe consejos gratuitos para los videojuegos no le sería difícil encontrar trabajo.

—Déjate de videojuegos y ponte con ese informe. ¿Y qué es esa reunión que tengo con el informante? —preguntó con el ceño fruncido.

—Puedo organizar una si quiere.

Jon volvió a reírse y rodeó la mesa para sentarse.

—Cammy me está volviendo loco con su empeño de buscarme novia. ¡No se le mete en la cabeza que no quiero casarme!

Joceline levantó las dos manos.

—A mí no me mire. Yo tampoco quiero casarme, por si está pensando en pedírmelo. Mi hijo se llevaría un gran disgusto si tuviéramos que incluir a un tercer jugador en nuestras partidas de Super Mario Bro.

—Tranquila, yo prefiero los juegos bélicos.

—Y ese MMORPG al que juega con su hermano —señaló ella.

—«Videojuego de rol multijugador masivo en línea» — tradujo él con una sonrisa—. Nunca hubiera imaginado que eras aficionada a los videojuegos.

—Yo tampoco —admitió ella con un suspiro—. Pero a Markie le encantan.

Markie era su hijo. Joceline nunca se había casado, pero había estado saliendo con un soldado que se marchó a Oriente Próximo y que nunca regresó. A Jon le había sorprendido en su momento que, siendo ella tan conservadora y religiosa, tuviera un hijo fuera del matrimonio. Joceline nunca hablaba del padre y muy rara vez de su hijo. Al igual que Jon, protegía celosamente su vida privada.

Joceline sabía la curiosidad que despertaba en su jefe. Era un hombre atractivo, con una larga melena negra recogida en una coleta y una figura alta y delgada. Causaba furor entre las mujeres, pero se rumoreaba que nunca había tenido pareja. Tanto él como su hermano, el agente federal McKuen Kilraven, eran extremadamente conservadores y en sus vidas no había lugar para el libertinaje ni el vicio.

Joceline apartó aquel pensamiento de su cabeza. Ella sabía cosas sobre él que los demás ignoraban. En los cinco años que llevaba trabajando con él en el Departamento de Homicidios del FBI, se le hacía un nudo en el pecho cada vez que Jon se ocupaba de un caso de secuestro. Tenía un especial interés por la trata de personas, sobre todo si eran niños. En su trabajo era implacable e infatigable, y Joceline lo admiraba por ello entre otras muchas cualidades.

Se preguntaba qué pensaba Jon acerca de que hubiera concebido y criado a su hijo sin estar casada. Markie era lo más bonito de su vida, pero no se sintió particularmente dichosa al descubrir que estaba embarazada. Le dijo a todo el mundo que el padre era un amigo militar que estaba de permiso y al que ella había consolado por una ruptura sentimental. Habían salido juntos unas cuantas veces de una manera puramente amistosa, hasta que una noche los dos bebieron más de la cuenta. Esa era la versión que Joceline contaba. Bastante alejada de la historia real.

Joceline tenía muchas y buenas razones para abortar, pero se lo impidió el amor que sentía por aquel hombre, quien nunca supo nada del niño, y en consecuencia se vio obligada a guardar un terrible secreto.

—¿Has descargado en mi notebook los archivos del caso para la comparecencia? —la pregunta de Jon, repetida con impaciencia, la arrancó de sus pensamientos.

—Lo siento… ¿Qué comparecencia?

Jon frunció el ceño.

—La comparecencia a la que me has dicho que iba a llegar tarde. El caso de secuestro del chico Rodríguez. Creía que era la semana que viene.

—Es la semana que viene —le confirmó ella.

Jon sacudió la cabeza.

—Cinco minutos más oyendo hablar de peinados y creo que me habría tirado por la ventana.

—Estamos en el primer piso.

—Habría saltado por la ventana para salir corriendo —aclaró él.

—¿No fue eso lo que hizo el detective Rick Márquez cuando un ladrón le robó su portátil? —recordó ella, riendo.

—Se lanzó desnudo en su persecución y lo denunciaron por exhibicionismo.

Joceline sacudió la cabeza.

—Sigue siendo la guasa del departamento de policía.

—Márquez será teniente algún día. Acuérdate de lo que te digo.

—Lo creo.

El teléfono empezó a sonar y Joceline salió del despacho con una sonrisa.

A la mañana siguiente, Joceline llegó al trabajo casi media hora tarde. Tenía ojeras y el rostro lleno de arrugas. Sólo tenía veintiséis años, pero parecía mucho mayor. Dejó el bolso en el cajón y levantó la mirada cuando Jon apareció en la puerta.

—Lo siento, señor —se disculpó en voz baja y apagada—. Me quedé dormida.

Jon entornó sus ojos negros.

—No he dicho nada, pero últimamente te ocurre con frecuencia.

—Ya lo sé —admitió, poniéndose colorada—. Lo siento mucho.

Estaba avergonzada, y con razón. Joceline no era una simple ayudante que se ocupara de llevar los cafés y atender llamadas. Era la mejor asistente jurídica que Jon había conocido. Cumplía con su trabajo, nunca holgazaneaba y se quedaba a trabajar por la noche cuando era necesario. No era una persona aficionada a las fiestas y las juergas, de modo que debía de haber un motivo más serio para que se hubiese quedado dormida.

—¿Qué ocurre, Joceline? —se lo preguntó en un tono tan amable que ella tuvo que morderse el labio para contener las lágrimas.

—Problemas personales, señor —respondió con voz ronca, y levantó una mano cuando él se dispuso a hablar—. No puedo… hablar de ello. Lo siento. En lo sucesivo me esforzaré por ser puntual.

Jon se preguntó si el problema podía ser otro hombre en su vida. No le gustó nada aquella posibilidad, y se sorprendió por estar pensando en ello. Joceline era su ayudante y su vida privada no le concernía en absoluto. Pero llevaban trabajando juntos varios años y no podía evitar la preocupación.

—Si necesitas ayuda… —empezó.

—Gracias, señor —lo interrumpió ella con una rígida sonrisa—, pero puedo arreglármelas yo sola.

Jon aceptó su respuesta y cambió de tema para centrarse en el trabajo.

—¿Qué hay en la agenda para hoy?

Cuando se disponía a marcharse para comer con su hermano, Joceline apareció en la puerta del despacho, muy seria.

—¿Qué pasa?

Ella vaciló un momento.

—Han soltado a Harold Monroe esta mañana.

Jon puso los ojos en blanco.

—¿Mi seguro de vida está vigente?

—No es para tomárselo a broma. Monroe atacó a un policía con un cuchillo cuando usted lo detuvo.

Era irónico que otro hombre que había amenazado de muerte a Jon hubiese muerto de un ataque al corazón en la cárcel el día antes de ser puesto en libertad. Joceline había creído entonces que su jefe estaría a salvo, pero el alivio no duró mucho. Unos días después, Monroe fue arrestado y condenado por trata de personas y juró vengarse de todos los que lo habían llevado a prisión, incluido Jon.

—Monroe atacó al policía con un cuchillo, se tropezó con la moqueta y se clavó el cuchillo en la pierna —le recordó Jon con un brillo en sus ojos negros—. Luego intentó denunciar al policía por agresión.

—El asunto fue de risa —corroboró Joceline—. Pero en ocasiones hasta los más torpes son capaces de cumplir sus amenazas.

Jon hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.

—Si alguna vez me mata, podrás visitar mi tumba y decir que ya me lo advertiste. Seguro que te oigo, esté donde esté.

A Joceline no le gustó la broma y apartó la mirada.

—En cualquier caso, al fiscal del distrito le pareció conveniente informarle de la libertad condicional de Monroe.

—Es todo un detalle. Cuando puedas, transmítele mis agradecimientos a Mary Crawford.

Joceline sonrió. Mary era una de las ayudantes más competentes del fiscal del distrito y algún día acabaría desempeñando el cargo.

Jon pareció leerle el pensamiento.

—Aunque llegue a ser la fiscal del distrito, tú nunca trabajarás para ella —le advirtió con firmeza—. Soy demasiado viejo para acostumbrarme a un personal nuevo. La chica que tenemos a media jornada me saca de quicio.

—Phyllis Hicks es una buena chica —la defendió Joceline—. Sólo porque la pobre cometiera un par de errores con una deposición…

—¿Un par de errores? —exclamó él—. ¡Esa mujer no sabe ni deletrear!

—El corrector ortográfico no funcionaba.

—Joceline… Es estudiante universitaria. Se supone que te enseñan gramática en la escuela antes de llegar a la universidad, ¿no? —levantó las manos al aire—. Cada vez que entro en un foro de Internet tengo que enfrentarme a una generación de analfabetos que escriben sin comas, tildes ni signos de interrogación, que desconocen la existencia de la h y que se empeñan en usar unas abreviaturas indescifrables.

—No todos podemos ser unos expertos literatos, señor. Y además, todos los ordenadores modernos disponen de un corrector.

Jon le clavó una intensa mirada.

—Esta civilización acabará yéndose al traste. Acuérdate de lo que digo. Si la gente no sabe escribir como es debido, tampoco sabrá leer una simple hoja de instrucciones. El resultado será el caos.

Joceline sacudió la cabeza. El analfabetismo era la cruz particular de su jefe.

—El caos no se desata por no leer bien una hoja de instrucciones.

—Espera a que algún idiota encienda una cerilla junto a un tanque de oxígeno y luego me lo dices.

Los ojos de Joceline se iluminaron.

—En un capítulo de Miami Vice, tengo la serie en DVD, el protagonista hace explotar una refinería de coca con un cigarrillo y…

—No me lo digas. También sigues viendo El Equipo A.

—Cada vez que el equipo debía volar a algún sitio tenían que dejar a M. A. inconsciente, porque les tenía un miedo atroz a los aviones —se rió.

—Echan de todo por la tele.

—Sí. Qué estupendo debe de ser la televisión por cable o satélite —suspiró con anhelo—. Al menos tengo mi reproductor de DVD, aunque sea viejo.

Jon se quedó horrorizado. Nunca le había preguntado a Joceline por su situación económica, pero al observarla de cerca advirtió que su ropa, aunque aprovechable, era bastante vieja. A Jon no le interesaba mucho la moda femenina, pero hasta él podía ver que el atuendo de Joceline estaba más que desfasado y que sus zapatos estaban llenos de raspaduras.

Ella se puso colorada ante su escrutinio.

—No hay nada malo en vestir con un estilo conservador.

Jon arqueó las cejas.

—Mientras no te pongan el cepo…

—Esto no es Massachusetts ni estamos en el siglo XVII.

—Por suerte —suspiró él—. ¿Mi hermano va a recogerme para ir a comer?

Joceline se puso un dedo en la frente y cerró los ojos.

—Veo un todoterreno negro entrando en el aparcamiento en este preciso instante —abrió un ojo y miró hacia la ventana.

Jon salió rápidamente por la puerta y Joceline sonrió para sí misma. Le gustaba provocar a su jefe y lo hacía muy a menudo. Jon era demasiado serio. Necesitaba relajarse un poco y tomarse la vida con más despreocupación.

Entonces pensó en su propia situación y suspiró. Si no tuviese sentido del humor, se sumiría en una depresión sin remedio. Su vida no era un camino de rosas, precisamente. Pero llorar no servía de nada.

—Otra vez estás de malhumor —observó Kilraven. Los dos hermanos tenían el mismo color de pelo, pero Kilraven lo llevaba corto y sus ojos eran grises mientras que los de Jon eran negros. En realidad sólo eran hermanastros, aunque eso no les impedía estar muy unidos.

—Cammy me saca de mis casillas —respondió Jon—. Ayer por la mañana me envió a otra chica que me estuvo dando la tabarra durante media hora con modas y peinados.

Kilraven le echó un breve vistazo mientras se internaba en el tráfico.

—No te ofendas, pero no te vendrían mal algunos de esos consejos.

—Visto muy bien, gracias —declaró Jon. Llevaba un traje gris de seda de tres piezas, mientras que Kilraven iba vestido con un pantalón caqui y un polo blanco.

—Tu estilo es elegante, de acuerdo. Pero tu pelo deja mucho que desear.

—Soy un lakota —dijo Jon—. No hay nada malo en que lleve el pelo largo.

—También eres un cherokee —le recordó Kilraven.

Jon suspiró.

—Me gustan mis raíces y mi cultura.

—A mí también.

—No lo parece.

Kilraven se encogió de hombros.

—Mis antepasados no me definen.

—Ni a mí —replicó Jon, irritado—, pero prefiero los genes amerindios.

—No estaba acusándote de nada —dijo su hermano alegremente—. Estás enfadado porque Cammy quiere que te cases y le des un montón de nietos.

—¿No os estáis encargando ya Winnie y tú de eso? —Winnie Sinclair, de Jacobsville, era la nueva esposa de Kilraven.

—Así es —le confirmó Kilraven, riendo—. Y no te imaginas lo impaciente que estoy.

—Me alegro de que por fin hayas podido dejar atrás el pasado —le dijo Jon con sincero afecto. La mujer y el hijo de Kilraven habían sido brutalmente asesinados siete años antes, y Jon nunca había creído posible que su hermano volviera a casarse. Era estupendo que hubiese encontrado a una pareja tan maravillosa.

—¿Tú no piensas casarte nunca?

Jon hizo una mueca.

—Si lo hago, no será con una de las candidatas que me envía Cammy, desde luego.

Kilraven se rió.

—¿Esta no era de una agencia de acompañantes?

—No lo sé. Tendré que pedirle a Joceline que la investigue.

—Eso es ilegal, a menos que estuviera solicitando un empleo en el FBI.

Jon arqueó una ceja.

—Para ser alguien a quien le encanta infringir las reglas te pones demasiado severo con su cumplimiento.

—Todos maduramos, tarde o temprano. Algunos simplemente tardamos más en hacerlo.

—Cierto.

—¿Te has comprado el nuevo juego de Halo?

—Lo compré hace tiempo, pero todavía sigue en la estantería.

—Tú y tu World of Warcraft —Kilraven suspiró y sacudió la cabeza—. A mi cuñado, Matt, también le encanta. Siempre que no está en la escuela se dedica a matar monstruos con sus amigos online. Su amigo más reciente es una señora de sesenta y cuatro años, abuela de tres nietos.

Jon soltó un silbido de asombro.

—¿Sabe ella qué edad tiene Matt?

—Claro que lo sabe. Y Matt también juega con un grupo de una residencia de ancianos. Todos tienen conexión a Internet y su pasatiempo favorito, por no decir el único, es jugar al World of Warcraft, ya que su estado físico no les permite hacer mucha vida social en el mundo real —sonrió—. El juego los ayuda a conservar la coordinación manual y visual y les ofrece una ventana al exterior.

—Lo sé. Yo también juego. ¿Cuál es el alias que utiliza Matt en World of Warcraft?

—Uno de sus personajes es un Caballero de la muerte del nivel dieciocho, llamado Kissofdeaths.

Jon abrió los ojos como platos.

—¿Ese es Matt? ¡He estado en las mazmorras con él! Él se dedica a hacer de escudo y yo le ofrezco las pócimas de mi druida.

—Tengo que decírselo. Seguro que se parte de risa.

—Ni se te ocurra —le advirtió Jon—. Ahora que sé quién es, me voy a divertir mucho a su costa.

Kilraven metió el coche en el aparcamiento de un restaurante mexicano, apagó el motor y miró a Jon.

—Han puesto en libertad a Harold Monroe —le dijo.

—No empieces. Joceline ya me lo ha dicho, y ella también está preocupada. Ese tipo es un idiota integral. Ni siquiera puede andar y mascar chicle al mismo tiempo.

—Ha participado en todos los negocios ilegales de San Antonio. Está acusado de robo, estafa, proxenetismo… Siempre conseguía librarse de todos los cargos, hasta que Joceline y tú conseguisteis que unos testigos lo denunciaran por secuestrar a la hija adolescente de unos inmigrantes indocumentados para llevarla a un burdel. Monroe juró que acabaría siendo absuelto y que ya se desquitaría cuando volviera a pisar la calle. Se ha pasado tres meses en la cárcel esperando el juicio, y en ese tiempo ha visitado la celda de aislamiento más veces que cualquier otro preso.

—Lo que demuestra que siempre acaban pillándolo.

—¿De qué te servirá a ti que lo pillen después de haberte eliminado?

—Mi sexto sentido siempre me alerta de posibles emboscadas. Y recuerda que nunca me han puesto una multa por exceso de velocidad.

—Lo cual es sorprendente, viendo a la velocidad a la que conduces.

Jon sonrió.

—Siempre sé dónde están ocultos los controles de carretera.

Era cierto. Kilraven se había quedado pasmado la primera vez que Jon le dijo que redujera la velocidad porque había un coche patrulla bajo el puente que cruzaba la siguiente colina. Kilraven se echó a reír, pero levantó el pie del acelerador. Y efectivamente, cuando coronaron la colina vieron el coche de policía semioculto bajo el puente.

—Con ese don deberías ser algo más que un poli —le reprochó Kilraven.

Jon se encogió de hombros.

—Imagínate el escándalo si un oficial del FBI fuera arrestado por sobrepasar los límites de velocidad en su jurisdicción.

—Pues no corras tanto —le recordó su hermano.

—Todo el mundo corre. A algunos los pillan y a mí no.

—De momento.

—Cuando lo hagan, pagaré la multa y asunto solucionado —replicó Jon—. ¿Vamos a comer o a quedarnos aquí hablando?

Kilraven se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta.

—De acuerdo, sigue eludiendo la cuestión de Monroe si quieres. Pero por lo que más quieras, cierra todas las puertas por la noche y estate siempre alerta.

—Eres peor que Cammy.

—De ningún modo —protestó Kilraven—. Yo no te envío chicas solteras a la oficina para que intenten echarte el lazo.

—Supongo que no.

—Seguro que ni siquiera te da cuenta de lo que tienes delante —le dijo Kilraven mientras se dirigían hacia la entrada del restaurante.

—¿A qué te refieres?

—A Joceline. Es una mujer extraordinaria. Le sentaría bien un cambio de imagen, pero es inteligente y despierta.

—Sólo te gusta porque es una experta en la Escocia del siglo XVII —repuso Jon. La historia escocesa era la pasión de su hermano.

—También conoce la historia de Europa. Y la americana.

—Sí, ayer hizo gala de sus conocimientos frente a la candidata de Cammy. La chica no hacía más que hablar de moda y Joceline la puso en su sitio con sus agudas referencias históricas sobre los códigos de vestimenta.

—Ya te he dicho que es muy inteligente.

—Claro que lo es —corroboró Jon—. Pero yo no quiero casarme. ¡Sólo tengo treinta años!

—Casi treinta y uno —le recordó Kilraven con afecto fraternal—. Y no sabes lo que te estás perdiendo.

—Si no lo sé, no lo echaré en falta. Y ahora vamos a comer —dijo rápidamente para zanjar el tema.

Kilraven se rió y lo siguió al interior del restaurante. Jon había salido con Joceline en una ocasión, años atrás. Había sido una cita realmente extraña, con visita al hospital incluida y amenazas de denuncias. Jon jamás hablaba de ello. Guardaba celosamente sus secretos, y lo mismo hacía Kilraven. A su hermano no le gustaría que le recordaran que en aquella fiesta a la que asistió con Joceline le echaron una droga en su bebida.

CAPÍTULO 2

—Pero si es una chica encantadora… —protestó Cammy al otro lado de la línea—. ¡Es muy guapa y tiene muy buenos contactos!

—Se pasó media hora hablándome de la última moda en peluquería —masculló Jon.

Su madre suspiró con irritación.

—¡Al menos viste mejor que esa secretaria tuya de lengua viperina!

—Es mi ayudante administrativa —corrigió Jon—. Y Joceline al menos sabe manejar su presupuesto y no tiene que pedir préstamos para comprarse ropa.

—A la vista está —fue la sarcástica respuesta.

Jon frunció el ceño.

—¿Ya no te acuerdas de cuando eras pobre, Cammy? —le preguntó tranquilamente.

—Claro que me acuerdo, y deja de llamarme por mi nombre. Soy tu madre.

—Lo siento, lo hago sin pensar. Mac te llama igual.

—Llámalo McKuen, si no te importa. Odio ese apelativo.

—A él tampoco le gusta.

—Tu secretaría tiene un hijo bastardo —siguió Cammy—. No quiero que te relaciones con alguien así.

Jon tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse.

—Estamos en el siglo XXI.

—La moralidad es lo que nos separa de los salvajes —replicó ella—. Las reglas de conducta impiden que la civilización se hunda. ¡Pero mira a tu alrededor! Las mujeres ya no se dedican a criar hijos, sino a dirigir empresas. ¿Nunca te preguntas por qué la tasa de criminalidad es cada vez más alta entre los jóvenes? ¿Quién se preocupa por enseñarles valores? ¿Quién…?

—Me esperan en los juzgados, Cammy.

Su madre interrumpió la diatriba, pero su furia seguía palpándose en el auricular.

—Deberías buscarte a otra secretaria.

—Gracias por haber llamado, y que te tengas un buen día. Te llamaré el fin de semana.

—Ven al rancho el fin de semana —sugirió ella.

Donde su candidata nupcial estaría sin duda esperándolo.

—Me temo que no voy a poder. Tengo una operación de vigilancia.

—Eres un agente del FBI, ¡seguro que puedes delegar la tarea en alguien!

—Esta no. Tengo que irme, Cammy. En serio.

—No me gusta que trabajes en ese departamento de homicidios. ¡Podrías dedicarte a los criminales de guante blanco! Jon…

—¡Adiós, Cammy!

—¡No me llames Ca…!

Jon colgó y dejó escapar una profunda exhalación. Fue entonces cuando advirtió la presencia de Joceline al otro lado de la puerta que él había olvidado cerrar. Estaba muy pálida. Entró sin decir nada y dejó un documento en la mesa con una sonrisa forzada.

Sin darle tiempo a Jon a decir algo, volvió a salir y cerró la puerta, dejándolo con la duda de cuánto habría escuchado de la conversación telefónica.

Joceline se dejó caer en la silla e intentó acallar la voz de la madre de Jon, que seguía resonando en su cabeza. La mayoría de los agentes usaba teléfonos móviles, por lo que era imposible escuchar a sus interlocutores, pero Jon hablaba por un teléfono fijo y la voz de Cammy Blackhawk podía oírse a varios metros de distancia. La abierta hostilidad de sus palabras hizo que Joceline sintiera náuseas.

Sabía que la gente hablaba de ella. Su situación daba pie a muchos cotilleos y comentarios maliciosos, incluso en los tiempos modernos. Para una persona como Cammy Blackhawk, perteneciente a una generación menos tolerante, ella resultaba ser el blanco perfecto de las críticas. Para dificultar aún más la situación, Joceline estaba desesperadamente enamorada de su jefe.

A Jon le gustaba estar soltero. Muy rara vez salía con alguien, y cuando lo hacía, era con alguna letrada o una jueza. En una ocasión fue con una atractiva abogada de oficio. Pero normalmente sólo había una primera y única cita. Como la que tuvo con ella, algo en lo que era mejor no pensar.

Sentía curiosidad por esa forma de vida tan solitaria y casi monástica que llevaba su jefe, pero no podía preguntárselo. Era una pregunta demasiado personal. Una vez, sin embargo, lo oyó hablar con su hermano sobre lo agresivas que podían ser las mujeres. Su supuesta castidad era un reclamo para cualquier mujer permisiva, por lo que seguramente se había enfrentado a más de un intento de seducción. Quizá hubiese heredado aquella estricta moralidad de su ultraconservadora madre.

Joceline contempló la foto de Markie que llevaba en la cartera. Era una mezcla de ella y de su padre, del que había heredado la nariz recta y el pelo negro. Su padre había sido un hombre atractivo e inteligente, y Joceline tenía la esperanza de que Markie fuese igual en esos aspectos.

Suspiró con nostalgia al recordar la creciente fascinación que se iba apoderando de ella a medida que avanzaba el embarazo. Markie era un niño precioso, delgado y con el mismo brillo de picardía que su padre en sus ojos azules. Le gustaba jugar al escondite y a los videojuegos, especialmente a Super Mario Bro. Siempre estaba suplicándole a su madre que tuvieran un perrito o un gatito, pero ella le había explicado que era imposible. Los dos estaban fuera casi todo el día, él en la guardería y ella en el trabajo, y además no tenían espacio. Vivían en un pequeño apartamento de un solo dormitorio, y Markie dormía en una camita junto a la suya. Era lo más sensato por la noche, debido a unos problemas de salud de los que Joceline jamás le había hablado a su jefe. Vivía en una inquietud constante por su hijo. Existían buenos medicamentos para su estado, pero los que estaban usando no parecían tener mucho efecto, especialmente en primavera y otoño. Las hojas empezaban a caer con la llegada del frío a San Antonio, y Markie estaba teniendo más problemas que de costumbre. No era de extrañar que tuviese ojeras y llegase tarde al trabajo. Sobre todo después de una noche como la anterior…

—Te estoy preguntando si ha llamado Riley Blake —le repitió Jon.

Joceline dio un respingo y dejó caer la foto plastificada.

Jon la recogió con el ceño fruncido y miró al niño de la foto con curiosidad.

—Se parece a ti —le dijo mientras se la devolvía.

Joceline la guardó inmediatamente.

—Sí. Lo… lo siento, señor —balbuceó.

Jon se metió las manos en los bolsillos y la miró fijamente.

—Nunca has traído a tu hijo al trabajo.

—No sería apropiado —respondió ella—. Markie se haría un gorro de pirata con los documentos y se pondría a dar saltos sobre la mesa.

Jon arqueó las cejas. Según su madre, había sido un niño especialmente revoltoso.

—Los médicos creen que puede padecer un trastorno de atención —explicó ella—. Querían suministrarle medicamentos…

—¿Cómo? ¿Tan pequeño?

—Está en la guardería, y los otros niños se alteran por su hiperactividad.

—¿Vas a permitir que lo mediquen? —le preguntó Jon con sincero interés.

Ella levantó la mirada.

—No lo sé. Es un tema muy delicado. Creo que lo consultaré con nuestro médico de cabecera.

—Muy bien —dijo él—. Para mí también sería una decisión muy difícil de tomar.

Joceline consiguió esbozar una sonrisa.

Sintió un fuerte hormigueo por todo el cuerpo y apartó rápidamente la mirada de los ojos negros de Jon.

—Iba a imprimir este informe para usted —dijo, abriendo un archivo en el ordenador—. Tiene que comer con el ayudante del sheriff para hablar de ese caso federal de secuestro.

—Sí, hemos pensado que sería mejor discutirlo de manera informal antes de que se involucren los abogados.

—Creía que usted era abogado.

—Soy agente federal.

—Con una doble licenciatura en Derecho y Filología Árabe.

Jon se encogió de hombros y frunció ligeramente el ceño.

—¿Cómo pudiste ir a la universidad?

Joceline parpadeó con asombro.

—¿Perdón?

—Trabajas sin parar y tienes un niño pequeño —dijo él, sin añadir su precaria situación económica.

Joceline se echó a reír.

—Estudié por Internet y me saqué el título en la universidad a distancia.

—Increíble.

—La verdad es que sí —corroboró ella—. Quería saber lo más posible sobre muchos temas —su favorito era la Escocia del siglo XVI. También le interesaba la historia de Lakota, pero no iba a decírselo a Jon. Podría sonar raro, puesto que se trataba de los ancestros de su jefe.

—La historia de Escocia en el siglo XVI —murmuró él—. No te habrás enamorado de mi hermano, ¿verdad? Ese tema es su gran pasión.

Joceline frunció el ceño.

—Tu hermano es terrible. Winnie Sinclair debe de tener la paciencia y la tolerancia de un santo para poder vivir con él.

—Mi hermano no es terrible.

—Para ti no. Pero tú no estás casado con él.