Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Alonso Fernández de Avellaneda, es el supuesto autor del Quijote apócrifo (titulado Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha), publicado en Tarragona en 1614. Ha habido múltiples conjeturas y teorías sobre la verdadera identidad de Fernández de Avellaneda. Martín de Riquer sugirió que se trataba de Jerónimo de Pasamonte, soldado y escritor contemporáneo de Miguel de Cervantes que combatió en Lepanto, como él, y autor de una Vida, que no llegó a ser impresa. Otra hipótesis afirma que se trata de Cristóbal Suárez de Figueroa. Figueroa se desplazó a Barcelona en un intento desesperado de embarcarse con el séquito del conde de Lemos pero no consiguió ser tenido en cuenta. Ofendido por las intrigas de Cervantes incluyó en su libro España defendida unas durísimas estrofas contra este. Cervantes, a su vez, lo satirizó en el episodio de la imprenta de Barcelona, aludiendo a cierto "traductor del italiano".
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 702
Veröffentlichungsjahr: 2010
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Alonso Fernández de Avellaneda
Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Segunda parte del Quijote.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-523-2.
ISBN rústica: 978-84-9953-894-5.
ISBN ebook: 978-84-9953-825-9.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Censura 11
Dedicatoria 11
Prólogo 13
Capítulo I. De cómo don Quijote de la Mancha volvió a sus desvanecimientos de caballero andante, y de la venida a su lugar del Argamesilla de ciertos caballeros granadinos 15
Capítulo II. De las razones que pasaron entre don Álvaro Tarfe y don Quijote sobre cena, y cómo le descubre los amores que tiene con Dulcinea del Toboso, comunicándole dos cartas ridículas; por todo lo cual, el caballero cae en la cuenta de lo que es don Quijote 22
Capítulo III. De cómo el cura y don Quijote se despidieron de aquellos caballeros, y de lo que a él le sucedió con Sancho Panza después de ellos idos 31
Capítulo IV. Cómo don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, salieron tercera vez del Argamesilla, de noche, y de lo que en el camino desta tercera y famosa salida le sucedió 37
Capítulo V. De la repentina pendencia que a nuestro don Quijote se le ofreció con el huésped al salir de la venta 47
Capítulo VI. De la no menos extraña que peligrosa batalla que nuestro caballero tuvo con una guarda de un melonar que él pensaba ser Roldán el Furioso 51
Capítulo VII. Cómo don Quijote y Sancho Panza llegaron a Ateca, y cómo un caritativo clérigo, llamado mosén Valentín, los recogió en su casa, haciéndoles todo buen acogimiento 59
Capítulo VIII. De cómo el buen hidalgo don Quijote llegó a la ciudad de Zaragoza, y de la extraña aventura que a la entrada della les sucedió con un hombre que llevaban azotando 67
Capítulo IX. De cómo don Quijote, por una extraña aventura, fue libre de la cárcel, y de la vergüenza a que estaba condenado 73
Capítulo X. Cómo don Álvaro Tarfe convidó ciertos amigos suyos a comer, para dar con ellos orden qué libreas habían de sacar en la sortija 77
Capítulo XI. De cómo don Álvaro Tarfe y otros caballeros zaragozanos y granadinos jugaron la sortija en la calle del Coso, y de lo que en ella sucedió a don Quijote 83
Capítulo XII. Cómo don Quijote y don Álvaro Tarfe fueron convidados a cenar con el juez que en la sortija les convidó, y de la extraña y jamás pensada aventura que en la sala se ofreció aquella noche a nuestro valeroso hidalgo 93
Capítulo XIII. Cómo don Quijote salió de Zaragoza para ir a la corte del rey católico de España a hacer la batalla con el rey de Chipre 103
Capítulo XIV. De la repentina pendencia que tuvo Sancho Panza con un soldado que, de vuelta de Flandes, iba destrozado a Castilla en compañía de un pobre ermitaño 112
Capítulo XV. En que el soldado Antonio de Bracamonte da principio a su cuento del rico desesperado 120
Capítulo XVI. En que Bracamonte da fin al cuento del rico desesperado 131
Capítulo XVII. En que el ermitaño da principio a su cuento de los felices amantes 139
Capítulo XVIII. En que el ermitaño cuenta la baja que dieron los felices amantes en Lisboa por la poca moderación que tuvieron en su trato 150
Capítulo XIX. Del suceso que tuvieron los felices amantes hasta llegar a su amada patria 157
Capítulo XX. En que se da fin al cuento de los felices amantes 165
Capítulo XXI. De cómo los canónigos y jurados se despidieron de don Quijote y su compañía, y de lo que a él y a Sancho les pasó con ella 171
Capítulo XXII. Cómo prosiguiendo su camino don Quijote con toda su compañía, toparon una extraña y peligrosa aventura en un bosque, la cual Sancho quiso ir a probar como buen escudero 177
Capítulo XXIII. En que Bárbara da cuenta de su vida a don Quijote y sus compañeros hasta el lugar, y de lo que les sucedió desde que entraron hasta que salieron dél 185
Capítulo XXIV. De cómo don Quijote, Bárbara y Sancho llegaron a Sigüenza, y de los sucesos que allí todos tuvieron, particularmente Sancho, que se vio apretado en la cárcel 193
Capítulo XXV. De cómo al salir nuestro caballero de Sigüenza encontró con dos estudiantes, y de las graciosas cosas que con ellos pasaron hasta Alcalá 205
Capítulo XXVI. De las graciosas cosas que pasaron entre don Quijote y una compañía de representantes con quien se encontró en una venta cerca de Alcalá 214
Capítulo XXVII. Donde se prosiguen los sucesos de don Quijote con los representantes 224
Capítulo XXVIII. De cómo don Quijote y su compañía llegaron a Alcalá, do fue libre de la muerte por un extraño caso, y del peligro en que allí se vio por querer probar una peligrosa aventura 234
Capítulo XXIX. Cómo el valeroso don Quijote llegó a Madrid con Sancho y Bárbara, y de lo que a la entrada le sucedió con un titular 243
Capítulo XXX. De la peligrosa y dudosa batalla que nuestro caballero tuvo con un paje del titular y un alguacil 249
Capítulo XXXI. De lo que sucedió a nuestro invencible caballero en casa del titular, y de la llegada que hizo en ella su cuñado don Carlos en compañía de don Álvaro Tarfe 254
Capítulo XXXII. En que se prosiguen las graciosas demostraciones que nuestro hidalgo don Quijote y su fidelísimo escudero Sancho hicieron de su valor en la corte 262
Capítulo XXXIII. En que se continúan las hazañas de nuestro don Quijote y la batalla que su animoso Sancho tuvo con el escudero negro del rey de Chipre, y juntamente la visita que Bárbara hizo al Archipámpano 270
Capítulo XXXIV. Del fin que tuvo la batalla aplazada entre don Quijote y Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre, y de cómo Bárbara fue recogida en las Arrepentidas 279
Capítulo XXXV. De las razones que entre don Carlos y Sancho Panza comieron acerca de que él se quería volver a su tierra o escribir una carta a su mujer 287
Capítulo XXXVI. De cómo nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha fue llevado a Toledo por don Álvaro Tarfe y puesto allí en prisiones en Casa del Nuncio, para que se procurase su cura 294
Libros a la carta 305
Alonso Fernández de Avellaneda, es el seudónimo del autor del Quijote apócrifo (cuyo título original es Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha), publicado en Tarragona en 1614.
Ha habido múltiples conjeturas y teorías sobre la verdadera identidad de Fernández de Avellaneda. Martín de Riquer sugirió que se trataba de Jerónimo de Pasamonte, soldado y escritor contemporáneo de Cervantes que combatió en Lepanto, como él, y autor de una Vida, que no llegó a ser impresa.
Otra hipótesis afirma que se trata de Cristóbal Suárez de Figueroa. Figueroa se desplazó a Barcelona en un intento desesperado de embarcarse con el séquito del conde de Lemos pero no consiguió ser tenido en cuenta. Ofendido por ello, incluyó en su libro España defendida unas durísimas estrofas contra Cervantes. Éste, a su vez, lo satirizó en el episodio de la imprenta de Barcelona, aludiendo a cierto «traductor del italiano».
Por comisión del señor dotor Francisco de Torme y de Liori, canónigo de la santa Iglesia de Tarragona, Oficial y Vicario General, por el ilustrísimo y reverendísimo señor don Juan de Moncada, Arzobispo de Tarragona, y del Consejo de Su Majestad, he leído yo, Rafael Ortoneda, dotor en santa Teología, el libro intitulado Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, y me parece que no contiene cosa deshonesta ni prohibida, por la cual no se deba imprimir, y que es libro curioso y de entretenimiento.
Y por tanto, lo firmo de mi mano hoy, a 18 de abril del año de 1614.
El dotor Rafael Ortoneda.
Nos, el dotor Francisco de Torme y de Liori, canónigo de la santa Iglesia de Tarragona, y por el ilustrísimo y reverendísimo señor don Juan de Moncada, por la gracia de Dios Arzobispo de Tarragona, y del Consejo de Su Majestad, en el espiritual y temporal, Vicario General y Oficial. Atendida la relación del dotor Rafael Ortoneda, a quien comitimos que viese y examinase este libro, que se intitula Segundo tomo de don Quijote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, que no contiene cosa deshonesta ni prohibida, damos y atorgamos licencia que se pueda imprimir y vender en este Arzobispado.
Fecha de nuestra propria mano en la dicha ciudad de Tarragona, a 4 de julio, 1614.
El dotor y canónigo
Francisco de Torme y de Liori,
Vicario General y Oficial.
Al alcalde, regidores y hidalgos de la noble villa del Argamesilla de la Mancha, patria feliz del hidalgo caballero don Quijote, lustre de los profesores de la caballería andantesca Antigua es la costumbre de dirigirse los libros de las excelencias y hazañas de algún hombre famoso a las patrias ilustres, que como madres los criaron y sacaron a luz, y aun competir mil ciudades sobre cuál lo había de ser de un buen ingenio y grave personaje. Y como lo sea tanto el hidalgo caballero don Quijote de la Mancha (tan conocido en el mundo por sus inauditas proezas), justo es para que lo sea también esa venturosa villa que vuesas mercedes rigen, patria suya y de su fidelísimo escudero Sancho Panza, dirigirles esta segunda parte, que relata las vitorias del uno y buenos servicios del otro, no menos invidiados que verdaderos.
Reciban, pues, vuesas mercedes bajo de su manchega protección el libro y el celo de quien contra mil detracciones le ha trabajado, pues lo merece por él y por el peligro a que su autor se ha puesto, poniéndole en la plaza del vulgo, que es decir en los cuernos de un toro indómito, etc.
Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no puede ni debe ir sin prólogo; y así, sale al principio desta segunda parte de sus hazañas éste, menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra, y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas. No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos. Pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte, pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin, que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa; si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar.
No solo he tomado por medio entremesar la presente comedia con las simplicidades de Sancho Panza, huyendo de ofender a nadie ni de hacer ostentación de sinónomos voluntarios, si bien supiera hacer lo segundo y mal lo primero. Solo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias, diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una mano. Y, pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes, y por los años tan mal contentadizo, que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos como él dice al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura; ¡y plegue a Dios aun deje, ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado! Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas: no nos canse.
Santo Tomás, en la 2, 2, q. 36, enseña que la envidia es tristeza del bien y aumento ajeno, dotrina que la tomó de san Juan Damasceno. A este vicio da por hijos san Gregorio, en el libr. 31, capít. 31, de la exposición moral que hizo a la historia del santo Job, al odio, susurración, detracción del prójimo, gozo de sus pesares y pesar de sus buenas dicha; y bien se llama este pecado invidia a non videndo, quia invidus non potest videre bona aliorum; efectos todos tan infernales como su causa, tan contrarios a los de la caridad cristiana, de quien dijo san Pablo, I Corintios, 13: Charitas patiens est, benigna est, non aemulatur, non agit perperam, non inflatur, non est ambitiosa... congaudet veritati, etc. Pero disculpan los hierros de su primera parte, en esta materia, el haberse escrito entre los de una cárcel; y así, no pudo dejar de salir tiznada dellos, ni salir menos que quejosa, mormuradora, impaciente y colérica, cual lo están los encarcelados. En algo diferencia esta parte de la primera suya, porque tengo opuesto humor también al suyo; y en materia de opiniones en cosas de historia, y tan auténtica como ésta, cada cual puede echar por donde le pareciere; y más dando para ello tan dilatado campo la cáfila de los papeles que para componerla he leído, que son tantos como los que he dejado de leer.
No me murmure nadie de que se permitan impresiones de semejantes libros, pues éste no enseña a ser deshonesto, sino a no ser loco; y, permitiéndose tantas Celestinas, que ya andan madre y hija por las plazas, bien se puede permitir por los campos un don Quijote y un Sancho Panza, a quienes jamás se les conoció vicio, antes bien, buenos deseos de desagraviar huérfanas y deshacer tuertos, etc.
De Pero Fernández
Soneto
Maguer que las más altas fechorías
homes requieren doctos e sesudos,
e yo soy el menguado entre los rudos,
de buen talante escribo a más porfías.
Puesto que había una sin fin de días 5
que la fama escondía en libros mudos
los fechos más sin tino y cabezudos
que se han visto de Illescas hasta Olías,
ya vos endono, nobres leyenderos
las segundas sandeces sin medida 10
del manchego fidalgo don Quijote,
para que escarmentéis en sus aceros;
que el que correr quisiere tan al trote,
non puede haber mejor solaz de vida.
El sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero, dice que siendo expelidos los moros agarenos de Aragón, de cuya nación él decendía, entre ciertos anales de historias halló escrita en arábigo la tercera salida que hizo del lugar del Argamesilla el invicto hidalgo don Quijote de la Mancha, para ir a unas justas que se hacían en la insigne ciudad de Zaragoza, y dice desta manera:
Después de haber sido llevado don Quijote por el cura y el barbero y la hermosa Dorotea a su lugar en una jaula, con Sancho Panza, su escudero, fue metido en un aposento con una muy gruesa y pesada cadena al pie, adonde, no con pequeño regalo de pistos y cosas conservativas y sustanciales, le volvieron poco a poco a su natural juicio. Y para que no volviese a los antiguos desvanecimientos de sus fabulosos libros de caballerías, pasados algunos días de su encerramiento, empezó con mucha instancia a rogar a Madalena, su sobrina, que le buscase algún buen libro en que poder entretener aquellos setecientos años que él pensaba estar en aquel duro encantamiento. La cual, por consejo del cura Pedro Pérez y de maese Nicolás, barbero, le dio un Flos sanctorum de Villegas y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores de fray Luis de Granada; con la cual lición, olvidándose de las quimeras de los caballeros andantes, fue reducido dentro de seis meses a su antiguo juicio y suelto de la prisión en que estaba.
Comenzó tras esto a ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de Nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones; de tal manera, que ya todos los vecinos del lugar pensaban que totalmente estaba sano de su accidente y daban muchas gracias a Dios, sin osarle decir ninguno, por consejo del cura, cosa de las que por él habían pasado. Ya no le llamaban don Quijote, sino el señor Martín Quijada, que era su proprio nombre, aunque en ausencia suya tenían algunos ratos de pasatiempo con lo que dél se decía y de que se acordaron todos, como lo del rescatar o libertar los galeotes, lo de la penitencia que hizo en Sierra Morena y todo lo demás que en las primeras partes de su historia se refiere.
Sucedió, pues, en este tiempo, que, dándole a su sobrina el mes de agosto una calentura de las que los físicos llaman efímeras, que son de veinticuatro horas, el accidente fue tal, que, dentro dese tiempo, la sobrina Madalena murió, quedando el buen hidalgo solo y desconsolado; pero el cura le dio una harto devota vieja y buena cristiana, para que la tuviese en casa, le guisase la comida, le hiciese la cama y acudiese a lo demás del servicio de su persona, y para que, finalmente, les diese aviso a él o al barbero de todo lo que don Quijote hiciese o dijese dentro o fuera de casa, para ver si volvía a la necia porfía de su caballería andantesca.
Sucedió, pues, en este tiempo, que un día de fiesta, después de comer, que hacía un calor excesivo, vino a visitarle Sancho Panza; y, hallándole en su aposento leyendo en el Flos sanctorum, le dijo:
—¿Qué hace, señor Quijada? ¿Cómo va?
—¡Oh Sancho! —dijo don Quijote—, seas bien venido; siéntate aquí un poco, que a fe que tenía harto deseo de hablar contigo.
—¿Qué libro es ese —dijo Sancho— en que lee su mercé? ¿Es de algunas caballerías como aquellas que nosotros anduvimos tan neciamente el otro año? Lea un poco, por su vida, a ver si hay algún escudero que medrase mejor que yo; que por vida de mi sayo, que me costó la burla de la caballería más de veintiséis reales, mi buen rucio, que me hurtó Ginesillo el buena boya, y yo me quedo tras todo eso sin ser rey ni roque, si ya estas carnestoliendas no me hacen los muchachos rey de los gallos. En fin, todo mi trabajo ha sido hasta agora en vano.
—No leo —dijo don Quijote— en libro de caballerías, que no tengo alguno; pero leo en este Flos sanctorum, que es muy bueno.
—¿Y quién fue ese Flas Sanctorum? —replicó Sancho—. Fue rey o algún gigante de aquellos que se tornaron molinos ahora un año?
—Todavía, Sancho —dijo don Quijote—, eres necio y rudo. Este libro trata de las vidas de los santos, como de san Lorenzo, que fue asado; de san Bartolomé, que fue desollado; de santa Catalina, que fue pasada por la rueda de las navajas; y así mismo, de todos los demás santos y mártires de todo el año. Siéntate, y leerte he la vida del santo que hoy, a veinte de agosto, celebra la Iglesia, que es san Bernardo.
—Par Dios —dijo Sancho—, que yo no soy amigo de saber vidas ajenas, y más de mala gana me dejaría quitar el pellejo ni asar en parrillas. Pero dígame: ¿a san Bartolomé quitáronle el pellejo y a san Lorenzo pusiéronle a asar después de muerto o acabando de vivir?
—¡Oigan qué necedad! —dijo don Quijote—. Vivo desollaron al uno y vivo asaron al otro.
—¡Oh, hideputa —dijo Sancho—, y cómo les escocería! Pardiobre, no valía yo un higo para Flas Sanctorum. Rezar de rodillas media docena de credos, vaya en hora buena; y aun ayunar, como comiese tres veces al día razonablemente, bien lo podría llevar.
—Todos los trabajos —dijo don Quijote— que padecieron los santos que te he dicho y los demás de quien trata este libro, los sufrían ellos valerosamente por amor de Dios, y así ganaron el reino de los cielos.
—A fe —dijo Sancho— que pasamos nosotros, ahora un año, hartos desafortunios para ganar el reino micónico, y nos quedamos hechos micos; pero creo que vuesa merced querrá ahora que nos volvamos santos andantes para ganar el paraíso terrenal. Mas, dejado esto aparte, lea y veamos la vida que dice de san Bernardo.
Leyóla el buen hidalgo, y a cada hoja le decía algunas cosas de buena consideración, mezclando sentencias de filósofos, por donde se descubría ser hombre de buen entendimiento y de juicio claro, si no le hubiera perdido por haberse dado sin moderación a leer libros de caballerías, que fueron la causa de todo su desvanecimiento.
Acabando don Quijote de leer la vida de san Bernardo, dijo:
—¿Qué te parece, Sancho? ¿Has leído santo que más aficionado fuese a Nuestra Señora que éste? ¿Más devoto en la oración, más tierno en las lágrimas y más humilde en obras y palabras?
—A fe —dijo Sancho— que era santo de chapa. Yo le quiero tomar por devoto de aquí adelante, por si me viere en algún trabajo, como aquel de los batanes de marras o manta de la venta, y me ayude, ya que vuesa merced no pudo saltar las bardas del corral. Pero, ¿sabe, señor Quijada, que me acuerdo que el domingo pasado llevó el hijo de Pedro Alonso, el que anda a la escuela, un libro debajo de un árbol, junto al molino, y nos estuvo leyendo más de dos horas en él? El libro es lindo a las mil maravillas y mucho mayor que ese Flas sanctorum, tras que tiene al principio un hombre armado en su caballo con una espada más ancha que esta mano, desenvainada, y da en una peña un golpe tal, que la parte por medio de un terrible porrazo, y por la cortadura sale una serpiente, y él le corta la cabeza. ¡Éste sí, cuerpo non de Dios, ques buen libro!
—¿Cómo se llama? —dijo don Quijote—; que si yo no me engaño, el muchacho de Pedro Alonso creo que me le hurtó ahora un año, y se ha de llamar Don Florisbián de Candaria, un caballero valerosísimo, de quien trata, y de otros valerosos, como son Almiral de Zuazia, Palmerín del Pomo, Blastrodas de la Torre y el gigante Maleorte de Bradanca, con las dos famosas encantadoras Zuldasa y Dalfadea.
—A fe que tiene razón —dijo Sancho—; que esas dos llevaron a un caballero al castillo de no sé cómo se llama.
—De Acefaros —dijo don Quijote.
—Sí, a la fe, y que, si puedo, se le tengo de hurtar —dijo Sancho—, y traerle acá el domingo para que leamos; que, aunque no sé leer, me alegro mucho en oír aquellos terribles porrazos y cuchilladas que parten hombre y caballo.
—Pues, Sancho —dijo don Quijote—, hazme placer de traérmele; pero ha de ser de manera que no lo sepa el cura ni otra persona.
—Yo se lo prometo —dijo Sancho—; y aun esta noche, si puedo, tengo de procurar traérsele debajo de la halda de mi sayo. Y con esto, quede con Dios, que mi mujer me estará aguardando para cenar.
Fuese Sancho, y quedó el buen hidalgo levantada la mollera con el nuevo refresco que Sancho le trajo a la memoria de las desvanecidas caballerías. Cerró el libro y comenzó a pasearse por el aposento, haciendo en su imaginación terribles quimeras, trayendo a la fantasía todo aquello en que solía antes desvanecerse. En esto tocaron a vísperas, y él, tomando su capa y rosario, se fue a oírlas con el alcalde, que vivía junto a su casa; las cuales acabadas, se fueron los alcaldes, el cura, don Quijote y toda la demás gente de cuenta del lugar a la plaza, y, puestos en corrillo, comenzaron a tratar de lo que más les agradaba. En este punto vieron entrar por la calle principal en la plaza cuatro hombres principales a caballo, con sus criados y pajes, y doce lacayos que traían doce caballos de diestro ricamente enjaezados; los cuales, vistos por los que en la plaza estaban, aguardaron un poco a ver qué sería aquello, y entonces dijo el cura, hablando con don Quijote:
—Por mi santiguada, señor Quijada, que si esta gente viniera por aquí hoy hace seis meses que a vuesa merced le pareciera una de las más extrañas y peligrosas aventuras que en sus libros de caballerías había jamás oído ni visto; y que imaginara vuesa merced que estos caballeros llevarían alguna princesa de alta guisa forzada; y que aquellos que ahora se apean eran cuatro descomunales gigantes, señores del castillo de Bramiforán el encantador.
—Ya todo eso, señor licenciado —dijo don Quijote— es agua pasada, con la cual, como dicen, no puede moler el molino; mas lleguémonos hacia ellos a saber quién son, que si yo no me engaño, deben de ir a la Corte a negocios de importancia, pues su traje muestra ser gente principal.
Llegáronse todos a ellos y, hecha la debida cortesía, el cura, como más avisado, les dijo desta manera:
—Por cierto, señores caballeros, que nos pesa en estremo que tanta nobleza haya venido a dar cabo en un lugar tan pequeño como éste y tan desapercebido de todo regalo y buen acogimiento como vuesas mercedes merecen; porque en él no hay mesón ni posada capaz de tanta gente y caballos como aquí vienen. Mas, con todo, estos señores y yo, si de algún provecho fuéremos, y vuesas mercedes determinaren de quedar aquí esta noche, procuraremos que se les dé el mejor recado que ser pudiere.
El uno dellos, que parecía ser el más principal, le rindió las gracias, diciendo en nombre de todos:
—En estremo, señores, agradecemos esa buena voluntad que sin conocernos se nos muestra, y quedaremos obligados con muy justa razón a agradecer y tener en memoria tan buen deseo. Nosotros somos caballeros granadinos y vamos a la insigne ciudad de Zaragoza a unas justas que allí se hacen; que, teniendo noticia que es su mantenedor un valiente caballero, nos habemos dispuesto a tomar este trabajo, para ganar en ellas alguna honra, la cual, sin él, es imposible alcanzarse. Pensábamos pasar dos leguas más adelante, pero los caballos y gente viene algo fatigada; y así, nos pareció quedar aquí esta noche, aunque hayamos de dormir sobre los poyos de la iglesia, si el señor cura nos diere licencia para ello.
Uno de los alcaldes, que sabía más de segar y de uncir las mulas y bueyes de su labranza que de razones cortesanas, les dijo:
—No se les dé nada a sus mercedes, que aquí les haremos merced de alojarles esta noche, que sietecientas veces el año tenemos capitanías de otros mayores fanfarrones que ellos, y no son tan agradecidos y bien hablados como vuesas mercedes son; y a fe que nos cuesta al concejo más de noventa maravedís por año.
El cura, por atajarle que no pasase adelante con sus necedades, les dijo:
—Vuesas mercedes, mis señores, han de tener paciencia, que yo les tengo de alojar por mi mano; y ha de ser desta manera: que los dos señores alcaldes se lleven a sus casas estos dos señores caballeros con todos sus criados y caballos, y yo a vuesa merced, y el señor Quijada a esotro señor; y cada uno, conforme sus fuerzas alcanzaren, procure de regalar a su huésped. Porque, como dicen, el huésped, quienquiera que sea, merece ser honrado; y siéndolo estos señores, tanta mayor obligación tenemos de servirles, siquiera porque no se diga que, llegando a un lugar de gente tan política, aunque pequeño, se fueron a dormir, como este señor dijo lo harían, a los poyos de la iglesia.
Don Quijote dijo a aquel que por suerte le cupo, que parecía ser el más principal:
—Por cierto, señor caballero, que yo he sido muy dichoso en que vuesa merced se quiera servir de mi casa; que, aunque es pobre de lo que es necesario para acudir al perfeto servicio de un tan gran caballero, será a lo menos muy rica de voluntad, la cual podrá vuesa merced recebir sin más ceremonias.
—Por cierto, señor hidalgo —respondió el caballero—, que yo me tengo por bien afortunado en recebir merced de quien tan buenas palabras tiene, con las cuales es cierto conformarán las obras.
Tras esto, despidiéndose los unos de los otros, cada uno con su huésped, se resolvieron, al partir, en que tomasen un poco la mañana, por causa de los excesivos calores que en aquel tiempo hacía. Don Quijote se fue a su casa con el caballero que le cupo en suerte y, poniendo los caballos en un pequeño establo, mandó a su vieja ama que aderezase algunas aves y palominos, de que él tenía en casa no pequeña abundancia, para cenar toda aquella gente que consigo traía; y mandó juntamente a un muchacho llamase a Sancho Panza para que ayudase en lo que fuese menester en casa, el cual vino al punto de muy buena gana.
Entre tanto que la cena se aparejaba, comenzaron a pasearse el caballero y don Quijote por el patio, que estaba fresco; y, entre otras razones, le preguntó don Quijote la causa que le había movido a venir de tantas leguas a aquellas justas y cómo se llamaba. A lo cual respondió el caballero que se llamaba don Álvaro Tarfe, y que decendía del antiguo linaje de los moros Tarfes de Granada, deudos cercanos de sus reyes y valerosos por sus personas, como se lee en las historias de los reyes de aquel reino, de los Abencerrajes, Zegríes, Gomeles y Mazas, que fueron cristianos después que el católico rey Fernando ganó la insigne ciudad de Granada;
—Y ahora esta jornada por mandado de un serafín en hábito de mujer, el cual es reina de mi voluntad, objecto de mis deseos, centro de mis suspiros, archivo de mis pensamientos, paraíso de mis memorias y, finalmente, consumada gloria de la vida que poseo. Ésta, como digo, me mandó que partiese para estas justas y entrase en ellas en su nombre, y le trujese alguna de las ricas joyas y preseas que en premio se les ha de dar a los venturosos aventureros vencedores. Y voy cierto, y no poco seguro, de que no dejaré de llevársela, porque yendo ella conmigo, como va dentro de mi corazón, será el vencimiento infalible, la vitoria cierta, el premio seguro y mis trabajos alcanzarán la gloria que por tan largos días he con tan inflamado afecto deseado.
—Por cierto, señor don Álvaro Tarfe —dijo don Quijote—, que aquella señora tiene grandísima obligación a corresponder a los justos ruegos de vuesa merced por muchas razones. La primera, por el trabajo que toma vuesa merced en hacer tan largo camino en tiempo tan terrible. La segunda, por el ir por solo su mandado, pues con él, aunque las cosas sucedan al contrario de su deseo, habrá cumplido con la obligación de fiel amante, habiendo hecho de su parte todo lo posible. Mas suplico a vuesa merced me dé cuenta desa hermosa señora, y de su edad y nombre y del de sus nobles padres.
—Menester era —respondió don Álvaro— un muy grande Calapino para declarar una de las tres cosas que vuesa merced me ha preguntado. Y, pasando por alto las dos postreras, por el respeto que debo a su calidad, solo digo de sus años que son dieciséis, y su hermosura tanta, que a dicho de todos los que la miran, aun con ojos menos apasionados que los míos, afirman della no haber visto, no solamente en Granada, pero ni en toda la Andalucía, más hermosa criatura. Porque, fuera de las virtudes del ánimo, es sin duda blanca como el Sol, las mejillas de rosas recién cortadas, los dientes de marfil, los labios de coral, el cuello de alabastro, las manos de leche y, finalmente, tiene todas las gracias perfetísimas de que puede juzgar la vista; si bien es verdad que es algo pequeña de cuerpo.
—Paréceme, señor don Álvaro —replicó don Quijote—, que no deja ésa de ser alguna pequeña falta, porque una de las condiciones que ponen los curiosos para hacer a una dama hermosa es la buena disposición del cuerpo; aunque es verdad que esta falta muchas damas la remedian con un palmo de chapín valenciano; pero, quitado éste, que no en todas partes ni a todas horas se puede traer, parecen las damas, quedando en zapatillas, algo feas, porque las basquiñas y ropas de sedas y brocados, que están cortadas a la medida de la disposición que tienen sobre los chapines, les vienen largas de tal modo, que arrastran dos palmos por el suelo. Y así, no dejará esto de ser alguna pequeña imperfeción en la dama de vuesa merced.
—Antes, señor hidalgo —dijo don Álvaro—, ésa la hallo yo por una muy grande perfeción. Verdad es que Aristóteles, en el cuarto de sus Éticas, entre las cosas que ha de tener una mujer hermosa, cual él allí la describe, dice ha de ser de una disposición que tire a lo grande. Mas otros ha habido de contrario parecer, porque la naturaleza, como dicen los filósofos, mayores milagros hacen las cosas pequeñas que las grande; y cuando ella en alguna parte hubiese errado en la formación de un cuerpo pequeño, será más dificultoso de conocer el yerro que si fuese hecho en cuerpo grande. No hay piedra preciosa que no sea pequeña; y los ojos de nuestros cuerpos son las partes más pequeñas que hay en él, y son las más bellas y más hermosas. Así que, mi serafín es un milagro de naturaleza, la cual ha querido darnos a conocer por ella cómo en poco espacio puede recoger, con su maravilloso artificio, el inumerable número de gracias que puede producir; porque la hermosura, como dice Cicerón, no consiste en otra cosa que en una conveniente disposición de los miembros, que con deleite mueve los ojos de los otros a mirar aquel cuerpo, cuyas partes entre sí mesmas con una cierta ociosidad se corresponden.
—Paréceme, señor don Álvaro —dijo don Quijote—, que vuesa merced ha satisfecho con muy sutiles razones a la objección que contra la pequeñez del cuerpo de su reina propuse. Y, porque me parece que ya la cena, por ser poca, estará aparejada, suplico a vuesa merced nos entremos a cenar; que después, sobre cena, tengo un negocio de importancia que tratar con vuesa merced, como con persona que tan bien sabe hablar en todas materias.
Después de haber dado don Quijote razonablemente de cenar a su noble huésped, por postre de la cena, levantados ya los manteles, oyó de sus cuerdos labios las siguientes razones:
—Por cierto, señor Quijada, que estoy en estremo maravillado de que, en el tiempo que nos ha durado la cena, he visto a vuesa merced algo diferente del que le vi cuando entré en su casa; pues en la mayor parte della le he visto tan absorto y elevado en no sé qué imaginación, que apenas me ha respondido jamás a propósito, sino tan ad Ephesios, como dicen, que he venido a sospechar que algún grave cuidado le aflige y aprieta el ánimo; porque he visto quedarse a ratos con el bocado en la boca, mirando sin pestañear a los manteles, con tal suspensión que, preguntándole si era casado, me respondió: «¿Rocinante? Señor, el mejor caballo es que se ha criado en Córdoba». Y por esto digo que alguna pasión o interno cuidado atormenta a vuesa merced, porque no es posible nazca de otra causa tal efecto; y tal puede ser que, como otras muchas veces he visto en otros, pueda quitarle la vida o, a lo menos, si es vehemente, apurarle el juicio. Y así, suplico a vuesa merced se sirva comunicarme su sentimiento, porque si fuere tal la causa dél que yo con mi persona pueda remediarla, lo haré con las veras que la razón y mis obligaciones piden. Pues, así como con las lágrimas, que son sangre del corazón, el mesmo desfoga y descansa, y queda aliviado de las melancolías que le oprimen, vaporeando por el venero de los ojos, así, ni más ni menos, el dolor y aflicción, siendo comunicado, se alivian algún tanto, porque suele el que lo oye, como desapasionado, dar el consejo que es más sano y seguro al remedio de la persona afligida.
Don Quijote, entonces, le respondió:
—Agradezco, señor don Álvaro, esa buena voluntad y el deseo que muestra tener vuesa merced de hacérmela; pero es fuerza que los que profesamos el orden de caballería, y nos hemos visto en tanta multitud de peligros, ya con fieros y descomunales jayanes, ya con malendrines, sabios o magos, desencantando princesas, matando grifos y serpientes, rinocerontes y endrigos, llevados de alguna imaginación destas, como son negocios de honra, quedemos suspensos y elevados, y puestos en un honroso éxtasi, como el en que vuesa merced dice haberme visto, aunque yo no he echado de verlo. Verdad es que ninguna cosa destas, por ahora, me ha suspendido la imaginación; que ya todas han pasada por mí.
Maravillóse mucho don Álvaro Tarfe de oírle decir que había desencantado princesas y muerto gigantes, y comenzó a tenerle por hombre que le faltaba algún poco de juicio; y así, para enterarse dello, le dijo:
—¿Pues no se podrá saber qué causa por ahora aflige a vuesa merced?
—Son negocios —dijo don Quijote— que, aunque a los caballeros andantes no todas las veces es lícito decirlos, por ser vuesa merced quien es, y tan noble y discreto, y estar herido con la propia saeta con que el hijo de Venus me tiene herido a mí, le quiero descubrir mi dolor. No para que me dé remedio para él, que solo me le puede dar aquella bella ingrata y dulcísima Dulcinea, robadora de mi voluntad, sino para que vuesa merced entienda que yo camino y he caminado por el camino real de la caballería andantesca, imitando en obras y en amores a aquellos valerosos y primitivos caballeros andantes que fueron luz y espejo de todos aquellos que, después dellos, han, por sus buenas prendas, merecido profesar el sacro orden de caballería que yo profeso, como fueron el invicto Amadís de Gaula, don Belianís de Grecia y su hijo Esplandián, Palmerín de Oliva, Tablante de Ricamonte, el Caballero del Febo y su hermano Rosicler, con otros valentísimos príncipes, aun de nuestros tiempos, a todos los cuales, ya que les he imitado en obras y haciendas, los sigo también en los amores. Así que, vuesa merced sabrá que yo estoy enamorado.
Don Álvaro, como era hombre de sutil entendimiento, luego cayó en todo lo que su huésped podía ser, pues decía haber imitado a aquellos caballeros fabulosos de los libros de caballería; y así, maravillado de su loca enfermedad, para enterarse cumplidamente della, le dijo:
—Admírome no poco, señor Quijada, que un hombre como vuesa merced, flaco y seco de cara, y que, a mi parecer, pasa ya de los cuarenta y cinco, ande enamorado; porque el amor no se alcanza sino con muchos trabajos, malas noches, peores días, mil disgustos, celos, zozobras, pendencias y peligros, que todos éstos y otros semejantes son los caminos por donde se camina al amor. Y si vuesa merced ha de pasar por ellos, no me parece tiene sujeto para sufrir dos noches malas al sereno, aguas y nieves, como yo sé por experiencia que pasan los enamorados. Mas dígame, vuesa merced, con todo: esa mujer que ama ¿es de aquí del lugar o forastera?; que gustaría en estremo, si fuese posible, verla antes que me fuese, porque, hombre de tan buen gusto como vuesa merced es, no es creíble sino que ha de haber puesto los ojos en no menos que en una Diana efesina, Policena troyana, Dido cartaginense, Lucrecia romana o Doralice granadina.
—A todas ésas —respondió don Quijote— excede en hermosura y gracia; y solo imita en fiereza y crueldad a la inhumana Medea. Pero ya querrá Dios que con el tiempo, que todas las cosas muda, trueque su corazón diamantino y, con las nuevas que de mí y mis invencibles fazañas terná, se molifique y sujete a mis no menos importunos que justos ruegos. Así que, señor, ella se llama princesa Dulcinea del Toboso (como yo don Quijote de la Mancha); si nunca vuesa merced la ha oído nombrar; que sí habrá, siendo tan célebre por sus milagros y celestiales prendas...
Quiso reírse de muy buena gana don Álvaro cuando oyó decir la «princesa Dulcinea del Toboso», pero disimuló, porque su huésped no lo echase de ver y se enojase; y así, le dijo:
—Por cierto, señor hidalgo, o por mejor decir, señor caballero, que yo no he oído en todos los días de mi vida nombrar tal princesa, ni creo la hay en toda la Mancha, si no es que ella se llame por sobrenombre Princesa, como otras se llaman Marquesas.
—No todos saben todas las cosas —replicó don Quijote—; pero yo haré antes de mucho tiempo que su nombre sea conocido, no solamente en España, pero en los reinos y provincias más distantes del mundo. Ésta es, pues, señor, la que me eleva los pensamientos; ésta me enajena de mí mismo; por ésta he estado desterrado muchos días de mi casa y patria, haciendo en su servicio heroicas hazañas, enviándole gigantes y bravos jayanes y caballeros rendidos a sus pies. Y, con todo esto, ella se muestra a mis ruegos una leona de África y una tigre de Hircania, respondiéndome a los papeles que le envío, llenos de amor y dulzura, con el mayor desabrimiento y despego que jamás princesa a caballero andante escribió. Yo le escribo más largas arengas que las que Catilina hizo al Senado de Roma, más heroicas poesías que las de Homero o Virgilio, con más ternezas que el Petrarca escribió a su querida Laura, y con más agradables episodios que Lucano ni Ariosto pudieron escribir en su tiempo, ni en el nuestro ha hecho Lope de Vega a su Filis, Celia, Lucinda, ni a las demás que tan divinamente ha celebrado; hecho en aventuras un Amadís, en gravedad un Cévola, en sufrimiento un Perianeo de Persia, en nobleza un Eneas, en astucia un Ulises, en constancia un Belisario y en derramar sangre humana un bravo Cid Campeador. Y, por que vuesa merced, señor don Álvaro, vea ser verdad todo lo que digo, quiero sacar dos cartas que tengo allí en aquel escritorio: una que con mi escudero Sancho Panza la escribí en los días pasados, y otra que ella me envió en respuesta suya.
Levantóse para sacarlas, y don Álvaro se quedó haciendo cruces de ver la locura del huésped, y acabó de caer en la cuenta de que él estaba desvanecido con los vanos libros de caballerías, teniéndolos por muy auténticos y verdaderos. Al ruido que don Quijote hizo abriendo el escritorio, entró Sancho Panza, harto bien llena la barriga de los relieves que habían sobrado de la cena. Y, como don Quijote se asentó con las dos cartas en la mano, él se puso repantigado tras las espaldas de su silla para gustar un poco de la conversación.
—Ve aquí —dijo don Quijote— vuesa merced a Sancho Panza, mi escudero, que no me dejará mentir a lo que toca al inhumano rigor de aquella mi señora.
—Sí, a fe —dijo Sancho Panza— que Aldonza Lorenzo, alias Nogales (como así se llamaba la infanta Dulcinea del Toboso por proprio nombre, como consta de las primeras partes desta grave historia), es una grandísima... Téngaselo por dicho; porque, ¡cuerpo de San Ciruelo!, ¿ha de andar mi señor hendo tantas caballerías de día y de noche y hendo cruel penitencia en Sierra Morena, dándose de calabazadas y sin comer por una...? Mas quiero callar; allá se lo haya, con su pan se lo coma; que quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda; que una ánima sola ni canta ni llora; y cuando la perdiz canta, señal es de agua; y a falta de pan, buenas son tortas.
Pasara adelante Sancho con sus refranes si don Quijote no le mandara, imperativo modo, que callara; mas, con todo, replicó diciendo:
—Quiere saber, señor don Tarfe, lo que hizo la muy zurrada cuando la llevé esa carta que ahora mi señor quiere leer? Estábase en la caballeriza la muy puerca, porque llovía, hinchendo un serón de basura con una pala, y cuando yo le dije que le traía una carta de mi señor (¡infernal torzón le de Dios por ello!), tomó una gran palada del estiércol que estaba más hondo y más remojado y arrojómele de voleo, sin decir agua va, en estas pecadoras barbas. Yo, como por mis pecados las tengo más espesas que escobilla de barbero, estuve después más de tres días sin poder acabar de agotar la porquería que en ellas me dejó perfetamente.
Diose, oyendo esto, una palmada en la frente don Álvaro, diciendo:
—Por cierto, señor Sancho, que semejante porte que ése no le merecía la mucha discreción vuestra.
—No se espante vuesa merced —replicó Sancho—, que a fe que nos ha sucedido a mí y a mi señor, andando por amor della en las aventuras o desventuras del año pasado, darnos, pasadas de cuatro veces, muy gentiles garrotazos.
—Yo os prometo —dijo colérico don Quijote— que si me levanto, don bellaco desvergonzado, y cojo una estaca de aquel carro, que os muela las costillas y haga que se os acuerde per omnia saecula saeculorum.
—Amén —respondió Sancho.
Levantárase don Quijote a castigarle la desvergüenza, si don Álvaro no le tuviera el brazo y le hiciera volver a sentar en su silla, haciendo con el dedo señas a Sancho para que callase, con que lo hizo por entonces. Y don Quijote, abriendo la carta, dijo:
—Ve aquí vuesa merced la carta que este mozo llevó los días pasados a mi señora, y juntamente la respuesta della, para que de ambas colija vuesa merced si tengo razón de quejarme de su inaudita ingratitud.
Sobrescrito de la carta: “A la infanta Dulcinea del Toboso
Si el amor afincado, ¡oh bella ingrata!, que asaz bulle por los poros de mis venas, diera lugar a que me ensañara contra vuestra fermosura, cedo tomara venganza de la sandez con que mis cuitas os dan enojoso reproche. ¿Cuidades, dulce enemiga mía, que non atiendo con todas mis fuerzas en al que en desfacer tuertos de gente menesterosa? Maguer que muchas veces ando envuelto en sangre de jayanes, cedo el pensamiento sin polilla está además ledo y tiene remembranza que está preso por una de las más altas fembras que entre las reinas de alta guisa fallar se puede. Empero, lo que agora vos demando es que, si alguna desmesuranza he tenido, me perdonedes; que los yerros por amare, dignos son de perdonare. Esto pido de finojos ante vuestro imperial acatamiento.
Vuestro hasta el fin de la vida, «El Caballero de la Triste Figura», Don Quijote de la Mancha.”
—Por Dios —dijo don Álvaro riéndose—, que es la más donosa carta que en su tiempo pudo escribir el rey don Sancho de León a la noble doña Jimena Gómez, al tiempo que, por estar ausente della el Cid, la consolaba. Pero, siendo vuesa merced tan cortesano, me espanto que escribiese esa carta ahora tan a lo del tiempo antiguo, porque ya no se usan esos vocablos en Castilla, si no es cuando se hacen comedias de los reyes y condes de aquellos siglos dorados.
—Escríbola desta suerte —dijo don Quijote— porque, ya que imito a los antiguos en la fortaleza, como son al conde Fernán González, Peranzules, Bernardo y al Cid, los quiero también imitar en las palabras.
—¿Pues para qué —replicó don Álvaro— puso vuesa merced en la firma «El Caballero de la Triste Figura»?
Sancho Panza, que había estado escuchando la carta, dijo:
—Yo se lo aconsejé, y a fe, en toda ella no va cosa más verdadera que ésa!
—Púseme el de la Triste Figura —añadió don Quijote— no por lo que este necio dice, sino porque la ausencia de mi señora Dulcinea me causaba tanta tristeza, que no me podía alegrar; de la suerte que Amadís se llamó Beltenebros, otro el Caballero de los Fuegos, otro de las Imágenes o de la Ardiente Espada.
Don Álvaro le replicó:
—Y el llamarse vuesa merced don Quijote, ¿a imitación de quién fue?
—A imitación de ninguno —dijo don Quijote—, sino, como me llamo Quijada, saqué deste nombre el de don Quijote el día que me dieron el orden de caballería. Pero oiga vuesa merced, le suplico, la respuesta que aquella enemiga de mi libertad me escribe.
Sobrescrito: “A Martín Quijada, el mentecapto:
El portador desta había de ser un hermano mío para darle la respuesta en las costillas con un gentil garrote. ¿No sabe lo que le digo, señor Quijada? Que por el siglo de mi madre, que si otra vez me escribe de emperatriz o reina, poniéndome nombres burlescos, como es «A la infanta manchega Dulcinea del Toboso», y otros semejantes que me suele escribir, que tengo de hacer que se le acuerde. Mi nombre proprio es Aldonza Lorenzo o Nogales, por mar y por tierra.”
—Vea vuesa merced si habrá en el mundo caballero andante, por más discreto y sufrido que sea, que pueda sin morir tolerar semejantes razones.
—¡Oh, hideputa! —dijo Sancho Panza—. ¿Comigo las había de haber la relamida! A fe que la había de her peer por ingeño; que, aunque es moza forzuda, yo fío que, si la agarro, no se me escape de entre las uñas. Mi señor don Quijote es muy demasiado de blando. Si él la enviase media docena de coces dentro una carta, para que se la depositasen en la barriga, a fe que no fuera tan repostona. Sepa vuesa merced que estas mozas yo las conozco mejor que un huevo vale una blanca: si las hablan bien, dan al hombre el pescozón y pasagonzalo que le hacen saltar las lágrimas de los ojos. Sobre mí, que conmigo no se burlan, porque luego les arrojo una coz más redonda que de mula de fraile hierónimo; y más si me pongo los zapatos nuevos. ¡Mal año para la mula del preste Juan que mejor las endilgue!
Levantóse riendo don Álvaro y dijo:
—Por Dios, que si el rey de España supiese que este entretenimiento había en este lugar, que, aunque le costase un millón, procurara tenerle consigo en su casa. Señor don Quijote, ello hemos de madrugar, por lo menos una hora antes del día, por huir del Sol; y así, con licencia de vuesa merced, querría tratar de acostarme.
Don Quijote dijo que su merced la tenía; y así, comenzó a desnudarse para hacerle la cama, que en el mesmo aposento estaba, y mandó a Sancho Panza que le descalzase las botas. Llegaron en esto a quererlo hacer dos pajes del mesmo don Álvaro, que habían estado oyendo la conversación desde la puerta, pero no consintió Sancho Panza que otro que él hiciese tal oficio, de que gustó en estremo don Álvaro; el cual le dijo, mientras don Quijote salió afuera por unas peras en conserva para darle:
—Tirá, hermano Sancho, bien y tened paciencia.
—Sí tendrán —respondió Sancho—, que no son bestias; y, aunque no soy don, mi padrelo era.
—¿Cómo es eso? —dijo don Álvaro—. ¡Vuestro padre tenía don!
—Sí, señor —dijo Sancho—, pero teníale a la postre.
—¿Cómo a la postre? —replicó don Álvaro—. ¿Llamábase Francisco Don, Juan Don o Diego Don?
—No, señor —dijo Sancho—, sino Pedro el Remendón.
Rieron mucho del dicho los pajes y don Álvaro, que prosiguió preguntándole si era aún su padre vivo; y él respondió:
—No, señor, que más ha de diez años que murió de una de las más malas enfermedades que se puede imaginar.
—¿De qué enfermedad murió? —replicó don Álvaro.
—De sabañones —respondió Sancho.
—¡Santo Dios! —dijo don Álvaro con grandísima risa—. ¿De sabañones? El primer hombre que en los días de mi vida oí decir que muriese desa enfermedad fue vuestro padre, y así no lo creo.
—¿No puede cada uno —dijo Sancho— morir la muerte que le da gusto? Pues si mi padre quiso morir de sabañones, ¿qué se le da a vuesa merced?
En medio de la risa de don Álvaro y sus pajes, entró don Quijote y su ama, la vieja, con un plato de peras en conserva y una garrafa de buen vino blanco y dijo:
—Vuesa merced, mi señor don Álvaro, podrá comer un par destas peras y, tras ellas, tomar una vez de vino, que le dará mil vidas.
—Yo beso a vuesa merced las manos —respondió don Álvaro—, señor don Quijote, por la merced que me hace, pero no podré servirle, porque no acostumbro comer cosa alguna sobre cena, que me daña y tengo larga esperiencia en mí de la verdad del aforismo de Avicena o Galeno que dice que lo crudo sobre lo indigesto engendra enfermedad.
—Pues, por vida de la que me parió —dijo Sancho—, que, aunque ese Azucena o Galena, que su mercé dice, me dijese más latines que tiene todo el a, b, c, así dejase yo de comer, habiéndolo a mano, como de escupir. ¡Mirá qué cuerpo de san Belorge! El no comer para los castraleones, que se sustentan del aire.
—Pues, por vida de la que adoro —dijo don Álvaro tomando una pera con la punta del cuchillo—, que os habéis de comer ésta, con licencia del señor don Quijote.
—¡Ah, no! Por su vida, señor don Tarfe —respondió Sancho—, que estas cosas dulces, siendo pocas, me hacen mal; aunque es verdad que cuando son en cantidad me hacen grandísimo provecho.
Con todo, la comió, y tras esto se puso don Álvaro en la cama, y a los pajes les hicieron otra junto a ella, do se acostasen, como lo hicieron. En esto, dijo don Quijote a Sancho:
—Vamos, Sancho amigo, al aposento de arriba, que allí podremos dormir lo poco que de la noche queda; que no hay para qué irte ahora a tu casa, que ya tu mujer estará acostada, y también que tengo un poco que comunicar contigo esta noche sobre un negocio de importancia.
—Pardiez, señor —dijo Sancho—, que estoy yo esta noche para dar buenos consejos, porque estoy redondo como una chueca. Solo será la falta que me dormiré luego, porque ya los bostezos menudean mucho.
Subiéronse arriba tras esto ambos a acostar; y, puestos en una misma cama, dijo don Quijote:
—Hijo Sancho, bien sabes o has leído que la ociosidad es madre y principio de todos los vicios, y que el hombre ocioso está dispuesto para pensar cualquier mal y, pensándolo, ponerlo por obra, y que el diablo de ordinario acomete y vence fácilmente a los ociosos, porque hace como el cazador, que no tira a las aves mientras que las ve andar volando, porque entonces sería la caza incierta y dificultosa, sino que aguarda a que se asienten en algún puesto, y, viéndolas ociosas, les tira y las mata. Digo esto, amigo Sancho, porque veo que ha algunos meses que estamos ociosos y no cumplimos: yo con el orden de caballería que recebí y tú con la lealtad de escudero fiel que me prometiste. Querría, pues (para que no se diga que yo he recebido en vano el talento que Dios me dio, y sea reprehendido como aquel del Evangelio, que ató el que su amo le fió en el pañizuelo y no quiso granjear con él), que volviésemos lo más presto que ser pudiese a nuestro militar ejercicio, porque en ello haremos dos cosas: la una, servicio muy grande a Dios, y la otra, provecho al mundo desterrando dél los descomunales jayanes y soberbios gigantes que hacen tuertos de sus fueros y agravios a caballeros menesterosos y a doncellas afligidas; y juntamente ganaremos honra y fama para nosotros y nuestros sucesores, conservando y aumentando la de nuestros antepasados; tras que adquiriremos mil reinos y provincias en un quita allá esas pajas, con que seremos ricos y enriqueceremos nuestra patria.
—Señor —dijo Sancho—, no tiene que meterme en el caletre esos guerreamientos, pues ya ve lo mucho que me costaron ese otro año con la pérdida de mi rucio, que buen siglo haya; tras que jamás me cumplió lo que mil veces me tenía prometido de que nos veríamos, dentro de un año, yo adelantado o rey por lo menos, mi mujer almiranta y mis hijos infantes; ninguna de las cuales cosas veo cumplidas por mí (¿oye vuesa merced o duérmese?), y mi mujer tan Mari Gutiérrez se es hoy como ahora un año; así que yo no quiero perro con cencerro. Y, fuera deso, si nuestro cura, el licenciado Pero Pérez, sabe que queremos tornar a nuestras caballerías, le tiene de meter a vuesa merced con una cadena por unos seis o siete meses en domus Getro, que dicen, como la otra vez; y así, digo que no quiero ir con vuesa merced; y déjeme dormir, por vida suya, que ya se me van pegando los ojos.
—Mira, Sancho —dijo don Quijote—, que yo no quiero que vayas como la otra vez; antes, quiero comprarte un asno en que vayas como un patriarca, mucho mejor que el otro que te hurtó Ginesillo; y, en fin, iremos ambos con mejor orden, y llevaremos dineros y provisiones y una maleta con nuestra ropa; que ya he echado de ver que es muy necesario, porque no nos suceda lo que en aquellos malditos castillos encantados nos sucedió.
—Aun desa manera —respondió Sancho—, y pagándome cada mes mi trabajo, yo iré de muy buena gana.
Oyendo su resolución, alegre don Quijote, prosiguió diciendo:
—Pues Dulcinea se me ha mostrado tan inhumana y cruel, y, lo que peor es, desagradecida a mis servicios, sorda a mis ruegos, incrédula a mis palabras y, finalmente, contraria a mis deseos, quiero probar, a imitación del Caballero del Febo, que dejó a Claridana, y otros muchos que buscaron nuevo amor, y ver si en otra hallo mejor fe y mayor correspondencia a mis fervorosos intentos, y ver juntamente... ¿Duermes, Sancho? ¡Ah, Sancho!
En esto, Sancho recordó diciendo:
—Digo, señor, que tiene razón, que esos jayanazos son grandísimos bellacos, y es muy bien que les hagamos tuertos.
—¡Por Dios —dijo don Quijote— que estás muy bien en el cuento! Estoyme yo quebrando la cabeza diciéndote lo que a ti y a mí más, después de Dios, nos importa, y tú duermes como un lirón. Lo que digo, Sancho, es..., ¿entiendes?
—¡Oh! Reniego de la puta que me parió —dijo Sancho—. Déjeme dormir con Barrabás, que yo creo bien y verdaderamente cuanto me dijere y piensa decir todos los días de su vida.
—Harto trabajo tiene un hombre —dijo don Quijote— que trata cosas de peso con salvajes como éste. Quiérole dejar dormir, que yo, mientras que no diere fin y cabo a estas honradas Justas, ganando en ellas el primero, segundo y tercero día las joyas de más importancia que hubiere, no quiero dormir, sino velar, trazando con la imaginación lo que después tengo de poner por efecto, como hace el sabio arquitecto, que, antes que comience la obra, tiene confusamente en su imaginativa todos los aposentos, patios, chapiteles y ventanas de la casa, para después sacallos perfetamente a luz.
En fin, al buen hidalgo se le pasó lo que de la noche quedaba haciendo grandísimas quimeras en su desvanecida fantasía: ya hablando con los caballeros; ya con los jueces de las justas, pidiéndoles el premio; ya, finalmente, saludando con grandísima mesura a una dama hermosísima y ricamente aderezada, a quien presentaba desdel caballo con la punta de la lanza una rica joya. Con estos y otros semejantes desvanecimientos, se quedó al cabo adormido.
Una hora antes que amaneciese, llegaron a la puerta de don Quijote el cura y los alcaldes a llamar, que venían a despertar al señor don Álvaro, a cuyas voces, don Quijote llamó a Sancho Panza para que les fuese a abrir, el cual despertó con harto dolor de su corazón. Entrados que fueron al aposento de don Álvaro, el cura se asentó junto a su cama y le comenzó a preguntar cómo le había ido con su huésped. A lo cual respondió contándole brevemente lo que con él y con Sancho Panza le había pasado aquella noche; y dijo que, si no fuera el plazo de las justas tan corto, se quedara allí cuatro o seis días a gustar de la buena conversación de su huésped; pero propuso de estarse allí más de espacio a la vuelta.
El cura le contó todo lo que don Quijote era y lo que con él le había acontecido el año pasado, de lo cual quedó muy maravillado; y, mudando plática, fingieron hablaban de otro, porque vieron entrar a don Quijote, con cuyos buenos días y apacible visión se levantó don Álvaro y mandó aprestar los caballos y demás recado para irse. Entretanto, los alcaldes y el cura volvieron a dar de almorzar a sus huéspedes, quedando concertados que todos volverían a casa de don Quijote para partirse desde allí juntos.
Idos ellos y vestido don Álvaro, dijo aparte a don Quijote: