Sentenciado - Agustín Martinez Plinio - E-Book

Sentenciado E-Book

Agustín Martinez Plinio

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Beschreibung

La repentina y trágica muerte de Augusto Messineo, prestigioso juez de alto rango, estremece los pasillos de los estrados judiciales de la ciudad de Córdoba. Su supuesto suicidio deja en la opinión pública y en sus allegados más dudas que respuestas. Rafael Caponi, sobrino y discípulo del fallecido juez, se ve envuelto accidentalmente en la investigación. Complicadas historias de inmigrantes, disputas familiares, resentimientos, amores y enfrentamientos con el poder, son algunas de las situaciones que Rafael y su equipo deberán desentrañar para llegar a la verdad. Una novela de misterio e intrigas, que tiene lugar en distintos momentos históricos que unieron y marcaron a centenares de familias ítalo-argentinas desde principios del siglo xx.

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Agustín Martinez Plinio

Sentenciado

Martinez Plinio, Agustín Sentenciado / Agustín Martinez Plinio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4627-2

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO TRES

CAPÍTULO CUATRO

CAPÍTULO CINCO

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SIETE

CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO NUEVE

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO DOCE

CAPÍTULO TRECE

CAPÍTULO CATORCE

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DIECISÉIS

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTIUNO

CAPÍTULO VEINTIDÓS

CAPÍTULO VEINTITRÉS

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICINCO

A mis abuelos: Jorge Augusto, Raquel, Rafael y Graciela, cuya honestidad, historia, familia, amores y orígenes sirvieran de inspiración para esta novela.

A mi esposa, María Agustina y a mis hijos, Justina y Pedro, por su infinita paciencia y compañía en cada proyecto que decido encarar.

CAPÍTULO UNO

En la madrugada de su cumpleaños, Rafael Caponi ya se había convencido de que solo haría unos trámites judiciales por la mañana, liberando la tarde para festejar su día. Se le presentaba una dicotomía interna ya que, por un lado, su edad lo había alcanzado con buen ánimo, aunque, por el otro, un poco confundido respecto a su futuro.

No es lo mismo treinta y siete que veintisiete, pensó. Vislumbraba el cambio de década demasiado cerca. A pesar de que estaba orgulloso y satisfecho por lo que había logrado como abogado litigante, por alguna extraña razón sentía que todavía quedaba una pizca de aventura faltante. Cada vez que rumiaba el tema en su mente, se hacía la misma pregunta. ¿Qué tipo de aventura?, nunca había una respuesta concreta. Si de algo estaba seguro, era de que la monotonía y la rutina lo desesperaban al punto del ahogo. Sin embargo, se habían transformado en su vida cotidiana, en su moneda corriente.

No obstante haberse despertado ansioso e hiperactivo, caminó con tranquilidad respirando el aire matutino, constantemente se obligaba a sí mismo a encontrarse equilibrado. Resolvió definitivamente que mientras más temprano arrancara, más temprano terminaría y fue así que siendo las ocho de la mañana en punto ya se encontraba frente a las grandes puertas de hierro del Palacio de Justicia de Córdoba, popularmente conocido como “tribunales”.

Sus ojos le devolvieron uno de esos edificios que reflejaban la época dorada argentina, donde todo debía ser majestuoso, simbólico y, sobre todo, relacionado a la cultura europea. Por más que lo transitaba con habitualidad, cada vez que entraba le sorprendía ver algún detalle escondido.

El vidrio repartido dejaba entrever la iluminación natural interna, las puertas se abrieron de par en par con un rechinar que demostraba su centenaria existencia. El aire que salía del edificio chocó con el exterior y pudo sentir esa fragancia única y poco agradable que genera la combinación de papel acumulado con muebles antiguos.

El lobby de ingreso marcaba la antesala al gran salón de los pasos perdidos, nave principal, rectangular, donde asoman los tres pisos del colosal inmueble. Su esplendor se encuentra sostenido por cilíndricas columnas que terminan en un techo abovedado, todo en un blanco que lo hace sumamente luminoso e impoluto.

El salón se encontraba especialmente vacío aquella mañana primaveral, la creencia popular marcaba que era mejor circular por los pasillos laterales y no por el centro. “Trae mala suerte”, dirían los abogados entrados en años. Decidió, de todas formas, atravesarlo justo por el medio como una especie de afrenta a la superstición. “La suerte es para los mediocres”, pensó.

Una ráfaga repentina lo sorprendió, el golpe duro y seco se sintió demasiado fuerte. Miró al frente y quedó petrificado, tirado sobre el suelo yacía el cuerpo de un ser humano, evidentemente había caído desde alguno de los pisos superiores justo frente a sus ojos. Recordó haber visto una figura que se asomaba desde el segundo piso, mas todo fue rápido y confuso. En cuestión de segundos había sentido la silenciosa caída, interrumpida por el ruido ensordecedor que provoca el estamparse contra el piso.

—Esto no puede ser verdad –se dijo a sí mismo, agarrándose la cabeza con las manos. “Debo estar soñando. ¿Será una broma pesada por mi cumpleaños? esa parece la idea más acertada en este momento”, pensó.

El ruido del golpe contra el piso no se lo iba a olvidar jamás, se repetía en su mente como un eco. Miró de nuevo. Sabía que tenía que ir en auxilio de la persona, pero se quedó paralizado, sin poder de acción ni reacción.

Un aura de sangre oscura comenzó a expandirse alrededor del cuerpo provocando que Rafael cayera en la cuenta de que debía actuar. Lo primero que se le ocurrió fue correr hacia él, como si pudiera salvarlo. Tomó la cabeza y la giró. Su cuerpo se invadió de náuseas y adrenalina. Cuando vio su cara intacta, lo reconoció de inmediato.

Se tiró hacia atrás y gritó con todas sus fuerzas

—¡No!, ¡no!, no puede ser.

Con su porte intacto, su pelo tupido gris y su toga negra puesta, Augusto Messineo, indudablemente, había perdido la vida.

Las imágenes se reprodujeron en la mente de Rafael como una película en cámara lenta. Augusto, su tío abuelo, su mentor, su abuelo del corazón, el que siempre lo alentó y acompañó en sus estudios de Derecho y lo tomó como discípulo.

Reposó sus dos manos en la cara del fallecido, parecía perfectamente dormido. Rafael quería llorar, pero la adrenalina se lo impedía. Sintió que alguien se acercó a su oído y le susurró.

—Soy yo, Lola, quedate tranquilo que vi todo.

No entendió la referencia. ¿Quedate tranquilo? ¿Por qué debía de interesarle que Lola hubiera visto semejante escena de tragedia?

Cuando el frío metal se hizo lugar a través de sus muñecas lo comprendió todo. La policía lo había esposado y lo llevaba por la fuerza, sin explicación alguna.

—¿Qué están haciendo?, ¿se volvieron locos? –Rafael gritaba a los policías, pero ellos no emitían sonido alguno.

Vio que Lola lo acompañaba sin saber qué hacer.

—¡Lola!, registrá todo y llamalo a Mauricio por favor, él va a saber qué hacer –dijo Rafa, todavía absorto de que se lo llevaran como a un delincuente.

—Me encargo –dijo Lola–, lo vamos a solucionar.

Rafael fue retirado del salón sin más explicaciones.

La alcaidía de tribunales estaba ubicada en el lugar más oscuro y lúgubre del subsuelo, Rafael pocas veces había llegado hasta aquel lugar, aunque siempre por el ejercicio de su profesión de abogado, nunca como sospechoso y menos como detenido.

El guardia del calabozo lo recibió y lo acompañó a la diminuta celda donde generalmente se ubicaba a algún reo que debía prestar declaración o participar de juicios orales. Se sentó en un banco de madera de dudosa estabilidad, bajó su cabeza apuntando su vista al suelo y se pellizcó el antebrazo, nada sucedía. Aún estaba convencido de que todo debía de ser una pesadilla.

“Estas situaciones no se dan en la vida real, menos aún el día de mi cumpleaños, esto no es más que un sueño”. Se repetía.

Los minutos siguientes lo hicieron perder la esperanza de estar soñando.

“¿Será una broma de mal gusto? –la idea había vuelto a aparecer, quería convencerse–. ¡Basta! –se dijo enojado consigo–. Esta es la pura realidad y tengo que asumirla de una vez por todas, presencié una muerte, y no cualquier muerte. Tengo que lograr focalizarme en lo importante, estoy detenido y soy abogado, aunque cueste tengo que activar el modo profesional. ¿Qué sé hasta ahora? Estaba solo en el salón, sentí un ruido y vi el cadáver. ¿Estaba solo?, no –se retó a sí mismo–. Lola dijo haberlo visto todo”.

Recordó también un borroso movimiento en el segundo piso, ¿habría sido el mismo Augusto antes de lanzarse?

No existe peor tortura que quedarse ensimismado en pensamientos, en silencio y sin información. El cóctel se completaba con la oscuridad, el olor a encierro y el moho que recubría la pared que tenía enfrente. Las ideas iban y venían entre escenarios idílicos o catastróficos, había perdido claridad.

Su experiencia como abogado civilista distaba de ser muy útil en ese momento, sin embargo, se convenció de que tenía que actuar de inmediato, mostrarse sumiso no podía ser la estrategia correcta.

—¡Guardia! –gritó con fuerza y el uniformado se asomó desde su escritorio.

Rafael se puso de pie.

—Quiero que sepa que soy abogado del fuero local y que ejerceré mi propia representación. Exijo que de inmediato se comunique con el fiscal de turno para que se apersone.

El enojo ya comenzaba a transitar por todo su cuerpo.

—Disculpe doctor, usted sabrá que nosotros solo cumplimos órdenes –se excusó el oficial.

—Mire, usted y quien haya dado la orden tendrán que responder por qué detuvieron a un abogado matriculado en vez de estar investigando qué sucedió realmente.

—Voy a tratar de ponerme en contacto con el fiscal, doctor.

—Además, quiero hacer un llamado –agregó Rafael ofuscado.

Mientras intentaba poner orden al caos de sus pensamientos, Lola notó que su iPhone había comenzado a vibrar y sonar, en la pantalla aparecía la leyenda “llamada desconocida”, ella atendió de todos modos.

—La presente llamada se realiza desde un establecimiento penitenciario, ¿presta conformidad para recibirla? –preguntó la operadora.

—Sí, por favor –contestó Lola, atónita de que trataran a Rafa como un presidiario.

—Lola, no tengo mucho tiempo, creo que algo extraño está pasando. Necesito dos favores: primero, que vengas a la alcaidía de tribunales así hablamos con el fiscal. El segundo, que me digas si pudiste hablar con Mauricio Rosatti.

—Voy para allá, no logro comunicarme con Mauricio, pero lo vamos a solucionar.

—Gracias –dijo Rafa y sintió cómo Lola terminaba la llamada.

Se quedó durante unos segundos paralizado, reflexionando. Devuelto a su celda, pensó: “espero que nuestras tensiones no opaquen el criterio de Lola”, estaba confiado de su buena fe.

Rafael y Lola habían sido íntimos amigos desde que tenían uso de razón. Su amistad era heredada de sus padres, por lo que se habían criado prácticamente juntos, compartiendo viajes, cumpleaños, navidades y fines de semana. Incluso habían sido compañeros de la facultad.

Con picos altos y bajos, durante todo ese tiempo Rafael había estado enamorado de Lola, aunque nunca lo hubiera manifestado públicamente. Confesarlo años atrás, pasado de alcohol y en el momento incorrecto, había sido para Rafael una de las peores decisiones que había tomado en su vida. Desde ese momento su relación con ella se había reducido a saludos cordiales y encuentros formales.

A través de los barrotes, a lo lejos, la vio llegar. Lola era de estatura relativamente baja, esbelta, con el pelo largo y castaño. Sus ojos verdes habían sido justamente la perdición de Rafael. Ella entró apurada por el pasillo y exigió ver al detenido.

—Soy la letrada representante del doctor Caponi, necesito hablar con mi cliente.

—Lo siento doctora, pero eso no será posible ya que el detenido ha decidido representarse a sí mismo –dijo el oficial.

Antes de que ella pudiera refutarlo, vio llegar a un hombre alto, extremadamente delgado, pero con un talante indiscutible. Su blanco y escaso pelo se encontraba perfectamente peinado hacia atrás y engominado. El señor pasó frente a ella cual si fuera invisible.

—Doctor Grindetti –dijo el oficial–, no lo esperábamos por aquí.

Sus nervios eran notorios. La persona que tenía al frente era de aquellas que ponen a uno en sensación de estar haciendo algo mal.

—Buen día, oficial. Me encargaré personalmente de este caso atento a su gravedad institucional, ha fallecido un miembro del Tribunal Superior de Justicia y aquí se ha manejado la situación de manera muy desprolija.

Grindetti miró de reojo a Rafael sentado en su celda y dijo en voz alta:

—Le pido que inmediatamente libere al doctor Caponi y le restituya sus pertenencias.

Rafael reconoció a Grindetti a primera vista. Se trataba del fiscal general de la provincia, la máxima autoridad penal. El mismo era conocido por su severidad, aunque también lo era por su seriedad. Grindetti le tendió la mano. Su piel era tan fría y seca como su apariencia.

—Doctor Caponi, en nombre del Ministerio Público Fiscal quiero pedirle las disculpas del caso. Evidentemente nos encontramos frente a un suicidio que usted ha tenido la desgracia de presenciar. De todas formas, voy a pedirle que deje a disposición todos sus datos ya que estaremos en contacto.

—Le agradezco, doctor, ha sido realmente penoso que me hayan tratado de semejante manera y se me haya privado de mi libertad –Rafael miraba fijo a Grindetti, él parecía incómodo y esquivo.

Luego de firmar tediosos escritos y formularios, Rafael y Lola salieron hacia el largo pasillo sin emitir sonido. Ella decidió romper con el silencio.

—Siento mucho lo de tu tío, Rafa. Sé que Augusto era muy importante en tu vida –dijo con voz suave.

Él agradeció las condolencias con repentina culpa, desde aquel momento no se había puesto a pensar en Augusto, sino en cómo salir de su situación. Se sintió angustiado y confuso. No podía quitarse de la cabeza que nada parecía ser correcto, tenía que descubrir qué estaba sucediendo y no sabía cómo enfrentarlo. Tuvo un impulso, pero necesitaba que Lola reafirmara que no estaba loco.

—Deberíamos ir a analizar el segundo piso. Es nuestra única oportunidad, el edificio está vacío y cerrado. No hay nadie más dentro de tribunales, no voy a poder calmar las ideas si no lo hago.

Dubitativa, Lola asintió, no le pareció el tiempo y lugar como para contradecirlo en semejante momento de angustia.

—¿Qué pretendés encontrar ahí, Rafa? –preguntó amablemente para no ofenderlo–. No es que quiera disentir con vos, pero no somos precisamente detectives.

—No –dijo Rafa–, pero conocés muy bien cómo son mis corazonadas. Algo me dice que ir ahora nos va a ser de utilidad en algún momento o nos servirá para entender lo que está pasando.

CAPÍTULO DOS

El camino hacia el segundo piso parecía interminable, los ascensores estaban fuera de servicio, por lo que las largas escaleras caracol eran la única vía hacia arriba. Los extensos escalones venían íntegramente acompañados de barandas de hierro y madera, el granito blanco ya se veía gastado y curvo por el caminar de miles de personas a lo largo de un siglo.

Mientras se agitaba, Rafa pensaba la cantidad de veces que había subido esas escaleras en los últimos quince años, eran incontables. Muchas veces cansado de tanto recorrer, otras enojado por algún entredicho con los juzgados, a veces apurado por llegar a una audiencia y hasta negociando con colegas sobre cómo terminar con las luchas de sus clientes. Nunca imaginó que lo haría para revisar una escena del crimen, si es que existía algún crimen que revisar.

Al llegar al segundo piso se sintió acalorado y transpirado, Lola estaba al lado suyo, cual soldado fiel. No se veía que el calor la hubiese afectado en lo más mínimo.

En los extremos, se encontraban asomadas, como si fueran cuatro guardias, las estatuas de granito que miraban desde arriba al salón de los pasos perdidos. Representaban la libertad, la verdad, la jurisprudencia y la conciliación. Irónico lugar desde donde había caído Augusto, habiendo entregado su vida a esos principios.

La totalidad de la segunda planta se encontraba vacía, se sentía el rechinar de sus propios zapatos al caminar. A lo lejos vio la puerta del despacho de Augusto, que seguía abierta.

El espacio de trabajo del difunto era exactamente como cualquier persona imaginaría el de un juez.

En el ambiente reinaba una luz cálida y tenue que iluminaba la biblioteca sobrecargada que ocupaba la pared desde el techo hasta el piso, repleta de antiguos tomos de jurisprudencia. Los sillones individuales, estilo chesterfield verdes, acompañaban un gran escritorio de madera que en su centro tenía tallada la famosa balanza representativa de la justicia.

Bastó cruzar la puerta para que a Rafa se le llenaran los ojos de lágrimas, mientras aparecían nuevamente los recuerdos de su tío. Curiosa trampa nos hace la mente, al traernos los recuerdos. Lo vio a Augusto trabajando hasta la noche solo con la lámpara del escritorio encendida, cómo le hacía señales para que entre cada vez que lo veía pasar por el pasillo, recordó cómo apreciaba el aroma del café ristretto que acompañaba sus charlas. Inhaló profundamente, reprimiendo su tristeza, ya estaba decidido a enfocarse en su tarea.

Notó que el escritorio estaba repleto de papeles y expedientes. Los lentes de Augusto estaban a un costado, la lapicera destapada y la computadora prendida. Todo indicaba un día normal de trabajo. A Rafa le llamó poderosamente la atención.

—Mirá esto –dijo Lola señalando hacia el piso.

Una tasa caída sobre la alfombra color natural, sin romperse, y todo el café desparramado sobre ella.

—Lola, algo aquí no cuadra –dijo Rafa intentando atar cabos sueltos–. El lugar está intacto. No ha venido la policía todavía. ¿No te parece extraño? ¿No debería ser lo primero que haga la policía? Aquí nadie se ha dignado ni a aparecer ni a proteger la zona.

—Tengo que darte la razón. Aunque no sea rara la ineficiencia policial o de la fiscalía, esto excede hasta sus propias falencias.

Ambos inspeccionaron el lugar, filmaron y sacaron fotografías con sus celulares como si supieran lo que estaban haciendo. Rafa se sentó en la computadora haciendo una copia de seguridad, que se envió por mail.

Rafael no podía quitarse la sensación de que estaban mirándolos desde que habían ingresado al despacho. Cuando se lo comentó a Lola, ella le explicó que tenía la misma inquietud, aunque no se había animado a comentarlo. Algo estaba sucediendo y ellos no podían entender de qué se trataba.

Rafa le hizo señales a Lola de que debían retirarse, no se sentía cómodo. Salieron apurados hacia la puerta, abriéndola de golpe. Sintieron cómo le pegaban a una persona con el impulso, cuando intentaron salir del despacho se toparon de frente con Grindetti.

—Doctores, ¿qué hacen aquí? ¿Están buscando motivos para volver a considerarlos sospechosos? –dijo con voz de acusación. Aunque su actitud impávida llamó la atención de Rafael, no parecía sorprendido.

—Solo le pedí a la doctora Juárez que me acompañara a buscar un recuerdo de mi tío –dijo Rafa, haciéndose el inocente–. ¿No intervino la policía judicial aún?, pensamos que íbamos a encontrarnos con ellos.

Sus palabras fueron como un dardo al cuello de Grindetti.

—No –contestó tajante el fiscal–. Ya se les dio aviso y esperamos que lleguen pronto. ¿Están cuestionando mi trabajo? ¿Será tan atrevido usted, joven letrado?

—Para nada doctor, que tenga usted un buen día –dijo Lola, quitándole a Rafael toda posibilidad de respuesta punzante y empujándolo hacia la salida.

CAPÍTULO TRES

Luego de una extensa caminata al sol fuerte de la mañana, Rafael se paró frente a la casa de sus padres y suspiró de manera profunda, sabía que tenía que enfrentarse a una seguidilla de pésames, entremezclados con educados deseos de feliz cumpleaños.

No podía imaginar peor escenario.

La casona de la familia Messineo había pasado de generación en generación hasta la familia Caponi. Era una de las últimas en mantenerse en pie en el estudiantil barrio de Nueva Córdoba. La fachada color gris marcaba sus dos plantas. Los grandes ventanales, protegidos con persianas y rejas forjadas en hierro macizo, le daban un toque especial a la calle Larrañaga, hoy epicentro de modernos edificios, bares y restaurantes.

La puerta de dos hojas de madera se abrió de golpe y Gianluca Caponi se abalanzó sobre su hijo para abrazarlo. Corpulento, calvo y de estatura media no se parecía en lo más mínimo a su hijo, quien compartía los atributos físicos de la familia Messineo hasta la médula. Gianluca siempre había sido un padre cariñoso y comprensivo.

—Pasá hijo, tu madre quiere hablar con vos. Hola, Lola, gracias por acompañarlo.

—Para eso estamos los amigos, Gianni –dijo Lola compungida.

Rafael y Lola caminaron por el pasillo central que todavía conservaba su encanto original. Los muebles antiguos resaltaban gracias a las paredes empapeladas en color bordó. La iluminación la proporcionaban los quinqués dorados que colgaban del alto techo.

Al llegar a la cocina vieron como a Giulia le caían las lágrimas mientras revolvía el té con limón y miel que se había servido. Ella miró directo a Rafa con ojos vidriosos, la pena y el amor de una madre siempre puede apreciarse a través de sus ojos.

—Siento y lamento mucho todo esto hijo, más lamento que haya ocurrido el día de tu cumpleaños. No puedo entender la decisión del tío Augusto, no encuentro fundamentos –dijo Giulia mostrando su total desconcierto.

—Estamos todos igual, mamá, creo que debemos dejar pasar el tiempo para entenderlo, intentando recordar sus buenos momentos –dijo Rafa educadamente, evitando generar más dudas a su madre.

—Hijo –irrumpió Gianni–. Sé que no es el mejor momento, pero tu tía Marina dice que necesita verte urgente, está arriba en la habitación principal.

Rafa miró a Lola en busca de complicidad, ella le hizo señas para que hiciera caso al pedido de su padre.