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Los antiguos hablan de la isla de Delfi, con nostalgia y de la lucha sin cuartel entre el Bien y el Mal, allí acaecida. Nos cuentan la historia de sus últimos tiempos hasta el ataque final de la oscuridad, cuando muchos lograron escapar, con destinos inciertos. Nos hablan de Urilita, la Gran Nereida y de Lulor el Mago; del rey Tilurin y de sus gallardos guardias reales; de la gentil doncella Ameristi, de la nereida Surili y de la reina Dioria, unidas por el amor al mismo hombre; de las nereidas sagradas que se convertían a voluntad en delfines y de la maravillosa vida en el archipiélago de Sirius. Nos dejan el mensaje final de Kyrie-El, el mítico emperador de la Atlántida, que nos recuerda que Él todavía nos espera de alguna manera, en algún lugar. Delfi, la Isla Perdida, es una sumatoria de muchas historias de amor y de vida que nos llena de esperanza, pues nos demuestra que los hombres y las mujeres tienen en sí mismos, la capacidad de cambio para el Bien y una fantástica resiliencia ante la adversidad, cuando se deciden a actuar desde el punto de Luz, en el centro de sus propios corazones.
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Seitenzahl: 700
Veröffentlichungsjahr: 2018
María Cristina B. Palazzo
SERIES MÁGICAS
Libro I
Delfi, la Isla Perdida
Editorial Autores de Argentina
Palazzo, Marìa Cristina B
Series màgicas : libro I : Delfi, la isla perdida / Marìa Cristina B Palazzo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-761-168-7
1. Novela. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www. autoresdeargentina. com
Mail: info@autoresdeargentina. com
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Maximiliano NuttiniCorrección: Elizabeth Miriam Coronel
Dedico esta novela a Jorge, mi esposo y compañero de aventuras, sin cuya inestimable ayuda no hubiera podido escribirla, y también a los incontables seres que se atreven a soñar con un mundo mejor, haciendo todo lo que pueden, de acuerdo con lo que saben.
Escucha, oh viajero, que pasas a través del inmenso océano que ahora llaman Atlántico pero que fue encrespado escenario de luchas interminables, los cantos de los delfines y de las ballenas.
Interpreta su mensaje. Estos hermanos todavía recuerdan la época de la Isla de las Nereidas Sagradas, que los humanos llamaban la Isla de Delfi. Su nostalgia no tiene límites. Ellos recuerdan a Urilita, a Lulor y al amor incondicional por el que ellos consumaron juntos el Gran Sacrificio. También nos hablan de muchos otros, que sin ningún egoísmo, pelearon hasta el final de sus posibilidades y de sus vidas. . .
Oye sus cánticos; te hablan de la gran Oscuridad que reinó en esos últimos días y te avisan que una similar energía se está extendiendo ahora, por los océanos. Sabe que si las magníficas ballenas azules y los amorosos delfines se extinguen, las grandes aguas perderán su vida y la fuerza elemental restante no podrá conectarse por sí sola con la lumínica energía de Sirius y se rebelará ante la falta de amor de los humanos. . .
Mapa del archipiélago de Sirius, como fue encontrado en los antiguos registros.
PRIMERA PARTE
LA ISLA DE DELFI
La Isla de Delfi era una isla oceánica y formaba parte del archipiélago volcánico de Sirius, producto de una erupción subterránea. A su vez, Sirius estaba formado por siete islas, siete islotes y algunos bancos de arena y escollos. Medía 8000 km2 y había tenido en su época de esplendor una población estable de 7000 habitantes que podía fluctuar hasta 8000 en la época veraniega, cuando las gentes del continente más cercano se animaban a ese largo trayecto a través del gran océano, para gozar de las aguas curativas de su isla principal, Delfi.
Allí estaban situados el palacio mayor, donde vivía el rey, y también los palacetes secundarios, donde lo hacía toda su corte con sus respectivas familias, de entre las principales de las islas.
Era habitada en su mayor parte por la familia Tivonin. Pero también había representantes de la familia Lucenin y en menor grado, por orden decreciente, de las familias Tucerin, Aniensis, Rutisin y Erenesis. Todos ellos ocupaban cargos importantes en el gobierno y en la milicia.
La guardia personal de Tilurin, de la Casa de Tivonin, pertenecía a una u otra de las Casas Reales, así llamadas por haber sido las primeras familias en habitar el archipiélago y de donde salieron todos los reyes que rigieron sus destinos.
La isla más cercana, hacia el Sudoeste, era la de Pietri, donde vivía gran parte de la familia Erenesis, poco afecta a la vida de la corte. Luego, formando un anillo que iba primero hacia el Sur, y pasaba por el Este, para volver por el Norte hacia el Oeste, se hallaban las islas de Truro, Vespa, Fanti, Natis –de fértiles tierras donde vivían los navegantes, comerciantes y campesinos- y Malfi, la de los bosques encantados, donde vivían los artistas.
Fanti estaba en posición equidistante entre Vespa y Natis, y era la más cercana al continente. Sin embargo, nadie hacía pie en ella debido a que corrían muchas historias de fantasmas que presuntamente la poblaban. No estaba habitada y el estrato se componía en su mayor parte de rocas porosas, que rodeaban un volcán apagado, que se oía, sin embargo, crujir de tanto en tanto.
Era una isla áspera a la vista, además, rodeada por un aura de misterio, que no inspiraba, por cierto, el deseo de conocerla. Los marinos, supersticiosos por naturaleza, la evitaban y ningún visitante exigió a una nave atracar en ella. Se decía que las nereidas sagradas practicaban su magia allí y que no era bueno molestarlas. Lo que estos temerosos navegantes no sabían era que el verdadero peligro se incubaba en la isla de Titina, dos mil kilómetros mar adentro de Delfi.
Sirius formaba un anillo perfecto cuyo centro era un volcán submarino, que de tiempo en tiempo entraba en erupción con suavidad provocando que el agua acumulada en el centro se convirtiera en una perfecta pileta sanadora, donde los delfines rosas aparecían y se comunicaban con los nadadores que se atrevían a bañarse en las aguas murmurantes.
Aquello duraba solo una temporada y era casi siempre en el otoño del mundo de afuera. Aunque en Sirius la temperatura era estable y se mantenía entre los 20° y los 25°, fuera invierno o verano. Se podría decir que allí se vivía una eterna primavera.
Muchos visitantes llegaban desde tierra firme atravesando toda suerte de obstáculos, el último de ellos, una larga travesía marítima desde la isla más cercana del archipiélago de Poseidis, que estaba más próxima al único continente conocido en esa época.
Los viajeros que llegaban desesperados por encontrar curación a sus males de cuerpo y de alma, primero quedaban encantados con la paz del lugar. Nadaban con los delfines rosas tratando de descifrar sus cantos y lavaban sus auras manchadas en las puras aguas.
Luego el silencio y la paz que reinaban en el lugar los comenzaban a poner nerviosos. Más tarde, recompuestas sus fuerzas y sanados de sus enfermedades, solo pensaban en regresar a sus hogares y recomenzar sus vidas de nuevo. Si acaso los barcos no estaban disponibles y no podían partir enseguida, se volvían taciturnos y quejosos, y muchos recobraban los males con los que habían llegado y fallecían en el camino de regreso a sus países.
Aquello hizo que la fama de Delfi se fuera apagando hasta que, en el momento que nos ocupa, casi nadie llegara del mundo de afuera y, en cambio, muchos jóvenes se aventuraran hacia él y pocos regresaran. La población había decrecido a 5000 habitantes, aunque el índice de vida era alto porque vivían hasta los 120 años promedio. Los cortesanos tenían una vida un poco más larga: 150 años. Y los que manejaban las artes en Delfi, como por ejemplo, los reyes y sus herederos y algunos pocos más en el reino, podían llegar hasta los 200 años o más.
En este tiempo, en Sirius reinaba el rey Tilurin y su sucesora era su hija Ilaria, concebida con la bien amada Dioria, la unigénita del mítico rey Lucer.
El rey Lucer había vivido hasta los 500 años de edad, siendo el patriarca más venerado en toda la historia de las islas. Fue asceta y sanador hasta casi el final de sus días, cuando se enamoró de Alethia y se casó con ella. Del fruto de esta unión, nació la resplandeciente Dioria, quien a su vez se casó con Tilurin y murió al dar a luz a Ilaria.
Había seis casas nobles en las islas:
La Casa de Lucenin
La casa de Tivonin
La Casa de Tucerin
La Casa de Aniensis
La Casa de Rutisin
La Casa de Erenesis
Casi todas estaban emparentadas entre sí, aunque muchas veces mezclaban su sangre con las familias de menor linaje, como las de los comerciantes, artesanos y campesinos. Las personas no tomaban —salvo en casos excepcionales, cuando era de mayor linaje— el apellido de los padres, sino el de las madres. Muy pocas veces se concertaban matrimonios con forasteros, a no ser, en casos muy especiales y con gentes de mucho mérito.
Los siriuanos, como se llamaban a ellos mismos los habitantes del archipiélago, llevaban una vida armoniosa y pacífica, en contacto con la naturaleza. Obedecían a una estructura patriarcal, en la que el rey o la reina —dado el caso— tenían un papel preponderante en la organización de gobierno, siendo su cabeza.
El gobernante se apoyaba en un cuerpo legislativo llamado Consejo de Ancianos, formado por siete miembros. Uno correspondiente a cada una de las 6 familias principales y el restante nombrado por el rey a base de sus méritos personales.
Aunque en este momento, el Consejo casi no funcionaba y solo se limitaba a una presencia decorativa.
LOS DESVELOS DE TILURIN
Tilurin había nombrado a Lulor, el Mago, como séptimo miembro del Consejo, aunque a veces se arrepentía, pues era el único que desoía sus consejos paternales y lo confrontaba con situaciones de las que no se quería hacer cargo.
Sin embargo, había algo que lo atraía de Lulor, una semejanza con él mismo, que a veces lo hacía dudar de que no fuera en verdad hijo suyo y de su amada. Su familia le había dado pruebas en contrario y él respetaba y quería a sus mayores y, por sus cerradas estructuras mentales, cristalizadas en su vejez, no podía aceptar en este punto la palabra de Urilita. Pese a esto, lo atrajo hacia sí para tenerlo cerca, contrariando con esto a Joffer, su preferido y el único que lo comprendía y que estaba de acuerdo con él en todo.
La pregunta que siempre lo torturaba era si su amada Ameristi lo había traicionado o si bien Lulor era su hijo y él había sido engañado por su familia. Esto lo desvelaba hacía varios años, máxime teniendo en cuenta que Urilita ya no le hablaba y no tenía a nadie que lo pudiera ayudar en este asunto.
Además, por si fuera poco, él ya tenía una heredera, Ilaria, que era muy amada por el pueblo. Y Lulor le había dejado en claro que él no tenía ninguna capacidad ni intención de dedicarse a gobernar y que solo era un consejero.
Pero si fuera su primogénito, le correspondería; aunque en este caso tendría que investigarse por qué había desaparecido y quiénes eran los culpables. Y si se probara sin lugar a dudas que Lulor era su hijo, tendría que buscar a los responsables de su abducción entre los miembros de su propia familia y también pensar en que habían propiciado la muerte de su amada Ameristi.
Su madre había muerto hace unos años pero su padre, aunque muy anciano, estaba vivo todavía. Tilurin nunca se había llevado bien con él pero le tenía lástima, puesto que el otrora poderoso guerrero había sido corroído por una enfermedad de los huesos y no solo divagaba, sino que tampoco podía estar derecho ni de pie. No le parecía bien arrastrarlo ante el Consejo, aunque una parte de él lo quisiera hacer.
El rey Tilurin estaba dividido en dos. En su momento creyó en la revelación de Urilita y por eso volvió a la región de donde había sido oriunda Ameristi, buscándolo. Lo encontró con la ayuda de los hados y lo trajo a Delfi a vivir con él. Pero, pronto, luego de confrontar a Phybis y Shybis que le susurraron impiadosas mentiras sobre su amada, los celos lo corroyeron, impidiéndole reconocerlo ante su pueblo.
Sin embargo, con los años el rey había reconocido en Lulor su propia fuerza apasionada —sobre todo cuando se le oponía— y había visto en sus ojos, tan parecidos a los de Ameristi, la misma mirada inexorable que le devolvía su propio espejo.
Pero, además de todos estos problemas mentales en los que se debatía, el rey era caprichoso y no le gustaba dar el brazo a torcer. Y mucho menos, reconocer errores y pedir perdón.
Tilurin sabía que Urilita le había revelado a Lulor el mismo secreto sobre su nacimiento, pero nunca lo habían hablado entre ellos, excepto en la ocasión en que Lulor había afirmado su desinterés en afincarse en un solo sitio y su pasión por los viajes y aventuras.
Para Tilurin fue como mirarse a sí mismo cuando su propia juventud y recordar lo mucho que sufrió por tener que abandonar esa vida y quedarse anclado, administrando los distintos asuntos del gobierno. Tilurin confiaba en que Urilita le había dicho la verdad.
Primero, porque ella jamás le había mentido y no era sabido que las Nereidas Sagradas dijeran ninguna cosa que no fuera la verdad, porque su poder estaba basado en la pureza, en la luz blanca, y la Gran Nereida —como ya lo había demostrado innumerables veces— conservaba todo su Poder.
Segundo, porque en ese momento, cuando se sentía cerca de partir de este plano, él se estaba replanteando su vida entera. Comprendía que eran de poca monta las estructuras y mandatos heredados de sus padres, que no le habían sido de mucha utilidad y veía en forma desapasionada las características y apetencias mundanas de sus progenitores. Tilurin temía y creía muy posible, entonces, que hubieran sido capaces de un acto tan cruel.
Y tercero y fundamental, Tilurin no había enaltecido a ningún hombre, excluyendo al rey Lucer, antes de toparse con el niño, quien le produjo un singular efecto desde el día en que lo conoció, convertido ahora en un joven enigmático.
Tilurin veía que Lulor estaba asociado a poderes que él, en ese momento, ya no podía comprender. Y lo que era peor para su comodidad, sentía un vínculo de respeto y amor que no podía reprimir, aunque muchas veces lo hubiera intentado. Sí, definitivamente, Lulor era él mismo más joven, cuando todavía no había perdido la conexión con Urilita, con el agregado de los graciosos dones de Ameristi.
Pero ¿cómo hacer ahora? Eran muchos problemas los que tenía el reino y sacar todo eso a la luz, en este momento, solo iba a causar más daño que bien. Por eso, el rey había elegido dejar las cosas como estaban y hacer oídos sordos a lo que su corazón le dictaba.
Él ya tenía muchos desafíos operativos en las islas, a pesar de todo el cuerpo de ayudantes del que disponía, porque los jóvenes estaban emigrando y si no frenaba la tendencia, pronto serían un archipiélago solo de ancianos. Y lo más alarmante de todo era que los adultos mayores empezaban a divagar, lo que estaba fuera de lo acostumbrado, puesto que mostrar ese deterioro de las funciones cognitivas antes de morir era inédito en las islas.
Buscar la causa desvelaba al rey y por eso mandó llamar a Lulor, el Mago, de su retiro espiritual en la isla de Fanti, para consultarlo en este punto, aunque su llegada conmocionó a toda la corte y puso en evidencia las pujas intestinas por el control del poder. Este asunto lo había lastimado de manera profunda, aunque no lo hizo evidente.
Tilurin estaba desolado. No solo Lulor no le había contestado con claridad sus preguntas, sino que lo había dejado con muchos nuevos interrogantes. Dudaba de la existencia de un complot tan oscuro como del que le había hablado Lulor. Él se negaba a aceptar que el Mal pudiera hacer pie en su sagrada isla. No podía ser verdad lo que le había contado el mago.
Pero sin embargo, visiones horrorosas del porvenir le arruinaban el sueño y se debatía entre echar a Lulor de su vida y de las islas o creerle y tomar armas en el asunto. Que Joffer se opusiera tan abiertamente a Lulor no lo confortaba para nada, máxime, teniendo en cuenta que el mago le había confesado su animadversión por su secretario para Asuntos Internos, que era un cargo que había creado a la medida de los talentos de Joffer.
Mal que le pesara, los comentarios de Lulor le habían hecho recordar las amonestaciones de Urilita con respecto a su vanidad y los ejercicios que le había dado para contrarrestarla. ¿Sería posible que Joffer no fuera sincero en sus apreciaciones sobre su reinado y su capacidad para gobernar y él hubiese fallado en darse cuenta, por esta falencia de su carácter?
El rey tenía a disposición un cuerpo operativo de siete ministros. El ministro de Educación, el ministro de Tierras (agricultura, ganadería y minería), el ministro de Cultos, el ministro de Defensa, el ministro de Administración General del Reino, el ministro de Navegación y Comercio y el ministro de Relaciones Públicas y Humanas.
Cada ministerio tenía un lugar público apropiado para cumplir sus funciones y la cantidad necesaria de dinero y afines para desarrollar sus actividades. El Ministerio de Defensa se subdividía en dos secretarías, la de Tierra y la de las Aguas.
La Secretaría de las Aguas contaba con cincuenta navíos entre los de guerra y los comerciales, que se usaban casi siempre para viajes diplomáticos al continente, todos anclados en la bahía de Andritis, en la parte oeste de la isla de Delfi.
Era deber de los oficiales de los barcos vivir en Delfi, junto con sus familias, pero los tripulantes podían hacerlo en cualquiera de las otras islas del archipiélago. Por eso era habitual ver pequeños botes amarrados en la parte más baja de la bahía, que eran usados por los marineros para navegar desde sus hogares en las otras islas, en especial, las islas de Truro y Vespa cuando los llamaban para embarcar a través de palomas mensajeras.
El cuerpo completo de la secretaría era de quinientos hombres, entre administrativos y personal de campo.
La Secretaría de Tierra también constaba de un cuerpo de quinientos hombres, de los cuales cuatrocientos cincuenta eran guerreros a caballo —ya que dadas las distancias entre los caseríos, la infantería no existía en las islas— incluyendo la guardia personal del rey, que eran los mejores dentro de su género.
La jefatura de esta guardia era un puesto vitalicio, y el nombramiento involucraba un juramento de lealtad a cualquier precio, que no se podía violar —según el estricto código de leyes de las islas— sin incurrir en el castigo del destierro o muerte, dado el caso. Pero nunca había ocurrido que alguien asignado a tal honor lo hiciera, porque los isleños tenían un gran sentido de esta cualidad y en gran estima a la palabra dada.
Tilurin nombró a su primo por parte de su esposa, Ilorum —que pertenecía a la Casa de Lucenin— como jefe de su guardia, pues era en el único en el que confiaba plenamente, a pesar de saber que muchas veces no coincidían en sus opiniones, sobre todo, respecto al poder político del que gozaba su apreciado Joffer.
JOFFER
Joffer no pertenecía a ninguna de las Casas Nobles de las Islas. Era el hijo mayor de un reputado comerciante de granos, Jasper Irista, quien vivía en la isla de Natis, fruto de su primera esposa fallecida, una bella morena de nombre Nemesi.
Jasper tenía una vida dichosa con su regordeta segunda esposa Amatis y su numerosa prole, y no le prestaba mucha atención a su primogénito más que para desear que se fuera lo más lejos posible, así tuviera que mantenerlo como un rey en la corte.
Nemesi había sido un pecado de juventud de Jasper, pues le había sido dada en prenda, a cambio del perdón de una deuda. Jasper, que no era un mal hombre, pronto se había arrepentido, después de casarse, de ese loco impulso frenético que lo incitó a obligar a esa familia de tal forma.
Pero una vez que se tira una piedra al agua, los aros que se forman llegan mucho más lejos de lo que puede prevenirse. . . o desearse. . . Y estaba escrito que Jasper iba a comprobar en carne propia el sufrimiento que su pasión y su deseo de dominio habían impuesto sobre Nemesi.
Era la Ley, Jasper la había estudiado en el colegio y aunque nunca había sido muy aplicado en las aulas, la recordaba a su pesar. . . Aunque la ley de causa y efecto opera para todos, la conozcan o no.
HISTORIA DE LOS PADRES DE JOFFER: JASPER Y NEMESI
Nemesi era una criatura preciosa y todos se deleitaban con su belleza. Sus grandes ojos negros rasgados, de pestañas largas y sedosas, dominaban su cara de tez morena clara y facciones casi perfectas que bordeaba un renegrido cabello lacio que llevaba largo o recogido en una sola trenza, según la ocasión.
Era vivaz y muy cariñosa pero también caprichosa y consentida en todo por su familia, dado que hacía y deshacía a su antojo, sin que ninguno de los padres o hermanos se atreviera a ponerle límites, no fuera que los dejara de querer.
Ella estaba enamorada de un simple campesino y se resintió profundamente con su familia porque prefiriera ver su deuda saldada a que ella obtuviera su felicidad. Por primera vez sintió la amargura de un límite a sus deseos pero puesto en forma muy injusta, visto que ella no era una mercancía que se pudiera comprar o vender. Sin embargo, educada en las tradiciones, no podía contradecir a sus mayores, lo cual hizo más dura su situación.
Si tal vez lo hubiera hablado, quizá sus padres hubieran dado marcha atrás. Pero ella se encerró en su orgullo y guardó esos sentimientos en su corazón, los cuales la fueron envenenando cada día más hasta tal punto que nadie, ni padres ni esposo, soportaban su compañía.
Jasper se curó de golpe de su enamoramiento, ya que no pudo encontrar ningún placer en ella, ni siquiera en un plano meramente físico. Nemesi, a través de mil gestos y actitudes distintas, le hacía saber a su esposo que, no solo no lo amaba, sino que incluso lo despreciaba, y mucho. Jasper, angustiado, se alejó de ella. Pero como era un hombre en la plenitud de la vida quería tener una relación normal con una mujer y no sabía cómo hacer para deshacer ese infausto matrimonio.
Además, Nemesi no le hablaba tampoco cuando regresaba a su casa para almorzar ni le hacía compañía en la mesa, ocupando en la casa para él el lugar de sirvienta. El pobre de Jasper, al volver solo encontraba la comida servida, más o menos caliente, según su hora de llegada. El hombre, cada vez más desesperado, llegó a consultar a especialistas en las leyes de las islas, para poder separarse y lo hubiera hecho. . . pero quiso el destino que esas pocas noches de pasión dieran su fruto y ella quedara embarazada. En ese momento se enfrió la mente de Jasper y comprendió la ley que estaba operando en su vida y aceptó las consecuencias de sus actos anteriores.
Trató de conversar con Nemesi sobre ello para que pudieran entre los dos formar una familia para el hijo que venía. Pero fue inútil, pues la antigua Nemesi se había replegado, convertida en una desconocida que vivía con él.
Por eso cuando nació Joffer, se contentó con hacer su vida lejos de ella y llevarse al niño con él, cada vez que sus viajes de negocios lo requerían lejos. Esta situación le dio a Joffer, desde muy temprano, una visión global de los asuntos terrenos, haciéndole desarrollar sus propios talentos de negociador mientras admiraba las capacidades de Jasper.
El niño amaba a su padre y hubiera querido siempre estar junto a él, pero su madre de forma continua encontraba motivos para apartarlos. Y no solo así hacía, sino que trató, además, de envenenar la mente de su hijo, hablándole mal de su padre y diciéndole que no era querido.
Pasaron muchos años sin que Joffer prestara oídos a esos comentarios porque se sentía seguro del amor de su padre. Sin embargo, todo cambió cuando Jasper conoció en una fiesta de bendición de las cosechas a una simple campesina de formas llenas y maneras cariñosas que le robó el corazón.
Esta circunstancia marcó el alejamiento de los dos hombres, no porque su padre se alejara de él, sino porque Joffer fue presa del demonio de los celos, incentivado por su madre, que aprovechaba cada minuto de sus encuentros para romper la imagen paternal en el corazón de su hijo.
Jasper no se percató del enredo, porque era hábil para los negocios pero simple para el resto de las cosas. No era en sí un hombre malo, aunque había sido egoísta y hubo presionado en su momento a la familia de Nemesi para casarse con ella, a pesar de saber que la joven no lo favorecía. Es más, Nemesi le había manifestado estar enamorada de otro, cuando se le declaró.
Sin embargo, Jasper se había dado cuenta de sus errores. Aunque Nemesi no lo dejó pedir perdón, él había tratado de compensarla y la había rodeado de lujos, sobre todo, después del nacimiento de su hijo. Jasper, vanidoso como todos los hombres de su familia paterna, había pensado sinceramente que podía conquistar a Nemesi y que ella iba a olvidar a su otro pretendiente y que podrían hacer una buena vida juntos. Le faltó visión sobre la complejidad de la personalidad de Nemesi y entender que ella nunca iba a perdonarle haberla obligado a través de sus padres a casarse con él.
Nemesi había sido desde muy niña la reina de su casa, debido a sus atractivos naturales, entre los cuales estaba un cuerpo esbelto y elástico que movía con elegancia. Todo esto aunado con una gran inteligencia y amor por el conocimiento que la habían convertido en la joven más instruida de la isla de Natis. Nemesi había visto, en un solo día, rotos su trono y su cetro siendo ofrecida a cambio de dinero. No pudo soportarlo ni perdonarlo.
Y si bien, antes había sido agradable y de maneras corteses, de tranquila y amena conversación, tanta desdicha la tornó airada, taciturna y maledicente, lo cual no hizo más que volver aún más miserable su propia vida. Quiso vengarse de su familia y, sobre todo, de Jasper y bien que lo logró, aunque el precio que tuvo que pagar fue el de vivir una vida cada vez más oscura y, por último, arrastrar hacia ella a su único hijo.
Nemesi, al enterarse de que Jasper había conocido a Amatis y pensaba en irse a vivir con ella, aun enfrentándose y contraviniendo las leyes sociales de la isla, sintió un paroxismo de ira. Jasper no podría abandonarla después de tantos infortunios, máxime, cuando a pesar de todo eso, se había dignado a darle un heredero.
Y en su ira, abrió canales con el inframundo, sellados desde hacía mucho tiempo por el rey Lucer, el mítico mago y rey, de poder insondable. Y desde ese tenebroso lugar, acudieron un día aciago espíritus impuros que la habitaron, dominándola del todo y focalizando en ella el punto de inflexión de la caída del archipiélago en manos oscuras.
Sin embargo, no fue a través de Nemesi que entraron en el reino y en eso estribó su gran tragedia, que comprendió del otro lado de la vida. Ella había sido concebida en amor por sus padres y eso le había otorgado una cierta protección para su alma.
Su espíritu, que se había estado alejando del cuerpo físico a medida que su alma entraba en la Oscuridad, no quiso seguir prestándole su luz y rompió el cordón de plata. Cuando se encontró del otro lado, le dieron la oportunidad de revisar su vida y se arrepintió con sinceridad del tiempo malgastado y, sobre todo, del camino que le había abierto a Joffer hacia su perdición.
Además, al no tener ya los velos de ilusión sobre sus ojos, Nemesi pudo comprender que sus padres, aunque por cierto equivocados, pensaron que estaría mucho mejor con Jasper que con ellos, con un casamiento que aseguraría su porvenir.
Vio con claridad que tanto ellos como Jasper creyeron que sus sentimientos por el aldeano no eran más que un capricho y que iba a enamorarse, con el tiempo, por las atenciones, halagos y maneras cortesanas de este rico pretendiente; sin contar con las comodidades que su cuantiosa fortuna podía otorgarle.
Sus padres eran pobres y pensaban, no sin alguna razón, que la belleza es una maldición para una mujer sin medios de vida y que cuando ellos partieran, su hija podría ser presa de la lascivia de algún irrespetuoso. Ellos se lamentaban por la relajación de las costumbres de las islas y no la entendían. Y en su ignorancia creían que era mejor que se casara con un hombre acaudalado, aunque fuera sin amor al principio, antes de quedarse soltera y ser usada y descartada, como les había pasado a ciertas desgraciadas, por algunos nobles de la isla de Delfi.
Nemesi lloró largamente por la ceguera de todos, por tantas vidas y posibilidades malgastadas y su corazón se abrió al perdón de sí misma y de los otros y volvió a ser realmente ella. . . De ahí a querer reparar el daño causado, fue solo un instante.
Por lo tanto, Nemesi pasó, casi sin darse cuenta, de una descontrolada carrera por la venganza, de un ajuste de cuentas, a una igual o mayor aun frenética carrera para salvar a su hijo de las garras de los espíritus obsesores a los que les había permitido la entrada y que la habían acosado, sobre todo, en sus últimos tiempos.
Para este lado del río de la vida y de la muerte, Nemesi murió de un mal desconocido en las islas; pero para el otro lado, estaba bien viva, vistiendo de luto por sus errores; yendo de un lado a otro, tratando de corregirlos a través de la acción, oración y ayuno.
Estudiaba de día en el Retiro que le habían asignado, preparándose para su próxima oportunidad de vida, y de noche cumplía doble turno tratando de enderezar lo que había torcido en su última vida.
Trató por todos los medios a su alcance de ser escuchada por los que habían quedado atrás, pero nadie la oyó. Estaba en otro plano de conciencia y son pocos los que pueden conectarse con las almas del más allá y tienen el mandato para hacerlo sin pagar la penalidad.
Sin embargo, contra todo pronóstico y apariencia, aunque la razón le indicara que toda esta actividad de reparación era en vano, Nemesi no cejaba en su empeño en todas sus horas libres, fuera día o noche. . . Ella tenía fe en la misericordia de los Dioses y no fue defraudada. Al fin, cuando todo parecía perdido, se abrió un canal totalmente insospechado pero no por eso menos efectivo, al enamorarse Joffer de la hermosísima Amansi, la nieta de Casandra.
CASANDRA Y JOFFER
En Malfi, una de las islas menores, vivía apartada del mundo la abuela de Amansi, Casandra, quien había sido hace muchos años una nereida sagrada de nombre Listiti, devenida humana, con la aprobación de sus Jerarcas, por amor a un humano, de nombre Ruoulet.
Este había vivido una larga y próspera vida de más de 200 años, como correspondía según la tradición, como un laborioso artesano, cuyas piezas de alfarería se podían ver en todas las mesas principales del archipiélago y hasta del continente.
Habían tenido solo una hija, Lastiria, la que aprovechando la fortuna de los padres había contraído matrimonio con el joven noble Tarsi, hijo menor de una importante familia de la Casa de Lucenin, y que vivía en la isla de Delfi. Allí había dado a luz a su única hija, Amansi, quien había crecido en medio de los lujos de la corte, pero sin embargo, muy al contrario de Lastiria, encontraba sumo placer en volver a la isla de Malfi, donde vivía su abuela casi en ostracismo.
La jovencita se sentía comprendida por Casandra, más que por ninguna otra persona, y era común verla navegando en solitario para ir a visitarla. Esta etapa se extendió hasta que fue mayor y se enamoró de un guardia de la corte, olvidándose de todo lo que no fuera conquistarlo, apañada por su madre, quien soñaba con un destino dorado para su hija, más aun que el suyo.
El caso es que Amansi, deslumbrada por el aire misterioso de Vectorin, un alto y atractivo moreno, cuyas dotes marciales la hacían sentirse segura en su presencia, pensó, dado que él siempre la protegería de todos los males y peligros, que no podría tener un mejor esposo. Además, la jovencita sentía una gran atracción física y una tremenda admiración por la inteligencia y capacidad de amar de Vectorin, que él no demostraba.
Todas las mujeres de su edad y algunas más de todos los tiempos y colores tenían los ojos puestos en él, y el pobre guardia del rey —devenido en galán cortesano sin saberlo ni desearlo—, se convirtió en una presa codiciada por todas las damas en edad de merecer.
Esta circunstancia hizo aún más atractiva su conquista para Amansi, una clásica belleza isleña, a quien pocas podían superar. La joven sufría de una innata timidez que le impedía relacionarse en forma normal en la corte, lo que despertó en Vectorin su natural sentido de protección por el débil e hizo que el caballero se fuera acercando a su familia, como mandaban los usos y costumbres, y por fin, pidiera autorización para cortejarla.
Tratando de ocultar la dicha que este pedido les producía, Lastiria y Tarsi le dieron su consentimiento con toda prontitud. Como era previsible, esto desembocó en la boda más fastuosa que se había producido en las islas desde el casamiento de Tilurin con Dioria, porque las dos familias eran muy pudientes y ninguna quería parecer menos que la otra a la hora de pagar por los festejos. Así empezó una nueva vida para Amansi como mujer de un guardia real y, por tanto, miembro importante de la corte.
Fueron muy felices los primeros tiempos cuando la juventud les permitió explayarse en encuentros pasionales y todo parecía ir por los perfectos carriles de la felicidad conyugal.
Pero, con lo que no había contado Amansi era que un guardia real se debe a su rey y a su cuerpo de guardia, antes que a ningún ser viviente y que él tenía que ir —con inmediata noticia— adonde lo necesitaran o enviaran. Este motivo la dejó sola muchas veces de noche, a merced de sus pensamientos y de los comentarios insidiosos palaciegos, sobre todo, de aquellas más entradas en años que habían sido sus competidoras en la carrera por conquistar al guardia real.
Todas estas circunstancias provocaron la reaparición de una grave falta de autoestima de la joven, que ella creía superada, luego de su casamiento. Esta debilidad la impulsó a buscar halagos, a veces de forma no ortodoxa, sin darse cuenta de que cuanto más buscaba la aprobación externa, más se alejaba del centro de ella misma y del amor de Vectorin.
Su esposo, luego de muchos días afuera, podía apreciarla en forma más objetiva y, como la psicología no estaba dentro de sus capacidades, se preguntaba si ella no habría sido siempre así y él se hubiera engañado en ese y otros respectos.
Amansi exigía cierta comprensión a Vectorin que él no estaba en condiciones de dar, pues, al estar acostumbrado a enfrentar al enemigo visible, era demasiado frontal, lo cual lastimaba la delicada psiquis de la pobre joven.
Este asunto solo de por sí —de no mediar nefastas circunstancias— no hubiera provocado la extrañeza entre los esposos, pero quiso el destino que Joffer la viera en la corte y se enamorara perdidamente de ella.
Si hubiera sido cualquier otro cortesano, el problema se hubiera arreglado en forma civilizada. De hecho, en las raras circunstancias en que esto sucedía, era uso y costumbre que el que así sentía hablara con las partes involucradas para ver si cortaba de cuajo el sentimiento y se apartaba del camino de la pareja, o si los cónyuges decidían separarse de mutuo acuerdo, dejando el terreno libre para comenzar otra unión seria con la venia de los padres de la mujer involucrada y los del nuevo galán.
Las reglas sociales eran flexibles siempre que la verdad y el honor fueran respetados. Pero el asunto era que Joffer no era un hombre común, nunca jugaba sus cartas a la vista de todos y las artes que usaba para conseguir lo que quería no eran por cierto luminosas.
No se podía decir de Joffer que su esencia fuera mala ni que hubiera nacido bajo una mala estrella. Pero los pocos videntes del archipiélago de Sirius notaban que, con el transcurso del tiempo, se había convertido en el único practicante de las artes oscuras que habitaba entre ellos, y por lo tanto, en el mayor peligro que tenía la supervivencia de la Luz en las islas.
Casandra era una de las que veían debajo de las maneras impecables de Joffer, pues leía en su cara sus verdaderos sentimientos e intenciones y procuró por distintos medios separarlo de su nieta, sin poder lograrlo. Casandra a veces deseaba no haber prometido a sus Jerarcas que no usaría sus artes mágicas sin intentar antes otros caminos una determinada cantidad de veces y hacerlo solo en últimas instancias.
En especial, le habían hecho prometer que no interferiría en el libre albedrío de ningún humano, a no ser que la fuerza que estaba dominando a la persona fuera mayor que lo que podía soportar.
El problema tenía muchas aristas porque, además de haber heredado la compleja personalidad de su madre junto con su atractivo, por haber sido tan mimado de niño por ambos progenitores, Joffer había incurrido en el hábito malsano de la pereza. Sus padres le consentían el menor de sus caprichos y hacían todo por él, por lo cual se acostumbró a dejarse estar y a no tomar ninguna iniciativa que le costara algún esfuerzo.
Así pues, no fue tanto deslumbrado por las entidades del submundo, que habían pasado a través del canal que su madre había abierto, per se, que él cayó en el ejercicio de esta nefasta magia, sino porque estas le enseñaron distintos procedimientos para obtener lo que quisiera sin tener que afanarse en el trajín diario.
Además, estas malvadas entidades, se recubrían con vistosos ropajes de tonalidades luminosas, muy atractivas, y utilizaban sutiles métodos de magnetismo para persuadir al joven de su amistad y, así, encubrir sus oscuras intenciones de dominarlo. Debido a esta conexión con el tenebroso submundo disfrazado de amigo fue como Joffer comenzó una vida fácil trabajando cada vez menos para cumplir sus objetivos y despreciando ahora a su padre y a su honesta pero trabajosa forma de ganarse la vida.
Ayudado por sus amigos ocultos, se mudó a la isla de Delfi para codearse con la aristocracia. Sin embargo, cómodo como era, no despreció para nada la oportuna ayuda pecuniaria que su progenitor le ofrecía, para no tener que siquiera preocuparse por hacer los necesarios hechizos para pagar las cuentas.
Joffer sentía que su oponente principal era Casandra, pues se daba cuenta de que no lograba engañarla y que los demás estaban muy ocupados con muchas otras cuestiones y no le prestaban la atención que se merecía. Sabía que Casandra lo veía como era, y la combatía en secreto con sus ayudantes invisibles, aunque en público solo se deshacía en elogios para con ella, sobre todo, en presencia de Amansi.
Esta argucia hizo que Amansi descreyera de su abuela cuando esta la amonestaba para que se separara de él, y que no diera importancia a sus comentarios, considerándolos equivocados. Fue por lo tanto fácil para Joffer hacer caer en la trampa a Amansi, quien pensaba que su abuela hablaba mal del caballero en cuestión solo por celos.
Tiempo tendría para darse cuenta de que Casandra hablaba con la verdad y la justicia, pero esto —como sucede casi siempre en las vidas de las gentes con personalidades y deseos muy fuertes— no fue antes de que hubiera probado la amarga medicina de la experiencia propia.
PECADOS DE JUVENTUD
Tilurin trataba de restarle importancia a los desencuentros entre sus hombres de confianza, por dos razones poderosas. Una era por la protección que gozaban las islas a través de las Nereidas Guerreras, sobre cuyas artes había conocido en su juventud. Otra era su apreciación, que la larga paz asegurada por el siempre bien amado Lucer había sobrevivido a su reinado e imperaba ahora en todas las tierras.
Además, y lo más importante era que eso quería creer el rey y obraba, por lo tanto, de una manera relajada, siendo seguido en esa visión por los siriuanos, acomodados perfectamente en la tranquilidad y belleza de su archipiélago.
Pero el Mal anidaba en otro lugar que el rey conocía de su juventud, pero al que no quería dar entidad, y por eso lo negaba. Como si de esta forma pudiera borrar de un plumazo lo que había sucedido hace muchos años y estos olvidados sucesos no tuvieran nada que ver con las tremendas predicciones que le había hecho Lulor, quien al tanto de lo acaecido tuvo la delicadeza de mencionarlos al pasar, como emociones contrariadas de las otras ninfas del agua que habitaban muy cerca, en el archipiélago de Néridas, desconocido para el común de los mortales.
Tilurin conocía en forma parcial las Leyes Inmutables que rigen la Vida y sabía que toda acción traía consigo una reacción; pero creía haber neutralizado sus efectos a través de las artes llamadas mágicas que le había enseñado Urilita.
Lo que no sabía Tilurin o, mejor dicho, no quería saber porque no tenía ganas de ocuparse también de eso, era que la magia blanca es simplemente una ley operando en una vibración diferente y que los magos verdaderos tienen que elevarse en conciencia para que rindan efectos los así llamados hechizos.
Meedin, el último Gran Mago, era un estudioso de muchas ramas de la ciencia y traía un bagaje completo de conocimientos de vidas anteriores. Pero de nada le hubiera servido todo eso para conectarse con los preciados elementales si no hubiese tenido, además, un corazón de ardiente pureza lleno de amor.
Meedin, ¡qué dulce su nombre!, que al recordarlo se nos calienta el corazón. Para todos los que lo han conocido, la sola mención de su nombre evoca tiempos en los que existían todavía el honor y la caballerosidad, y la palabra dada era inquebrantable.
Urilita lo amonestó con severidad por sus encuentros con Surili y por su posterior alejamiento de ella, luego de conocer a Dioria, conminándolo a sincerarse con las dos mujeres.
Y así había hecho él —claro está que a su manera—, pensando que de este modo la conformaría. Pero Urilita dejó de hablarle poco tiempo después, y se vio obligado a recordar las enseñanzas que sabía incompletas, de la mejor forma que pudo.
Tilurin no se animó a sincerarse con Surili, pero sí lo había hecho con la hija del rey. Dioria lo comprendió y lo perdonó, y le brindó una incomparable ayuda con el gobierno, que compensó con creces su falta de conocimientos. Más aún, cuando poco tiempo después de su casamiento, el rey Lucer partió a otros ciclos de estudio, en otro planeta, dejándoles el gobierno del reino.
El problema real fue cuando desapareció su esposa y se vio de figurillas —al recordar solo las leyes básicas— para mantener su reinado más o menos cohesivo en esos años turbulentos del mundo de afuera.
Todo se le hacía más difícil a medida que pasaba el tiempo y requería la presencia de Lulor, aunque lo contrariase. Lo necesitaba porque le daba paz verlo y en su fuero interno reconocía su sapiencia y la sinceridad de su corazón. Sin embargo, se sentía desconcertado cuando sus dos consejeros se contradecían, pero tampoco quería dar su brazo a torcer, por lo menos, no en público.
Si Lulor tuviera razón, y cada vez le parecía menos incierto, entonces él se habría equivocado demasiado, tanto, que no sabía ahora cómo volver atrás sin quedar en una posición airada.
El problema es que para gobernar no conviene mostrar ciertas flaquezas, porque había muchos enemigos, aun dentro de las propias filas, que las podrían usar en su contra. Y si bien él era el rey, era una monarquía abierta en la cual, de mediar falta grave, el rey podía ser destituido y elegido uno nuevo entre los nobles por el pueblo.
En toda la historia de las islas no tuvo lugar una tesitura semejante pero era posible y estaba en la Ley Mayor del Reino —dictada por un remoto antepasado de Lucer— para prever que sus descendientes mantuvieran las tradiciones que habían hecho grande a Sirius.
Lo aún más fastidioso era que venían a su mente escenas del pasado que él hubiera querido olvidar para siempre, puesto que la conciencia le remordía. Tilurin no se quería acordar de Surili y de las promesas de amor, rotas, que le había hecho, pero las recordaba. . . Quería convencerse de que, como Surili era tan bella como veleidosa, no podía tomar a nadie en serio, él incluido. . .
Tilurin se decía, por lo tanto, que el alejamiento de Surili de Sirius y su mudanza a Titina, en el archipiélago de Néridas, habrían tenido otra causa mucho más importante de lo que podría significar él.
Al cabo de tantos años, Lulor lo enfrentó con esta cuestión que de verdad lo inquietaba. . . Porque ¿quién puede comprender realmente a las mujeres y de lo que son capaces de hacer por despecho? Y, más aún, Surili no era una simple mujer, sino que poseía la magia de las nereidas, nada de lo cual contribuía a su tranquilidad y sosiego.
¿Podría ser posible que todos los problemas que enfrentaba el reino tuvieran su origen en aquel distante desvarío con Surili? ¿Podría ser que la responsabilidad de todos estos infaustos sucesos fuera de él?
Tilurin sufría en forma profunda y en silencio. No podía compartir con nadie estos pensamientos que lo angustiaban intensamente, sobre todo, en los últimos tiempos, en los que notaba una decadencia moral en el reino contra la que no sabía cómo actuar. En realidad, la única en quien confiaba era en Ilaria, pero no se sentía a gusto comentar estas cosas con una mujer, y mucho menos con su apreciada hija. Podría hablar con Lulor, pero justo el mago se le había adelantado y confrontado en público, y Tilurin estaba ahora enojado con su consejero. Se sentía como atrapado y sin salida y había perdido el sueño por las noches y el apetito.
Tampoco ya lo conformaba lo que le decía Joffer, su preferido. Lo sentía, en el mejor de los casos, como optimista en exceso. Por otro lado, lo perturbaba ese asunto del que se hablaba en voz baja sobre su relación con la mujer de un integrante de su guardia real. Hacía un tiempo, además, que le causaba inquietud que le diera la razón tan fácilmente y, más aún, en estas circunstancias cuando necesitaba ver las cosas desde otros puntos de vista.
A Tilurin le hubiera gustado mezclar a los dos hombres, Lulor y Joffer, y hacer uno nuevo que tuviera los dones de cada uno y ninguno de sus defectos. Pero claro, tampoco estaba delirando y sabía que buscar eso era una locura. Sin embargo, bien caprichoso como era, no podía abandonar la idea de que los dos hombres fueran amigos, como le hubiera gustado, en lugar de repelerse en forma tan abierta.
Dondequiera que ponía su vista había un problema y Tilurin se estaba arrepintiendo de haberles hecho caso a sus padres y buscar el primer lugar en el reino a través de la mano de Dioria. Tal vez hubiera sido más feliz de haberse ido de correrías con sus amigos al continente y nunca haber vuelto.
Pero tampoco les podía echar la culpa completa porque él se había enamorado de Dioria, de una forma que nunca supuso que pudiera después de haber perdido a Ameristi.
El peso de la responsabilidad y el poder lo agobiaban, y había tomado la costumbre de salir de noche al balcón de sus aposentos particulares, que daba sobre la bahía de Serenis, su playa privada. Le parecía que las estrellas le hablaban y que había una, la más cercana, que a veces fulguraba, como contestándole después de cada una de sus preguntas al cielo. A Tilurin se le había puesto en la cabeza que algo o alguien le respondía desde allí, y había pensado en consultar a Lulor al respecto, pero ahora no tenía ganas de hablarle. Su enojo crecía al darse cuenta de cuanto necesitaba el consejo del mago.
Tilurin deseaba con ardor que en este momento estuviera Dioria a su lado para mostrarle el camino de esa forma tan sutil y elegante que la caracterizaba. Él no supo hasta que murió su esposa tan amada lo que Dioria había significado para él y para el reino. En realidad, era ella quien había gobernado en perfecta paz, y por eso florecieron, en su tiempo, las artes y los oficios, y los foráneos acudían en masa a las aguas curativas.
Ella tenía la magia de embellecer todo lo que tocara, y también los lugares donde posara su vista. En su presencia no existían los opuestos, todo se polarizaba hacia la Armonía y la Gracia. Su belleza era tan etérea que casi pasaba desapercibida, y Dioria no hacía nada por realzarla; pero cuando entraba a la Sala del Consejo, parecía que la Luz llegara con ella y todos los temas —aun los más espinosos— se resolvían sin dificultad alguna.
Además, se contactaba con todos los seres vivos y se decía que tenía el poder de mimetizarse con los delfines, aunque nadie la hubiera visto. Tilurin no le había dado importancia a estos comentarios, pensando que eran el resultado de la cercanía de su esposa con la Gran Nereida.
Ahora ponderaba la veracidad de esos dichos y mucho más, y si Dioria no habría sido una maga, cuidando de él y de su reino. . . La había conocido muy poco después del comienzo de su aventura con Surili y, aunque al principio trató de mantener las dos relaciones en forma paralela, se encontró a sí mismo incapaz de mentir enfrente de Dioria y, lo que es más, sintiéndose sucio y miserable por tratar de hacerlo.
Una parte de él, que creía haber perdido con Ameristi, resurgió el día que la vio de pie al lado del único hombre ante quien Tilurin bajaba la vista, el Venerable Lucer. Y la Sala del Consejo le pareció más amplia y ventilada, y pudo escuchar el canto de los pájaros y el gotear de las fuentes de agua en los jardines que rodeaban el palacio. Todo se embelleció de pronto y Tilurin se sintió de nuevo el jovencito lleno de luz y alegría que había sido antes de salir de las islas en busca de aventuras.
Se quedó como embobado mirándola y hasta olvidó el motivo por el cual había solicitado audiencia. . . La atención de Tilurin estaba centrada en como un suave viento jugueteaba con los pálidos cabellos de Dioria, ante la mirada condescendiente del rey y los cortesanos.
Lucer guardó silencio y nadie osó hacer ningún comentario, por leve que fuera, ya sea por respeto a la hija del rey o por temor a la espada del caballero en cuestión. Como Tilurin parecía no recobrarse, Dioria lo convocó a su lado y lo sacó del centro de las miradas.
Ni el rey ni los cortesanos parecieron recordar que la sesión había sido pedida por Tilurin y todos se dedicaron a conversar sobre otros asuntos del reino, mientras Dioria y Tilurin permanecían apartados del resto, como en un mundo propio.
Así empezó la relación más armoniosa que había logrado en su vida, en la que todo fue dándose de una forma amable y tranquila hacia el inevitable descubrimiento de un gran amor, no producto de un irrefrenable apasionamiento, sino de algo más profundo y trascendente que venía de más lejos. Ellos eran almas gemelas y Dioria lo sabía, por eso mantenía el concepto inmaculado por su otra mitad, mientras que él se debatía por salir del miasma en el que estaba sumido.
Tilurin solo supo que Dioria era su vida y su única esperanza, y se entregó con toda confianza a ella. Lucer fue el único hombre al que Tilurin realmente respetó, pero Dioria era la única mujer en la que él en verdad confiaba. Fue así como se apartó de todos y de todo lo que lo llevara por caminos corruptibles y se alzó con la ayuda de su amada a vibraciones más excelsas.
Esta toma de conciencia posibilitó la bendición de ese matrimonio por Lucer, quien observó todo este proceso sin intervenir en el desenlace. Sin embargo, luego de la ceremonia religiosa lo llevó aparte y le recordó que, si bien la ley de causa y efecto había sido detenida por intervención del Amor en la persona de su hija, habría un tiempo en el futuro que volvería para su redención y que él tendría que estar pronto para enfrentarla.
Tilurin lo miró, casi sin querer comprenderlo, tratando de esquivar la mirada intensa del rey, pero Lucer le tomó la cara con ambas manos y le dijo con firme suavidad: «Todo pasado vuelve para su redención; pero no tengas miedo, no vas a estar solo».
Tilurin quedó inmóvil, sintiendo que los ojos de Lucer habían penetrado hasta lo más profundo de su alma, mientras su voz atravesaba todas las corazas, y vio en su mente la imagen de Surili, junto con unas figuras negras, moviéndose alrededor.
Sin embargo, Lucer enseguida después lo abrazó, dando por terminada la conversación. A través de este traspaso de calor y energía, Tilurin había logrado reponerse y comenzar una nueva vida con Doria. El tiempo fue pasando en forma plácida. Lucer murió y él, por conveniencia, fue olvidando todo lo hablado con su predecesor.
Y ahora venía Lulor a decirle todas esas cosas horribles y le hacía recordar lo que él había suprimido, casi sin querer, de su conciencia. Respirar se le hacía muy difícil y esto lo enojaba aún más, al ver que su cuerpo físico no le respondía como antes.
EL DESTINO ACIAGO QUE UNIÓ A TILURIN CON SURILI
SURILI
¿Qué le había pasado con Surili? No recordaba de forma clara cómo había empezado la historia con ella. Solo como fue hechizado con su belleza y su magia, tan terrestre, tan fácil de entender y tan alejada de la alta magia de su hermana mayor Urilita.
Surili era un sueño hecho mujer. Cuando la vio por segunda vez, aquella ocasión que no se debería haber dado nunca porque fue para su desgracia y la de su reino, ella estaba saliendo del agua y subiendo por la escarpada costa, donde rompían con más furor las olas, en la isla de Fanti.
La bruma del mar la rodeaba, dándole un marco misterioso a su figura, lo cual realzaba su encanto. Él nunca había visto una Nereida Guerrera tan de cerca, salvo a Urilita y a Urilita no se la podía ver como mujer, porque era tal la majestad que la envolvía, que imponía una distancia natural.
Sí, Urilita era hermosa pero de una belleza terrible que sus largos cabellos de color plata contribuían a destacar, al igual que sus insondables ojos grises. No era seguro mirar a la Gran Nereida a los ojos porque, como si fueran de cristal, devolvían el reflejo de los propios pensamientos —en general, impuros por contraste—, lo que acentuaba la propia insignificancia inherente a la naturaleza de los hombres.
La belleza de Surili, en cambio, era mucho más cercana y estaba a su alcance. Si bien sus ojos eran también grises, cambiaban con el tiempo y el humor de su dueña, haciéndose cariñosos al acercarse a los hombres. Surili no imponía el mismo terrible respeto que su hermana, sino que provocaba solo una admiración sin límites. Tampoco sus cabellos eran solo de color plata, sino que algunos finos hilos dorados lo matizaban, haciéndose irresistible para los mortales el deseo de acariciarlos.
La inquietud de Surili era que había crecido en Gracia pero no en Verdad, adoptando una actitud veleidosa con sus dones, en vez de preservarlos —como correspondía— para los corazones puros. Su punto débil era que necesitaba que la quisieran y admiraran para sentirse bien. Surili, siempre se resintió por haber crecido a la sombra de su hermana mayor, a quien parecía no costarle nada cumplir con los elevados preceptos inculcados por sus mayores, cuando ella misma tenía que trabajar tanto para conseguir las mismas cosas que veía a Urilita lograr sin ningún esfuerzo.
EUFIMIS Y SURILI
Muchos años atrás, antes de partir al Gran Silencio, su Madre Eufimis la alertó sobre los peligros de centrar su atención en otra persona y hacer comparaciones con uno mismo. Eufimis le explicó que cada ser es único, irrepetible; que había que encontrar la propia esencia y desarrollarla, y no tratar de imitar a nadie. . .
Parecía en ese tiempo que Surili la había comprendido, pues fue durante los últimos años de vida de su madre que hizo un tremendo progreso espiritual, con lo cual consiguió, para ella, el cambio de forma de delfín hembra a mujer y viceversa, a voluntad.
Pero el amor de Eufimis por su hija menor no le había velado los ojos. Sabía que era su propia fuerza de amor sostenedora la que había trasmutado antes de que aparecieran todas las semillas de discordia en la mente y en el corazón de su hija. Por eso, le insistía a diario acerca de la conveniencia del trabajo sobre uno mismo como único camino a la felicidad.
La nereida pareció comprender este concepto, recostada como estaba sobre la energía de su madre. Sin embargo, al desaparecer esta y todo el trabajo recaer sobre ella, a Surili, no le fue tan fácil continuar su vida siguiendo los lineamientos aprendidos. . . Ella puso bastante voluntad y empeño y tal vez lo hubiese logrado, de no mediar las desgraciadas circunstancias que rodearon su encuentro con Tilurin, el más bello de todos los hombres que produjo la isla de Delfi.
URI, SURILI, TILURIN Y ANTOPODIS
Surili había visitado con Uri, el más hermoso de los habitantes del mar, las profundidades de las cavernas de Fanti. Había sido un capricho propio y Uri, su rendido admirador, siempre le concedía cualquier antojo. Ella era como la niña de sus ojos y la amaba en secreto desde hacía mucho tiempo. Aunque esto era lo que él pensaba, porque casi todos los habitantes del mar estaban enterados de ese sentimiento y, si hacían como si no lo supieran, solo era por las buenas maneras que se acostumbraban entre ellos.
Uri era —después de la Gran Nereida— quien más importancia tenía para los habitantes del agua. Él absorbía los rayos del sol y los concentraba en su cuerpo que se volvía una esfera luminosa de la cual salían múltiples rayos que iluminaban las moléculas del agua y las purificaban.
Su desinteresado servicio a la Luz le había conferido poder sobre los átomos y corpúsculos, y podía a voluntad tomar un cuerpo humano e interactuar con las gentes sin que nadie sospechara quién era o de dónde venía, o bien, quedarse en ese cuerpo lumínico con el que llegaba hasta el mismo lecho marino.
De hecho, Uri tenía una identidad humana en la isla de Malfi como orfebre. Allí, con el nombre de Pulki, manufacturaba hermosos collares, anillos y pulseras, adornados con perlas negras que extraía de las profundidades y que solo se podían encontrar en el archipiélago de Sirius.
La abundancia fluía sin límites a sus manos, ya que él imbuía estos adornos de su propia luz espiritual y en el mundo de afuera se apreciaban en gran manera estas joyas. Pero a Uri esto no le interesaba, y tan pronto como las monedas de oro y plata acudían a sus manos, las entregaba a gentes menos prósperas, en silencio. Por todo ello, era muy bien amado en las islas menores como se nombraba a todas las que no fueran la joya del anillo siruano: Delfi.
El real placer de Uri era poder ofrecerle sus creaciones a su amada Surili, quien se engalanaba así con potentes focos de luz, llenos del gran amor de este ser lumínico, en lo que él no veía nada dañino.