3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €
Elit Lgtbi 17 Ahora que por fin te has abierto, ¿te van a tratar diferente? Nico es amigo de Unai desde los seis años. Ahora, con veintidós, comparten piso en Bilbao mientras tratan de descubrir, con ayuda de sus amigas Lucía y June, cómo manejar eso de ser adultos, madurar (¡ja!) y superar a sus ex. Cuando el de Unai vuelve a entrar en escena, Nico recibe una proposición inesperada por parte de su amigo: hacerse pasar por novios para recuperar a sus antiguas parejas. Pronto, ese noviazgo falso se convierte en la historia más real de su vida. ¿O sigue? Porque ¿cuándo empezó exactamente su relación con Unai?, ¿el primer día de colegio?, ¿cuando dormían en casa del otro durante su adolescencia?, ¿o aquella noche en las fiestas del pueblo de la que nunca hablan? Dieciséis años de amistad dan para mucho, ¿qué podría salir mal? Bueno, pues… casi todo. El jurado ha dicho: "Rebosa autenticidad en cada página, desde la ambientación hasta la personalidad de sus protagonistas, las relaciones entre ellos e incluso su forma de expresarse. Es un libro que te hace sentir, emocionarte y hasta te acelera el corazón en algún momento que otro". "Unai y Nicotxu son dos personajes ficticios, pero al mismo tiempo encarnan la realidad de tal forma que, mientras leía, me sentía uno más del grupo de amigos". "La historia visibiliza la B del colectivo LGTBI, que muchas veces queda en un segundo plano incluso en las reivindicaciones". "Es una novela que plasma muy bien las dudas, el miedo, los quebraderos de cabeza y esos primeros descubrimientos que tantísimas personas han vivido". "Me ha transmitido mucha emoción, la manera de narrarlo y sus protagonistas, así como su "modus operandi"; me ha parecido muy fresco y se sale de la norma, algo que a veces puede resultar frustrante pero sin duda aquí ha dado en el clavo".
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 436
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2023 Cintia Fernández Ruiz
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Si fuese más valiente, n.º 17 - 28.6.23
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
I.S.B.N.: 9788411803007
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Cita
Palabras y expresiones en euskera
Antes
1. Tierra llamando a Nico
2. Cara de póker fetén
3. La proposición
4. Oreos bañadas en chocolate
5. De cabeza al río
Antes
6. El gusanillo
7. Juntos juntos
8. Malenkonia
9. Una fantástica eternidad
Antes
10. Revolución
11. Ataque de nostalgia
12. Gemelos cósmicos
13. Lectora de mentes
14. Modo avión
Antes
15. Sam y Frodo
16. I’m feeling 22
17. Oscuridad
18. Ironía escupida
Antes
19. Quince pasos
20. El cavernícola surfero
21. Lazarillo
22. Curiosidad
23. Tarta de queso
Antes
24. Las canciones más tristes de Taylor Swift
25. Nueva dinámica
26. Traición
27. El pálpito
28. El epicentro del caos
Antes
29. Sopa de sobre
30. Animales depredadores
31. Hamburguesas vegetales
32. Diplomacia
Antes
33. El contexto de la vida
34. Líneas entre amigos
35. Burger King vs. McDonald’s
36. Ruido blanco
37. El descubrimiento del milenio
Antes
38. La fiesta de ama
39. Lobotomía
40. Conexión rota
41. Promesa vacía
42. Bocadillo de Nocilla
Antes
43. Morrocotudo
44. Estrella Unaixu
45. Lo de Unai
46. June al rescate
47. El lobo feroz
48. Sentido arácnido activado
49. Choque de trenes
Antes
50. Bandera blanca
51. La llama humana
52. Fangirleos y shippeos
53. Hombres lobo
Después
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A papá y mamá, por todo, siempre.
Y a los que todavía estamos descubriéndonos y buscando la valentía.
Si no podemos vivir siendo nosotros mismos, entonces, ¿cómo vamos a ser libres?
Al paraíso,Hanya Yanagihara
Los personajes hablan el euskera batúa y el dialecto de Vizcaya.
Aita: papá.
Aitite: abuelo.
Ama/amatxu: mamá/mami.
Amama: abuela.
Anaia: hermano (de otro hombre).
Arratsaldeon: buenas tardes.
Aupa: saludo, más coloquial que Kaixo (hola).
Bai: sí.
Birramama: bisabuela.
Enemaitia: mi amor.
Egunon: buenos días.
Eskerrikasko: gracias.
Ezhorregaitik: de nada.
Gabon: buenas noches.
Kaixo: hola.
Laztana: cariño.
Milaesker: mil gracias.
Niosoondo,etazu?: muy bien, ¿y tú?
Ondopasa: pásalo bien.
Osoondo: muy bien.
Sagardo: sidra del País Vasco.
Zermoduz?: ¿qué tal?
Zorionak: felicidades.
—Júramelo, Nico.
—¡Qué dices! Qué peliculero eres.
—Júramelo, venga. Es importante.
—Lo juro…
—Así no vale. Tienes que levantar una mano y poner la otra sobre el corazón.
—Unai, tío, has visto demasiadas pelis de juicios. ¿Quieres hacer también un juramento de sangre?
—Eres idiota. ¡Que esto es serio, Nicotxu! Vamos a empezar Bachillerato y es una liada de la hostia y conoceremos a gente nueva… Pero siempre seremos nosotros dos, ¿no?
Nico se rindió y suspiró de manera exagerada; sin embargo, a él también le asustaba el instituto. Y, aunque los dos acudirían al mismo, eran conscientes de que sus vidas iban a cambiar, quizá también su relación. Comenzaban una nueva etapa y, bien pensado, el juramento era una buena forma de despedirse de la vieja.
Así que levantó la mano, se llevó la otra al corazón y Unai sonrió satisfecho.
—Juro que siempre seremos amigos, pase lo que pase.
—Pase lo que pase.
Los únicos que escuchan a Taylor Swift son las adolescentes y los maricas. Eso fue lo que me dijo mi aita cuando le conté que quería ir a uno de sus conciertos. Después, se rio. Yo tenía once años y lo que él decía iba a misa. A esa edad, además, la idea de viajar solo era impensable, así que no fui. Si alguien le hubiese llamado la atención, mi aita habría asegurado que era una broma, y lo peor es que lo pensaba de verdad: todavía cree que esa clase de comentarios son graciosos y que no hay nada ofensivo en ellos.
No se lo conté a Unai, me dio vergüenza.
Once años más tarde, sigo escuchando a Taylor. Con los auriculares puestos, subo el volumen en el teléfono y Enchanted, su mejor canción (o, al menos, a la que más cariño tengo), me llena los oídos. Lo pensaba entonces y lo pienso ahora, con veintidós. Unai siempre me dice que está sobrevalorada, que vale, sí, es una buena cuentacuentos, pero que tampoco es para tanto. En esas ocasiones, mi mejor amigo me cae mal, me cae fatal, hasta que me sonríe y me enseña sus paletos separados y se me pasa.
Y eso que a veces me entran las dudas. Sobre su mejor canción, no sobre Unai. Si de repente un señor me apuntase con una pistola a la cabeza y me exigiese decirle cuáles son mis tres favoritas (vete tú a saber por qué), estaría jodido para organizar mi hipotético podio. Porque estáEnchanted, sí, pero también Exile, All Too Well, New Romantics, Love Story y Betty. Bueno, y Cruel Summer, Seven, Blank Space, Lover, Don’t Blame Me, Our Songy…
—Tierra llamando a Nico. Repito: Tierra llamando a Nico, ¿me recibes? ¡Nico!
Capto los movimientos de las manos de Unai, que dan varias palmadas, y leo mi nombre en sus labios. Me bajo los auriculares al cuello y le alzo las cejas. Quién osa perturbar mi descanso, o una movida así. Apagar el sonido a mi alrededor es una buena manera de desconectarme del mundo cuando tengo que trabajar, aunque eso a él le da igual.
—Necesito tu experiencia con mujeres, me he atascado en una escena y no sé cómo seguir —me explica sentado en el sofá, con los pies descalzos sobre la mesa baja, el portátil en los muslos y su voz rugosa, como si se estuviese recuperando de un dolor de garganta permanente—. Te cuento: el prota se está enrollando con una tía y le toca las tetas, ¿cómo las describirías?
Suspiro de forma teatral y me recuesto mejor en la silla.
—Me estás vacilando —afirmo y, sin esperar respuesta, agarro los auriculares para volver a colocármelos. Unai suelta una carcajada que me distrae de mis intenciones. Al moverse, los rizos le van a los ojos; con un toque de cabeza, se los aparta. A diferencia de mi pelo, castaño claro y corto, su media melena rizada y negra está asalvajada.
—¡Va en serio! ¿Cómo quieres que lo sepa si nunca he tocado unas?
—Eres escritor, ¿no? Pues échale imaginación, o escribe sobre dos tíos, yo qué sé.
Antes de oír sus quejas, me desconecto y vuelvo a mis papeles.
A estas alturas de la tarde, ya debería haber terminado de repasar y archivar todas las facturas; en cambio, no tengo ni la mitad del trabajo hecho, y la que tengo delante (diez pantalones de montaña de la marca Kühl, ocho camisetas térmicas de Patagonia, diez forros polares de The North Face, etcétera) está llena de dibujos random en la parte superior.
Nunca pensé que mis aitas fuesen a darme un trato de favor por ser los dueños de Mendiko Sports, pero tampoco que me llenasen de curro hasta arriba.
Vuelvo a dibujar en los márgenes con el portaminas, ahora de manera consciente. Siempre me ha ayudado a entender mejor las cosas; en el colegio, el instituto y la uni, la técnica me funcionaba: me montaba mi propia película sobre lo que tenía que estudiar, escena a escena, y la trasladaba al cuaderno. Cuando dibujo, mi mente se vacía de preocupaciones y miedos, y se llena de líneas y color. Doy forma a las ideas hasta que cobran vida delante de mis ojos, y pienso: «Anda, eso lo he hecho yo», como si saliese de un trance y me encontrase las consecuencias sobre el papel.
Mi móvil, enterrado bajo los folios que llenan la mesa de comedor, vibra. A través de la funda transparente vislumbro parte del bono del metro y de una foto de Unai y de mí que llevo en la parte trasera, de cuando ambos teníamos catorce años y yo apenas sonreía porque me habían puesto aparato en los dientes. Doy la vuelta al teléfono y veo el careto de mi amigo en la pantalla. Cuando alzo la vista hacia él, que me observa con una sonrisa de oreja a oreja, le levanto el dedo medio. Oigo su risa en mi cabeza.
Mientras mueve las manos delante de su torso, simulando que toca unas tetas, se me escapa a mí también la risa y vuelvo a hacerle la peineta.
Enseguida cada uno retoma sus tareas.
La concentración viene y va: a ratos, Unai teclea en su ordenador y, por la arruga que le sale entre ceja y ceja, sé que está metido en su historia, lo que significa que me da margen para seguir a lo mío. Yo continúo con los dibujos, que, según transcurren los minutos, son más elaborados, y él, con su novela. Hace años, en casa de mis aitaso de los de Unai hacíamos algo parecido a esto: nos pasábamos tardes enteras trabajando en nuestros cuentos. Entre los dos, pensábamos la trama y creábamos los personajes; Unai era el encargado de dar forma y narrar la historia, y yo, de ilustrarla. En esa época todo era mucho más sencillo.
Cuando apago la música, el tip, tap, tip, tip, tap del teclado llena la sala.
—¿Vas a venir luego con nosotros? —Una vez más, Unai me saca de mi ensimismamiento. Dejo caer el portaminas sobre los papeles, estiro la espalda y levanto los brazos. Tengo los músculos agarrotados tras casi dos horas sentado. Al menos él, en el sofá, tiene opciones más cómodas para colocarse.
—Qué va, tengo que acabar esto para llevárselo mañana a mis aitas.
Unai resopla y finge estar ofendidísimo. Suerte que se le da superbién escribir; hubiese sido un pésimo actor. Aunque a mí se me daban fatal los números y he acabado con un grado para dirigir empresas y, meses después, llevando una de las tiendas de la familia. En fin.
—Salir contigo implica verte cantar la intro de Doraemon a las tantas, y yo mañana tengo comida en casa y no quiero pasarme el día como un zombi —me excuso. Por lo general, puedes calcular el nivel de alcohol en sangre de Unai porque cada vez que bebe mucho acaba berreando esa cancioncita en euskera: «Goiz-goizetan egun on eta gauetan gabon, ilargiko leihoan Nobita eta Doraemon…». Cada vez, no falla.
Unai cierra el portátil y se acomoda mejor en el sofá. Tengo la sensación de que va a comenzar a tomar notas y psicoanalizarme, como si estuviésemos en una sesión de terapia. Tampoco me vendría mal.
—Pero si te quedas aquí solo, vas a rayarte, que nos conocemos, Nicotxu. Que qué estará haciendo Ane, que con quién estará Ane, que si Ane me echará de menos…
—¡Qué va, qué dices! —Muevo la mano y el portaminas se me escapa de entre los dedos y cae sobre los papeles—. Ya lo tengo superadísimo. Lo que pasa es que es raro no verla después de dos años juntos —me defiendo—. Y mi aita venga a rayarme con que la invite a la fiesta de mi ama…
—Macho, ¿todavía no les has contado que habéis cortado? ¿Estás tonto?
—¡No he encontrado el momento! Pero no pasa nada. Ya lo haré, no hay prisa.
Me remuevo en el asiento y me froto las palmas de las manos contra el pantalón, a la altura de los muslos. Los labios finos de Unai forman una línea tensa, debe de estar aguantándose las ganas de reír.
—Superadísimo, ¿eh? —Me alza las cejas—. Un estudio de la Universidad de California dice que tardamos casi seis meses en sacarnos del sistema toda la mierda que sentimos por otra persona.
—Aquí el único que no supera las cosas eres tú, que te pasas el día mirando el móvil por si te escribe Martín.
—Según la ciencia, todavía me faltan tres meses. Pero que te jodan. —Y me sonríe encantador.
—Ojalá —digo soñador. Su risa y los destellos de sus aros plateados, dos en una oreja, uno en la otra, me deslumbran—. Mira, ¿vas a venir mañana al pueblo o qué?
—Si me lo pides así, con tanta educación, ¿cómo voy a negarme?
Me tira un cojín y sale corriendo a su habitación.
Sin Unai, el salón se queda extrañamente en calma, y me cuesta concentrarme. Garabateo en las esquinas formas que nada tienen que ver con las facturas que debo revisar o el presupuesto que tengo que terminar, y cuando oigo el timbre de la puerta, salto de la silla, aliviado de tener una excusa para levantarme.
—Se me han olvidado las llaves y la vecina del perro gigante me ha abierto el portal —me suelta de sopetón Lucía, y me echo a un lado para dejarla pasar—. ¡Voy tardísimo!
—Unai ya se está poniendo guapo —le cuento mientras me apoyo en el marco de la puerta de su habitación y ella se deshace de la tote bag, que tira al suelo; de la bufanda, que tira a la cama, y del abrigo, que tira sobre la silla. Se descalza rápido y aparta a un lado las zapatillas negras.
—¿Y tú?
—Yo siempre estoy guapo —bromeo malamente—. Nada, tengo que terminar unas cosas de la tienda.
Con las puertas del armario abiertas de par en par y medio cuerpo dentro, Lucía detiene su búsqueda del, supongo, modelito perfecto y se gira hacia mí. Varios mechones de pelo naranja y rosa como el atardecer se le escapan de la coleta y enmarcan una cara llena, blanca y bonita. Una noche a las tantas de la madrugada, la hora idónea para contar secretos, nos confesó que Kiko, su ex, la llamaba «querubín», por las formas de su cuerpo, y ella lo odiaba. Acabó odiándolo también a él y poco después se enrolló por primera vez con una tía.
—No me fastidies, Nico, es sábado. La ley te obliga a salir un sábado con tus mejores amigos del alma.
Se me escapa la risa, ella me observa muy seria.
—No sé…
Lucía me zarandea.
—¿Me estás diciendo que no nos quieres? ¿Me estás diciendo —y aquí abre más los ojos, azulísimos y ya de por sí grandes— que no quieres a Unai? ¡Necesitamos distraerlo! Y a ti tampoco te vendría mal. Estáis los dos que dais asco.
—Hosti, gracias, amiga —respondo entre risas.
—¡De nada! Venga, rapidito, ¡a calzarte! —me ordena, con un azote de trasero incluido.
Hago caso, por supuesto.
Lucía vuelve a la sala diez minutos después con la melena recogida en un gran lazo y envuelta en una nube de colonia familiar: cada día sufrimos peligro de morir intoxicados. Como saludo, da una vuelta sobre sí misma para que la observemos bien, y tanto Unai como yo soltamos silbidos de admiración y aplausos varios.
—Joder con el nivel, ¿no? ¿Voy a cambiarme de ropa? —Mis pantalones chinos y jersey negros, la cara afeitada y el pelo corto humedecido me parecían adecuados. Al ver a Lucía tan despampanante con su vestido de lunares, en contraste con la bata que lleva todos los días en la farmacia, me empiezan a entrar dudas sobre mi atuendo.
Incluso Unai ha domado más o menos sus rizos y se ha puesto su chaqueta favorita, esa de lana y rombos que parece de su aitite, y aquellas Vans de flores que se compró con su primer sueldo del periódico digital. Tiene clase hasta en pijama y le encanta llamar la atención, ya sea con la ropa, sus decenas de tatuajes o sus payasadas. También con su físico, aunque en ello él no tenga nada que ver: el capullo salió guapo y lo explota todo lo que puede.
—¿Al final te vienes con nosotros? —interrumpe mis pensamientos y, antes de darme tiempo a responder, estira los brazos en señal de triunfo y se pone a vocear. Lucía no tarda en acompañarlo y montan bastante alboroto. Cuando voy a seguirles la corriente, el telefonillo corta el numerito.
June aparece poco después con sus grandes aros dorados habituales, embutida en un plumífero morado para combatir el frío de marzo en Bilbao y el pelo color miel aún más corto que ayer. Apuesto a que también tendrá algún tatuaje nuevo.
—¿Qué hacéis todos esperándome en la puerta?
—¡Juuune! —Lucía salta a sus brazos y la achucha fuerte—. ¡Ya estamos los cuatro! ¡Qué ilusión!
—Lucía, relaja o me voy —le advierte ella.
—Estamos juntos a todas horas —le recuerdo yo.
Unai se ríe.
Estoy a punto de seguir a las chicas a la salita cuando Unai me detiene, se para frente a mí y apoya cada mano sobre mis hombros. Cuando levanto la vista hacia él me encuentro con su sonrisa lobuna, que es, por sí sola, una invitación.
—Esta noche nada de movidas ni de rayadas, ¿vale? —me pide—. Hoy toca noche de tíos.
—Para ti todas las noches son «noche de tíos», y si están en pelotas, mejor —apunto.
—¡¡Y nosotras somos tías!!
Unai ignora a Lucía, me responde con una reverencia y, entre risas, se diluye cualquier preocupación.
Mendiko nos recibe a la mañana siguiente con un sol radiante que agradezco; Unai, moribundo en el asiento del copiloto, no tanto. Mi tolerancia al alcohol es escasa, así que anoche a la segunda cerveza me planté, pero él se bebió, además, un par de cubatas y varios chupitos, para rematar la faena. Un mejunje que, ahora mismo, debe de recorrerle la sangre como un veneno, infectándolo todo.
—Tu ama es como de la CIA, te va a pillar —le advierto cuando paro la furgoneta delante del edificio de sus aitas. Tampoco hay que ser muy avispado para darse cuenta de que los ojillos que trae Unai no son de dormir poco, como él va a mantener; probablemente su familia se percate en cuanto ponga un pie en casa. El aliento le atufa todavía a una mezcla de vodka y naranja y muerte y destrucción.
Pero el tío ni siquiera tiene ese aspecto decrépito que tenemos el resto de los mortales cuando sufrimos un episodio así. ¿Cómo lo hace?
—Lo tengo todo controlado. —Se peina con ambas manos los rizos, se coloca las gafas de sol a modo de diadema y se saca del bolsillo del vaquero un chicle de menta—. ¿Pasas a buscarme a las ocho? Le dije a Lucía que cenábamos con ella.
—Bai, vamos hablando.
Lo observo mientras sale de la furgoneta, apoya una mano en el techo y asoma la cabeza para sonreírme; también cuando cierra la puerta y camina con gracia hacia el portal del edificio. El sol me calienta la mano que saco por la ventanilla y el aire se me cuela entre los dedos. Cuando Unai desaparece, arranco y me marcho.
En cuanto ama sale de la cocina para atender una llamada, aita se pone misterioso y cierra la puerta haciéndonos callar. Con el delantal mal abrochado, el pelo canoso de punta y los ojos más abiertos de lo normal, parece un científico chiflado. La espalda ancha y los brazos fuertes no encajan demasiado en el conjunto.
—¡Ya me han confirmado la asistencia a la fiesta cuarenta y dos personas! —nos anuncia, y se gira para revolver la salsa de tomate.
—¿Va a ser un cumpleaños o una boda? No entiendo a qué viene tanto alboroto. Además, ¡todavía quedan meses! —Apoyada contra la encimera, la amama Urdiñe vigila de cerca a su hijo; no se fía del todo de sus artes culinarias. Le gusta aparentar que lo deja hacer a su antojo, y para eso enreda con el teléfono, juguetea con el colgante de oro que no se quita nunca y finge estar distraída, cuando todos sabemos que eso de delegar se le da regular.
—Ama, por favor, ¡que no se cumplen cincuenta todos los días! Y Manuela lleva fatal eso de la edad, quizá le venga bien para animarse.
—Es vieja con fiesta o sin fiesta —sentencia mi hermano, Izan, y a la amama y a mí se nos escapa la risa. Aita, en cambio, se vuelve con rapidez hacia la puerta, alarmado porque mi ama lo haya oído desde la otra punta de la casa.
—¡Izan! Eso a tu ama no se lo digas, ¿me oyes? —lo riñe—. Y pon la mesa de una santa vez, que te lo he dicho hace media hora y estás esperando a que lo haga Nico.
Mi hermano, que más que sentado parece derrumbado en la silla, porque con dieciséis años está siempre cansado, se quita la gorra para alborotarse el pelo, del mismo tono claro que el mío, tuerce el morro y aprovecho la ocasión para sonreírle mucho. El efecto es inmediato: frunce el ceño, estira el brazo y trata de pegarme un empujón que evito en el último segundo echándome a un lado.
Sonrío más.
—Gilipollas.
—Izan, esa boca. Siempre igual… —Ahora es la amama quien lo regaña, así que me levanto para poner el mantel antes de que se me escape la risa y mi hermano me dé un guantazo.
—Nico, ¿ya has invitado a Ane a la fiesta? ¿Sabes si va a venir? —me pregunta aitamientras mezcla la salsa con la pasta. Por suerte, está concentrado en la tarea y no me ve, aunque estoy bastante seguro de que a estas alturas ya sé poner una cara de póker fetén.
—Sigue pendiente de una cosa del curro.
—Pero si es la hija del jefe… —recuerda el idiota de mi hermano, quien, en el tiempo que yo he colocado servilletas, cubiertos y platos, solo ha puesto los vasos. Le doy una colleja cuando paso por su lado y él me la devuelve en forma del empujón que salvé antes.
—¿Ya estáis? —nos dice la amama desde su puesto de mando. Ni siquiera levanta la vista del teléfono, en el que seguramente estará buscando cuándo podar las hortensias del jardín o cuál es la mejor época para plantar repollos, pero su voz impone; su apariencia, no tanto. Con su uno sesenta de estatura, la melenita cana y las gafas en forma de ojo de gato, parece una mezcla extraña de duende y actriz parisina. Hasta que abre la boca y te habla con ese vozarrón del norte y echa abajo esa imagen entrañable.
—Nico, necesito confirmación cuanto antes, ¿vale? —insiste aita girándose hacia mí. Cuando asiento con la cabeza, ambos nos damos por satisfechos; yo, al menos, he ganado algo más de tiempo. ¿Para qué? Ni idea—. Dile a ama que la comida está lista.
No me tiene que insistir, agradezco el cambio de tema.
En cuanto salgo de la cocina, tengo ante mí una panorámica del salón al completo, que abarca desde la parte delantera de la casa, con vistas a la calle principal de la urbanización, hasta la parte trasera, con unas grandes puertas correderas de cristal para acceder al jardín.
Veo a ama a través de ellas caminando de un lado al otro del porche, con la melena castaña, que siempre lleva perfecta, alborotada por el viento, los auriculares puestos y ese gesto de mala leche del que Izan y yo huimos para evitarnos una regañina. No logro captar nada de lo que dice, parece gritar en voz baja a quien sea que esté al otro lado del teléfono.
Voy a volver a la cocina sin avisarla cuando me ve. Capto un destello de sorpresa en su cara, solo un instante, y borra todo enfado, dice algo y cuelga. Mientras guarda los auriculares en un bolsillo de la americana, compone una sonrisa, todo dientes blanquísimos y labios pintados de rojo, y abre la puerta corredera.
—¿Pasa algo? —le pregunto sin poder contener la curiosidad. Señalo con la barbilla hacia el teléfono, que todavía tiene en la mano, y me apoyo sobre el respaldo de uno de los sofás que separa la estancia en dos.
—Iñaki, que ha hecho mal un pedido. A ver qué hacemos ahora con doscientos bañadores que no se pondría ni tu amama.
—No me los encasquetéis a mí, ¿eh?, que os conozco. —La señalo con un dedo, alzo las cejas y, tras la amenaza fingida, sonrío. Yo me encargo de la tienda de Bilbao, e Iñaki, amigo de la infancia de mi aita y padrino de Izan, de la de Mendiko. Como solo estamos a media hora en coche, mis aitas van y vienen de una a otra cuando les parece, aunque ellos se dedican más a buscar nuevas oportunidades de negocio, papeleo con las Administraciones y gestiones varias. Prefieren las comidas de negocios a estar ocho horas en la tienda tratando de vender equipamiento deportivo a gente que no sabe lo que busca. Yo necesito, según ellos, aprender y «curtirme».
—Ya veremos, que con esa carita de bueno seguro que los vendes todos… —bromea, chocando con suavidad su cadera contra la mía, y me pasa un brazo por los hombros. Ante la cercanía, me llega su perfume a rosas, ese que lleva usando desde que tengo memoria—. ¿Está la comida? Huele estupendamente.
—Sí, te estábamos esperando.
—Vamos, pues.
Y, abrazados, volvemos a la cocina.
Lucía, sentada en el sofá entre June y yo, es quien está al mando del portátil, que sujeta sobre sus piernas. Va pasando en la pantalla los diferentes diseños que ha hecho June, porque eso de tatuarse debe de ser como una droga o una secta y, una vez empiezas, es imposible salir. Llevamos casi veinte minutos contemplando las ilustraciones para que Lucía se decida por una.
—¿Y ese? —sugiero cuando la figura de El nacimiento de Venus abrazada por dos esqueletos llena la pantalla. El estilo de June es bastante guay y preciso, elegante, muchas líneas finas hasta formar un todo, y las ideas más dispares. Conoció a Unai en una clase de creatividad cuando ella hacía Bellas Artes y él Periodismo, y mientras encuentra un estudio que la quiera para trabajar de tatuadora, practica con él y Lucía, sus conejillos de Indias particulares.
—Es que ya llevo el esqueleto de la pierna —me responde no muy convencida. Me remuevo en el asiento y, por detrás de ella, intercambio una mirada con June. Es gracioso que tarde tanto en decidir qué tatuarse cuando siempre acaba con los dibujos más chorras. En eso, los tres son iguales—. ¿Qué te vas a hacer tú?
Ya estamos.
Oigo el airecillo de la sonrisa de June, veo la propia sonrisa de Lucía. Yo, en cambio, me dejo caer más en el sofá y resoplo.
—No sé si hacerme tu cara o la de June, igual las dos.
—Mejor un corazón con nuestros nombres —propone June. Lucía asiente y se ríe, pero vuelve a estar concentradísima en las ilustraciones, porque no dice nada más. Es curioso que tanto ellas como Unai hayan perdido la cuenta de los tatuajes que tienen y yo no lleve ni uno. Y no será por falta de ganas, al contrario; sin embargo, es pensarlo y venirme a la cabeza las voces de mis aitas: que no es serio, que da mala imagen, que me voy a arrepentir. Así que no me los hago.
Me van a echar del grupo.
Oímos llegar a Unai cuando comenzamos la tercera vuelta de los diseños: atraviesa el pasillo desde su habitación como un elefante en una cacharrería y parece que hace adrede todo el ruido que puede.
—¿Lo habéis visto? —Irrumpe en la sala y los tres levantamos la vista de la pantalla con la confusión dibujada en el rostro. Por suerte, no tarda en darnos una explicación—: ¿Habéis visto el Instagram de Martín? ¿La última foto que ha subido?
—A mí nunca me ha dado buenas vibras —suelta June tan tranquila, y Unai le devuelve una mirada que podría cortar jamón en lonchas muy finas; ella ni se inmuta.
—Espera. —Y como ya tengo el teléfono en la mano, entro a la aplicación y voy directo al perfil de Martín: la última publicación es de hace dieciséis minutos y aparece junto a otro chico, abrazados y muy sonrientes. El pie de foto dice: Un mes y sumando. Estiro el brazo para enseñarles la imagen a Lucía y a June y me siento en la obligación de decir algo, no sé el qué. Cuando Martín lo dejó hace tres meses, tras casi seis juntos, fue la primera vez que vi a mi mejor amigo llorar por otro tío—. No significa nada, eso del mes puede ser de cualquier cosa… —aventuro sin mucho convencimiento mientras dejo a las chicas en el sofá y me siento en el otro.
A June se le escapa el aire por la nariz.
—Nico, no me jodas, ¿eh? —me recrimina Unai, y se sienta a mi lado, en el borde, preparado para saltar encima de mí o de cualquiera que ahora mismo le lleve la contraria—. ¿Qué más va a significar? Está claro que está saliendo con ese tío, y el muy cabrón va y sube la foto, aunque sepa que yo la voy a ver.
—¡No lo llames así! —intercede Lucía, defensora de todo bicho viviente—. Esto iba a ocurrir, ¿no? Podrías haber sido tú, pero ha sido él y no pasa nada.
—Hombre, claro que pasa. —Unai se tira hacia atrás en el sofá, lanza el teléfono sobre la mesa que tenemos delante y apoya los pies sobre ella—. Si hubiese sido yo, no estaría jodido, tendría otro novio. Él fue quien me dejó y ahora es el primero que sale con alguien. Es injusto, me tocaba a mí restregárselo antes.
—Vamos, que ha ganado la partida —dice June, y, como si nada, baja la pantalla del portátil y se acomoda mejor.
—Muy maduros —se me escapa con una pequeña sonrisa. Me gano un rodillazo de Unai en el muslo y lo empujo por el hombro para apartarlo de mí.
—¡Pero si ya has quedado con un montón de tíos! —se queja Lucía.
—Pero ninguno era importante. No me he puesto a salir en serio con nadie ni he subido fotos a Instagram con otro.
—Pues hazlo —propongo distraído mientras me deslizo por las publicaciones de mis amigos y doy like a varias—. La próxima vez que quedes con alguno, os hacéis una foto y la subes. Y ya está.
—No es lo mismo, porque no sería mi novio —responde Unai, y Lucía le da la razón—. Tendría que ser con alguien con el que pudiese hacerme fotos a menudo, que se viese que estamos juntos juntos, no alguien con el que me he liado una noche. Que Martín viese que la cosa va en serio.
—Que la cosa va en serio con un novio imaginario —recalco y, antes de llevarme otro golpe de Unai, me vuelvo a apartar. June me ríe la gracia; Lucía, en cambio, abre más los ojos y da una palmada.
—¡Eso es! ¡Un novio imaginario! Bueno, imaginario no, falso —comienza a explicarnos de forma atropellada. Vamos, como siempre que algo la emociona o está nerviosa, que de pronto se convierte en Flash—. Podrías buscarte a algún tío con el que hacerte varias fotos y publicarlas, para que parezca que tienes una relación seria, larga y satisfactoria. Pones textos monos, imágenes en sitios bonitos y románticos… Y quién sabe lo que podría pensar Martín. —Se encoge de hombros con fingida inocencia y me río porque todo esto es bastante ridículo. ¿Qué nivel de madurez demuestra tener una persona que intenta dar celos a su ex subiendo fotos a las redes sociales?
—Claro, ¿qué podría salir mal? —comenta June, e intercambiamos una sonrisa. Unai, en cambio, no opina lo mismo. Se lo veo en los ojos. En la chispilla esa y el movimiento de su cuerpo, no se está quieto en el sofá.
—¿Tú crees? Te compro la idea de ponerlo celoso, pero ¿qué tío accedería a algo así? No puedo contárselo al primero que pille: «Oye, ¿te haces pasar por mi novio para poner celoso a mi ex?», suena muy lamentable.
—Cosas más raras te han pedido en Grindr… —le recuerdo con un par de palmadas en la rodilla. Me ignora, más interesado en lo que le pueda decir Lucía.
—No sé, a mí no me parece tanta locura, sería hasta divertido. Ojalá pudiese ayudarte yo —sigue ella.
—Podría hacerlo Nico —propone June, a quien solo le faltan las palomitas para disfrutar conmigo del espectáculo.
Me río y sigo mirando fotos en Instagram.
—Podría hacerlo Nico —repite Unai. Da la impresión de que saborea cada palabra, y cuando levanto la vista de la pantalla del teléfono, me lo encuentro con una sonrisa que no me gusta nada—. Podrías ayudarme tú.
—Ah, ¿que habláis en serio? —Miro primero a Unai, después a Lucía y, por último, a la instigadora de mi candidatura, June, quienes, a su vez, me miran a mí, y vuelvo a reírme.
—¡Sí! No sería para tanto, vosotros dos ya tenéis un montón de fotos juntos en Instagram, solo sería subir alguna en la que se intuya que sois algo más —explica Lucía, que, al parecer, ha tomado el puesto de jefecilla de todo este disparate.
—¡Eso es! No te tendrías que encargar de nada, solo de tener citas conmigo, sonreír para la foto, arrimarte a mí y ya está. —Unai sube una rodilla al sofá, entre los dos, y me dedica el gesto inocente con el que se suele salir con la suya el noventa por ciento de las veces; sus ojos felinos tienen mucho que ver.
—¿Pero qué decís? Que esto no es una comedia romántica de Netflix —me quejo, ceño fruncido, sonrisa medio congelada en la boca.
—¿Con gais? Ojalá. —Esa es Lucía.
—Que no, que no, que es una chorrada y fijo que se enteran en el pueblo y les van con el cuento a nuestros aitas. Paso —respondo sin sonrisas ni atisbo de duda en la voz.
Lucía y June me abuchean, Unai las imita.
—Aguafiestas.
June ríe su propia gracia y vuelve a abrir el ordenador.
Veo a Ane al empezar el pasillo de las galletas. En buena hora accedí a comprarle a Unai sus Oreos bañadas en chocolate. Puta vida. Ni siquiera me da tiempo a dar la vuelta (y huir), porque no hay nadie más que nosotros dos y sería todo un cantazo. Así que cuadro los hombros, me obligo a sonreír y me acerco hasta ella.
La preciosa Ane.
Lo pensé la primera vez que la vi sentada en clase de Economía de la Empresa y lo pienso ahora en el pasillo del supermercado frente a decenas de marcas de galletas. Recuerdo tratar de adivinar de qué país nórdico era: la melena larga y rubia, los ojos azules y la piel clara me hicieron pensar que era una estudiante de Erasmus, hasta que la profesora nos hizo presentarnos y no solo descubrí su acento donostiarra, sino que había vivido toda la vida allí. Nada de raíces más al norte del cabo de Higuer.
Yo, en cambio, no tengo mi mejor día: me ha pillado un chaparrón de camino al súper y parece que me he meado en los pantalones, el mal tiempo me dificulta eso de salir a correr mis kilómetros (casi) diarios y las ojeras me llegan al suelo tras pasar media noche oyendo la serenata de Unai y el ligue que se llevó a casa. Cositas de dormir pared con pared.
—Aupa, Ane. ¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo!
Ella no disimula su sorpresa al verme, pero la sonrisa es genuina.
—Y tanto… ¡Cuatro meses y parece que han pasado años! Estaba con la cosa de llamarte para ver qué tal estabas. Ya veo que bien, ¿no?
De puta madre, me dan ganas de responder. Estoy de puta madre, Ane, mejor que nunca, fantásticamente bien, fetén, nunca he estado mejor, diría yo. Exacto.
El carro, al que me aferro como si la vida me fuese en ello, se interpone entre los dos y me ofrece cierta distancia de seguridad.
—Sí, bastante bien, la verdad. No me puedo quejar —miento.
—Jo, qué guay. Cortar era lo mejor, ¿a que sí? El tiempo nos ha dado la razón. —Su sonrisa es deslumbrante; sin embargo, estoy seguro de que no es por nuestro encuentro ni porque yo, en apariencia, esté bien. Viene de casa con ella. Se la ve radiante y, aunque suene cursi, desprende felicidad. De eso que la miras y piensas: «Coño, qué tía más feliz». Pues esa es Ane ahora mismo. Rompimos hace cuatro meses y está pletórica. Lo tiene superado, me ha superado, y pica. Vaya que si pica.
Sonrío, asiento con la cabeza y se da por satisfecha. No serviría de nada llevarle la contraria.
—A ver si quedamos un día y nos vemos en otro sitio que no sea el súper. —Se ríe y se aparta la melena hacia atrás, por encima de la cabeza. Ese movimiento me hipnotizaba. Me gustaba cómo se colocaba el pelo y el olor que desprendía. Ahora observo sus gestos y me quedo anclado al pasillo.
—Claro, cuando quieras. Tienes mi número.
Ane se vuelve a reír y no me molesto en aclararle que hablo en serio: si quiere quedar conmigo, que me escriba cuando quiera. Ella fue la que quiso que cortáramos, la pelota está en su tejado. Después, poco más. «Saluda a Unai y a las chicas de mi parte. Y a tus padres», otra sonrisa, ningún beso y agur.
La dejo atrás y me voy directo a la caja, paso de dar vueltas por el supermercado y encontrármela de nuevo y tener que sonreírle y que cada vez sea más incómoda que la anterior.
Los astros deben de tener ganas hoy de echarse unas risas a mi costa, porque mientras espero a que me cobren, recibo un mensaje de mi aita: Nico, ¿ya sabes si Ane podrá venir a la fiesta? Tengo que ajustar el número de invitados. Y emojis varios (una fresa, un gato y un sol) de los que no llego a descifrar su significado.
Le digo que sí, que finalmente puede.
Sensacional.
Echo un vistazo alrededor. No tengo ni puta idea de lo que hago. No en el súper, sino en la vida. Finjo que sí, pero no, y parece que los demás saben algo que a mí se me escapa. ¿Es eso? ¿Me he perdido algún cursillo de adultez? ¿Cómo enfrentarse a la vida, curso básico para dummies? Engaño a mi familia y a mis amigos, parezco tener todo bajo control, y estoy muerto de miedo. A veces, siento que mi vida no es mi vida, que no soy yo de verdad, que nadie me ve realmente. A veces, siento que no encajo en ningún lugar, con ninguna persona, en ningún momento.
A veces, solo con Unai.
Salgo del súper cagando leches.
Cierro los cajones y las puertas de los armarios de la cocina con más fuerza de la necesaria, mientras guardo la compra. No me saco de encima la sensación de mierda que me ha provocado el encuentro con Ane. No llega al nivel de semanas atrás, y es todo un avance, pero tampoco me deja estarme quieto ni cerrar los armarios con más cuidado.
—¿Qué te pasa, fiera? ¿Qué te han hecho los cajones?
Unai me saluda desde la puerta con el ordenador bajo el brazo, los rizos alborotados y unos slips. El tío no tiene pudor. Conocerlo desde los seis años me da la ventaja de haberlo visto de mil maneras distintas, aunque, de estar aquí mi aitao mi amama, tampoco tendría problema en aparecer así.
—Me he encontrado a Ane en el Eroski —le cuento, lo miro sin disimular la frustración y empiezo a colocar las manzanas, los plátanos y las mandarinas en el frutero, en precario equilibrio. Unai ha aguantado cada una de mis rayadas, de mis lloriqueos, de mis enfados, desde que Ane y yo cortamos. «Para eso estamos, Nicotxu», me decía cada vez que le pedía perdón por mis comeduras de cabeza; me daba una gominola, se acomodaba mejor a mi lado y seguíamos viendo la serie que tocase ese día.
—Mira, así os habéis quitado ya de encima el encontronazo incómodo. Cuanto antes, mejor, como lema para todo en la vida —me dice muy seguro de sus palabras, deja el portátil sobre la mesa y se sienta en el borde de ella. La piel de Unai es oscura y está llena de tinta; sus tatuajes, repartidos por brazos y piernas, son muchos y de lo más aleatorios. Desde un ángel con arco y flecha hasta un casco de astronauta, o Sam, el border collie que tuvo de crío. En conjunto, forman un todo que le queda bien. Lucía dice que tiene rollo.
—Tenías que haberla visto, tío… Estaba exultante, como si cortar conmigo fuese lo mejor que le ha pasado en la vida.
—No quiero ser cabroncete, pero es que igual es lo mejor que le ha pasado. —Al instante, extiende los brazos para defenderse de mi colleja, me agarra las manos y forcejeamos. El idiota me saca una sonrisa con las exageradas llaves de kárate que trata de hacer, ahí plantado con sus calzoncillos con las caras de Charmander, Pikachu y Bulbasaur que le trajo el olentzero en casa de sus abuelos.
—A ver, me alegro de que esté bien, no soy tan gilipollas como para desearle nada malo —explico a la vez que saco un paquete de arroz de la bolsa de la compra, lo último que quedaba por guardar, y lo meto en su correspondiente armario—. Como yo estoy mal, que se joda ella también, ¿no? Pues no. Pero estaba muy bien y me ha tocado la moral. No sé si me estoy explicando o quedando como el culo.
—Siempre quedas como el culo, estoy acostumbrado. —Unai me dedica una de sus sonrisas resplandecientes y estiro el pie para darle un golpe sin fuerza en la pierna—. No, en serio, sé lo que dices. Mírame a mí, yo sí que no me alegro de que Martín esté con otro tío. Que quiero lo mejor para él y todas esas cosas, pero mejor conmigo, ¿no?
—¿Y crees que la solución es ponerlo celoso?
—Igual así se da cuenta de lo que se está perdiendo… —Según habla, va moviendo la cadera y temo que vaya a ponerse a jugar con la cintura de los calzoncillos en un intento cutre de estriptis. El bailecito se queda en nada—. Es mi último cartucho, ¿no? De perdidos…
—De cabeza al río.
Se ríe de forma escandalosa y me siento el tío más gracioso del planeta. Unai siempre consigue eso, desde críos: con él soy el chico más interesante, el más divertido, el mejor. Pero es que Unai también es el tío más interesante, el más divertido, el mejor. El mejor amigo, eso es así.
—¿No quieres que Ane te acompañe a la fiesta de tus aitas? A ti también te vendría bien tenerme de novio, no me digas que no. Es un plan sin fisuras.
Alzo la cejas, algo escéptico ante la seguridad con la que habla de su plan, y me cruzo de brazos.
—¿Pero cómo se van a tragar que estamos juntos? Saben que solo somos amigos.
—Martín siempre ha estado celoso de ti. Le tenía que aclarar cada dos por tres que no teníamos nada, y él erre que erre con que parecía que sí. Así que le va a joder un montón vernos juntos.
—¿En serio? —No disimulo mi sorpresa. Sin embargo, si Unai tiene razón y a Martín le ponía celoso nuestra relación, quizá haya una pequeña posibilidad de que esto pueda funcionar. Una pequeñísima, diminuta, microscópica posibilidad es mejor que ninguna. En cambio, engañar a Ane va a ser más complicado.
—Por favor, Nico, por favor. —El muy payaso junta las manos y me suplica, pone un puchero y a ambos se nos salta la risa—: Nicotxu, por favor. Por favor, por favor, por favor. Deja de rumiarlo tanto y acepta, no le des tantas vueltas, anda. Por favor.
Suelto un largo y fingido suspiro de resignación y le sonrío. Pocas veces me he resistido a él.
—Seamos novios, venga.
La Navidad era la celebración favorita de Nico. En Nochebuena iban a cenar a casa el tío Javi, hermano de su aita,y su mujer, Miren; el primoAitor, que tenía cuatro años más que él, y la amama Urdiñe. La sala se llenaba de voces y de ruido, y después de cenar su aita ponía el viejo tocadiscos del aitite Nicolás, ese que los niños no tenían permitido tocar, y bailaban y Nico podía irse a la cama más tarde de lo habitual. Cuando se despertaba a la mañana siguiente y bajaba al salón, el olentzero le había dejado los juguetes que pedía.
Pero esa noche, la de los siete, fue diferente. Se daría cuenta años después.
Cuando su tío le preguntó si tenía novia, Nico terminó de tragar el trozo de besugo antes de contestar; sus aitas siempre le insistían para que no hablara con la boca llena. Negó con la cabeza.
—¿Qué es exactamente una novia? —Nico frunció el ceño, frustrado, y movió la mano con la que sujetaba el tenedor, exigiendo una explicación. Los mayores se rieron e intercambiaron miradas sorprendidas, no tanto por la pregunta en sí, sino por su manera de expresarse. A veces utilizaba palabras adultas y las encajaba a la perfección en las frases, y sus aitas se preguntaban dónde las escuchaba o cómo las había aprendido.
—Pues es la niña que más guapa te parece, con quien más tiempo quieres pasar, la que más te gusta… —le explicó su aita.
Entonces…, ¿su ama? Nico no parecía convencido: sus aitas llevaban un anillo de oro que nunca se quitaban porque si lo hacían dejaban de ser novios, eso lo sabía cualquiera, hasta Izan, que era un bebé y no se enteraba de casi nada. En realidad, si se agarraba punto por punto a la explicación de su aita, tenía la respuesta.
—Ah, vale, pues Unai. Unai es mi novia. —Y sonrió satisfecho.
Todos volvieron a reírse. Su aita dio un trago a la copa de sagardo e intercambió una mirada con Javi.
—Tiene que ser una niña —le aclaró el primero.
—¿Por qué?
—Porque tú eres un niño —añadió el segundo.
Pues claro que era un niño, eso Nico ya lo sabía; sin embargo, no entendía qué importaba que Unai lo fuese también. Si acaso, ¡era mejor! Las niñas eran repipis y aburridas, y nunca querían jugar con ellos.
Más risas. ¿Dónde estaba la gracia?
Con el tenedor en la mano izquierda y el cuchillo sin filo en la derecha, Nico observó a su aita, sentado a la cabecera de la mesa, sin entender nada. A ver, sí que entendía lo que le decía, claro, ¡que ya tenía siete años!, pero no comprendía por qué Unai no podía ser su novia. Su novio. Se removió en la silla, las piernas le colgaban, no llegaba al suelo, y frunció más el ceño. Algo se le escapaba.
—¿Pero por qué? Unai es el niño más guapo de clase y siempre jugamos juntos y en el comedor me siento con él, y por las tardes viene a casa o yo voy a la suya, y me regaló su cromo de Leo Franco que me faltaba para tener todos los del Atlético, y me da un trozo de su DooWap y tiene unos dientes muy graciosos.
El niño cogió aire y no desvió la vista de su aita; sin embargo, quien respondió fue su tío:
—Unai es tu amigo, no tu novio.
—¿Por qué?
—Nico, termínate la cena —interrumpió su ama.
—Pero ¿por qué Unai no puede ser mi novio?
—Nico, se acabó, déjalo ya.
—¡Pero…!
—Ya basta —le ordenó su aita con esa voz que a Nico no le gustaba nada de nada. Fue cuando supo que había hecho algo mal, aunque no tenía claro qué. Mantuvo el ceño fruncido el resto de la cena, entre las sonrisas de disculpa que su ama dedicaba a todos salvo a él y las alabanzas de la tía Miren al besugo de la amama.
Nadie se lo explicó y Nico no volvió a preguntar.
—Juntaos más.
Unai y yo hacemos caso a Lucía y pegamos nuestras sillas todo lo que podemos. Después cojo la cerveza de la mesa y vuelvo a recostarme en el respaldo. A mi lado, Unai sonríe a Lucía, es decir, al objetivo del teléfono con el que pretende hacernos alguna foto.
Desde que accedí a formar parte de todo este teatrillo, ambos me han dejado bien clarito que las fotos son imprescindibles para llevar a cabo el plan maestro, y de «vital importancia» (palabras de Lucía) que las publiquemos en Instagram para que Martín y Ane las vean. Claro, no vale cualquier imagen, de eso me doy cuenta hasta yo; tienen que ser fotos en las que se dé a entender que Unai y yo no solo somos los mejores amigos de siempre, sino que hemos dado un paso más en nuestra relación.
No sé cómo vamos a conseguir algo así sentados en una terraza al lado de casa, pero cumplo órdenes y me ciño a la operación.
—Nico, franquísimamente, parece que estás posando con tu dentista. Necesito un poquito más de complicidad, de cariño, ¡de chispa! —Ante las peticiones de Lucía, ladeo el labio en una pequeña sonrisa y niego con la cabeza; Unai, en cambio, se ríe fuerte y me da un par de palmadas en el hombro con la mano del brazo que me pasa por encima. El gesto me obliga a inclinarme hacia él, a comerme su espacio personal, y eso parece complacer a ambos—. Ahora sonreíd como si estuvieseis enamorados.
—Besaos o algo —sugiere June.
Me da la risa, Unai la ignora y Lucía empieza a hacer fotos como si disparase una metralleta.
—¿Cómo están quedando? —pregunta