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En esta recopilación se puede apreciar la maestría de Charlotte Perkins Gilman para el cuento corto, reflexivo y con gran conciencia social. Textos divertidos a la par que trágicos, donde sus protagonistas deciden dar un giro a sus ideas y convicciones para asumir un papel principal en sus vidas. Toda esta obra se puede definir como un clamor hacia el feminismo que ridiculiza con grandes dosis de ironía los cánones patriarcales establecidos hacia las mujeres y llama hacia la movilización, la independencia económica y la igualdad, teniendo siempre presente que la emancipación real de la mujer beneficia a la sociedad y sin ella ningún progreso es posible. Ilustrado con las imágenes de Coles Phillips, que es conocido por sus elegantes imágenes de mujeres en actitudes de la vida cotidiana de todos los estratos sociales y por ser el primer ilustrador en utilizar la técnica del espacio negativo en las pinturas que creó para las ilustraciones que creaba para prensa impresa, como la revista Life y Good Housekeeping.
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Si yo fuera un hombre
Charlotte Perkins Gilman
Si yo fuera un hombre
Charlotte Perkins Gilman
Traducción de Marino Costa
Prólogo escrito por Olaya González Dopazo
Prólogo
N
Cuando era una bruja
Si hubiese comprendido mejor los términos de mi contrato unilateral con Satán, los Tiempos de Brujería hubiesen durado más, puede estar seguro de ello. Pero ¿cómo iba yo a saberlo? Simplemente sucedió, y no ha vuelto a pasar de nuevo, a pesar de que he intentado reproducir las condiciones hasta donde he podido controlarlas.
Aquello empezó de repente, una medianoche de octubre, el día treinta para ser exactos. Había sido un día muy, pero que muy caluroso y la tarde resultó ser sofocante y tormentosa; el aire apenas se movía y la casa era un horno gracias a su desafortunada capacidad de convertirse en un calentador de vapor cuando no se desea.
Me estaba cociendo en mi propia rabia —y eso ya daba bastante calor, incluso sin contar con el tiempo y el horno—, así que subí al tejado para tratar de refrescarme. Un apartamento en la planta superior tiene esa ventaja, junto con otras —¡puedes salir a pasear sin la ayuda de un chico que maneje el ascensor!
Hay muchas cosas en Nueva York con las que una puede perder su paciencia, incluso en sus mejores momentos, y en este día en particular todas ellas parecían suceder a la vez, algunas muy novedosas. La noche anterior, los perros y gatos del vecindario me habían despertado, por supuesto. Mi periódico de la mañana mentía más que de costumbre, y el de mi vecino —mucho más visible que el mío cuando salí de casa para dirigirme al centro— parecía más amarillista que nunca. Mi café no era café…, mi huevo era como una reliquia del pasado. Mis «nuevas» servilletas estaban ya arruinadas.
Siendo una mujer, se supone que no debo maldecir; pero cuando el conductor del bus ignoró mi señal mientras sonreía al pasar a mi lado y el guarda del metro esperó hasta que estuve a punto de subir al vagón para cerrarme la puerta en las narices —esperando tranquilamente tras ella durante algunos minutos hasta que la campana sonase, para asegurarse de que estaba cerrada—, deseé maldecir como una arriera.
La tarde fue aún peor. ¡El metro estaba abarrotado! Estaban esos individuos que empujan a la gente hacia el interior o tiran de ellos hacia afuera, los hombres que fuman y escupen, esas mujeres que llevan unos sombreros anchos de borde afilado que lanzan plumas y alfileres mortíferos… En fin, hacían que una se sintiese cómoda.
Como ya he dicho, estaba de bastante mal humor y subí al tejado para enfriarme y tranquilizarme. Unas nubes negras flotaban a poca altura por encima de la ciudad, los relámpagos amenazaban aquí y allá.
Una gata negra y escuálida apareció detrás de la chimenea y maulló de forma lastimera. ¡Pobrecita! Se había quemado.
La calle estaba tranquila para tratarse de Nueva York. Me asomé y miré hacia ambos extremos de las luces parpadeantes de la calle. El taxi que pasaba frente al edificio debía de llegar con retraso, su caballo estaba tan cansado que apenas podía mantener la cabeza alta.
Entonces el conductor, con su habilidad innata, hizo chasquear su enorme látigo bajo la tripa de la pobre bestia produciendo un sonido que hizo que me estremeciese. El caballo también se estremeció, pobre animal, a duras penas hizo cascabelear su arnés y apretó el paso.
Me incliné sobre el murete y miré a ese hombre con animadversión.
—Deseo —dije lentamente, y lo hice con todo mi corazón— que toda persona que golpee o hiera a un caballo de forma innecesaria sienta el mismo dolor que pretendía causar, sin que el animal lo sienta.
De algún modo me sentó bien decirlo; de todas formas, no esperaba obtener ningún resultado con ello. Vi cómo el hombre volvía a levantar su látigo enérgicamente. Entonces alzó sus manos —le oí gritar—, pero no se me ocurrió qué fue lo que había pasado.
Esa gata negra y escuálida, tímida pero confiada, volvió a restregarse contra mi falda y maulló.
—Pobre gatita —dije—. ¡Pobre gatita! ¡Es una pena!
Entonces pensé con ternura en los miles de gatos hambrientos y asustados que sufren en esa gran ciudad.
Más tarde, cuando intentaba dormir, la quietud de la noche dio lugar a los estridentes maullidos de esos sufridores y mi pena se desvaneció.
—¿Qué estúpido intenta mantener a un gato en una ciudad? —murmuré con enfado.
Otro maullido —una pausa— y un torturador y continuo chillido.
—¡Desearía —exclamé— que todos los gatos de la ciudad se cayesen cómodamente muertos!
Se hizo de nuevo el silencio y volví a quedarme dormida.
Las cosas fueron bastante bien al día siguiente, hasta que probé otro huevo. Además, eran unos huevos muy caros.
—¡No es culpa mía! —dijo mi hermana, que se ocupa de la casa.
—Ya sé que no lo es —admití—, pero tiene que serlo de alguien. ¡Desearía que la gente responsable de esto tuviera que comérselos hasta que vendieran unos buenos!
—Entonces dejarían de comer huevos, eso es todo —dijo mi hermana—, comerían carne.
—¡Que coman carne! —dije sin pensar—. ¡La carne es tan mala como los huevos! ¡Hace tanto tiempo que no comemos un buen pollo que ya me he olvidado de cómo saben!
—Es culpa de las neveras —dijo mi hermana. Ella es mucho más pacífica que yo.