Siempre nosotros - Elle Kennedy - E-Book

Siempre nosotros E-Book

Elle Kennedy

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Beschreibung

¿Podrán tener su final feliz? Wes no podría pedirle más a la vida: es joven, guapo, rico y la nueva promesa del hockey canadiense. Sus fans lo adoran y, si sigue anotando goles para su equipo, optará al trofeo Calder al mejor novato del año. Además, se acaba de mudar a un apartamento de ensueño con el hombre al que ama. Sin embargo, no todo es perfecto: si la prensa se entera de que es gay, su carrera habrá acabado. Jamie ha dejado atrás su vida para estar con Wes, y, aunque lo adora, está harto de esconder su relación. Su único consuelo es que, cuando están en su apartamento, no tienen que fingir delante de nadie. Hasta que, un buen día, un compañero de Wes se muda al mismo edificio. ¿Podrán esconder su relación o será esta la gota que colme el vaso? Descubre el desenlace de la historia de amor best seller del USA Today Siempre él

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Siempre nosotros

Elle Kennedy y Sarina Bowen

Serie Para siempre 2
Traducción de Iris Mogollón

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Notas
Sobre las autoras

Página de créditos

Siempre nosotros

V.1: junio de 2022

Título original: Us

© Sarina Bowen y Elle Kennedy, 2015

© de la traducción, Magdalena Garcías, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Los derechos de traducción de esta obra se han gestionado mediante Taryn Fagerness Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL.

Diseño de cubierta: Paulo Cabral - Companhia das Letras

Corrección: Gemma Benavent

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-34-6

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Siempre nosotros

¿Podrán tener su final feliz?

es no podría pedirle más a la vida: es joven, guapo, rico y la nueva promesa del hockey canadiense. Sus fans lo adoran y, si sigue anotando goles para su equipo, optará al trofeo Calder al mejor novato del año. Además, se acaba de mudar a un apartamento de ensueño con el hombre al que ama. Sin embargo, no todo es perfecto: si la prensa se entera de que es gay, su carrera habrá acabado.

Jamie ha dejado atrás su vida para estar con Wes, y, aunque lo adora, está harto de esconder su relación. Su único consuelo es que, cuando están en su apartamento, no tienen que fingir delante de nadie. Hasta que, un buen día, un compañero de Wes se muda al mismo edificio. ¿Podrán esconder su relación o será esta la gota que colme el vaso?

Descubre el desenlace de la historia de amor best seller del USA Today Siempre él

«El modo en que Sarina Bowen y Elle Kennedy relatan cómo estos dos hombres se enamoran y permanecen enamorados es absolutamente atemporal y bellamente real.»

Audrey Carlan, autora best seller del New York Times

«Momentos sensuales, un amor increíble, sentimientos a flor de piel y unos personajes secundarios fantásticos. Siempre nosotros es una historia conmovedora, cautivadora y ¡sexy que te mueres!»

Lauren Blakely, autora best seller del New York Times

«Una historia fantástica, escenas de amor que echan chispas y unos personajes que harán que te mueras de risa, ¡Siempre nosotros lo tiene todo!»

Lorelei James, autora best seller del New York Times

«Wes y Jamie. Madre mía, no puedes no quererlos. Su amor pasará a la historia, y no podemos estar más felices de que Elle y Sarina nos hayan mostrado un poco más de su vida.»

Schmexy Girl Book Blog

«Siempre nosotros tiene todo lo que me gustó de Siempre él, pero con una historia diferente y unos personajes maravillosos, que han crecido y cambiado, y los acompañamos en este nuevo capítulo de sus vidas.»

Kaetrin Allen, Dear Author

«No puedo dejar de recomendar esta serie. ¡Es increíble!»

BookBinge

#wonderlove

Capítulo 1

Wes

Vancouver es una ciudad preciosa, pero ya tengo ganas de irme.

Acabamos de terminar el viaje por carretera más largo de nuestro programa, y quiero volver a casa. De pie, en una lujosa habitación de hotel con vistas al paseo marítimo, retiro el papel de seda de una camisa que acabo de comprar en la boutique de la esquina. Como hace un tiempo que vivo con la maleta a cuestas, me he quedado sin ropa limpia. No obstante, es una camisa estupenda que me llamó la atención al pasar frente al escaparate, cuando volvía de firmar autógrafos en un almuerzo benéfico.

La desabrocho y me la pongo. En el espejo del hotel, compruebo cómo me queda, y veo que me va bien. De hecho, muy bien. El algodón es un tejido fino, y tiene un estampado de cuadros verde lima. Es muy británico. Además, el color tan vivo me recuerda que no siempre será febrero.

Ahora que mi vestimenta incluye traje y pajarita tres o cuatro veces por semana, tengo que prestar más atención a mi vestuario. En la universidad no llevaba traje más de tres veces al año. Aunque tampoco me molesta; me gusta la ropa. Y al espejo del hotel también le gusto.

Soy un cabrón muy sexy. Ojalá la única persona que me importa estuviera aquí para apreciarlo.

Anoche arrasamos en Vancouver, y no es por presumir, pero ganamos gracias a mí. Dos goles y una asistencia, mi mejor actuación hasta ahora. Llevo el tipo de temporada de novato que al final aparece en los titulares. Aunque ahora mismo lo cambiaría todo por una mamada y una noche viendo la tele con Jamie. Estoy derrotado. Destrozado. Hecho polvo.

Al menos, para terminar el viaje, solo nos queda un paseo más en nuestro jet privado.

Tomo el teléfono del escritorio y lo desbloqueo. Abro la cámara delantera y me saco una foto de los abdominales, con la camisa abierta para enseñar la tableta y la mano en la entrepierna. Tardé mucho en darme cuenta de que Jamie adora mis manos. Podría decir que le gustan más que mi miembro.

Envío la foto. No hace falta ningún comentario.

Echo un último vistazo a la habitación del hotel, aunque ya lo he guardado todo. He aprendido por las malas a no olvidar el cargador y el cepillo de dientes. Viajamos tan a menudo que preparar la maleta se ha convertido en mi nueva habilidad.

El teléfono vibra con un mensaje:

Jamie: Grrrr. Vuelve a casa, ¿vale? No necesito más fotos. Mi pobre y solitaria polla está muy dura.

Eso me recuerda a los viejos chistes de vodevil. Así que le respondo: 

Yo: ¿Cómo de dura?

Él responde:

Jamie: Lo suficiente como para clavarla en la pared. 

La verdad es que no hemos terminado de decorar nuestro apartamento. Los dos trabajamos mucho, y apenas tenemos tiempo libre.

De todas formas, como siempre, el sexo es más importante que la decoración del hogar.

Jamie: Enséñamela, porfa. 

No desbloqueo el teléfono por una simple razón: Jamie y yo nos enviamos fotos íntimas.

Sin embargo, esta vez no responde. Tal vez ha salido. Es tarde en Vancouver, lo que significa que es más tarde aún en Toronto… Mierda. Estoy harto de pasarme el tiempo sacando cuentas. Solo quiero volver a casa. 

Tomo la maleta y bajo las escaleras. Algunos de los chicos ya esperan en el vestíbulo, tan ansiosos por llegar a casa como yo. Me acerco a ellos.

—Por Dios —dice Matt Eriksson mientras me aproximo—. Será mejor que mi mujer esté esperándome desnuda en casa. Y que los niños duerman con tapones en las orejas.

«Ocho días es mucho tiempo», me digo a mí mismo. Pero no lo hago en voz alta, porque, aunque mis compañeros de equipo son unos tíos estupendos, nunca participo en estas conversaciones. No me gusta mentir y fingir que hay una chica esperándome en casa. Y no estoy preparado para decirles quién es, así que me guardo mis comentarios.

Entonces, Eriksson se gira hacia mí y en sus rasgos nórdicos se dibuja una sonrisa bobalicona.

—¡Mierda, mis ojos! Creo que estoy ciego.

—¿Por qué? —pregunto con poco entusiasmo. Eriksson siempre bromea.

—¡Esa camiseta! Por Dios.

—En serio —dice el veterano Will Forsberg, que se ríe mientras se tapa los ojos con una mano—, es muy brillante.

—Es muy gay —corrige Eriksson.

Su comentario no me molesta en absoluto.

—Es una camisa de Tom Ford y es una pasada —murmuro—. Te apuesto veinte dólares a que aparece en los blogs de las grupis antes de que acabe la semana.

—Cómo te gusta llamar la atención —me acusa Forsberg. Él, más que nadie en el equipo, adora estar en el punto de mira de los medios de comunicación. Cuando mi cara apareció en HockeyHotties.com, empezó a verme como su competencia.

Pero me da lo mismo; que se quede con todas las grupis.

—A ver —me presiona Eriksson—, solo digo que con esa camisa ligarías en los bares de la calle Church.

—¿Sí? —pregunto—. ¿Lo sabes por experiencia?

Eso hace que se calle, pero Blake Riley me mira el pecho con los ojos entrecerrados. Es un chico que parece un cachorrito gigante de pelo castaño desordenado y sin filtro.

—Tiene algo hipnotizante, como si dijera: «Eh. Te desafío a que apartes la mirada».

—En realidad, quiere decir: «Son trescientos dólares, por favor» —lo corrijo—. Un aspecto tan increíble no sale barato.

Blake resopla, y Forsberg comenta que debería pedir que me devuelvan el dinero. Luego empezamos a echarnos pullas los unos a los otros y especulamos sobre que el autobús nunca aparecerá, y que todos moriremos de «dolor de huevos» en Vancouver.

Pero finalmente llega y nos subimos. Me siento solo. Estamos a mitad de camino hacia el aeropuerto cuando el teléfono vibra con un mensaje. Lo tengo configurado para que ningún mensaje —en especial las fotos— aparezca en la pantalla antes de que lo desbloquee. Es una precaución esencial, y el mensaje que Jamie acaba de enviarme lo demuestra. Cuando autentifico mi huella digital, una imagen que no es apta para horas de trabajo llena la pantalla. Es subida de tono y graciosísima a la vez. El pene erecto de mi novio llena la imagen. Sin embargo, está inclinado hacia la pared, donde el glande rosado se apoya en un clavo plano, como si estuviera golpeándolo. Además, Jamie ha utilizado una aplicación para dibujarse una carita feliz en la cabeza del pene. El efecto es sorprendente y su miembro parece… un alienígena haciendo una reparación en el hogar.

Suelto una carcajada. Y estos pensaban que mi camiseta era gay. Ya les enseñaré lo que es ser gay…

—¿Wesley?

Blake se levanta del asiento de detrás para decir algo, y yo presiono el botón del menú del teléfono con tanta fuerza que me crujen los nudillos.

—¿Sí? —Me pregunto qué habrá visto.

—¿Recuerdas que te pregunté si te gustaba vivir en el 2200 de Lake Shore?

—Sí, claro.

—Mis cosas llegaron allí ayer. Soy tu nuevo vecino del piso 15.

«¿En serio?».

—Eso es genial, tío —miento. Cuando me preguntó si me gustaba el lugar, debería haberle contado todos los inconvenientes. «Está demasiado lejos del metro». «El viento frío de la costa es una mierda». No tengo nada en contra de Blake, pero no quiero que ninguno de los vecinos me conozca. Me esfuerzo mucho para pasar desapercibido.

—Sí, la vista es alucinante, ¿verdad? Solo la he visto de día, pero las luces por la noche deben de ser espectaculares.

—Sí, lo son —admito. Como si me importara. Las únicas vistas que quiero tener ahora mismo son las de la cara de mi novio. Y todavía nos quedan cuatro horas de vuelo antes de que llegue a casa con él.

—Podrías ayudarme a encontrar los mejores bares del barrio —sugiere Blake—. Yo pago la primera ronda.

—Genial —digo.

«Joder».

Tardamos una eternidad en volver a Toronto.

Para cuando hemos aterrizado y recuperado nuestro equipaje, son las siete. Tengo muchas ganas de pasar un rato con Jamie, pero tenemos poco tiempo. Mañana se va a las seis de la mañana para jugar un partido en Quebec con su equipo juvenil.

Tenemos once horas y todavía no he llegado.

Cada semáforo en rojo en el camino a casa me pone furioso. Pero por fin entro en el garaje —una característica del edificio de la que me había jactado delante de Blake—. Entro con mi gran equipaje en el ascensor y, por suerte, este sube directo hacia el décimo piso. Saco las llaves para tenerlas listas en la mano.

Por fin, estoy a veinte pasos, a diez.

Luego, abro la puerta.

—¡Hola, cariño! —digo, como siempre que llego a casa—. Lo conseguí. —Arrastro la maleta por la entrada, luego tiro la chaqueta encima y lo dejo todo al lado de la puerta, porque lo que necesito ahora es un beso.

Entonces me doy cuenta de que nuestro apartamento huele de maravilla. Jamie me ha preparado la cena. Otra vez. Es el hombre perfecto, lo juro por Dios.

—¡Hola! —responde, y sale del pasillo que lleva a nuestro dormitorio. Viste con unos tejanos y nada más, excepto —y esto es inusual— una barba.

—¿Te conozco? —Me dedica una sonrisa sexy.

—Iba a preguntar lo mismo. —Miro la barba del tono de la arena. Jamie siempre ha ido bien afeitado. Nos conocemos desde antes de que nos saliera vello en la cara. Parece distinto. Tal vez, mayor.

Y muy sexy. En serio, tengo muchas ganas de sentir esa barba contra la cara, y tal vez las pelotas… Mierda. La sangre ya corre hacia el sur, y llevo en casa quince segundos.

Y, sin embargo, durante un momento me quedo de pie en medio de la habitación porque, aunque han pasado ocho meses desde que Jamie y yo empezamos a salir, todavía no me creo la suerte que tengo.

—Hola —repito como un idiota.

Él camina hacia delante; su manera de andar tan tranquila es tan familiar que el corazón se me rompe un poco. Me pone las manos en los hombros y me aprieta los músculos.

—No te vayas tanto tiempo. Si vuelves a hacer eso, tendré que colarme en tu habitación del hotel.

—¿Lo prometes? —pregunto sin pensarlo. Está tan cerca que huelo el aroma a océano de su champú y la cerveza que se ha bebido mientras me esperaba.

—Si alguna vez tuviera un día libre, lo haría —dice—. ¿Sexo en un hotel después de un partido? Suena bien.

Mido la distancia hasta nuestro sofá y cuento las capas de ropa que tendré que quitarme en los próximos noventa segundos.

Pero Jamie me aparta las manos de los hombros.

—Yo ya he comido, pero tu plato está en el horno. Lo he puesto hace unos minutos. He preparado unas enchiladas de pollo. Deberían tardar quince minutos en calentarse.

—Gracias. —Me ruge el estómago y él sonríe. Supongo que tengo hambre de más de una cosa.

—¿Quieres una cerveza?

¿Alguna vez no quiero?

—Yo las traigo. Siéntate. Pon el siguiente episodio. Lo veremos mientras esperamos. —Sueno demasiado cortés para mis propios oídos, pero la vuelta a casa después de un viaje largo siempre es un poco extraña. Hay un breve pero incómodo momento cuando llego en el que no sé qué esperar.

No suelo compartir nada de mis charlas domésticas con mis compañeros, pero, si fuera de los que van por ahí hablando de su vida personal, les preguntaría cosas como: ¿esto siempre será así? ¿Los que llevan diez años juntos también lo sienten? ¿O es la novedad de nuestra relación lo que hace que las cosas sean un poco extrañas, durante una hora o dos, cada vez que llego a casa?

Ojalá lo supiera.

Mi primera parada es nuestra cocina americana, donde busco dos cervezas, que abro y dejo en la mesita del salón. Llevamos casi seis meses viviendo aquí, pero aún no hay muchos muebles. Hemos estado demasiado ocupados para amueblar el piso. No obstante, tenemos lo necesario: un sofá de cuero gigante, una mesa de centro espectacular, una alfombra y un televisor enorme.

Ah, y hay un sillón que se tambalea; lo rescaté de la calle, a pesar de las objeciones de Jamie. Lo llama el sillón de la muerte. Jamie lo evita, dice que tiene mal karma.

Se puede sacar al chaval de California, pero no a California del chaval.

Necesito cambiarme, así que voy al dormitorio. Pero antes le hago una pregunta.

—Oye, ¿qué te parece esta camisa? La he comprado hoy, después de quedarme sin ropa limpia.

Jamie señala con el mando a distancia el televisor.

—Es muy verde —dice sin volverse.

—A mí me gusta.

—Entonces a mí también. —Se gira y tanto su sonrisa como su barba me sorprenden. Salgo disparado hacia el dormitorio.

La cama está perfectamente hecha, y tiro los pantalones, la camisa muy verde y la pajarita sobre el edredón, con prisa por volver con mi novio. Me pongo unos pantalones de deporte y regreso al salón; Jamie está recostado en el sofá, con las piernas estiradas sobre los cojines. No me molesto en ocultar mis ganas. Me tumbo justo delante de él, con la cabeza apoyada en su hombro y la espalda pegada a su pecho.

—Mierda —me quejo al darme cuenta de mi error—. He dejado las cervezas demasiado lejos.

Me pone una mano sobre los abdominales.

—Cógelas —dice.

Me estiro con las dos manos para acercar las botellas y él evita que me caiga al suelo. Si bien la mesa está colocada perfectamente para que pongamos los pies encima al sentarnos, esta pequeña maniobra es para emergencias con la cerveza mientras estamos abrazados. A veces ocurren.

Le paso su botella por encima de mi cabeza y lo oigo dar un trago mientras en la pantalla aparecen los créditos iniciales de Banshee, la serie que estamos viendo.

—No habrás hecho trampa mientras estaba fuera, ¿verdad? —pregunto.

—Jamás se me ocurriría. Además, el último episodio tampoco tenía un final demasiado intrigante, así que ni siquiera he sentido la tentación de seguirla.

Resoplo al beber y me recuesto en el sólido calor de su pecho. Por lo general, estoy muy metido en esta serie, con su trama extraña y sus locas escenas de lucha, pero esta noche es solo una excusa para estar piel con piel en el sofá con mi chico, mientras mi cena se recalienta. De pronto, siento el cosquilleo inesperado de su barba en mi oreja. Inclino la cabeza hacia atrás para que también me roce la cara. No veo la televisión y, sinceramente, no me importa.

Agacha la cabeza y me frota la barba contra la mejilla, luego me roza el cuello con los labios, y siento escalofríos.

—¿Qué te parece? —pregunta en voz baja.

Me giro hacia él con cuidado de no derramar la cerveza.

—Estás increíble. Como Justin Timberlake cuando dejó NSYNC y se puso buenorro. Pero quiero sentirla en las pelotas antes de opinar de verdad.

Inclina la cabeza hacia atrás y se ríe de repente. Y, de pronto, se rompe el dique de hielo que se había formado por el viaje. Volvemos a ser nosotros, con su risa fácil y la tranquilidad que me transmite.

Sí… Dejo caer la cabeza y le lamo la garganta justo debajo del borde de la barba. Luego paso la lengua con suavidad por la piel. Jamie deja de reírse y relaja el cuerpo contra el mío. Estamos piel con piel de cintura para arriba, y sentir los latidos de su corazón contra los míos me hace querer llorar de gratitud. Froto la nariz por su incipiente barba, que es más suave de lo que esperaba, mientras tomo una ruta tortuosa hacia su boca. 

—Joder. Bésame de una vez —susurra.

Y lo hago. La barba me acaricia la cara mientras coloco la boca sobre la suya, y me sumerjo como si hubieran pasado ocho meses en lugar de ocho días. Un sonido de felicidad brota del fondo de su pecho. Lo beso profundamente para reencontrarme con su sabor y el calor de su aliento en mi cara.

Él suspira y yo voy más despacio. Rozo sus labios lentamente.

No vamos a volvernos locos ahora, pero no es por incomodidad. Más bien se debe a que ambos tenemos una botella de cerveza en la mano, mi cena está en el horno y tenemos toda la noche por delante.

Este es mi pensamiento feliz justo cuando escucho un sonido desconocido: alguien está llamando a la puerta. Es tan raro que al principio doy por hecho que es parte de la serie, pero vuelven a llamar.

—¡Wesley! Maldito loco. Abre, tengo cerveza.

Jamie echa la cabeza hacia atrás y arquea las cejas.

—¿Quién es? —articula.

—¡Joder! —susurro—. ¡Un segundo! —grito. Entonces, dejo caer la boca sobre la oreja de Jamie—. Es mi compañero de equipo, Blake Riley. Se ha mudado al piso de arriba.

Jamie me da un pequeño empujón y me levanto. Tengo que ajustarme los pantalones de deporte para que se me note un poco menos la media erección. Me acerco a la puerta principal y la abro un poco.

—Hola. Me has encontrado.

Blake me dedica una sonrisa estúpida y me da un empujón para entrar al apartamento.

—¡Sí! Tengo un montón de cajas apiladas por todo el salón. Es un desastre. Mis hermanas han encontrado las sábanas y me han hecho la cama, pero, por lo demás, es un infierno. Así que me he comido una hamburguesa, he comprado un paquete de seis cervezas y he pensado en venir a verte, ¿qué te parece?

Por un momento, me planteo echarlo. De verdad. Pero no hay forma de hacerlo sin quedar como un grosero. Es decir, a ver, estoy aquí de pie con un pantalón de deporte, con una cerveza en la mano y la televisión a todo volumen detrás de mí. Parezco alguien que tiene tiempo para tomar una cerveza con su compañero de equipo. Y este tío en concreto ya me ha invitado unas cuantas veces, y siempre le he puesto excusas, a menos que estemos de viaje.

—Entra —concedo, odiándome por ello. Y eso que, en realidad, el muy capullo ya está dentro. Y hace sesenta segundos tenía la lengua de Jamie en la boca.

Joder.

Blake no se percata de mi incomodidad. Deja el paquete de cervezas en la mesa de centro y se sienta en el sofá, justo donde estaba mi novio hace un minuto. La cerveza de Jamie está en la barra que divide nuestra cocina del resto de la habitación, pero él ha desaparecido.

—¿Quieres otra? —pregunta Blake mientras agarra un botellín.

—Estoy bien —digo y doy un trago al mío. 

Jamie reaparece en el pasillo con una camiseta puesta, y eso arruina la vista que tenía de su musculoso pecho bronceado.

—Hola —saluda—. Soy Jamie.

—¡Ah, eres el compañero de piso! —Blake se pone en pie y salva la distancia entre ellos de un salto para envolver la mano de Jamie con su gran manaza—. Encantado de conocerte. Eres entrenador, ¿verdad? ¿Eres defensa? ¿Entrenas adolescentes?

—Eh, sí. —Jamie levanta la cabeza y clava la mirada en la mía, con una pregunta implícita.

Sin embargo, estoy igual de confundido. He mencionado a mi compañero de piso quizá a dos personas en toda la temporada, pero, al parecer, Blake fue una de ellas. Nunca hablo de Jamie con mis compañeros de equipo porque no quiero verme obligado a averiguar cuándo parar o cuántos detalles son demasiados.

Y no quiero mentir de una forma tan descarada. Eso no va conmigo.

Blake es un grandullón de sonrisa rápida y, sinceramente, siempre lo he considerado un poco lento. Pero quizá estaba equivocado.

—¿Quieres una cerveza? —pregunta—. ¡Oye! ¡Me encanta Banshee! ¿Qué episodio es? —Vuelve al galope al sofá y se sienta.

No sé muy bien qué hacer, así que me siento en el extremo opuesto a él. Jamie va a la cocina y yo miro la pantalla durante un minuto mientras trato de averiguar lo que pasa en este episodio: Hood intenta escapar de un edificio donde ha robado algo. Su extravagante amigo transexual lo ayuda a salir de allí por el pinganillo.

No tengo ni idea de lo que está pasando. Ni en la pantalla ni en el salón.

Jamie vuelve unos minutos después con un plato de enchiladas con queso fundido. Lo trae en una bandeja porque el plato está caliente del horno, y yo tengo fama de quemarme en la cocina. Se me hace la boca agua cuando veo una generosa masa de crema agria y un montón de aguacates cortados en dados. Incluso me ha traído una servilleta y cubiertos.

Vaya.

Que tu novio te traiga una cena casera es lo mejor de todo el puñetero mundo. Sin embargo, los ojos de Jamie se preguntan si será demasiado raro que me la dé. ¿Es demasiado doméstico?

Me levanto y tomo la bandeja, porque, joder, esta es mi casa y aquí hago lo que me da la gana.

—Gracias. Tiene una pinta increíble.

Me lanza el guiño más rápido del mundo, y me siento en el sofá para comerme la cena. No es todo lo que quiero de él, pero tendré que conformarme por ahora.

Capítulo 2

Jamie

No estoy enfadado. En absoluto. ¿Qué más podía hacer Wes? ¿Cerrar la puerta a su compañero de equipo? ¿Señalar su erección, dura como una piedra, y decir: «Lo siento tío, estaba a punto de acostarme con mi novio»? Llevo ocho días esperando este momento y me ha preparado una cena de bienvenida…

De acuerdo. Tal vez esté un poco enfadado.

Mi madre siempre dice que tengo la paciencia de un santo, pero ahora mismo no me siento así. Mi estado natural de tranquilidad y calma infinita se ha visto reemplazado por una profunda sensación de irritación. De resentimiento, incluso.

Tenía muchas ganas de estar a solas con Wes. Lo echo de menos cada vez que viaja. Lo único que quería hacer esta noche era reencontrarme con el hombre al que quiero, a poder ser en forma de sexo salvaje y sudoroso.

«El hombre al que quiero». La frase se me graba en la mente, casi con asombro. El verano pasado no me asusté al darme cuenta de que era bisexual, y tampoco me da miedo aceptarlo ahora. No es la palabra «hombre» la que me fascina en esa frase, sino el amor. Lo que siento por Ryan Wesley… es algo que para mí solo existía en las películas. Es mi otra mitad. Nos complementamos a las mil maravillas. Si estamos en la misma habitación, me atrae como un imán, y enseguida lo echo de menos.

Hay una vieja cita que mi madre pintó una vez en un plato de cerámica: «El amor es una amistad en llamas». Ahora lo entiendo.

Eso no significa que no esté enfadado con él. Lo observo mientras se lleva las enchiladas a la boca. Sus preciosos ojos grises están fijos en la pantalla del televisor, pero sé que no presta atención a la serie. Aunque la tensión en sus anchos hombros sería imperceptible para cualquier otra persona, yo la siento tan clara como el día, por lo que una parte de mi irritación desaparece.

«Odia esto tanto como tú», susurra mi conciencia.

«Vete a la mierda, conciencia. Déjame autocompadecerme».

Blake, por otro lado, está disfrutando de la vida. Grita a la pantalla cuando aparece una escena de acción bestial y bebe cerveza como si el mundo no le importara. Por supuesto, le da igual. Según una búsqueda rápida que he hecho en Google mientras trataba de localizar una camiseta en el dormitorio, este es su tercer año con el equipo, y está petándolo. Y ¿lo más importante? Es heterosexual. No tiene que ocultar con quién se acuesta ni presentar a su pareja como su «compañero de piso». Es un cabrón con suerte.

Un sabor amargo me llena la boca al recordar que, a los ojos del mundo, Ryan Wesley también es heterosexual. Mi novio ha aparecido en docenas de listas de «Los solteros más deseados del hockey». En cada partido, encuentras al menos cinco mujeres sujetando carteles con insinuaciones ingeniosas para él: «Me muero por Ryan», «Wesley está más bueno que el muesli» o «¡¡¡QUIERO TENER TUS BEBÉS, #57!!!»; otras no son tan ingeniosas.

Wes y yo nos reímos de toda la atención femenina que recibe, pero, aunque sé que no corro el peligro de que mi novio, que es firmemente gay, se meta en «la piscina de los coños», me molestan las miradas hambrientas que recibe.

—Dios —exclama Blake—. Esas tetas son alucinantes, joder.

La observación lasciva me devuelve al presente. El presente no deseado. En pantalla, uno de los personajes femeninos se ha desnudado —me encanta Cinemax— y sus pechos son increíbles, para qué negarlo.

Y como se supone que soy el inofensivo y superhetero compañero de piso de Wes (y ya estoy siendo más grosero de lo que debería con su compañero de equipo), decido opinar.

—Lo son —coincido—. Esa actriz está buenísima.

Wes frunce un poco el ceño, y vuelvo a irritarme. ¿De verdad? ¿Deja que su compañero de equipo interrumpa nuestra velada y se enfada porque encuentro atractiva a una actriz?

Blake toma mi contribución a la conversación como una señal de que somos mejores amigos y se vuelve hacia mí con unos ojos verdes brillantes.

—Te gustan las rubias, ¿eh? A mí también, hermano. ¿Sales con alguien?

Por el rabillo del ojo, veo que los hombros de Wes se tensan de nuevo. Igual que los míos, pero en mi caso tal vez sea por lo incómodo que es el sillón. Cinco minutos en esta cosa y parece que has pasado por un potro de tortura medieval. Además, estoy seguro al noventa y nueve por ciento de que alguien murió en este sillón. Wes lo encontró en la calle y ha olvidado deshacerse de él, aunque se lo he pedido unas cuantas veces.

Este cabrón estará en la calle la semana que viene.

Me refiero al sofá. No a Wes.

—En realidad no —respondo vagamente, y los sensuales labios de Wes vuelven a fruncirse.

—Tanteando el terreno, ¿eh? Yo también. —Blake se pasa una mano por el pelo castaño. Es muy guapo. Y enorme, mide por lo menos un metro noventa—. Quién tiene tiempo para una relación en un mundo como el nuestro, ¿verdad, Wesley? Parece que nuestra vida se reduce a subir y bajar de un avión.

Wes gruñe algo ininteligible.

—No sé cómo se las apañan Eriksson y los demás —continúa Blake—. Yo estoy agotado durante la temporada. Y estoy soltero. —Finge un escalofrío—. Imagínate con mujer y niños. Es aterrador. ¿Será así como se crean los zombis? ¿Que no se trate de un virus loco, sino de estar tan cansado que comer cerebros de repente parezca una buena idea?

No puedo evitar reírme. Tengo la sensación de que Blake Riley podría mantener una conversación entera consigo mismo. Más o menos como en este preciso instante, ya que Wes y yo no hemos abierto la boca desde hace un rato.

Termina el capítulo y, sin preguntar, Blake agarra el mando a distancia de la mesita para poner el siguiente. Acto seguido, abre otra cerveza.

Estoy tan frustrado que se me forma un nudo del tamaño de un disco de hockey en la garganta. Son más de las nueve. Necesito acostarme a las diez. De lo contrario, mañana estaré agotado. Si no duermo al menos siete horas, mi cerebro se vuelve loco, como el de Edward Norton en El club de la lucha. Joder, preferiría que mi vida fuera como esa película. Así al menos tendría una buena excusa para sacar a Blake Riley de mi sofá y echarlo a la calle.

Pero le prometí a Wes que mantendría las apariencias hasta el final de su temporada de novato. En este momento, salir del armario perjudicaría mucho a su carrera, y prefiero meterme en una bañera llena de fragmentos de cristal antes que acabar con los sueños de Wes.

Así que me siento en el sillón de la muerte y finjo que me interesa la televisión y lo que Blake está balbuceando. Incluso me río con algunos de sus chistes. Pero nos han dado las diez y cuarto, y ya está bien de mantener las apariencias por hoy.

—Me voy a dormir —digo, y me levanto—. Tengo que estar en el estadio a las cinco y media de la mañana.

Blake parece realmente decepcionado.

—¿No quieres tomarte otra cerveza?

—Quizá en otro momento. Buenas noches, chicos. Encantado de conocerte, Blake.

—Igualmente, Bomba J.

Sí, Blake Riley pone apodos, aunque apenas te conozca. ¿Por qué no me sorprende?

Echo una mirada rápida hacia Wes cuando paso por el sofá. Tiene la mandíbula más tensa que el agarre de la botella. Con la mano que tiene libre juguetea con la barra de plata de la ceja; los dedos giran el pequeño piercing una y otra vez. Lo conozco desde que tenía trece años, para mí es como un libro abierto, y su descontento resulta bastante evidente.

A mí también me molesta, pero, a no ser que lo echemos por la fuerza, no hay nada que hacer; excepto fingir que no somos más que unos compañeros de piso que ven la televisión juntos de vez en cuando.

Cansado, avanzo un poco por el pasillo hasta que me doy cuenta de algo: no puedo dormir en nuestra cama. Acabo de conocer a Blake, pero quizá ya ha visto el apartamento. Cuando visitó el edificio, ¿vio el nuestro primero? ¿Wes le mostraría las vistas desde el dormitorio principal?

Aunque la hemos utilizado poco, nuestra coartada es que la habitación de invitados es mía. Así que doy un pequeño giro en U en el oscuro pasillo y entro en el baño de invitados. Hay un cepillo y pasta de dientes que puse aquí hace un tiempo para que la habitación no pareciera tan vacía.

Me creí muy inteligente por haber ideado este atrezo. Pero aquí estoy, fingiendo que mi propia habitación no es realmente la mía.

Me dirijo al cuarto de invitados, cierro la puerta y dejo de oír la banda sonora de la serie. Desde que vivo con Wes, hemos utilizado esta habitación una vez, cuando mis padres vinieron a pasar un fin de semana desde California. Esta noche soy yo el que tira la ropa al suelo y abre el edredón desconocido para meterse en la fría cama de matrimonio. Y no me gusta.

Me pongo de lado y analizo todas las cosas que están mal en este momento. Las cortinas son transparentes en lugar de un color azul marino opaco. El colchón es más blando de a lo que estoy acostumbrado, y la almohada es tosca.

Mi novio está en el salón, en lugar de haciéndome el amor como debería.

Cierro los ojos y trato de dormir.

Estoy soñando con una bañera de hidromasaje, y los chorros son estupendos. Sin embargo, mi pene es la única parte de mí que cabe en la bañera de hidromasaje, pero no me importa, porque estoy empalmado y el agua es increíble. Incluso mágica.

Oh, espera…

Olvida eso.

Hay una boca caliente alrededor de mi polla, que está muy dura. Y quizá todavía estoy soñando, porque no identifico mi entorno cuando abro los ojos. La luz no es la adecuada y el cabecero emite un chirrido suave y desconocido mientras una cabeza oscura se inclina sobre mí, con una boca sexy que me devora el miembro.

Joder, qué bien.

—¿Estás despierto, cariño? —dice Wes con voz ronca.

—¿Más o menos? No pares.

Su risa me masajea la punta de la polla.

—Menos mal. Empezaba a sentirme como un perturbado.

Una mano fuerte me agarra el pene y se me escapa otro gemido áspero.

—¿Qué hora es? —Aún tengo la cabeza nublada por el sueño. Mi plan era colarme en nuestro dormitorio después de que Blake se hubiera marchado, pero me he dormido en cuanto mi cabeza ha tocado la almohada.

—Las once y media. —Su voz es suave—. No te mantendré despierto mucho tiempo, lo prometo. Yo solo… Mmm. —Suena como si le saliera de lo más profundo del alma—. Te he echado tanto de menos, joder.

El resentimiento que he llevado como un escudo toda la noche se desintegra hasta convertirse en polvo. Yo también lo echaba de menos, y sería una estupidez reprocharle la inoportuna aparición de Blake. No es culpa suya que su compañero de equipo se haya pasado por aquí. Y tampoco lo es que tenga que viajar tanto. Los dos sabíamos que, mientras Wes se dedicara al hockey profesional, tendríamos que lidiar con largas ausencias.

Entrelazo las manos en su pelo oscuro y lo levanto de un tirón.

—Ven aquí —digo con voz ronca.

Su cuerpo cálido y musculoso se desliza hasta que me cubre. Entonces, tiro de su cabeza hacia abajo para darle un beso. Me encantan sus labios, firmes y hambrientos. Son hipnotizantes. Nuestros besos son cada vez más profundos y desesperados; mientras tanto, nos balanceamos sobre el colchón, que no para de crujir.

Wes aparta la boca con una carcajada.

—Tío, menos mal que tus padres no follaron cuando durmieron aquí. Esta cama hace mucho ruido.

—Me habrían traumatizado de por vida —coincido. Y lo beso. Mierda, es tarde y tengo que levantarme en seis horas, pero ahora necesito esto.

Como si me leyera la mente, Wes se lanza a mi boca entreabierta. Devoro su lengua con avidez y luego gruño de decepción.

—Echo de menos el piercing de la lengua —le digo sin aliento. Se lo había quitado al principio de la temporada. Supongo que el equipo no creía que fuera seguro.

—No te preocupes —bromea—. Todavía puedo poner tu mundo patas arriba sin él.

Un momento después, esa talentosa lengua me recorre el pecho desnudo y regresa a mi dolorido miembro.

Me engulle y mis caderas se sacuden sobre la cama. Dios mío. Nos hemos practicado felaciones el uno al otro desde que estamos juntos, pero nunca deja de sorprenderme lo bien que me hace sentir. Wes sabe qué hacer exactamente para que me corra. Esa confianza que tiene en sí mismo me pone muchísimo, y no necesita ninguna indicación cuando se trata de darme placer.

Por supuesto, eso no me impide murmurar órdenes, pero eso es porque a los dos nos gusta decir guarradas.

—Eso es. Lame la punta. Sí, así.

Tengo una mano sumergida en su pelo, y con la otra me aferro a las sábanas. Hacía mucho tiempo que no tenía su boca sobre mí, y la presión en mi escroto es casi insoportable.

Wes dibuja un círculo lento y húmedo alrededor del glande con la lengua, y luego se desliza por mi longitud, una y otra vez, hasta que mi polla brilla y mi paciencia se agota.

—Necesito correrme —grito.

Él se ríe suavemente.

—No te preocupes, cariño. Haré que te corras.

Y, joder, sí que lo hace. Los lametones provocadores se convierten en tirones húmedos y apretados, que hacen que me retuerza de placer. Con la mano, me masajea las pelotas mientras su boca me atrae hasta la parte posterior de su garganta mientras succiona fuerte y rápido, hasta que estoy listo para explotar. Y exploto.

Wes gruñe cuando me corro en su boca, pero no deja de chupar hasta que estoy flácido y sin sentido. Mientras los ecos del orgasmo revolotean a través de mi cuerpo saciado, noto, somnoliento, que él está a mi lado. Me besa el cuello, me acaricia los abdominales y frota la mejilla contra mi barba.

—Joder, me encanta esta barba —susurra.

—Joder, te quiero —respondo en un murmullo. De alguna manera, encuentro la energía para levantar un brazo, rodear sus grandes hombros y acercarlo a mí. Siento su erección como una marca caliente contra el muslo y, cuando giro la cabeza para besarlo, gime en mi boca y frota esa dura longitud contra mí. Entonces le paso el dorso de los nudillos por el pene y él sisea.

—¿Qué quieres? —pregunto entre besos—. No hay lubricante en esta habitación.

Wes gruñe e inclina las caderas hacia mí.

—No necesitamos lubricante. Quiero tu boca sobre mí.

Me muevo un poco más arriba en la almohada.

—Entonces, sube aquí. Muéstrale a la barba quién manda.

Con un gruñido, agarra la otra almohada y la empuja detrás de mi cabeza. Luego pasa una rodilla por encima de mi pecho y trepa por mi cuerpo.

Poso una mano en sus abdominales y abro los dedos. Me gusta sentirlo bajo la palma, cálido y sólido. Estoy cansado de pasar la noche solo. Me gusta la resistencia de otro cuerpo en la cama. Cuando se va, echo de menos darme la vuelta y apoyar el culo en su piel caliente.

Pero ahora no está dormido. Abre sus grandes piernas y yo le agarro el culo y lo acerco más. Su pene está rígido y gotea por mí. Y se acerca. Para provocarlo, cierro la boca, y él deja escapar un ruido de impaciencia. Le agarro la polla y me paso el glande por los labios, con la intención de hacerle cosquillas con la barba en la parte inferior.

Encima de mí, Wes, excitado, tiene un escalofrío. A través de las cortinas, entra la suficiente luz para mostrarme los tatuajes de sus brazos, que parecen sombras cuando se mueve. Su aroma masculino me vuelve loco. Saco la lengua y lo pruebo mientras él jadea.

Sin embargo, mi tortura aún no ha terminado. Estiro el cuello, aplasto la cara contra su ingle y le mordisqueo el pubis. Juro que siento cómo presiona la polla contra el cuello, tan excitado que se follaría cualquier parte de mi cuerpo. Un Wes desesperado es un Wes divertido. Me encanta obligarlo a deshacerse de una parte de ese férreo control. Un periodista deportivo lo llamó: «Impenetrable. Inquebrantable. Con nervios de acero».

Yo sé que no es así.

Atrapo su ansiosa polla con la mano y giro lentamente el cuello mientras froto toda su superficie con la barba.

—Joder —farfulla—. Vas a acabar conmigo. Chúpamela ya.

Lo beso una vez en la punta y gime. Luego, pongo fin a su sufrimiento de una vez. Abro la boca de par en par y me lo trago. Suelta un grito poco varonil que me hace sonreír alrededor de su pene. Entonces retrocedo y le doy otra chupada buena y fuerte. Ahora soy despiadado. No hay ritmo, solo un objetivo: chupar, lamer y tragar. Él empuja salvajemente mientras disfruta del viaje. Un par de minutos más tarde respira profundamente y dice:

—Me corro.

Y no miente. Bombea en mi boca más veces de las que puedo contar, y me trago la tensión sexual de una semana. Luego, mi cabeza cae contra las almohadas y siento cómo el cansancio me invade de nuevo. Sobre mí, Wes deja caer la cabeza y veo cómo su pecho se agita mientras respira. Levanto las dos manos y extiendo los dedos sobre su caja torácica.

—Pareces más delgado —digo mientras recorro con el pulgar la suave piel de su pecho.

—He bajado siete kilos desde que empezó la temporada.

—¿Siete? —Sé que los jugadores a veces pierden un poco de peso. Pero ¿siete kilos?

—Sí, a veces pasa.

Tiro de él hacia abajo, y se desliza sobre mí hasta que nos abrazamos.

—Aun así, has perdido mucho peso —murmuro en su oído—. Tendrás que comer más enchiladas.

—Si las preparas tú, me las comeré. —Entierra la cara en mi cuello—. ¿Jamie?

—¿Mmm?

—Creo que tienes semen en la barba.

—Qué asco.

Se ríe.

—¿Te supone un problema?

—No lo sé. Es mi primera barba, y tú eres el primero que se corre en ella.

—¿Qué tal si nos vamos a nuestra cama? —Su voz suena apagada.

—Mmm, sí. —Cierro los ojos durante un segundo.

Nos quedamos dormidos en la habitación de invitados, enredados el uno en el otro.

Capítulo 3

Jamie

Ocho horas después, la vida no es tan maravillosa.

Estoy en un autobús con una veintena de adolescentes. Pero no importa, me gustan estos chicos. Trabajan duro y juegan muy bien al hockey. Pensé que ya había visto a muchos jugadores jóvenes increíbles, pero parece que los canadienses cultivan campeones. La temporada no está siendo muy buena, aunque no pierdo la esperanza. El equipo tiene una intuición y una actitud estupendas.

Mi actitud, por otra parte, no lo es tanto en este momento.

Como Wes y yo nos quedamos dormidos en la habitación equivocada, no tenía el despertador. La razón por la que solo he llegado cuarenta minutos tarde ha sido que la cama era demasiado pequeña. Me he despertado cuando Wes me ha golpeado en la ceja con el codo tatuado y, al mirar el reloj de la mesita de noche, marcaba las seis menos diez de la mañana.

Me he levantado de un salto, con el corazón en la boca. Me he dado la ducha más corta del mundo y he dado saltitos como un idiota mientras metía los pies mojados en los calcetines y recogía las cosas. Lo único que me ha salvado es que había dejado preparada la maleta para el torneo en Montreal. Había intentado ahorrar tiempo para pasarlo con Wes, así que al menos mi bolsa de viaje estaba lista para salir.

Wes se ha tambaleado fuera de la habitación de invitados y me ha mirado entre parpadeos.

—¿Tienes que irte?

—Llego tarde —he murmurado mientras enviaba un mensaje al entrenador con el que viajaría.

Yo: Llego tarde. No os vayáis. Lo siento.

—Te echaré de menos.

No hace falta decir que yo también lo echaré de menos. Le he dado un rápido e insatisfactorio beso y he corrido hacia la puerta. De alguna manera, me las he arreglado para tropezar con la gigantesca maleta de Wes cuando trataba de alcanzar mi abrigo de la percha.

—Hazme un favor y deshaz esta cosa.

Esas han sido mis cariñosas palabras de despedida, mientras sudaba y me odiaba por ser ese tío al que tendrían que esperar con el autobús. Y, además, por regañar a mi novio para que guardara sus cosas.

Pero es que nunca lo hace. En general, se desentiende de la maleta hasta que la necesita para otro viaje.

Estoy terminando un café malísimo que he comprado en una gasolinera cuando el autobús ha parado a repostar, y oigo a mi compañero de trabajo hablar a gritos. David Danton es solo un par de años mayor que yo. Técnicamente, ambos tenemos el mismo título: entrenador asociado, pero, como el entrenador principal de nuestros chicos tiene varios equipos a su cargo, Danton hace las veces de entrenador principal, sobre todo en los viajes.

Detalles que hay que saber sobre Danton: tiene un precioso slap shot* y una personalidad horrible.

—¿Sabéis cuál es el primer equipo contra el que jugamos? —dice mientras mastica tabaco—. Son esos maricas a los que aplastasteis en Londres el año pasado. Sus estadísticas no han mejorado. Mantened vuestras líneas firmes y anotad en el primer tiempo. Estarán llorando entre los guantes para el descanso. En serio, vaya panda de maricas.

El café malo me provoca acidez en el estómago. Para empezar, esos consejos no son de ninguna ayuda. El otro equipo es bueno, tanto en defensa como en ataque, y nuestros chavales necesitan más detalles para prepararse. Hace falta una estrategia y una buena dosis de valentía.

Y mejor no hablar de los insultos de Danton. Es el tipo de persona que utiliza «gay» para describir cualquier cosa que no le gusta —desde un coche feo hasta un sándwich de pavo decepcionante—, y «marica» o «maricón» para cualquier jugador de hockey que no cumpla con sus estándares.

De hecho, después de un partido en nuestra pista, le pedí al muy imbécil que dejara de emplear esos insultos. Habíamos ganado con facilidad, y yo estaba orgulloso de nuestros chicos. Pero, cuando terminó el partido, Danton gritó: «¡Habéis dado una lección a esos maricas!», así que aproveché la ocasión para mencionar que algo así podría meterlo en un buen lío.

—Nunca se sabe quién puede oírte —comenté, insinuando que mucha gente le llamaría la atención por utilizar esas palabras. Pero, en realidad, estaba más preocupado por nuestros jugadores. No quería que su figura de autoridad validara ese tipo de odio. Y Dios no quiera que uno de estos chicos se llegue a cuestionar su propia sexualidad. Nadie debería oír esas cosas. Tener dieciséis años ya es bastante confuso.

Sin embargo, Danton me ignoró. Y cada vez que usa «marica» o «maricón», me imagino a un Wes de dieciséis años, aterrorizado en su propia piel. Me había contado lo mucho que lo asustó darse cuenta de que era gay. Ahora lo ha superado, por supuesto, pero no todos poseen su fuerza. No quiero que ningún adolescente, del equipo que sea, oiga las tonterías de Danton.

Trabajar con este tío me irrita, y no me importa una mierda lo que piense de mí. Perdió mi respeto la primera vez que soltó una de sus barbaridades en mi presencia. También utiliza la palabra «negrata» (nuestro Danton es todo un personaje). Quise que lo sancionaran e incluso le dije a Bill, nuestro jefe, que las palabras de Danton eran de mal gusto y para nada inclusivas.

—A ver si consigues que se controle un poco —respondió Bill, dándome una palmada en el hombro—. Sería una pena que apareciera una amonestación en su expediente. Son permanentes.