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Un inmejorable thriller histórico a caballo entre la realidad y la ficción. En la España de finales del franquismo, una serie de horribles asesinatos conmociona al país entero. Un inspector de policía recibirá el encargo de buscar al culpable, pero habrá de enfrentarse a una red de secretos, homosexualidad reprimida y corrupción.
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Seitenzahl: 273
Veröffentlichungsjahr: 2022
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García de Romeu
Saga
Siempre quiso ser un travesti y llamarse Vianka
Copyright © 2022 García de Romeu and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726983555
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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El comienzo de una historia
Casi todo en él fue puro misterio. Manuel Delgado Villegas nació en Sevilla en 1943. Su madre no le vería crecer, y su padre, vendedor de arropías, lo mandó con su abuela. Tras una infancia dura y difícil, como la de casi todos los nacidos por aquellos años de la posguerra, ingresó en la Legión. Hasta 1961, no existía más documentación sobre él que la que nos quiso legar el protagonista. Cuando lo detuvieron en enero de 1971 en la ciudad de El Puerto de Santa María, aquel que luego sería tildado de loco, relató cuarenta y ocho asesinatos repartidos por toda la costa: de Barcelona a la costa Azul, un pequeño paréntesis en Madrid y luego a la costa gaditana.
De golpe quedaron resueltos un sinfín de asesinatos ocurridos en España que afectaban sobre todo a extranjeros, unas extrañas muertes de ricos burgueses homosexuales que habían dado muchos problemas a un régimen ya en plena apertura hacia Europa y en donde la Policía avanzaba a pasos de gigantes en nuevas técnicas de investigación importadas del continente americano. Muertes atroces sin resolver y cruentos crímenes de contenido sexual son confesados por un hombre capaz de irse a una embajada a preparar una coartada, viajar por Europa, fingir enfermedades, subsistir mediante la venta de sangre o controlar a prostitutas amigas. Un supuesto loco que subsistió en una España donde el vicio era controlado. Un supuesto loco incapaz de ser juzgado que, sin embargo, tenía gran lucidez para pasar desapercibido en el mundo del hampa más viciosa. El supuesto deficiente mental viajó por toda la costa Azul y se ganó la confianza de la gente, quizás gracias en parte a su enorme fuerza física y a un especial don para no eyacular, pudiendo mantener la erección durante horas para satisfacción de clientes y clientas.
Sorprendentemente, esa misma persona se confesó autor de cuarenta y ocho crímenes, aunque no fue condenado. Todo nos conduce a una increíble investigación policial que termina en una sorprendente desaparición de expedientes, por lo que al detenido se le abrió un proceso en el que judicialmente se le da carpetazo tras más de seis años en prisión preventiva, y que, sin un juicio, es declarado, al parecer, inimputable.
Los acontecimientos dan un giro inesperado, y el inimputable termina en otro lugar poco esperado: se le encierra de por vida en un psiquiátrico para ser puesto en libertad casi acabando el milenio para morir como un vagabundo. Un final que ni él mismo se esperaba.
En estas páginas, pura ficción que no tienen que ver con la realidad salvo lo que cada cual quiera ver, se narra la historia de alguien que se le pareció. Quizás él mismo. Porque la realidad se cruza a veces con la ficción, y aquí, en algunos momentos, se cruzan. Por casualidad, porque la historia fue de otra forma.
Aún así, quizás fue la forma más fácil de resolver aquellos crímenes no resueltos y quizás, solo quizás, muchos culpables respirasen tranquilos cuando un narcisista y egocéntrico chulo, con apenas veintiocho años, acaparó la atención de todos los medios de comunicación de la época. Durante meses, su historia conmocionó a la España de finales del franquismo, una sociedad en la que había muchos temas tabúes. Una época en la que las formas lo eran todo, incluso en temas internacionales. Quizás, acorralado por sus propias perversiones, decidió confesar todo aquello que había visto, soñado o escuchado, dando a la policía lo necesario para dar carpetazo a unos crímenes que muchos querían ver resueltos. Las versiones oficiales nos dan en ocasiones la comodidad de no plantearnos cuál fue realmente la verdad. Al fin y al cabo, en muchas ocasiones importa más el final que la verdad, una verdad que puede ser incómoda para muchos. Y la conciencia prefiere dormir tranquila a cuestionarse si se obró bien o mal. Nada y todo puede ser lo que parece, y aunque nadie pone en duda lo hasta ahora no demostrado, dudar de lo indudable en ocasiones nos hace incluso más humanos.
A todo ello se unió una realidad donde la perdida de datos y archivos, unido a la existencia de leyendas e investigaciones periodísticas, en las que, como ya ocurrió no hace mucho tiempo, la principal fuente oficial de investigación se centraba en la declaración de alguien que se consideraba autor de múltiples crímenes, hicieron verdades donde solo había conjeturas. Eran tiempos donde era más importante esa verdad que la verdad con mayúsculas, esa a la nadie podía llegar.
Quizás estas páginas remuevan conciencias. O quizás no. Los monstruos son necesarios para recordarnos lo bueno que somos y lo malo que otros pueden ser, pues sin el mal no existiría el bien. Y claro está, nadie quiere que le alteren sus valores.
Ojalá que lo que aquí se lea, pura ficción salpicada de realidad, nos lleve a replantearnos una historia que para algunos comenzó en aquel verano de 1970…
Arropías
La camisa que llevaba abierta al modo legionario, de blanca pureza, dejaba entrever un torso fuerte que no pasaba desapercibido. El calor le permitía además mostrarse a gusto. A su paso, las mujeres volvían la cara para observarlo mejor y los hombres se apartaban, aunque algunos se volvían para admirarlo o desearlo. O las dos cosas a la vez. En su brazo, un canasto lleno de arropías y algunos cartuchos de papel de estraza en unos de los extremos le daban un aire exótico. Él se sentía bien, hinchaba los pulmones y presumía con la mirada de su pasado legionario. Sabía que lo miraban, que lo deseaban, y le daba igual de dónde vinieran las miradas. Su pasado en la legión, un motivo de orgullo en aquella España donde la milicia daba puntos, no fue más que una anécdota. Aquella férrea disciplina le pudo, y fue poco el tiempo que pasó en el tercio. Y menos tiempo aún el que tardó el tercio en olvidarse de semejante personaje. Él recordaba de aquellos años la lucha cuerpo a cuerpo, piel con piel, revolcándose sudoroso por el suelo haciendo llaves y dando golpes. Cómo disfrutaba de aquellos años en donde el dolor y la disciplina eran mucho más livianos que los primeros años vividos.
Se detuvo frente al bar que hacía esquina con la plaza y alzó la vista. No miró hacia ningún lado en concreto. Tampoco hizo caso a quienes requerían su atención para comprarle las arropías de su padre. Un recuerdo muy cercano lo invadía. No dejaba de pensar en su amigo, al menos podía presumir que lo tenía, y sentía que lo apreciaba. Aquel chico que le comprara arropías y que lo tratara con amabilidad captó su atención. Era amable, muy listo, y le había prometido enseñarle a leer y escribir. No le pedía nada, disfrutaban con su mera presencia, sin más futuro que verse al siguiente día para charlar y hacer planes sobre la educación que él no tenía. Le reconfortó la amabilidad y la pureza de aquella amistad. Tenía algo que jamás había tenido: un verdadero amigo, y eso le gustaba porque notaba aprecio. Con él no se sentía observado ni deseado, tan solo apreciado.
—No me digas que no es guapo —dijo Manolito, o don Manuel, según para qué y en qué circunstancias se viera enredado, al verlo pasar por delante de la puerta del bar, en cuya mesa, ocupada desde las nueve de la mañana, pasaba los días hasta la hora del aperitivo que tomaba en el bar Central, lugar de reunión de su gente, esa que heredó los privilegios de unos padres que apostaron por el bando vencedor y cuyos hijos seguían sacando partido.
—Pues no sé qué decirte, porque a mí no me gustan los brutos. Y a ti tampoco —le respondió Ignacio, que apuraba el café molido fino suministrado por La Giralda.
—Es guapo. Y además está fuerte. Mira qué cuerpo… Y aunque me gusten más delicados, a veces un buen empujón violento y salvaje es necesario —insistió Manolito, pasándose la lengua por los carnosos labios que adornaban su rechoncha y flácida cara.
—¡Pero qué guarra eres, chocho! ¡Y además te gusta un tío malo! —soltó Ignacio soltando el café para poder reírse a gusto sin derramárselo encima—. Pero es verdad, tiene su puntito. ¿Te lo imaginas empotrándote?
—Lo ves, maricona, cómo a ti también te gusta —dijo pasándose los dedos por la comisura de los labios—. Por cierto, mira quién viene —comentó volviéndose hacia el otro extremo de la calle y olvidándose del arropiero, que se les perdía de vista—. Buenos días.
—Buenos días, don Manuel —contestó Borja cortésmente, siguiendo su camino, no sin brindar una acaramelada mirada a su Manolito.
—Ese, el día menos pensado, le da un disgusto a su familia —dijo Ignacio dándole una palmada en el muslo a su amigo—. A ti te pega ¿a que sí? —aprovechó para levantarse sin esperar la respuesta—. Bueno, me voy que tengo mucho trabajo.
—¿Trabajo tú? Pero ¿en el ayuntamiento trabajáis?
—Algo sí, cabrito, no mucho, pero algo sí. Venga, me voy.
Y se despidió con un giro de muñeca casi imperceptible que no pasó desapercibido para los de la mesa contigua, que se lanzaron una mirada de admonitoria desaprobación y asco.
Manolito se quedó solo, contemplando al personal salir y entrar en el mercado de abastos, que estaba a rebosar a pesar de ser martes, aunque la mayoría de las amas de casa de El Puerto de Santa María pasaban por allí para cotillear más que para comprar. Por fortuna, los años de las cartillas habían pasado a la historia y el trabajo sobraba. La mayoría de los hombres que trabajaban en las bodegas empleaban los medios días en beberse el fruto de su sudor y las tardes haciendo chapuzas para los americanos o en segundos empleos bien remunerados. Sus mujeres, con los bolsillos bien provistos, hacían la vista gorda ante la ebriedad que algunos presentaban pasadas las cuatro de la tarde, así que cada mañana daban buena cuenta de los extras que dejaban sus maridos, a los que encima ocultaban los premios que las loteras clandestinas les dejaban cada día. Por el rabillo del ojo vio una chaqueta blanca que se le acercaba, así que cruzó femeninamente su pierna derecha y esperó.
—¿Quiere otro, don Manuel? —le preguntó Antonio, un camarero casi con tantos años como el bar.
—Pónmelo. Total, no tengo nadaque hacer en toda la mañana. Ah, ¡mándame al niño a por unos churritos!
El segundo café le supo casi tan amargo como el primero. A pesar de no privarse de nada, pocas cosas le satisfacían. Sus años duros habían pasado a la historia, aunque a decir verdad su apellido le libró de muchos malos tragos. Ya se sabe que los vicios son menos vicios cuando hay dineros de por medio, y él supo aprovechar esa circunstancia muy bien. Los peores momentos fueron cuando le echaron de monaguillo después de que rechazara los tocamientos de aquel miembro de la Hermandad del Santísimo, amigo de su padre y encaprichado de su pueril mocedad. No le gustó al principio, pero luego comenzó a cogerle el gustillo. Cuando tocaba a las muchachas del servicio no sentía lo mismo que cuando le tocaban a él. Desde entonces, y ya picándole el gusanillo de que no le gustaban las mujeres, todo fueron sinsabores y placeres ocultos que nunca terminaban de satisfacerle plenamente. Lo que peor llevó fue el empeño de su padre, que viéndolo como era, se empeñaba en llevárselo de putas. Qué asco. Hasta que la madame Gertrudis se dio cuenta de lo que realmente le gustaba y siempre procuraba buscarle un trío. Su padre, finalmente, se aburrió y lo dejó como un caso perdido, y aunque lo trató con respeto, se alejó de él como si fuera un apestado. Eso sí, pagó lo indecible para tapar sus bujarronerías y sus desastres. Al final, cuando se murió, sintió sobre todo alivio. Las últimas palabras que le dijo su padre fueron que se lamentaba de haber tenido un hijo así, seguro que era un castigo de Dios por haberle puesto tantos cuernos a su santa madre. ¡Ah, su madre! Eso lo llevaba peor. Se querían con locura, pero era tanta la pena de ella que le dolía incluso a él. La pobre se lamentaba más por la inseguridad de su hijo que por sus tendencias, que aceptaba de buen grado cuando vio que no se separaba de ella. Eso le ayudó mucho frente a todos aquellos que le rodeaban: amigos, familia, conocidos y desconocidos, todos esos que con doble moral le miraban con desprecio en público pero que en privado trataban de meterle mano o darle una justificación médica a lo que no era más que una cuestión de gustos. Gracias a Dios, las cosas estaban cambiando, y aunque seguía siendo un señor, todo un señor rentista, se podía permitir ciertos lujos y licencias que sabía vedado a otros.
El segundo sorbo al café ya le endulzó la boca. Quizás fue porque no había disuelto bien el azúcar y ahora lo notaba, o quizás porque vio que su Candela salía de la plaza, la misma que, heredando los privilegios de su madre, ya muy mayor, le lavaba a mano los calzoncillos y las camisas. Pero lo mejor de Candela era su hermano, que se encargaba de recoger y llevarle la ropa, un hermoso joven que aún no había aprendido a decir que no, y a quien la magnificencia de un ser superior como él lo dejaba bloqueado. Sonrió al pensar en cómo el tímido joven no se atrevía ni a moverse cuando le pasaba la mano. Y se dejó llevar por una oleada de pecaminoso placer, un placer que pocas veces experimentaba, incluso mayor del que le producía Borja con sus sensuales labios. Pero todo tenía un precio. Candela lavaba su ropa, y él su conciencia pagándole un precio a su madre que le parecía desorbitado por aquellos servicios… los de lavar y planchar, claro. Y es que, como agradecimiento a todos los servicios, pagaba lo que tuviese que pagar. E incluso siendo el padrino de la criatura que le hiciera un recluta del Rancho la Bola a su Candela. Porque la muy díscola se echó de novio a un aprovechado que pasó una buena mili, comiendo en casa de su novia y durmiendo caliente cada vez que se despistaba la madre de Candela. El mismo que se licenció tanto de las obligaciones militares como paternofiliales cuando acabó su servicio.
—¿Qué pasa, don Manuel? —dijo Cándela tomando asiento a su lado para recibir los oportunos y respetuosos encargos del día, y dejando aparcado a un lado el carro de la compra.
—Aquí esperándote, cariño. Y Pepín cómo está.
—En el colegio. A ver cuando pasa usted a verlo. Y su madre… —comenzó a decir sin poder terminar la frase.
—Estoy enamorado —dijo sin disimular su pluma.
—Ay, pero qué alegría. Cuente, cuente.
—Acabo de ver pasar al de las arropías, ¡qué hombre!
—Déjese de chuflas. ¡Pero si es un sinvergüenza piquito de oro! Además, todos sabemos a qué se dedica. Como se entere doña Encarna… —suspiró, acompañando la frase de un ligero meneo de manos.
—Sí, pero me gusta —trató de escandalizar.
—Anda ya, no sea usted tonto. Lo que tiene que hacer es buscarse una buena mujer que le acompañe.
—¿Que me busque una mujer? ¿Pero tú estás loca? Yo con una mujer ¡qué asco por Dios! —blasfemó empleando una voz en falsete que hizo sonreír a Candela.
—Don Manuel, que los hay peores y hasta tienen niños. No sea usted tonto, que tiene una posición que mantener.
—Seré muchas cosas Candelita, pero falso no —dijo llevándose el dedo índice al pecho.
—Bueno, usted sabrá, pero va a matar a doña Encarna a disgustos…
—Si no se muere antes. ¡Huy! ¡No por Dios! Espero que nunca me falte.
—Bueno, ¿a qué hora le mando a Luis a recoger las cosas?
—Mándamelo sobre las siete. Si no estoy, ya le dejaré la cesta con las prendas para que se las lleve. ¿Está limpio el resto? —dijo recordando el espléndido cuerpo de Luis, el joven hermano de Candela que debía tener en torno a los quince o dieciséis años, y del que ya conocía casi todas las partes pudendas y no pudendas.
—¿Su madre no irá a misa de siete en la Concepción? —preguntó Candela intuyendo que su hermano volvería a ponerle pegas.
—No creo que vaya hoy. Además está el servicio, así que no habrá problema. Ya le abrirá alguien —mintió.
—Bueno, pues le diré que se lleve lo limpio y recoja el cesto de lo sucio.
—Estupendo —dijo sacando una enorme cartera del bolsillo interior de su chaqueta, del que extrajo dos billetes con la cara de Manuel de Falla y se los tendió a Candela—. Por cierto, le comenté a mamá que deberíamos comprar una lavadora y que vinieras a casa todos los días. No le pareció mala idea, aunque a ella le sigue gustando que lo blanco se lave a mano. En cuanto a mí —interrumpió socarronamente—, me gusta más que me laves mis cositas a mano.
—Bueno, yo ya lo he dicho, y si quieren les puedo seguir lavando a mano la ropa de cama y la interior —dijo Candela poniéndose en pie mientras en la radio comenzó a sonar Valen—. Canta bien ¿verdad?
—Sí, es un chico muy majo.
Y Manolito tomó su taza de café para indicar que pagados los servicios, encomendado el resto y satisfecha su curiosidad, llegaba la hora en que no quería ser molestado. Candela, que ya lo conocía bien, a él y a sus excentricidades, cambios de humor, cortes inoportunos y amabilidad socialmente incorrecta, no dudó y tomó el carro tras decir adiós, dejando a don Manuel a solas con sus pensamientos.
Cuando se quedó solo, miró con desprecio a los dos amigos que se sentaban justo al otro extremo del bar, casi aislados del resto del mundo, que se miraban casi comiéndose con la vista y riéndose de todo. Eran las típicas mariconas escandalosas a quienes todo el mundo quería. Zalameras y graciosas, las típicas que no perdían punta para vestirse de mujer y hacer reír a aquella chusma. Una de ellas se dedicaba a malvivir vendiendo en una de las puertas del bar lo que le cedían en los puestos de la plaza a cambio de una comisión. El otro, amigos desde pequeño, era un tarado. El recuerdo de cuando los vio vestidos de mujer en la casa de Roque Aguado le trajo a la memoria la cita que tenía ese fin de semana. En la calle Sagasta de Cádiz. Seguramente Borja estaría deseando ir, pero aquel joven se estaba volviendo demasiado ambicioso, aunque cómo negarle algo a su efebo.
Se metió la mano en el bolsillo, sacó cincuenta pesetas y las dejó sobre la mesa poniéndose en pie. A esa hora de la mañana ya habría gente en el café Central, y seguramente Borja estaría allí esperándole sentado en la mesita baja del fondo del local, de espaldas a los ventanales que daban a la calle Larga, desde los cuales se veían los pies de la gente y desde donde esa misma gente no podían verlos a ellos.
Se encaminó en la dirección contraria al mercado y en dos zancadas llegó a la calle Luna. Los bancos ocupaban casi todos los edificios buenos, y los no ocupados, estaban en obras a la espera de ser ocupados por más bancos. Pasando el Teatro, vio a Borja entrando en el café Central. Se había equivocado de nuevo. Pensaba que el joven estaría deseando verlo, pero la media hora que se había hecho de rogar no había servido de nada. Seguro que venía del bar Manolo de beber en lugar de estar esperándolo. Una pena que su dinero fuera más atractivo que él, pero cada uno tenía lo suyo y él tenía el suficiente como para putear a quien quisiera, para hacerlo llorar con su desprecio y la falta de atenciones. Tendría que dejarle claro al muchachito quién tenía la sartén por el mango. El pensamiento sobre el mango le hizo sonreír. Bueno, al fin y al cabo, estar con un joven tenía sus inconvenientes. Tendría que darle más cuartelillo.
Subiendo por Luna, el color gris de los uniformes y la banda roja que recorría la gorra, delató la presencia de los dos grises que hacían la ronda. Si no fuera quién era, no los habría saludado, pero saludó a los dos grises, que se llevaron sus manos a la gorra de plato con un escueto don Manuel que no fue contestado. La vida le sonreía. Y entonces se fijó en la alegría que respiraba aquella ciudad, su ciudad, vendida al turismo en los últimos años, que se abría acogedora y esperanzada a la nueva década de los setenta de los pantalones de campana y los Marlboros en los bíceps de los estrechos Fresperrys. Los jóvenes de ahora nada sabían de cartillas, de rojos o de penurias. Pensaban más en las baterías, con platillos, que en la copla, y habían cambiado el coñac por la ginebra y el whisky. Eran años de modernidad y bonanza, de Sexta Flota atracada en la Rota de los mayetos, de negros que se paseaban con blancos uniformes cortejando con su exotismo a las jovencitas, de americanos fuertes y viriles, de segundas viviendas en las afueras, de los dobles trabajos y los televisores.
Su mente se detuvo, como su mirada, en el cuerpo de los dos enormes marineros americanos que salían del Banco Central Hispano Americano, seguramente de cambiar dólares. Con ese pensamiento y la vista puesta en los dos hombres, bajó los escalones y se adentró en el café Central, donde su adorado Raphael entonaba Yo soy aquel. No pudo evitar entrar cantando por lo bajito y saludando a los parroquianos que ocupaban la barra. Él también era aquel, y mucho aquel: conocido, amado, odiado, envidiado, criticado y, sobre todo, un señor que hizo, hacía y haría lo que le daba la gana, con o sin el beneplácito de propios y ajenos.
Tras saludar al camarero, que se colocaba bien la pajarita del uniforme, pidió lo suyo con una ligera inclinación de cabeza, que fue suficiente, indicando que se marchaba a su sitio, en donde Borja lo recibió como si llevara horas esperándole.
Pobre iluso.
La fábrica de galletas
Sobre su mesa, bajo la atenta mirada del Caudillo vestido de civil, pues ya se había quedado vieja la costumbre de presidir los despachos no militares con un general, cientos de folios en papel de seda se repartían en un controlado caos que solo unos pocos entendían. La última valija que le remitieran sus superiores de la bps estaba plagada —como siempre— de casos sin resolver, de crímenes que salpicaban la geografía española de una forma macabra y cruel, todos con el mismo modus operandi: la ausencia de autor. Leyendo detenidamente los informes, se dio cuenta cómo un número inusual de ellos se concentraban en casi toda la costa. Imaginó cómo las bellas costas, desde las del Sol a las de Barcelona, se plagaba de crueles asesinatos. Las víctimas eran dispares, pero abundaban las díscolas jovencitas extranjeras que venían en busca de vicio y desenfreno. Atraídas por el sol y la fiesta, encontraron crueles finales a sus aventuras juveniles.
La dejadez que la brigada tenía sobre estos crímenes no había pasado desapercibida. ¿Qué importaba a la autoridad española la muerte de viciosas extranjeras? La bps y la bic, aún en manos de gente que en su día combatió el vicio desenfrenado, veía esos crímenes como un castigo divino aunque oficialmente los condenara. En lo más hondo, creían firmemente en una mano divina haciendo su particular y cruel justicia. El desafortunado criterio de que esas zorras se lo tenían merecido, o el echar la culpa a las drogas y el alcohol que habían traído a la sagrada España los turistas, tampoco era ya suficiente para callar algunas bocas, sobre todo la de aquella nueva generación de tecnocráticos políticos, modernos y sin cicatrices de un pasado de sacrificios y dura lucha contra el vicio, la corrupción, el desenfreno y el propio Satán en forma de hoz y martillo. A esto se unía la ya consolidada presencia internacional, sobre todo la de los amigos americanos, que asentados ya en sus Bases, exigían políticas más acordes con el nuevo régimen mundial, en donde el enemigo común era el comunismo. La colaboración, aún muy débil, las exigencias escasas con otros cuerpos policiales extranjeros, habían hecho que Madrid diera orden de que se pusiera mayor énfasis en la investigación, que se colaborase, se recabasen informes, se ofrecieran ayudas y se dejara husmear a los extranjeros que sabían más de aquella España que los propios españoles. Lo peor de todo era que la policía del régimen tenía encima a los malditos americanos que desde Rota trataban de dar lecciones de cómo trabajar.
Jiménez seguía confiando en su instinto, aquel que en su día lo hiciera elevarse y también hundirle en el más hediondo fangal. Su particular visión de los crímenes luchaba por no culpar de aquellos crímenes al propio vicio, a las costumbres licenciosas que habían traído los extranjeros, los mismos en los que no pocas veces confió. Y ese mismo instinto le decía que no, que la maldad humana no podía ser la mano ejecutora de nada, que era demasiado absurdo culpar al propio muerto de su muerte, aunque la hubiera perseguido con saña. Además, prefería olvidarse por un tiempo de su instinto. Desde que lo destinasen a la tranquila ciudad de El Puerto de Santa María había mantenido a raya a putas y maricones, un trabajo muy especial teniendo en cuenta sus anteriores misiones controlando a células comunistas en Barcelona. Ahora, con la relajación hacia sindicatos y rojos, y en especial gracias a ese instinto que a veces le había jugado muy malas pasadas, su principal misión se concentraba en el único fantasma que mantenía viva la bps, concentrada en mantener a raya a los peligrosísimos enemigos del régimen, que disfrazados a lo Lola Flores podían acabar, al menos de risa, con todo el consolidado sistema que se desmoronaba poco a poco.
—¡Santos! —gritó sabiendo que a Santos no hacía falta gritarle.
En menos de medio minuto, tres fuertes golpes sonaron en la puerta.
—Adelante —dijo en un tono mucho más suave.
—A sus órdenes —saludó el cabo Santos, su hombre de confianza, peinado aún al estilo de los cincuenta, con quien compartía las misiones más peligrosas desde que lo asignaran a aquella comisaría. Si al edificio que ocupaba el callejón trasero del Ayuntamiento se le pudiera llamar comisaría de algún modo digno.
—Siéntate.
—Dígame, inspector —suspiró el cabo Santos tomando asiento frente a su jefe inmediato mientras se desabrochaba la chaqueta cruzada de elegantes rayas en tonos gris marengo.
—Vamos a ver, ¿qué tenemos para este fin de semana? —preguntó mientras los escurridizos informes tomaban en sus manos forma de legajo, que por mucho que los golpeara contra la mesa, no cuadraban los cantos por lo baboso del papel de seda que se empleaba en las copias.
Santos extrajo su libreta de la chaqueta.
—Pues este sábado hay sarao en la calle Sagasta. Los compañeros de Cádiz nos han informado que acudirán los habituales. Los compañeros, como siempre, han dicho que seguirán sus órdenes.
—Bien, informe que todo está controlado, que no quiero intromisiones… Y que estén atentos por si necesitamos algo —dijo Jiménez, que controlaba la zona desde que llegara a la provincia a pesar de que la bps de la capital tenía mayores efectivos.
—El Gobernador Civil ha llamado para…
—Ya, ya. Dígale que está todo controlado —zanjó, sabiendo de las preocupaciones del Gobernador Civil, más personales que políticas—, y que no se preocupe por nada. Dígale también que yo me encargo de todo. Y usted prepárese para ir conmigo a Cádiz el sábado. ¿Tenía planes?
—No, señor, sabe que siempre estoy disponible —contestó, ocultando que no tenía nada mejor que hacer.
—Pues recójame el sábado sobre las siete. Y hoy tómeselo libre porque el fin de semana será largo, como otras veces. Usted se quedará en el vehículo esperando, y si en dos horas no he salido, se vuelve hasta que le llame, pero anótese las horas de servicio como en activo —explicó Jiménez, sabedor de que por muchas horas extra que apuntase, el sueldo sería igual de mísero, aunque acumular horas podía ser de alguna utilidad a la hora de los reconocimientos.
—A sus órdenes —dijo con la afectada marcialidad que aún no había perdido, y que le hacía ser uno de los mejores ayudantes de Jiménez, discreto, sin preguntas, siempre dispuesto y leal servidor de la causa desde los años de la guerra—. Por cierto, señor, «El Parguela» saldrá en estos días…
Jiménez se llevó la mano derecha a la barbilla, pensativo.
—Bien, acércate al penal y dile que no quiero escándalos. Que ni se le ocurra abrir la boca. No quiero problemas con la Junta del Puerto. Si te dice algo, le comentas que se joda por estar donde no debía buscando a quien no debía. Para otra vez que tenga más cuidado y no se quede merodeando sin ser invitado. Puede retirarse.
El cabo Santos salió dando un tímido taconazo, conteniendo su brazo. Las costumbres habían cambiado mucho, pero él sentía nostalgia de aquel saludo a la romana, del respeto y las consignas. Sonrió al recordar lo de aquella maricona de «El Parguela». Fue de los primeros casos que se vio obligado a solucionar, pero quedó bien resuelto gracias al amor, sobre todo cuando pudo culpar al pobre diablo del robo en casa de «El Ingeniero» al que engañó aquel chapero de Sanlúcar que nunca pudieron encontrar. Aunque la culpa fue suya por rondar por donde no debía cuando no debía. Jiménez llevaba razón, había que advertirle para que se callara la boca. No quería que después de la pequeña condena que negociaron para tapar bocas, el maricón se fuera de la lengua y contara lo que sabía.
Jiménez recordó también el caso y sonrió para sus adentros. En el fondo, su trabajo hacia más bien que mal. No entendía cómo lo que cada cual hiciera pudiese molestar tanto a esa Iglesia que tanto consejo daba, incluso en niveles que no eran de su incumbencia.
Regresó de nuevo a los informes que volvían a estar desparramados por la mesa y se fijó en el de aquella chica. Casi dos años desde que apareciera muerta. A la joven estudiante la habían matado en su casa. La inglesita vino a por mandanga y bien que le dieron, pero no se merecía morir. Aunque su deformación nacional le hacía pensar que cada cual encontraba su destino, no le parecía lógico que aquella joven hubiese perdido la vida de esa forma. La maldita juventud y su desenfreno. No podía dejar de pensar en que la juventud perdía los papeles con las putas drogas. Siempre hubo drogas y vicio, pero la facilidad con que ahora se obtenía acabaría con toda una generación de ociosos jóvenes. Quiso culpar a los americanos, aunque sabía que ellos no eran los culpables. Aún así, desde que en los sesenta llegaron a España, se trajeron sus barcos, sus Bases, sus uniformes y sus costumbres más asquerosas. Una cosa era ponerse ciego de coñac, pero meterse mierda de aquella no tenía sentido.
Decidió dejar todo por unos instantes. Se puso en pie, sacó del cajón la vieja pistola belga, efectiva y pesada, y la deslizó en la sobaquera. Tomó del perchero su chaqueta príncipe de gales y abandonó los expedientes junto con los que ocupaban la mesa. No podía dejar de pensar en todos los casos sin resolver. En la bronca que desde Madrid les echarán a todos los inspectores de la Secreta, sobre todo por lo mal que estaban quedando delante de los americanos. Ese afán por quedar bien acabaría con su estómago. Tanta tensión no era buena, aunque en algo coincida con Madrid: los casos sin resolver eran demasiados. Tanto rojerío había centrado las investigaciones policiales durante tanto tiempo, que cuando se dieron cuenta había gente matando impunemente.