Sin azúcar, gracias - Marie-Aude Murail - E-Book

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Marie-Aude Murail

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Beschreibung

A Emiliano no le está yendo bien: las cuentas se acumulan en su casa. Concluye que es necesario conseguir un príncipe azul que lo rescate, no sólo para pagar las cuentas, que tenga un montón de cualidades para que su madre lo acepte. Este hombre existe, pero es un poco raro. ¿Podrá Emiliano librar sus problemas y, además, servir de cupido?

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Sin azúcar, gracias

MARIE-AUDE MURAIL

ilustrado por

TANIA JANCO

traducción

PATRICIA GUTIÉRREZ-OTERO

Primera edición en francés: 1992Primera edición en español: 2003   Tercera reimpresión, 2014Primera edición electrónica, 2016

Editor: Daniel Goldin Diseño: Joaquín Sierra Escalante Dirección artística: Mauricio Gómez Morin

© 1992, Marie-Aude Murail Publicado por L’école des Loisirs, París Título original: Sans sucre, merci

D. R. © 2003, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5449-1871

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3944-8 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Para Arlette Liébert

El perro del hortelano

Para que una cosa se vuelva interesante basta mirarla durante mucho tiempo.

Gustave Flaubert

—¿YA TE viste? —gritó mi madre empujándome hacia el espejo de la entrada—. ¡Mírate antes de salir!

—Ya he visto películas de horror, mamá.

—¡Qué chistoso! ¿Por qué no cepillas tu chamarra?

—¿También quieres que peine mi pantalón?

—Te estás descuidando, Emiliano —refunfuñó mi madre—. Desde que Martina María se fue a Inglaterra…

“Con tu bata mal cerrada y tus rulos, ¡qué elegancia!”, mascullé y busqué las llaves en mi chamarra o más bien en el dobladillo, porque las bolsas están agujeradas.

—Caray… Mamá, ¿dónde dejaste mis llaves?

Mamá alzó las manos:

—No vi nada, no hice nada y tengo una coartada para ayer por la noche.

—¡Qué chistosa! —rezongué.

Mamá bajó las manos y las puso sobre el vientre. Cinco meses de embarazo. Estallará antes de llegar al final. ¡Los demás dicen que no está gorda! Cuando pienso que tengo una madre soltera, me muero. Ningún chico normal tiene una madre así. Su déficit bancario es de veinte mil francos y habla de lanzar una línea de ropa para bebé. Quiere ponerle: “¿Ves el avión?” En su estado sería más apropiado:

“¿Ves la pelota?” De todas maneras está en las nubes, con las manos sobre su gran vientre. Como dice mi amigo Javier Rico: “Tu madre es a todo dar, pero es fuera de serie”.

—Tus llaves —dijo mamá aventándomelas en la cara.

—¿Dónde estaban?

—En tu tiradero. Gracias. De nada…

Me pregunto si no estamos fingiendo. Estilo desenvuelto y en la onda. Ella sabe que coqueteamos con la pobreza. Todavía no estamos en la miseria, pero la semana pasada nos cortaron la línea telefónica.

—¿Traes esa cara por Martina María? —me preguntó Javier frente al centro comercial.

—No. Ya me acostumbré.

Mi amor está lejos. Nineteen Cleveland Street. Todas las semanas le escribo a Martina María. Cuando ambos lados del túnel se tocaron bajo el canal de la Mancha, sentí que le daba la mano.

—Eres muy romántico.

—No molestes, Javier. Te digo que no es eso.

Caminamos en silencio a lo largo de las vitrinas.

—Quiero echarle un ojo a los discman —de repente dijo mi amigo—. Se me antoja comprar uno. ¿A ti no?

—Claro, y también un Jaguar.

—¿Ah, sí? ¿No prefieres un Rolls?

—Los Rolls son burguesitos, como tú.

—¿Yo soy un burguesito? —se indignó Javier.

—Burguesito amalgamado con burro.

Entramos en Carrefour y la sorpresa me dejó paralizado.

—¿Qué pasa? —me preguntó Javier— ¿Qué ves?

Miró en la misma dirección que yo.

—¿Ropita de niño? ¿Las cangureras? ¿Piensas en el bebé de tu mamá?

—¿Ya viste el precio de los pañales? —balbuceé.

—¿Los pampers o los kleen-bebé?

—88 pañales por 154 francos.

—¿Los de niño?

—Javier, ¡154 francos!

La noticia no pareció afectarlo.

—Bueno, después de que escojas, alcánzame en los estéreos.

Al anochecer, en casa, tomé la calculadora. Según mi experiencia como baby-sitter, un bebé normal usa ocho pañales cada veinticuatro horas. Entonces, ochenta y ocho dividido entre ocho… hay que comprarlos cada once días… lo que da un mes de pañales de aproximadamente 154 francos multiplicado por tres… 462. 462 francos solamente por…

—¿Qué haces, Emiliano? —preguntó mamá.

—¿Eh?, una tarea de mate…

Los hijos son la ruina. Cuando pienso que Martina María y yo queremos tener cuatro. Eso da… 462 multiplicado por cuatro… 1 848 francos al mes. Un consuelo: salvo si son cuatrillizos, no se pondrán todos pañales al mismo tiempo. Pero, de todas maneras… si en promedio un niño usa pañales durante 18 meses, eso da 1 848 multiplicado por 18… 33 264. ¡Martina María y yo gastaremos 33 264 francos en pañales! ¿Cuántos discman son?

—¿En qué piensas? ¿En Martina María…?

—Que no, mamá. A estas alturas, ya me acostumbré.

La costumbre de vivir sin ella, sin sus pasos junto a los míos, sin su mano en la mía. En la calle a veces volteo para ver a otras chicas. “En la primavera, los días se alargan y las faldas se acortan”. Es un dicho de Javier Rico.

—¿Qué te parece este vestidito, Emiliano?

Mamá lo puso sobre la mesa frente a mí.

—¿No te apretará un poco bajo los brazos?

—Qué simpático. Es para seis meses.

—¿Te lo dieron en un orfelinato?

—El terciopelo negro le queda muy bien a los bebés. Sobre todo con cuellito blanco.

Hice una mueca escéptica. Mamá retomó el vestido con gesto nervioso.

—De todas maneras, encarnas el mal gusto. Martha Haller está segura de que los puede vender.

Martha Haller es una vieja amiga de mamá. Cada dos años, renta un local en París, vende las producciones de mamá y luego quiebra.

—Deberías ver la tienda —reanudó mamá—. Es una miniatura, todo está en rosa y negro.

Brrrr. ¡Rosa y negro!

—Se debe ver lindo —mascullé—. ¿Dónde está?

—Calle Turenne 74.

Mamá colocó otra vez el vestido sobre la mesa y fue a la cocina. Acaricié el terciopelo negro, era muy suave, soplé en el cuellito que onduló. Murmuré: “Justina”. Mi madre espera una bebé. Alcé el vestidito con el pulgar y el índice y lo hice bailotear, negro y tornasolado bajo la luz de la lámpara. Detrás de mí, mi madre rió.

—Ya verás —me dijo—, funcionará bien.

Está loca. Ningún tipo la aguanta. Mi padre se largó (el tesoro de mi padre), Leroy se largó (el vago de Abgall), Stef se largó (un seductor nato). Como sólo quedo yo, entonces tendré que educar a mi hermana. ¿Por qué miento? La verdad es peor. Mi madre corrió a mi padre, a Leroy y, hace dos meses, a Stef. El motivo: opiniones fascistoides. ¡El siguiente! Pero sigue conservándonos a Arendal y a mí. Hablo del gato. Desde que mamá está embarazada, Arendal ya no se quiere sentar en su regazo. Está amargado, no le gustan los nenes. O quizá teme que le roben su cojín porque el bebé no tiene.

Tampoco tiene una cuna de hierro forjado, ni una carriola, ni un corral con sonajero, ni una tacita con pico de pato, ni siquiera tiene una jirafa que haga puet-puet. Nada.

Sí… un vestido negro con cuellito de Pierrot.

—Ya nos arreglaremos —dijo mamá—, al principio son muy pequeñitos.

Me da miedo. A veces me digo que no sabe nada de la vida, que yo soy el hombre de la casa, babosadas que me despiertan por la noche. No tenemos dinero para los dos. ¿Cómo haremos con tres?

—Martina regresará dentro de poco —me susurró mamá al oído.

—¡Te digo que me da igual!

¿No ve que me preocupan otras cosas? El mes pasado no se pagó la renta; sobre la mesita del teléfono vi el recordatorio del dueño. Además, ya cortaron el teléfono. Caray, basta de pensar en eso.

—Voy a casa de Javier, mamá.

—¿Otra vez?

Bajé los escalones. En el segundo piso choqué con nuestra anciana vecina, la señorita Sainfoin. No se puede ser más viejo que ella y no morirse. Llevaba un abrigo de piel de camello y, en la cabeza, un gran turbante archipámpano. Algo especial. La detuve antes de que se golpeara la cabeza contra la pared.

—Huy, car… perdón.

—Debería fijarse.

Con los anteojos chuecos y el turbante deshecho, su aspecto era amablemente desconcertado.

—¡Mi libro! —gritó.

—Ahí está —dije bajando dos escalones para recogerlo.

Hice como si le sacudiera el polvo y me fijé en la etiqueta del lomo: 319 CAR.

—¡Ah!, es de la biblioteca —dije.

El libro era color crema y rosa bombón, sexy como un pijama de franela. Bodas tormentosas, indicaba el título.

—Voy a cambiarlo —dijo la señorita Sainfoin.

Sentí que después de haberla embestido había que hacer un esfuerzo por ser amable.

—¿Es un buen libro? —pregunté.

—Pues sí… —dudó ella— aunque me gustaron más Los enamorados de Venecia. En éste había menos amor y más… más…

Quise ayudarla:

—¿Más sexo?

Hasta el turbante de mi vecina enrojeció.

—Oh, no. Quería decir más historia. Sucede bajo Luis XIV.

Caminamos juntos y la señorita Sainfoin se lanzó a narrar la historia de Los enamorados de Venecia.

—Se trata de una joven huérfana y de su hermana, son de muy buena familia inglesa, educadas por un tutor, alguien muy bien, altanero, irónico y mordaz, pero mujeriego…

Me miró de reojo.

—Siga, señorita. Hasta ahora no me he escandalizado.

—¡Ah! Entonces las dos jovencitas se enamoran de su tutor…

—Se perfila el drama —murmuré.

—Pero resulta que en la casa de campo vecina hay un lord; alguien muy, muy bien, pero que tiene una amiguita.

Me volvió a mirar.

—¿Amiguita de la escuela? —pregunté.

—Bueno, no exactamente. Una aman…

La señorita Sainfoin se echó a reír; su risa era alegre, joven y perlada. Luego reanudó:

—…el lord tenía que casarse porque su padre quería un nieto; pero no se podía casar con su amante; ella era casada. Entonces pensó en las huérfanas. Más bien, su amante se lo sugirió porque las huérfanas son fáciles de manipular.

—¡Qué malvado! —murmuré.

—Eh… sí. Entonces, el lord… Se llama Francis, me acuerdo del nombre de pila porque conocí a otro Francis… En fin, fue hace tanto tiempo… Entonces, Francis va a ver al tutor y pide la mano de una de las huérfanas.

—Qué tipo. ¡Guárdeme una de la camada!

—Eh… sí. Pero tenemos que entrar en la mentalidad de la época. Sucede en el siglo XIX.

—Bueno, entonces también es histórico.

—Menos. El siglo XIX es menos histórico que el XVII.

Casi respondo: “Sobre todo para usted”.

—Lo siento señor Pardini, ya llegamos a la biblioteca.

—¡Ay!, no escucharé el final; espero que el lord, Francis, no se case con alguna de las huérfanas.

—Pues, sí. Kathleen ve por su hermana Mary, quien siente que morirá si no se casa con el tutor. Entonces, Kathleen se sacrifica y se casa con el lord. Pero la amante de Francis se pone celosa y trata de envenenarla, pero el que bebe el vaso es el lord. Así que Ka- thleen enviuda y regresa a vivir con su hermana que ya se ha casado con el tutor, pero que tiene una salud delicada…

Mareado, me apoyé contra el muro de la biblioteca. En la prepa estamos estudiando Fedra. Es mucho menos complicado.

—Si le interesa —prosiguió la señorita Sainfoin—, busque a Cartland. Bárbara Cartland. La muchacha de los ojos garzos es maravilloso. Y Las aves de paso… es muy triste cuando la condesa muere en los brazos de su anciana madre…

Ya no hay modo de pararla; se puso rosa como la novela. Quizás esas cosas estén bien. Veré.

—Adiós, señorita.

Fui con Javier. Su madre me abrió.

—Javier está estudiando —me dijo en el tono de quien anuncia una buena noticia inesperada.

Entré en la recámara. Javier tenía la nariz metida en el Fedra y con la mano derecha tomaba notas. Le pregunté:

—¿Preparas tu exposición?

Javier tiene que resumirnos la intriga y presentarnos a los personajes.

—Esta historia es de locos —gruñó—. No termina. Al final, ¿ella se muere?

—No, se vuelve a casar.

Javier desencajó los ojos. Sería bueno que estudiara.

—¿Con quién?

—Con Hipólito.

¿Se lo tragará o no?

—No le hubiera apostado a eso —admitió Javier.

—Sin embargo, era un buen caballo.

Javier cerró su libro y se estiró con aspecto de flojera feliz.

—Bueno. Ahora que ya lo conozco, no me echaré el final.

Cayó. Mañana su exposición será divertida.

—Oye, escucha a los NTM en mi discman —me propuso Javier—. Te revientan la cabeza. Son geniales.

Javier me molesta. Tiene todo. Discman, estéreo, el último modelo de computadora con todas las novedades. No siento envidia, pero a veces quisiera arrojarlo por la ventana.

—No me gustan los NTM —dije—, me dan migraña.

—Al final, tú eres el burguesito.

La señora Rico tocó la puerta.

—Emiliano, quería preguntarte como está tu mamá.

Sus ojos brillaban de curiosidad. Desde hace veinte años frota sus cacerolas con Ajax limón, como en la tele. Evidentemente para ella mi madre es como un fenómeno de circo.

—Está bien —respondí apretando los dientes.

—Y ese bebé, ¿cuándo nace?

Tuve ganas de ladrarle: “¡Qué le importa!”. Pero, sólo dije:

—Dentro de cuatro meses.

—Abril, mayo, junio, julio. Será un pequeño Cáncer o un Leo.

—Será un pequeño montón de líos.

Javier se burló:

—Tu fibra fraternal no está muy desarrollada…

Lo miré desconcertado. Quiero a mi hermana. ¿Qué, este tonto no lo sabe? Y mi madre es hermosa con “esa” bebé que le roba el corazón y con su sonrisa extasiada a la que el mundo, los problemas y las cacerolas que limpiar la tienen sin cuidado. Las ganas de llorar me quemaron los ojos. ¿Por qué siempre me entienden al revés? Me fui casi corriendo.

De regreso, pasé a la biblioteca. ¿Cómo se llamaba? ¿Cartright? ¿Carton? ¿Carting? En cualquier caso era Bárbara. Busqué La muchacha de los ojos garzos. ¡Cartland! Lo encontré: Bárbara Cartland.

La bibliotecaria en jefe estaba de guardia en el primer piso. Me conoce. Desde que le pedí un libro sobre cómo cuidar bebés, me aparta todas las obras de pediatría.

—Tengo uno de la doctora E.L. Moisés —me anunció ese día.

—Qué nombre tan indicado para hablar de recién nacidos —respondí.

Cuando bromeo, siempre espera un poco y luego acaba riéndose casi a su pesar.

—Sí, por supuesto, muy indicado. Pero la obra está muy bien documentada.

No le gustan las bromas sobre los libros.

Me dirigí a la sección “novelas” y busqué en “Cartland”. Dos señoras mayores se me adelantaron y revisaban el librero, ¡pero yo lo encontré antes y cogí La muchacha de los ojos garzos!

—Yo estaba antes que usted —me dijo una de las señoras con el tono que usaría en la fila del banco.

—Me lo pidió mi vecina —empecé a decir con tono de súplica—, es una anciana y está enferma desde hace quince días…

La señora dudó. La otra la miró, dispuesta a tomar partido por mí. Asesté el golpe de gracia. Añadí:

—¿Sabe?, desde que su marido falleció, hace dos meses, su único apoyo son los libros.

—Bueno, está bien, lléveselo.

La vida es una selva…

—Gracias, señora.

…y yo soy un gran depredador.

Cuando llegué a casa, me sumergí en la mochila y saqué a la superficie mi libro de textos grafiteado en dos terceras partes y despedazado en tres cuartas. Tenía que preparar una disertación. “A partir de los ejemplos sacados de Las flores del mal, comente esta frase de Baudelaire: ‘Lo hermoso siempre es raro’”. Apoyé el mentón sobre mi puño en el más puro estilo de El pensador de Rodin. (Seguramente ese tipo tenía un profe de literatura tan tarado como el mío.) No sé qué se metió Baudelaire el día que dijo eso ni a quién quería jorobar diciéndolo; lo que sí sé, es que en ese género uno puede salir con cualquier cosa.

¡Cómo me molestan todos con su cultura! Fulano dijo. Zutano pensó. ¡Coméntelo! Me paso la vida comentando. ¡Ey! ¡Yo también existo! Durante años me pidieron descubrir los elementos cómicos de Médico a su pesar sin importarles que a mí eso no me parecía divertido. Luego me pidieron que extrajera la belleza de estos versos del poeta:

Florero donde mueren las verbenas,

de un golpe de abanico fue agrietado,

seguramente un roce, un golpe apenas.

¡Ay!, no lo toques, pues está quebrado.

y cuando respondí que de aquí se extraía sobre todo aburrimiento o cuando mucho un té de verbena, me pidieron que me guardara mis observaciones humorísticas. Siempre he bromeado a destiempo. La cultura es hacer aquello que te dicen que hay que hacer.

Con todo esto, aún no escribo ni tres líneas de mi disertación. “Raro, raro, ¿dijo usted raro?” Para mi vecina, lo hermoso es una cubierta de bombón y chantilly que encierra mil delicias cremosas. “Lo hermoso siempre es lagrimoso.” Comente usted esta frase de Emiliano Pardini apoyándose en ejemplos de Bárbara Cartland. Ahora me voy a documentar leyendo La muchacha de los ojos garzos.

Una hora más tarde, me seguía documentando. Al principio supuse que una muchacha con ojos garzos era necesariamente una lujuriosa que miraba a los hombres por debajo de la cintura. Pero la heroí-na estaba obstinada en comportarse como una torpe que desfallecía sin cesar ante la sonrisa sarcástica del vizconde, por lo que cuestioné mi juicio y fui a consultar el diccionario. Una persona con ojos garzos simplemente tiene un iris que oscila entre el azul y el verde. Si añadimos que, además, Adeline tiene cabellos rubios “en los que el fuego late bajo las cenizas”, labios “que dibujan el arco de Cupido” y el cuerpo de una “Diana cazadora”, entonces entendemos el porqué de los complejos de la pobre niña.

Entonces, con sus ojos garzos y sus zuecos grandes llega a casa del vizconde Adelbert de la Motte-Piquet (o algo por el estilo) para volverse la dama de compañía de la vieja vizcondesa. La anciana es una chochita que cada dos páginas le dice: “Niña, no sea usted tan tonta…” con un tono cortante, y el vizconde, altanero, irónico y mordaz, cada tres páginas zumba burlón (ese tipo no sabe articular, zumba sin parar): “Pequeña, si usted no fuera tan tonta…”

No cuento el final; es tan inesperado que uno se pregunta si realmente valía la pena leer las trescientas páginas precedentes. Total, es estupendo. Trataré de encontrar Las aves de paso.

—Entonces, tu disertación —me preguntó mamá cuando entró— ¿avanza?

—¡Ay! ¡Chin*#!, no he empezado!

—Emiliano, servir chin*# con todos los platillos me parece algo muy muy indigesto, pero algo que soporto menos es que me metas en tus majaderías. Entonces, juntas…

—Si prefieres, reemplazaré “chin*#!” por otra cosa. No sé… “papalote”, ¿te gusta?

—Y ya que estás en esas, por qué no cambias “madre” por otra cosa, no sé, marsupial por ejemplo.

—“Papalote de marsupial”. ¡Suena bien, mamá!

—Prende la luz, tonto. No se ve nada.

Oprimí el interruptor y, ¡papalote de marsupial! No había luz.

—Mamá, se fue la luz en la sala.

Pero como también se había ido en las recámaras, el baño y la cocina, concluimos que era un cortocircuito.

—Le voy a preguntar a la vecina si tiene luz.

—Es inútil, Emiliano. No es un cortocircuito. Es un recibo no pagado.

Qué bien. No tenemos teléfono. No tenemos luz.

— Para festejarlo, cenaremos con velas —dijo mamá.

—¿Y para que los alimentos de la nevera se descongelen, nos sentamos sobre ellos?

Desde hoy por la mañana me enojé con Javier. Expuso su trabajo. Martina María me escribió —Nineteen Cleveland Street— una carta lejana que comienza con Hi, darling y termina con See you soon. Estaba pensando en otra cosa… o en otro. Esta noche escribo mi disertación bajo el resplandor fúnebre de las velas. Entierro mi juventud. Lo hermoso siempre es finito.

—¿Hablas solo, Emiliano?

Mamá me miró. La vela bailaba en sus ojos.

—Te estás portando raro —me dijo.

—Es el signo de que me estoy volviendo hermoso.

—Sabes, Martha me prestó una parrilla de gas.

—Ah, qué bueno. Los ravioles calientes saben mejor.

—¿Tú también lo notaste?

Siempre el mismo tono desenvuelto y de moda. Por lo menos eso funciona sin electricidad. Quisiera decirle: “Mamá, tengo miedo”, pero me da miedo descubrir que ella tiene aún más miedo que yo. Entonces garrapateo: “Gusto del horror en Baudelaire, de la muerte, de la podredumbre. ¿Qué es el dandismo?” Y luego, “¿para qué me hago tonto? ¿Cómo hacer plata? Ésa es la cuestión”.

—Necesito ponerme a chambear.

Mamá brincó:

—Qué bueno que te des cuenta a tres meses del examen…

—No, no hablo de eso. Necesito trabajar para ganar dinero.

—Mira, en este momento podrías prescindir del dinero para tus gastos…

No quiere entender. Nuestras miradas se cruzaron. Entendió. La vela vaciló en sus ojos. No llores. Me repetía eso en la cabeza. No llores, mamá.

—Martha vendió el vestidito negro que no te gustaba —dijo.

—Harás otro para Justina, ¿eh? —murmuré.

Mamá puso la mano sobre su vientre. La sonrisa extasiada nos abandonó. Frunció el ceño.

—¿Qué tiene la nena? ¿Ya protesta?

Mamá no contestó. Se fue a recostar en la cama.

Raro, raro. La vida se altera. En la biblioteca encontré Como un viento de huracán. Siento que se prepara un golpe a Trafalgar. Como un viento de huracán sucede en Louisiana antes de la guerra de Secesión. Es histórico, como diría la señorita Sainfoin. No creo que la vida pueda ser peor que en este momento. Si lo supiera me prepararía. Pero no sé. El cielo está encapotado, las nubes corren encima de los campos de algodón. Todos esperan el huracán. Georgina ama al guapo Jack, pero Jack es causa de escándalo porque vive con una mestiza. Al guapo Jack le vale cacahuate el mundo. Es altanero, irónico y mordaz… Mira, se parece a alguien. ¿Quizás al vizconde De la Motte-Piquet o al guapo Emiliano? Emiliano Pardini, aventurero italiano, tenebroso y zumbón, por el que se consume de tristeza la vizcondesa Martina María d’Auclair en el fondo de su morada inglesa, Nineteen Cleveland Street. Mientras le doy vuelta a las hojas, me cuento otra historia. Creo que me ayudaría tener ojos azules con glacial ironía, hombros de atleta y una corbata de batista fina. Tengo que encontrar Las aves de paso y un libro sobre economía doméstica. Esta miseria no puede continuar.

—Cómo administrar su dinero semanal, ¿es eso? —me preguntó la bibliotecaria en jefe, con aspecto preocupado.

—No. Cómo administrar el presupuesto familiar para no ir a parar con las hermanas de la caridad. ¿Entiende de lo que se trata?

Cada vez se queda más perpleja. Sé que se hace un montón de preguntas sobre mí desde que le pedí el libro sobre los bebés. A lo mejor cree que soy padre de una familia numerosa… y desempleado, para cerrar con broche de oro.

—Tengo que hacer una exposición para la clase de economía doméstica —inventé para tranquilizarla.

—¿Usted lleva clases de economía doméstica? —se sorprendió la bibliotecaria en jefe.

—Sí, es una optativa. Con la señora Vaca de la Pradera.

Cuando comienzo a delirar no hay quien me detenga.

—Busque… —me dijo la bibliotecaria en jefe tratando de reprimir una sonrisa—, busque en el fichero, “presupuesto”…

A pesar de todo, la risa le ganó. Sabe que no está bien burlarse del prójimo. Entonces, haré que reviente. Dije, con tono inocente:

—Vaca de la Predera es un nombre extraño, ¿verdad?

Va a estallar. Ya está: un ataque de risa la sacude de pies a cabeza. Las lágrimas le ruedan. Balbucea limpiándose el rimel:

—No es su culpa, pobre mujer. En esos casos, uno debería cambiarse el nombre.

—Claro que es una pobre mujer. El señor De la Pradera, su marido, es alcohólico en último grado.

—¡Oh!, qué triste —hipó la bibliotecaria en jefe casi a punto de sufrir un ataque de risa.

Suspiré mientras sacudía la cabeza. Mmm, no está bien burlarse del prójimo.

—Voy a ver en el fichero —dije alejándome.

Hay días que me pregunto si soy totalmente normal.

Salí de la biblio con dos superlibros llenos de superconsejos para ahorrar: cómo amueblar con muebles de segunda mano comprados en venta de garaje o vestirse en Caritas